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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro décimo sexto

Libro
décimo sexto.






Capítulo
primero. Como hechas las obsequias (exequias) de don Alonso, trató el Rey de
casar al Príncipe don Pedro, y como Manfredo Rey de Sicilia le
ofreció su hija con muy grande dote.

Lápida sepulcral, infante Don Alfonso, Alonso, Monasterio de Veruela, hijo primogénito de Jaime I de Aragón, el conquistador

(imagen en la wiki Lancastermerrin88






Muerto
don Alonso, y con su muerte apagada la envidia y cruel odio de los
que mal le querían, don Pedro y don Iayme sus hermanos mostraron
tener gran sentimiento de ella: y determinaron de convertir en
honras, y muy suntuosa sepultura las injurias y desdenes que le
hicieron en vida: para que la falta en que cayeron no hallándose
presentes en las tristes y mal logradas bodas de su hermano, la
supliesen celebrando sus obsequias con fingidas lamentaciones y
tristezas. De las cuales como de cruel peste quedaron tan infectados
(inficionados) y heridos: que con aquel mismo fuego de envidia y odio
con que antes persiguieron al hermano muerto, luego en el mismo punto
comenzaron ellos a arder entre si mismos. Esto se echó de ver en
ellos muy a la clara: pues acaeció, que con su desenfrenada codicia
de reinar, en tanta manera se encruelecieron el uno contra el otro,
que si la paternal autoridad y potestad Real juntas no se pusieran de
por medio, o quedara el padre en un día cruelmente privado de sus
hijos: o con las distensiones y desacatos de ellos, pechara bien el
odio que tuvo antes contra solo el muerto. De manera que hechas sus
honras y obsequias con grande pompa y majestad Real en la iglesia
mayor de la ciudad de Valencia, adonde poco después (como dijimos)
fueron trasladados sus huesos: habiendo ya cobrado el Rey la
universal potestad y regimiento de todos sus Reynos: partió luego
con los dos hijos para Barcelona, y en llegando atendió con mucha
diligencia en buscar mujer para el Príncipe don Pedro: sin dilatar
tanto su casamiento como el de don Alonso. Mas entre algunos que se
ofrecieron, y se llegó a tratar de ellos, fue el de doña Gostança
hija única del Rey Manfredo de Sicilia, hijo del Emperador Federico,
de quien hablamos arriba en el libro XI, porque este, aunque
bastardo, muerto el Emperador su padre intitulándose Príncipe de
Taranto (
Taráto),
como se hallase con grueso ejército en Italia, sojuzgó la Calabria
con la Puglia (
Pulla):
y teniendo fin de pasar adelante su empresa, le fue dado título de
Rey por Alejandro Papa IV, y con esto pasó el Pharo, y ocupó el
Reyno de Sicilia. De lo cual se sintieron mucho los pontífices
sucesores, y así fue de ellos muy perseguido, como adelante diremos.
Deseando pues Manfredo emparentar con el Rey de Aragón, para con
tan buen lado valerse, y hacer rostro a sus enemigos, luego que supo
la muerte del Príncipe don Alonso de Aragón, y que don Pedro su
hermano quedaba heredero universal de los Reynos de la Corona de
Aragón, envió sus embajadores de Sicilia a Barcelona, Giroldo
Posta, Mayor Egnaciense, y Iayme Mostacio, principales Barones de su
Reyno, y hombres prudentísimos, para contratar matrimonio de doña
Gostança su hija, única, y heredera de todos sus Reynos y señoríos,
la cual hubo de su mujer doña Beatriz hija del Conde Amadeo de
Saboya, con don Pedro Príncipe de Aragón y Cataluña: prometiendo
dar en dote con ella cincuenta mil onzas de oro moneda de Sicilia,
que importan poco menos de ciento y treinta mil ducados, con la
esperanza del Reyno. Además de las muchas y muy excelentes virtudes
Reales de doña Gostança, de que estaba muy enriquecida y dotada:
como lo afirmaban también algunos mercaderes de Barcelona que la
vieron en Sicilia, y tal era la pública voz y fama de ella. Oída la
embajada, al Rey y a todos los de su Corte plugo mucho el matrimonio,
con el ofrecimiento de tan grande dote, cual no se dio a Rey de
Aragón: y más por el parentesco por ser nieta de Emperador, junto
con la esperanza de heredar el Reyno de Sicilia. Porque por esta vía,
no solo ganaría el más rico granero de la Europa para mantener sus
Reynos: pero también porque con esto se le abría a él y a sus
sucesores una grande puerta para la entrada de Italia por Sicilia.
Por donde de común voto y parecer de todos los de su consejo,
concluyó con los Embajadores el matrimonio, y envió por la Esposa a
don Fernán Sánchez su hijo bastardo, (de quien adelante se hablará
largo) juntamente con Guillen Torrella barón principal de Aragón,
para que por mano de ellos se hiciesen las capitulaciones
matrimoniales en Sicilia, y trajesen a doña Gostança con el
acompañamiento y grandeza Real que convenía.






Capítulo
II. Como el Papa Urbano IV procuró estorbar este matrimonio dando
grandes causas para ello, y no embargante eso se efectuó.






Luego
que don Fernán Sánchez, y Guillen Torrella partieron de Barcelona
con largos poderes del Rey, y del Príncipe don Pedro para concluir
el matrimonio en Sicilia: fue avisado el Papa
Vrbano
IIII

como habían pasado por la playa Romana dos galeras del Rey de Aragón
muy puestas en orden, que iban la vuelta de Sicilia. Pensó luego el
Papa el negocio que llevaban, y lo sintió en el alma, por estar tan
indignado contra Manfredo por las causas arriba dichas, y haber
decernido contra él todas las censuras y excomuniones Ecclesiásticas
que se podían: y también invocado el favor y auxilio de todos los
Príncipes Cristianos, a fin de formar un gloriosísimo ejército
para perseguirlo, y echarlo de todas las tierras y estado de la
iglesia que tenía usurpados. Lo cual como supiese el Rey, y de ver
la voluntad del Papa tan contraria a este negocio, se hallase por
ello muy confuso y dudoso, doliéndose mucho perder un tan rico y
provechoso matrimonio para si y para el Príncipe: además del alto
parentesco de Manfredo: determinó de enviar sobre ello embajadores
al sumo Pontífice, entre otros, a fray Raymundo de Peñafort de la
orden de los Predicadores, persona de mucha santidad y letras (como
adelante mostraremos) para que con buenas razones y humildes ruegos
acabase con el Pontífice tuviese por bien de volver en su gracia y
gremio de la iglesia al Rey Manfredo: pues se le humillaba y
reconocía sus errores pasados, y tan de corazón y buen ánimo le
pedía perdón y misericordia. Aprovechó todo esto tan poco para
mitigar al Pontífice, antes se endureció en tanta manera, que con
mayor fervor procuró apartar al Rey de la amistad y parentesco de
Manfredo Príncipe que nombraba él, de Taranto, impío y crudelísimo
perseguidor de la iglesia, como lo fue el Emperador su padre:
diciendo que mirase que se hallarían otros Príncipes católicos
Cristianos, los cuales de muy buena gana darían sus hijas en virtud
y dote iguales a la de Manfredo por mujeres al Príncipe su hijo.
Pero ni los ruegos del Rey para con el Pontífice, ni sus
exhortaciones para con el Rey, aprovecharon nada: antes se creyó fue
orden y providencia del cielo que este matrimonio pasase adelante:
así por el acrecentamiento de Reynos y señoríos, que mediante él,
por tiempo se añadirían a la corona de Aragón: como por la buena
paz y tranquilidad perpetua que los Reynos de Nápoles y Sicilia
unidos a la misma corona habían de gozar, como de ella gozan hoy día
con la buena amistad y protección de España.










Capítulo
II.
/ Duplicidad de capítulo /
De lo que don Álvaro Cabrera hizo
contra el condado de Urgel, y tierra de Barbastro, y del remedio que
el Rey puso en ello, y de cierta protesta (
protestacion)
que el Príncipe don Pedro hizo.






Volviendo
el Rey de Barcelona para Zaragoza, pasando por la villa de Berbegal
(Beruegal) cerca de Cinca, entendió que don Álvaro Cabrera hijo de
Pontio, y nieto de don Guerao que fue Conde de Vrgel, con el favor y
ayuda de los amigos de su padre y abuelo, había tomado por fuerza de
armas las villas y castillos del estado de Ribagorza, que estaba por
el Rey, y hecho correrías fuera de los términos y límites de su
tierra y señorío: y sin eso mucho daño en las aldeas y campaña de
la ciudad de Barbastro, cuyo campo es fertilísimo que abunda de pan,
vino, aceite, azafrán, con gran cría de mulas y rocines, de
ganados, y todo género de caza. La cual en nuestros tiempos ha sido
hecha en cabeza del obispado. Convocados pues todos los pueblos
comarcanos, señaladamente los que habían sido maltratados de don
Álvaro, en la ciudad para quejarse de él, sabido por el Rey su
atrevimiento, dio luego orden a Martín Pérez Artaxona Iusticia de
Aragón persiguiese con mediano ejército a los desmandados que
llevaban la voz de Don Álvaro, y les hiciese todo el daño que
pudiese, y también a los pueblos del mismo: porque estaba
determinado de sacar del mundo a don Álvaro si no se retiraba, y
apartaba de hacer los daños que solía. En este medio el Príncipe
don Pedro abusando del mucho amor que el Rey su padre le tenía, con
el cual pudo echar de los Reynos a don Alonso su hermano ya muerto:
ardiendo pues con la codicia del reinar y queriéndolo todo para si,
procuraba casi por la misma vía echar a don Iayme su hermano de la
herencia que le había el Rey por su parte y legítima asignado, que
eran los Reynos que él había conquistado por su persona con lo
demás que se dice arriba. De lo cual se siguió mayor odio, y rencor
entre los dos hermanos. Puesto que don Pedro por entonces lo
disimulaba temiendo que si declaraba su mala voluntad y odio contra
su hermano, incurriría en el de su padre, y que sentido de esto
haría nuevo testamento, con alguna nueva donación en favor de su
hermano, que fuese en su perjuicio: y le forzase a jurarla y loarla
para obligarle a pasar por ella. Por excusar esto ajuntó
secretamente algunas personas principales de sus más intrínsecos
amigos y fieles, que fueron fray Ramón de Peñafort, el maestro
Berenguer de Torres Arcediano de Barcelona, don Ximeno de Foces,
Guillé Torrella, Esteuan y Ioan Gil Tarin ciudadanos antiguos de
Zaragoza: ante los cuales protestó, que si acaso él ratificaba con
su juramento algún testamento, o donación nuevamente hecha por su
padre, en favor de cualquier persona, o personas, lo haría forzado,
por evitar la indignación de su padre: porque si le resistía, no
hiciese con la cólera alguna novedad en daño suyo y detrimento de
los Reynos: acordándose de lo que don Alonso su hermano padeció en
vida por semejantes contrastes.











Capítulo III. De los bandos que se levantaron en Aragón por la
dicordia de los dos hermanos, y como fue llevada la Infanta doña
Isabel a casar con el Príncipe de Francia, y traída doña Constanza
a casar con don Pedro.






En
aquel mismo tiempo que andaban los dos hermanos en estas discordias,
nacidas de la desenfrenada codicia de Reinar, y por ocasión de
ellas, se levantaron, no solo entre los grandes y barones, pero entre
la gente vulgar y pueblos de Aragón crueles bandos y parcialidades:
unos apellidando don Pedro, otros don Iayme, otros al Rey, tan
desatinadamente y con tanta licencia y desvergüenza, tomando armas
unos contra otros, que comenzaron luego por las montañas de Aragón
hacia los Pirineos, a saltear por los caminos, y dentro en los
pueblos hacerse muy grandes insultos unos contra otros: y de tal
manera ocuparon los barrancos y malos pasos de los caminos, que ya no
se podía ir de un lugar a otro, sino muchos juntos armados y
acuadrillados. Por esta causa todas las ciudades y villas de las
montañas de Aragón hicieron entre si liga que llamaron Unión, de
la cual salieron ciertas leyes más duras, y de más cruel ejecución
que nunca hicieron los antiguos, pero conformes al tiempo y
disoluciones que corrían. Porque era necesario quemar y cortar lo
que con medicinas y leyes blandas no se podía curar: para que como
con fuego se atajase y reprimiese tan desapoderada libertad de robar,
y de saltear y matar. Con esta unión, y exasperación de penas y
castigos, se alivió en pocos días esta peste. Porque tomaron muy
grande número de aquellos salteadores y sediciosos, los cuales todos
por el beneficio de la común paz y seguridad de la Repub fueron con
varios y atrocísimos géneros de tormentos y muertes punidos y
justiciados: y quedó el Reyno quietado.
Por este tiempo la
Infanta doña Isabel hija segunda del Rey fue llevada a la Guiayna a
la ciudad de Claramunt en Aluernia, adonde celebró sus bodas
solemnísimamente con el Príncipe don Felipe de Francia, y se
cumplieron por ambas partes los capítulos y obligaciones ordenadas
por los dos Reyes sus padres en la villa de Carbolio, como dicho
habemos. No mucho después llegó de Sicilia doña Constanza hija del
Rey Manfredo (
Mófredo),
también a la Guiayna, y desembarcó junto a Mompeller, acompañada
de Bonifacio Anglano Conde de Montalbán (Mótaluá) tío de
Manfredo: con otros muchos señores de Sicilia, y del Reyno de
Nápoles, y don Fernán Sánchez, y el Barón Torrella que fueron por
ella: y fue por la ciudad y pueblo de Mompeller altísimamente
recibida. Y luego don Iayme su cuñado le aseguró el dote, en nombre
del Rey su padre, sobre el Condado de Rossellon y de Cerdaña,
Conflent y Vallespir, con los Condados de Besalù y Prulé, y más
las villas de Caldès y Lagostera. De las cuales tierras el Rey había
hecho donación antes a don Iayme: pero él fue contento, con
reservarle la posesión, tenerlas obligadas al dote. Concluídos y
jurados que fueron los capítulos matrimoniales, en llegando de
Barcelona el Príncipe don Pedro se celebraron las bodas de él y de
doña Constanza con tal fiesta y regocijo cual jamás se vio en
aquella ciudad: porque se hallaron en ella todos los Duques, Condes,
y señores de toda la Guiayna, con los que de Aragón y Cataluña
vinieron, que las solemnizaron con muchas justas y torneos, y otros
grandes regocijos.











Capítulo IV. De las nuevas divisiones que el Rey hizo de sus Reynos
y señoríos para heredar a don Iayme, y como quedaba siempre
descontento don Pedro.






Acabada
la fiesta, el Rey con toda la corte se partió para Barcelona: donde
por hacer fiesta a doña Constanza la ciudad le hizo un suntuoso
recibimiento con muchos juegos y danzas como lo suele y acostumbra
muy bien hacer esta ciudad en semejantes fiestas Reales, y con esto
ganar la voluntad y afición de las Reynas en sus primeras entradas.
Andando pues el Rey holgándose por Barcelona acabó allí de
entender la insaciable codicia que de reinar y alzarse con todo,
tenía el Príncipe don Pedro. Y pareciéndole que quitaría de raíz
la mala simiente de diferencias y discordias entre los dos hermanos
si de voluntad de ellos hiciese nueva división de los Reynos. Por
esto en presencia de los Obispos de Barcelona y de Vich, con otros de
Cataluña, y de algunos principales del Reyno de Aragón, con los
síndicos de las villas y Ciudades Reales, partió entre ellos los
estados de esta manera. Dio al Príncipe don Pedro el Reyno de
Aragón, y condado de Barcelona desde el río Cinca hasta el
promontorio que hacen los montes Pirineos en nuestro mar, al cual
vulgarmente llaman Cabdecreus, hasta los montes y collados de Perellò
y Panizàs. Diole asimismo el Reyno de Valencia, y a Biar y la Muela,
según la división y límites que señalaron con el Rey de Castilla.
Mas del río de Vldecona, o la Cenia, como van los mojones del Reyno
de Aragón hasta el río de Aluentosa. Al infante don Iayme hizo
donación del Reyno de Mallorca y Menorca con la parte que entonces
tenía en Ibiza y con lo que en ella más adquiriese: y la ciudad y
señoría de Mompeller, y el condado de Rossellon, Colliure y
Conflente: y el condado de Cerdaña, que es todo lo que se incluye
desde Pincen hasta la puente de la Corba, y todo el valle de Ribas,
con la
baylia
que se extiende de la parte de Bargadá hasta Rocasauza, y todo el
señorío de Vallespir hasta el collado Dares, como parte la sierra a
Cataluña hasta el coll de Panizàs, y de aquel monte hasta el
collado de Perellò, y Capdecreus. Con condición que en los condados
de Rossellon y Cerdaña, Colliure, Conflente, y Vallespir, corriese
siempre la moneda de Barcelona que decían de Ternò: y se juzgase
según el uso y costumbre de Cataluña. Sustituyó el un hermano al
otro en caso que no tuviese hijos varones. Declarando que si la
tierra de Rossellon, Colliure, Conflente, Cerdaña y Vallespir,
viniesen a personas extrañas, lo tuviesen en reconocimiento de feudo
por el Príncipe don Pedro y sus herederos sucesores en el Condado de
Barcelona. Y si don Pedro viniese contra esta ordinación, y moviese
guerra al Infante su hermano, perdiese el derecho del feudo concedido
al don Pedro en los pueblos de Rossellon, Conflent, Cerdaña,
Colliure, y Vallespir, en caso que por matrimonio, o por otra vía
fuesen devueltos en personas extrañas. De esta manera (como está
dicho, y referido en los Anales de Geronymo Surita) se hizo esta
postrera partición de los Reynos y señoríos de la corona de Aragón
entre los dos hermanos. Puesto que el Príncipe don Pedro siempre
mostró quedar agraviado, pretendiendo que la parte dada a su hermano
era excesiva: pues le desmembraba tan gran porción del patrimonio
Real. Fue de si tan elevado y magnánimo este gran Príncipe, que
tuvo por caso de menos valer no suceder a su padre en todo y por
todo. Finalmente quiso el Rey por esta partición de Reynos y
señoríos, que el hijo menor y sus herederos se contentasen del uso
y señorío de aquellas tierras que les cabía por la partición, con
tal que reconociesen superioridad al hermano mayor y a sus
descendientes.











Capítulo V. De las diferencias que se movieron sobre los
amojonamientos de Castilla con Aragón y Valencia: y de la pretensión
del Rey con el Senescal de Cataluña.






Por
este tiempo se levantaron otras diferencias sobre los límites de
Castilla y Reynos de Aragón y Valencia, y hubo sobre ello
cuestiones, además de las correrías y daños que se hicieron en las
fronteras los vecinos unos contra otros. Por esto fue necesario
concordarse los Reyes, y mandar amojonar de nuevo sus tierras. Para
este efecto se nombraron tres jueces de cada parte que señalasen los
términos y mojones de cada Reyno. Fueron de Castilla, Pascual Obispo
de Jaén (Iahen), Gil Garcés Aza, y Gonçalvo Rodríguez Atiença.
De los nuestros fueron Andrés de Albalate Obispo de Valencia, Sancho
Calatayud, y Bernaldo Vidal Besalù, los cuales después de haber
hecho su división y amojonamientos: en cuanto a los daños hechos
por las diferencias de los pueblos determinaron, que hecha la
estimación, los Reyes pagasen su parte y porción a cada pueblo. Mas
porque esto era algo largo y difícil de cobrar, y que en la
averiguación de cuentas se había de perder mucho tiempo, y que para
con los Reyes no se admiten todas, determinaron los mismos pueblos, y
se concordaron entre si, de rehacerse los daños unos a otros, o
perdonárselos. Poco después de concluido esto acaeció que viniendo
el Rey a Lérida de paso para Barcelona halló por cierta diferencia
que hubo entre dos caballeros Catalanes llamados Poncio Peralta, y
Bernaldo Mauleon, se habían desafiado el uno al otro para salir en
campo, y los halló a punto de combatirse. Y aunque de derecho común
tocaba al Rey presidir en el campo, como aquel que lo daba y era
señor del: mas por fuero antiguo del Reyno, presidió don Pedro de
Moncada como gran Senescal de Cataluña. De esto mostró el Rey estar
sentido, pretendiendo que los derechos y privilegios de la dignidad
de Senescal ya no estaban en uso y costumbre, quiso el Rey que sobre
ello se nombrasen jueces para averiguarlo, a don Ximen Pérez de
Arenos, Thomas Sentcliment, Guillen Sazala, y Arnaldo Boscan, hombres
en guerra y letras bien ejercitados. Los cuales dieron por sentencia,
que al Senescal como a suprema dignidad del Reyno se debía semejante
cargo de presidir: y que su derecho ni por falta de uso ni por abuso
se podía perder. Antes declararon que si por algo lo había perdido,
se le restituyese. De este desafío, cual de los dos venció, ni por
qué causa, o querella se movió, ni qué suceso tuvo, no se entiende
de la historia del Rey, ni lo he hallado en otras. De allí pasó a
Barcelona, y deseando ya tener casado a don Iayme su hijo, escribió
a don Guillen de Rocafull gobernador de Mompeller fuese al condado de
Saboya y tratase con el Conde don Pedro casamiento de don Iayme con
doña Beatriz hija del Conde Amadeo su hermano. Pero como no se
concluyó este matrimonio, si fue por muerte de de doña Beatriz, o
por otras causas, la historia no habla más de ello.











Capítulo VI. De la embajada que el Sultán (Soldan) de Babilonia
envió al Rey, el cual le despachó otros embajadores, y de lo que
pasaron con él en Alejandría del Egipto.






No
porque la historia del Rey deja de hablar de esta y otras muchas
hazañas del mismo, será bien pasar por alto lo que un escritor
antiguo (de quien hace mención Surita en sus Annales) que recopiló
la vida y hechos del Rey, para encarecer lo mucho que fue tenido y
amado de los Reyes así fieles como paganos, cuenta por cosa
memorable lo que pasó entre él, y el Sultán de Babilonia, que por
este tiempo residía en Egipto en la ciudad de Alexandria: a donde
con el gran concurso que ordinariamente había de mercaderes
Catalanes, a causa de la especiería, que entonces venía toda por la
vía de oriente a la Europa, llegó la fama de las hazañas del Rey y
de su grande opinión de valiente y belicoso. Lo cual oído por el
Sultán vino a aficionársele en tanta manera, que por trabar amistad
con él, envió sus embajadores a visitarle a Barcelona: y llegados a
ella fueron por el Rey muy bien recibidos, al cual por su embajada
declararon la grande afición que el Sultán su señor le había
tomado, por la buena fama que de sus heroicos hechos ante él se
había divulgado, y de cuan aparejado estaba para hacer buena su
voluntad y afición, en cuanto valer de él se quisiese. Los oyó el
Rey con mucho amor, y mandó aposentar y regalar sus personas con
real cumplimiento, haciéndoles mostrar la ciudad con sus aparatos de
guerra por mar y por tierra. Y después de haberles hecho mercedes, y
proveído sus navíos de las cosas más preciadas de la tierra los
despidió, diciendo, que también enviaría muy presto sus
embajadores a visitar al Sultán en reconocimiento del favor que le
había hecho enviándole a visitar primero. Con esto se partieron los
embajadores, y luego formó otra embajada el Rey para el Sultán con
Ramón Ricardo, y Bernaldo Porter caballeros Catalanes hombres
prudentes, y de mucha experiencia, que ya antes habían hecho la
misma navegación, yendo con algunas galeras en corso. Estos
provistos de las cosas más delicadas de España para presentar al
Sultán, y puestos en dos naves veleras llegaron al puerto de la
ciudad de Alejandría donde a la sazón estaba el Sultán. Del cual,
sabiendo que eran los embajadores del Rey de Aragón, fueron
principalmente recibidos y aposentados en su palacio. Y como a la
entrada de ellos descubrió el Sultán el estandarte del Rey que
llevaba Bernaldo Porter, luego por más honrarlo mandó ponerlo junto
a su Real solio. Presentadas sus letras de creencia con los regalos
que le traían, explicó Porter su embajada, la cual en todo
correspondía a la del Sultán con el Rey (como dijimos) y la oyó
con grande contentamiento. Y luego (como lo afirma el mismo escritor)
rogó a Porter, que conforme a la ceremonia y costumbre de los Reyes
de España armase caballero a su hijo el Príncipe de Babilonia, que
lo estimaría en tanto como si su mismo Rey lo armase. Como oyó
esto, Porter, se le echó a los pies reputándose por indigno de tan
alto oficio y prerrogativa. Mas pues tan determinadamente se lo
mandaba, obedecería. Y hecho grande aparato en una iglesia pequeña
de los Cristianos que vivían en la ciudad, dos sacerdotes que traían
los embajadores muy diestros en la ceremonia eclesiástica, con los
demás de la tierra y gente Cristiana, celebraron su misa con mucha
solemnidad y bien concertada ceremonia, con grande admiración y
contentamiento del Sultán y principales de su corte que se hallaron
presentes a la fiesta. Dicha la misa fue puesta la espada desnuda por
el embajador sobre el altar, y puesto el Príncipe de rodillas ante
el mismo altar, tomó Porter la espada y vuelto al Príncipe se la
ciñó (ciñio) con muy agraciada ceremonia, y después se arrodilló
Porter ante él y le besó las manos con muy grande humildad y
acatamiento, desparando la música y estruendo de trompetas y
tabales, y otros instrumentos de añafiles y dulzainas (dulçaynas)
de que usaban los Moros. Acabado esto, y vueltos a palacio con mucha
fiesta y regocijo: quiso el Sultán ser enteramente informado de la
vida y hechos del Rey de Aragón. Y como Porter pudiese dar en ello
mejor razón que otro, por haber seguido al Rey en todas sus jornadas
de paz y guerra, con los buenos farautes e intérpretes que el Sultán
tenía, le hizo muy cumplida relación de todas las hazañas del Rey,
desde su nacimiento hasta el punto que le dejó en Barcelona. Lo cual
oído quedó el Sultán con todos los de su corte, extrañamente
maravillados, y de nuevo muy más aficionados al Rey. Hecha esta
relación los embajadores se despidieron del Sultán, el cual les
hizo particulares mercedes y dio joyas riquísimas, y para el Rey
mandó proveer las naves de mucha especiería con muchas aves y
extraños animales de las Indias orientales, y ofreciéndose muy
mucho de valer y servir al Rey con todo su poder en paz y en guerra
siempre que necesario fuese contra sus enemigos: los embajadores se
partieron de él con mucha gracia suya, y puestos en mar llegaron con
muy próspera navegación en Barcelona: donde hallaron al Rey, y le
contaron su felice viaje que de ida y de vuelta tuvieron, y de la
gracia y magnificencia con que fueron recibidos del Sultán, con las
demás cosas maravillosas que arriba dicho habemos, señaladamente de
la información tan cumplida que mandó se le hiciese de su
esclarecida vida y hechos, y de la atención y admiración grandísima
con que los oyó y
magnificò.
Finalmente las mercedes y favores que a la despedida les hizo: que
todas fueron particularidades para el Rey muy gustosas de oír. El
cual alabó mucho a los embajadores por su trabajo, diligencia e
industria con que se trataron y acabaron tan honoríficamente su
embajada, prometiendo tendría cuenta en recompensar tan insignes
servicios. Y también dando infinitas gracias a nuestro señor por
haberle dado un tan buen amigo en aquellas partes, de quien pudiese
valerse para la jornada de Jerusalén, si fuese servido de que en
algún tiempo la emprendiese.










Capítulo
VII. Del Maestre de Calatrava que vino al Rey por socorro contra los
infinitos Moros que pasaban de África a la Andalucía, y que convocó
cortes para que le ayudasen en esta jornada.






Pues
como al Rey no se le permitiese estar un punto ocioso en toda la
vida, sin algún ejercicio de guerra: acaeció que en acabar de oír
los embajadores que volvieron del Sultán, llegó a él don fray
Pedro Iuanés maestre de la orden y caballería de Calatrava, enviado
por el Rey de Castilla, y le dijo como habían pasado infinitos Moros
de África en la Andalucía, que ajuntados con los del Reyno de
Granada y de Murcia moverían mayor guerra que jamás se vio a toda
España: que le suplicaba en nombre del Rey y de la Reyna su hija se
apiadase de ellos, y de sus hijos nietos suyos, y que en tan
extremada necesidad no les faltase con su amparo y socorro. Oído
esto por el Rey no dejó de compadecerse mucho del Rey y Reyna de
Castilla, y porque se determinó de favorecerles, respondió al
maestre que pues él sabía la tierra por donde andaban los Moros, y
el número de ellos poco más o menos, y también era tan aventajado
y experto en la guerra le dijese su parecer cerca lo que debía hacer
y preparar para resistir a tanta morisma. A esto respondió el
Maestre, que le parecía debía su Real alteza ajuntar su ejército,
y por la vía de Valencia llegar a acometer a los del Reyno de
Murcia, los cuales con la venida de los de África se habían
rebelado contra el Rey don Alonso su señor, y dado al Rey de
Granada, que aprovecharía esto mucho para divertir tanta morisma.
Además de esto, convenía mandar poner en orden la armada por mar,
así para impedir el paso a los de África que cada día llovían
sobre el Andalucía: como para desanimar a los que habían pasado, y
para les tomar el paso a la vuelta, que sería asegurar esto la
victoria contra todos ellos. Diole también una carta de la Reyna su
hija, en que le rogaba lo mismo, porque la memoria de los disgustos
que su marido había dado siempre al Rey, no le causasen alguna
tibieza en el socorrerles. A todo respondió el Rey pareciéndole
bien lo que el maestre en lo del socorro había apuntado: Que en
ningún tiempo faltaría a los suyos, y mucho menos en ocasión de
tanta necesidad y trabajo: que juntaría mayor ejército que nunca
por mar y por tierra, y que por mejor socorrerles ofrecía de ir en
persona en esta jornada, que hiciesen lo que a ellos tocaba, que él
por su parte no faltaría a lo que debía.











Capítulo VIII. De qué manera entró el Rey de Castilla a señorear
el Reyno de Murcia y por qué causas se le rebeló.






Dice
la historia general de Castilla que cuando don Hernando el III Rey de
Castilla y León hubo ganado de los moros la ciudad de Córdoba, y
las villas del obispado de Iaen, después de la muerte de Abenjuceff
Rey de Granada, fue alzado por Rey en Arjona un Moro llamado Mahomet
Aben Alamir, al cual el Rey don Hernando ayudó a ganar el Reyno de
Granada y la ciudad de Almería. Entonces según la misma historia
afirma, no queriendo los Moros del Reyno de Murcia reconocer por Rey
a Mahomet, eligieron por señor de aquel Reyno a Boatriz. Pero
después, conociendo que no serían poderosos para defenderse del Rey
de Granada estando sujeto al Rey de Castilla, y favoreciéndole,
deliberaron de enviar sus embajadores al Infante don Alonso,
ofreciendo que le darían la ciudad de Murcia, y le entregarían
todos los castillos que hay en aquel Reyno desde Alicante hasta Lorca
y Chinchilla. Con esta ocasión el Infante don Alonso por mandato del
Rey su padre fue para el Reyno de Murcia, y le entregaron la ciudad,
y fueron puestas todas las fortalezas en poder de los Cristinanos, no
embargante que Murcia y todas las villas y lugares quedaron pobladas
de los Moros. Fue con tal pacto y condición, que el Rey de Castilla
y el Infante su hijo hubiesen (
vuiesen)
la mitad de las rentas, y la otra mitad Abé Alborque, que en aquella
sazón era Rey de Murcia, y que fuese su vasallo de don Alonso.
Sucedió que ya muerto el Rey don Hernando, estando el Rey don Alonso
en Castilla muy alejado de aquella frontera, los Moros del Reyno de
Murcia tuvieron trato con el Rey de Granada, que en un día se
alzarían todos contra el Rey don Alonso, porque el Rey de Granada
con todo su poder le hiciese la más cruel guerra que pudiese. Sabido
esto por el Rey de Granada, y que tenía ya de su parte al Reyno de
Murcia, como poco antes desaviniéndose con el Rey de Castilla,
tuviese hecho concierto con los moros de África, acabó con ellos
que pasasen gran número de gente a España, con esperanza que
tornarían a cobrar no solamente lo que habían perdido en la
Andalucía, pero el Reyno de Valencia. Y así para este efecto
pasaban cada día escondidamente gentes de Abeuça Rey de Marruecos.
También los Moros que estaban en Sevilla (dice la misma historia) y
en otras villas y lugares del Andalucía debajo del vasallaje del Rey
de Castilla, gente siempre infiel, y entonces sin miedo, por el
socorro de los de África, trataron para cierto día rebelarse todos,
y matar los Cristianos, y apoderarse de los lugares y castillos
fuertes que pudiesen, y aun tentaron de prender al Rey y a la Reyna
que entonces estaban en Sevilla. Pero aunque no les sucedió el
trato, no por eso dejaron los Moros del Reyno de Murcia de declarar
su rebelión, y cobraron la ciudad, y los más castillos que estaban
por el Rey de Castilla. Y el Rey de Granada con este suceso comenzó
la guerra contra el Rey de Castilla, por lugares de la Andalucía, y
estuvo en punto de perderse en breves días todo lo que el Rey don
Hernando en mucho tiempo había conquistado.











Capítulo IX. Como mandó el Rey convocar cortes en Barcelona para
que le ayudasen a la guerra contra los Moros de África y del
Andalucía.






Partido
el maestre de Calatrava con tan buen despacho, mandó luego el Rey
convocar cortes para Barcelona, y entretanto aprestar el armada por
mar, y hacer gente por tierra proveyéndose de todas partes de
vituallas y dinero para tan importante jornada. Llegados ya todos los
convocados del Reyno, y comenzadas las cortes, dioles el Rey muy
cumplida razón de las nuevas que tenía de Castilla, y de la extrema
necesidad en que estaba toda el Andalucía por la infinidad de Moros
de a caballo, y de a pie que por llamamiento del Rey de Granada
habían pasado a ella, porque juntados con los de Murcia y Granada
bastaban para emprender de nuevo toda España. Y que si no les salían
al encuentro por tierra, y también por mar les atajaban el paso, se
meterían tan adentro por toda ella, que llegarían a tomarlos dentro
de sus casas allí donde estaban. Que para prevenir tantos males
rogaba a todos le favoreciesen en esta empresa que tomaba sobre sus
hombros, por la general defensa de ellos y de toda España:
mayormente por atravesarse el peligro de la Reyna de Castilla doña
Violante su hija y de sus nietos, a los cuales no podía faltar hasta
emplear su propia vida por redimirla de todos ellos, pues ya el Rey
don Alonso de Castilla había comenzado la guerra contra el Rey de
Granada, por quien los Moros de África pasaban al Andalucía, y que
pues él daría sobre los de Murcia, tenía, con el favor de nuestro
señor, por acabada la empresa. Que pues los gastos para un a tan
importante guerra como esta habían de ser excesivos, y tan bien
empleados, le sirviesen con el Bouage: el cual para tan terribles e
inopinadas necesidades hasta aquí nunca se lo habían negado:
mayormente que determinaba él mismo en persona hallarse en esta
guerra, por el beneficio común y defensión de la religión
Cristiana, hasta morir por ella.






Capítulo
IX.
Que después de haber los Catalanes concedido el Bouage, disentió a
ello el Vizconde de Cardona, y de lo mucho que el Rey lo sintió, y
al fin consintió el Vizconde.






Acabado
por el Rey su razonamiento, como los de las cortes entendieron lo que
pasaba de la venida de los Moros, y le evidente necesidad y trabajo
en que estaba puesta toda España: y más que siendo tantos los
enemigos, venidos de allende, y juntados con los de Granada se
extenderían por todas partes, y que no perdonarían a Valencia ni a
Cataluña: considerando todo esto, y también que sería mucho mejor
hacer guerra a los enemigos de lejos, que no esperar a echarlos de
casa, condescendieron todos con el Rey en su justa demanda. Y no solo
le concedieron el Bouage: pero aun prometieron de ponerle la armada
en orden y de proveérsela de todo lo necesario: ofreciéndole sin
esto de valerle en esto y en todo lo demás que conviniese a su
servicio. Estando el Rey muy contento y satisfecho de la liberalidad
con que se le ofrecían a valerle en esta empresa, queriendo hacerles
gracias por todo, y cerrar el acto de la promesa para concluir las
cortes: don Ramon Folch Vizconde de Cardona que asistía en ellas se
opuso, diciendo que disentía en todo lo concedido al Rey, si primero
no desagraviaba a ciertos pueblos, mandando recompensarles los daños
y menoscabos así causados por él, como de vasallos contra vasallos,
que a la sazón se hallaban por rehacer. Y que hasta ser esto hecho y
cumplido no consentía en lo decretado por las cortes. El Rey que oyó
esto, viendo que en el tiempo que más trabajados y perdidos andaban
los Reynos, se anteponían los daños particulares al universal
provecho de todos, se sintió tanto de ello, que como de cosa muy
desmesurada y contra toda razón, perdió la paciencia: y sin más
aguardar la ceremonia acostumbrada, se levantó del solio Real,
determinado de despedir del todo las cortes, e irse de la ciudad
dejándolo todo confuso: y que cada uno se defendiese como pudiese.
Mas como todos conociesen la misma razón que el Rey, se le echaron a
pies suplicándole se detuviese, que se remediaría todo,y vueltos al
Vizconde acabaron con él que desistiese de su oposición y
dessentimiento.
Por donde el Rey se aquietó, y la concesión del tributo se ratificó
de nuevo por el Vizconde con los demás votos de los estamentos y
brazos del Reyno: y se concluyeron las cortes con mucho
contentamiento y satisfacción del Rey y de todos, y les hizo muchas
gracias por ello.


Capítulo
X. Como el Rey nombró por general del armada a su hijo don Pedro
Fernández, y que Laudano judío anticipó todo el tributo del
Bouage, y de las cortes que se convocaron en Zaragoza.






Concedido
el Bouage al Rey, y puesta la armada en orden, nombró por general de
ella a don Pedro Fernández su hijo, mozo gallardo y belicoso que lo
hubo en una dueña llamada doña Berenguera hija de don Alonso señor
de Molina, de la cual se hablará en el libro siguiente. Fue este don
Pedro a quien el Rey dio la villa y señoría de Híjar (Yxar) en
Aragón, de la cual tomaron apellido él y sus sucesores hasta en
nuestros tiempos, como adelante diremos. Pues como la venida de los
Moros fuese cierta, y que repartidos por los Reynos de Granada y
Murcia, se aparejaban para mover cruel guerra contra Cristianos,
comenzando ya a tomar algunas villas y castillos en el Reyno de
Córdoba: se halló el Rey algo atajado por no haber aun cobrado, ni
era posible, el servicio del Bouage, sobrando la necesidad de poner
en orden la armada con los demás aparatos de guerra. Para lo cual se
ofreció pronto pagador, y que anticiparía todo el Bouage, un judío
llamado Laudano de los más ricos de España, que entonces era
Thesorero del Rey, y ofreció de prestarle todo el dinero que
necesario fuese, así para sacar la armada con las municiones y
bastimentos necesarios, como para pagar el ejército, y poner de
presto la guarnición de gente en los lugares fuertes del Reyno de
Valencia fronteros a al de Murcia, y que se contentó con sola la
consignación que el Rey le hizo del bouage, con las demás rentas
Reales de Cataluña de aquel año para pagarse de lo anticipado.
Hecho esto el Rey se vino para Zaragoza, donde mandó hacer gente con
diligencia para esta guerra, y nombró algunos principales Aragoneses
por capitanes, a fin que acudiesen luego con la gente hecha a
juntarse con la de Cataluña en Valencia: todo para favorecer al Rey
de Castilla su yerno. Pues como para los mismos gastos hubiese de
imponerse tallon a los Aragoneses, llegado a Zaragoza mandó convocar
cortes generales para todo el Reyno en ella. A donde se juntaron
todos los señores de título, y Barones del Reyno, con los síndicos
de las ciudades y villas Reales, juntamente con los magistrados y
oficiales Reales de la misma ciudad. Se congregaron en el monasterio
y casa insigne de frailes Dominicos. Allí pues sentado el Rey en
lugar alto y patente para todos les declaró su propósito con las
palabras siguientes.






Capítulo
XI. Del largo razonamiento que el Rey hizo a los Aragoneses pidiendo
le favoreciesen para los gastos de la guerra, como lo habían hecho
los Catalanes.






Yo
creo, que no ignoráis todos cuantos aquí os halláis congregados,
como desde mi tierna edad he empleado toda la vida en perpetua guerra
con las armas en las manos, y que me ha cabido en suerte que ningún
tiempo se me haya pasado en ocio, ni regalo: sino que por el bien
común, y la salud y ampliación de mis reynos, he puesto siempre mi
persona a todo riesgo y peligro. Pues como sabéis los primeros y
postreros años de mi mocedad no solo los empleé en defenderme de
las persecuciones de los míos, y en apaciguar y quitar todas las
distensiones de mis Reynos: pero también ocupé la edad siguiente en
las conquistas de Mallorca y Valencia. Y que así en esto, como en
las cosas del gobierno, ni en paz ni en guerra, he faltado jamás a
lo que debo a la Real y debida virtud de mis antepasados: antes creo
haber no poco acrecentado el nombre y estado de ellos. Pues a los dos
Reynos que en muchos siglos ganaron y me dejaron por herencia, yo he
añadido otros dos, Mallorca y Valencia, que por mi mano y las
vuestras he conquistado. De manera que para la conservación y
fortificación de ellos, no queda sino juntar el tercero que es el de
Murcia. Porque sin este, ni el de Valencia se puede bien defender, ni
sin los dos mantener el de Mallorca. El cual perdido, no solo
Cataluña perdería el Imperio y poder absoluto que tiene sobre la
mar para toda comodidad de su navegación y mercadurías: pero
también Aragón volvería a estar sujeto a las correrías y
cabalgadas que sobre si tenía antes de los Moros de Valencia. Lo
cual bien considerado por los Catalanes vuestros hermanos y
compañeros en las conquistas, como hombres de buen discurso y
prudentes, se han mucho acomodado, y preciado en favorecer nuestra
empresa: teniendo respeto a que de tan continuo uso de pasar los
Moros de África en el Andalucía, y juntarse con los de Granada y
Murcia, se puede recrecer, así para los Reynos comarcanos de
Valencia y Aragón, como para toda España, una común y general
destrucción como la antigua pasada. Y así pareciéndoles que les
está mejor la guerra de lejos que esperarla en sus casas, no solo se
han ofrecido a servirnos con sus personas y vidas en esta jornada:
pero como sabéis nos han concedido con mucha liberalidad el servicio
del Bouage. Y cierto que no hallamos por qué este Reyno, que no
menos está sujeto a los trabajos de esta guerra contra Moros que
Cataluña, no nos deba ayudar con semejante servicio para esta
empresa: pues no se ha de emplear en otros usos que contra Moros, y
en librar a mi hija y nietos de tan manifiesto peligro y destrucción
(destruycion) de sus Reynos, como se les apareja. Y es justo, que
pues se trata de guerra y armas que han de valer para la común
defensa de todos, que donde se alargan tanto en valernos los
Catalanes con el servicio ya dicho, que los Aragoneses, debajo cuyo
nombre y apellido se han conquistado estos Reynos, y sois siempre los
protectores de ellos, os alarguéis y mucho más en favorecernos.






Capítulo
XII. De lo que un fraile dijo en acabando el Rey su plática, y como
los ricos hombres sintieron mal de la demanda, y se apartaron del Rey
pidiéndole cierta recompensa de daños.






En
acabando de hablar el Rey, súbitamente apareció enfrente de él en
otro púlpito, un religioso de la orden de los Menores, el cual
movido de si mismo sin haber dado parte a nadie de su propósito,
comenzó a exhortar con grande fervor a todos para seguir con sus
personas y haciendas al Rey en esta guerra. Y después con muchas
razones y ejemplos abonó la demanda del Rey: añadió que un
religioso de su orden había tenido revelación del cielo, y que un
Ángel le había dicho, que el Rey de Aragón había de restaurar a
toda España, y librarla de la persecución y peligro en que los
infieles la habían puesto. Como esto oyeron los ricos hombres se
maravillaron mucho de esta novedad del fraile, y como de fingido
sueño burlaron de ella, y tanto más se endurecieron cerca la
demanda del Rey, abominando el nombre de Bouage, lo que nunca en
Aragón se había nombrado, y por eso estaban muy sentidos todos los
de las cortes, quisiese introducir nuevas maneras de vejar al pueblo,
y desaforar los ricos hombres y caballeros, con alegar lo que le era
concedido en Cataluña, que era tres doblada tierra, y que todo
cargaría sobre el pueblo. Sabiendo el Rey esto, mandó llamar ocho
más principales de ellos, los que mostraban estar más sentidos y
escandalizados de la demanda: siendo el caudillo, y el que más se
señalaba entre todos, su propio hijo Fernán Sánchez, que
extrañamente se preciaba de contradecirle. Fue este el que ya antes
en vida de don Alonso su hermano, se había mostrado por él muy
parcial contra el Rey su padre: y así abrazó esta nueva ocasión
para hacer lo mismo, con apellido que defendía y peleaba por la
libertad de su patria, y con esto desenfrenadamente se desbocaba
contra el Rey. De manera que para impedir el Bouage, con el cual
(como él decía) su padre quería de los Aragoneses hacer bueyes
para mejor cargarlos, se hizo caudillo del contrabando del Rey:
juntándose con él don Ximen de Vrrea, y don Bernaldo Guillen
Dentensa con los otros llamados. Los cuales fueron ante el Rey, y le
oyeron, pero nunca pudieron ser convencidos de él, por muchas y muy
santas razones que les propuso. Pues ni por la necesidad urgente de
la guerra, ni por el ejemplo de los Catalanes, ni por la fé y
palabra que les daba sobre su corona Real que restituiría en todo y
por todo la rata parte en que los ricos hombres y barones
contribuirían en el servicio: y más, que haría fuero y ley
expresa, que en ningún tiempo pudiese ser demandado, ni impuesto
semejante tributo en Aragón: todo esto no bastó para atraerles a la
voluntad del Rey: antes se endurecieron de manera que tomaron esto
por ocasión para hacer nuevas demandas y formar quejas contra él.
Por donde no solo le negaron lo que pedía: pero aun algunas cosas
que el Rey debajo de buen gobierno había mandado hacer en beneficio
del Reyno, querían que las revocase, diciendo que habían resultado
en daño y perjuicio de los ricos hombres, y sobre ello pusieron sus
demandas. Para esto enviaron a Calatayud, donde el Rey se había
pasado de Zaragoza, a don Bernaldo Guillé Dentensa y a don Artal de
Luna, y a don Ferriz de Liçana, (los tres más familiares y privados
que el Rey solía tener) los cuales con seguro que les fue dado, en
presencia de todo el pueblo dieron por escrito los agravios que
pretendían haber recibido y recibían de cada día de su Alteza.
Estos fueron muchos, y los principales tocaban en general a la
libertad del Reyno, y en particular a los intereses y provecho de los
ricos hombres y caballeros. Y porque a lo general y particular de sus
demandas dio el Rey su respuesta y descargo: allanándose en algunos
cabos, y en otros cargándoles a ellos mucho la mano, y que ni por
eso hubo en ellos enmienda, quedándose las cosas como antes (según
Surita en sus Annales copiosamente lo refiere) no
haura
por qué detenernos aquí, ni hacer mención en particular de todo
esto. Mas de que siendo los que se tenían por muy agraviados, con
los arriba nombrados, don Guillen de Pueyo nieto del que murió en el
cerco de Albarracín en servicio del Rey, y don Atho de Foces hijo de
don Ximeno, y don Blasco de Alagón nieto de don Blasco el de
Morella, ninguno pretendía más serlo, ni quien más ásperamente se
querellase del Rey, que don Fernán Sánchez su hijo: haciéndose
(como dicho habemos) caudillo de los querellantes. Esto le llegó al
Rey tanto al alma, y formó en si tan cruel odio contra Fernán
Sánchez, cuanto después se vio por la ejecución del. Pues como por
mucho que el Rey mostrase voluntad de querer a buenas y con quietud
satisfacer a todas estas demandas, era tanta la turbación y cólera
con que trataban estos negocios los querellantes, pretendiendo salir
con todo, sin querer escuchar los medios que el Rey daba para llegar
a concierto, que no se pudo tomar resolución alguna con ellos por
entonces.






Capítulo
XIII. Que los Barones y ricos hombres hicieron liga entre si, y se
apartaron del Rey, el cual fue con gente sobre las tierras de ellos,
y como comprometieron sus diferencias en los Obispos.





Pues como los
señores y Barones perseverasen en su pertinacia y reyerta de no
querer escuchar las demandas del Rey sin que primero satisficiese a
las de ellos, y de ver esta distensión entre las cabezas anduviese
varia y libre la gente popular para seguir a quien quisiese, llegaron
las cosas del Reyno a tanta turbación, que luego se descubrieron
muchos que tomaron por propia la querella y tesón de los señores y
Barones contra el Rey, y muchos por lo contrario la del Rey contra
los Barones. Puesto que por el apellido de libertad prevalecía esta
parte contra la Real, y esta sola voz de libertad se sentía en boca
del pueblo. Con esto se animaron tanto los señores a defender (como
ellos decían) los fueros y libertades del Reyno, siendo siempre el
principal de ellos Ferrán Sánchez, que sin más aguardar ni
escuchar los nuevos partidos que el Rey les movía, comenzó él con
su suegro Urrea, y los demás del bando a salirse de Zaragoza para
juntarse en Alagón: donde se confederaron e hicieron liga entre si.
Y así acabaron de turbarse las cosas del todo. Con esto se
concluyeron las cortes muy fuera del orden acostumbrado, y como los
Barones y pueblo se pusieron en armas, también el Rey se salió de
Calatayud y partió para Barbastro con sus criados y gente de
guardia, y algunos de a caballo que salieron tras él, y otros que
por el camino se le iban allegando. Como llegase a Barbastro, luego
con seguro, fueron ante él los mismos, temiéndose de lo que después
avino, pero no se concluyó con su venida ningún asiento, y quedaron
las cosas en mayor rompimiento. De allí pasó el Rey a Monzón,
donde formó de presto un buen escuadrón de gente de a caballo con
los de la tierra y otra gente de a pie que le acudieron de Cataluña.
Porque no faltaron algunos señores y barones de Aragón que le
siguieron, con los concejos de Tamarit y Almenara. De suerte que
salió con toda esta gente en campaña, y dio sobre algunas villas y
castillos de los ricos hombres que se le rebelaron: entre otras tomó
las tierras de don Pero Maça, y de don Fernán Sánchez su hijo,
publicando guerra a fuego y a sangre contra todas las tierras de
rebeldes. Como oyeron esto los señores y barones, dejaron las armas
y enviaron nueva embajada al Rey, suplicándole fuese servido que
estas diferencias no se llevasen por fuerza de armas, sino que se
averiguasen por vía de justicia: que pondrían aquel hecho en juicio
de prelados (
perlados).
Esto hicieron porque conocían la condición del Rey a quien ninguna
cosa era tanta parte para hacer dejar las armas de las manos como el
requirirle lo remitiese todo a justicia. Y así se comprometió por
ambas partes en poder y juicio de los Obispos de Zaragoza y Huesca, y
se obligaron de estar a lo que se determinase por ellos, así en lo
de las diferencias ya dichas, como sobre la pena en que habían
incurrido por haberse unido y tratado contra la autoridad del Rey: y
que también juzgasen si se les habían de restituir los lugares que
tenían en honor. A todo esto vino el Rey bien y se obligó de estar
a la determinación de los mismos jueces. Y con esto de parte de los
ricos hombres se dio tregua al Rey hasta que volviese de la guerra de
los Moros del Reyno de Murcia y quince días más, y se ofrecieron a
servirle en ella.








Capítulo XIV. De las
cortes que el Rey tuvo en Exea de los caballeros y de los estatutos
que mandó publicar en ellas, y como se pregonó la guerra contra
Murcia, y la gente que llevó de Zaragoza.






Teniendo el Rey nuevas
cada día de los capitanes que estaban en guarnición en la frontera
del Reyno de Murcia, como la guerra de los Moros que pasaron de
África iba lenta, sin pasar hacia lo de Murcia, a causa de no haber
entre ellos caudillo, ni general de la guerra: y también por no
haber sido bien recibidos del Rey de Granada, por ser gente inútil y
canalla y que solo se entretenían, sin señalar jornada alguna:
determinó entre tanto asentar la concordia tratada de palabra con
los nobles y ricos hombres: y para que constase por acto público,
mandó convocar a cortes para Ejea de los Caballeros, dicha así, por
los muchos caballeros que en tiempos pasados cansados de llevar las
armas a cuestas, y de seguir la guerra, se habían retirado a vivir
allí, por ver aquella villa, por su comodidad y fertilidad de campo,
de las principales del Reyno. A donde ajuntados los convocados, mandó
el Rey escribir y sacar en limpio las leyes y fueros que en las
precedentes cortes se habían establecido, y quiso que se publicasen
y firmasen de nuevo. Las cuales en suma fueron, que ni el Rey, ni sus
sucesores diesen caballerías de honor, ni oficios de la guerra sino
a parientes de los ricos hombres, naturales del Reyno, y en ninguna
manera a extranjeros. Que ningún señor Barón, ni noble pagase
bouage, que en Aragón corresponde a herbaje. Que las diferencias que
se ofreciesen entre el Rey y los nobles, se juzgasen y averiguasen
por el justicia de Aragón, aconsejándose con los señores y nobles
que no fuesen interesados en las tales diferencias, y que también
juzgase sobre las que se le ofreciesen entre los mismos señores y
nobles. Que el Rey no diese oficios de honores, ni de la guerra a sus
hijos de legítimo matrimonio procreados, si no fuese de generales o
supremos capitanes del ejército. Estos son los fueros y capítulos
que se publicaron en estas cortes. Lo cual hecho, recibió el Rey en
aquel mismo punto cartas del Rey de Castilla su yerno, en que le
decía cómo había movido guerra de nuevo contra el Rey de Granada
por haber dado favor y ayuda a los de Murcia, para que se le
rebelasen, y echasen a sus gobernadores de ella. Por eso le suplicaba
se diese toda la prisa posible en venir a tiempo para dar contra
ellos y para recuperarle aquel Reyno, el cual solía antes (como
dicho habemos) por no sujetarse a la señoría y mando del Rey de
Granada, estar debajo el amparo de los Reyes de Castilla: y pagarles
su tributo y parias, y poner los gobernadores para el regimiento de
la tierra. Entendido esto por el Rey, concluyó las cortes, y a la
hora mandó publicar la guerra de propósito contra el Reyno de
Murcia: pues para ella le había concedido ya el sumo Pontífice
Clemente IV la bula de la santa Cruzada con muchas indulgencias para
los que siguiesen esta guerra contra Moros. Y así fue grande el
concurso de soldados que de toda España acudieron a ella. Fueron los
predicadores de esta indulgencia apostólica el Arzobispo de
Tarragona, y el Obispo de Valencia, que como espirituales caudillos
de esta guerra contra infieles se hallaron en ella. De manera que
vuelto el Rey a Zaragoza, mandó hacer hasta dos mil caballos, y
fueron los principales capitanes nombrados para esta guerra sus dos
hijos, el Príncipe don Pedro, y el Infante don Iayme, el Vizconde de
Cardona, y don Ramón de Moncada. Los demás señores de Aragón de
encolerizados contra el Rey por lo pasado, y por el estrago hecho en
sus tierras, se fueron a ellas y no siguieron la persona del Rey por
entonces, sino don Blasco de Alagón que nunca le faltó, como el
mismo Rey lo escribe. Puesto que fueron después poco a poco en su
seguimiento casi todos teniendo por muy afrentoso faltar a su Rey en
tal jornada.













Capítulo XV.
Como pasando (
passando)
el Rey por Teruel pidió a la ciudad le ayudase con algunas vituallas
para esta guerra, y del grande y suntuoso presente que le dieron
puesto en Valencia.







Partiendo el
Rey de Zaragoza para Valencia con la gente de a caballo hecha, y la
que iba haciendo de camino: llegó a vista de Teruel, y como
creciendo cada día de gente, le faltasen las vituallas entró en la
ciudad, donde fue suntuosamente recibido, y luego mandó convocar los
principales de ella. A los cuales manifestó la causa de su venida, y
empresa, y como había sido forzado de emprender esta guerra contra
los Moros de Murcia, no solo por cobrar aquel Reyno para don Alonso
su yerno al cual se había rebelado: pero también por impedir que
los de Granada con cuyo favor y ayuda se habían rebelado los de
Murcia, no se juntasen con ellos, y diesen sobre el Reyno de
Valencia: y de ahí pasasen a Aragón y Cataluña sus vecinos. Y como
por esto le apretase el tiempo, y más el cuidado de sustentar el
ejército, les rogaba mucho le acudiesen con lo que se hallasen a
mano para
occurrir
a tanta necesidad: que se les recompensaría luego con las rentas
reales que para ello les consignaría. Oída la demanda por los del
regimiento, hecho su acatamiento, se retiraron a una parte de la
sala, y consultando con los principales hidalgos de la tierra, fue
resuelto entre ellos, que al Rey se le hiciese tan grande servicio
como la ciudad y comunidad pudiesen, y mayor que a ningún otro de
sus antepasados jamás se hubiese hecho por ella: determinados en
esto, uno de los más principales hidalgos de la ciudad llamado (como
dice la historia Real) Gil Sánchez Muñoz hijo de aquel Pasqual, de
quien se habló arriba en el libro tercero, respondió por todos.
Serenísimo Rey y señor nuestro, como la obligación que al servicio
de vuestra Alteza tenemos, sea mayor que a ningún otro de sus Reyes
antepasados (antipassados), por los muchos favores y mercedes que a
los de esta ciudad y comunidad ha siempre hecho en servirse y valerse
de nuestras personas y armas en cuantas jornadas y empresas de guerra
hasta aquí se han ofrecido contra moros: y que de hoy más las
esperamos mayores, para lo demás que se ofreciere: somos contentos
de emplear también agora nuestras haciendas en su Real servicio, y
ayudar a vuestra Alteza en proveer su ejército para esta empresa de
Murcia, con lo siguiente. Que daremos luego de presente puesto en
Valencia con nuestras recuas y a costa nuestra. Cuatro mil cahíces
de pan: los tres mil en harina, y los mil en grano: con otros dos mil
cahíces de cebada. Más veinte mil carneros, y dos mil vacas: y si
menester fuere serviremos con más. También por agora albergaremos a
vuestra Alteza y a todo su ejército lo mejor que podremos.
Maravillado el Rey de tan magnífico y rico presente con tanta
liberalidad ofrecido por los de Teruel: acordándose de la recién
injuria y cortedad de los de Zaragoza, volviose a los suyos y
sonriendo les dijo:
Por ventura diera más Zaragoza por fuerza,
que Teruel ha dado de grado?
Haciendo pues el Rey muchas gracias
a la ciudad, y estimando su servicio y socorro tan principal, en
tiempo de tanta necesidad, en lo que era razón, ofreció de hacerles
por ello muy larga recompensa: y a petición de ellos les dejó dos
alguaciles (
alguaziles)
para que en nombre suyo fuesen por las aldeas, y lugares de la
comunidad a recoger el presente. Dicen algunos escritores (aunque la
historia del Rey lo calla) que mandó el Rey consignarles la
recompensa sobre las rentas Reales de la ciudad. Pues como partido el
Rey de allí llegase a Valencia, y luego acudiesen los de Teruel con
su presente, recibiolos con grande contentamiento: quedando toda la
Corte, y más los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los
tres Reynos que la seguían muy maravillados de ver tan magnífico
presente. Mandó pues el Rey (como algunos dicen) proveer de mucho
arroz, azúcar, y pasas (
passas),
a los de Teruel, porque no se volviesen con las manos vacías.








Fin del libro décimo
sexto.


















martes, 26 de octubre de 2021

IX. LA PLUMA ACUSADORA.

IX.

LA PLUMA ACUSADORA.

I.

Con mal pié entró en el mundo el año de gracia mil trescientos ochenta y cinco. Su primer día se presentó a guisa de mensajero de fatales nuevas, sorprendiendo a la Europa meridional con un fenómeno extraordinario, que sobraba en aquellos tiempos para suponer al año nuevo preñado de lamentables catástrofes y pavorosos acaecimientos. En medio del día el sol fue perdiendo gradualmente sus resplandores como una hoguera que ha devorado su combustible, un manto de sombra envolvió la tierra como si a deshora hubiese anochecido, y tal llegó a ser la obscuridad, que al decir de los escritores contemporáneos, apenas podían verse unos a otros los que en las calles y plazas de tan extraño caso discurrían. Eclipse tan completo no lo había presenciado nunca la generación aquella, y no hay que maravillarse de su consternación y asombro cuando semejantes anomalías de la naturaleza cogían desprevenidas a las gentes, y estaba en el común sentir atribuirles perniciosas influencias o mirarlas como amagos de la cólera divina. 

Y en verdad que para traerlas desasosegadas y recelosas de futuras calamidades no eran necesarios prodigios y señales en el cielo; bastaba echar una ojeada a la tierra, principalmente en Italia, que es donde ocurrieron los hechos que a breve sumario reducimos. Aparte de las facciones güelfa y gibelina, arraigadas en toda la península itálica y manantial perenne de agitaciones y revueltas, fácil era de ver que mal podía subsistir la concordia entre tantos principados, repúblicas y señoríos enclavados en un mismo territorio. Sangrientas colisiones tenía que producir por fuerza esa extremada repartición de la autoridad suprema. En unas ciudades se apelaba a las armas bajo el pretexto de recobrar su libertad, en otras con el de sostener su independencia, y en no pocas para adquirir una preponderancia exclusiva. 

Los Genoveses competidores de los Venecianos, los Pisanos desavenidos con los Florentinos, inquietos y codiciosos de ensanchar sus dominios los Carrara de Parma, los Scala de Verona, los Gonzaga de Mantua, los Este de Ferrara, de todas partes era temible que cualquier leve rencilla diese origen a serios y desastrosos conflictos. Alléguense a esto las pretensiones de la casa de Anjou al trono de Nápoles, las bandas de forajidos ingleses, bretones y tudescos (alemanes) que vivían sobre el país de botín o de rapiña, la asoladora peste que retoñaba anualmente a guisa de planta venenosa, y sobre todo el aciago cisma que rasgando la túnica inconsútil de Jesucristo ofrecía pretextos a tantos escándalos y violencias, y bien se verá que suficiente motivo había para que de cualquier lúgubre pronóstico se esperase el cumplimiento. 

La señoría de Milán, que substraída a la dominación imperial se había convertido en uno de los estados más poderosos y que más sombra hacían a sus convecinos desde que en ella levantaron su altiva cabeza los Visconti, disfrutaba entonces de paz, pero de una paz cuyos frutos eran tan amargos como los más amargos de la guerra. Sobre ella pesaba un yugo de hierro que lastimaba todas las cervices condenadas a soportarlo. En las empedernidas entrañas del fiero Bernabó no se abrigaba un solo sentimiento de humanidad para con sus míseros vasallos. Los tenía en mucho menos que a sus perros de caza, cuya numerosa jauría podía servirle de ejército, exigiéndoles la sangre de sus venas, el sudor de sus frentes y el dolor de sus hijas para lisonjear su vanidad o su libertinaje. Merced a los triunfos de sus armas y a las maquinaciones de su política había llevado al colmo su personal engrandecimiento y conseguido largo plazo a su tiranía. Insaciable en su ambición como en sus brutales instintos era de presumir que seguía urdiendo a la sombra negras y más odiosas tramas, cuando ya el peso de los años y el sepulcro recién abierto para su orgullosa consorte debían hacerle pensar en la proximidad de su hora postrimera. 

La de vísperas sería cuando entraba por la puerta Vercelina un lego minorita con su alforja al hombro, su ferrado báculo en la mano, muy tirada por delante la capilla, y tan inclinada al suelo su cabeza, que a ser menos vivo su paso pareciera andar buscando alguna moneda que se le hubiese caído. Por el lodo que salpicaba la fimbria del sayal franciscano podía inferirse que venía de muy lejos; pero ni en su respiración ni en su marcha se hubiera notado el más leve indicio de fatiga. Sucedía esto en los últimos días de invierno, y sea que a tal hora fuese escaso el número de transeúntes o que el bueno del fraile hábilmente los sortease a fin de no encararse con ellos, el resultado fue que sin ser conocido, ni tal vez observado, pudo llegar hasta el umbral de una casa, no de tan modesta apariencia como las tiendas y talleres de los artesanos, ni de tan grandioso aspecto como las mansiones de los nobles milaneses.

Hallábase entonces su dueño platicando familiarmente con una joven, que hubiera tomado por hija suya el que solo se fundara en la diferencia de las edades; pero el fruncimiento de cejas que revelaba la impaciencia del uno, y el ligero ceño que en la otra se descubría al través de su actitud respetuosa, indicaban la presencia de un matrimonio en cuya atmósfera conyugal se iban condensando pequeñas y vagas nubecillas. Envolvía aquel su elevada estatura en un holgado ropón forrado de pieles, y aunque llevaba cubierta la cabeza dejábase entrever su prematura calvicie, la que contrastando con su poblada y ya canosa barba daba a su angulosa fisonomía un carácter menos simpático que imponente. Sin duda lo sentía así la joven que a su lado permanecía, en cuyo semblante un aire de tristeza, como de quien llora pérdidas, precozmente sus ilusiones juveniles, empañaba algún tanto los atractivos de su belleza. 

La estancia en que proseguían su animado coloquio tenía poco de alegre y menos de suntuosa. Recibía luz por una gran ventana que caía a un patio o corral cercado de elevadas tapias y cubierto de piedras, ortigas y maleza, sin rastros de cultivo ni siquiera de mediano aseo. Alta, espaciosa y desnuda de tapicerías y adornos, la blancura de sus paredes hacía resaltar el ennegrecido maderaje de su techumbre. Una de aquellas se veía cubierta hasta la mitad de su altura por un grande armario de oloroso cedro, cuyos estantes se encorvaban bajo el peso de gruesos infolios con sus cubiertas de madera forradas de cuero y claveteadas de bronce, de numerosos pergaminos arrollados y liados con unos cordones de que pendían sellos de plomo o de cera, de otros preparados para escribir, de legajos manuscritos, y de varios pliegos de un papel estoposo y amarillento. De la misma especie eran los objetos acumulados sobre un vasto bufete de encina, como para designar la profesión de su dueño, sin que bastase para desmentir tan vehementes indicios el ver en otro lienzo de pared colgada de sendos clavos una porción de armas ofensivas, un yelmo, un escudo y todas las piezas de una sólida y completa armadura. En aquellos tiempos no podía prescindir de semejante arreos ni el hombre de condición más pacífica y sosegada. 

Sentado en un vasto sillón, cuyo gótico respaldo ornaban diversas labores y entalladuras, revolviendo los libros que encima de la mesa estaban y trasladándolos de un punto a otro, no tanto con el objeto de arreglarlos como para excusarse de fijar toda su atención en las quejas de su consorte, que ligeramente inclinada apoyaba en uno del sillón su blanco y torneado brazo, le decía aquel:

- En verdad que no atino la razón de la mudanza que en ti observo. De algún tiempo acá tu genial dulzura se ha convertido en sequedad y desabrimiento. Cada día te vas pareciendo menos a ti misma.

- Es decir, señor, que me estáis observando? Pues no creía mereceros tan amoroso cuidado. Sabéis hacer las cosas con tal sigilo...! 

- No me dirás, mujer, dónde chupaste esa gota de hiel que ha podido agriar así tu condición tan mansa y apacible! Antes eras un modelo de esposas por lo complaciente y sumisa. Motivos tenía para congratularme de mi elección.

- Y os felicitabais sin duda allá en lo más recóndito de vuestro pecho. Maridos tan respetables como vos andan con mucho tiento para que su dicha doméstica no se les trasluzca ni siquiera en el semblante. 

- Pues qué? era cosa de irla pregonando por calles y plazas? El bien se disfruta en silencio.

- Y en silencio también lloran otros su desventura.

- Desdichas imaginarias requieren lágrimas ocultas.

- Y tal os parece la mía? Será que haya soñado yo aquel hundimiento espantoso que a más de ochenta nobles personas costó la vida?

- Y a qué vienen ahora esos recuerdos? No bastan diez o doce años para traer el consuelo cuando no sean suficientes para producir el olvido? Apostaría a que ni el mismo Conde de Virtudes se acuerda ya de su primogénito, del niño Carlos, cuyo fastuoso entierro ocasionó el deplorable suceso que tantas víctimas hizo. Fatalidad fue grande, no lo niego, la de hundirse el puente del castillo precisamente cuando lo atravesaba numeroso gentío. Los que acompañaban el cadáver del niño a la sepultura lejos estarían de pensar que estuviese dispuesta la suya en las aguas del foso. Perecieron tus padres, tus deudos más cercanos; pero quedaste por eso desamparada en la tierra?

- Oh, no. Jamás he olvidado que la pobre huérfana encontró en vos un segundo padre. La amistad que al mío profesabais os indujo a reemplazarle en cuanto era posible, y mis ojos de niña, que no estaban acostumbrados a derramar lágrimas, pronto las enjugaron al blando calor de vuestro paternal afecto. Bien sabéis que no tropezasteis con una hija indócil ni desagradecida; pero ignoráis que el corazón crece con los años, y que no basta al de una legítima esposa lo que sobraba tal vez para satisfacer el de una hija adoptiva. 

-´Es pues una acusación la que me diriges? En mala causa te has empeñado que ni razones hallarás ni testigos que puedan apoyar tu querella.

- Y si apelase al testimonio de vuestra conciencia?

- Sería como si llamases para testigo ocular a un ciego de nacimiento. Mi conciencia nada tiene de qué argüirme. Conozco todas las obligaciones que nacen del vínculo conyugal, y quisiera ver que alguno de esos que presumen de versados en amos Derechos, alguno de esos que tan a su sabor los explican y comentan. Baldo, por ejemplo. Mas qué digo, Baldo? Ni el mismo Bartolo si viviera, ni este Corifeo de los Intérpretes cuya voz no he tenido la fortuna de oír y cuyos libros son mis únicas delicias.

- Lo veis? Qué vale vuestra esposa al lado de vuestros libros? Y dichosa aún si ocupara el segundo puesto!

- Tadea!

Con tal rudo acento fue proferido este grito, y de tan severa mirada fue acompañado, que la joven irguió su cuerpo y retrocedió un paso como deslumbrada por el relámpago y asustada con el fragor del trueno. Desapareció por un momento el encendido carmín de sus mejillas y al tiempo de asomar una lágrima en sus ojos exclamó: - Oh! no me miréis así. Vuestros ojos me obligan a bajar los míos, y bien pudiera arrostrar sus miradas protegida con el escudo de mi inocencia. ¿Qué exijo yo de vos más que ser vivamente amada? No es este el más santo, el más legitimo derecho de una esposa? 

- Nadie te lo disputa. 

- Recuerdo el día en que tomándome una mano la besasteis por vez primera, y sin más preliminares me propusisteis que trocara mi condición de pupila por un título más dulce y halagüeño. Vuestras palabras me cogieron de sorpresa, y mi lengua no acertaba a pronunciar las mías. Fue mi turbación un presagio siniestro? No lo sé; sólo sé que yo más candorosa que reflexiva no vi en aquella insinuación una súplica sino un mandato, y lo obedecí, porque era buena hija, porque os amaba como a padre, porque esperaba amaros como a tierno esposo. Oh! mis hermosas esperanzas! adonde habéis ido? 

- Adonde suelen ir todas sus hermanas, todas esas hijas de una imaginación exaltada que no lleva por lastre la experiencia de la vida. Te atrevieras a decir que abusé de tu situación o de mi autoridad para poner asechanzas a tu libre albedrío?

- Me habíais esclavizado ya con vuestros beneficios, y no me quedaba más libertad que la de los ingratos. 

- Y te arrepientes de no haberla aprovechado. 

- Prefiero el ser desdichada ahora al haber sido entonces desagradecida. Tenía para con vos una deuda inmensa, y pongo al ciclo por testigo de que sentí una verdadera complacencia al ver que se me ofrecían la ocasión y los medios de satisfacerla. Pero si la voy satisfaciendo a costa de mi felicidad no soy tan insensible que pueda hacerlo sin consagrar una lágrima a mi triste destino. 

- Triste en efecto porque compartes el mío. 

- No deis una torcida interpretación a mis palabras. La pobre huérfana se creyó bastante dichosa al recibir vuestra mano porque esperaba que con ella poseería vuestro corazón; pero vos me alargasteis la una y os quedasteis con el otro, o si me lo disteis, me entregasteis un corazón tan frío como el de un cadáver. Esta frialdad es mi desesperación. Oh! yo no puedo vivir así. Si no habéis de amarme aborrecedme. Resistiré tal vez a vuestro desamor, a vuestro odio; pero a vuestra glacial indiferencia..! 

- Qué locas aprensiones son las tuyas! Por ventura no existe el amor sino donde se manifiesta con extravagancias y transportes juveniles? Pobres mujeres que tomáis el ardor de la fiebre por el calor de la vida! Renegáis del árbol a cuya sombra os acogisteis porque en otoño no está cargado de pintadas flores. Como si el abril fuera eterno! Cuando te comprometiste a devolverme en mi ancianidad los cuidados que te había prestado en tu adolescencia, bien lo sabías, empezaban a blanquear mis cabellos.

E d‘ intorno al mio cor pensier gelati 

Fatto avean quasi adamantino smalto, 

como dijo mi excelente amigo Messer Francisco Petrarca. No parece sino que estás empapada en la lectura de sus versos y que has tomado por lo serio las exageraciones de los poetas. Tadea, no pretendas ser una Laura: conténtate con un suave y tranquilo afecto, conténtate con ser la mujer hacendosa que cuida de su casa y de su marido. 

- Sí, de su marido que no tiene para ella ni una sonrisa fugitiva ni una mirada cariñosa, que le escasea sus palabras y le oculta sus pensamientos, que la confina al desierto de su retrete para quedarse él a solas con sus pergaminos y mamotretos. Si tanto preferís esta compañía, por qué me elegisteis a mí para compañera? 

- Tienes celos de mis libros? A fé que son rivales inofensivos. 

- Rivales que impiden la comunicación de vuestra alma con la mía, que se interponen entre dos corazones que debieran latir perfectamente unidos. Si no fuese por ellos, con quién mejor que conmigo pasaríais vuestras horas de soledad y de reposo? Y en la dulce expansión de íntimos coloquios no hallaríais un alivio depositando en mi pecho vuestros pesares? 

- Los tengo yo por ventura? 

- Los lleváis escritos en la frente, si bien con caracteres tan obscuros que me es imposible descifrarlos. Hablad de una vez. La espina que os atraviesa el corazón, es acaso el tardío arrepentimiento de haberme prometido un amor que no podíais darme? 

- Si así fuera te daría lugar ni espacio a que me hostigaras con semejantes reconvenciones? 

- Pues no siendo esta, qué otra pesadumbre debéis ocultar a vuestra esposa? Si sois vos mi natural consejero, no debo ser yo vuestra natural confidente? 

No me habéis experimentado bastante para confiarme vuestros secretos? 

- e d‘ altr‘ ómeri somma che da tuoi, decía Messer Francisco. No seas por demás curiosa: déjate llevar de la corriente de la vida, y déjame a mí penetrar en sus obscuridades y misterios. No recuerdas el pavoroso eclipse con que ha principiado el año? Siendo como es presagio infalible de alguna próxima calamidad, te ha de causar extrañeza que me entregue a prolongadas lecturas y sombrías meditaciones para adivinarla? No sabes que la ciencia posee la llave de tan profundos arcanos? 

- Y para alcanzarla desdeñáis la llave de mi corazón. 

- Y tú no comprendes la fuerza invencible, el atractivo misterioso de un don que nos eleva a la jerarquía de profetas, que nos anticipa las emociones, y que de conjetura en conjetura nos lleva hasta el punto de poder señalar, casi con el dedo, las cabezas que el cielo amenaza? 

- De seguro no son la vuestra ni la mía. Son poco elevadas para blanco de sus iras. 

- Tienes razón. Descuellan tan poco sobre las demás que se las puede confundir con las del vulgo. Y no, no era este el galardón que debía esperar de mis estudios y desvelos. No soy yo quien ha sepultado en la tierra su talento; pero, al gananciarlo, qué me ha producido? Razón tenía mi amigo cuando exclamaba: póvera e nuda vai, filosofía

- No os abriga ese ropón lo bastante para defenderos del frío? Qué os falta para vivir tranquilo y dichoso? 

- Sí, paz! tranquilidad! Qué fácilmente habláis de estas cosas! Vosotras las mujeres no tenéis más que un camino en la llanura, una senda más o menos sembrada de flores... o de abrojos; pero nosotros debemos abrir la nuestra en un pedregoso repecho, debemos trepar hasta la cumbre. Sólo allí se respira. ¿No han llegado a tu noticia las aclamaciones que tributa a Baldo su fanático auditorio? Si supieras el daño que causan a mis oídos! Pues qué, no soy yo digno de su reputación? Mis glosas y comentarios no valen bien los suyos? Pero él vive y enseña en Perusa, y aquí en Milán, quienes son los que medran? Quiénes los que levantan con orgullo su cabeza? Los que cuidan las trabillas de Bernabó, miserables guardianes de perros que se han hecho más temibles que los mismos Podestá de los pueblos. Y de qué sirve aquí el letrado inteligente, el fiel intérprete de la ley, el defensor del huérfano y del oprimido cuando las iniquidades y violencias se perpetran bajo la salvaguardia de los poderosos? Oh! no son estos los tiempos de Mateo el Grande, en que sólo en esta ciudad se contaban cien insignes jurisconsultos, rodeados del brillo que por su saber les correspondía. 

- Tenéis ambición? 

- Es la virtud de los hombres de corazón y de talento. Los honores, las dignidades, el poder, no son el justo estipendio de la probidad y de la ciencia? Yo los deseo... porque los merezco. 

Y yo no deseaba más que amor porque merezco ser amada, estaba a punto de replicar la joven cuando advirtió en el dintel de la puerta la figura del franciscano, desembarazado ya de su báculo y alforjas, y la presencia de aquel 

desconocido la obligó a salirse de la estancia, abriendo una puertecilla secreta que conducía a su alcoba por un obscuro pasadizo. 


II. 

Después de cerrar tras sí la puerta, adelantóse el fraile pausadamente, y llevándose la mano a la capilla, al tiempo que inclinaba la cabeza sin descubrirla, dijo: 

- Bendito sea nuestro padre el santo de Asís, que me ha proporcionado la dicha de saludar a Messer Reginaldo, al gran jurisconsulto que dejará entre los milaneses un nombre tan esclarecido por su vasta sabiduría, como lo dejó el famoso Guillermo Pusterla por su rectitud y prudencia. 

- Adulador estáis buen religioso. Sin duda venís a mí menos por limosna que por consejo; y en apurado trance debe de hallarse vuestro convento cuando preparáis las cuestiones con exordio tan lisonjero. 

- Gracias a Dios han cesado las disensiones y rencillas que turbaban la quietud de nuestros claustros. Vengo de Pavía, y no he hecho más que repetir una de las frases que oí al Príncipe Juan Galeazo. 

- Tratáis familiarmente al Conde de Virtudes? 

- No pocas veces me ha cabido la honra de sentarme a su mesa. 

- Que, según mis noticias, se parece muy poco a la del rico Epulón

- Es que el Príncipe se acomoda al género de vida de sus comensales, que los más días son pobres religiosos. 

- Y apostaría a que ellos no se lo agradecen. Para no salirse de su pan nuestro de cada día tanto les valiera convidar al Príncipe a tomar un puesto en su refectorio. 

- Y esto sucede a menudo. 

- Entonces debéis de agasajarle... 

- Como si fuera uno de nuestros hermanos que tuviese hecho voto de pobreza. 

- Opíparo banquete! Para quien apenas ha cumplido los treinta años, y siente arder en sus venas la sangre de los Visconti, no es poco mostrarse tan aficionado a vulgares guisos y mal condimentadas legumbres. Se conoce que ha nacido con el paladar plebeyo, o que tiene mucho miedo 

al terzo cerchio della piova 

Eterna, maladetta, fredda e greve

y que no quiere condenarse per la dannosa colpa della gola

- La templanza es una de las virtudes cardinales. 

- También lo es la fortaleza. 

- Y pensáis que Juan Galeazo se halla destituido de prendas militares? 

- Pienso que este es el juicio que de él ha formado su tío Bernabó. 

- De manera que le tomáis también por un príncipe débil y apocado, continuó el fraile. 

- Rodeado como está siempre de clérigos y religiosos más bien que de capitanes y gente de guerra, acostumbrado a visitar más las iglesias que los campamentos, dejándose ver con más frecuencia arrodillado ante los altares que montado en un corcel de batalla, natural es suponer que mejor que una corona le sentaría una cogulla. 

- Y mucho más natural para el que desease echar mano a esa corona, y dejar a su legítimo dueño encerrado en un monasterio. 

- O quizás en una jaula de madera como aconteció al pobre marqués de Monferrato. 

- Las vicisitudes de este mundo nos exponen a tan dolorosas situaciones. Por eso el Conde de Virtudes... 

- No tiene bastante con las de Conde y aspira a las de santo, dijo interrumpiéndole el jurisconsulto. 

- Es un dechado de todas. Para mí tengo que fue inspiración de lo alto el condecorarle con ese título cuando casó por primera vez con una hija del Rey de Francia. 

- Alto honor que a muy alto precio pagaron los milaneses. Pero si de virtudes quiere ser modelo, valdría más que resplandeciese con las propias de un rey que con las de humilde cenobita. A medias habrá leído el evangelio si cree que puede contentarse con la sencillez de la paloma. 

- Para no olvidarse de que es necesaria la prudencia de la serpiente basta ser Visconti, repuso el fraile. 

- En efecto, la serpiente es el blasón de su escudo, su símbolo nobiliario, y cuenta que algunas veces ha llegado hasta morder al águila imperial. 

- Bernabó ha sido un formidable guerrero, no hay que negarlo; pero algo le habrán quebrantado ya sus muchos años y su extremada afición a los deleites de la carne. Juan Galeazo, ya lo veis, tiene fijos sus pensamientos en el cielo. 

- Bueno es pensar en el cielo, pero no sería malo que pensase un poco más en la tierra. 

- Para qué? 

- Para no dejar abandonada a su ciudad de Milán. 

- La gobierna su tío y suegro, cuya soberana autoridad es de todos respetuosamente acatada. 

- Pero el dominio supremo corresponde por mitad al yerno y sobrino, como heredero legitimo de su padre Galeazo. 

- Soy lego para entrometerme en esas cuestiones de derecho. El tío manda aquí como señor único y absoluto. 

- Harto lo sabemos! exclamó el letrado. 

- Pues teniendo un príncipe tan excelente... 

- Cuidado, fraile con ese tonillo, que si Messer Bernabó llegara a comprender la ironía... 

- Pues qué? no le honráis con el dictado de excelentísimo? Qué pudiera sucederme? 

- Que mandase taladraros los labios con un hierro candente, sin que os valiera el sayal, como tampoco pudo valer a otro infeliz para que le respetasen las orejas. 

- Tan cruel e inhumano os atrevéis a suponerle? 

- Hermano, mi cabeza está muy bien sobre mis hombros. Venís a tentarme! 

- Soy por ventura Satanás disfrazado? Rociadme con agua bendita a ver si tengo miedo al hisopo. Lo que digo es que si Messer Bernabó fuera capaz de arrojarse a tan sacrílegos excesos... 

- Muy metidito debéis de estar en vuestra celda. Qué bien os vendría aquello de: tu solus peregrinus es in Jerusalem! 

- Vos le detuvierais en su mal camino. 

- Yo? Ni las fuerzas de Uberto de la Cruz, que cogía por las riendas a un caballo desbocado y le obligaba a pararse de repente. 

- Vuestra elocuencia es más poderosa. Qué de veces me lo ha dicho el Conde de Virtudes! Cuántas me ha manifestado su vivísimo deseo de teneros a su lado! 

- Por qué, pues, no me llama? 

- Y si fuese yo el mensajero? 

- Ah! quiere que traslade mi residencia a Pavía? Quiere ponerme al frente de la universidad que fundó su padre? Yo era uno de sus amigos. 

- Lo sabe el Conde, y sabe también que estos amigos son los más dispuestos y leales.

- Por fin se presta el cielo a mis designios. Podré desde la cátedra enseñar al mundo el fruto de mis largas vigilias. Podré eclipsar a Baldo con mis lecciones. 

- Dejad a Baldo que adiestre una turba de rapaces para esos combates mujeriles donde se aguza la lengua y queda envainado el acero. Vos no habéis de tener más que un discípulo, y este será Juan Galeazo. 

- Y qué me ordena? 

- Que leáis esta carta, y escribáis al pie una contestación decisiva. 

Mientras que esto decía el fraile sacó de la manga un pergamino cuyas dobleces defendía un sello, y entregándolo al jurisconsulto se puso a mirarle fijamente, como para que no se le escapase ninguna de las alteraciones que iba a producir en su fisonomía. Muy lisonjeras debían de ser las primeras frases puesto que se traslucía la interior satisfacción del que las estaba leyendo; pero, según parece, tragado el cebo le picó el anzuelo, puesto que a las últimas líneas se le anubló el rostro y con mal seguro acento exclamó: 

- Es una conspiración! 

- No digo que no lo sea, repuso el otro con tanta frialdad y sosiego, como si pretendiera, dar mayor relieve a la turbación y azoramiento de su interlocutor. Tened a bien continuar la lectura.

- Estáis en el secreto de esta misiva? preguntó el letrado después de pasear por ella sus ojos.

- Soy uno de los conspiradores.

- Y pretendéis que me asocie a vuestros designios?

- Respeto vuestra libertad; sólo que me tomaré la de recordaros aquel sagrado texto: qui non est mecum contra me est.

- Me amenazáis a mí que pudiera perderos?

- Hiciérais mal cuando sólo trato de ganaros.

- No habéis previsto los obstáculos inmensos...

- Que excitan el deseo de allanarlos.

- Horrible destino os aguarda si sois vencidos. Lo habéis considerado?

- Magnífica recompensa os espera si triunfamos. Lo habéis leído?

- Pero el gobierno de Bernabó...

- Le llamáis gobierno o tiranía?

- Hace poco que dudabais de ella, dijo el letrado.

- Os permito que dudéis de tales dudas.

- Su trono ha echado profundas raíces.

- Profundas son también las de una vieja encina, y la derriba el soplo de los vientos.

- Treinta años van a cumplirse desde que tiene a los milaneses sometidos a su coyunda.

- Más impacientes se hallarán de sacudirla.

- Sin embargo las prescripciones legales...

- Se trata, como decíais, de una conspiración, no de un pleito.

- Dejadme examinar antes la justicia de vuestra empresa. 

- Trabajo enteramente inútil cuando estamos resueltos a llevarla a cabo.

- Y de qué puedo serviros yo que no manejo el acero?

- Manejáis la lengua, tenéis el prestigio del talento, y podéis atraernos multitud de partidarios.

- Y si la razón no está de vuestra parte? 

- Encontraréis argumentos especiosos que nos valdrán tanto como aquella. 

- Y he de cohonestar que un sobrino se levante contra su tío? 

- Os parece mejor que un tío conspire contra su sobrino? 

- Un mancebo en la flor de su edad contra un anciano que ya tiene un pie en el sepulcro? 

- Y sin embargo confía en que otros más jóvenes han de precederle en esa lúgubre estancia. No ha llegado a vuestros oídos un rumor sordo, parecido al de una serpiente que se desliza entre la yerba? Un rumor que hace correr el frío por las venas y erizar los cabellos de espanto? No habéis oído hablar en voz baja, muy baja, de cierto padre desnaturalizado que con infernales sugestiones trataba de inducir a una hija suya a que, valiéndose del puñal o del veneno, diese alevosa muerte a su propio marido?

- Por venganza? 

- No; por codicia. Para apoderarse de los bienes y Estados de su legítimo yerno, y repartirlos entre un enjambre famélico de bastardos. 

- Esto rayaría en lo sublime de la perversidad humana. 

- Afortunadamente la princesa Catalina no ha consentido en ser digna hija de Bernabó, y ha preferido ser digna esposa de Juan Galeazo. Pero existiendo la mano creéis que ha de faltar el instrumento?

- Quizás no existan semejantes propósitos más que en alguna imaginación hostigada por los recelos. El temor hace ver extrañas visiones. 

- Me tomáis a mí por un fabricante de imposturas? 

- No he dicho que ese temor carezca de todo fundamento. Es posible que sea verdad lo que habéis referido; pero también es posible que sean calumniosas imputaciones, rumores esparcidos adrede para facilitar el camino, y preparar 

la justificación de posteriores acontecimientos.  

- El éxito es quien los justifica, y nosotros lo esperamos dichoso. 

- Cortemos esta conversación que es sumamente peligrosa, dijo el letrado que se hallaba pisando espinas, aguijoneado de una parte por la ambición, y de otra refrenado por el miedo. Tomaré mis precauciones, y dentro de pocas semanas 

estaré en Pavía. 

- Molestia que podéis ahorraros, replicó el fraile con esa estudiada calma que no le había abandonado ni un momento. Lo que diríais de palabra al Conde de Virtudes decídselo por escrito. 

- Por escrito! Sería el colmo de la imprudencia. 

- Eso según el punto de vista desde donde se mira. Desde el nuestro es una garantía que la prudencia exige. 

- Y no veis que yo no escribiría dos letras aun cuando me entregase al Conde en cuerpo y alma. 

- Y aún no le bastaría así. Es preciso que os entreguéis atado de pies y manos. 

- Y partidarios busca el Conde empezando por mostrarse con ellos tan suspicaz y receloso? 

- Será que en vuestra edad madura no conozcáis todavía a los hombres? 

De qué os sirve revolver páginas manuscritas si no habéis aprendido a leer en ese libro misterioso que se llama corazón humano? Tantos alardes de sagacidad para penetrar en la mente de antiguos legisladores y jurisconsultos, de quienes no existe ya ni siquiera el polvo de sus huesos, y tanta dificultad en comprender las exigencias de la situación en que vuestra buena o mala fortuna os ha colocado! Habéis andado mucho para retroceder, y sin embargo os dejo expedito el camino; mas no contéis con ser nuestro compañero el día de la victoria no habiendo querido serlo en el día del peligro. 

- Escribir! Es así como se lleva adelante una conspiración? 

Exponerme a que Bernabó se asegure de mi participación en esa trama, leyendo mi nombre, viendo mi letra! 

- Y la verá sin duda, si hacéis traición a Juan Galeazo. Estáis todavía en la creencia de que al Conde de Virtudes no le falta más que la cogulla para ser un monje? 

- Ah! no. Ya veo que tiene más de raposa que de paloma. 

- Y la raposa triunfará del jabalí. El Conde no conspira a la buena de Dios, no urde una tela tan peligrosa sin tener bien atados todos los hilos, no se arriesga a tontas y a locas exponiéndose a que un momento de vacilación, de flojedad o de arrepentimiento, derrumbe la máquina de sus proyectos con tanta sagacidad y perseverancia construida. En nuestro campo no habrá ningún Judas, os lo aseguro, porque si lo hubiere él mismo se habrá fabricado el cordel que ha de estrangularle. Y bien librado saldrá si la horca es todo su castigo.

- Pero me creéis a mí tan ligero, tan imbécil, tan ciegamente confiado que, aun cuando escribiese, pusiera documentos de tal importancia en manos de un desconocido? Quién sois vos?

En vez de la sencilla y categórica respuesta que tal pregunta exigía, dirigióse el fraile al lienzo de pared en que se veían colgadas algunas armas y las diversas piezas de una competa armadura. No comprendiendo la razón de este brusco movimiento, levantóse también Messer Reginaldo, y alargando precipitadamente el brazo desenvainó una daga con la cual se puso en actitud de defensa. Sonriéndose quizás interiormente el bueno del fraile avanzó sin despegar sus labios, despojóse de sus hábitos religiosos, y después de endosarse una cota de malta y ceñirse una larga espada, se encasquetó el yelmo con la facilidad y soltura de quien estaba acostumbrado a llevarlo. Alzando luego la visera, y tomando una postura que tenía algo de teatral y afectada, se plantó delante del atónito jurisconsulto que mirándole ahincadamente buscaba en su memoria los recuerdos de aquella fisonomía. 

- Giacomo! Del Verme! exclamó al cabo de un rato, y cayéndosele el arma de la mano rodeó con sus brazos el cuello del ex-fraile, de improviso transformado en uno de los más bravos capitanes de aquella época. Cuánto tiempo hace que no te había visto! Dime...

- Escribir es lo que ahora importa.

- Contigo hasta las puertas del infierno. 

- Y más allá si es preciso. 

Visos de semejanza con los que engañaron al cuervo de la fábula, tenían los elogios hábilmente esparcidos en la carta de propio puño con que el Conde de Virtudes lisonjeaba la vanidad al paso que estimulaba la ambición del jurisconsulto. Para quien tan satisfecho estaba de sus talentos, y tan quejoso de la obscuridad que los envolvía, tentación y no floja habían de ser el humo del incienso y la perspectiva de una brillante recompensa. Sin descorrer del todo el artificioso velo que desde largo tiempo encubría los secretos de su corazón, explicábase de tal manera el Conde que no se necesitaban ojos de lince para columbrarlos. Con frases ambiguas, con reticencias calculadas daba pie a las más atrevidas interpretaciones. Manifestábase condolido de las insoportables vejaciones que sufrían sus queridos milaneses, y esperaba de ellos que corresponderían a su entrañable afecto. En sus manos estaba que para ellos luciesen mejores días, puesto que él no vacilaba en sacrificarles el sosiego de una vida entregada al ejercicio de las prácticas religiosas. Escrúpulos de conciencia, que no sed de temporales grandezas, le hostigaban con el recuerdo del abandono en que yacían sus legítimos derechos: ¿le era lícito continuar así, cubriendo su desidia con el manto del respeto que debía a su poderoso suegro? Decorábase este con el título de Vicario imperial, por haberle hecho merced el César Carlos IV al ceñirse la corona de hierro; pero el mismo título había conferido a su padre Galeazo. Tocaba a su tío el dominio de la parte oriental de Milán; pero poco a poco lo había extendido hasta arrebatarle la parte que mira al occidente. ¿Seríale más meritorio sufrir con resignación este despojo, o bien estaba obligado en conciencia a reclamar lo que según derecho le correspondía? Estas dudas las sometía al claro discernimiento del legista, y estrechábale a que le declarase explícitamente, si en el caso de inevitables conflictos tendría en él un auxiliar activo además de un consejero ilustrado. 

Sobre este punto parecía aborrecer de muerte los efugios, vaguedades y circunloquios de que era su carta no despreciable modelo. 

De buenas a primeras comprendió Messer Reginaldo que la ostentosa piedad, y la fama del mujeril apocamiento de Juan Galeazo, no eran más que una hábil estratagema para ocultar pérfidas maquinaciones y adormecer la suspicacia de su tío. Poco tardó en comprender que a fuerza de trabajos subterráneos se hallaba sordamente minada la prepotencia del terrible anciano, y que nada tendría de asombroso que el día menos pensado amaneciera derrocada. Se le brindaba a tomar parte en el riesgo de esta empresa, y se le seducía con halagüeñas esperanzas de recoger frutos más óptimos que los que habían sido el blanco de sus miras ambiciosas. Hasta entonces sus deseos se habían limitado a brillar en las universidades de Italia, a compartir la celebridad de Bartolomé de Vulpis de Padua, a sobreponerse a la reputación de Baldo de Perusa, y ahora se le dejaba entrever la posibilidad de ocupar uno de los más elevados puestos en la dirección y gobierno de un Estado poderoso. Pero, y si se rompía un solo hilo de la trama urdida? Si se escapaba un átomo sólo de aquella confección venenosa? Él no era hombre de tanta serenidad y arrojo que no sintiese flaquear sus piernas al contemplarse a la orilla del precipicio. Para transigir con su conciencia hallábase pasablemente dispuesto; pero con Bernabó, cómo se transigía? No bastaba llegar a serle sospechoso para que le mandase quemar como a hereje? La sola vista del sayal franciscano bastaba para traerle a la memoria el trágico fin de dos infelices minoritas que osaron invocar los fueros de la humanidad y de la justicia. Bien podía Bernabó competir con Dante Alighieri, siendo como era capaz de hacer ejecutar en cuerpos vivientes los suplicios que imaginara el gran poeta en la región de los finados. No era pues lealtad sino miedo, un miedo sobradamente justificado, lo que había hecho vacilar a Messer Reginaldo. Teníalo de enfrascarse en situaciones no menos peligrosas que las estupendas y fantásticas aventuras con que entonces empezaban a solazar el ánimo de sus lectores los primeros libros de caballerías. 

Harto dura en efecto era la condición de suscribir un documento que tan abiertamente le comprometía. Poner en él una letra sola equivalía a firmar su nombre en una lista de conjurados. Mas cuando vio que el brazo, sino el alma, de la conspiración era su antiguo conocido Giacomo del Verme, cesaron como por encanto sus temores y perplejidades. Tenía fé en la estrella de su amigo, y dióle en el corazón que de seguro llegaría a buen puerto la nave que tan diestro piloto dirigía. Podían más en su espíritu los presentimientos que las reflexiones, y para robustecer su confianza cabalmente pasó como un relámpago por su memoria el recuerdo del eclipse cuya significación misteriosa no había aún desentrañado. Y cual otra podía ser más que el Mane, Thecel, Phares escrito por la mano de Dios en los muros del empíreo, contra el impío Balthasar que se burlara tantas veces de la justicia del cielo y de los anatemas de la Iglesia? Con tal seguridad contaba ya con el triunfo como si estuviese oyendo el repique de las campanas, y el estrépito de los atabales y clarines. Llena su memoria de citas del laureado poeta, y confundiendo, como harto a menudo sucede, los intereses de la patria con sus personales intereses, volvió a la mesa recitando a media voz 

Dunque ora e‘l tempo da ritrarre il collo 

Dal giogo antico, e da squarciare il velo 

Ch‘e stato avvolto intorno agli occhi nostri. 

Sentado ya tomó la pluma, y con toda la sagacidad y pulso que tal negocio requería, en el pergamino mismo del Conde le escribió una larga contestación en que, a vueltas de lisonjeras frases y hábiles rodeos, le expresaba su gratitud, y le ofrecía sus servicios para coadyuvar a los santos fines de tan cristiana empresa. Del Verme entretanto vuelto a su disfraz y sentado en un taburete no le perdía un punto de vista, aunque echada la capilla hasta los ojos parecía ocuparse en la lectura de un libro que sacó de la manga. Cualquier extraño hubiera dicho que le absorbía alguna meditación piadosa. Y no pecaba de nimiamente precavido con aquel disimulo, puesto que después de un largo espacio de no interrumpido silencio, abrióse de improviso la puerta principal y entró casi saltando de gozo la esposa del letrado, seguida de un joven cuyos años no excederían de mucho a los veinte, y cuyos arreos militares daban no poco realce a su natural gallardía. 

- No creía que fuesen tan eficaces mis pobres oraciones, exclamaba aquella dirigiéndose a su marido; pero reparando en el fraile moderó su acento, y continuó: No sabía que estuvieseis acompañado; aunque a decir verdad tampoco me pesa de tener testigos de las albricias que vengo a pediros. 

Ni el menor movimiento de atención o de sorpresa distrajo al legista de la tarea que estaba a punto de concluir, hasta que escrita la última letra levantó la cabeza, y dijo:  

- Qué es esto? 

- Una nueva tan agradable como inesperada, respondió su esposa. El Vicario Imperial no ha querido que la república siguiese privada por más tiempo del caudal de vuestros conocimientos. Estáis elegido Podestá de los mercaderes, y mañana mismo pasareis a la casa de la Pretoria a recibir la vara de esa magistratura.

- Y a prestar el juramento de fidelidad y homenaje, añadió el gallardo mensajero. 

Quedóse el letrado profundamente pensativo. Hallábase de golpe en una de las encrucijadas de la vida teniendo que escoger entre dos opuestos caminos, que prometían ambos conducirle a florido vergel, y podían ambos a dos llevarle a fatal despeñadero. Se le ofrecía una realidad que podía ser efímera, se le tentaba con una esperanza que podía ser engañosa. Verdad es que había ya sucumbido a la tentación; mas todavía se hallaba a tiempo de arrepentirse. En aquel momento estaba en su mano la suerte del Milanesado: de una palabra, de un gesto, de un acto de su voluntad dependía el consolidar por largo tiempo el trono de Bernabó, y granjearse las más vivas demostraciones de su gratitud, si es que en tal pecho cupiese el agradecimiento.

Y esto era lo que temía el fingido religioso, cuya situación no era por cierto más apetecible que la del jurisconsulto. Pendientes de un hilo quebradizo se hallaba entonces su vida, y algo más que su vida, el éxito de una arriesgada empresa, que era la piedra angular del edificio de inmarcesibles glorias que en su mente había levantado. Por la voz había conocido al mensajero, de cuya decisión y bravura no le era posible abrigar la más leve duda. Era Ugolino Porro, íntimo amigo de los hijos de Bernabó, y cercano deudo de la hermosa Dominica, o Domnina, que en ilegítimos lazos traía aprisionado el corazón del lúbrico anciano. Mancebo de recios puños tenía además de su parte la ventaja del campo y de las armas. Tampoco era para menospreciada la atlética estatura del letrado, y mucho menos la presencia de aquella mujer que podía a gritos reclamar socorro en el caso de una lucha desesperada. Todo lo calculó en un momento Del Verme, y sin embargo, ni sus ojos pestañearon, ni sus mejillas palidecieron, ni una gota de su sangre corrió con más precipitación por sus venas: continuó al parecer absorbido (absorto) en su lectura como si le fuera del todo indiferente la resolución que iba a tomar el jurisconsulto. No hizo más que pasar el libro a su mano izquierda, y con toda disimulación y cautela introducir su derecha por una abertura de la túnica, con el objeto sin duda de coger alguna cosa que no estaría muy en consonancia con el hábito religioso. Conociendo empero que la prudencia debía sobreponerse al denuedo, y cuanto urgía salir de aquella posición tan crítica como embarazosa, se levantó y con afectado encogimiento:

- Messer Reginaldo, le dijo, es hora de retirarme al convento. Si me hicieseis la merced de entregarme vuestra contestación a la consulta que el padre guardián os ha dirigido... 

Compararse pudiera la súbita conmoción que experimentaron los nervios del jurista al oír la voz del seudo religioso, con la de asustadiza doncella a quien sorprendía el tiro de una bombarda, máquina entonces de invención reciente. 

Recobrada empero la seriedad y reposo de su grave aspecto cogió el pergamino, y después de ponerlo bajo la salvaguardia de un sello, dijo al que estaba en ademán de recibirlo: 

- Si no mienten mis conjeturas sois tan juicioso moralista como teólogo consumado, y tendría en mucha estima que me ilustrarais con vuestros consejos. Vuestro prelado me consulta en materias de derecho, y bien puedo consultaros a vos en materias de conciencia.

- Padecéis dé escrúpulos? 

- No es enfermedad a que me sienta muy propenso, sin embargo persígueme ahora una duda que me trae algún tanto inquieto y perturbado. ¿Cuáles son mis merecimientos para que el magnifico Vicario Imperial me confiera tan elevado puesto? Cuáles mis luces para desempeñar con acierto tan espinoso cargo? Sentarse en un tribunal no es lo mismo que sentarse en una cátedra. La ciencia abstracta que se aprende en los libros es incompleta sin la experiencia que da 

el trato y comercio de los hombres. Y yo, vos lo sabéis, vivo tan metido en mi soledad, tan apartado del bullicio del mundo! Qué os parece? Puedo en conciencia valerme de la confianza que en mí se deposita? Puedo aceptar la honra que se me ofrece?

Este arranque de falsa humildad le atrajo una mirada burlona y despreciativa de parte del mensajero, y otra de vago recelo y profunda extrañeza de parte de su esposa.

- No solamente podéis sino que debéis aceptarla. No llevéis sobrado lejos la modestia, que podría haceros sospechoso de ingratitud y falta de respeto. Quién os ha hecho juez de vuestra propia idoneidad? Habéis leído vuestro horóscopo para saber que no estáis destinado a ser con el tiempo la antorcha, el oráculo, el vicegerente de la autoridad suprema? Tengo como un presentimiento de que en breve seréis, después del muy magnífico y excelente príncipe el Vicario Imperial, la persona más respetable de ese vasto señorío. 

Estad de buen ánimo, subid al puesto que se os ha señalado; pero cuidad de que en su altura no se os vaya la cabeza. Recordad que existe un poder invisible apercibido a levantar a los humildes y derrocar a los soberbios. Vuestra especial magistratura va a poneros en relación inmediata con una infinidad de gentes: vais a ser el dispensador de la justicia, el árbitro que dirima las contiendas que se susciten entre mercaderes y artesanos, vais a conquistar un poderoso influjo entre los que tejiendo el lino o la seda, labrando la piedra o el acero, cincelando el oro o la plata acumulan para el Estado gloria, prosperidad y opulencia. Despertad en sus corazones generosos sentimientos, para que no antepongan los bienes que disfrutan a su propia salvación. En fin servid bien a la patria, que Messer Bernabó no os hará esperar mucho la recompensa, y no olvidéis nunca las obligaciones que en este día habéis contraído. 

- Decid al Vicario Imperial que disponga de mí como de su vasallo más respetuoso, y que pasaré a manifestarle mi gratitud y mi obediencia, dijo el letrado dirigiéndose al mensajero, quien tomó la puerta después de haber saludado cortésmente, y lo propio hizo Del Verme recogido que hubo el precioso pergamino.  

El asentimiento del jurista a los ambiciosos proyectos de Juan Galeazo se hallaba ya recargado con las tintas más negras de traición y alevosía. Solo ya con su consorte exclamó esta:

- Sois un enigma para mí, y a fé que el fraile no es menos misterios. No comprendo cómo encajan tan bien sus aficiones de soldado con sus estudios de teología. 

- De soldado? Por qué lo dices? prorrumpió el legista, disimulando cuanto pudo su turbación y azoramiento. 

- Pues quién sino él se ha entretenido en descolgar esas armas que ni siquiera ha sabido volver a su puesto? 

- Le conoces por ventura?

- No sé que nunca le hubiese visto, y para mí tenía más traza de lego que de predicador tan elocuente. 

- El caso que me ha propuesto es algo intrincado y necesita largas meditaciones. - Tráeme el segundo volumen de Bartolo y déjame un rato a solas.

- Siempre lo mismo! murmuró la esposa ofendida de aquella sequedad y desabrimiento, y fuera ya de la estancia añadió: Plegue al cielo que después de haberla anhelado en valde no llegue a serme odiosa vuestra compañía!


III.


Y por qué esta exclamación de la hermosa joven, cual si después de echar una mirada de tristeza a su pasado levantase una temblorosa mirada a su porvenir? Qué presagios de borrasca descubría en su horizonte? Qué nubecilla, parecida a la del profeta, ocultaba en su pequeñez amagos de tempestuoso aguacero? Para quien ni tenía, ni codiciaba más vida que la del corazón, ¿cuál era el motivo de temer que se agitara de improviso la soñolienta atmósfera que lo circuía? Qué influjo habían de ejercer en ella ni los futuros honores, ni las prolijas ocupaciones de su marido? Sería este más inaccesible en el tribunal de lo que en su gabinete de estudio lo había sido? Arrugaría más su entrecejo la ambición satisfecha que la ambición comprimida? De dónde, pues, procedían los recelos de Tadea, para manifestarse temerosa de que sus domésticos pesares adquiriesen mayores y más graves proporciones?

Durante el corto espacio de tiempo en que el gallardo mensajero de Bernabó estuvo aguardando la contestación del jurisperito, por tres distintas veces se había sorprendido a sí misma clavando en el mancebo una mirada sobradamente complacida. Efecto de la casualidad pudo ser la primera, y achacarse la segunda a curiosidad quizás excesiva; mas para disculpar la tercera necesitaba ya Tadea engañarse a sí misma. Como púdica y fiel consorte inclinó los ojos al suelo, y advirtió que estaba resistiendo al impulso de levantarlos de nuevo. No le asustó como debiera su peligro, pero comprendió que era una amenaza dirigida a su pecho la varonil belleza de Ugolino.

No se había engañado: a solas en su retrete (lugar retirado; retrete en épocas posteriores significa WC, baño) se veía de continuo perseguida por esta imagen, que apartada de los ojos se dejaba ver con el pensamiento, y en vez de resistirse al importuno asedio tratábala con cierto agasajo, cual si fuese una amiga que viniera a visitarla. Parecíale entonces su soledad menos tediosa, sus horas menos lentas, menos digno de lástima su abandono. Sin propósito deliberado entreteníase en viajar por el país de las ilusiones, y esforzábase en atenuar su culpa, las veces que volviendo en sí la reconocía. Confiada en que su virtud podía hacer frente a las más rudas tentaciones, sentía a veces una especie de gusto en presenciar la naciente lucha de su corazón y de su conciencia. Peligroso era tal espectáculo; pero se creía resguardada por un muro de bronce, y ni por asomos dudaba de alcanzar cuando quisiese una victoria definitiva. Así iba germinando la fatal semilla, caída en un terreno preparado por falta de cultivo: y así también iba tomando creces en el pecho de Tadea un sentimiento de repulsión a su marido. Empezaba a calificar de pueril exigencia el vehemente afán con que había codiciado su afecto, empezaba a desazonarse por haber cedido a los arranques del agradecimiento, empezaba a tenerse por muy desgraciada exagerando las quiméricas proporciones de una felicidad imposible.

Desgraciadamente a Messer Reginaldo le traían de sobra ocupado sus funciones de juez, y sus manejos de conspirador, para acudir al socorro de la inexperta joven, que paso a paso avanzaba por una senda cuyo funesto declive no advertía. Más adusto, más ensimismado que nunca, no había cambiado de carácter cambiando su género de vida. No pasaba ya largas horas en su gabinete, a solas con sus libros, sino con personas desconocidas que cerraban cuidadosamente la puerta, salía de noche sin saberse a donde iba, recibía cartas que leídas arrojaba al fuego, y escribía otras que se llevaban mensajeros de extraña catadura. A la natural perspicacia de Tadea no podía sustraerse una actividad tan desusada, y que hacía más sospechosa el aumento de reserva, y las preguntas que la curiosidad puso en su boca sólo obtuvieron respuestas enigmáticas cuando no desabridas. Este despego exacerbaba su pasión al mismo tiempo que la ponía recelosa, y vislumbrando la existencia de un grave arcano sin poder adivinar su naturaleza, de conjetura en conjetura se le fijó en el pensamiento que la visita de aquel misterioso fraile entraba por algo en la mudanza de su marido. En esto llegaron los postreros días de abril, corazón de la primavera, que transforma en vasto jardín los campos cisalpinos, y como si el cielo se hubiese arrepentido de engalanarlos con tanto lujo de flores y hermosura, una tempestad asoladora descargó su furia sobre Milán y sus cercanías. Por entre sus elevadas torres, y lamiendo sus techados, se retorcía el rayo, a guisa de culebra por entre los tallos de la yerba, y un trueno incesante rugió desde el principio hasta el fin de la tormenta. Sosegados ya los vientos, disipadas las nubes y resplandeciente otra vez el sol, discurría Messer Reginaldo acerca de tan violenta perturbación atmosférica atribuyendo sus estragos a la conjunción de tres planetas, fenómeno que se verificaba en aquellos días, y que según él no podía menos de ejercer un pernicioso influjo en las regiones sublunares. Para inquirir su profético significado acudía a las reglas y combinaciones de la astrología judiciaria cuando un mensaje inesperado le obligó a dirigirse al palacio del Vicario Imperial.

Hallóle, si no profundamente conmovido, con cierto aire al menos de inquietud y zozobra que bastó al jurisconsulto para dominar la que en su pecho había producido aquel desusado llamamiento. El tigre no enseñaba ni sus garras ni sus dientes, y se le acercó dando a la cautela cuanto cercenaba al miedo. En su ancha y rugosa frente, vivaces ojos, nariz aguileña, delgados labios, bipartida y canosa barba, en su largo y enjuto rostro, encuadrado en un capuchón aforrado de martas cebellinas, dejábase traslucir como una ligerísima sombra que templaba la dureza de su fisonomía. No era solamente el peso de trece lustros el que entonces parecía haber quebrantado la ferocidad y arrogancia del que en ningún tiempo había encontrado, ni en la tierra ni el cielo, quien impusiera un freno a sus indómitas pasiones. Aquel era todavía Bernabó; mas no ya del todo parecido al que un día llamó al arzobispo Roberto, y a presencia de sus áulicos y guerreros le trató como si fuese el más abyecto de sus vasallos. “Arrodíllate ahí, bribón, le dijo: No sabes, menguado, que yo soy el Papa, y el Emperador, y el señor absoluto en todas mis tierras? No sabes que ni el Emperador, ni Dios mismo, puede hacer en mis tierras sino lo que a mí se me antoja, o lo que yo permito que haga?” Menos soberbio ahora, y poseído de un terror supersticioso se encaró con el letrado y le dijo: 

- No tratéis de engañarme que podría saliros muy cara la treta. Todavía tengo el poder en mis manos: todavía se halla en pie la casa de los Visconti. Quiénes son, decídmelo, quiénes son los que aspiran a derrocarla? 

- Y por dónde queréis que me hayan llegado noticias de pretensión tan descabellada?

- Pues qué? la ciencia es un nombre vano? Revolvéis libros, estudiáis las virtudes de las plantas, examináis el curso de los astros, y os quedáis tan a obscuras como el vulgo de las gentes! De qué sirve enteraros de lo que sucedió ayer si ni siquiera podéis adivinar lo que ocurrirá mañana?

- La ciencia hace brotar la luz en medio de las tinieblas; pero necesita premisas para deducir consecuencias. Presentadme datos en que fundar siquiera mis conjeturas.

- Tengo enemigos. 

- Sois el príncipe más poderoso de Italia, y quisiérais no ser temido ni ser envidiado?

- Intentan alzar la cabeza.

- Mal avenidos están con ella. Antes de levantarla al nivel de la vuestra tropezarán con algo que la derribe de sus hombros.   

- Maquinan a la sombra.

- Juego de niños en que se entretienen tal vez el despecho y la impotencia. Dejad estos cuidados al verdugo.

- Y si me armasen un lazo?

- Serían cogidos en él. Juzgáis mal a vuestros enemigos; tienen menos corazón, y mas prudencia.

- Oh mi trono de Milán! Lo defenderé hasta con mis dientes.

- Y sobra con ellos. Vuestro nombre es un muro de bronce que lo rodea. Vuestro antecesor y tío empuñó el acero con su diestra diciendo que con él defendería la cruz arzobispal que tenía asida con su mano izquierda. Vos, señor, no necesitáis tanto. Una mirada vuestra basta para ahuyentar a vuestros enemigos, para infundirles el temor che‘l sangue vago per le vene agghiaccia, como dice el Petrarca.

- Si yo supiera quienes son! exclamó el Vicario Imperial apretando los puños.

- Serán por ventura los genoveses? No los temáis! hasta que traigan en hombros sus naves para escalar con ellas los muros de Milán. Los venecianos? Sería de ver un combate entre esas anguilas salidas de sus pantanos y la serpiente de los Visconti. Teméis al Pontífice romano? Harto tiene en qué pensar con las pretensiones del antipapa de Aviñón y las proposiciones de Messer Bartolino de Plasencia. Acaso pueden inspiraros algún recelo esos pequeños príncipes cuya jurisdicción se extiende a unas cuantas aranzadas de tierra? Los más son vuestros amigos y confederados, y les tenéis ligados

con los vínculos de la sangre. Si no fueseis el más poderoso por la extensión de vuestros dominios lo seríais por la multitud de vuestras alianzas.

- Y Juan Galeazo?

- Ah! sí. Este pretende arrebataros...

- Lo sabéis?

- Perdonad. No es el trono de Milán a lo que aspira. Como buen arquero asesta sus tiros a un blanco más elevado. Lo que pretende arrebataros es la silla que os corresponde en el cielo.

La terrible mirada de Bernabó nada hizo perder de su aplomo al taimado jurisconsulto.

- Ya sabéis, prosiguió este, que ese Wiclef, ese novador inglés, ha salido ahora con la patraña de que cada hombre tiene dos almas: pues a mí se me figura que el Conde de Virtudes ha dado en la manía de que él tiene tres almas, y se empeña en salvar las tres a toda costa. 

Sonrióse Bernabó de la ocurrencia, y esto era lo que su interlocutor deseaba. 

- Pero, es posible que la sangre de los Visconti haya degenerado tanto en sus venas? Si yo tuviera sus treinta años! 

- No rezaríais, ni ayunaríais tanto como él. No os encerraríais en vuestro palacio como un galápago en su concha, pasando el tiempo en oír misas y repartir limosnas, en escuchar lamentaciones de frailes y trazar fábricas de nuevos monasterios. 

- También he construido yo templos para Dios, y hospicios para los pobres. 

- Monumentos insignes en que leerán la gloria de vuestro nombre las generaciones venideras. 

- Si antes no los incendia el rayo. Ignoráis todavía el funesto agüero? En medio de la tempestad ardieron las más ricas techumbres de mi palacio. 

- Y esto os aflige? Las reconstruiréis doblando su esplendor y magnificencia. 

- No es eso todo. Los escudos de mármol en que estaban esculpidos mis blasones se han desprendido de los muros y han venido al suelo, y ¿quién sabe si para ser reemplazados por la odiosa torre de la facción vencida? La serpiente de los Visconti está hecha pedazos.

- De veras? exclamó el legista, haciendo un supremo esfuerzo para reprimir y ocultar su alegría. Aquella noticia valía para él mucho más que la de haber triunfado completamente las armas de Juan Galeazo. Pero acudiendo a los recursos de su fecunda imaginación, y tomando un semblante reflexivo añadió: Y de esto qué inferís?

- Que una catástrofe invisible se cierne sobre mi cabeza. Si yo viera de qué lado asoma esa nube preñada de tempestades? Por los huesos de San Ambrosio! que a pesar del cielo o del infierno todavía me siento con bastantes bríos para conjurarla.

- Estáis en un error, y permitidme que os lo diga. Lo que os tiene en zozobra es simplemente un aviso del cielo. Sentiréis que os hable con toda franqueza? 

- He puesto mi confianza en vos, y seríais el más perverso de los hombres si os prevalecierais de ella para engañarme. El más perverso... y el más arrojado. 

- Sois el príncipe más afortunado de Italia. Quién como vos ha podido permanecer sentado en un trono por espacio de treinta años? Habéis tenido a raya el poder de los Pontífices y el de los Césares: habéis exterminado a vuestros enemigos rebeldes y burlado a vuestros adversarios astutos: de experto capitán os acreditan inmarcesibles laureles, de príncipe magnífico perdurables monumentos: vuestra inflexible justicia la atestiguan dolorosos ejemplares, vuestra sagacidad política numerosas alianzas; pero sois padre demasiado cariñoso para comprender la abnegación que la cualidad de monarca os imponía. No habéis fijado una profunda mirada en el porvenir. Si no hubieseis tenido más que un hijo! 

- Oh! mi Ambrosio! mi malogrado Ambrosio! 

- Este u otro. Ignoráis la grande idea que acariciaba aquel varón esclarecido, Messer Francisco Petrarca? Sueño dorado de mi imaginación! Volver la Italia a su poder antiguo. Y cómo? Transformando en un solo y grueso tronco la porción de varas más o menos delgadas, que pueden compararse a las que rodeaban la segur de los lictores romanos. Si viviese aún el glorioso anciano que me honraba con su amistad, paréceme que os hubiera dicho: Di mia speranza ho in te la maggior parte. Y vos? Vos entregáis Cremona y Lodi a Ludovico, Brescia a Mastino, Parma a Carlos, Bérgamo a Rodolfo. Son vuestros hijos, sí; pero en vez de esforzaros por reunir lo que está separado, separáis lo que estaba ya unido (como otros reyes antes, ejemplo, Jaime a de Aragón). No comprendéis todavía el aviso del cielo? Vos sois quien hace pedazos la serpiente de los Visconti.

-Yo? Tal vez... pero ¿por qué me ha dicho Medicina que me guardase de las nonas de mayo?

- Esto ha dicho? Simplicidad como ella! Ah! ah! ah!

- Y os atrevéis a reíros?

- Pues no he de reírme? No es donosa ocurrencia la del buen astrólogo? Habrá leído en algún cartapacio de historia que Espurina dijo a César que se guardase de los idus de marzo, y cata ahí que sin encomendarse a Dios ni al diablo os ha encajado que os guardaseis de las nonas de mayo.

- Y el arúspice tenía razón.

- Y cómo no había de tenerla si estaría en el secreto, o cuando menos tendría barruntos de la conjuración de los senadores? Pero vuestro Medicina ¿en qué se funda para asustaros con su risible parodia?

- Es que precisamente en estos días ha de acercarse mi sobrino a los muros de Milán.

- Y vos le saldréis al encuentro, y le daréis un estrecho abrazo como a querido pariente, y él os besará la mano como a señor... y suegro.

- Pero vendrá rodeado de sus tropas.

- Ya sabéis que es algo medroso y que no sale nunca sin una pequeña escolta, como si temiera a cada paso tropezar con una cuadrilla de malandrines. Su ejército traerá cilicios en vez de lorigas, y cogullas por capacetes. No temáis, no, que venga con gente di ferro e di valor armata como dice Messer Francisco. (Petrarca)

- Pues yo, sí. Saldré con mis bravos guerreros, le envolveré en un círculo de hierro, le abrazaré... para ahogarle entre mis brazos.

- Le tenéis miedo?

- A él? no. A mi estrella que se oscurece, al siniestro vaticinio.

- Reflexionad. Si la caída de la serpiente fuese augurio de la vuestra, ¿cómo pudiera ser Juan Galeazo el dichoso mortal predestinado a suplantaros? No es también Visconti? No trae la misma simbólica figura en su escudo? O bien aquel casual destrozo nada significa, o bien nada tenéis que temer por ese lado. 

- Razonáis como un filósofo y no sé qué replicaros; pero... ni aún así me fío de su flojedad, ni de su santimonia. 

- No deis un escándalo: no dejéis traslucir las flaquezas de vuestro corazón. Dirán que habéis envejecido. No está el mal en aspirar a ciertos fines, sino en la torpeza de los medios escogidos. La prudencia es una virtud muy excelente, y más para los príncipes. Vuestro sobrino viene a vos, salidle al encuentro, presentaos inerme, mostraos risueño, confiado, afectuoso. Le dejáis proseguir su piadosa romería, y... entretanto...

- Entretanto? 

- Como entonces Pavía estará desguarnecida... y vuestro yerno es también vuestro aliado... podéis enviar algunos de vuestros soldados a defenderla de asechanzas imprevistas. 

- Ah! Seguiré vuestros consejos. 

- Seguidlos, y mandad levantar una horca. 

- Para Juan Galeazo? 

- Para Medicina, que os aturde con sus necias profecías. 

- Para vos, si no son tan necios como estáis suponiendo. 

Restregábase las manos de contento al verse Messer Reginaldo en su gabinete, y tan satisfecho estaba de sí mismo que más no lo estuviera arrollando en pública controversia al famoso Baldo, su constante pesadilla. Contemplaba los horrores del peligro de que se había salvado, y creía en los milagros de su talento y destreza. Y en verdad que no era pequeño triunfo el de haber vendado los ojos, y empujado suavemente a Bernabó hasta la orilla del precipicio; pero tampoco podía gozar de él a todo su sabor, sin experimentar de vez en cuando la especie de cansancio moral que traen en pos de sí los violentos recursos de una desesperada energía. Asaltaban su memoria recuerdos de no lejanos tiempos, y por muy corto que fuese el que faltaba para dar término a su ansiedad y zozobra, compraba entonces muy caras las futuras expansiones de su ambición satisfecha. “Si naufragase el buque tan cerca del puerto! se decía. Si existiese entre nosotros un Julián Pusterla que por miedo o felonía vendiera a sus cómplices con imprudentes revelaciones! Ser abrasado a fuego lento, atenaceado, descuartizado vivo, todo sería poco para aplacar la rabia del tigre sobre cuyos lomos ha pasado impunemente la mano. Dormido he jugado con él; pero, y si despierta?” Parecíale entonces ver la sombra de Beltramolo Amici, condenado a ejercer el oficio de verdugo y entregado después al terrible ejecutor de la justicia humana, y sentía que se le erizaban los cabellos al pensar en su muerte de réprobo, y en su cadáver abandonado en la horca para pasto de las aves de rapiña. En medio de esas tétricas reflexiones confortábale el recuerdo de Giacomo Bussolario, que de simple fraile había ascendido hasta los primeros puestos de la república por su elocuencia de predicador, y se mecía en la esperanza de que a él no le tocaría menos por su elocuencia de jurisconsulto. 

Instigada por una mujeril curiosidad de cada día más punzante, se decidió Tadea a rastrear la causa misteriosa de la conducta de su marido, y mientras que este conferenciaba en secreto con uno de los principales conspiradores, fue a situarse detrás de la puertecilla que abría camino a su alcoba. Había entrado en el pasadizo de puntillas, retenía su aliento como el nadador que sumerge su cabeza entre las aguas, y escuchaba con tal afán como si toda su alma estuviese concentrada en sus oídos. Pero en voz tan queda sostenían aquellos su diálogo que apenas pudo recoger más que algunas frases truncadas y palabras sueltas. Estas sin embargo le bastaron para colegir que la mañana del día siguiente estallaría un alboroto en las afueras de la puerta Vercelina, que no habría efusión de sangre, y que se había resuelto asesinar a Ugolino Porro, habiendo ya quienes estaban pagados para meterse entre el gentío, cogerle de improviso y clavarle un puñal por las espaldas. Este plan nada tenía de extraño, como quiera que para allanar obstáculos nunca ha sido sobrado meticulosa la conciencia de los conspiradores. El valor personal, el arrojo caballeresco y la adhesión de Ugolino a Bernabó eran dotes de todo el mundo conocidas: y aunque no bastaban para impedir el triunfo, podían provocar una resistencia que lo hiciera sangriento. Ni más cruel sorpresa, ni más dolorosa herida hubiera

recibido Tadea oyendo ser ella misma la víctima destinada al bárbaro sacrificio. Forzada a reprimirse y ahogar los gritos que pugnaban por salir de sus entrañas, rugía con el gemido de su corazón, y en él se revolvían las más negras pasiones como viboreznos en su nido. Tentaciones le dieron de presentarse a Bernabó y referirle cuanto había descubierto; mas, ¿qué era lo que efectivamente sabía? Con qué pruebas había de confirmar sus incompletas revelaciones? No podía hacer más que acusar al hombre, a quien aborrecía ya de muerte; pero que al fin de todo le estaba unido con un vínculo sagrado. Quería y no podía olvidar que él era quien la había acogido en su niñez, le daba pan y abrigo, la honraba con su nombre, y nunca le había inferido ninguno de aquellos agravios que humillan la dignidad de la esposa, y la hieren en lo más vivo de su afecto. Sangre, torturas, suplicios, horrores inmensos brotarían de una sola palabra suya... y por otra parte ¿sabía ella si precipitaría la catástrofe en vez de precaverla?

De qué podían servirle entonces el llanto y la desesperación? Resuelta a poner en obra la idea que le había ocurrido, salió de su escondite, y cubierto el rostro con un velo se echó a recorrer las calles y plazas de Milán en busca de Ugolino.

Descubrióle al fin en un corro de amigos, y retirándose a la parte opuesta le hizo seña de que se acercara. Como era de presumir el mancebo acudió al reclamo lisonjeándose de aumentar el número de sus amorosos trofeos.

- Es a mí a quien llamáis, hermosa dama? le dijo saludándola con cierta mezcla de familiaridad y de respeto.

Tadea inclinó ligeramente la cabeza. 

- He dicho hermosa, y estoy seguro de que no me engaño, porque la gentileza del talle no puede ser ya de mejor agüero para la hermosura del rostro.

El cansancio material, la agitación de su pecho, la vehemencia de sus afectos tenían a la desdichada joven como fuera de sí misma. Comprendía todo lo delicado y peligroso de aquella situación, y experimentaba en ella una complacencia que condenaba y no reprimía. A la vista del objeto amado sentía avivarse la llama de una pasión en mal hora nacida, y temerosa de sus bríos, no acertaba a despegar los labios. En valde buscaba en su memoria las frases preparadas durante su largo camino: sucedíale entonces lo que en otra ocasión aconteciera al famoso Petrarca, en quién tal sorpresa produjo la imponente majestad del Senado veneciano que olvidó completamente la oración que traía estudiada.

- Además, esta mano de nieve... añadió el mancebo cogiéndola de improviso y besándola con marcial galantería.

El corazón de Tadea redobló el compás de sus violentos latidos, y retirando suavemente la mano:

- ¡No... balbuceó. No soy yo.. es una amiga mía.

El temblor de su voz desmentía sus palabras, y la dulzura de su acento obraba en el espíritu del joven como una suave y arrebatadora melodía.

- Basta que sea amiga vuestra para encontrarme dispuesto a servirla. Qué me quiere?

- Desea... desearía hablaros largamente.

- Soy todo oídos.

- Ahora no. No es posible... su marido...

- Tenemos marido en campaña? Tanto mejor.

- Si mañana...

- A qué hora?

- No puedo señalar la hora. Ya veis... su marido...

- Mañana he de acompañar al Vicario Imperial cuando salga a recibir a su sobrino.

- Este es precisamente el tiempo en que ella podrá disponer de sí misma.

- Pues no importa, me dispensaré fácilmente de aquel servicio. Soy soldado, y no palaciego.

- Y preferiréis a un bullicioso espectáculo una tierna plática a solas con quien...

- Me ama?

- Vos sois quien lo ha dicho. Pero... reparad que... yo … Oh Dios mío! 

Mi corazón quiere lanzarse fuera del pecho.

- No temáis, ángel bello, porque vos sois, no el paraninfo de mis dichas, sino la felicidad misma que se entra por mis puertas sin haberla yo merecido. 

Si supierais cuán suaves son las delicias de que se siente inundado mi corazón!

- Callad, oh! callad. Decidme. Ah! yo no puedo pediros todavía amor bastante; pero ¿tendréis a lo menos la paciencia de aguardarme desde las primeras horas de mañana hasta que haya promediado la tarde?

- La tendré.

- Lo juráis?

- Sobre esta mano, dijo, besándosela otra vez con más entusiasmo que la primera. Y dónde he de aguardaros?

- En la iglesia de S. Juan, junto al sepulcro de la princesa Beatriz.

- Cuánto tardará en amanecer el día de mañana! Pero qué? Os vais sin haber iluminado mis ojos con el sol de vuestro divino rostro? No he de permitirlo.

- Oh! no. Dejadme partir. Habéis triunfado de mi corazón, dejad algunas horas más a la timidez y al recato. No habéis probado nunca los encantos de una pasión misteriosa? Dejadme partir, y... no me sigáis. Es la única condición que os impongo, el único sacrificio que os demando.

- Sabéis que es muy duro?

- Será más agradecido. Hasta mañana.

Quedóse el joven tejiendo una fantástica tela de conjeturas, de amorosos proyectos y de risueñas ilusiones, mientras que Tadea dirigiéndose con rápido pie al conyugal domicilio se decía: Si el cielo me hubiese permitido amarle? Pero, a lo menos le habré salvado.


IV.


Dos días, o mejor, dos noches faltaban solamente para las nonas de mayo, y nada tiene de extraño que el jurista, imbuido en las ideas de aquellos tiempos, interpretase en favor de su causa las vagas predicciones del astrólogo Medicina. El pavoroso eclipse, la conjunción de los tres planetas, los estragos de la tempestad, el destrozo de la marmórea serpiente no debían explicarse en su concepto sino como una serie prodigiosa de amenazas de las cuales se acercaba el inevitable cumplimiento. Bajo tales auspicios iba a realizarse el plan premeditado en las tinieblas que la traición aparecía como protegida por el cielo, y la ambición desenfrenada como mero instrumento de la justicia divina. «Volveré a Milán, había dicho Mateo el Grande en su destierro, cuando los pecados de Guido de la Torre sean mayores que los míos;» y tantos y tales eran los de Bernabó que harto hubieran rebosado por grande que fuese la medida.

Pero si en vez de conformarnos con el sencillo relato de antiguas crónicas inventásemos a nuestro sabor los acontecimientos, falta y no leve sería presentar al Vicario Imperial con frente serena y pecho libre de supersticiosos temores. Ni entonces ni ahora suelen eximirse de ellos los que más blasonan

de impávidos y descreídos. Tenía además sobrados ejemplos a la vista para ignorar que los más estrechos vínculos de parentesco no eran obstáculo suficiente para que sordas maquinaciones preparasen el camino a tragedias horrorosas. Para aplacar su rabiosa sed la ambición no temía enjugarse la boca con la sangre del fratricidio; y si lo dudara Bernabó preguntárselo podía a su conciencia. Así pues tiene más de verdadera que de verosímil la ciega imprevisión, la estúpida confianza, la seguridad incomprensible con que el viejo lobo fue por sus pasos contados a meter el pie en el lazo que le habían tendido.

Al norte de Milán, y en los últimos confines de su territorio colindante con el país helvético, existía en el pueblo de Varese un santuario dedicado a Nuestra Señora del Monte, y la devoción que se profesaba a su milagrosa imagen,  salvando los estrechos límites de aquella comarca, se había extendido a remotos puntos y le atraía de todas partes numerosos peregrinos. Bajo la salvaguardia de un mentido ascetismo había principiado Juan Galeazo la obra de su ambición, y con apariencias del mismo género trató de coronar el edificio. Tan pronto como pudo contar con suficientes auxiliares para no arriesgar demasiado el éxito de sus pretensiones, hizo correr la voz de que se había obligado con solemne voto a emprender una peregrinación y visitar a Nuestra Señora del Monte. Con ese pretexto escribió a su tío, anunciándole que se disponía al cumplimiento de su promesa, y pidiéndole al mismo tiempo una entrevista en las afueras de Milán, sin otro objeto que el de atestiguarle su cariño, y estrechar más y más con las efusiones de un íntimo coloquio los lazos de su doble parentesco. Deseaba ardientemente aprovechar una ocasión que tan a mano le venía, y excusábase de entrar en la ciudad por no cuadrar a su religioso intento el bullicio de los regocijos populares ni el regalo de espléndidos festines. 

Puestos ambos de acuerdo, hechos los preparativos ostensibles y dadas sus instrucciones secretas, salió Juan Galeazo de Pavía rodeado de frailes y de peregrinos, y seguido de numeroso acompañamiento, el cual, excepto algunos centenares de lanzas, consistía en una abigarrada muchedumbre que disimulaba con su aparente desorden lo que podía tener de belicoso en su aspecto. A retaguardia marchaban algunas compañías, y otras se extendían por los flancos a la deshilada, prontas para acudir al menor llamamiento. El grueso de este ejército, disfrazado de pacífica y piadosa caravana, pernoctó en Binasco, y la mañana siguiente, que era la del 6 de mayo, dio vista a los muros de Milán. En él se habían incorporado Ludovico y Rodolfo, que por orden de su padre Bernabó se adelantaron a dar la bienvenida a su primo, y con tan vivas demostraciones de afecto fueron acogidos, y de tales agasajos se vieron rodeados, que ni el más leve indicio tuvieron para caer en la sospecha de que estuviesen, como realmente estaban, vigilados y prisioneros. 

Al frente de una comitiva más ordenada y fastuosa, entre los Decuriones de la ciudad y los dignatarios de su corte, salía entretanto por la puerta Vercelina el engañado Bernabó, cabalgando en una mula ricamente enjaezada, con unas pocas guardias por escolta, y seguido de una infinidad de milaneses que esperaban solazarse como espectadores de la anunciada entrevista. Y ciertamente para un pueblo sometido al más despótico yugo no podía carecer de atractivos aquella grandiosa escena, que en medio de una vasta y floreciente campiña, bajo el límpido cielo de Italia, e iluminada por un sol de primavera, iba a interrumpir por breves horas el régimen casi claustral de su monótona existencia. Mas, como gracias a Messer Reginaldo no eran pocos los que tenían previsto el desenlace del drama, bien se deja presumir que al mezclarse estos con la gente menuda irían preparados a todo evento. Cerca del sitio donde existía el hospital de S. Ambrosio encontráronse tío y sobrino, y sin apearse cambiaron un abrazo con todas las apariencias de sincero. Besáronse también en la boca según costumbre de la época, y así para ser completa la traición no le faltó ni el beso de Judas. Como el toque de un clarín que da la señal del combate, resonó de improviso, un grito en alemán proferido por Juan Galeazo, y en un abrir y cerrar de ojos sus lanzas de antemano prevenidas circuyeron a Bernabó, y precipitándose sobre él Giacomo del Verme le arrancó el cetro, Otón Mandello le cogió las riendas de la mula, y Guillermo Bevilacqua le cortó el tahalí de que pendía su acero. Sorprendido, atónito, aterrado: así vendes a tu familia? así tratas al padre de tu esposa? exclamaba el triste anciano; pero sofocó luego su angustioso gemido un sordo murmullo que instantáneamente se convirtió en estrepitoso clamoreo. Oyéronse millares de voces que gritaban: “Viva el Conde de Virtudes,” viéronse relucir millares de aceros desenvainados, y mientras corrían en todas direcciones los niños y mujeres a quienes asustaba aquel tumulto, corrían también y se desbandaban los guerreros y parciales de Bernabó, intimidados por la sorpresa y convencidos de que sería de todo punto ineficaz la tentativa de una desesperada resistencia. 

Ansioso de que llegara este crítico momento el Podestá de los mercaderes, vestido con el traje propio de su magistratura, permanecía asomado a una de las ventanas de su casa, bajo de la cual transitaba gran copia de gentes, y otra no menor se mantenía estacionada como si aguardase el regreso de la comitiva. Largo le parecía el tiempo como si lo midiera por el crecido número de sus latidos, que rápidos eran y violentos a despecho de la tranquilidad que ostentaba su fisonomía. De pronto oyó la seña convenida, y desplegando inmediatamente la bandera de Milán, la bandera blanca con la cruz roja y la imagen de S. Ambrosio sobrepuesta, prorrumpió en tal grito que hizo converger en un solo punto las miradas del esparramado gentío. “Milaneses! exclamó, bendecid a Dios y a vuestro patrono el santo arzobispo, ya está reducido a polvo el yugo de hierro que pesaba sobre nuestras cervices: el brazo del Excelso ha obrado grandes maravillas. Milaneses! rebosen de júbilo vuestros corazones, porque el Señor ha suscitado un nuevo Moisés que ha venido a humillar la soberbia de Faraón, y a redimiros de su esclavitud y tiranía. 

El invicto, el santo, el magnánimo Conde de Virtudes os devuelve la libertad de que estabais inicuamente despojados." Cien y cien gritos de ¡Viva el Conde! interrumpieron al jurisconsulto, como si fuesen otros tantos ecos de las aclamaciones que seguían resonando en las afueras de la ciudad, y en breve se comunicó de un punto al otro el entusiasmo de las masas populares que explayaban sus comprimidos sentimientos en vítores e imprecaciones. 

A semejanza de un mar alborotado ensordecía los aires con su formidable clamoreo. En vano trataba de dominarlo el jurista volviendo a tomar el hilo de su calurosa arenga; su vehemente declamación no hacía más que añadir pábulo al incendio, y cada vez que aludía a los actos más execrables de la dominación caída, cada vez que precedido de los epítetos más injuriosos recordaba el nombre de Bernabó, o mentaba sus crueldades y su avaricia, forzábanle al silencio desaforadas voces de “Abajo el tirano! fuera gabelas! mueran los impuestos!" Y cierto que a sus oídos no dejaba de ser armoniosa tan discordante gritería. 

En esto apareció en la extremidad de la calle un bizarro jinete que, seguido de algunas lanzas, venía a galope del campamento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre descabalgó a la puerta, subió arriba, y estrechando la mano del jurisperito se la sacudía fuertemente como para expresar así la satisfacción de que se hallaba poseído. 

- Nuestro es el triunfo, exclamó, y triunfo tanto más lisonjero cuanto que ni una gota de sangre nos ha costado. El tirano está en nuestro poder, y en breve lo estará también el castillo. Este será la antecámara de su sepulcro. 

- Y sus tropas, sus partidarios, sus favoritos? 

- Le han abandonado en la desgracia. Ni uno siquiera se ha atrevido a levantar el dedo para defenderle. Contad las lanzas de que disponéis y no los corazones que hayáis sabido atraeros! Algunos huyen despavoridos como ciervos que oyen la bocina de los cazadores... 

- Y los otros? 

- Se apresuran a besar la mano al Conde, y a dirigirle protestas de adhesión y lealtad a todo trance. 

- Victoria tan fácil e incruenta como que tenga un poco de insulsa, observó el letrado. Pero, y el pueblo? 

- Veleidoso como siempre y amigo de cambios y novedades: bien que esta vez tenía razón de serlo; mas vos aconsejaréis al Príncipe para que le gobierne de modo que pierda su afición, y que esta sea la postrera de sus mudanzas. 

- Cuánto agradezco el haberme invitado a tomar una parte activa en esta empresa! También puedo yo decir a ese pueblo que soy uno de sus libertadores. 

Ni el pavonado arnés, ni el reluciente casco sombreado de soberbia garzota, ni la misma expresión de júbilo que iluminaba las facciones del guerrero impidieron que Tadea las reconociese al momento. Una sola mirada le bastó para despertar el recuerdo de aquella fisonomía. “Héte aquí al misterioso fraile, se dijo a sí misma. Tengo ya la clave del enigma. Este ha sido sin duda el ángel malo, el tentador de mi esposo, que le ha inducido a tomar parte en odiosas maquinaciones, y a comprar las sonrisas de la fortuna a precio de engaños y villanías." Pero poco se detuvo en estas ideas porque otras eran las que traían ocupado su espíritu, y teniendo como tenía el corazón aprisionado no sobraba 

espacio ni libertad a su pensamiento. Habíanle sorprendido los sucesos de aquella mañana, y hubiéralos presenciado con desdeñosa indiferencia a no estar enlazada con ellos la suerte del gallardo mancebo, cuya precaria situación le interesaba más vivamente que la desastrosa caída de Bernabó y el improvisado triunfo de Juan Galeazo. Al oír los rugidos de ira y de venganza que se mezclaban a las festivas aclamaciones de la vocinglera muchedumbre, comprendió que no había hecho lo suficiente en alejar a Ugolino del sitio donde hubiera sido víctima de infame alevosía. Dábase ya por alcanzado el principal objeto de la conspiración; pero todavía eran para temidas las consecuencias que podían nacer del promovido alboroto. En aquellos momentos de pública efervescencia ni era fácil, ni se creyó político tener del todo a raya las pasiones populares, y nada tenía de imposible que se desmandasen con tanta mayor furia cuanto más duro había sido el freno que hasta entonces las comprimiera. 

A título de inevitable desahogo iban a tolerarse expansiones nada inocentes: las primeras ráfagas de libertad que respiran los pueblos casi siempre tienen más de huracán que de plácida brisa. Desbordábase ya la muchedumbre por calles y plazas en tumultuoso desorden, y con gritos y vociferaciones se dirigía al palacio de Bernabó, y a los de sus hijos para entrarlos a saco. ¿Quién podía asegurar que después de estos no se vería asaltado el domicilio de sus parciales y favoritos? A las escenas de pillaje sucederían probablemente escenas de sangre, y Ugolino privaba demasiado con Bernabó para salir indemne de las manos de un pueblo que se embriagaría con el olor y la vista de la sangre derramada. Era pues indispensable hacerle abandonar la ciudad en aquel mismo instante, y Tadea, valiéndose de la libertad que disfrutaba, salió a hurtadillas de su casa, y se dirigió al templo de San Juan con este designio rápidamente concebido. 

Y qué estaba haciendo allí el apuesto mancebo? De seguro no rezaba. Entreteníase en inventar unos campos elíseos por donde su imaginación corría desbocada: continuaba haciendo lo que desde la tarde anterior había hecho; esforzábase en adivinar lo que pronto esperaba saber. Preguntábase a sí mismo: cómo? dónde? por qué medios habría inspirado aquella pasión misteriosa? Quién podía ser la dama que subyugada imploraba su afecto? 

Sería o no hermosa? Sería o no constante? Qué debía hacer él para allanar los obstáculos que entre los dos se interponían? A dónde le conduciría este compromiso tan fácilmente aceptado? Por su parte se hallaba resuelto a no volver pie atrás hasta dar cima y remate a su novelesca aventura. El atractivo del deleite le hacía tomar a pechos la prosecución de aquella empresa, y el puntillo de la vanidad le inducía a mirarla como caso de honra, y a desafiar toda suerte de peligros. Así pasó las primeras horas de la mañana; pero sucedíanse otras horas, lentas, prolijas, interminables, y ya la impaciencia echaba un jarro de agua fría a sus ardientes ilusiones. Sentíase como fatigado de sus mismos pensamientos, y no encontraba distracción alguna en medio de la soledad y del silencio que tan diferentes ideas debieran sugerirle. Desierto estaba ya de fieles el templo, y todavía no llegaba allí el rumor de los graves sucesos que ocurrían. 

Prolongábase el plazo de espera y a la par con el aumentábanse en el pecho del joven la irritación y el desasosiego. Casi ya descorazonado maldecía interiormente los motivos de aquella tardanza, y empezaban a despuntar las dudas y vacilaciones, cuando oyó rumor de pasos y vio que se le acercaba una mujer de edad más que madura. 

- Sois vos, le dijo la persona a quién me envían? 

- Como no hay otra en toda la iglesia... 

- Vuestra hermana me ha dicho... 

- Mi hermana? Conque tengo... Estáis segura, buena mujer? 

- No es una señora joven y muy hermosa? 

- Ah! exclamó el mancebo, cuya imaginación hirieron vivamente aquellos dos adjetivos. 

- Y eso que parecía estar muy afligida. 

- De veras?

- Estábame yo a la puerta de mi casa hilando un poco, que no los años excusan a los pobres de trabajar lo que puedan, porque el pan de cada día... 

- Y bien, qué ha sucedido? 

- Héla visto que venía mirando alrededor como si buscase alguien a quien hablar, y acercándose a mí me ha puesto esos dos ambrosines de oro en la mano... 

- Rica también? pensó Ugolino. Será de elevada jerarquía. 

- Y me ha dicho: entrad en la iglesia de San Juan y veréis a un caballero que es mi hermano, decidle que por todo lo que hay de más sagrado en el cielo se venga inmediatamente, que no pierda un minuto, que le estaré aguardando fuera de la puerta Romana camino de Lodi

- Pues no deja de ser original esta cita a campo raso, siguió pensado Ugolino; pero no importa. Adelante. 

Adelante, repitió en alta voz, y echó a andar con tanta prisa que la vieja ni siquiera trató de seguirle. Preocupado como iba no puso la menor atención en los extraños rumores que se percibían ya por aquellos barrios, ni en los corrillos de vecinos, ni en los que pasaban por su lado teniendo más que de transeúntes el aire de fugitivos. 

Colocándose Tadea en un paraje donde no pudiera ser notada, y cubriéndose además el rostro con un pañuelo, así para ocultar sus facciones como para recoger las gruesas lágrimas que en él caían, no pudo o no quiso resistir al deseo de verle por última vez siquiera fuese de lejos. Apenas le descubrieron sus ojos vaciló su cuerpo conmovido por violenta sacudida, y tuvo que apoyarse en la pared para no dar en el suelo. Mordía el blanco lienzo como si estuviera sufriendo una operación dolorosa. “Con qué ardor, se decía, acude a mi llamamiento! Y yo le estoy engañando! Cómo me hubiera amado! Cómo hubiera correspondido a mi vehemente afecto! Y se va, se va para siempre, y se lleva mi corazón como si lo arrancara de mi pecho! Adiós mi felicidad. Malhaya el día en que... Dios mío! no me toméis en cuenta el extravío de mis ideas. Es sobrado terrible esta lucha para mis débiles fuerzas. Dadme, dadme fortaleza para consumar mi sacrificio.”

Llegado al punto que se le había designado paróse Ugolino y empezó a registrar cuanto espacio con la vista abarcaba. Nada descubría: adelantábase algunos centenares de pasos que luego desandaba, volvíase a todos los vientos y no sabía donde arrimarse a tomar lengua para salir de su apuro, cuando se le aproximó un hombre de plebeya traza que llevaba del diestro un caballo de no más noble figura. 

- Buscáis, le dijo, a vuestra hermana? 

- Dale con mi hermana. Precisamente. 

- Pues a escape y no paréis hasta Lodi. 

- Me gusta la ocurrencia! Y ella? dónde está? 

- Os ha tomado la delantera. 

- Pero... y ese caballo? 

- Es vuestro, que buenos florines me han dado por él. 

- Mejores suelo montarlos, dijo al poner el pie en el estribo, y continuó para sí. Por el alma de mi abuela que es deliciosa la aventura. Empiezo a ver claro. 

El otro cónyuge habrá olido el pastel, y ella pone pies en polvorosa. Mejor que mejor. Vaya con sus timideces! Ello tendrá todas las apariencias de un rapto; pero, por vida del demonio! que si hay alguno soy yo el robado. 

V.

Cuentas galanas suelen ser las que echan los caudillos de una conspiración mientras madura el plan de que pende el logro de sus esperanzas. Y cierto que si con ellas no se entretuviesen, harto dura sería la vida de los que arrostran la contingencia de ser descubiertos por sus enemigos o vendidos por sus mismos partidarios. Velan de noche y sueñan de día: toman por seguro lo que no pasa de probable: créense dueños de la palanca de Arquímedes no poseyendo más que una barra cualquiera, y si alguna vez son bastante poderosos, como Eolo, para desencadenar a los vientos no lo son luego para reducirlos enfrenados a su desierta y antigua caverna. 

No así le aconteció a Juan Galeazo: el éxito de su empresa dejóse atrás los cálculos más fundados de la previsión y los vaticinios más lisonjeros de la esperanza. Puede decirse que fue el hijo mimado de la fortuna: todo cedía a las exigencias de su voluntad, todo se acomodaba a la medida de su gusto, como si él fuese el árbitro de los corazones o impusiera su ley a la corriente de los sucesos. A la prisión de Bernabó siguió inmediatamente la del castillo que iba a servirle de cárcel interina. Esa vasta y magnífica fortaleza, defensa y padrastro de la ciudad, cuya construcción había empezado Galeazo II, sometiéndose a la voz de su hijo no hacía más que volver a la obediencia del legítimo dueño, por estar situada en la parte occidental que a su jurisdicción correspondía. En ella entró por la puerta que miraba al campo, y saliendo por la opuesta penetró en la ciudad, montado en brioso corcel, en medio de lucida cabalgata, y precedido y flanqueado y seguido de entusiasta muchedumbre, que tanto más dulcemente halagaba su pecho cuanto más rudamente atronaba sus oídos. Al grato arrullo de los vivas que le adulaban, al fragoroso rugido de los mueras que a sus contrarios se dirigían, disfrutaba Juan Galeazo las delicias de una ovación completa. El pueblo le declaró único y absoluto señor de Milán, y el concejo de los Decuriones, los magnates, los altos funcionarios confirmaron con su voto las aclamaciones del pueblo. La mañana siguiente se le entregaron las llaves del castillo de S. Nazario, fabricado por Bernabó, y las del fuerte que defendía la puerta Romana, donde el viejo encerraba el fruto de su rapacidad y el inmenso botín arrebatado a sus míseros vasallos. Y por cierto que al Conde de Virtudes no dejaría de darle el corazón un salto de alegría al verse repentino dueño de un tesoro que igual no lo poseían los reyes más opulentos. Preciosas alhajas, ricos muebles, seis carros de plata labrada, y además un millón y setecientos mil florines en oro acuñado. Las guerras que más adelante sostuvo para engrandecer sus estados hacen ver que algo faltaba todavía a su ambición; pero motivo había entonces de estar satisfecha del todo su codicia. 

Siguiendo el ejemplo de Milán se apresuraron a rendirle homenaje las demás ciudades y poblaciones que por derecho hereditario pertenecían a Bernabó, y los fuertes en que ondeaba aún su ya vencida bandera apenas se atrevieron a leves asomos de resistencia. Servía al vencedor de poderosa hueste la simple noticia de su triunfo repentino, y medrosa la serpiente del viejo Visconti huía de otra serpiente, salida de su mismo nidal, pero más astuta si menos ponzoñosa. No fue menester que Giacomo del Verme desenvainara su acero para dar cima a la empresa; mas para darle un colorido menos repugnante fue preciso acudir a la pluma de Messer Reginaldo. Repartíanse entre los dos la intimidad y privanza de Juan Galeazo: aquel era su brazo derecho, este su ninfa Egeria. Interesaba a todos consolidar su obra, cimiento de ulteriores designios, y se trató de impedir que fuese mirada como un éxito dichoso del fraude y de la violencia. No quería el intruso aparecer como tal a los ojos de los demás príncipes de Italia, a quienes el acrecentamiento de su poder hacía ya demasiada sombra, y el jurisperito se encargó de redactar un Manifiesto, en que le vino como rodada la ocasión de pavonearse luciendo la copia de su erudición y la sutileza de su ingenio. No cuadraban allí las citas del Petrarca; pero sí los textos bíblicos y las glosas del derecho, civil y canónico. Obscureciendo unos hechos y tergiversando otros, sacando recursos así de la invención como del silencio, procuró revestir la usurpación de un aparente barniz de justicia. Presentóla como indispensable a la seguridad y reposo de los Estados circunvecinos, para los cuales eran una perpetua amenaza la política insidiosa y la ambición insaciable de Bernabó, sobre cuya cabeza el cielo mismo con evidentes señales había fulminado sus anatemas. Rasgos horribles y sombras negrísimas no le faltaron para trazar el bosquejo de sus desafueros e impiedades; pero sobre todo en lo que más insistió fue en aseverar que la agresión procedía de su parte, y que el Conde de Virtudes, modelo de todas y blanco de pérfidas asechanzas, se había visto obligado a rechazar la fuerza con la fuerza y valerse del sagrado derecho de legítima defensa. Tal vez consiguió con esto deslumbrar a los contemporáneos, mas no engañar a la posteridad arrojando ese mentís a la historia. 

Habiéndose ejercitado tanto en el arte de disimular bien debía conocer Juan Galeazo el arte de reinar; pero asimismo prestaba dócil oído a los consejos de Messer Reginaldo, y esta deferencia halagaba más al jurista que si estuvieran pendientes de su voz algunos millares de alumnos. Su asiento se elevaba más que la cátedra de Baldo, como quiera que si este explicaba el derecho en Perusa, él prescribía su observancia a todo el Milanesado. Su ambición estaba ya satisfecha: el brillo de los honores era a la vez recompensa de sus servicios y lauro de sus talentos, y la complacencia que por ello experimentaba reblandecía, por decirlo así, la sequedad de su corazón y desarrugaba el ceño de su calva frente. Habían cesado para él las agitaciones del peligro y las angustias de la incertidumbre: mostrábase más expansivo, o siquiera menos taciturno, con su esposa; pero sin advertir que esta no le importunaba ya exigiéndole un cariño más afectuoso. 

Sería que ella hubiese al fin comprendido que las plácidas sonrisas, las vehementes emociones, las tiernas solicitudes eran impropias del carácter y de los años de su consorte? Sería que fatigada de cernerse en el espacio plegase las alas su inquieta fantasía? Otras eran las causas de su resignación o de su indiferencia. El ardor de su corazón había encontrado por su desdicha otro respiradero. Seguía amando a Ugolino, y la imagen que ocupaba de lleno su memoria tenía postrado su albedrío. En vano se sonrojaba de su flaqueza y luchaba para ocultársela a sí misma: sus pensamientos le hacían traición, y ya que no empleaba toda su energía en ahuyentarlos, empleábala al menos en que su semblante no dejara traslucirlos. A la revelación de su secreto hubiera preferido la muerte. Del tiempo y de la ausencia esperaba que apagarían del todo las ascuas que en su pecho ardían, y entretanto creía atenuar su culpa haciendo por cubrirlas de ceniza. Así el fuego de la pasión ilegítima se conservaba a manera de rescoldo, tan dispuesto a consumirse lentamente como a levantar nuevas llamaradas al soplo de una ráfaga de viento. 

Aguijando su caballo dirigíase el impertérrito mancebo a Lodi, y cuanto más avanzaba en el camino tanto más crecía la extrañeza de no tropezar con vestigio alguno de la misteriosa dama que suponía fugitiva. Nada le daba margen a presumirse objeto de pesada burla o de maliciosa asechanza, y en el laberinto de sus diversas conjeturas prevaleció la de que habría tomado algún rodeo a fin de sustraerse más fácilmente a las pesquisas. Por más que alargase el plazo a su febril impaciencia no podía menos de aplaudir esta precaución, y entusiasmábase con la idea de ser el ídolo de una mujer de tanta sagacidad y energía. Las dificultades y riesgos de aquella aventura la embellecían a los ojos de su imaginación, y sin pararse a discurrir cuáles serían sus consecuencias dábase el parabién de su arrojo en haberla acometido. El hervor juvenil de la sangre hacía el oficio de un amor ciego y desatentado. Mas antes de llegar al término de su improvisado viaje, advirtió la necesidad de que recobrara fuerzas el caballo, y como ya estuviese a punto de cerrar la noche determinó pasarla en una hostería.

Rindióle la fatiga y durmió más largo tiempo del que se había propuesto. Mostrábase ya coronado de refulgente aureola el disco solar, y al asomarse a una ventana vio Ugolino parados a la puerta dos hombres con trazas de campesinos seguido cada uno de un par de hermosos perros de caza. 

- De dónde, bueno Panigarola? dijo a uno el posadero. 

- De Milán, respondieron los dos a un tiempo. 

- Y se os habrá mandado cuidar y mantener esos perros a vuestras expensas? Cuidado que en la próxima revista no los presentéis ni más gordos ni más flacos, porque el diablo me lleve si sé de dónde habríais de sacar el dinero para pagar la multa. 

- Ya no hay multas, repuso Panigarola. 

- Toma! Pues si no son del magnífico Vicario Imperial, quién es el amo de estos hermosos animales? 

- Yo, contestaron a la vez los dos pasajeros dándose con la palma de la mano golpecitos en el pecho. 

- Vuestros? Creía que entrabais aquí a echar un trago, pero veo que no lo necesitáis para roncar como unos bienaventurados. Si os vendiesen a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos no se allegaría lo suficiente para comprarlos. Además... 

- Pues el precio no ha sido gran cosa. Son de balde. Los hemos cazado a ellos como ellos cazan los venados. 

- Pues dígote, Luquino, que si deseas morir en alto puesto buena maña te das para alcanzarlo, replicó el posadero. Tu pescuezo me huele a cáñamo, y por lo mismo hazte allá con tus perros que en estas cosas ni entro ni salgo. 

- Comprendo tu poca afición a cazar perros, otra cosa sería si fuesen gatos, porque guisándolos de cierta manera... 

- Quieres, Luquino, un vasito del añejo? 

- Un vasito? Un frasco entero y que no sea bautizado. Y cuenta que hoy bebemos y no pagamos. 

- Pues de qué santo es la fiesta? 

- De San Juan Galeazo. El es el único señor de Milán, él es nuestro soberano.

- Y Messer Bernabó? 

- Le han arrastrado, le han desollado vivo, le han descuartizado, qué sé yo? 

A la hora esta debe de saber por experiencia propia de qué manera tuestan los demonios el alma de un condenado. 

- Si no es esto. Si todavía no está más que preso en el castillo, añadió reconviniéndole Panigarola. 

- Tanto monta. El caso es que ya no veremos tantos cuerpos de cristiano colgados como racimos, que los milaneses no tendrán que dar manutención y alojamiento a galgos y sabuesos como si fueran otros tantos soldados, y que hasta los destripaterrones podremos regalarnos con una pierna de jabalí el día que nos suene el bolsillo. 

- Y los bandos que pena de la vida lo prohibían? preguntó como atontado el posadero. 

- Ya no hay bandos, ni horcas, ni verdugos, ni perros, ni guardianes, ni cosa que lo valga. El pueblo respira, y el Conde de Virtudes manda. 

- Pero señor! qué ha sucedido? 

- Y quién es capaz de adivinarlo? Decíase que el Conde de Virtudes iba a tocar de paso en Milán yendo a no se qué romería, y todo el mundo estaba de jolgorio. Repicaban las campanas, sonaban cajas y clarines, y luego, sin decir: éntrome acá que llueve, sus tropas se han colado en la ciudad como si cayeran de las nubes. Se ha dado una tremenda batalla, y... 

- Nada de batallas, hombre, yo presenciaba la entrevista, repuso Panigarola. 

- Entonces cómo se explica..? Lo cierto es que el suegro cayó en el garlito, y que los suyos decían, pies para que os quiero? El pueblo estaba alborotado, y gritaba por las calles vivas y mueras que parecía un día de juicio. Los que tenían perros a su cargo deshacíanse de tales huéspedes a trancazos y desahogaban su tirria en los pobres animalitos, como si tuvieran ellos la culpa de ser insolventes, o fuera suyo el edicto que obligaba al público a mantenerlos. Varapalo por aquí, latigazo por allá, les molían las costillas de lo lindo, y así es que por compasión nos hemos apoderado de esos dos pares, como de bienes mostrencos, que al fin y al cabo de algo podrán servirnos. 

En esto se les reunió otro viandante, que montado en una mula venía de la banda opuesta, y mientras se apeaba díjole el posadero: 

- Vas a Milán? Sabes lo que hay allí de nuevo? 

- Para noticias frescas bastan las de Lodi. 

- Qué ocurre? exclamaron los otros tres, como un coro de voces unísonas pero desafinadas.

- Que la autoridad de Messer Bernabó anda por el suelo, que el pueblo se ha sublevado, que los satélites del tirano han huido; y ricos y pobres, y grandes y pequeños, todos gritan: Viva Juan Galeazo. 

No hay para qué decir que el errante caballero no había perdido ni una sílaba de esta conversación al parecer tan inconexa con el motivo que allí le había conducido. Ella le daba la clave del enigma. No podía ya dudar de la repentina catástrofe en que iba envuelta su fortuna. No podía ya dudar que se habían burlado de él como de un niño a quien engañan con vanas promesas. Bien claramente lo veía. El gobierno de que era firme sostén había caído al impulso de tenebrosos manejos, y él era juguete de los mismos conspiradores. Entonces le parecía extravagante su conducta, y se avergonzaba de su credulidad, y maldecía a la astuta sirena que así había logrado seducirle. Y cuán vivos eran sus deseos de conocerla! Antes hubiera dado la mitad de su sangre para acariciarla, y ahora la daría para clavar en ella su acero. Tan lejos estaba de pensar que hubiese quién arriesgara su reputación y su tranquilidad para salvarle de inminente peligro! Lo que coligió de su extraña aventura fue que sus taimados enemigos se habrían valido de aquel y de semejantes ardides para alejar de Bernabó a sus campeones más valientes y decididos. A esto sólo atribuía el éxito de su temeraria empresa, y mordíase los puños de rabia al verse víctima de su felonía. Pero comprendió que entonces se hallaba pendiente de un cabello su vida, y que más bien que el acero debía ayudarle el disimulo, y tan luego como pudo tomó un bocado, montó a caballo y salió fuera del territorio milanés por sendas y travesías.

No hay que seguirle en su largo itinerario, ni que referir las vicisitudes de su trabajosa odisea. Joven, activo, determinado, quería dar pruebas de una lealtad más heroica que prudente, y confundía tal vez la sed de la venganza con las aspiraciones de la justicia. Pero su virtud era la fortaleza. Juzgaba mal la situación del nuevo gobierno: creíala puramente obra de una conspiración y de una sorpresa, y deducía que con idénticos medios lograría derribarla. No advertía que era el mismo Bernabó quien sembrara a manos llenas los vientos cuya tempestad había hundido su trono. Había dominado por el terror, y semejante imperio no se restablece. Juan Galeazo no era ya el príncipe apocado, indeciso y devoto: había enviado los frailes a sus conventos y reducido a corto guarismo el de sus ayunos y oraciones. El palacio de Milán le había hecho olvidar al santuario de Varese. Por más que astuto y altanero y de una ambición desapoderada, sabía atraerse a los magnates y congraciarse con los pueblos. Suprimió gabelas, minoró los impuestos, estableció franquicias, respetó los privilegios de las ciudades, y de tal suerte disminuyó sus tributos, que era como vulgar proverbio el decir que las había sacado del infierno para entrarlas en el paraíso. Tenía además el prestigio de la novedad, y aún no se habían cansado los versátiles, ni se daban por deshauciados los descontentos.

Muchos años había sabido pasar el Conde de Virtudes diciéndose como la zorra: están verdes; pero Ugolino, más impetuoso que reflexivo, sólo atendía a la voz de sus afectos, y dejábase llevar de su carácter arrojado y caballeresco. 

En la balanza de su juicio la pasión había arrojado un peso formidable, la paciencia le parecía virtud de cenobitas, y el peligro entrañaba para él más que repulsiones atractivos. 

El legítimo tálamo y los escandalosos amores de Bernabó le habían hecho cabeza de una familia harto crecida: su prole podía competir por lo numerosa con la de un Soldan (Sultán) de Oriente. De sus hijas, unas ceñían coronas ducales en Italia y en Alemania, otras compartían el lecho nupcial con hijos de reyes. Su querida Verde estaba casada con Juan Hawkwood, inglés de nacimiento, e Isabel con el conde Lucio Lando, ambos a dos caudillos independientes de algunos millares de hombres, geste allegadiza y hez de las naciones, a quienes mejor que la de soldados sentaba la denominación de forajidos. A los jefes de estas compañías, terror del suelo que invadían, les designa la historia con el nombre de condottieri, y bien que fuera su oficio vivir de la guerra y poner a sueldo su espada, casi siempre que vendían duradera fidelidad engañaban a sus compradores. 

Con los auxilios que naturalmente debía esperar de tales alianzas contaba Ugolino: ellas habían acreditado de sagaz y profunda la política de Bernabó, quien para efectuarlas, para presentar a sus hijas con una pompa de reinas, para dotarlas con asombradora largueza, había devorado la sustancia de los pueblos y saqueado horriblemente a sus pobres milaneses. Así creía haber extendido su poderosa influencia, y tener afianzada la estabilidad de su engrandecimiento, mas el triste desamparo que subsiguió a su instantánea caída casi da a sospechar que el que gobierna los cielos sabe algo más que los mejores diplomáticos del mundo. Contaba además Ugolino con los hijos de Bernabó que habían podido escaparse, mozos turbulentos y arriscados, y a 

quienes no faltaría un buen séquito de compañeros de armas y de libertinaje. Contaba con los restos de la facción de los Turrianos, suponiéndolos dispuestos a tomar parte en cualquier empresa que tendiera a debilitar a sus adversarios, con los que medraban a la sombra del régimen caído, con los descontentos del nuevo, con los que respiran a gusto en medio de los trastornos y revueltas, y con los que careciendo de voluntad propia son como buques sin timón que obedecen a todo viento que empuja la vela. Contaba principalmente con una súbita irrupción de las formidables lanzas de Hawkwood que no sólo era yerno de Bernabó sino también de su favorita, la hermosa Domnina.

Revolviendo en su fantasía estos elementos, capaces de levantar una tempestad deshecha a tener la suerte de concitarlos, corriendo de un punto a otro, y recibiendo más promesas que seguridades, trazó Ugolino su plan, resuelto a herir por los mismos filos, a vengar la sorpresa con otra sorpresa, y restablecer a Bernabó en su perdido trono. Creyó que era lo primero sacarle de las uñas de su enemigo, y para esto se valió de un recurso que no deja de ser  ingenioso tal como lo refiere S. Antonino de Florencia. 

Trasladado al castillo de Trezzo, que él mismo había edificado a la orilla derecha del Adda, pasaba el viejo Bernabó sus tristes días, guardado por un triple recinto de muros y una triple guarnición de carceleros y soldados. Ni motivo ni espacio le faltaban para meditar sobre la inestabilidad de las grandezas humanas, al verse abandonado de todos menos de su amiga Domnina Porro, que le acompañaba en aquella soledad con una abnegación digna de un afecto más puro. Con ella logró entablar secretas inteligencias el joven Porro, y entre los dos urdieron la trama en que fundaban el éxito de su arriesgada empresa. 

Unos quince días faltaban para las fiestas de Navidad, y Bernabó envió a decir a su yerno que deseaba disponerse a celebrarlas como cristiano acercándose al tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo le designaba para ministro del sacramento a un oscuro minorita, que por casualidad se le asemejaba en estatura y fisonomía. No fue el sobrino bastante avisado para hacer hincapié en esta circunstancia, y accedió a una demanda a que racionalmente no podía negarse. Recibida la orden el anciano fraile dirigióse desde su convento de Milán al castillo de Trezzo, y allí se retiró con el preso fuera de la vista de los que le custodiaban. Entró Domnina,  y valiéndose de lágrimas y de promesas, parte con la persuasión, parte con la fuerza, consiguieron despojar de sus hábitos al religioso. Vistióselos Bernabó, y calzadas las sandalias, muy tirada por delante la capilla y puestas las manos dentro de las mangas, con paso grave y saludando humildemente con la cabeza, atravesó la primera puerta. Con igual fortuna eludió el peligro de la segunda. Respiraba su oprimido pecho, declinaba ya la luz del crepúsculo vespertino, y a pocos pasos de allí se le guardaba oculto un caballo que en velocidad se dejaba atrás al viento. 

Libertad, vida, corona, las estaba casi tocando ya con la mano: todo dependía de atravesar felizmente la tercera puerta; mas en ella fue conocido. Echáronsele encima sus guardianes, y le volvieron a su cárcel con el abatimiento en el corazón, al ver así desvanecida la fantástica espiral que levantara el humo de sus postrimeras esperanzas.

No fue más dichoso Ugolino. Al mismo tiempo que esto sucedía, puesto a la cabeza de un centenar de valientes atacaba una fortaleza aislada distante algunas leguas de Milán, en donde esperaba recibir a Bernabó, y dar el grito que había de sublevar las poblaciones convecinas. Estaba en la creencia de que Hawkwood y Lucio Lando se le acercaban a marchas forzadas. Mas todo fue engaño: la resistencia del fuerte fue mucho más obstinada y vigorosa de lo que él había supuesto, sus soldados retrocedieron y se dispersaron, y él, después de haberse batido como un león, y de haber buscado con desesperada avidez la muerte, herido y desangrado, cayó en poder de sus enemigos. 

Menos satisfacción produjo a Juan Galeazo el aborto de esas tentativas que recelos le infundió la osadía de haberlas imaginado. Pensó atinadamente que prolongándose el cautiverio de Bernabó podía aparecer como una expiación de sus iniquidades, y podía empezar a convertirse en lástima el odio que se le había tenido. A todo trance quiso verse libre de cuidados, y olvidó que era su yerno y su sobrino para acordarse de que era hijo de Galeazo II que no había pecado de blando ni escrupuloso. Así se dio maña para propinarle un veneno en un plato de legumbres a que era en extremo aficionado. Veneno tan activo que a poco de haberlo probado Bernabó, entró allí Messer Reginaldo, enviado por el Príncipe, y le vio sentado a la misma mesa, el rostro desencajado, los ojos vueltos en blanco, la boca echando espuma, y clamando con una ansiedad horrible: Miserere mei.....Agua! que me abraso las entrañas!.. Agua! cor contritum et humiliatum Deus non despicies.

Para que su muerte fuese bien conocida y divulgada, hizo Juan Galeazo trasportar su cadáver desde el castillo de Trezzo a Milán, donde se le hicieron suntuosas exequias como si hubiera fallecido conservando el dominio de sus Estados. El cadáver empero no empuñaba cetro, ni al darle sepultura en la iglesia de S. Juan se decoró su monumento con florido y mentiroso epitafio. Verdad es que en la inscripción funeraria del sepulcro de la princesa Beatriz, a cuyo lado debía reposar, siéndole más fiel después de la muerte de lo que en vida lo había sido, se leía:

Bárnabas armipotens Vicecomes gloria Regum.

Gloria Regum! se decía de él, y no hay que extrañarlo puesto que de ella se decía Laurea virtutum. Ni para los muertos faltan nunca aduladores a precio convenido! Ella había sido su ángel de tinieblas, ella le había inducido a crímenes, violencias y extorsiones, y sin embargo allí estaba el mármol perpetuando la adulación con todas las flores de la retórica y las elegancias del verso latino. Allí estaba la poesía desmintiendo cínicamente a la historia, y profiriendo elogios dignos de una Blanca de Francia o de una Berenguela de Castilla.

VI.   


Recio golpe magulló el corazón de Tadea al verse sorprendida con la nueva de la frustrada intentona. Sobrehumanos esfuerzos había hecho para ahogar los transportes de su dolor cuando se le venía al pensamiento que el joven Ugolino, lejos y completamente olvidado de ella, se entregaba sin duda al hechizo de amorosos devaneos. Y esta idea de su presunta infidelidad no le bastaba aún para arrancar de cuajo la ponzoñosa yerba que en su pecho había brotado. 

Mayor empero fue su pesadumbre al saber que el temerario mancebo se había entrado resueltamente en una senda tan erizada de abrojos, y que al primer paso los dejaba teñidos con su sangre. Entonces echaba menos la humillación del olvido y la punzante congoja de los celos. Porque ya no le cabía duda, le veía perdido, y perdido sin remedio alguno. Había podido salvarlo de los riesgos de un puñal alevoso; mas, de dónde sacar fuerzas para libertarle de un cadalso seguro? Terrible era su situación: estrechada por un dolor acerbo, y sin que se le ofreciera el más leve resquicio para buscar una sombra de consuelo. En qué pecho amigo pudiera desahogar el suyo sin hacerlo depositario de su culpable flaqueza? Buscaría alivio postrándose a los pies de un Crucifijo cuando sentía algo de criminal en su amargura, y sus gemidos no eran los de un alma arrepentida? Y cómo llorar copiosamente en la soledad sin que el rastro de sus lágrimas vendiera su secreto? 

La necesidad misma de conservar ocultos sus sentimientos hizo que aumentaran de quilates su sagacidad de mujer y su varonil energía. Afectando la mayor indiferencia adquiría a título de curiosa las noticias que le eran de sumo interés a título de amante, y así consiguió, como quien dice, no perder de vista a su desgraciado Ugolino. 

Restablecido este de sus heridas y llevado al primer interrogatorio se presentó a sus jueces con tan serena frente y mirada tan altiva que bien claro se vio que nada alcanzarían de él ni los amaños de la astucia ni los rigores de la fuerza. 

El sombrío aspecto de cuanto le rodeaba era un conjunto de accesorios que encajaban mal en un cuadro donde la principal figura no ofrecía la menor apariencia de reo. No tocaba a Ugolino romper el silencio, y sin embargo irguiendo la cabeza y encarándose con los jueces: 

- Figuraos, les dijo, que soy mudo de nacimiento, porque lo que es mi lengua no ha de venderme como me ha vendido mi fortuna. He jugado mi cabeza, y la he perdido. Sé que pertenece ya al verdugo, y la miro como una cosa que me tiene prestada por algunos días. 

- Joven incauto y sin experiencia del mundo, le dijo uno de los jueces con melifluo acento, bien veo que te han engañado otros más ladinos y perversos. La vindicta pública reclama a los que te han seducido.

- Venís a preguntarme por mis cómplices, y ¿creeisme tan ruin y bajo que si tuviera cien mil denunciaría siquiera a uno? El cómplice de mi mano derecha ha sido mi izquierda. Sabéis ya todo cuanto podéis saber de este negocio. 

- Pero mira que el tormento... 

- Quebrantará mis huesos como el mazo los tallos del cáñamo seco. Y bien; si le resisto, que si resistiré, os quedaréis confusos y corridos, y si en él sucumbo devolveré más pronto mi cabeza a quien me la ha ganado. Quizás buscaba un trono y he dado con un cadalso: los dos tienen algo de parecido en la altura. 

Informado Juan Galeazo de la resolución y entereza del joven no quiso que se le sujetara a la cuestión de tormento por no hacer uso de una crueldad, muy común en los trámites judiciarios de aquella época, pero de la cual no iba a sacar entonces provecho alguno. Excitaría la compasión popular sobre el gallardo mancebo, y bastábale su muerte para escarmiento de revoltosos. 

Por otra parte no deseaba mucho profundizar las investigaciones de aquel suceso, temeroso de tropezar con algún descubrimiento que le produjera serios embarazos. Hallábase bien convencido de la firmeza de los cimientos en que estribaba su poder, y veía a sus enemigos bastante humillados para que osaran perturbar otra vez su tranquilo sueño con locas tentativas. Tal vez no hubiera estado muy lejos de su ánimo dispensar su clemencia al acusado; pero no había quien la implorase, y dejó la decisión de su futura suerte al arbitrio de Messer Reginaldo.

Una tarde en que la atmósfera lluviosa, y la macilenta luz que por ella atravesaba sus tenues hilos, tenían algo de propicio para dar un giro melancólico a los pensamientos, hallábase el jurista leyendo en un rollo de pergamino donde en sus juveniles años había transcrito Los Triumfos del Petrarca. Releía el de la Muerte, y al llegar a cierto pasaje depuso el pergamino sobre la mesa diciéndose a sí mismo. “Tiene razón el poeta. Digno de lástima es quien pone su esperanza en las cosas mortales; pero ¿quién no la pone? 

Y en efecto, los que más blasonamos de nuestra razón, los que tan alto hablamos de esa llama divina, somos los primeros en cerrar los ojos a sus resplandores. Predicamos a los demás que los bienes del mundo seducen y dejamos seducirnos a sabiendas, y cuando nos vemos con las manos vacías queremos llamarnos a engaño. Pues qué? No lo había dicho el mismo poeta en otro lugar?

Dubbia speme davanti e breve gioja

Penitenza e dolor dopo le spalle

Qué grandiosa imagen la de presentar un campo inmenso cubierto de difuntos! y luego este vehemente apóstrofe.

O ciechi, il tanto affaticar che giova? 

Tutti tornate alla gran madre antica, 

E ‘l nome vostro appena si ritrova.

Gran madre antica. Profunda e ingeniosa paráfrasis para decir la tierra. Y qué diré de esa triste verdad que desvanece las quiméricas esperanzas de un renombre duradero? Ah! Juan Galeazo tendrá su historiador, Del Verme quien celebre sus bélicas hazañas, y yo?... Tal vez no haya ni un simple cronista que de mi nombre se acuerde!" 

Aquí le cortó el hilo de sus reflexiones (reflecciones) el rechinido de la puerta principal, por donde entraba su esposa con ligero pie y sereno rostro.  

- Venía a preguntaros, le dijo esta, si no hay inconveniente en decírmelo, en qué estado se halla la causa del joven que hizo la calaverada de atacar el fuerte? 

- Está escrita su sentencia, y sólo falta para que se ejecute ponerle al pie mi firma. 

- Y es? preguntó Tadea con mortal ansiedad, y sin que sus recios latidos movieran una sola fibra de su semblante. 

- La que merecen los autores de asonadas y motines. 

- Qué queréis decir? 

- Que para los delitos de traición y rebeldía la pena es harto conocida. 

- Oh! no. Vos no juzgáis tan duramente un arrebato juvenil, un momento de alucinación, un rapto de embriaguez... o de locura. 

- De blandas calificaciones te vales. Pues te parece culpa venial el conato de encender la guerra civil, y renovar tal vez nuestras antiguas discordias? el atacar un castillo a mano armada? el ser quizás el jefe de una conspiración que no se ha descubierto, pero que de seguro ha existido? 

- Si de conspiraciones habláis, recordad... 

- Que triunfó la nuestra? Y bien: a sernos contrario el viento de la fortuna me hubieran condenado a muerte como yo condeno a Ugolino. 

- La muerte! No, no es posible. Bástele el desengaño recibido. Quizás soñaba en honores y riquezas, bástele el ver disipadas las ilusiones de su loca fantasía. ¿Serán blando castigo la humillación de la derrota, los sufrimientos de las 

heridas, las amarguras del destierro, las...? 

- Pero, qué extraña compasión te inspira ese joven? De dónde tanto interés? 

- Le conozco por ventura? Le he visto una vez aquí, en esa misma estancia, el día en que vuestro amigo Del Verme vino a visitaros disfrazado de minorita. 

- Pues entonces... 

- Me estará vedado condolerme de su infortunio? No le he tratado, no me conoce, no es mi deudo; pero es mi prójimo. Y este solo título, ¿no me da derecho para implorar por él vuestra clemencia, para convertirme en abogado suyo imparcial y desinteresado? 

- Y en qué razones legales apoyarías tu defensa? 

- En todas, en todas las que hubierais alegado vos, si hubiese por desdicha fracasado vuestra empresa. 

- Las circunstancias no son las mismas. 

- Tenéis dos pesos y dos medidas? Despojáis a las acciones humanas de sus cualidades intrínsecas para apreciarlas únicamente según sus resultados exteriores? El bien y el mal serán accidentes arbitrarios de unos hechos iguales en su esencia? Depende el valor moral de los caprichos de la suerte? Entregaréis a la fortuna ciega la balanza de la justicia? 

- Mujer, no te remontes a esas filosofías. 

- Tenéis razón. Soy mujer y no debo apelar sino a vuestros sentimientos. Pero vos sois hombre y no podéis tener las entrañas de piedra: sois cristiano y debe de causaros horror el derramamiento de sangre humana. Mirad que ese joven se halla en lo más florido de sus años, mirad que tiene una madre, una hermana, una esposa tal vez. Cuánta amargura podéis ahorrar a sus pechos! Cuántas lágrimas a sus ojos! Yo en su nombre os hablo, en su nombre me arrojaré a vuestras plantas. 

- Yo no soy más que un simple mandatario del Príncipe. 

- Perdonad, y el Príncipe ratificará vuestro perdón. 

- No puedo, no debo. 

- Decid no quiero. Si me amáis, si me habéis amado alguna vez, no hubierais sufrido horriblemente, no se os hubiera destrozado el corazón, al ver que implorando misericordia para vos, me rechazase el juez tan ásperamente como vos me rechazáis ahora? 

- Tadea, no hay aspereza en mí; pero soy impasible como la ley. La ley no tiene entrañas, la ley no tiene oídos, la ley no tiene lágrimas, y la ley le condena. 

- No sé si hay leyes que le condenen; pero sé que hay una ley que os prohíbe a vos el condenarle. 

- Y dónde está esa ley que se ha sustraído a mis investigaciones? repuso el letrado con un ligero acento de ironía. 

- Aquí está, miradla, leed. Díjole Tadea poniéndole delante un pequeño libro que traía consigo, y señalándole con el dedo extendido la página abierta. 

- Qué es esto? 

- Los santos evangelios. 

- Ah! el capítulo de la mujer adúltera, dijo el letrado fijando en el libro su vista. 

Su última palabra penetró como la acerada punta de un dardo en el corazón de Tadea, a quien humillaba el ver que no podía hacer alarde de una inocencia completa. Ella se erigía en juez, y sentíase acusada por el eco de su conciencia que le repetía la palabra de su marido; pero consiguió dominar su emoción, y evitar que la vergüenza enrojeciera sus pálidas mejillas. 

- Le arrojareis, vos, la piedra, vos, reo del mismo delito? 

- Si fui delincuente, ahora soy juez. La culpa mía no borra la ajena. Sobre los santos evangelios he jurado administrar justicia. 

- Sobre los santos evangelios jurasteis fidelidad y homenaje a Bernabó. 

- Tadea! me llamas perjuro? 

- Habláis de justicia, yo pido misericordia. 

- No es posible, no debo acceder a tus ruegos, que más bien que de la compasión excitada provienen ya de tu amor propio ofendido. El brazo de Ugolino es demasiado débil para subvertir un Estado pero basta para turbar el público sosiego. Hombre muerto no hace la guerra. 

- Todos moriremos, repuso a media voz Tadea. Pero viendo que el letrado cogía un pergamino con su izquierda, y con la derecha sacaba ya del tintero la pluma exclamó con un terrible grito: Deteneos, deteneos. 

- Qué más tienes que añadir? replicó el jurisperito volviendo con disgusto la cabeza. 

- Esta pluma... esta pluma... no es la misma con que escribisteis a Juan Galeazo el día que vino Del Verme? 

- Y bien? 

- Y con esta pluma firmaríais una sentencia de muerte, vos conspirador dichoso, contra un conspirador desdichado? Ella será un testigo contra vos en el tribunal divino. 

- Aprensiones tuyas, dijo el letrado, y firmó. 

- Ah! Qué habéis hecho? Y podréis ver esta pluma sin que el remordimiento despedace vuestro corazón? 

- Pues así no la veré más, respondió el jurista. Y levantándose arrojó la pluma en el corralón lleno de escombros y malezas a que caía la ventana de su gabinete de estudio. 

Volvióse Tadea a su retrete, no ya disgustada como mujer que ve desatendidos sus ruegos, sino como vuelve a su cubil la tigre (tigresa) irritada a quien aguijonean sus feroces instintos. 

No más lágrimas se deslizaron de sus ojos; pero gota a gota caían en incesante lluvia sobre su corazón. Poco después salió de su casa y recorrió algunas calles de Milán. 

El día siguiente al entrar Messer Reginaldo en su gabinete se encontró con la pluma puesta en el tintero. Algo más que extrañeza le causó su simple vista, y cogiéndola con una especie de arrebato, la hizo añicos y los arrojó por la ventana. Llamó a todos sus sirvientes y les preguntó: quién había subido la pluma? y todos le contestaron, que ni eran ellos ni habían visto a nadie que bajase al corral. La misma pregunta iba a dirigir a su esposa; pero le detuvo un sentimiento vago y confuso, que no hubiera podido definir si era rubor o miedo. Más tarde vinieron a decirle que Ugolino había sido decapitado aquella noche en su calabozo. Esta noticia no debía sorprenderle, y sin embargo le hirió como 

sí fuera inesperada. El horror de la sangre vertida le produjo una sensación desagradable como si tuviese las manos teñidas con ella. El valor, la juventud, la gallardía de Ugolino despertaron en su pecho como un sentimiento de lástima, y por su fantasía vagaban como unas sombras de duda acerca de si él habría pasado la raya de justiciero. Todo aquel día estuvo displicente y mal humorado. 

Grande fue su sorpresa cuando la mañana siguiente vio otra vez la pluma en el tintero. Retrocedió algunos pasos antes de llegar a la mesa, y cruzándose de brazos pensó, y se aseguró de haberla hecho trizas el día anterior. Asaltóle el recuerdo de la serpiente destrozada por el rayo, y pensó que aquella misteriosa pluma podía ser también un aviso del cielo. Ugolino había comparecido ya delante del tribunal del Juez supremo, y ¿sería que él estuviese ya citado para comparecer también dentro de breve plazo? Parecióle entonces que la sangre del infeliz mancebo tenía una voz semejante a la de Abel, y aunque le constaba que era culpado, mirábase a sí mismo y tampoco se veía inocente. Él había tomado parte en insidiosas tramas contra la autoridad legalmente constituida, él había violado la santidad del juramento, él cuando menos había dado su tácita aprobación al envenenamiento de Bernabó, cuyas mercedes había pagado con traiciones y felonías. Aleve! ingrato! ambicioso! le gritaba su conciencia, y a tales voces no sabía cómo desmentirlas. Temblaban sus piernas, y acercándose a la mesa cogió la pluma como si fuese un objeto nauseabundo, y mirándola apenas, volvió a destrozarla y a echar sus restos por la ventana. No tuvo ánimo de permanecer más tiempo en aquella estancia, y cerrando la puerta secreta y la principal se guardó las llaves en el bolsillo. 

Pero vanas fueron sus precauciones. El siguiente día y el otro y el otro y el otro le sucedió lo mismo. Cada mañana le aparecía, descollando sobre los objetos que cubrían su mesa, aquella pluma con su mismo color y sus mismas formas, y cada mañana la cogía como si fuese un hierro candente, y sin atreverse casi a poner en ella los ojos, la rompía y trinchaba y reducía a menudísimas partes, ya entre los deliquios de un glacial espanto, ya con los furores de una cólera desesperada. Era aquello el mudo testimonio de su conciencia que de tan extraña manera se había transfigurado. En aquellos pocos días el aspecto de Messer Reginaldo llegó a parecerse al de un cadáver: decía sentirse indispuesto y realmente estaba enfermo: tenía accesos de calentura, y de tal suerte se le había fijado la pluma en la imaginación que a menudo le parecía estarla viendo con sus ojos. 

Profundo era su abatimiento, y sin embargo al declinar la tarde, después de una larga y penosa lucha consigo mismo, se resolvió a dar una prueba de energía. Dijo a su esposa que un asunto de grave importancia le obligaba a pasar la noche escribiendo, y encerrado en su gabinete despejó la mesa no dejando en ella más que un candelero. Abrigado el cuerpo, sentado en su sillón, erguida la cabeza y abiertos de par en par los ojos, se prometía pasar toda la noche en vela para ver de qué manera le acometía aquella visión espantosa. Así en medio de un triste silencio estuvo algunas horas a solas; pero a solas con su imaginación que hacía el oficio de verdugo. Llamaron después a la puerta principal, y entró su esposa con una bandeja en las manos. 

- Paréceme que os convendría tomar algún alimento. 

- Tienes razón, Tadea: los que vivimos en medio del torbellino de los negocios públicos no podemos prescindir de los cuidados de una leal y afectuosa consorte. Qué me traes? 

- Vedlo aquí, respondió Tadea, alargándole un plato de legumbres sabrosamente condimentadas. 

- Frisoles! Apártate. Quieres envenenarme? Quita eso de ahí. Prefiero morir de hambre. (frijoles; fesols; phaseolus, judías blancas; con ellas envenenaron a Bernabó)

- Pero, señor, qué decís? Yo envenenaros! Y esta imputación ha podido mereceros vuestra esposa? 

- Aparta, aparta ese plato. 

- Pero, no os gustaban tanto? Si dudáis de mí los voy a comer a vuestra vista, y tragó rápidamente un par de cucharadas. 

- Oh! no, no. Tú no sabes... No ves cómo se erizan mis cabellos de espanto? Aparta eso. No quiero más que un bocado de pan y una copa de vino. 

Y después de esta sencilla refacción volvióse a quedar solo el jurisconsulto. Sentíase al principio con más ánimo; pero luego le entró una pesadez que se le hizo irresistible. Empezó a cabecear, luchó con el sueño, y por fin se durmió completamente. Aquel sueño empero estuvo muy lejos de ser tranquilo. 

Encontrábase en un paraje desconocido, en una vasta llanura cubierta de lisas y anchas breñas, como losas sepulcrales de un cementerio de gigantes. Por entre sus junturas asomaban escasos y raquíticos arbustos, que tendían sus ramas desnudas como los brazos de una tropa de mendigos extenuados por el hambre. Ni una mancha verde se descubría en toda aquella comarca, ni un pedazo de azul esmalte aparecía en la bóveda del cielo. Era este de una blancura cenicienta, y de él se desprendía una luz enfermiza. Aves de negro plumaje empezaron a cruzarlo con pausado vuelo, salían bandadas de levante y de poniente, salían otras del norte y del mediodía. Volaban con lentitud, sin orden ni concierto, pero sin embarazarse mutuamente. El hemisferio parecía jaspeado de blanco y negro: y como de garzas y palomos en quienes clavan las uñas sus mortales enemigos, empezaron a caer plumas que se balanceaban en el aire a guisa de copos de nieve. Pero las que caían sobre el jurista como que tuviesen aceradas puntas, y se le hincaban en las carnes como si fuesen arrojadas por el arco de vigoroso ballestero. Breñales y arbustos desaparecieron sumergidos por la extraña lluvia, y el triste, horriblemente asaeteado, quería andar y no podía, intentaba huir y se veía atollado en aquel mar de plumas. De repente cambió la escena: vióse en un camino llano y solitario con los pies desnudos, la toga destrozada y llevando un saco al hombro. Teníale agobiado y jadeante el peso de aquella carga para él desconocida, entró en una venta y pusiéronle un plato de frisoles sobre una mesita. Atragantóse con el primer bocado, parecióle que se ahogaba, volvió la vista y tropezó con la del ventero que le miraba de hito en hito y se reía a carcajadas. Y el ventero, con su rústico traje y su tosca fisonomía, era el mismo Bernabó. Entonces fue a recoger su saco, y de él salió rodando la cabeza de Ugolino con los ojos abiertos y chorreando sangre por el cuello segado. Para darle sepultura fatigábase el jurista abriendo un hoyo en el corral de su casa, y a su lado vio el cadáver de Bernabó, que con las manos cruzadas y sin despegar sus labios repetía el versículo cor contritum et humiliatum, y él quiso acompañarle en sus preces, y se puso de rodillas, y luego se sintió rodeado por unos brazos de hierro. El robusto atleta que así le estrujaba y quebrantaba sus huesos era el tronco sin cabeza de Ugolino. Aterrado el jurisperito forcejeaba en vano para desasirse, quería gritar, y su antagonista le metía en la garganta una pluma que él también tenía agarrada a fin de impedirlo. 

Con las agitaciones convulsivas de esta desesperada lucha, la víctima infeliz, más bien que del sueño de los remordimientos de su conciencia, dio con la frente sobre la mesa y sus manos cogieron maquinalmente un objeto. Despertó, y vio que tenía en sus manos la pluma, la fatal pluma que tan encarnizadamente le perseguía. No hay ponderaciones con que dar una idea de su terror y amilanamiento; y sin embargo, a despecho del temblor de todos sus miembros, se entretuvo en quemar la pluma a la llama del candelero. Su pestífero olor le pareció más insoportable que el de cualquiera otra substancia de la tierra, le pareció un hedor propio del infierno. Abrió la ventana, y la frescura del aire y la suave claridad de la luna como que proporcionasen un poco de alivio a su pecho. Fija su vista en la altura: “No está allí mi asiento, se decía. Tengo mi sentencia escrita. Mi ingratitud! mi perfidia! mi perjurio! y yo, yo le condené a 

muerte! Soy un asesino. Qué hago aquí? Lo star mi sitrugge, e ‘l fugir non m´aíta. Pero, por qué no? Quién ha dudado jamás de la piedad del cielo? 

Son como las del hombre las entrañas de la Misericordia divina?" 

Entró después en la alcoba de Tadea y viéndola al parecer profundamente dormida cruzó los brazos y exclamó: Sólo tranquila duerme la inocencia. 

Oh loca ambición mía, a qué horrible castigo me has conducido! 

Y al amanecer, apenas ella se hubo levantado, le dijo: Esposa mía, debo participarte una resolución muy grave. He sido un gran pecador, pero me siento arrepentido. Dios me llama a sí. Los sagrados vínculos que a ti me unen me privan de mi libertad; pero si la tuviese hoy mismo cubriría mi cuerpo con el sayal de los franciscanos

- Y qué razón...? 

- Oh! por piedad no me hagas dolorosas preguntas.

- Señor, si Dios os llama he de oponerme yo a su llamamiento? Hágase vuestra voluntad. 

- No te dejaré desamparada. Todos mis bienes son tuyos. 

- Soy la pobre huérfana a quien vos acogisteis. 

- Oh Tadea! mi buena Tadea, qué feliz hubiera sido viviendo sólo para ti! 

Sus ojos reventaron en lágrimas, el dolor añudó su garganta, y sin poder pronunciar más palabras depositó un ósculo tiernísimo en la frente de su esposa. Nunca, le había parecido tan dulcemente atractiva su hermosura. 

Tadea se sintió casi conmovida; pero estaba despojada ya del candor de la inocencia, y sus labios permanecieron mudos y su pecho duro e impasible. 

Aquel mismo día Messer Reginaldo entró en un convento, y Tadea sin ser vista de nadie arrojó en un pozo, atado con unas llaves, un mazo de plumas de escribir diciendo: Crueles han sido mis angustias; pero las suyas tampoco han sido ligeras. Me he vengado; pero, ay! mi corazón está muerto, para siempre muerto! 

Vector viejo herramienta pluma de escribir - Ilustración de stock