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lunes, 18 de octubre de 2021

EL MAL APÓSTOL Y EL BUEN LADRÓN, DRAMA DE D. JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

EL
MAL APÓSTOL


Y
EL BUEN LADRÓN,


DRAMA
DE


D.
JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.


Cuando
el espíritu del hombre deja de ser humilde girasol de la luz
increada, cuando apartados los ojos del cielo se enamora de sí
mismo; su frágil y prestada soberanía le ensoberbece, forma
estrecha alianza con mal nacidas pasiones que despóticamente lo
tiranizan so color de rendirle vasallaje, y poco a poco nace en el
corazón del hombre la rebeldía, y en su entendimiento crece y se
entroniza la duda. Entonces, cual un ebrio a caballo, tan pronto cae
de un lado como de otro, y rodeado de profundas tinieblas, lucha y
forcejea para abrirse paso a la luz; pero una mano fatal le empuja de
abismo en abismo, hasta que se hunde en el lodazal de su miseria,
alumbrado en su congojosa agonía por los vacilantes resplandores de
la razón, a la manera del que se ahogase con una lámpara colgada
del cuello. El Sr. Hartzenbusch ha personificado en su drama
simbólico esa enfermedad de almas soberbias, con aterradora verdad y
maestría incomparable. Como Paulo en El Condenado por desconfiado,
que se atribuye a Tirso de Molina, el escéptico de Hartzenbusch es
un varón singularmente colmado por el Señor de beneficios inmensos;
a su paso brotan y florecen los portentos de la gracia: es un
apóstol, es Judas. Pero su aviesa condición y ruines
pensamientos inutilizan todos los tesoros espirituales que Dios ha
puesto a su alcance, y una pasión vil, la más infame de todas, le
acaba de despeñar al abismo de su perdición. ¡Insensato!


Se
empeña en acrisolar con su razón envilecida los actos de su Divino
Maestro.
Le ve resucitar muertos, y duda; le ve acoger con
inefable mansedumbre su inaudita traición y duda; le ve morir, las
peñas se rompen de dolor, y su corazón no se quebranta, y duda
todavía cuando el orbe todo estalla a los pies de su Señor, muerto
en la cruz. En cambio, Dimas, bandolero como el Enrico de Fr.
Gabriel Téllez, deja obrar la gracia sin entorpecer su acción
inefable con los sofismas y cavilaciones del orgullo, y la secunda
con los deseos ardorosos de regenerar su naturaleza degradada.
(En
el Vita Christi, el niño Dimas, hijo de bandoleros del desierto,
ladrones y asesinos, es curado por Jesús y María en su viaje a
Egipto.
Será después el “ladrón bueno” "buen ladrón" que morirá
crucificado junto a Jesús. )


El
Sr. Hartzenbusch, con el tacto que le distingue, ha puesto en el
corazón de Judas el apego
inmoderado a los bienes terrenales, como cómplice poderoso de su
sempiterno escepticismo. Así, no sólo ha respetado la tradición
bíblica de todos los tiempos respecto a la pasión que
avasallaba al traidor de los traidores, sino que ha alejado
toda idea de predestinación, principio teológico que nuestra
irreverente sociedad no se mostraría tal vez dispuesta a recibir con
sumiso acatamiento.
A esta doble ventaja que lleva al Paulo
del padre Téllez (Gabriel Téllez es Tirso de Molina) la creación del esclarecido dramático moderno,
debe agregarse que las manifestaciones naturales de una pasión
práctica se ajustan más de lleno a las condiciones del drama actual
que las consecuencias de un principio más o menos abstracto. Con
igual destreza el Sr. Hartzenbusch se ha abstenido de aglomerar sobre
la conciencia de Dimas las ignominias y abominaciones con que ha
cargado la de Enrico el padre Téllez, pues si bien este lujo de
crímenes podría parecer conducente para patentizar con toda
evidencia el poder eficacísimo de la gracia; mirándolo bajo el
aspecto de la utilidad puramente dramática del personaje, es lo
cierto que tanta maldad le enajenaría la estimación del público,
causando su milagrosa conversión más sorpresa que tierna y dulce
alegría. Aún más: si el portento de divina misericordia que salva
al buen ladrón recayese en un malhechor tan fríamente criminal como
el Enrico del
P. Tellez, no hubiera dejado de parecer
sobrado voluntarioso y gratuito a un siglo tan habituado a deslindar
los derechos de todos como el nuestro, y tan poco amigo de bajar la
indomable cerviz ante los inescrutables designios de la Providencia.

El Sr. Hartzenbusch, con su instinto dramático, ha hecho que los
crímenes de Dimas arrancasen de la venganza tomada por un acto
bárbaramente injusto; y la venganza, cuando es la reparación de una
injusticia atroz, suele encontrar cierta secreta excusa entre los
hombres, ya que no ante Dios. Damos nuestro humilde parabién al
autor de tantas obras maestras, por la conciencia con que ha trazado
las dos figuras principales del drama sacro que nos ocupa, que son, a
no dudarlo, dos creaciones inmortales por la profunda verdad que las
enaltece.


Los
demás caracteres están briosa y magistralmente trazados. El de
Procla es un modelo acabado. Su dignidad es una preclara mezcla de la
entereza esforzada, común en las matronas de la Roma gentil, y del
vivo sentimiento de noble decoro que constituye la más preciada
corona de las mujeres cristianas. Esta dignidad castiza y de buena
ley, que siempre dimana de sentimientos hidalgos y levantados,
contrasta con los arranques de cesárea vanidad con que su marido
Poncio Pilatos quiere cubrir la ruin bajeza de sus
pensamientos y la torpeza de sus liviandades. Betsabé es una
figura radiante de pureza ideal y de adorable candor. Los rayos de
celeste luz que parten de la doctrina del Crucificado, no necesitan
derretir en el bello corazón de María ningún afecto
bastardo, ninguna pasión vergonzosa. No hacen más que añadir un
cambiante de divina luz a aquel prisma de puros resplandores. El de
Sara es de suma belleza. Sumisa, buena, apacible, es toda
abnegación y bondad. El cuadro de sus ambiciones, y la historia de
su corazón, están entrañados en esta deliciosa octava:


SARA.
Tu amor es mi único anhelo:


Dar
el calzado a tu planta,


Collares
a tu garganta,


Lazos
y lustre a tu pelo.


No
quiero cosa ninguna


De
cuanto aquí se atesora;


Quiero
a mi joven señora


Porque
he mecido su cuna.


Nacor,
aunque apenas asoma en la escena, aparece bosquejado de perfil con
palpitante energía. Son admirables las estrofas en que pinta su
pasión favorita, roca que el aliento de Cristo ha convertido en
manantial de aguas cristalinas, de amor al prójimo y entrañable
caridad. Dice así:


NAC.
¿Prestarme crédito


Dificultáis?
¡Ya! ¡Tenía


Yo
tanto amor al dinero! -


Perdí esposa, hijos perdí;


Pero
salvé un cofre lleno


De
oro. Lloraba a mis hijos,


Pero
encontraba consuelo


Abriendo
el cofre. Pasaban


Los
años, iba en aumento


Mi
caudal; otro era el cofre,


No
pudiera ya moverlo


Ni
Sansón: el arca grande


Volvió
mi dolor pequeño.


Miraba
yo el oro, y él


Mirábame
sonriendo;


Tocábale
yo, y hablaba;


Quedito,
eso sí, muy quedo.


«No
hay mal que no cure yo,»


Decía,
sonando a cielo:


Ya
suena a cántaro frágil


Que
tiran roto al estiércol. -


¡Esposa
mía! ¡Hijos míos!


Pronto
necesito veros!


¡Avaro
fui, ya soy hombre!


Si
tuviésemos que trasladar todas las tiradas de bellísimos versos que
esmaltan y enriquecen el drama del Sr. Hartzenbusch, no acabaríamos
nunca esta informe y desaliñada revista. No podemos, sin embargo,
resistir al deseo de citar las sublimes estrofas en que Procla
describe al asombrado Poncio el sueño con que Dios le ha manifestado
el futuro y glorioso triunfo de la cruz y los ya célebres versos con
que Dimas relata el acto más meritorio de su vida:


SUEÑO
DE PROCLA. (Prócula)


PROC.
Escucha. Tarde me dormí, con pena


La
prisión del Ungido recordando.


Por
él temía, y a la par temblaba


Por
ti, sin acertar a separaros.


Audaz
mi pensamiento el velo rompe


De
los siglos futuros y lejanos,


Y
miro alzar y derruir ciudades,


Y
virgen tierra de la mar brotando.


Sobre
varas de cónsules partidas


Y
púrpura imperial rota en harapos,


Hundiendo
en lodo sanguinosas aras


Y
efigies de metales y de mármol;


Despedazadas
Juno y Citerea,


Sin
bidente Pluton
, Júpiter manco;


Rico
de oro y marfil, con lenta marcha,


Entre
pompa triunfal rodaba un carro.


De
pie matrona de sin par belleza


Descollaba
en el plinto levantado,


Y
en vez de águila de oro vencedora,


(¿Quién
pudiera jamás imaginarlo?)


¡Tremolaba
una cruz!
PIL. ¡Una cruz! ¡Ese


Instrumento
cruel, patibulario,


Lecho
de muerte para el crimen, sólo


De
verdugos y víctimas tocado!


PROC.
Ese adoraban, la rodilla en suelo,


Generaciones
por venir, de rasgos


Que
Roma nunca vio: cruz en su trage,


La
cruz de sus pendones era ornato;


Puesta
la vi sobre real corona,


Y
henchir las plazas y poblar los campos,


Y
en altísimas torres empinada,


La
región de los vientos dominando.


Y
en recia voz unísono decía


De
tantas gentes el concurso vario:


«Creo
en un solo Ser Omnipotente,


Dios
Padre que crió cuanto hay criado;


Y
en Jesús, unigénito del Padre,


Dios
que hombre fue para su gloria darnos;


Que
padeció bajo el poder de Poncio...»


¿Qué
Poncio es ese? pregunté. - «Pilatos,»


Pontífices
y reyes me dijeron,


Mercader
y pastor, niño y anciano.


PIL.
¡Poncio Pilatos! ¡Yo!


PROC.
Tú, esposo mío.


Válete
del anuncio: yo he soñado


Para
que tú no yerres: mira, Poncio,


Que
añadieron después los que me hablaron:


«Borrará
el tiempo la memoria y nombre


De
Codro y Belo, César y Alejandro;


La
del cobarde juez del Nazareno


Durará
lo que el sol en el espacio.»
El trozo en que Dimas cuenta a
Betsabé la manera como salvó al niño Jesús, que el público acoge
siempre con tempestades de frenéticos aplausos, es sin duda uno de
los mejores que han salido nunca de la musa castellana. Es como
sigue:
DIM. La historia de niño halaga:


Oye
una infantil historia.


Diez
años contaba yo,


Y
mi padre mercader


Un
viaje tuvo que hacer,


Saliendo
de Jericó.


Marchar a Egipto debió:


Y
yo, que en pueril estilo


Manifestaba
intranquilo


De
errante vida el antojo,


Ver
quise el piélago Rojo,


Las
pirámides y el Nilo.


Caminamos
por jarales


Y
hondonadas y laderas;


Bramidos oí de fieras,


Bramidos
de vendavales.


Movedizos arenales
Embazaron al camello.
Ya de vuelta su resuello

Noche barruntó lluviosa:
Negra vino y espantosa
Que en
pie nos puso el cabello.
De una peña cobijados,
En mantas
nos envolvimos,
Cuando pisadas oímos
Y voces de hombres
armados.
«Cruzarán los tres cuitados
(Habló una voz) por
acá;
El rey niño morirá.
- Matar al niño es tu encargo

(Dijo otro); no descuidarse,
Que pudieran escaparse
Por
el torrente a lo largo.»
Yo temblaba; sin embargo,
Ya ideaba
algo atrevido.
Cesó de pasos el ruido...
«Padre (dije) ya
no llueve:
Cenemos. ¡Al vino! ¡Bebe!»
Bebió; se quedó
dormido.
Mi padre, al amanecer,
Aún reposaba; ¡yo en vela!

Corro como una gacela,
Y en alto me pongo a ver.
«¡Tres!
¡Ellos! ¡Él! Ha de ser
Disfraz su modesto aliño.»
Canto,
me miran, les guiño,
Y grito en llegando en frente:
«¡Señora,
por el torrente;
Que si no, matan al niño!»


Esto
sí que es manejar primorosamente esa lengua pura como el oro, sonora como la plata, flexible como el acero, que Carlos I consideraba hecha
para hablar con Dios.


El
mal apóstol y el buen ladrón
es una obra trascendental y profunda
en su intención simbólica, admirable por la verdad magistral con
que sus caracteres se hallan trazados, por la variedad de las
situaciones que el variado juego de los mismos produce, por la
grandiosidad de sus proporciones, y por la incomparable riqueza de su
versificación. Uno de los méritos que más la avaloran es que la
sagrada figura de Cristo no aparece nunca en escena, y que el público
sabe la historia de su pasión y muerte por boca de los demás
personajes, causando un terror sublime y un interés extraordinario,
sin exponer los misterios de la agonía de un Dios a los ojos
profanos de una sociedad que nunca podría poner sus corazones,
profanados por tanta multitud de mezquinos sentimientos, al diapasón
del dolor más profundo e insondable y del más alto misterio que han
asombrado a los cielos y a la tierra.


El
Sr. Hartzenbusch, insigne autor de dramas inestimables, ha añadido
una joya más de gran valor a su diadema de gloria. Cíñala con
legítimo orgullo, pues la posteridad la colocará también,
enriquecida sin duda por otras preseas de no menos estimación,
encima de su nombre glorioso, que es ya una estrella fija en el
brillante cielo de nuestras glorias nacionales!
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domingo, 17 de octubre de 2021

LA CAMPANA DE LA ALMUDAINA, DRAMA ORIGINAL DE DON JUAN PALOU Y COLL.

LA CAMPANA DE LA ALMUDAINA,


DRAMA ORIGINAL DE

DON JUAN PALOU Y COLL.


I.

Isla dorada llaman a Mallorca sus naturales, y bien pudieran llamarla Isla
de oro. Una sonrisa de Dios la hizo brotar llena de hermosura en
medio de las aguas del Mediterráneo. La cobija con amor un cielo de
azul claro, la orean aires puros y deleitables y sus entrañas
dadivosas pagan con usura la solicitud del hombre.

En las cumbres de sus montañas altísimas crecen el romero, el boj, el tomillo, el
lentisco, el brezo, el enebro y la alhucema, cual si quisiesen aromatizar de cerca el trono del Señor: más abajo se asientan y
fortalecen espesos bosques de pinos y encinas; en las laderas los
olivares hacen ostentación de su fruto bendecido, y en las faldas
mil viñas, huertas y jardines lujosamente desplegan su
pomposa ufanía. El marinero percibe desde lejos el olor suavísimo
de los limoneros y naranjales que piadosas le traen las auras del
mar. Corren por todas partes las aguas, ora sueltas y libres entre
olmos y álamos blancos, ora aprisionadas en multitud de acequias
toscas vestidas de yedra y musgo. El caserío de pueblos y aldeas,
tan pronto se encarama desparramándose por los riscos y pendientes,
cual bandada de palomas que hacen alto, como se ajunta y recoge en
hondos valles a manera de ovejas que se apiñan a los gritos del
pastor. El frecuente contraste que forman las magnificencias del
cultivo con los horrores más sublimes de la naturaleza salvaje, da a
los paisajes de la isla un carácter maravilloso de originalidad.

¿Qué mucho que trinen ruiseñores en un vergel tan floreciente
y deleitoso?
¿Qué mucho que en tan poético país haya poetas
de valía?


Rigurosa
justicia es, y nada más, dar entre ellos el asiento de preferencia a
uno de los restauradores más beneméritos del habla
lemosina
, Mariano Aguiló, que ha versificado siempre en
este antiguo y glorioso idioma, en menoscabo de la extendida
celebridad que merece, pero con singular provecho de sus propias
concepciones. Digno rival, a veces, de Tomas Moore, deslumbra
con la esplendidez de su fantasía exuberante, otras parece inspirado
por la musa de Schiller; tal es la profunda intención de su lirismo
y la magistral sobriedad que en sus baladas históricas y
tradicionales resplandece. Quien haya leído Esperanza, Una visita a
los muertos, El entendimiento y el amor, A un ciprés, A Dios, D.
Alfonso de Castelnegro y las poquísimas composiciones poéticas que
ha dado a luz aquel escritor, no encontrará ciertamente sobrado
nuestro elogio. - José María Quadrado, que goza de indisputable
nombradía en España como apologista católico, historiador y
publicista, es entrañablemente patético en El último Rey de
Mallorca, ideal y levantado en Aspiración, y revela gran fuerza
dramática en Armadans y Españols. Los verdaderos amantes de las
letras patrias deploran que ingenio de tanto valer no cultive
la poesía con ahínco y constancia. - Tomás Aguiló, aleccionado
tempranamente en la dura escuela del desengaño, toma por inspiración
su quejumbroso aburrimiento y traduce en estrofas la flojedad y
cansancio de su alma. Unas veces se entusiasma con las pueriles
ilusiones de un amor petrarquista, otras imita con notable acierto, y
no pocas se encumbra a muy altas esferas, circunstancia inconcebible
en quien tiene a Renjifo por maestro. Paciente joyero del ritmo,
infatigable buscón de consonantes difíciles y más disertador que
poeta, ha sabido llorar con todas las reglas del arte y enardecerse
sin soltar nunca las andaderas gramaticales. Debemos añadir, sin
embargo, a fuer de justos, que algunas de sus Rimas varias y sus
Baladas mallorquinas son joyas de subido quilate y felicísimas
excepciones de la soñolienta monotonía que por lo general distingue
sus composiciones. - Miguel Victoriano Amer no ha necesitado más que
rimar los latidos de su corazón para encontrar en los ajenos dulce y
tierna consonancia. Con dos alas de oro se eleva su musa a las
regiones de luz; con la caridad y la esperanza. Sencillo, apacible,
resignado, sus versos son, por decirlo así, la respiración
tranquila de su alma. ¡Feliz quien la tiene tan hermosa con Miguel
Victoriano! ¡Feliz quien, como él, no sabe cantar sin mirar el
cielo, ni mirar el cielo sin cantar! - Las poesías de Gerónimo
Rosselló se caracterizan por lo delicadas y primorosas. En sus Hojas
y flores hay sonetos de admirable contextura, romances lindísimos,
odas de robusta entonación y elegías llenas de sentimiento.
-
Victoria Peña y Joaquín Fiol debieran dedicarse con empeño a la
poesía. Dotada la una de bastante imaginación y de exquisita
sensibilidad el otro, la modestia excesiva de sus pretensiones
literarias les impide utilizar debidamente dotes de tan alto precio.


No
hace mucho tiempo que el menos conocido de los poetas baleáricos era
Don Juan Palou. Los celadores de la literatura mallorquina no se
habían dignado extenderle pasaporte para el Parnaso. Su nombre era
el de un simple mortal para aquellos semidioses. Ahora todos le
conceden un puesto de honor en su olimpo. Ahora el deslumbrante
resplandor de su gloria eclipsa las demás. Las nieblas del desdén y
de la duda se han disipado. El drama de Palou se pasea triunfalmente
por todos los teatros de España, con la tranquila seguridad del que
ha hecho prisionera a la victoria. ¿Por qué La Campana de la
Almudaina ha obtenido un éxito tan asombroso y universal?


Aparte
de las dotes extraordinarias que lo avaloran, debe a circunstancias
especialísimas la unanimidad, sin ejemplo, con que ha sido
aplaudida. Para señalarlas no se necesita ser un fenómeno de
sagacidad; basta conocer superficialmente los vicios radicales de que
adolece la escuela dramática de más reciente boga (voga en el
original
) en el teatro español, y las necesidades estéticas que
el público sentía cuando se puso en escena La Campana de la
Almudaina.


El
drama romántico se inauguró en España con una obra memorable que,
siendo producto del espíritu más irresistible de imitación que en
la literatura europea modernamente se ha enseñoreado, conserva un
sello profundo de nacionalidad. Concepción tan original y grandiosa
ha tenido una prole bastarda, en mengua de la escena española,
nodriza de las demás en épocas de gloriosa recordación. Los
mancomunados esfuerzos de la cultura social y del buen gusto lograron
arrojar al crimen del teatro que cedió completamente el
puesto al vicio cuya indulgente condición y dorado libertinaje le
rodean siempre de simpatías. Más tarde, temeroso el drama de que su
negra reputación la malquistase para siempre con la gente sesuda,
determinó formalmente moralizar su conducta hasta entonces
escandalosa, llevando a todo trance en la boca virtud y buena
doctrina. Por fin, dando un paso más, ha lavado sus iniquidades con
una confesión general en regla, ha entrado seriamente en
negociaciones con Dios, y de sirena pecaminosa, se ha convertido en
misionero apostólico.


Desde
entonces su devoción edifica, fervor religioso le hace acreedor, en
concepto de muchos, a la borla de doctor seráfico. ¡Oh milagros de
la gracia! Algunos ascetas de quevedos y guante blanco, aspirando sin
duda a los honores póstumos de la beatificación, ocupan nuestro
teatro, y no está lejano el día en que veremos poner en escena Los
diez mandamientos de la ley de Dios y Los cinco de la Iglesia, Los
soliloquios de San Agustín, y El Flos Sanctorum por añadidura. ¿Y
quién sabe si tendremos la fortuna de ver a la entrada de los
teatros españoles una pila de agua bendita y de ganar, asistiendo a
ellos, indulgencia plenaria?


Lejos,
muy lejos estamos de ridiculizar la reacción saludable que ha sido
la causa primordial de nuestro drama religioso; lo que conceptuamos
absurdo es la forma


que
actualmente se da a un impulso tan bello y regenerador. Cualidad
esencial de las composiciones teatrales es la acción, no la
oratoria. La moral debe brotar espontáneamente de la acción
dramática, o mejor, flotar en ella como una celeste aureola. En las
producciones a que aludimos acontece lo contrario. Su acción es nula
o desaparece en un océano de disertaciones en verso asonantado,
campanudas, huecas, interminables; y su moraleja o quod erat
probandum, cuando no de falsa, peca de enojosamente trivial y se
prepara, se anuncia, se discute, se motiva con impertinentísima
minuciosidad. Por otra parte, ¿cuántas máximas heterodojas,
cuántos desvaríos, cuántas blasfemias pueden escaparse a
escritores de sospechosa piedad, cuya fé es puramente question d‘
argent, cuya bandera religiosa es una bandera mercantil!


Cansado
el público español de no oír en el teatro más que sermones en
romance destartalado, discreteo lírico, diálogos sempiternos y
sentenciosas majaderías; mal hallado también desde mucho tiempo con
las fechorías del melodrama que sólo acertaba a producirle ataques
nerviosos; y sediento de verdaderas emociones, no pudo menos de
acoger con frenético entusiasmo la obra de Palou que tan
cumplidamente llenaba sus deseos. Acontecíale a este público, el
más desorientado y acomodaticio de Europa, lo que a un catador que
detesta tanto los licores azucarados y flojos que su mala estrella le
depara, como las bebidas alcohólicas que sólo convienen a groseros
y estragados paladares. El drama de Palou ha sido para él un vino
generoso de exquisito sabor y fortaleza, igualmente distinto de los
licorcillos ruines que despachan los flamantes evangelizadores del
teatro, como de las repugnantes pociones melodramáticas.


Indicada
esta circunstancia extrínseca que tan poderosamente ha contribuido
al éxito extraordinario de La Campana de la Almudaina, examinemos
ahora sus cualidades intrínsecas hasta donde alcance nuestro juicio
inexperto y bisoño.


Palou,
con no menos atrevimiento que fortuna, ha fundido en la producción
que


nos
ocupa, la historia, en el crisol de su poderosa fantasía,
trasformándola a su antojo. Si tal ejemplo se generalizase, no sólo
quedaría bruscamente anulado el drama histórico y rota la cadena de
sus legitimas tradiciones, sino que popularizaríanse ideas falsas de
las edades que fueron, acrecentándose más y más la desapoderada
anarquía que reina en la actual escena española. Sin hablar de
aquellos sublimes Ezequieles del arte, Shakespeare, Goëthe, Schiller
y otros genios inmortales, cuyas creaciones son más verdaderas que
la historia misma; Corneille, Racine y Voltaire que ajustaron sus
concepciones imperecederas a principios convencionales y a una
etiqueta dramática, ceremoniosa y glacial; Victorio Alfieri, que
hizo cómplices a los tiempos pasados de su pasión demagógica у de
su odio elocuente contra todas las tiranías; hasta los mismos
melodramaturgos que han sido y son los falsificadores más descarados
de la historia, nunca han variado radicalmente los sucesos ni
creádolos a su sabor, por más que hayan desfigurado los caracteres
que intentaban retratar. Palou, cuya alteza de juicio raya tan alto
como su ilustración, no desconoce seguramente cuán perniciosa sería
esta libertad, aunque con su drama la haya, en cierto modo,
autorizado. Fútil de todo punto sería la excusa de que La Campana
no lleva el título de drama histórico, pues, sabido es que: le nom
ne fait rien a la chose.


En
compensación de este defecto radical, la obra de Palou tiene un
valor dramático a todas luces subido. Su cualidad predominante es
aquella fuerza avara de sí misma que suele constituir el sello
característico de la verdadera potencia intelectual. Tan genuina
robustez artísticamente moderada por cierto instinto secreto y
maravilloso, se armoniza en este drama con una delicadeza suave de
sentir sobre manera exquisita. ¡Consorcio admirable que recuerda
aquel panal de miel que encontró el más fuerte de los hebreos en la
boca del león! En La Campana los caracteres se desarrollan con
vigorosa espontaneidad, estalla el diálogo con reconcentrada
energía, la palabra hierve sin soltar el freno a su expansivo
impulso, y la acción camina con paso firme y seguro a su
originalísimo desenlace. Imponderable es su mérito psicológico; si
se atiende a la doble y complicada lucha que traban entre sí
pasiones llevadas a su apogeo de exaltación y sentimientos
intensísimos. Para aquilatar dote de tanta valía basta analizar
ligeramente las dos grandes figuras fundamentales del drama: Doña
Constanza y el gobernador Centellas. El carácter de la primera nos
parece trazado con maestría y es sin duda uno de los más bellos que
se han visto en la escena.


Hay
un amor de amores inmenso, profundo, inagotable como las entrañas de
la divina misericordia; esencia suya son la ternura y la fortaleza;
lágrimas, abnegación y sacrificio perenne lo nutren, y también
misteriosas venturas y alegrías inefables; todos los idiomas lo
apellidan santo, y su símbolo inmortal está en el cielo.
¡Bendito
sea el amor de madre! Este sentimiento llevado a su grado superlativo
de tensión, señorea despóticamente el alma de la reina viuda. Su
Jaime es a un tiempo para ella recuerdo vivo de su desventurado
esposo y esperanza de la dinastía cuyas glorias y blasones cubre el
luto con su gasa funeral. El ardiente deseo de contemplar a su hijo
sentado algún día en el trono ensangrentado de sus mayores, infunde
a Doña Constanza, sin igual heroísmo y bizarría, y da a su
sentimiento maternal el portentoso alcance y tenacidad de la pasión.
En este bellísimo carácter entran como elementos constitutivos su
amor de madre, su orgullo de reina, su ambición de reina y de madre,
y la ternura que siente por Isabel, hija adoptiva suya.


Centellas
tiene el corazón labrado al fuego de una lealtad indomable. Pero el
amor que le inspira una hija largos años buscada con afán, y cuyo
inesperado encuentro coincide con el peligro terrible, inminente de
perderla, si su lealtad no entra en vergonzosas capitulaciones, hace
bambolear su berroqueño corazón con tremendas sacudidas. Por otra
parte una irresistible simpatía mezclada de gratitud le atrae
involuntariamente hacia Doña Constanza.


Esta,
lucha a brazo partido con la voluntad del gobernador. Ora sagaz y
astuta, ora radiante de centelladora energía, busca afanosamente en
el corazón del aragonés la misma poderosa cuerda que en el suyo
propio vibra, para socavar los cimientos de su constancia y poner su
planta victoriosa sobre el cuello de su obstinada lealtad. ¡Qué
sublime terror, cuando los dos llegan a tener pendientes las vidas de
sus hijos idolatrados de la vibración de aquella campana cuya cuerda
pasa alternativamente a sus manos crispadas!


El
instinto de madre hace ver a Doña Constanza que, enardeciendo hasta
el frenesí el cariño paternal de Centellas con la amenaza terrible
de asesinarla él mismo si toca la campana, le vencerá sin remedio.
Por esto da el golpe de gracia a la moribunda lealtad de Centellas
gritando con voz aterradora:


¿No
quieres? ¿No?


¡Pues
bien, tocarela yo!
Movimiento de suprema exaltación, grito más
de victoria que de lucha. Ninguna intención tiene de tocar aquella
campana cuyo tañido llevaría la muerte al seno de su hijo. Lo único
que quiere es acabar de una vez su triunfo haciendo estallar a
pedazos el corazón de Centellas, bajo la presión de la más
horrorosa angustia.


Sobre
manera lógico nos parece este bellísimo carácter, circunstancia de
incalculable mérito si se atiende a lo que suben en él de punto las
pasiones que lo forman y animan. No brilla esta preciosa cualidad en
el carácter de Centellas. ¿Cómo se comprende que este milagro de
lealtad se crea irresponsable del crimen de traición que pesa sobre
él en concepto de su soberano, por el abrazo de una hija que antes
se conceptuaba capaz de sacrificar en el ara de su honor? Recuérdese
aquel arranque salido del fondo de sus entrañas:


¡Si
por azar


en
ser traidor yo soñara,


la
existencia me arrancara


por
no volverlo a soñar.


::::::::::::::


Mas
ved:


(Vuélvese
de improviso y dice señalando el cuadro de mujer de la izquierda.)


Si
ella respirara


y
el fruto de nuestro amor,


en
holocausto a mi honor,


conmigo
las inmolara.


Estos
rasgos, unidos a otros muchos, quedan desmentidos altamente con su
conducta final. Por demás intenta justificarse con la frívola
excusa formulada en estos versos:


Yo
a mi rey no soy traidor:


¡mi
rey es traidor a mí!
¿Qué noble de aquella época, en la que
el monarca siempre tenía razón, hubiera juzgado la conducta de su
soberano de potencia a potencia como lo hace el espejo de lealtad
Centellas, que tan alto ha hecho sonar en el drama la suya?
Sentimos
que haya escapado a la certera sagacidad de Palou, que, vista la
frescura con que el gobernador se disculpa de lo que debía
forzosamente ser en concepto suyo el mayor de los atentados posibles,
las bellas expresiones con que blasona de su acrisolada fidelidad, se
rebajaban al nivel de fanfarronadas. Los demás caracteres son de
insignificante o nula importancia, menos el simpático Tornamira que
en un sólo rasgo da a conocer su hidalga condición. Dice así:
TORN. ¿Y le habéis curado? (a Centellas.)
CONST. ¡Sí! Y esta
tarde a Palma torna.
TORN. ¿Y podrá reñir?


Qué
hábito de sentir limpiamente, qué nobleza revela esta pregunta:
¿Y
podrá reñir?


Un
lirismo sobrio y de gran valía enaltece a La Campana. Recuérdese la
admirable comparación del sol que dora las nubes que quieren tapar
su luz, los versos en que pinta Doña Constanza el cariño que
profesa a Isabel, y los ardorosos arranques de amor filial de Don
Jaime.


Lunares
nacidos de las mismas cualidades que en La Campana resplandecen,
hacen resaltar con más viveza las perfecciones que la adornan. El
lenguaje peca algunas veces de incorrecto y de poco castizo. La
robustez y energía del estilo rayan a menudo en aspereza.


Palou
ha pasado en un sólo día de la oscuridad a la luz, encontrándose
de súbito frente a frente al sol de su gloria que ni aurora ha
tenido. España ha saludado al joven dramaturgo con hurras de
universal admiración y aplauso.
Mallorca, sacudiendo sus hábitos
de vida material, ha dado el tierno espectáculo de una madre
cariñosa que llorando de gozo ciñe las sienes de un hijo amado con
la corona de laurel que le granjearon sus triunfos. Desde el fondo de
nuestro corazón enviamos la enhorabuena más entrañable a la Isla
dorada que tan hermosamente ha galardonado las fatigas de uno de sus
hijos que más la honran!
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