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lunes, 22 de junio de 2020

266. EL PEREGRINO ANÓNIMO, ALCOLEA DE CINCA


266. EL PEREGRINO ANÓNIMO (SIGLO XIV. ALCOLEA DE CINCA)

266. EL PEREGRINO ANÓNIMO (SIGLO XIV. ALCOLEA DE CINCA)


El castillo de Alcolea, un enclave verdaderamente estratégico entre los ríos Alcanadre y Cinca, a orillas de éste, había constituido un refugio seguro para Alfonso I el Batallador en sus incursiones por las tierras moras de Fraga y Lérida, por lo que no es de extrañar que el rey sintiera una especial predilección por esta villa, cuya iglesia reconstruyó y puso bajo la advocación de san Juan Bautista. Es precisamente esta iglesia depositaria de un célebre santo Crucifijo cuyos orígenes están envueltos por la leyenda.
Corrían días del año del Señor de 1376, aquel en que el predicador valenciano Vicente Ferrer pasaba de Aragón a Cataluña por estas feraces
tierras para transmitir la palabra de Dios. Siguiendo el camino que abre de manera natural el curso del caudaloso Cinca, solían hacer un alto en Alcolea bastantes peregrinos que, venidos de los lugares remotos, andaban buscando la ruta principal del Ebro en su caminar hacia Santiago.

Arribó a Alcolea un día de aquellos un peregrino de mediana edad que, tras intimar con los miembros de la familia que le había dado cobijo en su casa, se ofreció para tallar una imagen de Cristo crucificado, puesto que aseguraba dominar la técnica de la escultura. Consultaron los anfitriones al sacerdote y a éste le pareció bien la idea.

Tras proporcionarle los materiales que precisaba, algunas velas y viandas suficientes para varios días, se retiró el peregrino a una estancia apartada para mejor concentrarse en el trabajo. Pasaron los días, más de los previstos, y el romero no daba señal alguna de vida, tanto que la quietud que se sentía desde el exterior alarmó a los vecinos. Así es que, después de llamar de manera insistente en la puerta del cuarto y no recibir ninguna respuesta, decidieron forzar la cerradura de la puerta.

Dentro de la estancia no había nadie: el peregrino había desaparecido sin dejar el más mínimo rastro. El gua y la comida estaban intactos, la vela no había sido encendida y los materiales entregados para cincelar la imagen no habían sido tocados siquiera. Sin embargo, sobre la mesa de la estancia, destacaba la más maravillosa imagen de Cristo que nadie recordara.

[Faci, Roque A., Aragón..., I, págs. 135-138.]