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martes, 23 de junio de 2020

304. LA PALIDEZ DE LA VIRGEN DE SALAS


304. LA PALIDEZ DE LA VIRGEN DE SALAS (SIGLOS XIII-XIV. HUESCA)

En muy contadas ocasiones se tiene la oportunidad de ver reunidas y presidiendo un mismo santuario dos imágenes de la Virgen, cual es el caso de la ermita que acoge a la virgen de Salas y a Nuestra Señora de la Huerta, en las afueras de Huesca. Las dos tallas son hermosas, pero de una de ellas llama poderosamente la atención el color lívido de su rostro, o «la baja color de la tez» de la de Salas, circunstancia sobre la que existen varias interpretaciones, cual es el caso de la siguiente.

En cierta ocasión, la que comenzó siendo una simple y tonta discusión entre dos vecinos de Huesca finalizó en reyerta enconada. Uno de los litigantes, por razones que no vienen al caso, decidió rehuir la pelea, tratando de esconderse en los campos del Almériz, en cuyo término se halla el santuario, hasta que se calmaran los ánimos. No obstante, su contrincante, enterado de dónde estaba salió en su busca.

El joven perseguido —devoto de santa María y ante el temor de ser alcanzado— se refugió en la ermita, pensando que, como lugar sagrado que era, estaría a salvo. Pero el perseguidor, arrogante y preciado de sí mismo, no sólo no respetó el inviolable derecho de asilo, sino que entró en el templo a caballo dispuesto a matar allí mismo a su enemigo.

La virgen de Salas —ante un acto no sólo tan vandálico sino perpetrado además en su presencia— dio un tremendo grito de espanto, apartó de sí al Niño como para salvarle y se quedó completamente lívida, descolorida. Ante aquellos signos de desaprobación por parte de Nuestra Señora, el perseguidor se percató de la infamia que estaba cometiendo y, arrepentido y pesaroso por ello, se lanzó al suelo e hincándose de rodillas pidió perdón a la Virgen por haber perturbado la paz de su santuario.
Pasó el tiempo, y el perseguidor demostró su arrepentimiento de manera sobrada imponiéndose duras penitencias, todo lo cual convenció a la virgen de Salas de su sinceridad, lo que le llevó a atraer de nuevo al Niño hacia sí, aunque jamás recuperó el color sonrosado de su piel, que siguió lívido.

[Datos proporcionados por Teresa Laliena, de Huesca.]