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domingo, 17 de octubre de 2021

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DEL ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS EN ESPAÑA.

ALGUNAS
OBSERVACIONES


ACERCA
DEL


ESTADO
ACTUAL DE LAS LETRAS


EN
ESPAÑA.


I.


Cuando
una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia
que


debe
favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas
civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel
sello característico que constituye su personalidad; entonces
inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades
morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de
si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la
consideración general. Por esto, siempre que las literaturas,
perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el
sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en
lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que
heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que
ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de
baldón eterno.


Distamos
mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un
sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto,
junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar
semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren
únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo
brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos
nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no
bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos,
sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países,
les impongan las condiciones especiales de la suya.


El
buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen
más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera
lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales
recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando
necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo,
acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el
indeleble cuño de su originalidad histórica.


Los
anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de
ambos métodos fundamentales de viabilidad.


La
influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente
avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en
los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector
en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su
antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre
sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se
ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería
encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la
independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán.
Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento
intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y
sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito
de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección
a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y
gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece
con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano
Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de
inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron
simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron
sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y
desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello
evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las
tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno
manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.


La
segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da
también resultados felicísimos.


Recordemos
de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que
acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto
con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo
suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la
patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas
modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no
contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso
aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia
derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el
sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el
italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos,
cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más
peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.


Por
último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito
pasar por alto la última de las que en España se han verificado.


El
genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras
por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba
secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada
estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación
plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes
deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido
resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no
pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se
inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente
generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve
respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de
Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo,
Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott,
Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.


La
literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió
admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la
nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común
parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con
férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la
oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa
exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos
discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético
de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica
historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad,
mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la
púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que
encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y
rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es
eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de
inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como
testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la
sociedad española que atravesaba entonces un período de transición,
que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de
nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por
mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el
blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la
retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus
miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de
discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora
llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica,
profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y
respeto la brillante pléyada de escritores que en estos
distintos ramos dieron muestras de su alto talento y 
bellísimas
dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus
producciones, sino en el sello nacional que las avalora.


Al
olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar
principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se
halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.


Otras
causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.


Años
hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos
políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas,
ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones
del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de
egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda
del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de
pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico
desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que
mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las
ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es
visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y
las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de
estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con
risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de
personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se
reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas
para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la
ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus
verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes
de vitalidad intelectual que entraña.


Si
por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de
que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente
malogra en flor los ingenios más bien dotados de España,
desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora
carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo,
apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá
entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las
misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad
relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.


A
medida que su educación artística se formalice, rechazará
instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario
que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña,
y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes
que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus
superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un
martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados
por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la
existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de
gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de
la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen
todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento
de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las
batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala
y luz de la humanidad.


Descendamos
al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más
árido y desagradable que sea.


Nuestros
gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera,
han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les
humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda
suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de
ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco
de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético
que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la
frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que
ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído
benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas
oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar
cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un
poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier
filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros
lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema
protector.


A
simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a
matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos,
y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a
propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa
complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración,
para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más
exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona
las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima
trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido
homenaje a este principio filosófico, no está todavía
completamente probado que baste ser un literato distinguido para
sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse
humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de
comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se
aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero
o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una
de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el
alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia
con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste
con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer
supuesto la protección del gobierno sería mortal para la
literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los
literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación
literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de
excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla
general.


Sin
embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su
propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a
saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del
común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la
lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo
de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a
menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido
siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos
aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.


Demos
un sesgo más formal a la cuestión.


No
es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando
son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la
impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el
de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala
como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda
los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan,
atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las
reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se
consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias.
Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele
encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más
imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que
aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad,
gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y
el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia
suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han
de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los
agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de
redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de
todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda
alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.


Dejando
aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía
nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los
gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino
poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su
alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento.
Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las
encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha
con los principios más elementales de la civilización.


¿De
qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes
sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida,
las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?


Respecto
al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado
siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes
de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición
desaforada.


Pocos
años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad,
poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus
amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa,
tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de
limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.


¿Qué
resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha
dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente
morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste
orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación,
en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil
infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez
de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no
tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar
estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de
la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de
la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta
gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta
inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial,
porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque
todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No:
Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su
querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y
de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su
ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los
intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba
y enaltecía.


Por
lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal,
constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí
lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos
han regido hasta ahora:


1.°
Plagiar torpemente un plan de estudios francés.


2.°
Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico,
irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas,
causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus
familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la
requiere.


3.°
Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial,
vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su
valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo
gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores,
disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los
profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente
inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.


4.°
Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan
sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al
ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso
revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que
manifestaremos si a darlas se nos provoca.


5.°
Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal
retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas
por devotos y paniaguados de varios gobiernos.


6.°
Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas
consideraciones personales.


7.°
Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno
parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que
implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.


8.°
Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy
reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo
que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.


¡Oh
musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las
frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.


¡Oh
Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad
cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia
trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado
mausoleo!


Agréguese
a las concausas capitales que acabamos de borrajear los
móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores,
y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que
deploramos.


Quejábase
con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España
faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo
español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su
entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los
numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los
inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza
intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le
inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas
del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia,
no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué
en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos
que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras
literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que
vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el
literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable
derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y
pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?

¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de
nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles
célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los
editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando
una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas
mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos
libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen
algún capricho pasajero del reducido público leyente o las
traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte,
querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de
ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo,
pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer
sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras
sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas
por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido
chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería
justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin
comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese
después el privilegio exclusivo de una bella invención a los
míseros seres de que hablamos.


Demos
el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando
que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la
escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y
estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones
literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte
los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la
universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de
elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la
crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de
la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto
y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya
existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista,
aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe
Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los
barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de
las provincias entre sí?


¡O
terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú
comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la
conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y
risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los
redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la
pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para
holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando
corren. ¡Bendita seas!




II.


Indicadas
en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir,
han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos
dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus
distintos géneros se hallan.


Por
lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que
no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede
afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.


Una
juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios
principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus
esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su
gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en
la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al
lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en
un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan
vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la
universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con
su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única
palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas
consiguen despertar la atención del público, obtener algunas
probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir
de hambre, que es peor.


Por
esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa
chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones
esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a
disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las
artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor
de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre
ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar
el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las
exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece
siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos
por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.


Nos
duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un
año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra
original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta
de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela
en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate.
Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas
bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus
estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal
apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente
sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba
más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y
está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos
engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la
escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran
vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita:
recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si
llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.


Para
colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del
impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en
día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su
conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en
billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado
baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los
que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus
materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que
derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente
endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o
menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento
insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento
a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas
melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con
retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media
docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el
aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de
Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con
las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona
en caló acatalanado el tan deploramente
(deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco
confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó
azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y
desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem
furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que
generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es
nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la
preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver
algún día completamente extinguidas entre nosotros las más
sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las
teatrales.


A
estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro,
a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos
pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra
estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la
ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con
el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles.
Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los
desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito
depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes,
que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los
teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les
arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en
emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían
comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a
la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes
aspiraciones, a ser directores de escena.


Y
no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices
ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad
realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros,
que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de
esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene
un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del
público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno,
no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que
baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces
a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos
todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos
servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del
líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan
escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una
pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las
nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los
primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un
verano extra-sazón.


¿Y
qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral?
Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la
verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que
tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad
decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más
que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a
reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta
clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de
calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados
otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.


Si
atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los
revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a
indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y
reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por
vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo,
faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente
personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso
sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones
del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos
fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni
parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la
magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra
cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa
primera de su misión.


Respecto
a la novela, no pecaremos de prolijos.


La
de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un
legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los
críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour
han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las
envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de
Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado
Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en
Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma.
La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo
dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras
venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el
entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe
interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su
patria!


De
novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos
cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de
combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a
verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus
futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana,
Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de
pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien
admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara
fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.


Poco
diremos también de composiciones poéticas.


Aparte
del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos
romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el
simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado
la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable,
los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua
con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos
ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.


A
todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de
los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial
gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de
conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos
campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil
vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la
crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto,
y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además,
¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas
de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán
pocas entran en la esfera literaria!


Añádase
que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha
arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía
en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado
papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de
Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de
la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso,
como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en
Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de
Galicia.


Consecuencia
final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que
reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha
retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a
nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la
citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No
contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las
personalidades. El tiempo contestará por nosotros.

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XLIX.


CAPÍTULO XLIX.

Que contiene la vida de Armengol de Barbastro, sexto conde de Urgel.

Cuando murió el conde Armengol, que llamaron el Peregrino, quedó su hijo de edad de cinco años, y en poder de doña Constanza su madre, que fue una de las más varoniles mujeres de estos tiempos, y vivía con su hijo retirada en lo más fuerte y seguro del condado de Urgel, para poder con mayor seguridad criarle. Era entonces muy pequeño este condado, que casi todo consistía en los montes, y al llano poco se extendía, porque estaba aún en poder de los moros, que ya en estos tiempos estaban muy amedrentados y sin ánimo para intentar al descubierto cosa de consideración, como antes, porque el conde Ramón Berenguer había ya cobrado todo lo que a su padre habían quitado, y los tenía muy sojuzgados, tanto, que doce reyes moros le eran tributarios y cada uno le pagaba parias, en reconocimiento del supremo señorío que tenía sobre ellos, y por esto adquirió título de muro y defensa del pueblo cristiano y de sojuzgador de España; y Arnaldo Miron de Tost, que fue el primer vizconde de Ager, los había sacado del vizcondado y orillas de las dos Nogueras, Pallaresa y Ribagorzana, y les hacía continuamente guerra.
En el año 1040, que era el décimo de Enrique, rey de Francia, a 10 de las calendas de noviembre, asistieron doña Constanza y Armengol, su hijo, y Guifre, arzobispo de Narbona, que fue hijo del conde Jofre de Cerdaña; y los obispos Embaldo, de Urgel; Guifredo, de Barcelona; Arnulfo, de Roda; Berenguer, de Elna, a la dirección de la dedicación de la iglesia de la Seo de Urgel, y todos ofrecieron dones, según la posibilidad y devoción de cada uno.
Ramón Vifredo conde de Cerdaña hijo de Vifredo y nieto de Oliva Cabreta, a quien privaron del condado de Barcelona eligiendo a Borrell, conde de Urgel, no quedaba satisfecho de ello y le quedaban pensamientos de cobrarle, porque la incapacidad del abuelo no había de dañar al nieto ni menos a su padre, y tuvo recurso a las armas. Ramón Berenguer llamó a los barones de Cataluña, para que en tal caso le valieran y se apartaran del de Cerdaña. El conde de Urgel tenía muchos vasallos que confinaban con el de Cerdaña, el cual así por vecindad, como por el parentesco, confiaba mucho de él.
El de Barcelona ganó la mano al de Cerdaña y se confederó con el de Urgel, y le dio fé y palabra de ayudarle todo lo posible contra don Ramón, y de no hacer paz con él ni con Adelesa, su mujer, ni con Guillen Ramón y Enrique, sus hijos, hasta que el de Barcelona lo consintiese, so pena de doscientas onzas de oro; y para seguridad de su promesa le dio por rehenes seis caballeros de su condado, que eran Ricardo Altemir, Arnaldo Miron Izarno, Raimundo de *Labevez, Hugo Guillen, Dalmau Izarno y Bernat Izarno, su hermano; y para mejor asegurar esto, el conde de Urgel y Adaleta, su mujer, se concertaron con los hermanos del conde de Cerdaña, que eran Guillermo, obispo de Urgel, Bernardo, conde de Bergadá, y otro Guillermo. Estos, aunque hermanos del de Cerdaña, prometieron al de Urgel hacer guerra a su hermano, y no hacer paz con él ni
con los suyos, sin su consentimiento y voluntad y de la condesa Adeleta, su mujer, so pena de pagar cada uno de los tres cien onzas de oro; y el conde de Urgel se obligó a lo propio, so pena de otras trescientas onzas de oro. Muy poca cosa debía ser la justicia del conde de Cerdaña, pues hasta sus hermanos le eran contrarios, y por esto y no arrostrar ninguno su pretensión y ver al de Barcelona poderoso y determinado, se vinieron a reconciliar los dos, y el de Urgel y sus rehenes quedaron fuera de obligación.
Movióse cerca de estos tiempos otra guerra contra Alcajib, moro y capitán de Almugdabar, rey moro de Zaragoza, el cual muy a menudo hacía entradas y daños en las tierras del conde de Urgel que estaban en el condado de Ribagorza. Ramón Berenguer, conde de Barcelona, tenía también en aquel condado algunos pueblos, y los dos, antes que el moro se hiciese más poderoso, hicieron liga entre sí, y con intervención de Guilaberto, obispo de Barcelona; Guillermo, de Urgel; otro Guillermo, de Vique; Arnaldo Miron de Tost, vizconde de Ager; Amat Elrico, Bernat Amat, Ricardo Altemir, Brocardo Guillen, Giberto Miron y Pedro Miron, concordaron que el de Urgel valiese en todo lo que le fuese posible, sin engaño alguno, al de Barcelona y a Almodis, su mujer, así solos como juntos, contra el dicho capitán Alcajib, y que en el ejército se formase contra de él hubiese el de Urgel de contribuir con la tercera parte, así de la gente como del gasto se ofreciese, excepto donum de habere donum de ingeniatores et dispensa de sagitas, porque el gasto de estas tres cosas quiere que sea a cuenta del conde de Barcelona, y que lo que se ganase fuese la tercera parte para el conde de Urgel, y las otras dos para el de Barcelona; y en caso que haciendo paces hubiese el moro de contribuir alguna cosa, fuese lo mismo. Cuando se hicieron estas convenciones, poseía mucha parte de aquel condado de Ribagorza el rey don Ramiro de Aragón, que fue abuelo del otro don Ramiro, el Monje; y lo demás tenían los condes de Urgel, Barcelona y los moros. Había allá dos lugares llamados Pilzan y Puigroig, que poco había les habían ganado, y por excusar los daños que los vecinos recibían de los moros, concordaron que en la colina o peña que se levanta delante de Puigroig (podium: pueyo, puig, puch) que era lugar acomodado, se edificase un fuerte a costa de los dos condes, y mudasen allí los vecinos de los dichos dos lugares, y que este castillo fuese la mitad del conde de Barcelona y de Almodis, y la otra del de Urgel; y no edificándose el tal castillo, quedase el de Urgel señor de Pilzan y de la tercera parte de Puigroig: y a lo que se entiende no se edificó este fuerte. Pilzan por entero, y Puigroig por la tercera parte, quedaron al conde de Urgel, y lo demás al de Barcelona. Esto pasó a 5 de setiembre del año veinte y ocho del rey Enrique, que es de Cristo señor nuestro 1058.
Al conde no agradó el concierto, pareciéndole era poco ir en compañía del conde de Barcelona con la tercera parte de las fuerzas, por lo cual hizo resolución de congregar un buen ejército e ir por sí solo contra los infieles. Comunicáronlo los dos, y a 25 de julio de 1063 se concertó entre los dos, que el de Urgel estuviese obligado a valer al de Barcelona con lo que tocaba a sus estados y los castillos de Cardona, Tamarit, Tárrega, Cervera, Cubells, Camarasa y Estopañá, y a las dos partes tenía en Cañellas y otras dos en Puigroig, et ad castra et castella et terras quas habet praedictus Raymundus, comes, in comitatu Ribagorza et habere debet, et ad ipsas parias de Hispania, quas jam dictus Raymundus, comes, inde habet et habere debet et quae sunt convengude ad eum; y a las fortalezas y castillos y tierras que tiene y debe tener el de Barcelona en Ribagorza y a las parias que tiene en España: que los vasallos del de Urgel, por orden y mandato suyo, estuviesen obligados a seguir al de Barcelona, así contra moros, como contra cristianos, siempre que él quisiese: que de todo lo que él de allí adelante ganase, así a Alcajib, como a Almugdabar, hubiese de darle la tercera parte, exceptuando solamente el castillo de Drodo y las parias con que le hubiesen de servir estos moros, en caso que llegase a rendirles y a hacer paz con ellos. Dióse entonces asiento sobre lo que se había de guardar en la partición de los castillos que aconteciesen ganarse, en caso que los dos no pudieran concertarse, y por seguridad de esto dio el de Urgel en rehenes cinco caballeros principales de su tierra, llamados Dalmacio Izarno, Guitardo Guillen de Mediano, Brocardo Guillen, Pedro Miron y Ramón Miron, su hermano, cada cual de ellos por diez mil sueldos que, juntos, eran cincuenta mil sueldos. Al punto se aprestó para la guerra, e hízola con tanta furia a los moros, que se le hicieron tributarios los reyes de Balaguer, Lérida, Monzón, Barbastro y Fraga, y otros que se le obligaron a hacerle parias, con que quedó su casa muy rica y ennoblecida. Usó de aquí adelante el título de marqués, por haber conquistado y tenido victorias de tierras comarcantes y confinantes con los moros, que llamaban marquias, de donde derivó el nombre de marqués; que por estos tiempos tuvo principio en España, y los condes de Barcelona y Urgel, que eran de los más ricos y nobles de ella, fueron los primeros que se intitularon marqueses, imitando el de Urgel al de Barcelona. El uso de este título quedó después muchos años en silencio, hasta que el rey don Enrique segundo de Castilla lo dio a don Alonso, hijo de don Pedro, conde de Ribagorza y nieto del rey don Jaime, el 
segundo, y el autor de la Historia de los Girones le tiene por el primer marqués de España; pero ya antes de él fueron estos dos condes de Urgel y Barcelona, y el infante don Fernando, hijo del rey Alonso de Aragón y de Eleonor, el cual murió antes que fuese el rey don Enrique, el segundo; y este don Fernando lo fue tanto cuanto vivió, y en su sepultura, que está en San Francisco de Lérida, está intitulado marqués de Tortosa, que es el título que por importunación de doña Eleonor, su madre, le dio el rey. Este título antes no era en propiedad, sino que se daba a los presidentes y gobernadores de provincias, y duraba tanto como la presidencia o gobierno, y se mudaba cuando quería el príncipe que daba el tal gobierno, el cual acabado, lo era el título de marqués, y el quitarle estaba en la voluntad del que le concedía, y no era tan estimado como después que se dio en propiedad. 
Reinaba por estos tiempos en Castilla el rey don Sancho, que después de haber tenido con el rey de Aragón crueles guerras, habían hecho la paz. Durante aquella, persuadió el de Castilla a Abderramen, rey moro de Huesca, que negase el tributo que prestaba al de Aragón y se le rebelase: el moro, que le vio ocupado en guerras, siguió el consejo del de Castilla; imitóle el rey moro de Zaragoza, llamado Almugdabar, que también le era tributario. El de Aragón enfadado del atrevimiento de estos dos moros, concertó paces con Castilla, para vengarse de ellos. Era el rey moro de Huesca valiente mozo, y tenía guardadas las espaldas por la parte de Zaragoza, y al de Aragón por esto le convenía más emprender aquella guerra por la parte de Barbastro, porque por aquí tenía socorro más cierto y seguro de Ribagorza, Urgel y Pallars, y tomada Barbastro, le era más fácil la conquista de Huesca y otras que tenía intento de hacer. Valióse del conde de Urgel, al cual siguieron muchos caballeros amigos y deudos suyos, domiciliados en el condado de Urgel y su vecindad. De los más principales y que consigo más gente llevaron fueron don Guillen de Anglesola, Ramón o Amorós de Ribellas, Tomás de Cervera, Berenguer de Spes, Berenguer de Puigvert, Ramón de Peralta, Juan de Pons, Juan de Ortafá, Guillen de Alentorn, que después acompañó a Armengol de Gerp a la conquista de Balaguer, Galceran de Alenyá, Pere de Çacosta, Galceran de Çacosta, que después con el conde de Urgel se halló en la batalla de Úbeda (Navas de Tolosa), y otros muchos, y todos fueron con gran deseo de expeler los moros de aquella tierra y exaltar en ella la santa fé católica. Pusieron cerco a la ciudad de Barbastro y allá tuvieron varios y diversos sucesos que los historiadores callan, y concuerdan todos que, después de varios encuentros con los moros, tomaron la ciudad de Barbastro, sacándola de poder de infieles, habiéndola defendido varonilmente, y que en un asalto en que quiso señalarse más que todos el conde de Urgel, quedó muerto, estando en la flor de su edad, pues no pasaba de los treinta y ocho años. Sucedió su muerte en el año 1065. Sintió esta desgracia más que todos el rey de Aragón, su yerno, por haber perdido uno de los mejores caballeros que había en aquel ejército, como también todos los caballeros y demás gente de Cataluña que con él habían ido. Gobernó su estado veinte y nueve años, aumentándole muchos castillos y lugares, tanto, que hasta entonces ninguno de sus predecesores le tuvo tan aumentado. Por haber muerto en el dicho cerco, le quedó el apellido de Barbastro con que es diferenciado de los demás condes Armengoles que tuvieron aquel condado de Urgel.
Fue su sepultura en el monasterio de Ripoll, en el sepulcro de los condes de Barcelona, sus antecesores.
Tuvo tres mujeres: una de ellas, dice Zurita que fue doña Clemencia, y hubo en ella muchos hijos, y entre ellos, según se entiende por muy evidentes conjeturas, fue la reina Felicia, mujer del rey don Sancho Ramiro, y madre de tres reyes, todos de Aragón, y abuela de doña Petronila, que casó con Ramón Berenguer (IV), conde de Barcelona. Asímismo entiendo que eran suyos los tres hijos del conde, llamados Guillen, Ramón y Berenguer, aunque es tan poca la memoria que hay de ellos, que no se puede con certeza afirmar quién era la madre, ni de qué edad murieron.
La otra mujer fue doña Adaleta, de la cual queda hecha mención en el auto de las convenciones contra del conde de Cerdaña; y en esta, a lo que yo entiendo, tuvo al conde Armengol que llamaron de Gerp.
La última fue doña Sancha, que el padre Diago dice ser hija del rey don Sancho de Aragón, que fue casada con el conde de Tolosa, que a buena razón había de ser Guillermo Tallafer, que murió en el año 1045, lo que impugna muy eruditamente don Juan Briz Martínez, abad de San Juan de la Peña, con aquella destreza que suele tratar todas las cosas. El haber tenido este conde una mujer llamada Sancha nadie lo puede dudar, pero sí quién era su padre. Toda la opinión del padre Diago se funda en dos autos que él alega y deseaba mucho haber visto el abad de san Juan, sacados del archivo real de Barcelona y del libro primero de los Feudos, que es uno de los libros de más autoridad de toda España. Hame parecido ponerlos aquí, porque si el curioso quiere averiguar las opiniones de estos dos autores y tener noticias ciertas y verdaderas de las cosas del condado de Urgel, pueda fundarse en escrituras antiguas, ciertas y verdaderas.
Instrumento primero, sacado del libro primero de los Feudos, fol. 147, en que consta que el conde Armengol de Barbastro estuvo casado con Sancha, la cual dio a Raimundo, conde de Barcelona, y a Almodis, su mujer, el castillo de Pilzan y la tercera parte del castillo de Puigroig, que le pertenecían por donación le había hecho el conde Armengol de Urgel, su marido.

In nomine Domini. Ego Sanctia comitissa donatrix sum vobis domno Raymundo comiti Barchinonensi et domne Almodi comitisse. Per hanc meae donationis scripturam dono vobis ipsum castrum de Pilzano cum turribus et edificiis omnibus et cum ecclesiis et decimis et primitiis et oblationibus et cum terris et vineis cultis et heremis et arboribus universis simul cum silvis atque garriciis et pradis et pasquis et terminis et pertinentiis et omnibus rebus sibi pertinentibus quantum potest dici vel terminari: et extra hoc dono vobis tertiam partem quam habeo in castro de Podio-Royo (Puigroig, puchroch, pueyo royo o rojo) cum omnibus finibus et terminis ejus. Advenerunt mihi haec omnia per donationem viri mei Ermengaudi comitis Urgelensis (Armengol): et sunt predicta castra cum suis terminis et pertinentiis in extremis finibus marchiarum juxta Hispaniam et habent afrontationem ab oriente in termino de Castro Serris, a meridie in termino de Stopiniano et de Gavasa, de occiduo in termino de castro de Calasantio et de Josset, et circio iterum in termino de Benavarri et de Falch. Quantum istae afrontationes includunt et isti termini ambiunt dono vobis ab integro ad vestrum proprium allodium excepto ipso manso de Pasqual cum suis pertinentiis et cum quatuor pariliatis terrae juxta terminum de Stagna quod ego dedi ecclesiae Sancti Petri de Ager pro anima Domini Ermengaudi comitis vir mei. Et de meo jure sic trado hoc totum in vestrum dominium ad quod volueritis faciendum: et qui hoc vobis voluerit dirrumpere nullo modo possit facere sed pro sola presumptione hoc totum vobis in duplo componat et posthec haec scriptura donationis firma permaneat. Quae est facta sexto kalendas augusti anno septimo regni Philippi regis. (Rey Felipe de Francia) Sig+num Sanctiae comitisse quae hanc scripturam donationis scribere jussi et firmavi et firmare firmarique rogavi.
Sig+num Geraldi Alemanni. Sig+num Guilermi Bernardi de Odena. Sig+num Sicarci Salomonis. Sig+num Raimundi Mironis de Acuta. Sig+num Raymundi Raymundi.Sig+num Berengarii fratris ejus. Sig+num Bernardi Raymundi de Camarasa. Sig+num Mironis Izarni. Sig+num Ugonis Arnaldi. Sig+num G. Raymundi de Callaris. Sig+num Raymundi G. de Odena. Sig+num Arnaldi Bernardi de Castelleto. Sig+num Guillermi de Monte Catano. Sig+num Bernardi Raymundi de Sancto Minato. Sig+num Alberti Raymundi. Sig+num Bernardi Izarni. Sig+num Alberti lzarni. Sig+num Bernardi Dalmatii. Sig+num Ugonis Dalmatii. Sig+num Berengarii Regulfi.
Nos omnes hujus rei testes sumus.
Sig+num Ugonis Dalmatii de Bergedan. Sig+num Arnaldi Mironis. Sig+num Geraldus Gibert Mir.
Petrus decanus hujus cedulam largitionis scripsit sub die et anno praefixo.

Instrumento segundo, en que se prueba, por confesión del conde Armengol de Gerp y Luciana, su mujer, que el conde Armengol de Barbastro dio el castillo de Pilzan a la condesa Sancha, hija de Ramiro, rey de Aragón, la cual lo vendió al conde de Barcelona por dos mil mancusos de moneda barcelonesa.

In nomine Domini. Ego Ermengaudus comes Urgelensis et Luciana comitissa uxor ejus donatores et definitores ac evacuatores sumus tibi Raymundo Berengario Barchinonensi comiti. Volumus satis ut sciatur a cunctis tam presentibus quam futuris quia hactenus habuimus magnam querelam de te per directum et per vocem quam et quas proclamabamus in castro de Pilzano et de Podio Rubro (rubro, rubeo, royo, rojo, roig, roch) et de Castro Serris et eorum decimis et pertinentiis: nunc autem approbando recognoscimus quia noluisti nobis hoc placitare per voces et aucthoritates quas inde habebas et per quas totum hoc retinebas et directum inde facere. Manifestum est satis quia pater meus Ermengaudus comes dedit solide et libere castrum de Pilzano et de Podio-rubro Sanctiae comitisse filiae Ranimiri regis et ille vendidit praedicta castra tibi et Arnaldo Mironis vendidit tibi praelibatum castellum de Castro Serris quod ipse tulerat a sarracenis: sed conciliante episcopo Urgelensi Dalmacio Izarni et Brocardo Guillelmi et Raymundo Gondeballi cum ceteris nostris hominibus qui interfuerunt venimus ad firmam pacem et sinceram concordiam in presentiarum scriptam: videlicet quia accepimus de
te duo millia mancussos Barcinonensis monete ideo donamus et jachimus et evacuamus ac definimus tibi omnes voces et omne directum quas et quod qualicumque modo apellabamus et proclamabamus tibi et praedicte Sanctiae et jamdicto Arnaldo in supradictis castris et in eorum terminis et pertinentiis ita ut ab hodierno die et tempore nihil unquam in supradictis rebus omnibus requerimos nec repetamus nec nos nec posteritas nostra nec ullas ex successoribus nostris nec ullus homo vivens pro nobis sed solide et libere absque ulla reservatione et sine fraude et malo ingenio maneant hec omnia in tua potestate ut facias inde quidquid tibi placuerit facere absque ullios hominis inquietudine et contradictione et sicut est super scriptum per …. bonam voluntatem et per sinceram fidem sine ullo enganno confirmamus tibi hoc totum ad tuum propriam allodium ad quod volueris faciendum. Quod si nos qui sumus donatores et evacuatores ac difinitores hoc voluerimus repetere ac disrumpere aut aliquo modo unquam minuere aut mutare nichil inde valeat sed in triplo hoc totum componamus et postea haec scriptura donationis et evacuationis sive difinitionis plenissimum robur semper obtineat et quisquis fecerit similiter hoc totum adimpleat et faciat. Quod est actum decimo kalendas apprilis (pone appilis) XII anno Philippi regis.
Nos qui hoc scribere jussimus et manibus propriis firmavimus et firmari rogavimus.
Sig+num Dalmatii Izarni. Sig+num Brocardi Guillelmi. Sig+num Raymundi Gondebaldi. Sig+num Berengarii Gondebaldi. Sig+num Alberti Izarni. Sig+num Guillelmi Arnaldi. Sig+num Mumis Aguet. Sig+num Bernardi Raymundi de Camarasa. Sig+num Guillelmi fratris ejus. Sig+num Ugonis Dalmatii. Sig+num Bernardi Dalmatii. Sig+num Giberti Guitardi. Sig+num Dalmatii Guitardi.
Nos sumus hujus rei auditores et testes.
Sig+num Pontii levite qui hoc scripsit die et anno quo supra.

domingo, 12 de julio de 2020

CAPÍTULO XXXIV.


CAPÍTULO XXXIV.

Entran los godos en España, y de los reyes que hubo de aquella nación hasta Amalarico, y de san Justo obispo de Urgel.

Habían entrado los godos en las tierras del imperio con gran poder; y sin hallar la resistencia que era menester para impedir su entrada, llegaron a Italia y después de varios sucesos, tomaron la ciudad de Roma y la saquearon, salvo los lugares sagrados. Procuró el emperador Honorio, como mejor pudo, sacarlos de Italia y darles en qué entender con los vándalos, alanos y suevos, y otros que ya eran señores de ella. Aceptáronlo los godos, por persuasión de Gala Placidia, hermana del emperador Honorio y mujer de Ataulfo, rey godo, que fue señora de gran virtud y cristiandad. Esta lo supo tan bien disponer todo, que dejando Italia se vinieron los godos a Francia, y de aquí entraron en España, y Ataúlfo, (Adolfo, Adolf) rey de ellos, escogió por cabeza y silla del nuevo reino que entendía fundar la ciudad de Barcelona. Esta es la entrada de los godos en España, acerca de la cual dicen los autores muchas cosas; pero como el intento de esta obra es dar razón de los señores y sucesos de los pueblos ilergetes, dejando lo mucho que hay que decir, apuntaré solo lo que hace a nuestro propósito, siguiendo en todo lo posible al autor de Flavio Lucio Dextro y a Marco Máximo, obispo de Zaragoza, en sus fragmentos históricos, nuevamente descubiertos, por haber sido testigos de vista de lo que pasó en estos tiempos, y haber tenido plena noticia de todo. Gozó Ataúlfo del reino solos tres años, y murió el de 416, a 21 de agosto. Está sepultado en la parte más alta de la ciudad de Barcelona, pero ignórase el lugar.
Por muerte de Ataúlfo, hicieron su rey los godos a Sigerico, que había trabajado y consentido en su muerte; pero Dios, que es justo, no quiso que quien tan mal lo había hecho con su rey y señor durara mucho en el reino, y aunque, por vivir con sosiego, había hecho paz con los romanos, aborrecido por esto de los suyos, le mataron a puñaladas, habiendo tenido el reino poco más o menos de un año.
Dice Próspero en su crónica, que de Ataúlfo había quedado un hijo llamado Walia. Era hombre guerrero y diestro en las armas, y sucedió en el reino, y tuvo al principio algunas guerras, y cansado de ellas, él y los suyos hicieron paz con los romanos, y uno de los capítulos de ella fue que dejasen volver a Gala Placidia, viuda de Ataúlfo, al emperador Honorio, su hermano, la cual hasta estos tiempos había quedado en España, y no se le había permitido salir de ella, aunque lo deseaba mucho y su hermano deseaba tenerla cabe si, por ser mujer muy sabia y de gran consideración. Este rey, unido con los romanos, hizo guerra a los vándalos y sacó de España a Gunderico, rey de ellos, y habiéndoles sojuzgado a todos, pasó a Toledo, y murió de una larga enfermedad en el año 433 de Cristo señor nuestro, según se infiere de Marco Máximo, obispo de Zaragoza, en sus fragmentos.
Teoderico o Teodoredo fue rey de los godos por muerte de Walia: este quebrantó la paz con los romanos y tuvo guerras con ellos, que a la postre pararon en concordia; y después de haber reinado treinta y tres años, murió el del Señor 468, en una batalla que él y Aecio, general de los romanos, tuvieron con el fiero Atila, rey de los hunos, en que quedó vencido aquel fiero y bárbaro rey, que blasonaba no ser hombre, mas que azote de Dios. En vida de este rey, y a los veinte y dos años de su reinado, que era el de 440 de Cristo señor nuestro, acabó nuestro ilustre y pío caballero barcelonés Flavio Lucio Dextro, hijo de san Pacián, obispo de Barcelona, que fue prefecto pretorio del Oriente y gobernador de Toledo, sus fragmentos históricos que, para mayor gloria de Dios y honra de tantos santos de que da noticia, han parecido en nuestros días, con aplauso y gusto de todos los varones doctos y píos, con una aprobación tan universal, que hasta los más críticos sienten bien de ellos (1), por el gran beneficio que todo el mundo, y más nuestra España, ha recibido con la invencion de tal libro, sobre el cual han ya escrito doctísimos varones, unos comentando aquellos, y otros defendiéndoles, y todos aprobándoles. Murió Dextro el año 444, a 22 de junio, siendo ya decrépito y de edad de 76 años, según escribe Marco Máximo, obispo de Zaragoza, que continúa aquellos, y a Dextro le llama varón docto, pío y prudente.

(1) Hállase al margen, de igual letra y tinta que el resto del manuscrito, una nota en catalan que dice así: Nota que en lo que toca à Dextro se ha de mirar, perque homens doctissims ho tenen per obra de algun modern: conéixse, perque vá molt desmemoriat. Esto prueba, como dijimos en el preliminar de la obra, que el autor no le dio la última mano, y que no es de extrañar, por consiguiente, que se hallen algunas incorreciones o notas de esta clase, que revelan acaso nueva adquisición de noticias acerca de un mismo punto, para rectificarlo más adelante.

Después de Teodoredo hacen los autores modernos mencion de Turismundo, y le ponen en el catálogo de los reyes godos; y dicen haber sido cruel y vicioso, y tal, que los suyos no le pudieron sufrir y le mataron con una sangría; y antes de morir, con un cuchillo que halló a mano, mató dos o tres de los que entendían en la sangría, porque conoció la maldada de ellos. Su reino, dicen que con tres años quedó acabado; pero Marco Máximo, obispo de Zaragoza sin hacer memoria de este rey, ni de Teodorico, pasa a tratar de Eurico, cuyo reino tuvo principio el año de 468. Este ganó en Francia a Marsella y otros lugares, y afligió mucho todo aquel reino, y acabó de sacar los romanos de España, después de haber 700 años que la poseían, con los sucesos que hemos dicho. Este dio leyes escritas a los godos, y con ellas de allí adelante se gobernó España; y murió el año de 482 en Arles (Arlés, Arle en Provenzal) de Francia, que había ganado.
Alarico, hijo del precedente, fue levantado por rey de los godos; tuvo guerras con los franceses, y un capitán llamado Pedro, se le levantó en Cataluña con la ciudad de Tortosa y muy gran partida de tierra, y el rey envió su ejército que le venció, prendió y quitó la cabeza, que después enviaron al rey, que estaba en Zaragoza. Murió en una batalla que tuvo con la gente de Clodoveo rey de Francia, en el año 505, después de haber reinado veinte y tres años; y dice Marco Máximo, que el mismo Clodoveo le traspasó de una lanzada.
Gesalaico sucedió después de Alarico, su padre, y fue bastardo; y aunque quedó Amalarico legítimo, por ser de edad de cinco años, escogieron al hermano mayor, estimando más ser gobernados por un hombre bastardo, que de un niño legítimo. Fue hombre vil y de bajos pensamientos, y en su tiempo, ni hizo cosa buena, ni de consideración, y el primer año desamparó el reino, y pobre y fugitivo se retiró a Francia, donde vivió hasta el año 510 de Cristo señor nuestro.
Teodorico, rey de Italia, era abuelo de Amalarico y se encargó del gobierno de España, durante la menor edad del nieto; y aunque su residencia continua era en Italia, pero cuando era necesario venía a España, ordenando le que convenía para el buen gobierno de ella, por lo que comunmente es contado por rey de España, hasta el año 526 o cerca de él, que, siendo mayor de edad el nieto le dejó el gobierno y él se volvió a Italia, dejándole casado con Clotilde, hermana de Clodoveo, rey de Francia, señora de excelentes e incomparables virtudes, y por eso muy perseguida de Amalarico, su marido, el cual era arriano y ella muy católica, y por esto quieren algunos contar desde el dicho
año 526 el reinado de Amalarico. Murió este rey el año del Señor 531, en una batalla que tuvo con los franceses, en que ellos quedaron vencedores, recibiendo de esta manera el justo pago de los malos tratamientos que hizo a la reina su mujer y demás católicos.
En vida de este rey y por estos tiempos floreció el glorioso san Justo, obispo de Urgel. Fue este santo natural del reino de Valencia, y hermano de tres santos, que todos fueron obispos e hijos de un mismo padre y madre. El mayor de los cuatro se llamó Nebridio y fue obispo de Egara, pueblo de Cataluña, no lejos de la villa de Terrasa: este hallamos firmado en el concilio primero Tarraconense, celebrado el año de 516, y en el Gerundense, celebrado el año de 517, y en el segundo Toledano, año 527; y después
fue obispo de Barcelona, y en su tiempo celebró el primer concilio de los de aquella ciudad, y él se firmó después del metropolitano. Fe este concilio el año 540. El otro hermano se llamó Justiniano, y fue obispo de Valencia; y el otro se llamó Elpidio, y no se sabe de qué Iglesia fuese prelado. San Justo, siendo de pequeña edad, fue puesto en los estudios, y salió tan aprovechado de ellos, que por sucesión de tiempo fue ordenado sacerdote y después obispo de Urgel, y fue el primero. Hallóse en algunos concilios de su tiempo, como fue el Toledano segundo, el cual, según parece del proemio del mismo concilio se celebró a 16 de las calendas de junio, era 565, en el año quinto del rey Amalarico; es a 17 de mayo del año del Señor 527: y a este concilio llegaron él y su hermano Nebridio, de Egara, en ocasión que ya estaba acabado y hechos los cánones; pero por ser tan grande la autoridad y doctrina de estos santos hermanos, aunque no eran sufragáneos de Toledo, les rogaron que firmasen lo hecho, y así, después de todos los obispos, firmó san Justo de esta manera: Justus, in Christi nomine Ecclesiae Catholicae Urgellitanae episcopus, hanc constitutionem consacerdotum meorum in Toletana, urbe habitam, cum post aliquantum tempus advenissem, salva auctoritate *priscorum canonum, probavi et subscripsi: y antes de san Justo había ya firmado su hermano Nebridio, por ser mayor de edad y haber más tiempo que era obispo. Firmóse también en el concilio Ilerdense, celebrado en el año 546, del cual diré después.
Escribió este santo algunas obras, y en particular un comentario, en sentido alegórico, sobre los Cantares de Salomón, que, aunque es muy breve y ocupa pocas hojas, tiene mucha claridad y por eso es muy alabado, por ser cuasi imposible una obra buena ser clara. Dura esta obra aún el día de hoy y está én la Biblioteca Veterum Patrum, en la cual, a más de la claridad en declarar el testo, se conoce en el autor una dulce agudeza en penetrar y descubrir los misterios que el Espíritu santo nos quiso enseñar en aquellos cánticos de aquel sapientísimo rey.
Gobernó su Iglesia poco más de veinte años, y murió después del año 546, y no en el año 540, como dice Diago; y esto lleva camino, porque le hallamos en el concilio Toledano segundo, celebrado el año 520, y en el de Lérida, celebrado el año 546, y es fuerza que fuese obispo veinte años, poco más o menos, porque tantos corren del un concilio al otro. Celébrase su fiesta a los 28 de mayo, y se ignora el lugar donde está sepultado. Hacen memoria de este santo el Martirologio romano y Baronio sobre él, san Isidoro, en el libro 6 de Varones Ilustres, capítulo 21, Marieta en sus vidas de santos de España, Ambrosio de Morales en su Historia de España, Gaspar Escolano en la de Valencia, el doctor Padilla en la Eclesiástica, fray Vicente Domenech en su Flos sanctorum de Cataluña, y otras muchos.