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martes, 23 de junio de 2020

316. EL CADÁVER DEL PAPA LUNA


316. EL CADÁVER DEL PAPA LUNA (SIGLO XV. ILLUECA)

Las grandes tribulaciones del papa/antipapa Benedicto XIII, el aragonés Pedro Martínez de Luna, sólo terminaron con su fallecimiento, ocurrido en su voluntario retiro de Peñíscola, en el año 1423. Pero, incluso después de muerto, su recia personalidad siguió dando origen a constantes y múltiples anécdotas y aseveraciones que circulaban de boca en boca, de reunión en reunión, incluso de crónica en crónica.

Benedicto XIII había recibido sepultura en la propia iglesia del castillo roquero que le había servido de baluarte y aún siete años más tarde de su inhumación tuvo lugar allí mismo un hecho ciertamente prodigioso e inexplicable, sobre todo para los más escépticos.

Narra el cronista Martín de Alpartir, quien fuera prior de la Seo zaragozana y camarero del antipapa, que tanto el Domingo de Ramos y como el día de Jueves Santo de 1430, a partir de la humilde tumba de Pedro de Luna, comenzó a extenderse por todas las estancias del castillo-fortaleza una fragancia extraordinaria, cual si fuera fruto del néctar de las más bellas y lozanas flores. Pero, según las crónicas, el aroma embalsamó, asimismo, el ambiente de toda la ciudad y alrededores.

En vista de tal prodigio, el entonces alcaide del castillo —ciertamente desconcertado y temeroso por lo sucedido— mandó aviso urgente al rey Alfonso V, que a la sazón estaba de visita en la villa de Cariñena, pidiéndole consejo sobre qué hacer ante tal prodigio. Entonces, don Juan de Luna, sobrino de Benedicto XIII y conocedor de lo ocurrido, imploró al monarca que ordenara al alcaide del castillo de Peñíscola que le entregase el cuerpo sin vida de su tío para trasladarlo solemnemente a Illueca, su patria chica.

El rey Alfonso V el Magnánimo, conmovido por aquella manifestación última del inefable don Pedro Martínez de Luna, cuya proverbial tozudez tantos problemas diplomáticos le había causado en vida, accedió a lo que se le solicitaba, de modo que el cuerpo incorrupto del antipapa fue llevado desde Peñíscola hasta Illueca y depositado en un sepulcro ubicado en la misma cámara del palacio donde había nacido.

[García Ciprés, G., «Ricos hombres de Aragón. Don Pedro Martínez de Luna (el
«antipapa»)», en Linajes de Aragón, II (1911), págs. 187-188.]

domingo, 28 de abril de 2019

LA CONQUISTA MUSULMANA DE AGIRIA (DAROCA)


9. LA CONQUISTA MUSULMANA DE AGIRIA (DAROCA) (SIGLO VIII. DAROCA)

Las huestes musulmanas de Tarik avanzaban hacia Cesaraugusta. Tras su paso, todo era desolación y rencor; por delante, temor y huidas precipitadas. En Agiria (luego Daroca), ante las noticias de que los moros estaban ya en las fuentes del Tajo, unos huían temerosos y otros se aprestaban a la lucha. En medio de este cuadro dantesco, llegó a Daroca, sobre un agotado caballo, un joven, desconocido en principio por el lamentable estado en el que encontraba, aunque era darocense. Pronto se le reconoció como a Juan de Luna.
Narró Juan lo ocurrido en Guadalete, donde estuvo en la infausta jornada de la derrota cristiana; después relató las calamidades de su cautiverio en Córdoba y Toledo. Por fin, refirió las penalidades de su huida durante más de quince días hasta llegar a Daroca. Muchos, los que venían eran muchos y buenos jinetes sobre caballos inimaginables, fieros e indómitos. Tras descansar mientras narraba lo sucedido, Juan de Luna fue a buscar a Matilde, su joven amada, quien ya le había dado por muerto cuando supo lo de Guadalete y le lloraba. El sol se ocultó en el horizonte mientras el amor renacía.
Al día siguiente, ante las noticias que llegaban de las torres de señales, los darocenses y las gentes que acudían de las aldeas cercanas prepararon la resistencia. Por fin, los moros se presentaron ante sus muros exigiendo la rendición. Embistieron hasta diez veces antes de abrir brecha, pero al final todo acabó. No obstante, a pesar de haber caído el castillo y toda la población, los agarenos se encontraron con la resistencia inusitada que desde una de las torres ofrecía Juan de Luna con un puñado de hombres. El jefe moro, que pretendía proseguir la marcha hacia Zaragoza, dejó una guarnición con orden expresa de atacar al «Jaque» (al valiente) hasta que se rindiera.
Pero Juan de Luna, el Jaque, resistió y abatió a varios adversarios. Éstos, ante el peligro que suponía aproximarse a la torre, decidieron cercarla, dejando que la falta de alimentos hiciera mella entre sus defensores. Pasaron los días y en la torre cesó todo movimiento. Así es que decidieron derribar la puerta y entrar. En el centro de la estancia yacía el cadáver de Juan de Luna, muerto de hambre. Su cabeza fue expuesta en el muro, mientras su cuerpo era arrojado a un barranco. Matilde cayó muerta cuando se enteró de la trágica noticia. Hoy, la torre de Jaque es testigo mudo de tan grande gesta.
[Beltrán, José, Tradiciones..., págs. 43-47.]


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