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martes, 26 de octubre de 2021

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.

XI.

EL CARBONERO DE LA ERMITA. 

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.


I. 

Andadas unas tres leguas hacia poniente, como si se fuera a buscar no el manantial sino el principio del guijeño cauce por donde, turbias o cristalinas, se deslizan las aguas que poco antes de confundirse en las salobres de nuestra bahía saludan humildes los muros de la capital de las Baleares, encuéntrase un ameno sitio que bien puede competir con los más deliciosos y pintorescos de la isla. Pródiga estuvo con él la naturaleza, y el arte no le desdeñó sus auxilios para que en cierto modo la mano del hombre completase la obra del Creador. Es una estrecha cañada que forman contrapuestas dos ásperas laderas de una montaña, la cual doblándose a manera de brazo recogido flanquea el lecho de un arroyo, que nacido en la cumbre, desde sus primeros y mal seguros pasos tropieza con un formidable precipicio. No ya barranco, no tajada peña, desde cuyas grietas cuelgan festones de yedra y lentisco, es el ángulo que reúne las dos vertientes, cubiertas de robusta vegetación para disimular y aun embellecer su natural fragosidad y aspereza. Magnífico tiene que ser después de improviso turbión aquel salto de agua, con cuyos rumores diríase que se arrulla el tierno riachuelo al tenderse, como un niño, en su cuna bordada de arrayanes y de frondosos álamos cobijada. Pero a pesar de lo grato que es allí el inesperado contraste de la pompa salvaje de la naturaleza con las verdes galas del cultivo, a caprichos de la fortuna más bien que a falta de merecimiento, debe atribuirse el que este sitio no disfrute de mayor reputación y nombradía. El álbum de los artistas no ha copiado sus variadas perspectivas: la lira de los poetas no ha cantado sus halagüeñas emociones. Pocos son los viajeros que vayan a reposar bajo el fresco emparrado de un antiguo cenador, a la sombra de aquellos erguidos peñascos en que el agua ha labrado vistosos doseletes, en que la yedra se encarama cubriéndolos de anchos tapices. Lamentable en cierto modo es la soledad de aquella soledad, porque el himno perpetuo de la naturaleza es como una armonía incompleta sin el concurso de la voz humana. Llévanse las brisas el aroma de la selva, piérdese en el espacio el concento de las avecillas, ostentan la vano sus diversos matices las flores, y falta allí el hombre para recoger estas delicias que tan dulcemente conmueven su corazón o despliegan las alas de su fantasía. Y esto que ninguno ha salido sin darse el parabién de su sorpresa, o sin haber experimentado un nuevo deleite en la repetición de sus pasadas impresiones. Así pudiera decirse que este sitio, semejante a una doncella no perseguida de curiosas miradas, conserva a la vez intactas su hermosura y su recato. 

El camino que conduce a tan delicioso paraje truécase en enriscado vericueto, que retorciéndose por una de las vertientes, se eleva hasta una especie de rellano de suelo desigual y a trechos cultivable, donde por cima de las cenicientas copas de los olivos jaspeadas con el lustroso verde de los algarrobos asoman las paredes de una pequeña ermita situada a la vera de un bosque, que encaramándose todavía más, corona de seculares encinas la cresta de aquella montaña. Como una idea relegada al olvido en un rincón de la memoria, estas paredes abandonadas en medio del desierto recuerdan apenas los no lejanos días en que unos pocos moradores las habitaban, viviendo del pan de la limosna, y repartiendo sus horas entre el rezo y el trabajo de sus manos. Gente rústica y sencilla que no conocía más necesidades de la vida que la de asegurar una dichosa muerte, que se anidaba en las alturas de la tierra porque sus únicas aspiraciones se dirigían al cielo, que desprendida del mundo no conservaba más lazo que el de la caridad para rogar por la salvación de sus hermanos, y agradecerles como pobre el socorro que de otros pobres recibía. 

Hoy sólo interrumpen allí el canto de las aves los monótonos y acompasados golpes de la segur que monda el sombrío encinar, manejada por vigorosos carboneros que tan solitarios como los antiguos ermitaños ganan su frugal subsistencia a costa de tan ímproba tarea. Penosa y ruda profesión que quizás por despecho o quizás por una especie de ascetismo, había escogido no hace muchos años un joven campesino, quien sin llegar a ser un carácter excepcional o un tipo de varonil hermosura merecía con todo llamar la atención de los observadores. Faltábanle algunos para rayar en los treinta, y si en su talle y fisonomía conservaba fresca las seducciones de la juventud, por la gravedad de sus costumbres podía sentarse entre los que le duplicaban los años. Ninguna hija de labrador hubiera pospuesto sus obsequios a los de otro galán: ninguna hubiera desdeñado la mirada de sus negros ojos por miedo a la negrura de sus encallecidas manos. Pero su pecho libre ya de ilusiones juveniles asemejábase por lo frío al suelo circular de antigua carbonera donde asoma la yerba por entre los residuos de menudo cisco. Nunca se le veía en corrillos de amigos, ni en bailes de boda, ni siquiera en las corridas de hombres y de caballos, diversión tan popular en aquellos contornos, y donde hubiera sido formidable rival de los más ligeros corredores. Si bajaba a la población era únicamente para asistir a la iglesia, para prestar gratuito auxilio a quien de él necesitase, o para atender a las ocurrencias de su oficio. Su distracción cotidiana, si distracción puede llamarse, reducíase a promediar el trabajo y el descanso con la lectura de un libro piadoso que de puro repetida llegaba a saberlo de memoria. Sentado a la puerta de su choza de ramas, y fumando su pipa leía a ratos, y a ratos cruzábase de brazos y doblando la cabeza entregábase tal vez a tristes recuerdos de lo pasado. Ah! pocos eran los que sabían cuán deliciosa imagen evocaba en aquella especie de artificial ensueño! 

Quien sin datos anteriores se empeñase en adivinar su historia tomaríale más bien por un lego exclaustrado que por un licenciado del ejército como realmente lo era. La sinceridad y firmeza de sus sentimientos religiosos daba margen a tales conjeturas; mas no se crea por esto que el ceño arrugara su frente, que fuese adusto en sus modales, ni que afectara un lenguaje místico o desabrido. Su conversación vulgar y sencilla adaptábase al tono de ligeras bromas, y sabía plácidamente sonreírse alguna vez que se le decía: 

- Arnaldo, cuándo te casas? Conozco más de dos chicas que están impacientes por bailar en tus bodas; pero me temo que se han de llevar chasco, porque eres más esquivo que un hurón ya que no seas tan tímido como un conejo

- Con el tiempo maduran las brevas, que no es a mí a quien toca elegir el día.

- Con que ya tienes novia? Y qué tal es ella? 

- A decir verdad no le sobran carnes. Está más seca que la hojarasca de una encina cortada hace diez años. 

- Así te será más fácil mantenerla. 

- Si no fuese tan tragona! Es capaz de engullirse en tres días un regimiento entero. 

- De buena hermosura te has prendado.

- Hermosura? a todo el mundo le parece fea. 

- Entonces debe de ser rica. 

- No trae anillos ni cadena de oro; pero tiene reloj. 

- Tanto le interesa saber la hora? 

- En este punto engaña a todos, y nadie le engaña a ella. 

- Qué cosas tienes, Arnaldo! lástima que no hayas sabido escoger con más acierto. 

Cerraba entonces el carbonero sus labios; pero un grito de dolor desgarraba sordamente su pecho: Ah! sí, se decía. Si hubiera sabido escoger no tendría ahora el corazón tan negro como las manos. 

Nacido en la pequeña aldea, que al traspasar el frondoso bosque donde ejercía su oficio, aparece como sumida en el fondo de un abismo, no había cumplido aún los veinte años cuando ya se le tenía por uno de los jornaleros más forzudos e inteligentes en cualquiera de las faenas del campo. Así dirigía una yunta de mulas como hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara: así entendía de podar una vid o desmochar un olivo como de redondear la copa de un pino o enjertar (injertar) un algarrobo: así manejaba la hoz para abatir el trigo como la pala para aventarlo en las eras. Con algunos rudimentos de instrucción primaria tenía además la gracia de puntear un guitarrillo y cautivar a los oyentes con las festivas coplas que él mismo improvisaba. Querido de los ancianos por su amor al trabajo, de los compañeros por su buen humor, qué mucho que lo fuese todavía más de las muchachas casaderas, que le arrojaban a hurtadillas codiciosas miradas y escuchaban con íntima complacencia sus triviales galanterías! De este modo teniendo por único patrimonio su salud y sus brazos, entregábase a las esperanzas de un porvenir halagüeño sin que le arredrasen los imprescindibles sinsabores de una soportable pobreza. Pero un día cayó la primera lágrima de sus ojos: aquella mañana había puesto la mano en la urna del sorteo, y un número fatal trastornaba de repente sus proyectos, destruía su dicha o cuando menos le señalaba un plazo sobrado largo a sus deseos. 

Porque Arnaldo estaba ciegamente enamorado. Muchas saetas despuntadas le habían rozado el corazón; pero otra más aguda había sido bastante dichosa para clavarse en su centro. Paulita, aunque no pasaba de ser una hermosura vulgar, era la más garbosa, la más peripuesta, la más ladina de aquella pobre aldegüela. Siguiendo añejas supersticiones decíase que en virtud de su nombre y de haber nacido el día de la conversión de San Pablo, estaba dotada de un poder misterioso contra los animales dañinos; pero es lo cierto que cualidades más sensibles la hacían bastante hechicera para cautivar a seres racionales. Sus negros y chispeantes ojos, su poblada cabellera, su aterciopelada mejilla eran suficientes para encender el capricho de un ciudadano, su vivacidad y gracejo para traer embelesado a un campesino. Las impresiones de los sentidos no habían permitido al amartelado joven sondear el corazón de la que tantas veces le había jurado ser suya, bien que tales juramentos sólo podían pasar por solemnes en la liturgia de los enamorados. 

Pobres ambos no había para qué cansarse en discurrir medios de conjurar su adverso destino. Las cavilaciones de Arnaldo hubieran sido tan infructuosas como el llanto de Paula, y supuesto que no le era posible obtener quien le reemplazara en el servicio de las armas, el joven hizo de la necesidad virtud, acostumbróse a la resignación, y empezó a familiarizarse con la idea de su futuro género de vida, aprovechando interinamente los restos de su libertad para menudear visitas al objeto de sus amores. 

Rato hacía que el sol sepultara su disco en las ondas que baten las peñascosas orillas de aquel pueblo: una hermosísima luna, que brillaba con toda la magnificencia de su plenitud, cernía sus argentinos rayos por entre las inquietas hojas de unos álamos, cuyo blando susurro acompañaba el rumor de un manso torrente que sus pies lamía. En él derramaba sus aguas sobrantes el pilón de una fuente, junto a la cual se hallaba sentada, con un enorme cántaro al lado, una bonita muchacha que pudiera compararse a otra Rebeca aguardando a un nuevo Eliezer. Y este era el mismo Arnaldo que punteando su guitarrillo, y como si no acertara a templarlo, enderezaba sus pasos a una de las enriscadas casuchas que forman la población, amontonadas sin orden ni concierto alrededor de un vetusto oratorio, pegado a una más antigua torre que en otros tiempos sirvió de guarida y refugio al vecindario sorprendido por alguna pirática invasión de sarracenos.

- Vaya, Irene, que no es mala cantarilla esa. Apostaría a que llena pesa más que tú. Ya que mi buena estrella me ha traído tan a tiempo quiero llevártela y acompañarte a tu casa.

- Vas a otro punto Arnaldo, y admitir tu favor sería hacerte perder camino. 

- Y esto qué importa? Debo acostumbrarme a marchas largas, y de seguro no tan agradables como la que disfrutaré a tu lado.

Y llenando el cántaro y cargándoselo en el hombro, echó a andar en dirección a una casita aislada en las afueras del pueblo. Seguíale Irene, pero con tal pausa y lentitud que bastaba ser suspicaces sin llegar a maliciosos para adivinar su deseo de prolongar la duración de aquella marcha. 

- Al paso que vamos, dijo Arnaldo, pudiéramos guiar una comitiva de tortugas y caracoles. Si hubiésemos de ir hasta el santuario de Lluch no llegábamos en quince días. 

- A pie descalzo iría yo si...

- Qué?

- Si la Virgen... pero, sabes que eres muy curioso, Arnaldo? Y no prometieras ir allá si Dios te hiciese la gracia de librarte del servicio?

- Hija, nadie se escapa del influjo de su planeta. Este ha sido el mío, y no hay sino encogerse de hombros, agarrar un fusil y ver a qué sabe el pan de munición. 

- Y no te gustaría más el de tu casa?

- Por negro y duro que fuese.

- Pues... en este mundo todo tiene remedio fuera de la muerte, y... si quisieras... tal vez... poniendo un sustituto... 

- Un sustituto? Sabes lo que dices, Irene? De dónde quieres que saque el dinero, a no ser que conozcas el sitio de algún tesoro encantado? Dímelo, y te aseguro que primero se cansarán los azadones de romper piedras que yo de cavar las entrañas de la tierra. Si fuese verdad lo de aquella mujer a quien apareció una serpiente, gruesa como este cántaro, y le prometió hacerla rica si le traía una rebanada de pan bendito, si fuese verdad y ahora me apareciese a mí no temas que me volviese atrás aunque echase llamas por los ojos y me enseñase tres hileras de dientes. Pero estos son cuentos de viejas, buenos solamente para referidos al amor de la lumbre en noches de truenos y centellas. 

- Y si hubiese alguno que te lo prestara? 

- No creas que haya santo en el cielo que obre este género de milagros. 

- Y si fuese una persona que yo conozco... una mujer de este pueblo? 

- Diría que es una santa en la tierra, me arrodillaría a sus plantas, le besaría los pies, le estaría agradecido toda mi vida, sería suyo en cuerpo y alma. 

- Oh! no digas una santa, no... pero, Arnaldo, Arnaldo, escúchame. 

La emoción que experimentaba la interesante joven obligóla a sentarse en una piedra de un bancal desmoronado, mientras su compañero dejando el cántaro en el suelo permanecía de pie escuchándola con tanta avidez como sorpresa. 

- Si me prometieras ser callado, continuó aquella, tan callado como el sacerdote que nos oye en confesión, te comunicaría un secreto que ni aun a mi madre lo he revelado. 

Este nombre daba a su nodriza, que en efecto la quería tan entrañablemente como si lo fuera. 

- Haz cuenta que me he vuelto mudo, o que arrojas una piedra en la más profunda sima de esta comarca. 

- Ya sabes que soy una pobre huérfana... menos aún que huérfana y pobre. 

No conozco a mis padres, ni tengo esperanzas de conocerlos, y si algunas conservaba del todo se han desvanecido. No hace dos meses que me encontré al Sr. Vicario que había salido a dar un paseo, y cuando fui a besarle la mano me insinuó que tenía que hablar a solas conmigo. No sé qué vuelco me dio el corazón. Aquella noche la pasé forjándome toda clase de quimeras y desvaríos. La tarde siguiente mi madre se fue al monte a bajar un haz de leña, y vino el Vicario a casa y me entregó un cucurucho de papel que contenía doce onzas de oro y algunos escuditos. Doce onzas, Arnaldo! Esto, me dijo, es tuyo, exclusivamente tuyo, y no hay necesidad de que nadie sepa que tienes este dinero: te lo envía tu padre para que te sirva de dote y labres con él la fortuna de tu marido. Guárdalo por ahora que es tu única herencia. - Y mi padre, dónde está? Quién es mi padre? exclamé en seguida. Mis lágrimas eran tan gruesas como las cuentas de mi rosario. - Hija mía, me contestó el Vicario, tú debes rezar con más devoción que los demás cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Tu padre en la tierra tengo para mí que ha muerto, y creo imposible de averiguar quién haya sido, según se explican en una carta que recibí del continente sin firma ni lugar de la fecha. Ponte bajo el amparo de la Virgen del Carmen cuyo escapulario llevas, y puesto que no la has conocido en la tierra piensa que tienes una madre en el cielo que es la más tierna y amorosa de todas las madres. 

- Pobre Irene! Y cómo llegó esta cantidad a manos del señor Vicario? 

- En un billete de banco incluso en la carta, y él mismo fue a la ciudad adrede para cambiarlo. Ya lo ves. Ahora pudiera decir que soy rica si no fuese cosa tan triste el poseer esta riqueza; pero, qué he de hacer yo de tanto dinero? De qué me sirve tenerlo guardado? Si es mío, exclusivamente mío, nadie tiene derecho a pedirme cuentas y puedo disponer de él como se me antoje. Yo quiero prestártelo sin interés alguno para que redimas tu suerte. No quiero más réditos que tu felicidad... y tu silencio.  

- De todas maneras sería preciso devolvértelo, y ¿dónde encontraré recursos para hacerlo? 

- Me lo devolverás cuando puedas, y... del modo que puedas. 

- Y si nunca puedo?  

- Nunca, Arnaldo? dijo la joven dando una extraña inflexión a su pregunta.  

- Nunca podré allegar una cantidad tan crecida. 

- Pues... entonces... tal día hará un año. Pobre he vivido, pobre viviré, que por cierto mi mayor pesadumbre no ha sido la pobreza. Aceptas? 

Moralmente deslumbrado por la brillantez de aquel súbito ofrecimiento, de cuya sinceridad no le cabía duda, y de cuyo móvil no abrigaba la menor sospecha, Arnaldo sentía una especie de vértigo, y luchando consigo mismo no se atrevía a tomar una resolución definitiva. No era tanta su delicadeza que bastase para renunciar desde el primer momento a las ventajas de aquel noble sacrificio; mas tampoco era tal su egoísmo que no retrocediera ante la casi seguridad de despojar a la desinteresada joven de su imprevista fortuna. Pidió por lo mismo tiempo para reflexionar y prometió que el domingo inmediato le volvería la respuesta al salir de misa, dado que se decidiera por admitir tan generosa oferta.

Contenta la joven como si sus palabras hubieran producido el deseado efecto, cogió el enorme cántaro, se lo puso derecho sobre su cabeza, y graciosa como una canéfora ateniense, bien que algo parecida a la lechera de la fábula, echó a andar con tanta ligereza que parecía querer rescatar el tiempo en su largo coloquio empleado. 

Y quién era esta jovencita de nombre tan extraño que no hubiera encontrado tocaya ni en la suya ni en ninguna población de las circunvecinas? Quién era esta joven comparable al lirio nacido en las selvas si Paulita al amaranto crecido en los huertos, que se distinguía por la finura de su tez como aquella por el brillo de sus ojos, que robaba, por decirlo así, a la albahaca la modestia de sus florecillas y la suavidad de sus perfumes si Paula al mirabel su arrogancia, frescura y gallardía?

En la casita ya mencionada vivía un matrimonio joven, cuyas dichas aguó la muerte del único y reciente fruto de sus amores. Tanto para consuelo de su pena como para alivio de su pobreza, partióse la madre a la ciudad en busca de una criatura que recibiendo de ella el sustento le ayudase a ganar el suyo. Llegó la noche sin haber logrado su objeto, y cuando ya temía ver fallidas sus esperanzas, en el mesón donde posaba se le presentó un caballero que no hablaba el dialecto del país, que le hizo unas pocas preguntas y ajustó con ella el estipendio que prometió remitirle cada tres meses. Partióse el caballero sin decir siquiera su nombre ni dar seña alguna de su habitación, y a breve rato la pobre campesina recibió de manos de una vieja de repugnante catadura una linda niña que apenas contaría un par de semanas, un pequeño hatillo, una fé de bautismo y algunas monedas de oro. La vieja fue tan poco explícita como el personaje misterioso; pero a la legua trascendía el olor de criminales amores. Seis, y ocho, y más meses pasaron sin que la nodriza recibiera la menor noticia del que sospechaba padre de la criatura a quien amaba ya como si hubiese nacido de sus entrañas, y este amor creció aún estimulado por el dolor de un terrible infortunio. La muerte le arrebató a su marido, que se cayó de un alto olivo que desmochaba, y el sentimiento de esta desgracia agotó el manantial de vida para la criatura. Entonces la buena mujer llevada de un heroico impulso de cariño resolvió que otra acabase de amamantarla a su costa, y para conseguirlo no hubo trabajo, no hubo privación que no se impusiera. Caros compró los derechos de madre que nadie vino a disputarle, y así la pequeña Irene criada en el campo y empleada en sus labores fue de todos considerada como hija de su nodriza.

Al lado de su querida Paula se había sentado Arnaldo, pero de sus labios no brotaba un raudal de lisonjeras expresiones ni sus ojos acudían a suplir la escasez de sus palabras. Hallábase como distraído y como si su pensamiento vagara fuera de aquel recinto, cosa que por primera vez acontecía. 

- Qué mala yerba has pisado esta noche, que te vienes tan mustio como estará ahora el clavel que quité de mi sombrero de palma para que lo llevases en el tuyo? 

- Ay Paula! cuando pienso que muy pronto habré de pasarlas en el cuartel! 

- Razón más para aprovechar las que nos quedan. 

- Son pocas. Y podrían ser todas! 

- Ya lo creo. Tanto daño le vendría a la Reina de tener un soldado menos como a la selva si le arrancasen un pino. 

- Ni aun esto. Si otro se pusiera en mi lugar... 

- Tan buenos amigos tienes? 

- Comprando un sustituto... 

- Como quien compra un borrego para el banquete de bodas. Y el dinero, de dónde lo sacas? 

- De dónde..? No puede haber quien me lo preste? 

- Por tu buena cara, no es verdad? Vaya una finca! Para mí vale mucho; más para otros... No ves que se necesita un dineral, y que en toda la vida ganaríamos para devolverlo? Bah! no sueñes con imposibles. 

- No tan imposible como te parece. Sin pedirlo yo me lo han ofrecido, y sin interés alguno. 

- Y quién es este modelo de usureros? Si supiese trabajar cordones de seda haría unos para su bolsillo, que de seguro no debe de tenerlos. Quién es? 

- No puedo decirlo. 

- Y cómo lo sabré si me lo callas? 

- No puedes saberlo. 

- No puedo saberlo? Yo? Arnaldo! yo? Con qué tienes secretos para mí? 

- He prometido el silencio. 

- Y a mí qué es lo que me has prometido tantas veces? Dudas de mi lealtad o de mi cariño? Lo que ocultas en tu pecho no puede encerrarse también en el mío? O quieres tú la llave de mi corazón sin que yo posea la del tuyo? 

- Si me jurases... 

- Esta precaución es un agravio que me infieres. 

- No, no puedo decirlo. Sería una debilidad mía faltar a mi palabra. 

- Es una falta de amor no tener confianza en mí. 

- Mira, Paulita, no lo digas a nadie. Anoche me encontré a Irene junto a la fuente... 

- Por eso anoche no te vimos por acá; por eso has eludido la respuesta cuando te he preguntado por qué ayer no viniste. En conversación con otras muchachas, qué te importaba que yo me pudriese aquí las entrañas mirando la puerta y contando los minutos de tu tardanza? 

- Celos ahora? 

- Si supieras lo que escuecen! Tonta de mí que no he querido dártelos nunca. 

Y qué te dijo Irene? 

- Según parece ha recibido de una mano desconocida una cantidad suficiente para librarme del servicio. 

- Y ella te la ha ofrecido? 

- Ella misma. 

- Y tú has aceptado? 

- Todavía no. 

- Puedes aceptar y casarte con ella. 

- Casarme con ella? 

- Pues qué, no es una fortuna encontrar una muchacha sin padre ni madre, ni perro que le ladre? Así no tendrás suegros que te incomoden, ni siquiera habrás de besarles la mano al salir de la iglesia el día de tu casamiento. Oh! ella no te tiene tanto amor como yo, pero tiene más oro. 

- Pero qué tiene que ver una cosa con otra? 

- Tan torpe eres que no comprendes sus intenciones? No conoces que esta chica, desesperada porque no hay quien la pretenda, trata de comprarte como se compra una mula en las ferias de Sineu? Ah! yo no te hubiera vendido por todo el oro del mundo.

- Y yo no quiero mi libertad sino para ser tu esclavo. Estoy decidido. Plegue a Dios que no me arrepienta nunca de mi determinación.

Más fácil es de conservar un secreto entero que descantillado. Empezar una confidencia viene a ser lo mismo que empezar a rodar por un declive, y la curiosidad empuja hasta que se llega al fondo. Arnaldo refirió todos los pormenores de su conversación, los celos de Paula hicieron saltar lágrimas de sus ojos, el llanto enardeció la pasión de Arnaldo, y esta como helado cierzo despojó de sus nacientes florecillas el corazón de la desgraciada Irene.

Acercábase el día señalado a los quintos para ingresar muy de mañana en las filas del ejército. La víspera de este día, después de haberse despedido de sus amigos y de su amada, triste y solo subía Arnaldo la empinada cuesta que conduce a la ciudad, cuando en una revuelta del camino encontró a Irene sentada sobre un haz de leña que había recogido en aquella espesura. La pobre joven se enjugaba los ojos con la punta de su delantal; pero sus lágrimas rebeldes se obstinaban en romper el débil freno que su voluntad trataba de imponerles.

- Irene! Tú por aquí a estas horas?

- He venido a decirte adiós, ya que no he merecido que vinieses a casa para despedirte.

- Tienes razón. Soy un desagradecido. Después de tus generosos ofrecimientos...

- Pudiste no admitirlos; pero no debías desconocer que mis palabras partían de un buen corazón.

- Y tan bueno como es el tuyo! Quién hubiera hecho conmigo lo que tú hiciste?

- Creía que te disgustaba la vida de soldado, que deseabas ser libre. Hubiera estado tan contenta de contribuir a la satisfacción de tus deseos!

- Había yo de aceptar un beneficio cuando estaba seguro de no poder recompensarlo?

- No podías recompensarlo? Tan poca confianza tienes en Dios, en la fuerza de tus brazos, y... y en la virtud de tu agradecimiento? Oh! no hablemos de esto.

- Pero, tú lloras.

- Pues qué, no son tristes todas las despedidas? No te vas por un plazo bastante largo? Y cuando vuelvas, quién sabe si descansaré ya en la huesa, y allí sola... sola y abandonada, porque, quitando a mi nodriza, a nadie tengo en

el mundo que me llore, nadie que rece un padre nuestro por mi alma.

- Aparta de ti semejantes ideas. De qué sirven tan funestos pensamientos? 

Sé yo por ventura si una bala me registrará las entrañas, o si un sable enemigo me abrirá la cabeza como una granada madura.

- No, la Virgen del Carmen te preservará de ese peligro.

Se lo rogaré con tanta devoción que estoy cierta de que ha de escucharme. Además...

- Qué?

- Te traigo un escapulario. No por recuerdo mío sino para defensa tuya has de llevarlo. No oíste al cuaresmero la noche que nos refirió el ejemplo de aquel caballero que viéndose acometido en un bosque invocó a la Virgen del

Carmen, y las balas de sus enemigos se aplastaron en el escapulario que llevaba como si hubiesen tropezado en una roca?

- Esta dádiva tuya sí que la admito con mucho gusto. Y mientras Arnaldo besaba y se ponía el escapulario bendito continuaba Irene.

- Si supieras cuánto lo aprecio! Tenía intención de que me enterrasen con él; mas ahora prefiero que lo lleves para que la Virgen te proteja. No te acuerdas de aquel día que bajabas del monte y me diste un ramito de brezo florido?

- No.

- Tampoco te acuerdas! Pues yo lo tengo presente como si fuese ayer. Era un domingo. Aquel día estaba tan alegre! Qué sé yo por qué estaba tan contenta? Me acuerdo que fui a la iglesia y tomé ese escapulario y lo guardé junto con el ramito de brezo... Pero es tarde. Adiós. Adiós. 

- Y te vas sin dejarme que te estreche la mano? 

- Mi mano... no la doy en los campos, si he de darla ha de ser en la Iglesia. 

Una fugaz sonrisa brilló en sus labios, y cargándose el haz de leña empezó a descender apresurada. Apresuradas también descendían por sus pálidas mejillas lágrimas copiosas. 

Arnaldo se quedó parado como si no supiera lo que le pasaba. Por un momento aquella soledad le pareció horrorosa, y sin embargo sentóse, y puesta la cabeza entre las manos empezó a decirse: Esta Irene! Por qué no he conocido hasta ahora el excelente corazón de esta muchacha? No es tan hermosa; mas si tuviese ahora que escoger... Una imagen demasiado clavada en su fantasía para que dejara de aparecerle en tal coyuntura vino a interrumpir el curso de sus meditaciones. Parecióle ver a Paulita que le arrojaba una mirada de fuego, y puesto otra vez de pie volvió a trepar la montana, entonando una cancioncilla para darse resignación y fortaleza.


II.

Seis años transcurrieron, y por el vericueto de la misma montaña descendía Arnaldo una tarde, que era cabalmente la del día en que con actos religiosos y tradicionales regocijos celebra aquel pueblecillo la festividad de su santo patrono. Esta circunstancia iba a dar mayor solemnidad a la sorpresa que en su mente acariciaba. Los resabios de la vida militar añadían algo a su nativa apostura: marchaba erguido y so largo paso devoraba el camino. Vestía no el traje antiguo de los payeses mallorquines, sino el adoptado por la juventud que va relegando al olvido las calzas huecas y la majestuosa cabellera. Iba de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, y el cuello de su listada camisa doblado sobre un pañuelo de color sujeto con una sortija de plata. Colgada de un listón de seda traía en un cañuto su hoja de servicios con excelentes notas, colgado de un bastón atravesado en el hombro su modesto equipaje, y metido en un pañuelo atado a la cintura el fruto de sus ahorros. Corta era esta cantidad, pero suficiente para comprar lo más preciso de un rústico menaje, y cubrir los gastos indispensables de su casamiento con Paulita. Porque la imagen de esta linda joven conservábase en su memoria tan fresca y lozana como en el día de su partida. Nada habían podido contra ella ni los riesgos ni las distracciones de la milicia. Había visto muchas caras nuevas; pero ninguna a su juicio más atractiva y hechicera. Sus fugitivas impresiones asemejábanse a las huellas levemente diseñadas en la arena, al paso que la dejada en su corazón por el rostro de Paulita se parecía a la huella que grabase en una roca el cincel de un marmolista. Al principio había contado los años y los meses, después semana por semana y día por día los que le faltaban para llegar al dichoso término de sus esperanzas, y entretanto, como para mitigar los rigores de la ausencia, cruzábanse cartas llenas de extravagantes hipérboles y de manoseados conceptos, que alimentaban su pasión con el aire de lisonjeras ilusiones. 

Magnífico espectáculo tenía a la vista. Descollaba a su izquierda la peñascosa cima del monte de Galatzó, como una gigantesca pirámide construida por una horda de salvajes, y plantada sobre un inmenso pedestal cubierto de encinas y pinares. Extendíase la sierra por ambas partes, como dos alas que mojasen sus puntas en el mar, apartando sus convexas pendientes matizadas de verdura. Veíase a lo lejos el pueblo, como un montoncillo de piedras que asoman por entre el verdor de la maleza, y más lejos aún el mar, el mar que aquella mañana misma surcaba Arnaldo para desembarcar en el puerto de Palma. Las cerúleas olas convertidas en blanquizca superficie besaban ya el limbo inferior del astro-rey, que parecía haberse despojado de sus rayos deslumbradores y envuelto en un sudario de tul encarnado. La vista podía clavarse en él tan fácilmente como en el disco de la luna, y su luz no teñía ya ni siquiera las últimas crestas de los montes fronterizos. Terminaba su carrera como un rey a quien antes de espirar le arrebatan la corona. Poco a poco, y cual si quisiera retardar el momento de echar su postrer mirada a la tierra, sumergíase entre dos ralas nubecillas que aparecían como nevadas montañas de una isla remota. Ni luminosas ráfagas, ni purpúreos celajes brotaron de su última huella. Pero Arnaldo no era bastante aficionado a poéticas contemplaciones para que este nuevo espectáculo disminuyera la rapidez de su marcha. Aquella tenue claridad que se recogía en el confín del horizonte, aquel reposo de la atmósfera, aquel silencio de las aves, aquellas moles sombrías que se levantaban tan imponentes y ceñudas, aquella calma que se asemejaba al estupor de la naturaleza nada dijeron a su corazón, en que hervía la esperanza de ajustar muy pronto sus latidos al compás de los que daría el corazón de Paulita. 

En clara y estrellada noche de verano experiméntase una sensación muy agradable al oír de lejos la gaita mallorquina, que despierta los ecos de silencioso valle, acompañada ya de los ladridos del mastín, ya de las esquilas y balidos de numeroso rebaño. Deliciosa es aquella voz de la soledad a pesar de lo trivial y rústico de sus melodías, y no lo es menos para las jóvenes campesinas a quienes trae alborozadas el deseo de lucir sus gracias, cuando resuena en la estrecha plaza de la aldea, y las convida a tomar parte en los festejos del día consagrado a la memoria de su tutelar y patrono. 

Día privilegiado en que al aire libre se entregan al placer de modesta danza, y se sienten halagadas con el público obsequio de los mozos que las galantean. 

De pronto llegaron a los oídos de Arnaldo los rumores del campestre regocijo, poco tardó en descubrir los muros de la vieja torre dorados con los oscilantes reflejos del tedero que iluminaba la plazuela, y menos aún en hallarse en medio del apiñado concurso estrechando la mano de sus deudos y conocidos. Menudeaban preguntas y respuestas, y cien veces en tres minutos estuvo a pique de caer de sus labios el nombre de Paula, cuando la vio venir precedida de la gaita y del tamboril, acompañada de los obreros o mayordomos de la fiesta con sendas cañas verdes en la mano, y a su lado un hombre que frisaba ya en la edad madura. Sus faldas de muselina en que los más opuestos colores trazaban caprichosos dibujos, su corpiño de seda, su rebociño de encaje, su cadena y botonadura de oro dieron algo que pensar al joven licenciado que no podía atinar de dónde provenía ese lujo. Eran tan pobres ambos cuando él se marchó al ejército! A esta novedad se le añadía la extrañeza de que Paula, después de la danza cedida a la autoridad local, fuese la primera en ocupar la plaza inaugurando, por decirlo así, la fiesta, honor que no obtienen las jóvenes por sus méritos y hermosura sino por la generosidad de los que intentan obsequiarlas. Por otra parte estaba en la persuasión de que su acompañante era casado y no tenía antecedente alguno para sospechar una perfidia. 

Punzábale el pecho la impaciencia de aclarar este enigma; pero teníanle como embelesado los graciosos movimientos de su querida prenda, que continuaba ejerciendo su fascinadora influencia aun después de haber despertado la mala víbora de los celos. Gozaba y padecía al mismo tiempo, mas luego que la vio recoger su abanico y sentarse en uno de los bancos, que cerraban el pequeño espacio destinado al baile, se abrió paso a viva fuerza, se plantó a sus espaldas y a media voz le dijo: 

- Paulita! 

- Jesús mío! Tú por aquí? 

- Como que te haya asustado mi presencia. Pues qué, no me esperabas? 

- No tan pronto. 

- Ni anhelabas mi venida? 

- Si he de decir la pura verdad... pero, a qué vienen esas preguntas? Estás bueno? 

- Lo sé yo si estoy bueno? Si un médico observase ahora los golpes que me da el corazón quizás tampoco podría decírtelo. Pero, qué es esto? Tan poca alegría te causa el verme? 

- Sí, me alegro de que no te haya sucedido desgracia alguna, de que te halles sano y salvo de todo peligro. 

- Lo dices con una frialdad que hiela mis entrañas. Si has de darme un vaso de veneno haz que lo beba de una vez. 

- Pues, Arnaldo, hablando en plata, a quien se muda Dios le ayuda. 

- Paula! 

- No me rompas la cabeza con quejas y lamentos. Busca tu conveniencia que yo tengo ya la mía. 

- Y tus juramentos? 

- De agua pasada no muele molino. Era muy niña entonces, y no me acuerdo ya de lo que te haya jurado. 

- Oh infamia! Y no te avergüenzas de ti misma? Y tienes aliento para... 

- No armes un escándalo, y ten la bondad de separarte un poco de aquí. 

- Con que, por unos cuantos años de ausencia... con que tienes otro galán? 

- Que dentro de dos semanas será mi marido. 

- Antes le haré mil pedazos. 

- Esto será si él te da permiso, que no lo creo. 

- Y quién es este ladrón de mi felicidad, que me la ha robado con tal descaro y cobardía? 

- Hele allí. 

- Un casado? 

- Un viudo. 

- Y por un viudo me abandonas? 

- Tiene para mantenerme a mí, y a nuestros hijos si Dios me los concede. 

- Y no tenía yo mis brazos? 

- Y él tiene sus brazos y sus tierras. 

- Y decías que no me hubieras vendido por todo el oro del mundo! 

Dándose con los puños en la cabeza salió Arnaldo del corro para desahogar a solas su oprimido corazón. La rabia que hervía en su pecho se reflejaba en su encendido rostro, y una especie de momentáneo frenesí perturbaba las condiciones regulares de su carácter y de su inteligencia. Tocaba con sus manos la realidad y le parecía estar luchando con una horrible pesadilla. Destrozaba su pañuelo con los dientes y estaban a punto de saltar lágrimas de sus ojos:  "Qué es lo que está sucediendo? se decía. Es esta la agradable sorpresa que hace pocos momentos me figuraba? Me parecía hallarme a las puertas del cielo, y me veo caído en el infierno. Yo? yo tan alevosamente vendido? Después de la de Judas no se ha visto traición más espantosa. 

Oh! quién había de decírmelo que yo pararía en un presidio? Sí, arrastraré toda la vida una cadena, porque yo he de vengarme atrozmente. Antes viuda que casada, y entonces... entonces le escupiré en la cara. Ya valía más que me hubiese atravesado el corazón una bala enemiga. Tantos cariños, tantos halagos, tantos juramentos, y ahora tanto olvido...!" 

En esto resonaron de improviso unas campanadas que sorprendiendo a casi todos los moradores de aquel pueblecillo, aglomerados entonces en el estrecho recinto de la plaza, trocaron su festivo júbilo en un sentimiento de compasión y de tristeza. De todos los labios salía una misma pregunta, y en breve se supo la respuesta. Se iba a llevar el santo Viático a la pobre Irene que se hallaba moribunda. 

Esta inesperada noticia torció el rumbo a las ideas de Arnaldo. “Olvido! continuó diciéndose. Qué injustos somos! Acriminamos en los demás las mismas faltas de que somos reos. Yo también la había olvidado. Ingrato, mil veces ingrato! Bien merezco el castigo que ha caído sobre mi cabeza. Soy un hombre sin corazón y sin entrañas. Tanto amor para aquella mala hembra, y tanto desdén para esa pobre criatura! Yo quisiera arrancarme el corazón con los dientes. 

Yo quisiera... Y ahora enferma de peligro..! No, no ha de morir. Triunfa aquella malvada, y esta infeliz... Salvadla, Dios mío, salvadla. Virgen santísima del Carmen, obrad un milagro. Llevaos mi vida en cambio de la suya. Ah! si vive... 

si vive seré dichoso. Olvido por olvido, amor por amor." 

Oyóse un golpe de campanilla y el más profundo silencio sustituyó luego a la animación y al bullicio: arrodilláronse algunos en la plaza misma, y los más penetraron en el pequeño templo, donde el Vicario, con roquete y pluvial de muy cortas dimensiones, encerraba la hostia consagrada en una bolsa de terciopelo. Arnaldo llegándose de pronto al sacristán y poniéndole algunas monedas de plata en la mano, le dijo que repartiese cuanta cera había en la iglesia, y cumplido su deseo salió el Santísimo, a quien servía de palio el humilde sombrero de teja, precedido de los hombres y seguido de las mujeres con velas en la mano. Nunca en igual caso se había visto allí una procesión más lucida. Marchaban todos rezando en voz baja, y las joyas y chillones atavíos de las doncellas daban cierto aire de extrañeza a su seriedad y recogimiento. Paula formaba también parte de la numerosa comitiva, y al saber que de Arnaldo procedía aquel singular obsequio sintió en su pecho... Mas, qué le interesan ya  al lector los sentimientos de una joven, que si tanto se aventajaba a la pobre enferma en donaire y gentileza, tanto le vencía esta en bondad y ternura? 

Dolorosamente afectado el recién venido del ejército presenció la augusta ceremonia, y la grave impresión que en su pecho producía impuso como una especie de treguas a la violenta lucha de sus pasiones. La muerte y la eternidad se le presentaban con su terrible grandeza a los ojos del pensamiento. Pero por casualidad enderezó los del cuerpo a la cabecera de la cama, y en una pilita de loza, al pie de una tosca estampa de la Virgen, divisó un ramito de brezo enteramente desecado. Sin duda era el mismo que más de seis años antes había cogido en la selva y ofrecido a la desdeñada Irene. Qué revelación más inesperada! Qué censor más elocuente de su conducta! Aquel mudo testimonio de un tierno, silencioso y constante afecto le echaba en cara la sequedad de corazón con que a tanta fé había correspondido. Lágrimas tan copiosas brotaron de sus ojos que quien no le conociese le hubiera tomado por hermano o esposo de la que recibía el óleo santo. 

Rezadas las últimas preces la mayor parte de los asistentes se volvió al interrumpido baile, y Arnaldo salió también a tomar informes, que no pudo lograr tan completos y minuciosos como los que presentan los hechos consignados en el siguiente relato. 

Dado su tierno y quizás postrer adiós al gallardo mancebo que sin saberlo había cautivado su corazón, la desconsolada Irene se dirigió a su casita con el firme propósito de enterrar su pasión en el sepulcro mismo de su pecho. Esperaba alcanzar del tiempo que le traería el bálsamo que cura semejantes heridas: esperaba que poco a poco se irían desgastando los lineamientos de la imagen hondamente grabada en su memoria. De una parte el desdén y la ausencia, de otra el rubor y el silencio, ¿cómo desconfiar de volver a la tranquilidad de su infancia en brazos del olvido? Mas, ni su voluntad decidida, ni su actividad en las faenas del campo, ni sus ocultas lágrimas, única voz de sus íntimos afectos, fueron bastante poderosas para desvanecer las quiméricas ilusiones de que se veía de continuo asediada. Agitábase la pobre víctima como pajarillo que tropieza en la extendida red cuando iba a buscar su descanso en la espesura del bosque. A veces gemía al pie de los altares y exhalaba su dolor en fervientes oraciones; mas luego acudía a su imaginación la idea de la felicidad que hubiera alcanzado si en aquel templo mismo se hubiese bendecido su perpetua unión con Arnaldo. Este nombre, que jamás pronunciaban sus labios, resonaba en sus oídos como una suave melodía las pocas veces que le acontecía oírlo salir de los ajenos. Apoderóse de su pecho una tenaz melancolía, de la cual se resintió en breve su organismo, y fuese para excitar su vanidad adormecida, o fuese para ver si lograba atraerse las miradas de algún otro joven, y combatir su arraigada pasión con otra pasión naciente, resolvió presentarse en la próxima fiesta del Tutelar del pueblo algo más ataviada de lo que solía. Al efecto, acudiendo a su caudalejo y engañando a su nodriza, se dirigieron ambas a la ciudad donde compraron un traje vistoso y algunas alhajuelas de oro, que tal vez fueron parte a labrar su ruina. 

Poco más de un año hacía que Arnaldo estaba de guarnición en el continente, y Paula, todavía fiel, estrenó en la misma fiesta una cruz de filigrana y botonadura de oro, no de tanto precio ni de tanto gusto como la de Irene. La diferencia no era gran cosa que digamos; pero abultada tal vez sin malicia vino a ser como la manzana de la discordia. En aquel reducido pueblo, cercado por una formidable valla de quebrados montes, aislado por decirlo así en un rincón de nuestra isla, semejantes novedades no podían menos de ser tema favorito de conversación entre las comadres y jóvenes casaderas. Hasta las amigas de Paula, por sobra de candidez o de franqueza, no le supieron alabar sus nuevas joyas sin entrar en un examen comparativo, trayendo a colación y poniendo a las nubes las alhajuelas de su antagonista. Estos juicios de Páris despertaron el resentimiento de la Juno lugareña. Punzada ya una vez por el aguijón de los celos no miraba con buenos ojos a la que por un momento le había infundido crueles zozobras, y ajada su vanidad mujeril se le enconó la herida hasta el punto de soltar picantes alusiones a la ilegitimidad de su nacimiento. Este infortunio, que parecía olvidado o cuando menos completamente desatendido, se hizo entonces, merced a los amaños de la envidia, objeto de hablillas y motivo injusto de pequeños desaires: cosa por cierto no muy conducente a levantar el espíritu abatido, ni a restablecer la quebrantada salud de la pobre Irene. Y no se detuvo aquí la comezón de humillarla. Para explicar el origen de aquel gasto misterioso, y al juicio de todas sus amigas incomprensible, Paula empezó con reticencias y expresiones embozadas concluyendo por decir lo que ella sola sabía. No era una tacha el ser rica; pero la procedencia del pequeño capital atestiguaba la de Irene, arrebataba a su nodriza el título de madre, y lo que había de ser futuro remedio de su pobreza se convertía en pregonero de su orfandad y desdicha. 

Y no hay que decir si al circular de boca en boca aquella noticia se mezclarían a sus comentarios fábulas y exageraciones. 

Lo que en confianza se había dicho llegó a ser con el tiempo uno de aquellos secretos que conoce todo el mundo menos aquel a quien importa que no sea conocido. Irene a lo que se creía guardaba un tesoro oculto, tesoro verdaderamente encantado, puesto que en nadie excitaba la codicia de compartir su posesión aspirando a la mano de su dueño. Este desvío no dejaba de entristecerla un poco, bien que por otra parte se complacía en que nada le impidiera entregarse a sus quiméricas ilusiones, y en que la figura de Arnaldo libremente campeara en la soledad de su pensamiento. Su pasión, contenida al principio en los límites de la honestidad y del decoro, al verse desnuda de toda esperanza se transformó en una especie de sentimiento ideal que la sobrepujaba en intensidad y pureza. Así pasaron algunos años, sin recibir más consolaciones que el cariño de su nodriza y las afectuosas palabras del anciano sacerdote que la guiaba por la senda de la piedad cristiana y de la resignación a la voluntad divina. 

Una tarde en que el sol había ya desaparecido hallábase fuera la nodriza, y la pobre huérfana, sola en su aislada casita y algún tanto indispuesta, se vio de repente acometida por un hombre embozado hasta las cejas en un grueso capote y cubierta la parte inferior del rostro con un pañuelo oscuro. Entrar, cerrar la puerta, atrancarla y coger a la joven de un brazo había sido obra de un momento. Sobrecogida de terror quiso arrojar un grito y le faltaron las fuerzas. 

- Cuidado con lo que haces, le dijo el embozado llevándose un dedo a la boca, que si oigo el menor chillido no sé si podrás contarlo. No soy ladrón ni asesino; pero lo seré si me obligas a serlo. Necesito dinero, y de grado o por fuerza tienes que prestármelo. 

Irene más muerta que viva no podía responder sino con lágrimas y sollozos. 

- Déjate de aspavientos, continuaba aquel, no quiero más que diez onzas. Si las cosas me salen bien te las devolveré con buenos intereses, si no mayores caudales se han perdido. 

- Pero..! exclamó la joven sin saber como continuar la frase. 

- No hay peros que valgan. Date prisa, replicaba el bárbaro agresor sacudiéndole el brazo que apretaba con sus callosos dedos como si fuera con unas tenazas de herrero. 

- Y cómo queréis que tengan dinero dos pobres jornaleras como nosotras? 

- Tienes el que te envió tu padre. Todo el pueblo lo sabe. 

- ¡Arnaldo! ¡Arnaldo! exclamó la joven, para quien fue un dardo agudo el ver que Arnaldo había faltado a su promesa. 

- No tienes que implorar socorro de nadie, porque mis puños... Dónde guardas ese dinero? 

- No quiero decirlo, no quiero darlo. 

- Dónde está ese dinero? 

- Virgen santísima del Carmen! 

- Sabes, niña, dijo el otro cambiando de tono y ensalzando la inflexión de su acento, sabes que con esas lágrimas y todo eres bastante hermosa, y que es lástima... 

- Ah! gritó la joven al ver los ojos del embozado que ardían como dos ascuas de fuego. Y comprendiendo rápidamente que todavía pudiera sobrevenirle mayor infortunio se apresuró a decir: abrid ese arcón y envuelto en un trapo hallaréis el dinero, tomadlo, y partid. 

El malvado no se lo hizo decir dos veces. 

A su vuelta la nodriza encontró a su querida Irene tumbada sobre el humilde jergón, arrasados sus ojos de lágrimas, acometida de recia calentura y a ratos de convulsivo estremecimiento. El susto no había sido para menos. Su natural consecuencia fue una larga enfermedad que puso a la joven en grave riesgo y de la cual puede decirse que no llegó a quedar completamente restablecida. 

La que la había alimentado con su leche hizo por ella cuanto hiciera si la 

hubiese llevado en sus entrañas, y el anciano Vicario visitándola diariamente la trató como a la más querida ovejuela de la pequeña grey que le estaba encomendada.

Irene se había prometido a sí misma no soltar palabra acerca de su funesta aventura; pero al cabo la refirió a la nodriza, y esta no cerró con llave la dolorosa noticia que se le comunicaba. Pronto llegó a ser tan pública como si aquel pueblo estuviese familiarizado con los periódicos, y en uno de ellos se hubiese puesto por gacetilla. La autoridad local quiso tomar cartas en el asunto, pero después de tantos meses era muy difícil sacar nada en limpio. Sin embargo las presunciones recayeron sobre un mozallon (mozarrón) alto, fornido, holgazán y pendenciero que en aquella época había desaparecido. Susurrábase que se había embarcado con dirección a Gibraltar en un buque contrabandista, y no se tenía por inverosímil que hubiese echado mano de tan violento recurso para hacerse con una pacotilla de telas y géneros de ilícito comercio. Quizás estaba en su ánimo subsanar el hurto; pero añadíase que el buque había corrido una gran tormenta y naufragado en las costas de Berbería

Sobrados motivos tenía Irene para desterrar de su pensamiento al que tan dura recompensa había proporcionado a su cariño. Por la indiscreción de Arnaldo se había visto a las puertas de la muerte: por su ligero proceder había pasado por unos momentos más angustiosos que la muerte misma. Y qué era ya la ingratitud con que había desdeñado sus ofrecimientos al lado de la infidelidad con que había quebrantado su promesa? Y con todo la causa de Arnaldo se discutía ante un tribunal predispuesto y decidido a conceder la absolución más amplia y generosa. Los hechos le acusaban, la abnegación le defendía, y el corazón de Irene si no sabía como disculpar perdonaba noblemente la culpa. 

Quizás no fue tan fácil en perdonar a Paula cuando supo que escuchando la voz del interés preparaba días de amargura al que tan ciegamente la idolatraba, y empezó a compartir los pesares de su querido ausente mucho antes que él pudiera sentirlos. Cada lágrima que este llorase había de ser para ella doble tormento. Encendía su indignación la vergonzosa inconstancia de la que le había arrebatado gozo y dicha subyugando el corazón de Arnaldo; pero al través de las pardas nubes que cubrían su porvenir creyó divisar unos pequeños resplandores, y se figuró que aún podía brillar en el cielo la estrella de su esperanza. 

Meteoro que no estrella fue aquel resplandor engañoso. El mismo día que el licenciado del ejército desembarcaba en el muelle de Palma, Irene asistía a la misa mayor, y después fue como todo el pueblo a presenciar las corridas. Sentada en el suelo al pie de un olivo tomaba parte en esta popular diversión, y como la que estaba a su lado aplaudiese la agilidad del corredor que había obtenido el premio, díjole Irene: 

- Por cierto que este no comería del gallo si hubiese tenido que habérselas con Arnaldo. 

- Mucho corría, contestó aquella, pero Paula corre más que él, puesto que no ha podido alcanzarla. Cuando vuelva, si es que vuelve, ya podrá correr dentro de un saco así como se estilaba en otro tiempo. 

- Pero si está para concluir el servicio. 

- Para empezarlo de nuevo. 

- Qué me dices? 

- Tan atrasada estás de noticias? No sabes que se ha vendido por sustituto al recibir la nueva de que Paula trataba de casarse con otro?

- Y no me engañas? Y esto es seguro? 

- Pues qué tiene de extraño? Querías que se colgase de un árbol? 

La sacudida moral que experimentó la pobre Irene fue un golpe tan terrible que poco tuvo que hacer el funesto accidente que le dio aquella misma tarde. 

Y de dónde había sacado tal noticia aquella mujer? De un hecho muy natural y sencillo. Una amiga había dicho a Paula: Y qué hará Arnaldo cuando sepa tu resolución de casarte con el viudo? Se venderá por sustituto, contestó la interpelada con sobra de frescura, y la suposición gratuita se había ido transformando en aseveración inconcusa. 

De todos estos pormenores mal pudo enterarse en aquellos momentos el recién venido, pero algo se le dijo del susto que había recibido Irene, del robo de su caudalejo, y de la grave enfermedad que aquel trastorno le había producido. 

Grande fue la ira que concibió Arnaldo contra la que había divulgado el secreto; pero mayor su remordimiento al ver que él había sido el primero en revelarlo. 

Él era quien había hecho traición a la más cariñosa confianza. Hasta él se remontaba el origen del daño. Él era el que por medios tan indirectos causaba la muerte de la que tan religiosamente conservaba su ramito de brezo. 

Penetrado del dolor más agudo que imaginarse pueda, corrió a la casita de la enferma, se abalanzó al lecho y exclamó: Irene! Al oír aquella voz tan querida la enferma hizo un esfuerzo supremo, levantó la mitad del cuerpo, extendió los brazos, abrió sus ojos; pero luego, reconociendo sin duda que en aquella hora no debía perturbarla ningún pensamiento de este mundo, los cerró de nuevo, se dejó caer sobre la cama, se volvió del lado de la pared, y permaneciendo en esa postura al cabo de una media hora exhaló su último aliento. 

Arnaldo quedó petrificado: ni fuerzas tenía para llorar: aquellos dos golpes tan duros, tan imprevistos, tan simultáneos le habían quebrantado el corazón. 

Se quitó el escapulario de la Virgen del Carmen lo puso al cadáver, y recogió el ramito de brezo. Parte de sus ahorros de soldado la invirtió en sufragios y parte hizo tomar por fuerza a la nodriza. Dejó el pueblo nativo, se retiró a la montaña y emprendió el oficio de carbonero. 

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XLIV.


CAPÍTULO XLIV.

De Armengol de Moncada, primer conde de Urgel, y vida de san Hermenegildo, de quien deriva este nombre. - De como el nombre de san Hermenegildo fue muy recibido en España, y de los muchos nombres que de este se han formado.- Prosíguense los hechos que se saben de Armengol de Moncada.

Dapifer de Moncada quedó en el lugar de Otger Catalon, y por muerte de él, le eligieron sus compañeros capitán, cabeza y caudillo, y lo fue toda su vida. Este Dapifer dejó un hijo, que se llamó Arnaldo de Moncada, y por muerte del padre, sucedió en el cargo y gobierno de las poblaciones que había en los montes Pirineos, en nombre del rey de Francia, señor de Cataluña. Murió Arnaldo, y dejó un hijo llamado Armengol, que sucedió en el cargo. Esté vivía cuando Carlo Magno entró en Cataluña, y gobernaba, a más de los montes Pirineos, la tierra de Cerdaña, Pallars, Urgel, Empurias y otras muchas. En su tiempo se edificaron los más de los castillos que hay en aquellos montes, que, como eran guarida y retirada de los cristianos, procuraban todo lo posible que estuviesen con la debida fortificación, para poder mejor resistir a los moros que continuamente les molestaban. Fue esta venida de Carlo Magno el año 791, o el siguiente. Conoció Carlos a Armengol, y le trató y tuvo claras señales de su valor y merecimientos, y vio con sus propios ojos los servicios que de Dapifer y Arnaldo, su padre y abuelo, había recibido, y que el nombre francés se era, por su valor y esfuerzo, conservado en Cataluña. Esto y ser Armengol de gran linaje, le dio motivo para honrarle como lo merecía: dióle título de conde de Urgel, Rosellón, Empurias, Cerdaña y Pallars, y fue el primero que gozó de estos títulos juntos, y con mucha razón, por debérsele a él y a sus ascendientes mucha parte de la conservación y conquista de aquellas tierras; y el título que usaba primero, anteponiéndole a los demás, era conde de Urgel, y así es comunmente llamado. En memoria suya quedó que los condes de Urgel, sucesores suyos, tomaron este nombre de Armengol, que por muchos años duró en aquella ilustre casa y familia. Es forzoso en aquesta historia nombrar infinitas veces este nombre Armengol, el cual era tan propio de los condes de Urgel, que cuando decían el conde Armengol, por antonomasia, se entendía el de Urgel; y eran ellos tan celosos de conservarle, que obligaban los padres a los hijos lo conservaran sus descendientes, y Sunyer, tercer conde de Urgel, a dos hijos suyos dio este nombre, como veremos en su lugar.
Es este nombre y suena lo mismo que Hermenegildo en Castilla, y se toma del glorioso rey mártir san Hermenegildo, honra y lustre de todos los reinos de España, y más de la ciudad de Tarragona, donde padeció martirio y se guarda su cuerpo.
La vida y martirio de este santo escribieron muchos autores antiguos y modernos; pero como no habían llegado a noticia de ellos (porque aún no se eran hallados) los fragmentos históricos de Lucio Dextro y cronicon de Marco Máximo, obispo de Zaragoza, su devoto y contemporáneo; no pudieron escribir con puntualidad igual a la de este autor, que fue testigo de vista; y así, por honra de este bienaventurado santo y por la memoria que de él quedó en los condes de Urgel, y en honra de su nombre, del que, aunque corrompido, cada paso se hace mención en este libro, he querido escribir aquella, como cosa muy de mi propósito e intención.
Fue este santo español de nación, hijo primogénito de Leovigildo o Levigildo, godo, rey de España (Ludwig, Luis), y de la reina Teodora, que fue hija de Severiano, capitán general del rey y gobernador de Cartagena y su distrito, y de Teodora su mujer, varones de gran virtud y santas costumbres. De estos fueron hijos san Leandro, arzobispo de Sevilla, san Fulgencio, obispo de Écija, san Isidoro, que sucedió a su hermano en el arzobispado de Sevilla, y santa Florentina, abadesa y maestra de muchas monjas y vírgenes dedicadas al Señor. Nació el año 562, siendo pontífice romano Pelagio (Pelayo, Pelaya, Pelaia, Pelagia, como el mote de mi abuela Mercedes). Faltóle su madre Teodora a los tres años de su edad y 566 de Cristo, mujer santa y católica, a quien no se apegó ningún contagio de la herejía del rey su marido: murió en Toledo, y fue sepultada con gran dolor y sentimiento de la ciudad y de los suyos en la iglesia de santa Leocadia Pretoriense, en el arrabal de Toledo, sobre el río Tajo. No tardó mucho tiempo en tomar el rey otra mujer, aunque muy diferente en costumbres de la primera; llamábase esta Gosvinta, viuda del rey Atanagildo, su predecesor, mujer astuta, maliciosa e inficionada de la secta arriana, de quien no leemos que quedasen hijos. Deseaba el rey ver casado a su hijo primogénito, y por eso pidió por nuera a Indegunda, hija de Sigiberto o Heriberto, hijo de Clotario primero, rey de Francia, y Brunequilda, reyes de Austrasia. Para esto envió Agila, su tesorero; pero porque la edad de Indegunda era poca, se dilató el matrimonio siete años. El siguiente tomó el rey por compañeros del reino a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo, con que les aseguró la sucesión y excluyó a los godos de elegir rey; y de aquí le quedó el título de rey a Hermenegildo, aunque murió en vida del padre. Creció la novia y vino a España el año 580: era de edad de diez y seis años, hermosa sobremanera, dotada de reales y cristianas costumbres: vinieron en su acompañamiento Eugenio o Epifanio, arzobispo de Toledo, a quien en los arquiepiscopologios de aquella Iglesia llaman Eufimio; Fortunio, obispo Pictaviense; Salviano, Aligense; Frontiniano, Acuense; Beltrinio, Burdegalense; Gregorio, Turonense, y con lo mejor de la nobleza de los reinos de Francia y España. Veláronse los novios en la iglesia de santa María de Toledo. Sintió mucho la novia que el rey su marido estuviese inficionado de la herejía de Arrio, pero confiada del favor del cielo, con sus continuas exhortaciones y ayudada con cartas de San Leandro, tío de su marido, dejó la herejía y confesó la fé católica, admitió el concilio Niceno, y se declaró patrón y amparo de los católicos. Sintióse de esto el padre, y le amonestó que se apartase de ellos y dejase de favorecerles; la madrastra Gosvinta tratábala mal, tomóla un día por los cabellos y arrastróla por el suelo, dejóla toda ensangrentada, y un día la echó en una alberca con gran peligro de ahogarse, y estaba llena de odio y rencor contra de ella, por ser católica y haber reducido a su marido al cristianismo. Los católicos, contentos de tener de su parte al príncipe y sucesor del reino, tomaron las armas: declaráronse por el príncipe y por católicas las ciudades de Córdoba, Sevilla, Murcia, Orihuela, Évora y otras. Movióse cruel guerra; sitió el rey en Sevilla a su hijo, que confiado de algunos pocos romanos que aún quedaban en España, se era fortificado en ella; pero ellos, cual otros Juda,s fueron traidores al príncipe y le entregaron al rey su padre, que le metió en duras y horrendas prisiones en Sevilla, que son las que describe Ambrosio de Morales en su historia, de las cuales salió dando rehenes, y metiéndose so la obediencia del rey su padre las ciudades y pueblos que habían seguido su voz; pero esto duró poco, porque el año siguiente, después de salido de la cárcel el príncipe, el rey le volvió a perseguir. Cercóle en una villa de Portugal, llamada Osset, y le tomó y llevó a Toledo, y allá le metió en la cárcel. Estando el santo detenido en ella, se congregó en aquella ciudad un conciliábulo de obispos arrianos; presidió en él Pascasio, que se intitulaba obispo de Toledo; Vincencio, obispo de Zaragoza; Sumnio y Nepontiano, obispos de Mérida; Hugo, de Barcelona; Murila, de Valencia; Argimundo, Portucalense; y Gardingo, Tudense, y otros de la misma secta. Lo que salió de aquella maldita y execrable junta dice Ambrosio de Morales, libro undécimo, capítulo sesenta y cinco; y porque los obispos católicos y otras personas contradijeron a lo declarado en aquel conciliábulo, el rey los desterró, y en esta ocasión fue el abad Juan de Valclara desterrado a Barcelona, el que escribió muchas cosas de este santo, el cual, librado de la cárcel que había padecido en Toledo, el año siguiente de 583 se retiró a Sevilla, donde le cercó otra vez el rey su padre; y porque debió hallar alguna resistencia, llamó en su favor a Miron, rey de los suevos, que entiendo reinaban en Galicia, y gran copia de gentes, con cuyo favor prendió el rey en Córdoba a su hijo, que de Sevilla se era retirado en aquella ciudad. De aquí le mandó otra vez desterrado volver a Sevilla, y después a Toledo, y de
aquí a Valencia. Duraron estas peregrinaciones algunos meses, y por quitarle el rey su padre de los ojos de los súbditos, cuyos corazones iban tras él, y más los de los católicos, le mandó prender otra vez, y así preso y con ejército que le servia de guarda, le envió a Tarragona y le mandó meter en una cruel y estrecha cárcel. No le faltó aquí la consolación de Dios, que le envió tres santísimos varones, que eran el arzobispo de Toledo, el abad Juan de Valclara, que estaban aquí desterrados, y Eufemio, que fue arzobispo de Tarragona, que le exhortaron y animaron, aunque secretamente, por temor de los arrianos, a sufrir aquellos y mayores trabajos por la fé santa de Cristo señor nuestro. Vivía en aquella ocasión en Tarragona Pascasio, arzobispo intruso de Toledo, hereje arriano, y por mandado del rey, la vigilia de Pascua fue a la cárcel, y allá quiso con su sacrílega mano comulgar al santo príncipe, que indignado del atrevimiento de aquel desvergonzado hereje, no quiso recibir la comunión, antes bien con ira y odio le echó de sí, dándole las razones y reprehensión que dice Ambrosio de Morales, de lo que el padre se sintió mucho, e irado sobremanera, de una vez quiso acabar con el hijo, y mandó a Sigiberto, capitán de su guarda, que le matase. Este obedeciendo al impío rey, que no debiera, fue a la cárcel y con una alabarda o maza de armas, o con un puñal, como dice
Escolano en la historia de Valencia, le hirió de muerte; y debieron ser, sin duda, muchas las heridas que le dio, porque en la sagrada cabeza de este santo, que hoy está en el Escorial, donde fue llevada desde el monasterio de Xixena, del orden de san Juan, en Aragón, tiene un ahujero cuadrado en la coronilla y otros más abajo, a manera de cuchilladas. Con estas y otras heridas salió aquella bendita alma, y coronada con la auréola de martirio voló a su Criador, que para tanta gloria suya y honra de España la había criado, honrándola con una infinidad de milagros, como fueron, en el silencio de la noche oír músicas celestiales sobre su cuerpo y salir una sobrenatural resplandor que, quitadas las tinieblas de la cárcel, la volvió más clara que si el sol diera en ella. Estos y otros milagros enseñaron a los fieles que debían reverenciarle como a cuerpo de mártir glorioso. Asistían en aquella ciudad el arzobispo de Toledo y otros obispos, y el abad Juan de Valclara: estos, juntos con el arzobispo de Tarragona y muchos seglares, con grandes llantos y sentimiento le sepultaron en la iglesia de santa Tecla de Tarragona, como dice Marco Máximo, obispo de Zaragoza, contemporáneo de este santo, y hoy por nuestros pecados y poca devoción de aquellos a quien toca, no sabemos en qué parte, aunque muchos dicen que en aquella iglesia está sepultado un santo, pero ni saben quién es, ni dónde; y yo tengo por cierto que este santo fue sepultado, no en la iglesia catedral, mas en otra que está no muy lejos de ella, de edificio antiguo, que llaman santa Tecla la Vieja, de la cual Luis Pons de Icart, en sus Grandezas de Tarragona, dice estas palabras: «y por esto se dice que, siendo en Tarragona san Pablo, mandó edificar la iglesia de santa Tecla la Vieja so la invocación de la dicha santa, la cual devoción se ha siempre tenido en Tarragona, y de entonces acá la tienen por abogada y protectora;» y he notado yo que está esta iglesia, aunque pequeña, llena de muchos sepulcros antiguos, que denotan mayor antigüedad, sin duda, de la que tiene la iglesia mayor y metropolitana de aquella ciudad, aunque ambas a dos son muy antiguas. La cabeza de este santo y
buena parte de su cuerpo, poco después de muerto, Marco Máximo, obispo de Zaragoza, devoto suyo, la tomó y llevó a Zaragoza, enriqueciendo con tal tesoro la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, y de aquí vino la cabeza a Xixena, de allí al Escorial, por medio del obispo de Vique y de Juan Francisco de Copons de la Manresana, caballero catalán, como lo refiere largamente Alonso Morgado en la historia de Sevilla. Este Marco Máximo fue contemporáneo de este santo amigo y conocido suyo, y le consoló en sus trabajos, esforzándole al martirio, y continuó la omnímoda historia de Flavio Dextro, y refirió lo que queda dicho; y así, como a testigo de vista, se le debe fé y crédito, mayormente no apartándose de lo que escriben san Gregorio, papa, y el Turonense; Juan, abad de Valclara; don Lucas de Tuy, Paulo Emilio, Roberto Gaguino, Adon, arzobispo de Viena en Francia; Ambrosio de Morales, Baronio, Pisa, Alonso de Morgado, Ribadeneira, Villegas, Marieta y otros graves autores, así contemporáneos del santo, como modernos; y dice Marco Máximo, hablando de este santo: quem martirem ego de facie novi, et saepius allocutus sum, cum esset in custodia patris, Hispali, mox Cordubae, rursus Toleti, Valentiae, et postremò Tarraconae, cujus ut devotissimus vitae sanctisimique martirii, carmen hoc ei qualecumque dicavi, quod est index pietatis in eum meae, etc. La mujer del santo se fue a África, y de aquí a Sicilia, donde murió y allí fue sepultada; un hijo que tenía, llamado Teodorico, fue llevado a Constantinopla, donde san Leandro, tío de su padre san Hermenegildo (que estaba allá para negociar con el emperador que favoreciese los católicos de España), cuándo le vio, se entristeció sobremanera. Murió este santo rey y príncipe de España a 13 de abril del año 586 a los veinte y cuatro años de su edad. El año siguiente murió el rey Leovigildo, su padre, a quien Dios hizo mucha merced, pues le dio conocimiento del error en que estaba y de la persecución y muerte que dio al príncipe su hijo, y abominando de los errores de los arrianos, abrazó la fé católica, y en ella murió a 2 del mes de abril del año 587, muy arrepentido del mal que había hecho, y fue sepultado en Toledo, en la iglesia de Nuestra Señora, la Antigua.
Poco después, que fue el año 588, murió también en Constantinopla Teodorico, hijo de este santo príncipe; y Sigiberto, que fue el que le mató no quedó sin pena, porque fue convencido de graves delitos, y el rey Recaredo, hermano de san Hermenegildo, le castigó muy afrentosamente, mandándole raer el cabello, que era gran ignominia entre los godos, y cegarle, y después le subió en un asno, y con la cola en la mano, a manera de cetro, le mandó pasear por la ciudad y llevar al suplicio. A Gosvinta, madrastra del santo, no le faltó su castigo, porque fue acusada de un grave delito que olía a traición contra del rey Recaredo, que le asignó jueces que conociesen de sus delitos, y por voto de ellos, que eran muchos, con un lazo le quitaron la vida.
Ambrosio de Morales, devotísimo que fue de este santo, trabajó en averiguar todo lo que le fue posible lo tocante a su vida y hechos, y es cierto dijera más, sí más hallara. Refiere este grave autor, que en una dehesa llamada Casa Blanca, cerca de Córdoba, donde hay vestigios de edificios antiguos, halló una moneda de oro de este santo: celébrala aquel autor por insigne antigualla, como cierto lo es, y más por la devoción que aquel buen autor tuvo a aquel santo. Tiene esta moneda a la una parte el rostro del santo sobre un trono, con una cruz en medio de él, y alrededor dicen las letras: Hermenegildi; de la otra parte tiene la moneda una victoria, y la letra que está al derredor dice: Regem devita, como que exhortaba el santo a los españoles que se apartasen del rey, porque con la herejía no les inficionase, siguiendo en esto el consejo del Apóstol, que dice: haereticum hominem post unam et secundam correctionem devita; y con este mote justificó el santo la causa porque había tomado las armas contra su padre, y el católico intento que tuvo en aquella guerra. De este mote hace autor Morales a san Leandro o san Isidoro, tíos del santo. Es esta medalla de oro muy fino, lo que no tenían las de los demás reyes godos, argumento de ser ella verdadera y no contrahecha, que la curiosidad en estas cosas se contenta de metal más bajo y no tan costoso como el oro. Don Antonio Agustín, en sus diálogos de las medallas, no parece que la tenga por verdadera; pero yo creo que él no debió de ver la que tenía Ambrosio de Mavales, sino otra diferente, que, aunque de oro, debía estar mal labrada o consumida del tiempo, cuya antigüedad no dejó distinguir en ella lo que Morales en la suya; el cual a buen seguro que no afirmó lo que no era, y más en cosa tocante a este santo, de quien se confiesa muy devoto, y reconoce por su medio haber alcanzado de Dios muchas mercedes.
El nombre de este santo y esclarecido mártir fue muy recibido en España, y mucha gente principal por devoción suya (como se echa de ver en muchas escrituras de los primeros reyes de Castilla después de don Pelayo) le tomaba. En la dotación que el rey don Alfonso, el Casto, hizo a la Iglesia de Oviedo, uno de los testigos se llamaba Hermenegildo: es la data de esta escritura a 16 de noviembre, año 812, y en tiempo del rey don Alfonso, el tercero de este nombre, llamado el Magno, un obispo de Oviedo y un conde de Tuy en Galicia, y otro del Puerto (O porto, Oporto) en Portugal, tuvieron este mismo nombre, como parece en el primer concilio de Oviedo, celebrado el año 879; y en un privilegio que tiene la Iglesia de Santiago de Compostela del mismo rey año 881, confirman tres Hermenegildos, el uno obispo, el otro mayordomo del rey y el otro sin título; y después, en tiempo del rey don Fernando, el primero, después de haberse frecuentado mucho, este nombre, se sacó de él un sobrenombre, que era Hermenegildez, así como de Fernando Fernández, de Gonzalo González, de Rodrigo Rodríguez; y este sobrenombre Hermenegildez era muy frecuente en las confirmaciones de los privilegios de este rey, en que anda un Pedro Hermenegildez que se halló en la confirmación de muchos de ellos: después se fue corrompiendo y abreviando algún tanto, y en privilegios de Alfonso, hijo de doña Urraca, confirma muchas veces un Gutierre Hermildes, que en otros privilegios se llama Gutierre Hermenegildez, do se ve claro ser todo un mismo nombre; y en Portugal había linajes y caballeros que lo tomaban por sobrenombre, como Alonso Ermegic, Estévan Ermiges, Alonso Ermiges y otros.
No fue menor la devoción con que veneraron este santo en Cataluña, donde fue muy ordinario su nombre, aunque algo mudado y corrompido, como vemos cada día que diversos lenguajes mudan más o menos, de una manera y de otra los nombres propios, o desgobernando las letras o añadiéndolas o quitándolas a los vocablos; y de aquí quedaron Armengol o Hermegaudo por Hermenegildo, y todo es un mismo nombre, y en muchas escrituras vemos que los que aquí son Hermengaudos y Armengols, en Francia son Irmingarios y en Castilla los llaman Hermenegildos. De esto hay muchos ejemplos; solo referiré algunos: en la fundación de la antigua Valladolid, que hizo el conde don Pedro Anzures a 21 de mayo, era 1133, y de Cristo señor nuestro 1095, que está en el archivo de aquella iglesia, confirma el conde Armengol de Urgel, yerno del conde
Pedro Anzures, y no se nombra ni firma Armengol, sino Hermenegildus; y en muchos privilegios latinos del rey don Alfonso, hijo de doña Urraca, y en otros que trae el obispo de Pamplona en su historia, firma el conde de Urgel, y no se llama sino Hermenegildo, acomodando su nombre al verdadero y original de Castilla. En unos versos que están en la vida del conde Armengol de Castilla, nieto del conde Pedro Anzures, le llama el poeta Hermenegildus; y no solo tomaron este nombre los hombres, mas aún también las mujeres, y es cierto que el nombre de Ermengarda, Ermisenda, Ermesinda y otros semejantes que vemos en escrituras antiguas, es el de este santo, y se echa de ver esto, en que a las mujeres que en unas partes están nombradas con uno de estos tres nombres, en otras las nombran Hermenegildas, y todo es una misma cosa.
Duró por espacio de trescientos cincuenta años que todos los condes de Urgel, a imitación y ejemplo de Armengol de Moncada, tomaban este nombre; y porque cuando heredaron aquella casa los vizcondes de Cabrera se dejó este nombre, el conde don Ponce de Cabrera mandó en su testamento que sus hijos, que eran cuatro, y otros a quienes venía la sucesión de aquel condado, estuviesen obligados a llamarse Armengoles o Ermengaudos, y lo repite muchas veces, encargándolo con grandes veras, porque sabía y se era observado ser este nombre, en la casa y linaje de Urgel, nombre de fortuna y felicísimo, y tanto cuanto duró en ella, gozó paz, felicidad, buena ventura, aumento de estados, paz con los reyes, amor con sus vasallos, sosiego en sus tierras y señoríos, y de felicísimas victorias de sus enemigos; y así nota muy eruditamente un autor, que hay nombres que tienen fortuna, y otros que son desdichados. El nombre de Antonino fue en Roma felicísimo, y lo daban a los Césares en pronóstico de la virtud y valor se prometían de ellos, hasta que lo tuvo Eliogábalo, que con sus pésimas costumbres le afrentó de manera, que de allí en adelante se tuvo por nombre afrentoso. Judas fue apellido sacrosanto desde el principio de la república hebrea hasta que pereció, y así hubo cuatro de este apellido en el colegio apostólico; pero el uno fue tal, que llenó el nombre de ignominia y su malicia le afrentó en gran manera. Los nombres de Fernando y
Alfonso en Castilla son felicísimos, y desgraciados los Enriques, así como los Jacobos en Escocia (James, Jaime, Tiago, Santiago), Carlos en Inglaterra, y los príncipes Carlos en España.
Tuvo el conde Armengol de Moncada en casa del rey de Francia y emperador Carlo Magno y de Ludovico Pío, su hijo, muchos y muy honrados cargos y dignidades: en el año 800 de Cristo señor nuestro fue nombrado virrey y gobernador de la isla de Mallorca por el emperador Carlo Magno, y años después confirmado por Bernardo, su nieto, hijo de Pepino, a quien dejó Carlo Magno lo de Italia. La causa y motivo para dar este cargo a Armengol, fue porque el año 799, que fue uno antes de coronarse emperador Carlo Magno, los moros de África y España causaban grandes daños en aquella isla y vecinas, y los isleños estaban en continuos sustos y temores por no tener donde acudir, por estar por todas partes rodeados de enemigos. Vivieron con este desasosiego hasta el año 800 que pidieron favor a Carlo Magno, prometiendo que si se lo daba, serían sus vasallos. El emperador aceptó la ofrenda muy contento de ser señor de tan fértiles y pobladas islas, y así les dio el socorro necesario para prevalecer contra los enemigos, dándoles por capitán y virrey a Armengol de Moncada, conde de Urgel, para que les gobernase y tuviese en devoción suya, defendiéndoles de los moros que corrían aquellos mares. Estos, sabiendo el socorro que había venido a los mallorquines, dejaron de molestarles y mudaron sus correrías y pasaron a destruir y * y a la vuelta dividieron su armada, y la una parte fue a la isla de Cerdeña, y otra a la de Córcega, donde hicieron grandes daños, talando los campos y destruyendo los pueblos, y llevándose muchos cautivos con lo mejor de aquella isla, y a la que, ricos de la presa, se volvían a África a gozar de ella, tuvo Armengol noticia y salióles con su armada. Trabóse batalla y quedó vencedor, y tomó ocho naves a los enemigos, y dio libertad a más de quinientos corsos que llevaban cautivos. Con esto se volvió con triunfo a la isla, asegurando con esto todos los mares vecinos.
Tomaron de esto los moros tanta rabia, que por vengarse, volvieron a Italia (que a Mallorca ya no osaban) , y dieron sobre Civitavechia, en la Toscana, y sobre algunos pueblos de la provincia Narbonense (Francia); y en venganza de la pérdida de las ocho naves hicieron gran daño en aquellas tierras, y después que hubieron saciado su crueldad, volvieron a Cerdeña, donde hallaron resistencia, porque los sardos estaban prevenidos y mataron muchos de ellos.
Crecía cada día la fama del conde por todo el mundo, en terror y espanto de sus enemigos, triunfó de ellos en mar y en tierra muchas veces, gobernó con gran prudencia la isla de Mallorca, conservándola en devoción del emperador Carlo Magno, y muerto él, de Bernardo su nieto, hijo de Pepino, que le confirmó el gobierno de la isla, y le duró toda su vida.
Murió Armengol en tiempo de Ludovico Pío, hijo de Carlo Magno, siendo conde de Barcelona Bara, el año no se sabe de cierto, mas por evidentes conjeturas se entiende fue antes del 820. Por su muerte volvieron los condados que él tenía, y en particular el de Urgel, a Ludovico Pío, rey de Francia y señor de Cataluña, no, como dice Tomic, por haber muerto sin hijos, sino porque no eran estos títulos hereditarios, como después lo fueron, y solo se daban durante la vida del proveído, con obligación que no pudiese disponer de ellos en favor de sus hijos o descendientes; y con esto queda respondido a la opinión del dicho Tomic, que quiere que Guifre Pelos dispusiese de estos condados entre sus hijos, lo que no pudo ser, porque Armengol de Moncada a Guifre pasaron más de sesenta años, y antes de Guifre hubo otro conde de Urgel, como diré después, que fue
nombrado por Ludovico Pío, y a Guifre le pertenecieron aquellos condados por haber cedido y renunciado en su favor y de sus descendientes Carlos Calvo, rey de Francia, el derecho y señorío que tenía en Cataluña.
De Armengol de Moncada no hallo hijos, antes en las escrituras de aquel linaje consta haberle heredado Oton de Moncada, hijo de Arnaldo. Este Otón sucedió en el cargo de general, y le hallo con él en la conquista de Barcelona con Ludovico Pío, que se dio por tan bien servido de él, que le remuneró con muchos lugares cerca de aquella ciudad, en el Vallés, a cuya cabeza puso el nombre de su apellido de Moncada, y con la mitad de la ciudad de Vique, que por muchos años poseyeron sus sucesores; y de este desciende la ilustre familia de los Moncadas, de quien ha escrito muy docta y elegantemente don Tomás Tamayo de Vargas, cronista del rey Católico, este año pasado de 1638.
Las armas de este primer conde fueron las mismas que él llevaba, propias, de su linaje, que eran, según dice el doctor Beuter, las de la casa de Baviera, de donde ellos descendían; y despues las dejaron, y tomaron siete panes de oro en campo de sangre, esto es, tres y medio en cada una de las dos tiras, y después dividieron el escudo en palo, y a la mano derecha pusieron los siete panes, y a la otra los palos de Cataluña, por haber emparentado con la casa real de Aragón y los que hoy son bajar de aquella.