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sábado, 27 de julio de 2019

LA FUERZA DE LAS ARMAS


147. LA FUERZA DE LAS ARMAS (SIGLO XIV. SÁSTAGO)

LA FUERZA DE LAS ARMAS (SIGLO XIV. SÁSTAGO)


El señor de Sástago, Blasco de Alagón, y Gastón de Ayerbe, abad del vecino monasterio cisterciense de Rueda, situado junto a Escatrón, aunque a la otra orilla del Ebro, habían heredado y venían sosteniendo un largo pleito por cuestiones territoriales relacionadas con sus colindantes haciendas. Arbitrajes diversos no habían logrado acercar a las partes y el conflicto se recrudecía de cuando en cuando.

Corría el año 1393, en pleno Cisma de Occidente, cuando el fraile fue invitado un día a acudir al castillo de Sástago para tratar de solventar las diferencias que les separaban. Aunque receloso, don Gastón avió sus mulas, llevando en una arqueta de madera los pergaminos que, según él, acreditaban la razón de sus pretensiones.

El viaje se desarrolló sin incidencias, aunque siempre observado a prudente distancia por hombres armados del conde. Una vez en el castillo, todo parecía desarrollarse en un clima tenso, pero cortés, y nada hacía presagiar el giro que iba a tomar la entrevista.

En efecto, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente. Una vez finalizada la cena, varios servidores del señor de Sástago iluminaron más la estancia, prendiendo varios hachones que se apoyaban en las paredes o colgaban del techo. Parecía que iba a tener lugar una fiesta en honor de su huésped. Sin embargo, el conde, rodeado de varios oficiales de su pequeña corte, y abusando de su poder y hospitalidad, ordenó colocar en la cabeza del religioso una especie de capacete calentado al rojo vivo, a modo de mitra, mofándose del fraile, que pugnaba por deshacerse de tan mortífero instrumento. Don Gastón, indefenso, terminó muriendo.

Aunque era de noche, los soldados pusieron el cuerpo inerte y sin vida del abad cruzado sobre una mula, arreando a la bestia que, aun sin guía, puso rumbo hacia el monasterio. Al amanecer, los relinchos del bruto alertaron al fraile portero, que pronto descubrió el macabro espectáculo.

Los monjes protestaron ante el rey, que intentó hacer justicia, pero el conde, como solía ocurrir en estos tiempos del Cisma, viajó a Roma, no a Avignon, como peregrino para implorar y conseguir el perdón pontificio.

[Beltrán, Antonio, De nuestras tierras..., III, pág. 115.]