jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XX

Libro XX.





Capítulo primero.





De los avisos que el Rey
tuvo por el gobernador de Murcia de la venida de Abenjuceff sobre la
Andalucía, y como por la ausencia del Rey de Castilla no había
quien la defendiese.







Siendo ya el Infante don
Alonso
hijo y nieto del Rey, declarado legítimo sucesor en los
Reynos de su padre, y jurado Príncipe de común consentimiento de
todos los Prelados, grandes y Barones, y de los Síndicos de las
ciudades y villas reales de los tres Reynos que en las cortes se
hallaron: determinó el Rey en las diferencias que con el Vizconde y
los demás de su parcialidad tenía, no proceder más con rigor, ni
fuerza de armas contra ellos, pues se le habían humillado, sino con
clemencia, y benignidad hacerlos venir a su obediencia. Además de
haber claramente entendido que mucho antes se le hubieran sujetado,
si las cartas y palabras de don Fernán Sánchez no se los estorbara.
Por donde se vio que la muerte del mismo Sánchez fue causa del
reconocimiento de ellos. Con esto despachadas las cortes pasó de
Lérida a Barcelona, a fin de convocar de nuevo a los mismos, para
que de bien a bien se juzgasen las diferencias, porque quedasen para
siempre asentadas. Pero el mismo día que entró en Barcelona llegó
a él un correo con cartas del gobernador de Murcia, dando aviso como
Abenjuceff Miramamolin de Marruecos con poderosísimo e infinito
ejército que de sus Reynos, y otros había congregado, estaba ya a
la lengua del agua para pasar al Andalucía, con fin de juntarse con
el Rey de Granada que ya lo aguardaba: para volver a cobrar toda la
Andalucía, y según amenazaban, pasar más adelante para hacer lo
mismo de toda España. Además de esto que estaban los lugares
marítimos desiertos de gente y de municiones, y sin ningún aparato
de guerra, y lo peor era, estar por este tiempo el Rey don Alonso
ausente, y por su ausencia las cosas de todos sus Reynos tan turbadas
y perdidas, que si con tiempo no se acudía con el remedio, no solo
sería sojuzgada muy en breve toda el Andalucía pero también
pasaría el mal adelante a los Reynos de Aragón, Cataluña, y
Valencia. Porque tomada la Andalucía se tenía por muy creído que
luego darían sobre Murcia, y por consiguiente se entrarían por el
Reyno de Valencia, y lo demás quedaría seguro. Por tanto le
suplicaba se apiadase de aquellos Reynos, y no permitiese quedar
privados sus propios nietos de todos ellos, y que tuviese cuenta ante
todas cosas con el Reyno de Murcia, que había de ser el paradero de
los enemigos. Como el Rey entendió esta nueva, que ya era vieja para
él, por lo que abajo diremos, no dejó de entristecerse tanto,
sintiendo mucho la ausencia de don Alonso tan fuera tiempo, que era
la causa de tantos daños, y de que los moros se atreviesen a pasar
tan a menudo en España. Pero no por eso perdió un punto de su gran
generosidad y ánimo: ni eran parte la edad y años para dejar de
tener todo el tesón contra la fortuna. Y por no perder cosa de lo
hasta allí ganado en opinión y fama, determinaba de emprender esta
guerra él mismo en persona. Y así respondió con el mismo correo al
gobernador de Murcia, como luego sería él mismo en persona con él,
o enviaría con toda presteza a su hijo el Príncipe don Pedro con
buen ejército en su socorro. Y entendiendo donde estaba recogido don
Alonso le escribió, increpándole duramente por la ausencia tan
fuera tiempo como a sus Reynos hacía, viéndolos puestos en tan
grande estrecho y necesidad, para que acudiese a valerles que él no
le faltaría. Pero don Alonso ni respondió, ni acudió al
llamamiento del Rey, por estar muy recogido hacia las Asturias de
Oviedo en lugares de si fuertes, temiéndose de las conspiraciones
que sus hermanos y vasallos querían hacer contra su persona, por la
muerte de don Fadrique su hermano, y de don Symon Ruyz de Haro, y
otros caballeros, de que le inculpaban. Por lo cual y su tan extraña
condición y trato para con los vasallos, vuelto después a Castilla,
y queriendo señorear como antes, de nuevo fue perseguido por su
hermano don Manuel, e hijo don Sancho que reinaba, y de los mismos
vasallos, con tanto rigor que por sentencia le privaron del gobierno
y administración general de sus Reynos. Cosa rara con haber sido
este Príncipe además de tan supremo letrado como dicho habemos, en
la ciencia de Astrología, y que por su mano fueron recopiladas las
cuatro partidas de la copiosísima y general historia de España, fue
liberalísimo y muy valeroso y guerrero, y que con haber perdido cosa
en todos sus Reynos de cuanto el gloriosísimo Rey don Fernando su
padre ganó: tuvo continua guerra contra el Rey de Granada, y le ganó
el Reyno de Murcia y lo incorporó en la corona Real de Castilla.






Capítulo II.
Por el cual se descubren las causas y antecedentes de la venida de
Abenjuceff, y como el Rey de Granada fue el
promovedor
de esta guerra.









Antes que vengamos a
tratar del successo y effectos desta guerra de Abenjuceff, conviene
descubrir, y que se entiendan las causas y aparatos de ella: por ser
cosas harto dignas de considerar y poner en memoria. Hallándose el
Rey de Granada muy acosado de las continuas guerras que don Alonso
Rey de Castilla le movía, y que apenas le había cogido el Reyno de
Murcia, cuando ya con el favor del Rey de Aragón su suegro lo había
cobrado, y por ser ya perdida para los Moros Valencia, de suerte que
ya no le quedaba en España amigo, ni valedor alguno de su secta para
poderse valer contra e Rey de Castilla: determinó recorrer al favor
y amparo de los Reyes de África, que siempre fueron muy voluntarios
en mover guerra a España, entre otros al gran Miramamolin de
Marruecos llamado Abenjuceff: por ser mozo gallardo, valiente y muy
poderoso en gente y dineros, y mucho más deseoso de ganar honra, la
cual ponían los Moros no tanto en mover guerras y alcanzar victorias
de ellos entre si, cuanto en sojuzgar a los Cristianos, y por esto en
mover guerra contra España como contra Cristianos, no había moro
que no se dispusiese muy de corazón para seguirla, y poner toda su
felicidad en matar un Cristiano. De manera que pareciéndole que
Abenjuceff tomaría de buena gana esta empresa: le envió sus
embajadores con muy buenos presentes de las mejores cosas de España
para atraerle a su voluntad, y en suma le escribió que si se
disponía a pasar al Andalucía con el mayor ejército que pudiese,
estaría aprestado para favorecerle con todo su poder, pues se
partiesen a medias todo lo ganado, asegurándose que acabaría con
facilidad esta empresa por muchas causas y razones. Señaladamente
por la ausencia del Rey de Castilla, que se había ido sin saber
donde y para muchos días, y que había dejado sus Reynos
encomendándolos a su hijo, mozo de poca experiencia en cosas de
guerra, y muy apartado del Andalucía: la cual por la ausencia de su
Rey, estaba muy desguarnecida de gente y armas, y sin eso toda la
tierra y gente dividida en parcialidades: porque los grandes y
Barones del Reyno, no solo estaban mal con su Rey, pero entre ellos
había muy grandes pasiones: ni obedecían de buena gana a don
Fernando su Príncipe ya jurado, por el odio del padre, y por ser
mozo de poca edad, y en las cosas de la guerra, como dicho está, muy
inexperto: y que no había por qué recelarse del Rey de Aragón, ni
de su poder y ejército, por hallarse muy ocupado y entretenido de
sus vasallos, con quien tenía muchas diferencias, y estar todos sus
Reynos puestos en bandos y parcialidades, y que hallaría más presto
favor que resistencia en ellos. Cuanto más que le aseguraba de todo
daño que se le pudiese seguir por la parte de Aragón, porque él
movería guerra contra los de Murcia y Valencia y los entretendría
para que con más seguridad y valor pudiese la esclarecida gente de
Marruecos sojuzgar el Andalucía, demás que en desembarcar él, y
poner el pie en ella, tenía por muy cierta la rebelión de los Moros
de Valencia en su favor, y que por esta vía quedaría enredado el
Rey de Aragón para no pasar adelante a buscarle. Finalmente le
certificaba que en sabiendo que hubiese desembarcado con su gente,
acudiría luego a la hora a ser con él con X mil caballos y XXX mil
infantes. Le cuadró mucho a Abenjuceff la embajada y designo del Rey
de Granada, y holgándose infinito de tan buena ocasión que se le
ofrecía para ganar mucha fama y gloria en esta empresa, después de
haber bien recibido y despedido los embajadores, dando su fé y
palabra que haría luego su pasaje con todo el ejército y poder que
tenía, comenzó a imaginar y pensar muy de propósito sobre el modo
y arte que tendría para tomar a los Andaluces descuidados y de
improviso, y como ataría mejor las manos al Rey de Aragón, para que
no pudiese salir de sus Reynos, ni impedirle su empresa.









Capítulo
III. De la embajada que Abenjuceff envió al Rey, el cual entendida
su astucia despidió a los embajadores sin respuesta, y como el Rey
de Granada se confederó con los
Arraezes
de Guadix y Málaga (
Malega).






Se siguió que
para mejor salir Abenjuceff con su intención y designios (
desiños),
mandó luego pregonar guerra por todos sus Reynos y señoríos, y los
de sus amigos, fingiendo ser contra un su vasallo Moro valiente y
poderoso, al cual había puesto por gobernador en Ceuta ciudad
marítima, muy fuerte y bien provista de gente y municiones, y se le
había rebelado y alzado con ella, y porque se sospechaba de él
tenía trato secreto con los Cristianos del Andalucía para darles
paso contra los de Marruecos, o con este achaque mantenerse en su
rebelión. Tras esto con el mismo engaño y ficción envió dos Moros
principales con muy suntuosa embajada al Rey que estaba en Barcelona,
con la cual le rogaba que para la guerra y castigo grande que quería
hacer contra un su vasallo rebelde, por que resultase en muy notable
ejemplo para Moros y Cristianos, le enviase hasta quinientos caballos
jinetes de los más escogidos y nobles de Aragón, juntamente con la
armada de XX naves, y que sabida su voluntad le enviaría luego
doscientos mil besantes Ceutineses para que más presto se pusiesen
en orden y aportasen en cualquier puerto de sus Reynos fuera el de
Ceuta. Con condición, que si el cerco puesto sobre ella se alargase
por más de un año, solo que la ciudad se tomase, le enviaría
cincuenta mil besantes, y a los caballeros no solo les daría dobles
pagas con sus armas y caballos enjaezados, pero aun con otros muchos
dones los enviaría a sus casas muy aventajados. Lo pensó todo esto
Abenjuceff no muy fuera de propósito, considerando que estando
ausente el Rey de Castilla, todo el gobierno y defensa de ella y del
Andalucía había de venir a manos de su suegro el Rey de Aragón, y
que según su valor y fuerzas no dejaría de emprenderlo. Y por eso
le estaba bien socolor de amistad pedirle los quinientos caballeros y
armada por mar, para que disminuyéndole por esta vía su poder y
fuerzas, no le sobrasen para valer y defender al de Castilla. Mas
como después de oídos los embajadores de Abenjuceff, el Rey
descubriese el engaño y cautela con que venían, y también se
persuadiese haber sido toda esta máquina y concierto fabricado por
el Rey de Granada, les oyó bien pero ninguna respuesta les dio, sino
que hecho muy buen tratamiento a sus personas, mandó se saliesen de
sus Reynos cuan en breve pudiesen. De esto no se afrentaron los
embajadores, mas lo tomaron con paciencia, porque conocían el Rey
había entendido el engaño de la embajada, y se temían de peor
respuesta. Luego supo esto el Rey de Granada: y temiéndose que los
Arraezes de Guadix y Malega sus vecinos y enemigos con quien tenía
treguas, que acabadas estas luego serían inducidos por el Rey de
Aragón para que le moviesen guerra por una parte, y el Rey por otra,
se adelantó a confederarse con ellos, notificándoles la venida de
Abenjuceff con el ejército poderosísimo que traía, para que se
ajuntasen con él, y todos tres se entrasen por la Andalucía
adelante, pues él tomaba a cargo de hacer rostro al Rey de Aragón
si viniese contra ellos por la vía de Murcia. Pues como los Arraezes
viniesen en lo que pedía y aconsejaba el Rey de Granada, escribió
luego a Abenjuceff, se diese prisa en pasar el estrecho con su
ejército, que a la hora le entregaría dos principales villas del
Andalucía, que eran Algezira y Tarifa muy cercanas al puerto do
desembarcaría, para su primer alojamiento. Y que tenía ya de su
parte a los Arraezes de Malega y Guadix que le ayudarían mucho en
esta jornada.








Capítulo IV. Como el Rey dio prisa al Príncipe don Fernando de
Castilla para que saliese con ejército contra Abenjuceff, el cual
desembarcado ajuntó su campo con los Arraezes y dieron batalla y
mataron a don Nuño de Lara con su gente.






Luego que se
partieron de Barcelona los embajadores de Abenjuceff, y se entendió
claramente que la guerra que se aparejaba en Marruecos no era contra
el Gobernador de Ceuta sino contra el Andalucía, y que venía
Abenjuceff en persona con el mayor poder y número de gente que nunca
se vio, escribió el Rey al Príncipe don Fernando su nieto que se
hallaba en Burgos,y le envió un capitán de los más expertos que en
su ejército tenía, para que después de haberle significado el gran
peligro en que sus Reynos del Andalucía estaban con la venida de tan
grande muchedumbre de enemigos como entraban en ella, le animase y
diese orden en preparar lo necesario para la defensa de ella. Y que
con la más gente, y diligencia que pudiese, marchase para la
Andalucía, exhortando de paso a los pueblos, y rogando con cartas y
mensajerías a todos los grandes y barones de sus Reynos, tuviesen
por bien de seguirle y acompañarle en esta jornada, de cuyo successo
dependía el ser y común bien, o mal de toda España. Pues él en
persona se entraría con su ejército por el Reyno de Murcia, y
movería guerra contra los de Granada, que eran los promovedores de
esta guerra, a efecto de divertir al enemigo, para que dividido,
fuese más fácil el acometer y vencer por si a cada uno. Por este
tiempo como ya Abenjuceff tuviese congregada toda su gente y no
pudiese encubrirse más el fingimiento y engaño de la guerra de
Ceuta con que pensó engañar al Rey con su embajada: hizo de nuevo
publicar guerra contra la Andalucía, y en recibiendo el último
aviso del Rey de Granada, luego se embarcó con todo su ejército y
pasó el estrecho de Gibraltar, y desembarcado tomó luego posesión
de las dos villas Algezira y Tarifa, como arriba dijimos. Fue tanta
la gente que pasó con él, que según se entiende por la historia de
Castilla, fueron XVII mil de a caballo, y la infantería pasaban de
ciento y treinta mil: como fue del todo desembarcado el ejército se
alojó en las dos villas y luego llegaron a él los embajadores del
Rey de Granada con presentes y muchas vituallas para el ejército, y
entendiendo las diferencias que el de Granada y los Arraezes de
Guadix y de Malaga tenían entre si, y que andaban en conciertos,
vino él en persona con poca gente a verse con ellos, y con su venida
acabó de hacerse el concierto entre ellos. Con esto juntados los
ejércitos de Granada y de los Arraezes con el de Abenjuceff, se
partió entre ellos la provincia para que cada uno acometiese y
emprendiese su repartimiento señalado. A Abenjuceff cupo Sevilla con
su comarca: al de Granada Iahen con sus contornos. Los Arraezes
pareció que debían acompañar a Abenjuceff por no ser práctico en
la tierra, y que le guiasen. Puesto que convinieron en esto, que si
el Rey de Aragón venía la vuelta de Murcia en socorro de ella, por
que no se entrase por Granada hallándola sola sin gente de guerra, o
por Guadix y Malega que estaban cercanos a Murcia, pudiesen el de
Granada con los Arraezes dejar a Abenjuceff y volver por su casa.
Pero antes que los ejércitos se dividiesen andando por la provincia
comenzaron a talar los campos y a destruir y saquear todos los
lugares y villas que no estaban en defensa, de suerte que iba toda
ella en muy gran ruina. Era entonces gobernador de Cordoua don Nuño
Góçales de Lara, el cual luego que entendió que había saltado en
tierra Abenjuceff dio aviso al Príncipe don Fernando a Burgos, como
era tan innumerable el ejército de los Moros de África que ocupaban
toda la Andalucía y la destruían de manera, que si no acudían con
pronto y buen socorro de a caballo para alancear la gente desarmada
como venían la mayor parte de los Moros, no se vería más señor de
ella. Don Fernando que oyó esto, se turbó mucho, y aunque el Rey su
abuelo (como dijimos) le animó antes con sus cartas y embajada,
todavía en ver a los enemigos ya dentro de casa, y a su padre
ausente, y así con pocos años y menos experiencia en las cosas de
la guerra además de la flojedad y poca afición con que los grandes
y barones del Reyno se movían a seguirle, perdió algún tanto el
ánimo. Con todo, hecho un ejército de presto, envió a su hermano
don Sancho con mucha parte de él, y con toda la caballería la
vuelta de Córdoba, para socorrer a don Nuño, y luego siguió él
con la otra parte del ejército. Pero antes que don Sancho llegase,
sabiendo don Nuño que Abenjuceff marchaba para la ciudad de Écija,
no muy lejos de Sevilla, juntó la más gente que pudo que fueron
hasta número de trescientos caballos, y cinco mil infantes, y con él
se puso primero en ella. Mas como fuese valeroso capitán y
magnánimo, aunque en esto mal considerado, no sufriéndole el
corrçon
de estar encerrado, determinó de salir afuera y meterse en campo, y
sin aguardar la gente de don Sancho, por si solo con los suyos
acometió a los enemigos aunque muy aventajados en número y armas,
lo que fue causa de su rota. Trabada la pelea combatieron los de don
Nuño tan valerosamente que por muchas horas fue igual y dudosa la
victoria: pero como Abenjuceff sobrase en gente, y los Arraezes con
los de Granada que entendían el modo de pelear de los Cristianos les
hiciesen cruel resistencia, don Nuño quedó muerto, y con él
doscientos y cincuenta de los de a caballo, y cuatro mil infantes: de
los cuales no quedara uno solo vivo para traer la nueva, si no fuera
por una pequeña villa algo fortificada que no la nombra la historia,
donde se recogieron los que pudieron escapar del campo. En este día,
si Abenjuceff no consintiera a los suyos detenerse en la presa y
despojos del campo, sino que prosiguiera la victoria, no hay duda,
según que la provincia estaba desprovista y atemorizada con la nueva
que se divulgó de esta victoria, la sojuzgara toda de una vez, y
saliera con su empresa. Mas el temor que tuvo de la venida de don
Sancho y don Fernando, y querer contentar a los suyos que tan
encarnizados estaban en la presa, y pereza que de ahí les tomó para
pasar adelante: también por haber quedado muchos heridos y muertos
en la batalla, no le dejó seguir el alcance, y también por no
dividir el ejército en muchas partes.









Capítulo V. De la gente
que el Arzobispo de Toledo hizo contra Abenjuceff, y que por mucho
adelantarse fue preso de ellos y vencido su ejército, y a la fin
muerto y cortada la cabeza y las manos.







En este medio viendo los
grandes y Prelados de Castilla cuan de veras iba este negocio de los
Moros luego que supieron el triste suceso de don Nuño de Lara y de
los suyos, cada uno por si hizo gente de guerra en sus tierras para
juntarse con el ejército de don Sancho. Entre otros el Arzobispo de
Toledo don Sancho hijo del Rey, (de quien antes hablamos) entendiendo
los grandes daños y pérdidas de gente y ganados que Abenjuceff iba
haciendo por la provincia, no pudiéndolo sufrir como Príncipe
valeroso, hizo a costa suya un mediano ejército de infantería por
el Reyno de Toledo. El cual juntado con la caballería de la ciudad,
y de Madrid, de Guadalajara, y de Talavera de la Reyna, todas villas
muy principales del Arzobispado, sin tener noticia de la rota de don
Nuño y los suyos, llevó a toda esta gente hacia la ciudad de Jaén,
a donde ya era llegado don Lope Díaz de Haro: y todos deliberaron de
aguardar allí puestos en fortificación al ejército de don Sancho,
para que juntos diesen sobre los enemigos, que sin duda hicieran
efecto. Mas el Arzobispo inducido por el mal consejo y lisonjas de un
Comendador de Vcles, llamado Martosio (que las pagó muy bien
muriendo de los primeros) diciéndole que trayendo don Lope tan poca
gente, y él mucha, muy lucida y mejor armada, no se había de
detener, ni perder la ocasión de tan gloriosa victoria que podía
alcanzar de los Moros, para poderse atribuir a si solo el haber
librado la provincia: mayormente andando los enemigos muy gloriosos y
descuidados por la victoria de don Nuño (que ya había llegado la
nueva de ello) y que infaliblemente los vencería. Alabó el
Arzobispo el consejo del Comendador, y le cuadró tanto, que en lugar
de hacer alto, y por ocasión de la triste nueva, tomar consejo sobre
lo que debían hacer: luego sin dar razón a don Lope, ni a los demás
capitanes de su ejército, mandó que le siguiesen todos, y sin hacer
reseña de la gente, ni mandarles ponerse a punto de pelear, se puso
delantero, y marchó con tanta prisa hacia donde estaban los
enemigos, que estaban cerca, que sin esperar que se pudiesen poner en
orden sus gentes, ni que acabase de llegar la retaguardia, él mismo
arremetió de los primeros a dar en ellos. Los de Abenjuceff que los
vieron venir tan sin orden a meterse a pelear con ellos, salieron con
grande ímpetu muchos juntos de la gente de a caballo, y con sus
acostumbrados alaridos y estruendo de atambores, los tomaron en
medio, e hicieron tan horrible estrago y matanza en los pobres
Cristianos que ninguno escapó de muerto, o preso, hasta la propia
persona del Arzobispo que fue preso por la gente de Granada, a donde
querían ya llevarle y presentarle a su Rey. Lo cual visto por los de
Abenjuceff, levantaron muy grande alboroto sobre ello: y en un
momento se dividió todo el ejército de los Moros en dos
parcialidades, contendiendo sobre cual de las dos se había de llevar
la persona del Arzobispo, o los de Granada que fueron los que
realmente le prendieron: o los de Abenjuceff que hacían cabeza y
eran la mayor parte del ejército. Y como después de haber mucho
debatido de palabras sobre ello, viniesen ya a las manos, el Arraez
de Málaga viendo el alboroto y juego tan mal parado, y que había de
suceder en común ruina de todos, llegó con gran cólera do el
Arzobispo estaba preso en medio del ejército de los de Granada, y
tirándole una azagaya le atavesó por los hombros de parte a parte
con tanta fuerza que cayó luego en tierra muerto. Diciendo el
Arraez, no quiera Mahoma, que por respeto de un perro mueran tantos y
tan señalados capitanes, y con ellos se pierda todo el ejército, y
luego le cortó la cabeza y la mano derecha, en que llevaba las
sortijas y anillos pontificales, y con esto se apaciguaron todos.
Luego entendieron en despojar los muertos y saquear el Real y bagaje
de los Cristianos, que iban riquísimos, y pasaron adelante la guerra
los moros con buen ánimo por haberles sucedido tan prósperamente en
las dos primeras jornadas que se les habían ofrecido contra los
Cristianos.







Capítulo VI. Como
viniendo el Príncipe don Fernando con el ejército adoleció y
murió, y don Sancho su hermano se levantó con el Reyno, y como fue
el Príncipe don Pedro a la defensa de Murcia.







Por el mismo tiempo don
Fernando que partió de Burgos y enviada la mitad del ejército
delante con don Sancho su hermano, venía poco a poco recogiendo la
gente que de las villas y ciudades se le enviaba, oyendo las nuevas,
que tuvo juntas de las dos rotas de don Nuño y del Arzobispo su tío,
y como con todos sus ejércitos habían quedado muertos en el campo a
manos de los moros, lo sintió tanto que del todo se demudó, y
entrándose en un pueblo grande que llaman Villareal para hacer allí
junta de todo el ejército, adoleció de tan recia calentura, que muy
en breve murió de ella, en la flor de su mocedad y peor tiempo que
podía ser para sus Reynos. Hizo su testamento, y dejó a don Alonso
su hijo muy niño heredero universal de todos sus Reynos y señoríos.
Mas don Sancho hermano del muerto pretendiendo que a él venía la
sucesión del Reyno, hallándose con el ejército en pie, en muriendo
su hermano, comenzó a tomar posesión del Reyno, y tratarse como
Rey. Para más confirmarse en ello, mandó convocar a los grandes y
principales del Reyno, y a los síndicos de las universidades, y
congregados, de su voluntad y consentimiento envió capitanes y
gobernadores con mucha gente de guarnición para ponerla en las más
principales fortalezas del Andalucía, y él aumentando de cada día
su ejército, osó pasar a Sevilla. Entrado en ella, y siendo muy
bien recibido de todos, estableció allí su Reyno, y proveyó muy de
propósito las cosas de la guerra. Pues ya don Alonso su padre por su
larga ausencia, o por las causas dichas, no osaba volver a sus
Reynos. Y así por esto, como porque muy pocos seguían a don Alonso
hijo de don Fernando, regía libremente don Sancho sin contraste
alguno. Desde entonces comenzaron en Castilla a levantar la cabeza
los Cristianos contra los moros: mayormente por lo que ahora diremos.
Como en este medio el Rey que estaba en Barcelona aderezando la
armada por mar, y gente por tierra para tomar la vía de Murcia,
oyese los prósperos éxitos que Abenjuceff había tenido en la
guerra, por el mal gobierno de los de Castilla, y con el favor de los
de Granada, habiendo vencido a los Cristianos dos veces, y en la
postrera prendido y muerto al Arzobispo su hijo con tanta crueldad.
Además de esto, don Fernando su nieto haber fallecido en tal tiempo,
y que todo iba derrota, mandó al Príncipe don Pedro que ya estaba
en el Reyno de Valencia con la gente que halló allí a punto que
eran mil caballos y V mil infantes, se pusiese dentro en Murcia para
socorro de los de Castilla, y que juntándose con la gente de Murcia
hiciese guerra contra el Reyno de Granada señaladamente contra los
de Málaga: porque de esta manera dividiría el ejército de los
enemigos.








Capítulo VII. Como por la guerra que don Pedro movió contra Granada
y Málaga, se dividió el ejército de los Moros y el Rey emprendió
la defensa de Castilla.






Partió luego
don Pedro con la gente que halló hecha en Valencia, y se fue para
Murcia, a donde con la que halló de guarnición en las fronteras, se
entró por el Reyno de Granada, dando el gasto a la campaña y
saqueando y asolando villas y castillos, llevándolo todo a fuego y a
sangre: señaladamente en las tierras y aldeas de Malega, pues por la
muerte del Arzobispo de Toledo hecha por el Arraez de Malega llevaba
ánimo y orden de asolarlo todo. Luego que supo esto el Rey de
Granada, que se estaba siempre en su ciudad, viéndose atajado y con
su perdición al ojo, envió a mandar al general de su ejército que
había enviado en ayuda de Abenjuceff, y también al Arraez de Malega
que para resistir al Príncipe don Pedro y atajar sus grandes
crueldades y destrucción que en lo de Granada y Malega hacía, se
despidiesen de Abenjuceff, y se volviesen a la hora para Granada. Los
cuales en recibiendo el aviso se fueron a despedir de Abenjuceff, y
sin más consulta se partieron con toda su gente y se volvieron a
Granada. Pues como el Miramamolin así súbitamente se hallase solo y
desamparado de los compañeros, que con tanta prisa y promesas de que
no faltarían de ser siempre con él todo el tiempo que la guerra
durase, le habían hecho venir a valerles: y entendiese que el
Príncipe don Sancho que estaba en Sevilla mandaba hacer grande
aparato de armada por mar, para impedirle el paso y vuelta para
África, y en fin no esperase ya de otra parte socorro: dejó de
hacer más cabalgadas por la provincia, por mucho que los suyos se
hubiesen cebado en ellas, y sin atender a tomar una buena tierra para
fortificarla, y dejar un pie en la provincia, pues con el favor del
Rey de Granada la pudiera bien conservar, se volvió con todo su
ejército para Algezira: adonde se detuvo algunos días, hasta que
don Sancho, con el entretenimiento que don Pedro hizo a los de
Granada y Arraezes, se rehizo, y pudo con el ejército que le acudió
de Castilla, y el que ya tenía, haberlas con Abenjuceff, y, o por
concierto, o como quiera (que no lo toca la historia del Rey) le echó
de toda la Andalucía. Entretanto el Rey de muy lastimado por la
muerte del Arzobispo su hijo, confiando se había de vengar de
aquellos crueles perros, de cada día hacía más gente, y con fin de
ir él en persona, mandó pregonar guerra contra ellos: pues de ver a
los Reynos de Castilla tan desamparados tenía obligación por el
beneficio de sus nietos de emprender la defensa de ellos: también
porque resultaba de ella la seguridad y conservación de los propios:
poniendo como sabio su principal fin y estudio, no tanto en
conquistar Reynos, cuanto en conservar los conquistados. De aquí
venía que preguntándole algunas veces sus íntimos criados, por qué
tomaba tan de veras esta guerra contra los moros, no le bastaban los
Reynos ya ganados? Respondía, qué me aprovecha haber ganado tantas
y tan gloriosas victorias con los Reynos conquistados, si con el
continuar la guerra, no conservamos lo ganado? Y si por aniquilar
(
anichilar)
y perseguir a los enemigos de Dios, no empreamos la vida en cuanto
podemos? Por estas causas, y por no dejar sin venganza la muerte del
Arzobispo, no se puede creer con el ánimo que se preparaba para
proseguir esta guerra. Y así escribió a todas las ciudades y villas
Reales, y a los grandes y Barones de sus Reynos, rogándoles que para
la fiesta y Pascua de resurrección acudiesen a Valencia con el mayor
poder de gente y armas que pudiesen. Todo esto pasó antes que se
dividiese el campo y ejército de los Moros, con la nueva que
tuvieron del estrago que don Pedro hacía en las tierras de Granada y
de Málaga, y así como se siguió que Abenjuceff, viendo que se le
fueron los Arraezes y los de Granada, se recogió, como hemos dicho,
a Algezira, y se volvió a África, o no salió más en campo, no
tuvo necesidad el Rey, pues Murcia quedaba en defensa, de ir contra
ellos.















Capítulo VIII. De los alborotos populares que se movieron en
Zaragoza contra los regidores de la ciudad, y lo mismo en Valencia, y
como se apaciguaron.







Estando el Rey en
Barcelona aparejando con gente y armas para proseguir la empresa
contra los moros, le llegó nueva de Aragón, como en Zaragoza
súbitamente se habían levantado grandes alborotos llamando al arma
y libertad, con tan grande ímpetu y furor del pueblo contra los
regidores, que llaman jurados, de la ciudad, que viniendo con sus
mazas delante e insignias purpúreas de magistrados a remediar el
ruido, echaron mano de ellos los alborotadores, y al principal jurado
en cap, que dicen, que se llamaba Gil Tarin, mataron cruelmente. Como
lo entendió el Rey, escribió al justicia de Aragón, que hiciese
tan ejemplar justicia de los delincuentes, que fuese escarmiento para
todos. El justicia hizo sus diligencias y a muchos que prendió de
ellos hizo cortar las cabezas. De la misma manera, y en un mismo
tiempo, se levantó en Valencia otro alboroto y tumulto a manera de
comunidades, de los populares contra los oficiales Reales y de la
ciudad, sin que se entendiese, ni se pudiese sacar en limpio la
ocasión de ello, como tampoco se entendió en lo de Zaragoza, mas de
un furor y deseada licencia de pueblo, y llegó a tanto que echaron a
los jurados y oficiales Reales de la Ciudad, y les asolaron las
casas, siendo el capitán de ellos uno llamado Miguel Pérez que era
hombre célebre y muy estimado de los del pueblo, siendo uno de
ellos. Avisado de esto el Rey que había llegado ya de Barcelona a
Tortosa, mandó a don Pedro Fernández su hijo persiguiese aquellos
traidores, y que hiciese ejemplar justicia de ellos: el cual puso tal
diligencia en perseguirlos que luego huyeron todos, y quedaron
perpetuamente desterrados de la ciudad y Reyno, y los que
disimuladamente volvieron fueron presos y hechos cuartos. Por este
tiempo vinieron a Valencia muchos señores y barones de los Reynos
para seguir al Rey en esta jornada contra Abenjuceff y los de
Granada, a los cuales recibió muy bien el Rey, y mandó aposentar y
proveer de toda cosa, y estando poniéndose en orden para ir contra
Granada, se estorbó la ida, por la nueva que llegó del Andalucía
como el campo de Abenjuceff se había dividido por las causas arriba
dichas. Por lo cual, y por las necesidades que en Valencia se
ofrecían, para atajar las nuevas rebeliones de los moros del Reyno,
que con la fama de Abenjuceff, y favor de los de Granada se
levantaron, determinó de no pasar adelante, sino quedarse en
Valencia, por acudir a los principios de los males.













Capítulo IX. De las rebeliones que hubo en el Reyno y de la venida
de Alazarch por caudillo de ellas, y de la del Conde de Ampurias, y
como se cobraron los lugares rebelados.






En el tiempo
que las cosas del Rey de Granada iban prósperas con la venida de
Abenjuceff, ciertos moros del Reyno, siendo muy solicitados por los
de Granada, y persuadidos de que ningún tiempo se les podía ofrecer
en la vida más oportuno que entonces para rebelarse contra los
Cristianos, se conjuraron, y con el secreto favor y gente de a
caballo que les enviaron los de Granada, comenzaron a fortalecer
algunas villas y castillos, echando de allí los Cristianos que
moraban en ellas. Esto por muy secreto que iba siempre se entendió
que fue intentado a los principios por Abenjuceff, teniendo por
averiguado que no podría salir con la empresa del Andalucía, si no
entreteniendo al Rey con meterle la guerra dentro de casa, y también
por lo que hicieron los Arraezes y Rey de Granada por divertir al
Príncipe don Pedro que tanto los aquejaba (
aquexaua)
dentro de sus tierras. Y así enviaron ciertas compañías de gente
de a caballo muy escogidos de los dos ejércitos al Reyno de
Valencia, con los cuales la rebelión crecía de cada día, y
cerraban los caminos de manera, que ningún Cristiano dejaba de ser
desbalijado
y robado, y si resistía muerto. Entre otros un Moro rico llamado
Abrahimo, comenzó a reedificar, y fortalecer un castillo llamado
Serrafinestrat el cual poco antes había el Rey mandado derribar,
como lugar aparejado para semejantes rebeliones, según el paso y
asiento áspero y enriscado que tenía. Los primeros que se rebelaron
fueron los de Tous, y los lugares de las tres valles de Alcalá,
Gallinera, y Pego, con los de Guadalest, Confrides, y Finestrat, en
la región de la Contestania. Esto fue antes que los jinetes de
Granada y de Abenjuceff entrasen en el Reyno. Después de entrados
ellos, se rebelaron con mayor ocasión los lugares de Montesa y
Vallada, con otros pequeños pueblos junto a Xatiua: y el mal iba
creciendo de cada día, porque los de Granada enviaban nuevas
compañías de gente de a caballo con dinero y armas a los del Reyno.
Por esta causa estando el Rey en Valencia ajuntó los señores y
Barones de los tres Reynos que allí se hallaban, de cuyo parecer y
voto, publicó guerra contra los rebeldes, pues se hallaba con la
gente hecha y puesta en armas. Para esto se proveyó de vituallas, y
mandó llamar al Príncipe don Pedro. El cual poco antes, dejando
buena parte del ejército en guarnición en el Reyno de Murcia en las
fronteras de Granada, se fue con la otra a Cataluña: y de muy
sentido y lastimado por lo que el Conde de Ampurias había hecho
contra su querida villa de Figueras (según arriba dijimos) comenzó
a hacer cruel guerra a las tierras y vasallos del Conde. Pero no
embargante todo eso, usó el Conde de un buen ardid contra el
Príncipe, porque dejando sus tierras muy bien guarnecidas de gente y
fortalecidas, se vino derecho a Valencia con la gente de guerra que
pudo a servir al Rey contra los rebeldes y concertar sus diferencias
entre él y el Príncipe. Cuya venida con tanta y tan bien armada
gente, fue al Rey tan grata y acepta, que luego mandó pregonar por
toda Cataluña que ninguno fuese osado de seguir al Príncipe don
Pedro en la guerra que llevaba contra el Conde de Ampurias, y a quien
lo contrario hiciese le fuese cortada la cabeza. Finalmente
determinando el Rey con el ejército que tenía hecho salir en campo
para dar contra los rebeldes, muchos de ellos que lo sintieron fueron
luego con mucha humildad y arrepentimiento a reconciliarse con él.
De estos fueron los primeros los de Montesa y Vallada con otros
cercanos, a los cuales perdonó fácilmente, porque se reconocieron
luego, y pidieron perdón, y también porque no se rebelaron antes,
sino después que la gente de Granada entró en el Reyno, y tuvieron
alguna más justa causa para rebelarse que los de Tous, Alcalá, y
val de Gallinera (
Guillanera)
con sus
veziños,
a los cuales no quiso perdonar el Rey sino hacerles cruel guerra. Con
esto se partió de Valencia, y vino a Alzira, donde supo como los de
Thous, que está cerca, fortificaban su castillo, y se habían hecho
fuertes en él, a los cuales envió un capitán con su compañía
para decirles se diesen, lo cual dijo el capitán, y añadió de
suyo, no rehusase de hacerlo, pues tenía bien conocida la benignidad
y buena gracia del Rey para los que llanamente se le entregaban. Mas
confiados ellos del socorro que les traía el Capitán Alazarch (el
que pocos años atrás había sido perpetuamente desterrado del
Reyno, y ahora volvía con los de Granada para ser caudillo de los
rebeldes) respondieron que ellos no tenían, ni conocían por Reyes y
señores sino al Miramamolin Abenjuceff, y al Rey de Granada, que al
Rey de Aragón le tenían por buen hombre, mas no por propio y
natural Rey de los moros. Vuelto el capitán al Rey con esta
respuesta, dijo más, que había, aunque de lejos, reconocido la
fortaleza, y que no tanto por estar muy fortalecida, cuanto por el
socorro de Alazarch que aguardaban por horas, había dejado de
combatirla y tomarla. Entonces el Rey pasó de Alzira a Xatiua, para
alegrar y dar ánimo con su presencia a los soldados de guarnición
que estaban repartidos en las dos fortalezas.









Capítulo X. Como los
Moros dieron asalto a la villa de Alcoy, y fueron repelidos y
Alazarch muerto, y que saliendo los de Alcoy tras ellos dieron en una
celada y fueron degollados.






En llegando el
Rey a Xatiua envió parte de la caballería e infantería a Alcoy y
Cocentayna, dos villas muy principales y ricas de la Contestania, las
cuales después que el Rey echó los Moros del Reyno, quedaron como
desiertas, y se poblaron de Cristianos, a los cuales se repartieron y
establecieron las tierras y campos de ellas, teniendo fin a que los
moros no se apoderasen más de villas ni pueblos cercados. Y por esta
causa desde entonces fueron pobladas de Cristianos, y solo quedaron
los Moros en los lugares pequeños hechos vasallos de los señores, a
los cuales así el Rey como sus hijos y descendientes Reyes
repartieron por Baronías todas las tierras que poseían los Moros
por el Reyno. Pues como después de haber enviado el Rey el socorro a
las villas para defenderse de los doscientos y cincuenta jinetes con
el capitán Alazarch que había llegado de refresco de Granada, estos
con los del Reyno marcharon para batir a Alcoy, y llegados, parte se
pudieron no muy lejos de la villa en celada, parte arremetieron a dar
el asalto sobre ella: pero les fue tan mal en el asalto, que se
hubieron de retirar de veras, con muy grande daño y pérdida suya:
quedando los más de ellos muertos, o mal parados, y su capitán
Alazarch cruelmente herido de una saetada de la cual murió allí
luego: puesto que no tardó mucho a ser vengado. Porque como los
Moros levantaron el cerco, y se retiraron llevando el cuerpo de
Alazarch con grandes llantos y alaridos (
araridos),
los de Alcoy de muy ufanos por la victoria pasada, salieron con
grande ímpetu siguiéndolos sin llevar ningún orden, pero los moros
retirándose medio huyendo los llevaron hasta dar en la celada. De la
cual salieron tan rabiosos, que juntamente con los del asalto, de tal
manera revolvieron sobre los Cristianos que los degollaron casi a
todos.















Y Capítulo XI. Como los Moros tomaron algunas fortalezas, y de la
victoria que alcanzaron de ellos los Cristianos en el campo de Liria,
con otra presa en Beniop, y como los Moros saquearon a Luchent.







Como se divulgó la nueva
triste para moros y Cristianos, de la muerte de Alazarch y pérdida
de los de Alcoy, por arte e industria de los de Granada, sintieron
mucho los Moros del Reyno la muerte de Alazarch, pero con la victoria
siguiente tomaron grande orgullo, y comenzaron a combatir algunas
fortalezas donde había guarnición de Cristianos, con esto volvió a
cobrar fuerzas la conjuración y rebelión de los Moros. Por donde el
Rey volvió a Valencia, y de nuevo mandó llamar a todos los señores
y barones del Reyno que por razón de las tierras establecidas a
ellos en feudo, estaban obligados a seguirle en la guerra, y estar en
defensa del Reyno. Los primeros que acudieron al llamamiento fueron
don García Ortiz de Azagra señor de Albarracín, y el lugarteniente
del Maestre del Temple (que según afirma Asclot en su historia) era
don Pedro de Moncada, con algunas compañías de infantería y de
caballos. Los cuales como entendiesen que había asomado un gran
golpe de gente de hasta X mil moros de a pie en el campo de Liria a
cuatro leguas de la ciudad, para saquear algunos lugares, y también
las cabañas de Cristianos, salieron el lugarteniente y don García
con hasta mil y doscientos jinetes, y llegados a vista de los Moros
los acometieron con tan esforzado y varonil ánimo que mataron
doscientos y cincuenta de ellos, tomando pocos a merced, los demás
se les huyeron a más andar faltando, de los nuestros solo un
escudero con cinco caballos que murieron. De este hecho tan singular
quedó el Rey muy admirado, y alabó mucho el gran valor de estos dos
caballeros y de toda su gente y compañeros: a los cuales hizo
mercedes. Luego volvió el Rey a Xatiua por ser su presencia muy
necesaria en aquella parte para dar ánimo y socorro a los que
estaban en guarnición por las fortalezas, y hacer rostro a los moros
que le amenazaban jurando que le habían de quitar a Xatiua. Estando
allí entendió que muchos de aquellos jinetes de Granada habían
pasado por el valle de Albayda más arriba de Xatiua en socorro de
los de Beniop, a donde tenía hasta dos mil de ellos cercados don
Pedro Fernández. El cual como buen capitán e hijo de tal padre, se
dio tan grande prisa en prevenir al enemigo, que antes que los de
Beniop pudiesen fortalecer su castillo, ni llegarles el socorro, les
dio asalto, y tomó la fortaleza, y entró en la villa y los degolló
a todos. Por donde los de a caballo que venían en su ayuda sabiendo
la destroza, y pérdida de ellas volvieron las riendas y se fueron
para Luchente lugar de Cristianos, el cual como estuviese mal
provisto de gente y armas fácilmente le tomaron y saquearon.













Capítulo XII. Como por detener al Rey que no fuese a Luchent, fue
gran parte del ejército con los de Xatiua vencidos de los moros, y
lo mucho que el Rey lo sintió.







Como el Rey supo el saco y
pérdida de Luchent sintiolo mucho y tomó grande cólera sobre ello.
Y aunque por su vejez y una grave dolencia que había tenido de la
cual apenas había convalecido, estuviese muy flaco y debilitado, con
todo eso determinó de ir en persona a perseguir los Moros con el
ejército que se hallaba. Mas por mucho que el Vicario del Temple, y
don Ortiz, y el Obispo de Huesca le rogaron no saliese de la ciudad
hallándose con tan pocas fuerzas por la dolencia pasada, ni se
pusiese en medio de tan desesperados enemigos para perder su vida con
la de todos sus Reynos, no dejó por eso de ponerse a caballo para
irse con el ejército contra ellos: pero como todos a una mano se
ajuntasen a impedirle la salida, prometiéndole que todos ellos irían
en persona contra los enemigos, si se quedaba en la ciudad, porque a
no hacerlo le desampararían y se irían: a esto decía que él solo
los acometería: hasta que persuadiéndole los médicos, y
pronosticándole nueva dolencia que por ser el tiempo tan caliente, y
el camino tan áspero se le seguiría: ni aun por esas mostraba
querer quedar. Finalmente como sobreviniesen los Prelados y Teólogos
que le amenazaban a voces con la ira de Dios y penas del infierno, si
no evitaba un tan manifiesto y evidente peligro de su persona y vida:
y tras ellos acudiesen los religiosos con todo el pueblo y mujeres
con grandes voces y lloros poniéndosele unos y otros amontonados
delante: se quedó muy triste y angustiado en la ciudad. Y así los
del ejército por complacerle, luego sin ningún orden tomaron la vía
de Luchente, sin hacer provisión alguna de tiendas ni bagaje, ni
tampoco de vituallas, como si ya tuviesen la victoria en la mano: y
caminaron toda la noche con grandísima fatiga y pesadumbre a causa
del excesivo calor. Llegando pues a Luchent muy de mañana,
descubrieron los enemigos que al parecer serían quinientos caballos
y tres mil infantes, puestos bien en orden, y que de cada hora les
acudía más gente, a los cuales en llegando arremetieron los
nuestros tan desordenadamente, sin esperarse los unos a los otros,
pero con tanto valor y esfuerzo, que no fueron parte los capitanes
para detenerlos a buenas cuchilladas, ni para que se dejasen de
trabar tan reñida y cruel batalla. Porque es cierto, según el
coraje que los nuestros llevaban, si a los enemigos no les creciera
el socorro de todo aquel valle, sin duda se defendieran de los
primeros: y no fueran tan miserablemente vencidos, y la mayor parte
de ellos degollados, con el buen don Ortiz y el hijo de don Bernaldo
Entensa con la mayor parte de la caballería. Lo mismo fue de los de
Xatiua que por detener al Rey, se juntaron haciendo cuerpo por si, y
no llegando juntos con el ejército del Rey, sino con el mismo
desorden, mezclándose en la batalla, fueron todos degollados por los
Moros, con tanta presteza, sin escapárseles ninguno a causa que
luego eran los jinetes con cualquier desmandado, que (según dice
Marsilio) fue divulgado proverbio entre los de Xatiua de esta rota,
el martes aciago. Fueron presos en esta batalla algunos caballeros y
nobles, señaladamente el vicario del Maestre del Ospital, el cual
fue llevado a Biar, donde se habían ya rebelado algunos Moros del
pueblo con el favor de los jinetes, mas fue luego liberado por la
industria de un moro tornadizo que había sido soldado del Rey, y
amaba mucho al Vicario, y después de la muerte del Rey lo trajo sano
y salvo al Príncipe don Pedro, y recibió mercedes por ello. Sabido
pues por el Rey el rompimiento y gran pérdida de su ejército con
los de Xatiua, lo sintió en el alma, y mucho más cuando entendió
que por no llevar orden los suyos, sin esperarse los unos a los
otros, y sin considerar primero el número y puesto de los enemigos,
se arrojaron a ellos. Y así tanto más se afligía por no haber ido
en persona con ellos, porque sin duda lo hubiera mejor considerado
todo, y con el gran orden que tenía en el pelear, con el cual había
siempre con pocos prevalecido contra sus enemigos, aunque muchos más,
no se le escaparan estos. Estando en esto llegó el Príncipe don
Pedro con algunos principales señores de los dos Reynos, al cual
luego el Rey entregó la parte del ejército que le quedaba con otra
más gente de guerra que había mandado hacer para que fuese a
distribuirla por las fortalezas del Reyno a las fronteras de Murcia.
Lo cual pudo hacer don Pedro pacíficamente, porque luego después de
la batalla de Luchent, los jinetes, hecha muy buena presa y despojado
el campo, se retiraron la vuelta de Granada que no parecieron más, a
causa de estar ya deshecho el campo de Abenjuceff, y con haberse
retirado el ejército de Granada, cesado la guerra. Por lo cual
sintió el Rey algún alivio de su gran pesar, pues quedaba el Reyno
pacífico, y eran muertos los caudillos de los Moros, y los que
quedaban de muy perdidos y destrozados de las guerras pasadas también
deseaban mucho reposar. Y lo mismo los Cristianos que de llevar
siempre las armas a cuestas ya no podían más sufrirlas.







Capítulo XIII. Como el
Rey adoleció en Alzira, e hizo general confeßion de sus culpas, y
llamó al Príncipe don Pedro, y de las cuatro cosas notables que le
encargó para su regimiento.







Por mucho que el Rey se
recreó y alegró su espíritu con ver la guerra acabada, y con la
ida de los jinetes, y muerte de los caudillos y cabezas de la
rebelión, quedando el Reyno pacífico y quieto: todavía los
trabajos pasados, las aflicciones de cuerpo y alma, con la carga de
los muchos años, fatigaron tanto su persona, que no pudo librarse de
caer en una muy grave dolencia, la cual le fue ya antes pronosticada
por los médicos, y así por consejo de ellos, siendo el tiempo
rezissimo de calores, y ser Xatiua muy subjecta a ellos, se partió
con mucho dolor de dejarla, porque la amó siempre mucho y
acordándose de la gran pérdida de gente que por su servicio hizo en
la jornada de Luchent, se le doblaba el dolor en apartarse de ella.
Se vino para Alzira, a donde porque se le aumentaba la dolencia,
después de haber recorrido por su memoria y conciencia sus culpas y
vida pasada, hizo una confesión general con muy grande
arrepentimiento de todos sus pecados, ante el Obispo de Valencia, y
otras personas religiosas que siempre llevaba consigo, y recibió el
cuerpo de nuestro Señor Iesu Christo con muchas lágrimas y
manifiestos indicios de verdadera contrición. Mas como después de
hechos y procurados muchos remedios los médicos desconfiasen de su
salud, y se lo notificasen, alzó las manos al cielo y dio gracias a
su criador porque le llamaba en tiempo que tenía todo su corazón y
pensamiento puestos en él, y por cobrar a él le pesaba muy poco
dejar el mundo. Y luego mandó llamar al Príncipe don Pedro, con
cuya vista y presencia se holgó mucho. Al cual el día siguiente por
la mañana, oída con mucha devoción la misa, en presencia de los
Prelados, grandes y barones que allí se hallaron, le amonestó mucho
a que con los ojos del alma, mirase y ponderase muy bien los grandes
y tan inmensos beneficios que la bondad divina había hecho a su Real
persona en este mundo por todo el tiempo de su vida, habiéndole
concedido reinar por espacio de sesenta años y algo más, y a gloria
suya infinita, y alcanzar victoria de los enemigos de su santo nombre
en cuantas guerras emprendió contra ellos, además de los Reynos y
señoríos que tan prósperamente le había permitido conquistar y
añadir a la corona Real: que por tanto confiase alcanzaría las
mismas mercedes y mayores de su divina mano, si en todo caso se
preciase de llevar siempre delante sus ojos y alma cuatro cosas las
cuales de presente le advertía. La primera, si amase y tuviese a
Dios por su único y soberano Rey y señor sobre todas las cosas, y
le temiese, y se encomendase a él con todas las propias muy de
verdadero corazón y alma. La segunda si mediante justicia, llegase a
tener sus Reynos y pueblos conformes con mucha paz y concordia:
porque de aquí se sigue no solo la salud y conservación, pero el
aumento y ampliación de ellos, y hasta aquí llega la obligación de
los Reyes. La tercera, si mantuviese firme vínculo de amor y
concordia con don Iayme su único hermano de padre y madre. Pues no
por otro fin había dado en segundo lugar a don Iayme el Reyno de
Mallorca con las demás Islas y estados de Mompeller y Perpiñan tan
cercanos a sus Reynos de la corona: sino para que juntadas las
fuerzas y ánimos de ambos hermanos, hiciesen por mar y por tierra
continua guerra en la costa de África para ser señores del mar. La
última que no harían cosa más acepta a nuestro señor, ni a si más
agradable, ni para los Reyes, y Reynos más segura, que echar a
cuantos Moros había del Reyno: porque estos como de si sean
capitales enemigos de los Cristianos: jamás tendrán verdadera paz
con ellos, y ni con ruegos, ni buenas palabras, ni aun obras, se
doblarán intrínsecamente a estar bien con los Cristianos. Además
de esto le encargó tuviese mucha cuenta con el Obispo de Huesca, a
quien había criado en palacio de pequeño, y por haber salido tan
principal hombre y de tan buen espíritu y letras, le había hecho su
gran Chanciller de Aragón, y también a su hermano el Sacristán de
Lerida, y a Vgon Mataplana Arcediano de Vrgel todos personas
fidelísimas, y de su Real consejo, juntamente con los criados
antiguos de palacio, a los cuales deseaba tuviese en mucho y los
aventajase a todos los demás. Finamente recelando que si moría de
aquella dolencia, el Príncipe con los demás querrían llevar su
cuerpo fuera del Reyno al Monasterio de Poblete, y que por
acompañarle y ausentarse del Reyno, se podría levantar alguna nueva
rebelión, ordenó que si la muerte le tomaba en Alzira, su cuerpo
fuese depositado en la iglesia mayor de nuestra señora que él había
mandado edificar en ella. Y si en Valencia, en el templo mayor: hasta
que acabada del todo la guerra, fuese llevado al mismo Monasterio en
Cataluña, y allí sepultado.







Capítulo XIV. Como el Rey
tomó el hábito de los frailes Bernardos y hecho testamento, se hizo
traer a Valencia donde murió, y su cuerpo fue depositado en la
iglesia mayor.







Dicho esto por el Rey,
como ya la habla le fuese faltando, paró un rato, y tomando un
cordial, o sustancia, cobró algún esfuerzo, y queriendo apartarse
del todo de las cosas de acá, y no pensar en otras que las soberanas
y perpetuas, renunció libera y absolutamente sus Reynos y señoríos
conforme a la repartición últimamente hecha y aprobada por todos,
al Príncipe don Pedro. Porque lo demás del Reyno de Mallorca y
señoríos de Mompeller y Perpiñan con los demás que en la misma
repartición están contenidos y cupieron al Infante don Iayme, poco
antes le había ya puesto en posesión de ellos. Hecho esto, mandó
que le vistiesen el hábito del glorioso sant Bernardo y orden de
Cistels, de la cual siempre fue muy devoto, con ánimo de pasar al
monasterio de su religión y orden de nuestra señora de Poblete, y
hacer allí profesión de la regla, para dedicarse del todo al
servicio de Dios y contemplación de las cosas celestiales el tiempo
que le quedase de vida. De manera que por quererlo así el Rey y
obedecerle el Príncipe don Pedro, con mucha humildad y lágrimas
puesto de rodillas le besó las manos, y recibida su bendición, se
partió luego hacia los confines de Murcia, por si la dolencia y
muerte del Rey causase algún movimiento en los de Granada, por
suceder en los Reynos don Pedro, de quien tan lastimados quedaban
ellos y los Arraezes por la destroza que poco antes habían hecho en
sus tierras. Llegó a Biar, y cobró luego la fortaleza que con el
favor de los jinetes de Granada poco antes los de la villa habían
quitado a los Cristianos, y puso gente de guarnición en ella, y se
detuvo por allí pocos días aguardando en qué pararía la dolencia
del Rey. El cual viendo que su mal siempre crecía, se mandó traer a
Valencia, en una litera, al cual salió a recibir toda la ciudad con
harto más llanto que alegría, y se aposentó dentro de ella. Luego
en llegando entregó su testamento sellado al Obispo de Valencia,
para después de ser muerto publicarlo, y como ya propinquo a la
muerte la voz y alientos le faltasen, y se le diese el Sacramento de
la extrema unción, encomendándose muy de corazón y alma a Cristo y
a su bendita madre, con el ayuda y esfuerzo de los Prelados y
religiosos que le asistían, y con santísimas palabras le endreçauan
sus afectos, levantados los ojos y manos juntas al cielo dio el alma
al Señor que se la había criado y encomendado: a los IX del mes de
Iulio, año de nuestra redención MCCLXXVI, habiendo llegado a edad
de LXVIII años, luego fue embalsamado su cuerpo y depositado en la
iglesia mayor como lo tenía mandado. La sepultura y obsequias se las
hicieron con mediana pompa y ceremonias por la ausencia del Príncipe
y de los hermanos, estando todos por mandato del Rey distribuidos por
diversas partes del Reyno para su defensa, de manera que ninguno de
ellos se halló presente a la muerte del padre, sino que a ejemplo
del Príncipe, cada uno acudió a su puesto: hasta que de ahí a poco
tiempo vuelto el Príncipe y coronado Rey, le hizo llevar con muy
grande pompa y suntuosidad Real al monasterio de Poblete donde está
magníficamente sepultado.













Capítulo XV. Que muerto el Rey se publicó su testamento por el cual
se entiende los hijos que tuvo y cómo los colocó a todos.







Muerto el Rey fue abierto
y leído su testamento, hecho y firmado de su mano, y sellado con su
sello en Mompeller a XXVI de Agosto, cuatro años antes de su muerte.
En el cual aprobaba las donaciones y repartimientos hechos de sus
Reynos y señoríos en favor de don Pedro y de don Iayme hijos
legítimos de doña Violante, como de su verdadera y legítima mujer
nacidos: A don Iayme y a don Pedro hijos que tuvo de doña Teresa,
declaraba también por legítimos. De estos al mayor hizo donación
de la villa de Xerica con su fortaleza y baronía en el Reyno de
Valencia con todo su territorio y jurisdicción. Al menor dio la
villa, castillo y baronía de Ayerbe, con otros lugares en el Reyno
de Aragón: con condición que el hermano que tuviese hijos sucediese
al que no los tuviese. Y careciendo los dos de hijos volviesen a la
corona Real. Y mas que muriendo don Pedro y don Iayme hijos de doña
Violante sin hijos, sucediesen en todos sus Reynos y estados don
Iayme y don Pedro de doña Teresa, y estos quiso que fuesen
preferidos a qualesquier hijas aunque fuesen de doña Violante.
Puesto que después de hecho este testamento, por causas muy graves
(como en el precedente libro mostramos) tuvo por nulo el matrimonio
de doña Teresa, quedando en lo demás el testamento en su fuerza.
Tuvo otros hijos bastardos, a don Fernán Sánchez de la Antillona,
que miserablemente fue echado y ahogado en el río Cinca, a quien el
Rey había dado la casa de Castro, de donde su hijo don Felipe
Fernández y sucesores se han siempre denominado. Tuvo a don Sancho
Arzobispo de Toledo. Último a don Pedro Fernández de una nobilísima
dama Aragonesa llamada Berenguera Fernández, diferente de la otra
Berenguera hija de don Alonso señor de Molina, de la cual ningún
hijo tuvo. Dio a don Pedro Fernández la Baronía de Yxar (Híjar) en
el Reyno de Aragón, de la cual también se denominó él y todos sus
descendientes, que después han aumentado el estado con haber juntado
con la casa el Condado de Belchite, y con este es agora una de las
principales casas y señorías de Aragón. Tuvo cuatro hijas de doña
Violante, de estas la mayor casó con el Rey don Alonso de Castilla.
La segunda, Gostança con don Manuel hermano del mismo Rey. La
tercera, doña Isabel con don Felipe Rey de Francia. La cuarta doña
María se metió en religión. También llama por herederos y
sucesores en los Reynos, a los hijos de estas, en caso que los cuatro
primeros hijos no los tuviesen. Finalmente prohibió que por ningún
tiempo sucediesen mujeres en los Reynos. De donde se colige, que
contando las mujeres, y a don Alonso hijo de doña Leonor la primera
mujer tuvo el Rey XIII hijos, y fueron los más de ellos no solo
heredados de Reynos y señoríos, pero como salidos de sus entrañas
generosísimas, y criados al pasto de su ejemplo de vida y hazañas
esclarecidas, fueron tales, que merecieron ser hijos de tal padre.










Capítulo último. Donde se hace epílogo y sumaria relación de la
vida, virtudes y señaladas hazañas de este Rey.





Para que concluyamos ya, y
lleguemos al fin de la historia y por remate de ella pongamos ante
los ojos de todos los Reyes y Príncipes del mundo que presiden en el
gobierno de grandes imperios, una perfecta imagen y retrato, no solo
de un sabio Rey y Príncipe para tiempo de Paz, y de un famosísimo e
invictísimo capitán para tiempo de guerra, pero de un perfecto y
Cristianísimo varón para todo tiempo, haremos aquí un breve
sumario como epílogo, así de las aventajadas virtudes, y heroicas
hazañas de este Rey como de sus intenciones y fines Cristianísimos,
que siguió toda la vida. Porque si miramos su fé y religión
Cristiana, hallar las hemos no solo testificadas por su singular
estudio y devoción con que defendió y amplió la religión
Cristiana: pero muy confirmadas por la obra, con los dos mil templos
que por él fueron mandados edificar a gloria de Dios. Si
consideramos su magnanimidad y valor, desde su niñez tuvo ánimo
para regir los más principales cargos del mundo de Rey y de gran
capitán. Si su consejo en el determinar, ninguno oyó más atento el
ajeno que él, pero con ninguno acertó más que con el propio. Si su
prudencia, en sus consideradas acciones y tanta igualdad de vida con
tan prósperos sucesos, descubrimos que fue prudentísimo. Si su
gobierno de Repub. quién fundó leyes, quién hizo fueros, y reformó
los antiguos, como pudo discrepar de la buena administración de
ella? Si su sagacidad y providencia en la guerra, aunque fue
increíble su celeridad y presteza en prevenir al enemigo: no le
faltó madurez y tiento para el acometerlo. Si tratamos de su
admirable persona, su aspecto venerable, salud y disposición
corporal: ninguno se halló en sus Reynos de mayor, ni más bien
proporcionada estatura, ninguno fue más valiente, sano, y hermoso,
ni a quien más por su majestad de persona, suavidad de rostro, y
afabilidad y trato, se aficionase todo el mundo. Gozó de tanta salud
que pasó toda la vida sin dolencia grave, sola una fue la que
lentamente sin perturbar su ánimo le acabó: Si su modestia y
templanza, no se vio Rey en el comer y beber más templado: ni en los
deleites y pasatiempos más moderado: ni en el decir y hacer más
recatado, y ni en fin de regocijos que no fuesen de armas, más
apartado. Si venimos a su valor y esfuerzo en las empresas de guerra,
por lo cual alcanzó renombre y título de conquistador: de quien
entendemos que se halló en treinta batallas, como pudo carecer de la
esclarecida fortaleza, con las demás virtudes militares? Si su
admirable constancia, quién ningún hecho grande dejó de emprender,
ni desistió jamás de la empresa, y que salió siempre con ella, no
será su blasón de constante? Mas ni pudo perder su natural ser de
clemente, por mucho que se mostró áspero y severo con un su tan
desobediente y rebelde hijo: pues para con las demás gentes y
pueblos, no solo se mostró siempre liberal y clementísimo: pero sin
perder algo de su autoridad, fue con todos humanísimo. Qué diremos
de su paciencia, pues demás, que sin caer de su estado, siempre, do
fue menester la tuvo: ninguna se comparó con la que prestó con sus
tíos don Sancho y don Fernando, perpetuos émulos y perseguidores
suyos. Qué no suplirán su liberalidad y magnificencia (propias
virtudes Reales) pues en las presas y despojos de las ciudades, y de
reales de enemigos, nunca retuvo cosa para si, todo lo repartió, y a
todos enriqueció? Finalmente las divinas virtudes de justicia y
misericordia, así las ejercitó, que no solo alcanzó por ellas ser
tan amado y como temido de los suyos: pero aun por las mismas fue muy
estimado y alabado de sus enemigos: y por ellas mereció en el Reynar
por tan luengo y felice tiempo, ser a todos cuantos Reyes hubo muy
aventajado. Porque reinó cumplidos sesenta años, y dejó a sus
hijos y sucesores no solo pacíficos y con doblados Reynos de los que
heredó: pero les abrió el camino para alcanzar los que después acá
se han adquirido. Por donde como no sea tenida en más la virtud del
ganar, que la del conservar lo ganado: Qué cosa pudo ser para este
Rey más gloriosa, que ni de los Reynos que heredó, ni de los que
por su mano conquistó, ni en vida suya ni de sus sucesores hasta hoy
se haya perdido un palmo de tierra? Qué más feliz y dichosa, que
haber sido él mismo el principio y fundamento (como en el proemio se
prueba) del inmenso imperio, y de la mayor monarquía que nunca se
vio en el mundo, cual hoy mantiene nuestra España, rige y administra
el invictísimo don Felipe segundo de este nombre su gran Rey y señor
de ella?





LAUS DEO. 





Impreso en
Valencia en casa de la viuda de Pedro de Huete, a la plaça de la
Yerua. Año 1584.


Libro XIX

Libro XIX.





Capítulo primero. Como
partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo
asiento y excelencias se describen.






Como el Rey
fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su
venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los
Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos
Abades y Priores de España que estaban convocados para él,
aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan
alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en
camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos
Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a
Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la
ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta
llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso
templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río
Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y
estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió
haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del
Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de
Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del
Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de
ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido.
Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija
excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos
negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la
Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer
rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo
que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real
persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento
y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades
de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el
oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente
fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar
fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la
cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la
entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa
puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla
fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que
vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del
ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente
prouehida.
Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad
con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el
nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que
significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en
encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y
la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan
navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no
se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el
moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así
por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad
del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer
de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de
cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que
es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura
de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo
y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría,
y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es,
una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la
experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue
poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia
que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con
toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda
la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores
de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos
de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón,
con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que
no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona
del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda
la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.



Capítulo II. De la
solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio
con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.






Como el Rey
por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le
tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos
señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a
visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner
en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió
para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos
condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había
quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta
benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró
con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de
guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles:
los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien
concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy
alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de
Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con
grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados
Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los
Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al
embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus
dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a
compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya
recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas
que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir
los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy
graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con
toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la
obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la
ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos
triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande
admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien
proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de
venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y
alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y
hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en
la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para
seguir con todos sus miembros el compás de los
corcobos
y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años
y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De
esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de
la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo
el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia
mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y
de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el
colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio
donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó
a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el
derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas
veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había
publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia
convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se
despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los
del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio
real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado
como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana
acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad,
con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los
Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio
pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a
recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y
Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a
la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado
asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más
propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los
del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de
la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su
orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por
él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día
fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el
Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado
ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de
tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y
tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de
tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos.
La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca
vido
ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre
Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con
los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue
este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de
Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían
ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito
de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en
él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle:
pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y
hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y
conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la
fé Catholica.








Capítulo III. De las
causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el
Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia
Griega a la obediencia de la Romana.







Como el valeroso capitán
Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y
familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio
de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos
antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido
en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya
echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre
si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio
Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles,
y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había
emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este
admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega
con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a
la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de
engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin
sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque
cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del
Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para
que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa
embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía
reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había
apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica
Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus
antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la
sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos
decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual
interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de
todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y
pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en
él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que
entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se
ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la
empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los
Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del
Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera
los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia
Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a
perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y
consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado
tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del
cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza
Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de
parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado
con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio
general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo,
ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de
la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el
estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por
escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso
por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir
a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero
que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y
contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se
hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual
conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente
con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador
Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió,
vuelta en Romance dice de esta manera:






Capítulo IV.
De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador
y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la
reduction
adelante.








La purísima, certísima y
solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la
doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los
santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la
definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios
generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas
no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni
someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así,
puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó
antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras
letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro
de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio
para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no
porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa
iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega,
sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo,
poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos
por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas
autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente
por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados
Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos
aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y
pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta
santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos
ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad,
pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra
Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y
profesada.


Pero como en este medio
que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de
la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice,
paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se
comenzó el Concilio.













Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes
Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por
Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron
la profesión de la fé.






Visto por
Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había
parado su negocio y traza, y que su
inica
y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus
adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir
contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes
Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas
embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del
poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra
de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para
la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de
la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices
Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen
Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y
tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban
tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni
solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio
parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que
falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en
África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel
tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de
su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada,
rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su
empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan
felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV
y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al
nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta
oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las
que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que
eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba
con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la
sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva
elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de
Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la
oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la
universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo
Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así
acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya
felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado.
Para este efecto eligieron con mucha
digencia
personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales
reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas,
y los términos a que había llegado este negocio: después de estar
muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a
Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por
él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y
solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o
fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice,
según que arriba se ha referido. Pues como luego después de
partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar
el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así
viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios
mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por
algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con
el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el
armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y
comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que
pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con
Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de
Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la
seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió
cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia,
personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde
congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a
celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del
Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así
en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del
Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al
Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas
catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia,
abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma
(
Schisma),
palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa
Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio
Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el
Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo,
teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y
la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído,
fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador
y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la
acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y
fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana.
Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y
que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni
discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se
contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia
confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la
sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el
dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a
la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la
iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento,
aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo
corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a
él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador,
a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor
tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se
entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo
cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio,
siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese
comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los
embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica
promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo
el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón
ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de
Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se
entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas
máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se
efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo
siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los
Griegos.













Capítulo
VI. De la
abiuracion
personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso,
y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido,
y de la abjuración hecha por los Tártaros.






Después de
haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión
de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se
determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los
embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito
y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo
Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si
mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado
Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación
adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no
en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él
ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él)
sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los
embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados
Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su
embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la
promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como
después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico,
solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se
dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los
demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego
envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y
requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y
ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que
había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen
las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino
su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle
perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes
Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase
de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que
había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista
de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa
oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir:
porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los
demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y
Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado
ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida
religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos
para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y
así con la
proteruia
y
renitencia
del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la
tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando
todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en
Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde
envuelta de nuevo en los errores de su
inueterada
malicia, y en los torpísimos (
turpissimos)
vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se
acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los
Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío
yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la
cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes
que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales
hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos
los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron
sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé
Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua
del santo bautismo (
baptismo).














Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la
conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se
confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no
quiso coronarlo Rey.







Volviendo pues a nuestra
historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala
intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de
la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían
apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para
proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus
embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también
el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que
fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la
había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta
(como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese
consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que
a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así
viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al
Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen
ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos
escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase
la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese
gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus
pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución
generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y
fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de
penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que
siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de
su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos
servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien
procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana,
habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de
Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona
Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría
de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por
semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de
nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto,
cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su
predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años,
que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la
magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él,
defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan
liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real.
Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del
Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como
arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le
pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la
demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus
Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique
hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia
tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que
lo haría.













Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a
Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la
guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su
hermano, y otros.







Pasados XXII días después
que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa
alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y
Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular
agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y
regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de
nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes
determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de
cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de
armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se
congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y
no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al
edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y
Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por
eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza,
ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de
todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a
Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus
secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus
propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo
crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet
justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real
dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se
pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don
Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio
Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al
Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por
contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese
ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que
concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos
a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta
contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se
había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue
necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció
de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don
Enrique Rey de ella.







Capítulo IX. De la muerte
de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como
fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los
principales hombres de Navarra.







Tuvo el Rey nueva estando
en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo
último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del
Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual
hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de
Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera
que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros,
los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen
al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su
tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo
casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se
cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don
Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había
sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda,
considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño
a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con
el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa
llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud
de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la
Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona
con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a
los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a
pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del
Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le
pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones
tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer
de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más
porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en
Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno,
acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por
valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo
echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas
defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil
marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña
Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del
Rey que había de heredar todos sus Reynos.







Capítulo X. De la
respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la
conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.







Oída la demanda del
Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello,
respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si
fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por
ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre
por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo
amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una
sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos
hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y
que más de treinta principales barones de Navarra, además de los
procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se
obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas
fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a
quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra,
y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también
la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey
Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el
Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular
por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho
a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y
teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día
gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración
de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él,
porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con
muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se
allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por
estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente
se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos
Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y
también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y
engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar
con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los
señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos
tan unidos y confederados en sus conjuraciones.













Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y
como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde
de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó
treguas para tratar de concierto.







No le espantaron a don
Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar
a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a
conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el
ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con
sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en
defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y
casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del
servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra,
desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de
las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de
algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se
le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos
partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como
aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de
semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía
perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como
fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro
que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de
fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de
tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó
algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres
pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el
Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación:
y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente
de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más
libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó
pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró
y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los
cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando
lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin
dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y
presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder
defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su
gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en
Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la
manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros
barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de
servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con
alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y
el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto
por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con
el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el
Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de
propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los
señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y
pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de
los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que
juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y
dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana
Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de
diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se
entendiese en tratar de concierto.













Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y
barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su
hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que
respondió.







En tanto que en Barcelona
se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza
con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las
de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades.
Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra
con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían
su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona
de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y
perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él
muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y
quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que
prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y
mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los
infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de
agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y
en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y
aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y
convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las
quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos.
Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar
audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y
cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen
dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a
estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que
se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes
y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice
dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros
resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de
pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen.
Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba,
porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada
día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban
perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un
gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de
don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal
de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón,
propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y
de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre
de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como
Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y
dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas
estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida
satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se
apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy
cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y
razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las
quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como
la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra
la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen
que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán
Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas
ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a
muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había
provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como
enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía
que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los
Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se
averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para
lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si
mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar,
volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a
los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.













Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a
pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias,
y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la
fiesta de Navidad solemnísimamente.






En este medio
que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de
Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por
todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen
con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde
con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de
Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la
Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio
camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones
de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con
mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces
árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al
Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención,
y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por
jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de
Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes
de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y
Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen
del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de
Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo
este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del
Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se
quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro
Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se
apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas
intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la
Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor
solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y
día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad:
saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto
con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios
divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno,
donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los
aparadores y mesas de riquísimas vajillas (
baxillas)
de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus
recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y
fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan
graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también
con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que
no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo
de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de
su Rey.














Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de
Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.






Como el Rey y
toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa
venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y
deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese:
serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo
que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas
de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda
brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores
del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos,
viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a
Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de
Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde
se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte
eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente
de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los
elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones
para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores
excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni
dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a
Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del
Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto
don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y
Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la
suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el
Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este
libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él,
envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el
Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después
de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los
Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de
Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la
mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por
haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de
preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual
volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego
el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior
de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso
de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le
ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla
por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don
Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los
Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió
harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice,
pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra,
determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y
que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o
en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el
Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la
autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de
Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación
a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y
repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido
de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó
tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber
acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a
verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia
negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo
en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada
contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las
cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las
diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni
tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose
ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de
Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía
(como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que
pus
dexaua

a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general
gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se
puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás
Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en
Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.








Capítulo XV. De la muerte
y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y
santidad de vida.






Estando los
dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del
Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la
orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no
hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más
entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación
Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto
su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue
confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el
hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación
del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio
y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo
defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo
la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor
acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por
toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que
siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus
empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los
muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para
la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la
vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en
milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se
pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese
canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por
ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros
tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes
Dominicos de la Provincia de Aragón,
viue
vocis oraculo, que le venerasen con solemne
ritu
de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y
Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo
infinito que concurrió a ellas.








Capítulo XVI. Que no
siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el
Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo
vuelto a Toledo.







Hechas las obsequias de
fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en
despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice
en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y
estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las
razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le
parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por
haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula
su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y
de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla
había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito
ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el
Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones,
poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían
seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque
él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la
suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los
pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda
fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener
en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con
él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la
dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos
despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que
fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en
proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de
consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no
queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar
a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió,
y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de
Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con
sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por
notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase
señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y
haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase
en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era
llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don
Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el
Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha
gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el
Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido
de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso
casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice
para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y
sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar
mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para
entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun
es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación
pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que
le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso,
se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de
Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de
derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le
fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de
Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia,
reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada
Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a
quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en
libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el
mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de
cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en
ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con
buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió
muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus
hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla.
Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias
y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de
ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar
todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han
pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo
tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro
Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos.
Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio
estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el
solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial.
Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de
Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos,
como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y
que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió
al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de
cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía
en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas
Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis
años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su
demanda y negocios del Imperio.













Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en
favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato
del Papa dio a ella y a sus hijos.







Por este tiempo que ya el
Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para
seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por
heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él
aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante
don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos
y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y
dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió
luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la
pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual
como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en
favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con
ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla
intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no
dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó
por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y
pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar
de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a
los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima
discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra
hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y
señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y
parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y
apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya
sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y
estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y
grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y
morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica
y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque
universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy
evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las
cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y
tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a
sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De
manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no
estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba,
interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las
mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo
antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual
declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a
ella por mandato del Pontífice, que también consideró los
inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las
baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de
Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se
dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí
delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le
ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que
todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió
siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.













Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a
las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro
fue con ejército contra don Fernán Sánchez.






Llegado el
término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a
los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos,
vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de
Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de
los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza,
Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don
Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los
postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de
Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don
Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la
ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y
temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea
de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por
salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las
cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel,
para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante
todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las
villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de
armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y
quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer
tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo
de esta fé desafiado a don Pedro, y
tomadole
ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se
las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no
ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los
embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente
apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse
las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del
ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las
treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas
querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los
convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que
las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese
por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez
nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión
del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían,
mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército,
e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos
sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte
del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para
acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se
ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los
concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían
entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le
acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque
determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás
rebeldes.














Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida
por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos
que el Rey envió a don Pedro.







No faltaron algunos buenos
y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado
y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio
hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones
divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para
el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen
el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el
número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya,
que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su
propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si
el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra
discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino
concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala
simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una
miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no
menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser
verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre
había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que
de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos
sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le
representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don
Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los
de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a
las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y
asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta
guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra
parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se
detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que
burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas
a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores
amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su
villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del
Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las
ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen
con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede
encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante
esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos
los otros rebeldes.










Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le
cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el
Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.






No se vio
jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que
tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el
Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y
hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don
Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y
así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán
Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por
defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército
formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida,
y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón,
hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar
don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se
escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado
de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco
sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro
día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán
Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo
lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro,
salirse del castillo disfrazado. Y
pa
esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi
divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y
defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase
por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le
mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no
ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor,
del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en
seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el
cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de
cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y
de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle
dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que
fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y
castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz
muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su
historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y
regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó
naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión
del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario.
Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea
pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas
las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre,
del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la
denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.







Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el
Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y
los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso
nieto del Rey.







Venido el Rey, ya cortada
una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por
cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos
fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo
desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército
de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante
don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían
en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de
Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y
saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más
armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le
llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en
Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual
mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la
postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo:
por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco
llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras,
puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas,
puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse
el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en
otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de
gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se
retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó
alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para
Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a
las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta
cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán
Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor
ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su
propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y
castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de
común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el
Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural
benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con
humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin
condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la
tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda
merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida
para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas
cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las
Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de
apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego
publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable
magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que
los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron,
ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos
le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo
y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy
bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles
guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que
los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las
cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos
Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos
de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los
de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar
de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el
asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto
hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los
Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme)
le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso
y contentamiento.







Fin del libro XIX.