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lunes, 22 de junio de 2020

246. EL CELEBRADO SALTO DE PERO GIL, ESCUDERO DEL CID


246. EL CELEBRADO SALTO DE PERO GIL, ESCUDERO DEL CID
(SIGLO XI. TRAMACASTILLA)

246. EL CELEBRADO SALTO DE PERO GIL, ESCUDERO DEL CID  (SIGLO XI. TRAMACASTILLA)


En cierta ocasión, cabalgaba el Cid con sus mesnadas por las tierras altas de la sierra de Albarracín. Iba camino de Valencia, tras haber pasado unos días en el palacio de la Aljafería, junto al rey moro de Sarakusta, su aliado. Se enteró el rey musulmán de Albarracín de la presencia en sus tierras de don Rodrigo y organizó una partida de jinetes armados, ordenándoles que hostigaran simplemente a las tropas cristianas, pero sin presentar batalla campal abierta. Avanzaban con absoluto sigilo para tratar de aprovechar al máximo el factor sorpresa.

Una tarde, cuando el sol estaba todavía muy alto en el horizonte, avistaron al grueso de la hueste cristiana junto al Villar, pero, dada la diferencia de fuerzas, decidieron seguir vigilantes y esperar a la noche. Sin embargo, un vigía moro descubrió, algo separados del resto, a un grupo de cuatro o cinco caballeros, entre los que se encontraba el Cid, así es que decidieron atacar al considerarse superiores.

El Cid y los suyos, apenas repuestos de la sorpresa, se aprestaron a la lucha. El cuerpo a cuerpo inevitable dejó algunos muertos sobre el monte y don Rodrigo se pudo poner a salvo, mas Pero Gil, su fiel escudero, salió huyendo por la inmensa llanada que tenía enfrente confiando en la velocidad de su caballo. Los perseguidores, conocedores del terreno, aflojaron incluso la carrera, sabedores de que al final del llano el fugitivo se encontraría con una foz inmensa que le obligaría a detenerse y por lo que quedaría a su merced.

En efecto, el corcel conducía a Pero Gil directamente hacia el profundo desfiladero de Barrancohondo. En su estrecha base, sólo cabía el hilillo de agua del río Guadalaviar. Al llegar al borde del precipicio, su caballo se detuvo temeroso del abismo que se abría a sus pies. Mas Pero Gil aguijoneó con fuerza al bruto, se abrazó a su cuello, y ambos aparecieron al otro lado del profundo foso. Los jinetes moros, llenos de espanto y de admiración a la vez, no se atrevieron a emular al cristiano, que, una vez libre, pudo llegar junto al Cid, que celebró su regreso.

Tan inverosímil gesta impresionó tanto a todos que los juglares cristianos y moros la cantaron pronto convertida en versos, difundiéndola de castillo en castillo, de plaza en plaza, de palacio en palacio.

[Tomás Laguía, César, «Leyendas y tradiciones...», Teruel, 12 (1954), 146-148.]

domingo, 14 de junio de 2020

198. LAS REVUELTAS MUSULMANAS PREVIAS A LA RECONQUISTA DE SARAKUSTA


198. LAS REVUELTAS MUSULMANAS PREVIAS A LA RECONQUISTA DE SARAKUSTA
(SIGLO XII. ZARAGOZA)

A principios del siglo XII —poco antes de ser reconquistada la ciudad por los cristianos que capitaneara Alfonso I el Batallador— se respiraba en Sarakusta un ambiente de descontento y de absoluta anarquía como ponían de manifiesto los pequeños pero continuos intentos de sublevación contra el rey taifal de la Aljafería.
Una de aquellas habituales algaradas tuvo como protagonista principal a una hermosísima mujer que hacía algún tiempo se había quedado viuda, una mora llamada Adelfa, que habitaba en uno de los más suntuosos palacios árabes de la ciudad. Casi todos los hombres importantes del reino zaragozano pretendían su amor, pero sólo un tal Abuhasalem consiguió que Adelfa se fijara en él y aceptara sus proposiciones. Era éste sobrino del rey Amad Dola, que acababa de abandonar exiliado la ciudad forzado por la victoriosa sublevación de Ben Alhag.
Otro de los notables sarakustíes totalmente rendido y apasionado por la viuda Adelfa era Zila, quien, celoso, sin duda alguna, aprovechó el estado de anarquía reinante en la ciudad para dirigir hábilmente sus ataques contra Abuhasalem, afirmando que éste se había quedado en Sarakusta para derrocar al usurpador Ben Alhag y reconquistar el trono abandonado a la fuerza por su tío. Abuhasalem intentó defenderse a toda costa de la multitud que lo acusaba, pero nada pudo hacer y finalizó perdiendo la vida en la revuelta, aunque no sin antes acabar él mismo con la del embustero e intrigante Zila.
Cuando la sangrienta pelea entablada entre los bandos en discordia se hallaba en su pleno apogeo, la viuda Adelfa fue puesta a salvo por Teófilo, un esclavo cristiano de los moros, que la condujo y ocultó en la capilla de Santa María la Mayor. Pasaron algunos días y Adelfa, que había reflexionado sobre todo lo sucedido, pidió ser bautizada y se convirtió al Cristianismo. Y si poco se sabe de ella una vez liberada Zaragoza por Alfonso I el Batallador, sí al menos quedan noticias de que su cadáver fue sepultado en las catacumbas, junto con los innumerables mártires de Zaragoza.
[Sánchez Pérez, José A., El Reino de Aragón, págs. 105-111.]

domingo, 17 de noviembre de 2019

LA REINA MARÍA LLORA LA AUSENCIA DE ALFONSO V


161. LA REINA MARÍA LLORA LA AUSENCIA DE ALFONSO V
(SIGLO XV. ZARAGOZA)

Doña María —hija de Enrique III el Doliente, rey de Castilla, y esposa de Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón— había ido a rezar un día al llamado templo de Diana, ataviada con un blanco vestido y adornada con un hermoso collar de la orden de la Jarra pendiente del cuello. Cuando acabada su oración comenzó el camino de regreso al palacio real, en la Aljafería de recuerdos moros; quienes la servían y estaban a su lado dicen haberla visto suspirar tristemente maldiciendo su soledad ante la prolongada ausencia del rey, que una vez más estaba en Nápoles.

LA REINA MARÍA LLORA LA AUSENCIA DE ALFONSO V  (SIGLO XV. ZARAGOZA)


Recordaba la reina el ya lejano momento en que su esposo, al son de múltiples y estruendosas trompetas y tamboriles, se despidió cariñosamente de ella junto al barco «para yr en Berbería», quedando así como desamparada y sola.

Con grave dolor de corazón, rememoraba las tierras de Italia que había conocido, donde estaba el escenario de las andanzas de su marido el rey, y recordaba a la reina Juana de Nápoles, en cuya ayuda había acudido después Alfonso V aceptando la propuesta de la soberana napolitana de adoptarlo por hijo y nombrarle heredero del reino si le ayudaba militarmente contra Felipe III de Anjou, su gran enemigo, como así hizo.

Alababa la reina doña María, que era una mujer fuerte de espíritu, las victorias, los proyectos culturales y las múltiples empresas militares de su esposo, vencedor para entonces de dos reyes en África e Italia, pero se quejaba también amargamente y para su interior de que la «fortuna, ynvidiosa» le había mantenido alejado demasiado tiempo del reino, de sus tierras y de ella misma para ir a conquistar otros horizontes lejanos, dejando desventurada a ella, su esposa, que ahora se dolía llorosa, en silencio, sin compartir con nadie su pesar, tras el rezo en solitario en el templo de Diana.




María de Castilla (Segovia, 1 de septiembre de 1401 - Valencia, 4 de octubre de 1458). Infanta de Castilla, Princesa de Asturias (1402-1405) y reina de Aragón (1416-1458) por su matrimonio con Alfonso el Magnánimo. Primera hija de Enrique III «el Doliente» y de Catalina de Lancáster y hermana de Juan II.

Nacida en la ciudad de Segovia, María fue la mayor de los hijos del rey Enrique III y la reina Catalina de Lancáster. Su madrina fue la tía de su madre, María de Ayala, monja e hija ilegítima del rey Pedro I de Castilla. Creció en una residencia completamente regida por castellanos, en donde vivió hasta el momento de su matrimonio, lo cual era inusual para una infanta destinada a casarse con un príncipe extranjero. Su educación estuvo a cargo del Gran Senescal del reino, Pedro González de Mendoza, mientras que su gobernanta fue Inés de Ayala y Toledo, 3.ª señora de Casarrubios del Monte. Como hija primogénita, María fue investida con el título de Princesa de Asturias, reservado para el primero en la línea de sucesión. Su padre la hizo jurar heredera presunta del reino en las Cortes de Toledo el 6 de enero de 1402, siendo al mismo tiempo comprometida con su primo-hermano Alfonso, hijo de su tío paterno Fernando, como una forma de reforzar sus derechos sucesorios. El nacimiento de su hermano Juan (futuro rey) en 1405 la desplazó de la sucesión; desde ese momento, ella fue sólo Infanta.

Su infancia fue muy feliz, de acuerdo a las crónicas contemporáneas; la fragilidad de su salud no fue evidente hasta el momento de su matrimonio. Su padre murió cuando ella tenía cuatro años, dejando la corona a su hermano Juan II, haciéndola heredera presunta nuevamente. Su madre, la reina Catalina, gobernó el reino de Castilla como Regente durante la minoridad de su hijo y la Infanta pudo observar las capacidades de la reina en la labor gubernamental. Las acciones políticas de la Reina-Regente hicieron que posteriormente María fuera muy consciente de sus responsabilidades y prerrogativas como reina y como regente, que se confirmarían al entregársele el antiguo Señorío de Villena, a modo de Ducado de Villena, entre 1409 y 1415. Madre e hija fueron muy unidas y mantuvieron una frecuente correspondencia tras del matrimonio de la Infanta.

El compromiso entre María y Alfonso no fue formalizado hasta que ella cumplió los siete años de edad, aunque fue reconfirmado por el rey Enrique III en sus últimas voluntades y testamento.1​ En el mismo acuerdo, se pactan otras dos alianzas nupciales: entre el hermano de María, Juan II y la hermana de Alfonso, María, y entre la hermana menor de María, Catalina, con el hermano de Alfonso, Enrique.​ El matrimonio entre María y Alfonso se celebra en la Catedral de Valencia el 12 de octubre de 1415. La ceremonia fue oficiada por el antipapa Benedicto XIII, el cual también otorga la dispensa matrimonial para el enlace.1​ María recibió una espléndida dote consistente en tierras y rentas, a la vez que Alfonso era elevado al rango de Infante de Castilla. El rey Juan II luego se quejaría de que la dote de su hermana era demasiado grande y que en verdad era la más grande jamás recibida por alguna Infanta de Castilla.4​ Un año después, en 1416, su marido fue proclamado Rey de la Corona de Aragón, subiendo al trono como Alfonso V.

Las disputas familiares eran constantes gracias a las políticas de sus suegros, los reyes de Aragón Fernando y Leonor de Alburquerque. Los Infantes de Aragón, sus cuñados Enrique, Pedro y especialmente el intrigante Juan fueron extremadamente problemáticos e impertinentes durante la regencia de María.​

María tenía una salud delicada, posiblemente padecía de epilepsia. Un brote de viruela la dejó con cicatrices permanentes y sin atractivo. No tuvo su primera menstruación hasta los dieciséis años, por lo que la consumación de su matrimonio fue postergada hasta entonces; no tuvo hijos. Su unión fue simplemente política sin ninguna clase de afecto. Los pocos momentos felices que tuvo en su matrimonio tuvieron lugar durante los primeros años. La falta de descendencia afectó grandemente su matrimonio y el reinado de Alfonso V. La relación entre ambos empieza a deteriorarse visiblemente desde 1423, luego del retorno de Alfonso V de Nápoles y al enterarse de que la amante italiana de su marido, Giraldona Carlino, le había dado un hijo, Fernando. Terriblemente herida por su infidelidad, María le informa falsamente a su marido de que su madre había muerto con el propósito de herirlo. El divorcio no era una opción y la pareja permaneció unida sólo por conveniencia.

Durante los años 1420 y 1423 y a causa de las largas ausencias de Alfonso V tuvo que actuar como lugarteniente general de Aragón y en el principado de Cataluña entre los años 1432 y 1458.

Se involucró en las luchas que se desarrollaban en Barcelona entre los campesinos y los burgueses.

Tras la derrota de Ponza (1435) en la que Alfonso V fue hecho prisionero por los genoveses aliados al soberano napolitano, Renato de Anjou, María convocó cortes en Monzón para recabar los fondos para la liberación de su esposo.

En 1453 dejó Cataluña y se trasladó a Castilla donde intervino como mediadora en las luchas castellano-aragonesas y consiguió que se pactara la tregua de Valladolid.

Murió sin descendencia. Está enterrada en el Real Monasterio de la Trinidad en Valencia. Aunque la historiografía había tendido a considerarla una persona caritativa y devota, se ha señalado que la reina sentía predilección por los pequeños artistas y las obras humildes, y por ello jugó un destacable papel en la promoción artística y cultural de la época.

Earenfight, Theresa (2010). The king's other body: María of Castile and the crown of Aragon. Philadelphia: University of Pennsylvania Press.
ISBN 0-8122-4185-1.

viernes, 3 de mayo de 2019

PEDRO I DE ARAGÓN LUCHA CONTRA EL CID CAMPEADOR


2.39. PEDRO I DE ARAGÓN LUCHA CONTRA EL CID (SIGLO XI. PERALTA)

Después de haber cometido verdaderos estragos a los moros levantinos en la comarca de Onda y Almenar y soportada una larga y fatigosa cabalgada de varias jornadas, llegó el Cid Campeador con sus hombres a las puertas de la musulmana ciudad de Zaragoza. Tal como era habitual, el guerrero castellano fue huésped en el palacio del rey moro de la Aljafería, donde recuperó fuerzas y recompuso su hueste.

PEDRO I DE ARAGÓN LUCHA CONTRA EL CID CAMPEADOR

Tras descansar unos días en la ciudad del Ebro, partió de nuevo con sus hombres en dirección a Huesca, primero, y más tarde hacia Monzón. Los vigías de Pedro I pusieron al monarca aragonés al corriente de las andanzas del Cid, de modo que, sabiendo que se acercaba, se aproximó con sus caballeros hasta Piedra Alta, donde decidió elegir un paraje adecuado y plantó sus tiendas de campaña para esperarle.
Llegado el Cid a Monzón, determinó pasar allí unos días, uno de los cuales salió a recorrer la comarca acompañado por doce caballeros de su confianza
«a holgarse por el campo,
armados de buena guisa»,
o sea, a divertirse un poco con un simple ejercicio. Enterados los aragoneses a través de su red de espías de los movimientos de esta partida, les salieron al paso desde su improvisado campamento con ciento cincuenta guerreros, entablando un lucha desigual contra el Cid y sus hombres, en una especie de improvisada justa o torneo, pues, de común acuerdo, decidieron luchar uno contra uno sucesivamente.
A pesar de ser muchos menos en número, el grupo del Cid venció a los caballeros aragoneses, apresando a siete de ellos con sus caballos y armas, mientras los demás huían temerosos del campo de batalla. Las horas que siguieron a la refriega fueron tensas, pero, tras suplicar los vencidos clemencia al Campeador para que los dejara en libertad, don Rodrigo,
«como es muy honrado»,
dice el legendario romance, accedió a su petición.
[Gella, José, Romancero Aragonés, págs. 53-55.]




Et él después que ovo leídas las cartas, como quier que ende oviese gran pesar, non quiso ý ál fazer, ca non avié plazo más de nueve días en que saliese. Enbió por sus parientes e por sus vasallos, e díxoles cómo el rey le mandava salir de su tierra e que non le dava de plazo más de nueve días, e que querié saber d’ellos cuáles querién ir con él o cuáles fincar. Minaya Álvar Fáñez le dixo: “Cid, todos iremos convusco e servos hemos leales vasallos”. Todos los otros dixieron otrosí que irién con él donde quier que él fuese, e que se non quitarién d’él nin le desamparién por ninguna guisa. El Cid gradeciógelo estonces mucho, e díxoles que si Dios le bien feziese, que gelo galardonarié muy bien. Otro día salió el Cid de Bivar con toda su compaña