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domingo, 26 de julio de 2020

Capítulo LVIII, Álvaro de Cabrera, XV conde de Urgel

CAPÍTULO LVIII.

De don Álvaro de Cabrera, XV conde de Urgel y vizconde de Ager.
Venida de don Álvaro, y como por muerte de su hermano heredó su padre. - Del pleito que se movió entre el conde don Álvaro doña Constanza, su mujer, sobre la validez de su matrimonio.- De lo que hizo doña Cecilia de Foix, después que el conde volvió con doña Constanza de Moncada; y de lo que declararon los obispos de Francia.

Armengol, hijo mayor y primogénito de Ponce de Cabrera, conde de Urgel, murió pocos días después de los * su padre, y un sepulcro muy bien labrado, que está en * iglesia mayor de Castellón de Farfanya, al lado del *evangelio, con un simulacro de un niño encima de él, con * armas de Urgel, dicen ser suyo. La breve vida de * Armengol es ocasión que todos los escritores lo dejan * aunque fue señor del condado de Urgel y heredero del *padre, pero no gobernó, impedido por su menor edad: *durante esta, y por ser ya muerto Guerau de Cabrera, vizconde Cabrera, hermano de Ponce y tío de estos, Jaime de Cervera, caballero muy principal de Cataluña, cuidaba de to* y por sustitución hecha por el padre en favor de Álvaro * sucedió en el condado. Llamábase antes Rodrigo, y d* este nombre; mas aunque según el testamento del padre se * bía de llamar Armengol, porque quiso que cualquier de * hijos o nietos que llegase a ser conde de Urgel hubiera de * el nombre de Armengol, no obstante esto, se quedó con el * Álvaro, y así le hallo nombrado en todos los autos y memorias quedan de él. Nació en Castilla en el mes de *marzo del año 1239 en unas casas junto al monasterio de las Huelgas de Burgos, y fue bautizado en el dicho monasterio, y padrinas dos reinas, Juana, mujer de Fernando el Santo, rey de Castilla, y Leonor, mujer que fue de don Jaime, rey de Aragón (Jaime I). Crióse en aquellos reinos y al lado de don Rodrigo González de Girón, hermano de la condesa doña María, su madre, y heredó gran parte del estado de don Fernández de Castro, que fue bisabuelo suyo, por no haber quedado sucesión de don Fernán Ruiz de Castro, ni de doña Leonor Rodríguez, que también eran bisnietos de dicho don Pedro: vivió allá hasta edad de siete u ocho años, que le llevaron a Cataluña, por haber muerto su hermano; y hasta el año de 1253 no gozó las rentas del condado de Urgel, ni vizcondado de Ager, por lo que queda dicho arriba: acabado este tiempo, y siendo de edad de poco más de catorce años, casó con doña Constanza de Moncada, hija de don Pedro de Moncada y de doña Cecilia, su mujer. Fue este don Pedro hijo de don Guillen de Moncada y de doña Constanza, hija del rey don Pedro, y hermana de don Jaime el primero, rey de Aragón. Era la novia, cuando casó, de edad de poco más de diez años: el dote fueron sex mille aurei, nombre muy usado en la moneda de aquellos tiempos: dice el padre Diago que eran seis mil ducados; pero yo entiendo que no eran sino florines, y eran de peso cada uno de ellos de sesenta y ocho granos, y de oro de diez y ocho quilates,
y según los tiempos recibían el valor, y al tiempo que escribió el dicho padre Diago valían (si usara esa especie de moneda) doce reales, y así les da el dicho autor el nombre de ducados (se lee ducadós, igual esa tilde es una mancha). En el archivo real de Barcelona, en el libro de las Conclusiones Civiles del año 1595, fol. 297, hay una conclusión que dice, que quinientos áureos valen seis mil *libras barcelonesas. Según he visto en memorias de estos tiempos * dio el rey mil morabatines a don Pedro, para ayudar * paga de este dote, por ser la novia parienta suya muy cercana: celebróse la boda en la villa de Seros que era de * Pedro de Moncada, a 24 de junio, día de San Juan Bautista * de este año 1253; y fueron velados en la puerta de la iglesia de la villa, por fray Berenguer de Gatell, del orden de San Francisco. Estuvieron muy vergonzosos los novios, * las preguntas ordinarias que les hacía el sacerdote, *respondía por el conde Jaime de Cervera; y enfadado de ello el
sacerdote, le dijo que él no casaba a doña Constanza co* sino con el conde, y él entonces respondió a lo que le *preguntaba el sacerdote, y fueron desposados. La bendición * misa celebró el mismo sacerdote, y predicó fray Berenguer Desbach, del orden de Santo Domingo, y prior del convento de Lérida: el tema del sermón fue quasi stella matutina, *.
Fue muy regocijado y solemne este desposorio, y ha* acudido en Seros mucha nobleza de Cataluña y Aragón * todos o los más vasallos del conde y de don Pedro, *para
solemnizar la boda (que tan reñida fue): de la iglesia fueron al castillo, con mucho acompañamiento, y allá hubo *un grandioso banquete.
La primera noche durmieron separados los novios, porque así lo quiso la madre de doña Constanza: debió temer *la poca edad de los dos. Vivieron algunos días en Seros, si*
que el conde tratase de llevarse la novia, con pretesto de que no se le había pagado íntegramente la dote que se le había prometido, y continuaron de esta manera dos años,
poco menos: el conde mostraba disgusto del casamiento * lloraba, diciendo que don Pedro de Moncada y su hija le tenían preso; y aconsejado de algunos, ponía duda si aquel casamiento era válido o no, alegando que él cuando casó solo tenía doce años, y la novia diez; los suegros atajaron estas pláticas, conociendo el mal que podía suceder de ellas, e hicieron que ratificasen el matrimonio delante del abad de Fontfreda, que también era abad del monasterio de Escarp, del orden cisterciense, que está entre Segre y Cinca. Esta ratificación hizo el conde con pacto que se le pagase la dote íntegramente, y después sobre la paga hubo entre suegro y yerno muchos dares y tomares, y mientras
se tardaba a pagar, dio don Pedro a don Álvaro la villa de Mequinenza, que la poseyó más de año y medio, con toda la jurisdicción y dominio que en ella tenía don Pedro de Moncada; y al tomar posesión, dice una memoria antigua, que un hombre del conde subió en una torre, y con grandes gritos decía: Urgel, Urgel, por el conde. Esto no aquietó a don Álvaro; antes bien no pasó mucho tiempo que volvió a decir que él no era casado, porque el matrimonio no fue consumado, y que él era soltero, y que doña Constanza y él estaban cada uno en su libertad, y les era lícito casar a su albedrío; y como a los príncipes y señores jamás les faltan aduladores y malos consejeros, aquí los hubo más de lo que era menester. Jaime de Cervera y otros, que debieran darle buen consejo, eran los que más le incitaban y llevaban por la parte que más gustaba: si decía que el matrimonio no era válido, todos lo afirmaban, y si decía que quería casar con otra, todos a porfía le hallaban casamiento, y ya quería casarse con otra. Doña Constanza y sus padres, con cuidado, estaban a la mira, aguardando en qué había de parar aquello. Jaime de Cervera le aconsejó que pidiera por mujer una hija de Berenguer de Anglesola, llamada *Sibila (no se lee) el conde lo escuchó de buena gana, y dijo que casaría * ella o con otra cualquiera que le hablasen, con tal * quedase libre de don Pedro y doña Constanza: trazó Jaime de Cervera el casamiento con Berenguer de Anglesola, * prometió que por parte del conde se cumplirá todo * que ellos tratasen; concertóse la dote, y en Lérida se *cortaron los vestidos a la novia; señalóse día para la boda * ya la comida estaba aparejada y todos aguardando el conde * que estaba a la otra parte del río Segre y venía para celebrar
la boda. Iba con él Jaime de Cervera, y a la *que fueron a la vega de Menargues, el conde se tomó a *llorar muy amargamente, diciendo, que ya no quería casar con la hija de Berenguer de Anglesola, sino con la hermana del conde de Foix, que yo entiendo que no la había *visto. El Cervera, enfadado de aquella rapacería, le dijo, que en su nombre y con voluntad suya había dado palabra * cumplir este casamiento, y que era mal caso que *ahora que todos le aguardaban, saliese con esto; púsole delante * razones, pero todo fue vano, porque él pensaba en su *nion, y no quería sino la hermana del conde de Foix.
S* esto Berenguer de Anglesola, y enfadado de ello, dijo un * tigo que dijo: se nolle dare amasium filiae suae.
Doña Constanza había ya dado queja al arzobispo de Tarragona de lo que pasaba, y él despidió de su corte * letras al conde y don Berenguer de Anglesola, y así * casamiento no pasó adelante: el conde luego trató de * con doña Cecilia, hermana de Roger, conde de Foix; * segunda de Roger Bernat, conde de Foix, y la mayor, * llamaba Esclaramunda, casó con el vizconde de Cardona. Jaime de Cervera lo procuró con grandes veras; y porque el conde no conocía a la dama, sino por relación, los dos fueron a tomar vista, y el mancebo quedó muy enamorado. Tratóse el casamiento, y concordaron, al cabo de dos años y siete meses que había que estaba casado con doña Constanza. El conde de Foix ya tenía noticia de todo y rehusaba darle su hija; pero el conde, Jaime de Cervera, Berenguer de Anglesola, Ramón de Cervera, Berenguer Arnaldo y Berenguer Ramón de Ribelles, que todos eran servidores del conde y heredados en el condado de Urgel, juraron que el conde podía legítimamente cantratar (contraer, contratar) matrimonio con doña Cecilia, y que todo lo que había pasado entre él y doña Constanza no era bastante impedimento. El conde de Foix no se satisfizo de esto; hiciéronse tres amonestaciones en la iglesia mayor de Foix, y nadie contradijo, y dijo doña Cecilia en el proceso del casamiento, que lo que le movía a ella a tomar al conde por marido era que todos las que estaban en la iglesia decían que bien podía hacerse aquel matrimonio; y como por parte de doña Constanza no hubo contradicción, porque no tenía noticia de ello, quedó satisfecho el conde de Foix, y sin más averiguar, dio a su hermana por mujer al conde de Urgel.
En esta ocasión concertó Jaime de Cervera, que era muy amigo del conde de Foix y del vizconde de Castellbó, las diferencias que de muy antiguo tenían los condes de Urgel con aquellos señores, y le cedieron el derecho que tenían el conde don Álvaro y su hermano, y les podía pertenecer en los lugares de que se habían apoderado los condes de Foix y vizcondes de Castellbó, desde el castillo de Oliana, la ribera de Segre arriba, en el territorio de Urgellet, * ahora llaman la Seo de Urgel, y por la ribera de Bel* hasta el puerto del valle de Andorra, y desde el *collado de Arnalt hasta el que llaman de las Cruces y de la *narda, especialmente el castillo de Nargó y el valle de *bo, y el de Castellbó y la Ciudad, con los vallesde * Juan y de Andorra, y con los castillos de Arrahen, y *ron por libre al conde de Foix de todo lo que poseía en el condado de Urgel, absolviéndole de cualquier reconocimiento que fuese obligado hacer. Esto pasó a la fin del *año 1256, en que este matrimonio se efectuó; y a más de * Jaime de Cervera, lo prometieron y se obligaron al cumplimiento de ello, don Ramón de Cervera, su hermano Berenguer, Arnaldo de Anglesola, Bernat Ramón de *Ribelles y Ramón de Besora; y dice Zurita, que en esta ocasión Ramón de Cervera se quedó con la villa de Algerre, * era del condado de Urgel, y después sucedió en ella * Esclaramunda, su hija, y de doña Berenguera de Pinos * mujer, que fue hija de don Galceran de Pinós.
Fue el desposorio de doña Cecilia ocho días antes de Navidad, en la villa de Sellent; y en el mes de enero siguiente, en la villa de Monmagastre, recibieron la bendición * capitulóse ante G. de Murello, escribano de Balaguer, * dote fueron veinte y cinco mil sueldos melgarenses * fue la misma que se había dado a la otra hija, y corri* la provincia de Languedoc; y he observado que el rey Alfonso, (II) hijo de la reina doña Petronila y del conde de Barcelona (Ramon Berenguer IV), que fue marqués de la Provenza, todos los leg* que hizo a las iglesias del dicho marquesado son de esta moneda, y aun he yo visto en Cataluña contratos hechos es* moneda. Bertrán Elías de Pamias, en la Vida de Bernat primero, conde de Foix, dice que es lo mismo que la moneda de Barcelona: * (no se lee bien) erogataque militibus stipendia (quoscum habere adversus tolosatis vim oportuit) dena solidorum melgarensium (Barchinonensis moneta) pugilum millia eidem exsolverentur; y parece había de ser igual la moneda catalana y de aquellos condados, y aun de Languedoc, por facilitar el comercio había en estos tiempos.
Acabada la boda, se fueron los novios a Agramunt. El rey don Jaime y doña Constanza y sus padres tuvieron notable sentimiento de este hecho, el cual fue gran escándalo y malísimo ejemplo a todos estos reinos.
Puso doña Constanza pleito a su marido, delante de Bernardo, que era obispo de Urgel, y don Pedro de Moncada puso gente en campaña, que se juntó con la de don Guillen de Cardona, que era tío de la condesa, y estaba muy mal con el conde, por razón de cierta heredad que le había comprado el conde en el vizcondado de Ager, y pretendía habérsela de volver; por esto había tomado armas, y corría las tierras del condado de Urgel: estos juntos tomaron después la villa de Pons, y la quemaron. La condesa doña María, madre de don Álvaro, poseía las villas de Albesa y de Menargues, por razón de su dote y derechos, y estaba con continuo cuidado que estas guerras no diesen sobre estos dos pueblos, y los destruyesen: pidió favor al rey, el cual, a 5 de los idus de noviembre de 1259, le aseguró los dichos lugares y dio guiaje a los vecinos de ellos, prometiendo que las gentes de don Pedro de Moncada no harían daño alguno, no dando ellos causa: los demás lugares y pueblos padecían mil infortunios, y se cometían muchos delitos y homicidios, y ofensas a Dios; y a la que el obispo de Urgel empezaba a entender en la causa del matrimonio, la condesa pidió al papa Alejandro IV que le nombrase otro juez, porque ella ni los suyos no tenían paso seguro para ir al obispo, porque había de pasar por medio del condado de Urgel y entre sus enemigos, que debían impedir a los que iban y venían de ella al obispo; y el pontífice, a 11 de las calendas de marzo, año cuarto de su pontificado, y de Cristo * 1258, dio sus bulas dirigidas a don Domingo de Solá, obispo de Huesca, gran teólogo e insigne predicador, y le encargó la cognicion y justicia de esta causa, haciéndole juez de ell* en caso que fuese verdad que no tenía seguridad la condesa para proseguir su pleito delante del obispo de Urgel * por estar de por medio las tierras y estados del conde * presúmese ser esto verdad, porque el obispo de Urgel
*dejó la causa, y el de Huesca se quedó con ella. Encargó también el papa, que estrechase al conde sin incurso * apelación, y su tierra con entredicho, a dejar a doña Cecilia y cobrar a doña Constanza, su legítima mujer y esposa; y para la cognicion de la causa fue asignada la ciudad de Lérida, por ser lugar acomodado y vecino de las partes *
y porque se creyó que de cualquier interlocutoria o procedimiento que hiciese el obispo de Huesca se apelaría *daría de nulidad, y cada día saldrían mil estorbos que harían inmortal la causa, hicieron un auto el rey y el conde * que he visto en el archivo real, armario 16, saco T, a * 26 de las calendas de junio, año de la Encarnación 126* en que declaró el conde que aceptaba de buena gana por juez al obispo de Huesca, y que no pondría excepciones maliciosas en la causa, ni apelaría de ninguna declaración interlocutoria, sino es que fuese tal, que de no apelar de ella, corriese riesgo de perder el pleito; y que la causa se tratase en Lérida, prometiendo comparecer el día que fuese asignado y el juez le mandase, y daría a los asesores del obispo por sus salarios y derechos doscientos morabatines, y que en caso que el juez declarase en contra su pretensión, pueda apelar a la sede apostólica, y haya de estar a lo que allí * declarado por el sumo pontífice; y que si se declara *nulo el segundo matrimonio, haya de volver la dote que *había tomado de doña Constanza, y por eso obliga los castillos y pueblos de Balaguer, Pons y Agramunt; y quiere * no obedeciendo a la sentencia del pontífice, se queden * dichos castillos en poder del rey, hasta que haya obedecido; pero lo que no hacía el conde, impedido por este auto, hacía doña Cecilia, como veremos después. La causa * adelante, pero de modo, que se iba dilatando por parte del conde y de doña Cecilia, de manera que todos * conocían claro; y el rey se enfadó de ello más que to* y por asegurar al conde en su servicio, divertirle del * y domar su orgullo, le pidió las tenencias de los castillos de Agramunt, Balaguer, Linyola y Oliana, que * los pueblos más fuertes y mejores del condado, donde
* conde y los suyos se recogían; y el conde se los entregó, por estar obligado a ello y no serle permitido hacer otra cosa. Estas tenencias o posesión de castillos duraban diez días no *, y pasados aquellos, según costumbre de Cataluña, * el rey requerido, tenía obligación de volverlos a restituir. Pasados los diez días, el conde envió a Bernat Ramón de Ribelles al rey, suplicándole le volviese sus castillos, pues se los había entregado y se le habían de volver, a uso y costumbre de Barcelona y de Cataluña; pero el rey no quiso dar lugar a ello, aunque el conde ofrecía estar a derecho con él. Esto alteró mucho al conde, y se tuvo por muy agraviado, y envió a decir al rey, que mirase que le tenía por fuerza sus castillos, y que él no era hombre que hubiese de sufrir tan gran perjuicio y desheredamiento, * por esto, aunque le pesaba mucho, se salía de su obediencia *
del modo y forma que según derecho le era permitido, y p* esto le envió su carta de deseximent. (Eixir, eixí, eixida, eiximén; exit, exitus : salir, salida; surtida viene de sortie francés)
Estas tenencias que pidió el rey no fueron otra cosa que dispertar a quien dormía, porque los magnates y caballeros de Cataluña, que cuidaban poco de lo que pasaba entre el rey y doña Constanza y el conde, porque no les pertenecía ni les era interés, luego que el conde les * parte de la detención que hacía el rey de sus castillos, *dos se alteraron, porque los más de ellos estaban obligados a dar las tenencias siendo requeridos, y era mal * e interés común que quisiese el rey, pasados los *diez días, quedarse con ellas, y quedar ellos desheredados. * este negocio de manera, que por donde pensaba el rey asegurarse y aquietar al conde de Urgel, alborotó a todos los barones de Cataluña, y las armas que estaban en el condado y castillos de Urgel se derramaron por todo el principado, y cuando el rey lo quiso remediar, no pudo, porque ya todos estaban empeñados. Los que más se mostraban amigos y valedores del conde eran Ramón Folc, vizconde de Cardona, Berenguer de Anglesola, don Jaime de Cervera, Ramón de Cervera, don Guillen de Cervelló, don Hugo, * hermano, don Guerau de Cabrera, hermano del conde, Bernat Ramón de Ribelles, Guillen Ramón de Josa, Arnaldo de Juz y otros muchos; y todos se despidieron del rey, según el uso y estilo de aquellos tiempos.
El vizconde Ramón Folc era deudo muy cercano del conde y había estado a la mira de todo, y en esta ocasión se despidió del rey con quejas más particulares que los otros, porque el rey le había mandado que, en la guerra, no llevara fonévol, que era máquina de dar baterías de aquellos tiempos y a solos los reyes era lícito usar de ella, y había el

rey don Jaime, en el año 1226, en Tortosa, hecho una constitucion que lo impedía, exceptuando a los caballeros que tenían especial privilegio del dicho rey y de sus pasados; y le había mandado tapiar una puerta de la calle del castillo de Monblanc, por la cual estaban en posesión el vizconde y los suyos de entrar y salir, y lo juzgaba el vizconde por un *grande desheredamiento y perjuicio; y el rey daba toda la satisfacción que podía al vizconde, por apartarle del conde de Urgel, porque el rey se persuadía que todo lo que el conde hacía era con consejo suyo. En esta ocasión se fue el rey a Lérida, con pensamiento de hacer guerra al conde y a todos sus valedores, si es que ellos intentasen alguna novedad, y desde allí envió a decir al vizconde y a sus valedores ,que bien sabían él y todos sus vasallos y todo el mundo, que no había príncipe y señor que menos agravios hiciese a los suyos, que él hacía a sus vasallos, antes que por hacerles bien y disimularles tanto, les perdía, y que el vizconde era uno de ellos; pero esto no bastó, porque el conde de Urgel se puso a punto de guerra, para cobrar del rey sus castillos a fuerza de armas. Estuvo el rey en Lérida hasta el principio de este año 1260, y se partió a Aragón para dar razón a algunos negocios de aquel reino, que necesitaban de su real presencia; y el conde don Álvaro * con sus gentes, cobrando algunos lugares y castillos del condado de Urgel, y estragó la tierra y comarca de los q* estaban por el rey, el cual en esta ocasión mandó paga* don Álvaro mil quinientos morabatines alfonsíes, y cobró * él los pueblos de Somet (o Sornet), Roda, Fontes y Embit, que * Alfonso, abuelo del rey, había empeñado por dicha cantidad a los antecesores del conde, el cual libremente se *
volvió, y otorgó carta de pago del dinero; y después de * tomó por fuerza de armas las villas y castillos del est* de Ribagorza, que estaban por el rey, e hizo mucho daño * las aldeas y campañas de Balbastro (Barbastro). Convocaron todos * pueblos comarcanos, y particularmente aquellos que habían recibido daño de don Álvaro, en la dicha ciudad, y die* de ello queja al rey, el cual enojado de aquel atrevimiento mandó a Martín Pérez de Artesona, justicia de Aragón, que persiguiese con ejército formado a la gente de *don
Álvaro, porque estaba determinado de sacarle del *mundo si no se retiraba y apartaba de hacer los daños que hacía * poco después tuvo el rey cortes en Barcelona, y en ellas
se pudo dar remedio al estado de estas cosas, antes bien * vizconde de Cardona y sus parientes no querían conse* al donativo o servicio, que no quedasen él y los demás querellantes satisfechos de los agravios decían haber recibido del rey; pero sin darse a esto cumplida satisfacción, se o*gó el servicio, y quedaron las cosas de los barones *
de antes. Esto pasaba entre el rey y el conde don Álvaro y sus valedores, cuando el obispo de Huesca iba procediendo con gran cuidado en la causa del matrimonio; y a la *
estaba a lo mejor de ella, ora fuese que doña Cecilia *desconfiase por su poca justicia, ora porque no le pareciese la ciudad de Lérida segura, como ella decía, o que quisiese
dilatar el pleito, o por cualquiera otra causa, a 10 de las calendas de enero de 1261, por medio de su procurador, alegó delante del pontífice, que ella no tenía paso seguro para ir a la ciudad de Lérida, y que la dicha ciudad estaba muy cercana a las tierras de don Pedro de Moncada, y que él tenía allá muchos amigos y valedores, y que el obispo de Lérida don Guillen de Moncada era tío de doña Constanza, y que el rey don Jaime de Aragón, y don Sancho, arzobispo de Toledo, hijo del rey don Fernando, el Santo, estaban muy apasionados por doña Constanza y habían escrito al pontífice en su favor, y que el infante don Pedro, hijo del rey, había dicho, que él había de hacer que su prima doña Constanza fuese condesa de Urgel, y que era mal caso hubiese ella de acudir en una ciudad para ella tan sospechosa, de la cual era señor el rey don Jaime y lo había de ser don Pedro, su hijo, que tan declarado se mostraba en favor de ellas; y sobre esto pasaron algunas razones entre los procuradores de las partes, y a la postre * comprometieron, y por parte de doña Constanza nombraron a don Bernardo de Olivella, obispo de Tortosa, que después fue arzobispo de Tarragona, y por parte de doña Cecilia al de Carcasona, y al de Vique por tercero, en caso que los dos no concordaran; y el papa les cometió el negocio con un breve, despachado decimo calendas januarii pontificatus sui anno primo. Los obispos, recibido el breve, entendieron en el negocio y citaron las partes, asignándoles la ciudad de Manresa para oírlas; y porque el obispo de Carcasona no podía acudir, subdelegó a Bernardo, canónigo, y al arcipreste de la iglesia de Carcasona; pero estos, * no poderse juntar, o por sus ocupaciones, o por otra cualquier causa, pasó un año que no hicieron nada; y el obispo de Huesca procedía en la causa, y al 1.° de junio * 1262 declaró en ella, guardando siempre la disposición de los sagrados cánones, y con difinitiva sentencia adjudicó al conde por marido de doña Constanza, mandándole *
dejada la intrusa, la recibiese, como era obligado, y trat* con marital afecto, haciendo las amonestaciones y mandamientos eran menester, hasta descomulgarle a él y * entredicho en sus tierras y estados. Doña Cecilia y el conde apelaron cada uno de por si de esta sentencia a la sese apostólica; el conde pidió apóstoles, y estos le concedió * obispo de Huesca, a 14 de las calendas de agosto, * en ellos refiere muy largamente los motivos con que fu* la declaración había hecho y sumariamente las faltas * por parte del conde, el cual, después de haber apelado no se curó más de proseguir la causa, cohabitando con doña Cecilia, no obstante los mandamientos que él le había hecho. Doña Constanza, deseosa de cobrar su marido y que la sentencia se ejecutase, pidió al papa remedio *sobre esto; y él, con su bula despachada a 20 de febrero de 1263, lo sometió a don Arnaldo de Gurb, obispo de Barcelona, y al glorioso san Ramón de Penyafort, cuya santidad y buena fama era pública por todo el mundo, porque es* le obligasen a cobrar a doña Constanza y obedecer en to* a la sentencia del obispo de Huesca. Esto parece en *
misma bula, que vertió el padre Diago, del orden de Predicadores, en la vida que escribió de san Ramón de Penyafort: aquel autor la trae en romance, y aquí va en latín y dice *
episcopus servus servorum Dei venerabili fratri epis *Barchinone et reverendo filio fratri Raymundo de Penna-*Fortis Predicatorum capellano et penitentiario nostro sa* apostolicam benedictionem. Ad nostram noveritis au* pervenisse quod licet nobilis vir Alvarus comes urge* dudum cum dilecta in Christo filia nobili muliere * nepti charissimi in Christo filii nostri aragonensis *tris in ecclesie facie matrimonium per verba de pre*rit legitime contrahendum idem tamen comes eam *m traducere denegans minus juste nobilem mulierem * sororem dilecti filii nobilis viri comitis fuxensis (conde de Foix) de * de jure non posset super inducere presumsit uxo* m cum predicta Constantia coram venerabili fratre *urgelensi episcopo jus suum super hoc non posset pro * eo videlicet quod ad ipsum accessus haberi non pote* er districtum Alvari comitis memorati prefata nobili * benignitatem apostolicam implorante felicis recorda *Alexander papa predecessor noster dedit sub certa forma * fratri nostro oscensi episcopo per litteras apostolicas *tis ut si esset ita prefatum Alvarum comitem quod hu* super inducta dimissa eandem Constantiam traduceret *li affectione tractaret per excomunicationis in perso* terram ipsius comitis interdicti sententias apellatione *tione previa coerceret. Postmodum vero idem oscen* (Huesca, oscense) *episcopus cognitis hujusmodi cause meritis et juris ordine * difinitivam pro predicta Constantia sententiam profe*bi prefatum Alvarum comitem in virum adjudicans *us comiti mandavit eidem ut prefata super inducta di* den Constantiam ut tenetur traduceret et maritali af*ractaret: et licet idem comes super hoc ab eodem os*scopo (obispo de Huesca) ad sedem apostolicam duxerit apellandum appel* tamen suam cum potuerit elapsis septem mensibus et am* eurans prossequi ac super inductam ipsam damnabiliter predictam Constantiam ducere denegat pro sue inconsul* voluntatis. Porro sicut dolentes audivimus inter consa* ejusdem Constantie ex una parte ac memoratum comitem * olim propter hoc adeo graves inimicitie fuerunt exorte *tigante inimico humani generis nonnulla homicidia ac etiam incendia plurium locorum habitabilium exinde sunt * cuta. Nos itaque prout ex injuncte nobis servitutis officio * neri dignoscimur et animarum obviare periculis ac * inimicitiis finem imponere necnon periculo et guerrarum dis*mini que inter personas tam potentes et nobiles hujus* occasione invalescere possent viam percludere cupientes * cretioni vestre per apostolica scripta precipiendo mandam* quatenus predictum Alvarum comitem urgelensem monitis * ficacibus inducatis ut sue saluti consulens in hac parte sep* dictam Constantiam prefata super inducta prius omnino
dim*sa traducere ac maritali studeat affectione tractare: quod * forte ipse monitis vestris acquiescere in hac parte noluerit * vocatis qui fuerint evocandi de supradicta sententia per
supradictum oscensem episcopum promulgata legitime cognoscen* quod canonicum fuerit apellatione postposita statuatis facien* quod decreveritis per censuram ecclesiasticam firmiter observari non obstante aliqua indulgentia tibi Raymundo aut * ni tuo ab apostolica sede concessa quod te de causis intromitt* non tenearis invitus per ipsius sedis litteras non facientes * nam et expressam de indulto hujusmodi mentionem. Quod* non ambo his exequendis potueritis interesse alter vestrum * nihilominus exequatur. Data apud Urbem Veterem (Civitavecchia, Ciudad Vieja ?) X kalendas martii pontificatus nostri anno secundo.

A 9 de las calendas de octubre fueron intimadas estas bulas al conde en la ciudad de Balaguer, en ocasión que salía a caza en compañía de Geraldo de Cabrera, su hermano, y dos otros caballeros, con unas letras citatorias *emanadas de la corte del obispo de Barcelona a 16 de las calendas de octubre, y en ellas estaban pendientes los sellos del obispo de Barcelona y de san Ramón, el cual, dice el proceso que era imago predicatoris stantis manibus junctis et flexis genibus et desuper erat manus hominis benedicentis, y en derredor del sello estaban escritas estas palabras: Signum fratris Raimundi domini Papae poenitentiarii. Doña Cecilia, pocos días después de la data de esta bula, *alcanzó otra del mismo papa Urbano, que cometía esta causa a los obispos de Oloron y Comenge, despachada en Ci*avechia (Civitavechia, Civitaveccia, Ciudad Vieja, Urbem Veterem), a 4 a de las nonas de mayo, de su pontificado *año segundo, que era el de Cristo Señor nuestro 1263, *nde a su modo dio razón al pontífice de todo lo que había pasado. Esta bula he visto en el Archivo Real, en el armario 16, en el saco de los papeles de este casamiento, y en un proceso que está en el mismo saco, y es la que se sigue.
Urbanus episcopus sorvus servorum Dei venerabilibus fra* Oloronensi et Convenarum (Comenges) episcopsis salutem et apostoli* benedictionem. Dilecta in Christo filia nobilis mulier *Cecilia comitissa Urgelli uxor nobilis viri comitis urgellensis no* significare curavit quod nobilis mulier Constantia nata nobilis viri Petri de Montecateno (Moncada, Montcada) Illerdensis diocesis falso asse* quod ipsa cum eodem comite matrimonium per verba con*
de presenti quodque dictus comes eam non curans tra* eandem Ceciliam de facto super duxerat in uxorem et * felicis recordationis Alexandro pape predecessori nostro quod ipsa ad venerabilem fratrem nostrum Urgellensem episcopum ipsius comitis diocesanum accedere non poterat *nisi per terram comitis memorati super hoc ad venerabilem *fratrem nostrum Oscenem episcopum contra eundem comitem *ipsius predecessoris sub certa forma litteras impetravit quarum auctoritate cum eadem Constantia nominatum comitem coram prefato episcopo citare fecisset predicta Cecilia rem suam agi * ciens et ex hoc inveniens sibi prejudicium generari ab *eodem Oscensi episcopo ad docendum de jure suo se postulavit *admitti: et licet dictus episcopus Oscensis ad hoc eam duxerit * quia tamen dictus episcopus ad hoc ei locum non * assignans alium sibi contra justitiam denegabat assig* *securum humiliter requisitus predicta Cecilia sentiens ex hoc indebite se gravari ad sedem duxit apostolicam apella*dum et super apellatione sua ad fratrem nostrum Carcassonensem episcopum ejusque collegas ipsius sedis litter* impetravit: et licet iidem judices in hujusmodi appellatione causa infra annum procedere non curaverint quamvis ab *eodem Cecilia fuerint super hoc pluries legitimis temporibus *quisiti predictus tamen Oscensis episcopus in principali * de facio procedens eundem comitem predicte Constantie * iniquam difinitivam sententiam adjudicavit in virum a *prefata Cecilia ad eandem sedem vocem appellationis emis* Quocirca fraternitati vestre per apostolica scripta manda* quatenus vocatis qui fuerint evocandi et auditis hinc inde *positis quod canonicum fuerit appellatione postposita decer* tis facientes quod decreveritis per censuram ecclesiastic* firmiter observari non obstante constitutione de duobus di*
edita in concilio generali dummodo infra ipsas predicta Cecilia super his assequi nequeat justitie complementum et u* tertiam vel quartam aliquis extra suam diocesim auctoritate *
sentium ad judicium non trahatur (o trabatur) proviso ne in terris dictor* nobilium excomunicationis vel interdicti sententiam profer* nisi super hoc a nobis mandatum receperitis speciale: quod* non ambo his exequendis potueritis interesse alter vestrum
*nihilominus exequatur. Data apud Urdem (Urbem) Veterem IV *nonas maii Pontificatus nostri anno secundo.

Los obispos de Oloron y Comenge, a quienes vino dirigida esta bula, subdelegaron al abad de Monte Oliveveto * la diócesis de Carcasona, y a Izarno, pavorde Talabuxens*
a Bernardo, arcediano de la dicha iglesia de Carcasona, para que recibiesen las informaciones; y ellos se reserv* el hacer la sentencia, difinitiva, aunque después también
dieron comisión para promulgarla. Citaron al conde * doña Constanza, la cual jamás contestó la lite, y prosiguieron su pleito hasta sentencia difinitiva; y en el discurso *
él, ya se excusaba de la causa el uno de los subdelegados, ya el otro, y el conde, que en aquella ocasión debía tener pocas ganas de volver a estar con doña Cecilia, alegó que él
no tenía obligación delante de los dichos obispos, por estar remotos más de dos dietas, pero a la postre, instados de doña Cecilia, señalaron lugar para la decisión de la causa y
publicación de la sentencia en la ciudad de Carcasona, en la iglesia de Santa María de Burgo Nuevo. Mientras estas apelaciones duraban y los obispos de Francia y subdelegados por ellos hacían lo que queda dicho, el conde, ora fuese por temor de las censuras con que le obligaba el obispo de Lérida o remordido de su conciencia, o por temor del rey, o por otra cualquier causa, obedeció, y a 16 de setiembre del año 1263 dejó del todo a doña Cecilia y cobró a doña Constanza, siendo él de edad de veinte y cuatro años, y vivieron juntos cerca de un año, con mucha paz y amor, y engendró a doña Leonor, que casó con don Sancho de Antillon, y tuvo de ella una hija, llamada Constanza, que casó con don Gombau de Entença, y de este matrimonio salió doña Teresa, que casó con el infante don Alfonso, que fue conde de Urgel y después rey de Aragón, y le llevó en dote el condado de Urgel, vizcondado de Ager y baronía de Entença, porque ella lo vino a heredar todo. El glorioso san Ramón, que fue el juez delegado con el obispo de Barcelona
por el romano pontífice, contento de este tan buen *suceso de que el conde hubiese dejado a doña Cecilia y *cobrado a doña Constanza, se excusó de esta causa, porque
estaba enfermo y pasaba de edad de ochenta años: esto fue * 3 de las nonas de febrero de 1264, y quedó solo juez de * causa el obispo de Barcelona.
Doña Cecilia quedó muy agraviada de lo que el conde había hecho e instó con grandes veras la causa de apelación; cometida a los obispos de Francia, y por ellos, a *26 de
febrero de 1264, Bernardo, arcediano de Carcasona, e Izarno de Fano-Jovis, paborde de Talabux, jueces subdelegados, dieron su sentencia, y declararon haber doña Cecilia bien
apelado, y el obispo de Huesca mal declarado y proseguido su causa; y pocos días después instó el procurador de doña Cecilia a los dichos jueces para que conocieran *
aquel matrimonio era legítímo o no, y ellos dieron sob* ello su sentencia, declarando que el matrimonio de doña Cecilia era bueno, y que el conde estaba obligado a dejar a doña Constanza y volver con doña Cecilia, y condenaron a doña Constanza en costas, y que pagase por ellas no * cientos marcos de plata; y a 29 de marzo, el con* que estaba ya olvidado de doña Cecilia y arrepentido * lo mal hecho, apeló al pontífice de esta sentencia, y * otras razones que da, es no haber sido citado ni haber *contestado la lite. Estas sentencias fueron la perdición y confusión de este negocio, y causaron los grandísimos *males que después se siguieron: con todo el conde persev* con doña Constanza, hasta 23 de setiembre de este año * y en dicho tiempo procedieron los dichos obispos o *sus
subdelegados con censuras contra el conde, obligándole * que obedeciese, y presentaron sus letras al abad de *San Saturnino de Tavernoles y al prior de Organyá, para que
ejecutaran su sentencia; y un martes, pasada la fiesta de Pascua de Resurrección, mandaron a todos los obispos, abades, rectores, priores y otros a quienes fuesen presentadas sus letras y mandamientos, que obligasen con censuras, hasta tañer campanas y matar candelas, al dicho conde y a doña Constanza, a obedecer a la dicha sentencia, y según es* determinados, si pudieran, también metieran entredi* las tierras del conde; pero el papa, como vimos en * bula, se lo había expresamente prohibido. Estos manda* se publicaron en nueve lugares o parroquias del *obispado y condado de Urgel. Al principio el conde no hacía * de estas censuras, pero después fue muy obediente a *
mandamientos, que no debiera, y dejando a doña Constanza, que había ya un año y siete días que estaba con * volvió a tomar a doña Cecilia, lo que pareció a todos muy mal y causó general escándalo en todos estos reinos, * parientes de doña Constanza se alteraron mucho de *. El obispo de Barcelona, por remediar tantos daños co* habían sucedido, y obviar muchos más que se esperaban, con toda la diligencia posible mandó meter a punto de * declarar el proceso que se ventilaba delante de él, * dar fin a aquel pleito y sacar de escrúpulo, si es que le * al conde y a su conciencia; y para más facilitar la recepción de los testigos que se habían de dar por las * señalaron la villa de Cervera, por lugar más cómodo * dicha recepción, y la cometieron a Arnaldo de Vernet, dean de Lérida, y a Ricardo arcediano de Urgel. El deán de Lérida acudió a Cervera, y a 14 de julio de este año *1264, estaba ya aparejado para recibir dichos testigos. El *arcediano, ora fuese para dilatar el negocio, y en eso dar * al conde y a doña Cecilia, rehusó acudir, dando por * que no se tenía por seguro, porque toda aquella * estaba llena de gente de guerra, unos por cuenta * don Pedro de Moncada, y otros del conde de Urgel. Doña Cecilia estaba en Pons e instaba que el arcediano y los testigos que ella había de dar fuesen guiados porque de otra manera nadie osaba ponerse en camino.
El obispo de Barcelona y el deán de Lérida lo acomodaron todo, y quedaron guiados el arcediano y testigos, y les dieron hombre que les acompañase, y prometieron don Pedro de Moncada y el conde de Urgel que no les harían, ni ellos ni su gente, daño alguno; pero los testigos de doña Cecilia tardaron algunos días, y a la postre dijeron que no querían ir sino compelidos con censuras, y pidió doña Cecilia * fuesen recibidos otros que ella tenía en el condado de Foix y reino de Francia: hiciéronse letras de comisión para los obispos de aquellas tierras, y fueron recibidos, y doña Cecilia quedó satisfecha. Todo esto pasó en los meses de julio y agosto, y cada una de las partes, como mejor pudo, justificó su causa.
En esta ocasión, el conde de Urgel no dormía, * hacía todo lo que podía para quitar la causa de manos * obispo, y meterla en manos de los prelados de *Francia por ver que ellos sentían diferentemente de los de Cataluña de aquel pleito (porque no estarían tan bien informados en él; y así representó al papa Clemente, que él *sentía muy agraviado de lo que le habían hecho el obispo de Barcelona y san Ramón, y de lo que el obispo hacía, * no esperaba de ellos justicia, y así suplicaba que le di* otro juez que conociera de estos perjuicios que decía se le hacían, y sobre de ello informó largamente al papa, si bien no le dio entera noticia de lo que pasaba. El papa, qui* idus julii, pontificatus anno primo, que era de Cristo 126*, despachó sus bulas al obispo de Beziers, cometiéndole *ete negocio; y él intimó al obispo de Barcelona y a san R* dichas bulas, porque no pasaran adelante en su co* Doña Constanza envió allá su procurador, que le dio *
satisfacción y respuesta, y se apeló al pontífice; y * el obispo de Beziers, enterado de la verdad y cali* negocio no se curó más de él, porque conoció que *sistía en dilaciones y subterfugios que buscaba don *; y por mayor claridad del negocio, el obispo de *na firmiter declaró que, no embargante la comisión * de Beziers, de la cual se había ya apelado, podía *eder en la causa. Esto pasó a 30 de octubre, y *guiente, en iglesia de Santa Catalina, mártir, de *ma, el obispo de aquella ciudad, estando presentes *mon y fray B. Dezbach, declaró, que por haber de ir * rey a la conquista de Murcia, tomando la cruz con* sarracenos, subdelegaba al prior de Santa Eulalia *mpo, del orden de los canónigos reglares de San *, encargándole que, en lo que pudiese tomar * con san Ramón, lo tome; y este el día siguiente, *dó citar al conde, a quien nadie osaba presentar *nes, y el que le citó dejó las letras sobre el altar * de la iglesia mayor de Balaguer, que dice se llamaba *
María de Almatano, y en presencia de Ricardo, *arcediano de Urgel y rector de la ciudad de Balaguer. Hecho * prosiguió su causa, y el proceso quedó concluido y de* muchas dudas y dificultades que por parte del con* oña Cecilia se movieron, que más eran para dilatar *, que por otro buen fin, y a 12 de noviembre de * año, estando el dicho prior de Santa Eulalia en el *ro de la Seo de Barcelona, y tomado consejo de san *n, según el obispo se lo había encargado y negocio tan grave requería, dio sentencia en favor de doña Constanza, confirmando la que había hecho el obispo de Huesca. *
No se puede explicar con palabras que tal quedó el co* y todos sus amigos y valedores, y las alteraciones que *bieron en su ánimo con tal declaración, la cual aprovechó poco, porque el conde declaró que no quería obedecer a esta sentencia, sino estar a lo que declararon los juecen de Francia, de cuya declaración nacieron daños irremediables; y el glorioso san Ramón, condolido de ellos y lastimado del poco caso que hacía el conde de la última sentencia, y pareciéndole que este negocio, por razón de las sentencias encontradas que había no podía tener aquí buen fin, escribió una carta al papa Clemente, dándole razón de todo lo que había pasado, aconsejándole que se asuma a si este negocio, y vistas las pretensiones de las partes, sea el juez y conocedor de este negocio. Copia de esta carta he visto en el archivo real de Barcelona, aunque ya algo consumida del tiempo, y la tradujo en castellano el padre Diago, en la vida del santo, y yo, por ser de un santo tan grande y paisano nuestro, y para defenderla de las injurias del tiempo, de quien, por su antigüedad, queda algo maltratada, la traigo aquí, y dice de esta manera:

Sanctissimo et in Christo patri reverendissimo domino Clementi divina providentia sacrosancte Romane Ecclesie summo pontifici frater Raimundus de Pennaforti terram coram *Beatissimis pedibus osculari. Reverende Paternitati vestre duxi humiliter in Domino intimandum quod bone memorie dominus Urbanus predecessor vester causam matrimonialem que vertebatur inter comitem Urgellensem ex una parte et filiam nobilis Petri de Montecateno ex altera venerabili patri episcopo barchino* terminandam sub certa *foram comissit: et quo*er infirmitates meas multiplices et nimiam debi* prosecutione cause non poteram personaliter * hujusmodi rationabili ac sufficienti ac nota *entia partium assignata renuntiavi simpliciter *us episcopus procederet sine me prout secun* escripti de jure poterat et debebat: qui cum ali*e processisset occasione facti frontarie contra sar* impeditus causam ipsam subdelegavit priori * de Campo ordinis sancti Augustini in suburbio * prior de concilio sapientium et virorum Deum *sam ipsam sententialiter terminavit quantum in* et humana fragilitas nosce sinit rationabiliter et * canonicas sanctiones. Hinc est quod ego ad excu*entiam meam super hoc quod propter causam * necessariam superius assignatam renuntiavit pro * predicte et ut aliqua de periculis imminentibus * presentes litteras per dilectum in Christo G. de *rem presentium mittere destinavi. Supplico igitur * Pater coram vestris sanctis pedibus provolutus *ras strages hominum scandala gravia et pericula * jam ex hoc sunt secuta sicut ad vestram credi* pervenisse et alia que imminent in posterum gra*riter subveniatur misericorditer intendas diligen* rocessibus et circunstantiis attenter habitis et * omnia fideliter per ipsum presentium portito* presentiam transmittuntur finem optatum pari* am predicto negocio imponatis: nam sicut mihi * pars hoc desiderat et expectat et insuper fama *redicat et credo firmiter verum esse quod nunquam * apostolicam sepe fata causa potui terminari * hujusmodi determinatio quod Deus avertat per * vestram non fiat vel etiam diferatur in longum *liter quod cum ex utraque parte sint multum no* es tantum agravabitur indignatio et pericula tam *entur quod vix temporibus nostris poterit nego* pacem. Dominus Jesus Christus dirigat vos et * vestros tam in iis quam in aliis in beneplacito suo semper ita quod per vestram piam et sanctam sollicitudinem fides sancta catholica exaltetur et pax Dei que exsuperat omne censum undique procuretur. Data Barchinone quarfa feria *
Paschas.
Esta carta fue de tanta eficacia, que ella sola fue bastante para que el papa se hiciese juez de este negocio, el cual, a 15 de mayo, año segundo de su pontificado, y de Cristo nuestro Señor 1266, lo cometió al obispo y cardenal Prenestino, encargándole con grandes veras mirase en ello; y éste, citadas y oídas las partes, procedió en la causa, y a la que pidieron al procurador del conde, que era G. de Montalbá, el que llevó la carta de san Ramón, que enseñase su poder, lo rehusó, diciendo que primero quería ver la comisión que el papa le había hecho de esta causa y negocio, lo que fue muy notado; y esto y otras dificultades semejantes, como era impugnar la procura de doña Constanza,
porque era otorgada sin licencia o consentimiento de su padre, cada día desacreditaban la causa de doña Cecilia, y del conde. Aquí se representaron los motivos con que las
partes fundaban su intención, y se repitió otra vez todo lo que hasta aquel punto se había alegado por cada una de las partes; articuláronse muchas cosas particulares y muy menudas que habían pasado entre el conde y doña Constanza, y todo lo que alegaron se dio probado con testigos que se ministraron en gran número: por parte del conde se dieron más de treinta, y muchos más por parte de la condesa; y aunque estos probaban mejor y daban muy acertadas razones de sus dichos, pero los del conde se mostraron más apasionados y sobornados, y los más de ellos o *casi todos eran vasallos y hombres suyos; y confesaron los *más de ellos que todo lo que tenían lo tenían por el *conde,
que le eran amigos y estaban muy deseosos que saliese * negocio a gusto suyo. Estos dijeron, que cuando el conde y doña Constanza fueron desposados, eran los dos de tan poca edad; que del todo eran inhábiles para el uso del matrimonio, y mucho más para dar el consentimiento que * necesario, y que estando en casa de su suegro, lloraba * verse casado, y que cuando lo desposaron estaba tan *vergonzoso y pasmado, que no estaba en lo que hacía, y * la edad poca de los dos impidió que aquel matrimonio * consumado, porque a doña Constanza no se le apa* diez años, ni al conde doce, y era tan inhábil para el uso del matrimonio, que aun dos años después de él no * para ello. Pedro Cortit, de Balaguer, en su deposición, *ando de esto, cuenta ciertos tratos que tuvo (dos años después de casado con doña Constanza) con una criada de *Bernardo de Anglesola, con que destruye más la pretensión *el conde, que no la fortifica; y Jaime de Cenvera dice,
* una vez, estando en la TorrebIanca, junto a Linyola, * dijo, que no quería casar con la hija de don Pedro de Moncada. Esto se decía por su parte. Por parte de doña Constanza se justificó, que cuando los * fueron casados eran de tal edad y aspecto, que cualquier persona que los hubiera visto los juzgara por hábiles al matrimonio, y que habían visto muchos, que no eran de tan buena disposición como ellos, que le habían consumado, y que los dos eran de tan buena estatura del cuerpo, que nadie que los hubiera visto podía juzgar otra cosa, y que el conde, ya antes de casar, en la villa de Tamarit y Linyola había tenido conversación con mujeres cort* y se había encerrado solo con ellas, y que cada * después de esposado, se acostaban él y doña Constanza * una misma cama, y allá quedaban solos; y ella, el *otro después de la primera noche, comunicó a una dueña
llamada María Serrano todo lo que había pasado, y * deposición, que está en el dicho armario, lo refiere muy largamente y por menudo; que seis meses después de ca* salió a caballo, armado de todas armas, en unas *cias que tuvo con Guillen de Anglesola y Ramón de Cardona, así como pudiera salir cualquier hombre de * edad. Estas y otras muchas cosas, dichas por testigos * calificados y mayores de toda excepción, probó por *
te doña Constanza; y declaradas las dudas y dificultades * se ofrecieron, que en causas matrimoniales suelen ser *chas, quedó el proceso concluido; y el cardenal, * en Viterbo, a 4 de abril, año 1267, indiccion décima * declaró en la causa (está la sentencia en el archivo real de Barcelona, armario 16, n.° 4), sentenciando en favor de doña Constanza; y luego el pontífice, que estaba * en dicha ciudad de Viterbo, a 11 de dicho mes de abril y de su pontificado año tercero, despachó un rescr* obispo de Barcelona y al de Magalona, en Francia, * el de Mompeller, haciendo en él mención larga de la declaración del cardenal obispo Prenestino, mandándoles hicieran ejecutar, hasta descomulgar al conde y *meter en entredicho sus tierras, en caso que no quisiera obedecer*.
Estaba enfadado el conde de tanta persecución y *cha como tenía, espiritual y temporal; cada día se le *maban mandatos penales en razón de su matrimonio, y * armas del rey le inquietaban lo poco que le había * del condado de Urgel, cuando se retiró a Foix doña Cecilia; y estando allí, la tristeza le consumió, *dados y pesadumbres le volvieron tísico, y con ca* que sobrevinieron dentro de pocos días, murió, no *uelto de las censuras en que había incurrido, por * obedecido a las sentencias y mandatos apostólicos.
Según la más común opinión, al principio del mes * del año 1268, según Zurita; y según el anal de * memorias de aquel ilustre convento, del año 1267; * puede ser, contando o entendiendo los unos de la *cion, y los otros de la Navidad. El autor del libro Flos mundi dice que murió la vigilia de san Ber* Foix; pero no especifica el año: murió de edad *e y ocho años, pocos meses más o menos, y este año murió don Pedro de Moncada.
* don Álvaro muchos dones y gracias de naturaleza: * liberal y generoso, diligente, gran soldado y muy * de sus vasallos y amigos; y si sus virtudes no las *ara con el desordenado amor que tuvo a doña Cecilia * tuviera mejores consejeros, hubiera sido uno de * esclarecidos príncipes de estos tiempos. El autor * de Ripoll, no pudiendo disimular lo bueno que * él dice: fuit armis strenuus, probus, largus, dili* urimum generosus, qui propter discordiam et dimis* primae uxoris, habuit multas guerras, et pthysi ac * est
mortuus apud Fuxum, anno Domini MCCLXVIl, *it magna discordia et tribulatione comitatum, etc. * sepultado en Foix, y dejó de doña Constanza una hija * Leonor, de quien hablamos arriba, y de doña Cecilia dos hijos: el mayor se llamó Armengol y le sucedióen el condado y el otro Álvaro, que fue vizconde de Ager. Este casó con Sibila, hija de Ramón, vizconde de Cardona, y de Sibila, su mujer, y hermana de Ramón Folc, vizconde de Cardona: consta en auto de la dotalia del beneficio de San Anton en la Seo de Barcelona, que fundó Brunisenda, su hermana, mujer de don Guerau de Cervelló, en las nonas de enero de 1319. No he visto hasta ahora su testamento; pero sé que dejó a la fábrica del monasterio de Predicadores de la ciudad de Lérida cien morabatines, los cuales pagó el rey don Jaime a 4 de mayo de 1275, con otros ciento que le dejó la reina doña Violante, su mujer.
En vida de este conde se trató entre san Luis, rey de Francia, y don Jaime, rey de Aragón, de concordar las diferencias antiguas que había entre los reyes, sus antecesores, sobre los derechos que unos tenían en algunas tierras de los reinos de los otros. Por facilitar el trato de esto, envió el rey don Jaime a don Arnaldo de Gurb, obispo de Barcelona, a Guillen, prior de Cornellá, y a Guillen de *Rocafull, gobernador de Monpeller por el rey; y en marzo de 1275 les dio poder para renunciar en favor de san Luis y de sus sucesores, y aceptar la renunciación de él; y después, (atrás pone 1275, delante 1258) a 5 de los idus de marzo del año 1258, en un lugar del reino de Francia, llamado Corbolio, (tratado de Corbeil) renunció en presencia de Felipe, hijo primogénito del santo, y de otros muchos *
el derecho que pretendía competerle por razón de los señoríos o feudos antiguos o por cualquier razón en los condados de Barcelona, Urgel, Besalú, Rosellon, Ampurdan,
Cerdaña, Conflent, Gerona y Vich, y de esto se hizo el di* día auto público, sellado con el sello de este glorioso *, en cera verde y pendiente de un cordón de seda co* sin torcer, y en él la imagen del santo sentado, con * a la cabeza y vestiduras reales; a la una mano tiene * flor de lis, y a la otra un cetro real, con algunas flores * lis por remate, así como le pinta Tillet en su historia, y * derredor unas letras que dicen: Ludovicus Dei gratia * Francorum Rex, y al dorso una sola flor de lis, casi del * que la pinta Tillet, y sin aquellas dos florecitas que sa* de las hojas de la flor. Guárdase esta escritura, o, por * decir, reliquia en el archivo real de Barcelona, en el armario 7, saco 1, n°. 62; y después, a 17 de las calendas de *sto del mismo año, el rey don Jaime renunció el dere* le competía en algunas tierras del reino de Francia, * largamente quedan especificadas en el auto de la dicha * renunciación, el cual dejo de continuar aquí, pues le podrá * el curioso en la historia o memorias del Languedoc, * estos años atrás con mucha erudición y diligencia sacó * Mr. Guillen Catel, del consejo del rey Luis XIII, * la página 29: y después de estas renunciaciones, se fue *vidando el contar, tan usado en Cataluña, por los años de los reyes de Francia, tomando de aquí adelante, unos el de la encarnación, y otros el de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, como lo usamos ahora, y se fue continuando muchos * después; y en su lugar veremos cómo lo mandó con *constitución el rey don Pedro III (IV de Aragon).

FIN DEL TOMO NOVENO DE LA COLECCIÓN, PRIMERO DE LA HLSTORLA
DE LOS CONDES DE URGEL.

ERRATA NOTABLE.

En la página 186, línea última, donde dice: 10 años, léase: 50 años.


martes, 26 de octubre de 2021

XVI. EL INFANTE DE MALLORCA. 1362.

XVI. 

EL INFANTE DE MALLORCA. 

1362. 

I. 

Quien hubiese visto a mediados del siglo XIV una torre de siniestro aspecto engarzada con el palacio menor de Barcelona por medio de una antigua galería, tal vez hubiera experimentado una sensación desagradable que no le dejaría reposar en ella sus miradas. Mas, si vencido de la curiosidad, observaba el grueso de sus muros al través de su única ventana, guarnecida de espesas verjas a fuer de pestañas en el ojo de un cíclope, y su robusta puerta de encina claveteada de bronce con el doble candado que de ella colgaba, fácilmente adivinara el fin para que servía. En la época a que nos referimos, no lejos de esta puerta había además, casi a la altura de un hombre, una ventanilla ojiva, cruzada por dos barras de hierro, que daba en la galería donde algunos almogávares desparramados eran seguro indicio de que la torre estaba ocupada. Mas ¿quién era su huésped? Conocíase desde luego únicamente que pertenecía a una clase muy elevada: aquella torre era a una cárcel lo que un mausoleo a una tumba. Pero podía dudarse muy bien si aquellas bóvedas absorbían las quejas de la ambición impotente o las reclamaciones de la justicia ultrajada, si allí se sacrificaban las temerarias exigencias de algún revoltoso barón, o los legítimos derechos de algún príncipe desgraciado. La víctima estaba cubierta con el velo del misterio, y pasaban años y más años sin alzar siquiera la punta del cendal. 

Un joven de hermoso semblante, majestuosa estatura y gallardo continente respiraba en aquel encierro un aire que agostaba la flor de sus días. El sello de tristeza grabado en sus nobles y bien contorneadas facciones, aparecía más profundo al paso que se encarnaba en su corazón la pesadumbre que lo roía. Doce años y medio transcurrieron desde que se le trasladó de un campo de batalla a un pobre lecho, de aquí al fuerte castillo de Játiva, y otro suceso no le había acontecido más que el variar de prisión. 

Cuando el sol desaparece, y en lo postrero del horizonte se extinguen las últimas huellas de su luz, el tinte blanquecino que cubre el azul de los cielos, las pausadas ondulaciones de la brisa como cansada ya de respirar, el silencio de la naturaleza soñolienta, interrumpido levemente por el monótono rumor de lejanas olas, convidan al triste a saborear el sentimiento de sus penas. 

En aquella hora taciturna y descolorida, ideas también sin color, vagas e indefinidas ruedan lentamente en la fantasía, y se reúnen en melancólico grupo recuerdos confusos de lo pasado y obscuros presentimientos de un amargo porvenir. Apoyada su frente en los hierros de la ventana, tendida sobre la espalda su lacia cabellera, clavada en el horizonte su lánguida mirada, sin distraerse con el ameno paisaje que ante ella se desplegaba, recorría el desgraciado joven la tristísima hilera de sus días, y al verlos todos uniformes, todos igualmente sombríos y desconsoladores, envueltos los de más cerca en la obscuridad del calabozo, perdidos los de su infancia en la obscuridad del olvido, sentía desfallecer sus fuerzas, y dejábase caer en aquella especie de postración y anonadamiento que seca el llanto en los ojos y ahoga los suspiros en el corazón. En aquella soledad y aislamiento era muy importuna la única compañía de sus recuerdos. Todos se le presentaban con una fisonomía tan ruda como la de sus guardadores: uno empero se alzaba puro y hermoso, y a él se asía como un náufrago a una tabla que no puede salvarle. Su memoria traspasaba de un salto un período de doce años y el anchuroso espacio que ocupa un brazo del Mediterráneo. Transferíase a otra región, a una casa de campo donde fue acogido después de sangrienta y desastrosa batalla, y recordaba con un sentimiento de gratitud, la ternura, la afectuosidad y el esmero con que le fueron curadas sus heridas. Una hermosísima doncella, que reunía los atractivos más hechiceros de la juventud a su candor de niña, velaba a la cabecera de su lecho, cual pudiera hacerlo con el hermano más querido. Él no sabía si aquella esbelta criatura compartía los cuidados de su existencia con su ángel custodio, o si era este que le había aparecido bajo tan risueñas formas. Pero cuando sus enemigos le arrancaron de aquella estancia para hundirle en un calabozo, vio dos hilos de transparentes lágrimas que corrían por sus mejillas, y estas lágrimas despertaron en su pecho un sentimiento profundo que participaba a la vez de amor, de agradecimiento y de adoración. La escarcha del infortunio que había ajado todas las flores de su corazón, respetó esta quizás porque era la más hermosa, o porque ella sola equivalía a un jardín. La mano que todo se lo había destruido era impotente para borrar este recuerdo, y el infeliz joven parecía desafiar a la suerte cuando se sumergía en la contemplación del objeto real o fantástico de sus amores. Complacíase en darle un nombre sonoro que regalase sus oídos, inclinaba su cabeza como para mirarla dentro de su pecho, enviábale un suspiro cual si aguardase respuesta, y soñaba a veces una diadema sólo para que sirviese de adorno a la ondulosa cabellera de su amada. 

De repente hirió sus oídos en medio de una sonora carcajada el nombre de Mallorca. La explosión de un trueno no le hubiera sacado con más prontitud de su delicioso arrobamiento. Había cerrado ya la noche, y al volver la cabeza advirtió en su negra estancia, un gran resplandor que parecía dibujar en gigantescas proporciones el escudo de oro de un cruzado. Al pie de la ventanilla los almogávares habían encendido una hoguera, y calentándose dos de ellos platicaban amistosamente. Sin duda alguna habían pronunciado aquella palabra que le atraía como un conjuro, y acercóse luego, y reprimiendo su aliento escuchaba con la mayor atención. 

- No hay que reírse, Fortún, en Mallorca estuve, y el buen suceso de aquella jornada se debió a mi valor, o si quieres a mi sangre fría. 

- Como que para dispersar aquella bandada de cuervos se necesitase la persona de Jimeno! No dijera más el mismo Riambao de Corbera

- No eran todos cuervos. Águilas reales había también en la bandada, y agradézcase a Jimeno el que no hayan echado a volar otra vez por esos aires de Dios. 

- Es decir que las desplumaste. 

- O que las torcí el cuello. 

- Santa María de Valverde! Con que tú fuiste?... Pero no es posible. Tu casco por las mellas y remiendos se parece a una sartén vieja, y ni siquiera te lo han adornado con una pluma, aunque hubiese algunas de sobra en el rabo de un gallo. 

- En efecto, respondió Jimeno, quitándose el casco y mirándolo con cierto aire de gravedad y sentimiento. Tan mondo está como la capucha de un fraile! y a fé que no sentaría mal una cimera en el yelmo de quien asegura una corona. Pero esto se tiene uno de servir a buenos. 

- Hombre, tu lengua no perdona a los Reyes. 

- Ni mi espada tampoco. 

- Pobre príncipe! me da lástima su menguada suerte. 

- ¿Y por qué no había de morir como soldado quien peleaba como un soldado? Cuerpo de Dios! Crees tú que sus golpes de maza eran descargados por algunas manos de alfeñique? Válgame el ser más listo que un gamo. Por poco no me coge con uno de ellos y me hace saltar los sesos por las orejas. 

Pero D. Jaime no tenía ya más que tres caballeros a su lado, y un bote de lanza le derribó del caballo sin sentido. Entonces dije para mí: este Rey se ha encasquetado tan fuertemente la corona, que para arrancársela de cuajo es preciso cortarle la cabeza: y lo hice. 

- Padre mío! padre mío! 

Al mismo tiempo que resonaron estos gritos, reuniendo en un sonido los acentos del horror y de la piedad, de la indignación más violenta y de la amargura más profunda, salió por la ventanilla una mano cuyos dedos enredándose en los cabellos del almogávar semejaban las garras de un león hambriento asidas a una presa fuera de su jaula. La rojiza luz de la hoguera daba una expresión terrible a aquel semblante en que se hundían los hierros de la reja, a aquellos labios que sin cesar repetían: asesino! asesino! a aquel nervudo brazo que con vigorosos esfuerzos pretendía quebrantar en las piedras de la torre la cabeza de su enemigo. 

Fortún hubiera terminado prontamente esta escena: iba a descargar su azcona sobre aquella mano, pero al mismo tiempo oyóse el ruido de llaves y de pasos en la galería, viéronse acercar dos personas, y otro de los almogávares exclamó: el Rey. 

Acompañábale el alcaide Nicolás Rovira cuya dureza de corazón estaba en armonía con la aspereza de sus facciones. 

El Infante de Mallorca soltó su presa para no ver dos semblantes que le horrorizaban más que el del asesino de su padre. El Rey D. Pedro (IV de Aragón; el del punyalet, puñalete) le arrebatara una corona que había columbrado suspendida sobre su cuna, el alcaide hasta la esperanza de recobrarla. Aquel hombre parecía el ojo del usurpador clavado siempre en su víctima, que velaba incansable sobre ella y espiaba hasta sus menores movimientos. 

Venís a complaceros en mis padecimientos? les dijo al verles entrar en su prisión. Sobrado triste es mi vida en la soledad, no la amarguéis más con vuestra presencia. 

- Sobrino, le dijo el Rey con suave acento, como si aquella palabra no diese un colorido más negro a su violento proceder. 

- ¿Y aún osáis recordar unos vínculos que con sacrílega mano habéis roto? Sobrino llamáis al que tenéis aherrojado aquí como el más vil esclavo, como el más facineroso de vuestros reinos? La tiranía que usáis conmigo revela cuanatroz fue la injusticia que ejercisteis contra mi padre, y ¿os atreveríais a llamarle hermano? 

- Tu padre, cuando reconoció sus yerros, encontró mis brazos abiertos para recibirle, y mis labios no pronunciaron sino palabras de misericordia. 

- Pusisteis un poco de miel en el borde del vaso para que lo arrimase a su boca y sorbiese toda la hiel de que estaba lleno. Qué yerros había cometido? Pretendéis vos que un hijo crea en las calumnias que se forjan para empañar la memoria de su padre? Le rodeasteis con unos muros que se estrechaban cada día más, le atraíais como una serpiente que fascina a una avecilla, le llamabais a vuestros brazos de hierro para estrujarle entre ellos. Oh! vos sois cruel y astuto. Le cercasteis de lanzas y de traidores, y escribisteis ya su condenación en el rostro ledo y cariñoso con que le recibíais. ¿Por qué no rechazarle como enemigo, si enemigo era vuestro; o acaso os halagaba más verlo humillado que vencido? Aquel momento de debilidad en que confió su suerte al hermano de su esposa, le acarreó tamañas desdichas. Seguramente ahora pisaría el reino que el cielo le había dado, tal vez ahora os amedrentaría desde su trono. 

- Infante, tú deliras con ese trono. Nuestro abuelo el Conquistador no debía tener más que un heredero, y este soy yo. La imprevisión de tu padre remedió la de aquel sabio monarca: después de haber quebrantado los pactos de la infeudación (tratado de Perpiñán, 1279: rey de Mallorca Jaime II vasallo de Pedro III) era inútil su arrepentimiento... 

- Arrepentimiento! de qué? De haber sostenido sus derechos? Y no os arrepentís vos de una agresión alevosa? No os arrepentís de haber consumado la obra de la usurpación? 

- Él había corrido ciegamente al precipicio; si perdió en él su corona la culpa fue suya. Al menos había salvado su vida, y yo le restituí todo mi amor de hermano. Lo demás era imposible. La felicidad de un pueblo inmenso, el esplendor de la diadema de Aragón, el engrandecimiento de la cristiandad, la prosperidad misma de los mallorquines me lo impedía. Antes que el hombre es el Rey. 

- Decid más bien la ambición. Ella tiene más voz que la sangre. 

- Crees tú que haya venido aquí para escuchar reconvenciones y aun injurias? dijo el Rey, en cuyo entrecejo se percibía ya la irritación de su pecho. 

- No, no: habéis venido aquí para cerciorarme del afecto que profesabais a vuestro hermano, replicó el infante con un tono de sarcasmo y amargura. Queréis ver a su asesino? 

- Sabe el cielo cuánto ha desgarrado mi corazón aquel desastre, pero murió como un valiente en el campo de batalla. Mis tropas no vieron su espalda como la de tantos advenedizos en quienes vanamente confiaba. Yo mandé que fuese depositado cual convenía al descendiente de cien reyes, yo lloré sobre su sepulcro, y... 

- Mandásteis encerrar al hijo en una horrible prisión. 

- Basta, exclamó D. Pedro irritado. Sus dientes produjeron un leve ruido, y el mango del puñal que traía colgado en la pretina chocó con la hebilla de acero. Aún no hemos domesticado ese cachorro, dijo volviéndose a Rovira que 

permanecía mudo en aquel diálogo. 

El hábito del sufrimiento había gastado la energía de alma del infante de Mallorca D. Jaime IV, después que hubo agotado hasta sus lágrimas en tan prolongado encierro. La momentánea exaltación de sus ideas, producida por la plática de los almogávares, y la improvista llegada del causador de sus desdichas, prestaron a su lenguaje una expresión vigorosa y atrevida, en tanto que D. Pedro manifestaba la calma de un mar alterado en lo profundo, y una mansedumbre que no le era natural. Aquellos dos actores habían trocado sus papeles; pero cuando el uno parecía alzar el dique a su represada cólera con una penetrante mirada aterró a su interlocutor. La víctima recordó entonces que se hallaba inerme y maniatada delante de sus sacrificadores.

- Oh! yo no quiero más que mi libertad. Lo que tiene el más pobre de los que debían ser mis súbditos. Es tan horroroso pasar años y más años en un estrecho sitio! ser tan joven y no poder ver el mundo! sentirse lleno de vida y sofocarse con ese aire estancado!... 

- Y qué uso harás de tu libertad? 

- Ah! soy un huérfano, y aún más desgraciado que ellos. La ambición me arrebató al padre, el dolor la madre (Constanza); porque mi madre murió sin duda no de enfermedad sino de pesadumbre. Y yo no estaba a la cabecera de su lecho de muerte! Pero, me queda todavía una hermana. Correré a verla, 

la abrazaré, y... lloraremos juntos. 

- Y después? 

- Oh! 

- Mañana podrás obtenerla. 

- Qué?... Qué decís? exclamó el infante como deslumbrado por el resplandor imprevisto (improviso) de aquella idea de esperanza, que cruzó a manera de luminoso relámpago por la obscuridad de su alma. 

- Mañana se reunirá en la catedral un gentío inmenso, acudirán todos los barones y prelados, los nobles y el pueblo, mis hijos y tus deudos, pondrás la mano sobre los santos evangelios, recibirás la sacrosanta hostia, y me prestarás 

pleito homenaje de fidelidad y sumisión. Pedirás en alta voz que el cielo descargue sobre ti todos sus anatemas, que el infierno te persiga con todos sus furores, que la tierra no te preste asilo ni en una mísera cabaña, que la historia grave en tu frente la marca del traidor, si algún día faltares a tus juramentos. 

- Oh! no, nunca... nunca. 

- Loco! pues qué querías? 

- Quería empuñar una lanza, despertar con mis gritos a la lealtad dormida... 

- Insensato! aún conservas quiméricas esperanzas? 

- Y morir en la demanda. 

- La muerte? ella vendrá a buscarte. 

- En esa torre, no. Dejadme morir en el campo como honrado, no aquí como reo. 

- Aquí te buscará. 

- Pues si ha de venir venga alómenos pronto: la espero, dijo D. Jaime con un arranque de sentimiento en que se confundían la resignación y el despecho.

- No: tardará, vendrá a pasos lentos, y en cada uno te doblará la agonía. Vámonos Nicolás, añadió con un tono decidido. Pues se ha negado a la protección de su Rey, queda otra vez a la vigilancia de su carcelero. 

Y ambos volvieron las espaldas. 

- Tío! Tío! exclamó el desgraciado príncipe que se había postrado de hinojos a los pies de su opresor, y le abrazaba las rodillas para detenerle. Pero D. Pedro le apartó de sí con un recio empujón, y el alcaide cerró la puerta dejando al infelice medio desvanecido en las tinieblas de la noche. 

Al volver de su desmayo arrimóse de nuevo a la ventanilla, y como si esperase descubrir al matador de su padre por los indicios de una más feroz y repugnante fisonomía, examinaba con tenaces ojos la figura de sus guardadores. 

Todos le parecían igualmente horribles, igualmente capaces de tan cruel hazaña. Veíales pasearse al resplandor de la hoguera, y veía sus sombras reducirse, crecer, tomar gigantescas proporciones y agitarse en las bóvedas de la galería como una danza de espectros infernales. Uno de ellos empero permanecía sentado en el suelo y con la cabeza puesta entre las manos como si le hubiese rendido el sueño o la fatiga. Era Fortún que hablando consigo mismo se decía: Hete aquí un descubrimiento inesperado. Después de tantos años quién diablos había de presumir que este pobre príncipe viviese aún! Por tan muerto le tenía como a su tatarabuelo el Conquistador. A fé que más le valiera haber corrido la negra suerte de su padre ya que había seguido su noble ejemplo. No le han dado a beber la muerte de un trago, y le obligan a saborearla gota a gota. Malas pascuas me dé Dios si yo no prefiriera mil veces quedar tendido al sol en un campo de batalla a pudrirme en la oscuridad de este calabozo. A bien que los cerrojos de una cárcel no son tan duros de quebrantar como la losa de un sepulcro! 


II. 


Una hermosa quinta se elevaba en las cercanías de Barcelona, cuyo dueño Jaime de San-Clemente (Jaume de Sant Climent) había sido partidario acérrimo del infortunado Rey, que en los campos de Lluchmayor no pudo redimir la corona usurpada ni aun al precio de su sangre y de su vida. Los brazos de este venerable eclesiástico recogieron al Infante herido gravemente en la batalla, y él y una candorosa niña, a quien daba el título de sobrina, cuidaron con el mayor esmero del precioso vástago en que estaban cifradas todas sus esperanzas. Pero muy pronto el enemigo vencedor les arrebató aquel tesoro, y alejándose rápidamente no imprimió ni una huella en su camino: ignorábase por consiguiente la suerte del Príncipe, y el ojo más perspicaz se perdía en la densa niebla que rodeaba al objeto de sus investigaciones. 

Después de aquella sangrienta derrota, Jaime de San-Clemente había pasado a Barcelona, como para espiar en el semblante del rey don Pedro el destino de su víctima. Agrupáronse en su alrededor los pocos leales que alimentaban el mismo pensamiento de reedificar un día el trono que habían visto desplomarse. Pero el real huérfano no parecía; el cielo estaba horriblemente obscuro y no se mostraba en él la rutilante estrella que debía conducirles. San-Clemente les 

consolaba en su desamparo, respiraba en sus pechos como para sostener y avivar con su soplo el ardor caballeresco que les animaba, y exortábales a tener puesta su esperanza en el supremo Rey, que con la facilidad misma con que separaría las palmas de sus manos unidas, divide las filas de numerosos combatientes para abrir entre ellas un camino a sus escogidos. La lealtad fatigada con la tardanza apoyaba su frente en el pecho de este varón, al modo de un amante que cansado de aguardar y sin ánimo para abandonar el puesto, 

se reclina en la pared de un templo vecino. 

Fortún había sido el ángel que anunciara la feliz nueva tanto tiempo ardorosamente deseada. Reanimáronse las esperanzas de los leales, y recurrióse luego a la autoridad medianera del Pontífice para que con el escudo de su protección cubriese aquel príncipe sin valimiento, y con su voz, eco de la voz divina, quebrantase los cerrojos de su prisión. 

El papa Inocencio VI solicitaba en vano su libertad; D. Pedro oponía a sus instancias que debía comunicar con los prelados y barones de sus reinos un negocio de tamaña trascendencia, pero en su corazón estaba ya decretado el 

encierro perpetuo del Infante. Este no debía salir sino para la tumba. La sentencia era irrevocable, porque la ambiciosa política de D. Pedro la había dictado, y su orgullo resentido la autorizaba con profundo sello. La noble entereza con que D. Jaime rechazó la humillante propuesta de su tío, apagó en el pecho de este la última centella de humanidad: desde entonces la cárcel se convirtió en tortura, y el carcelero en verdugo. El Rey mandó construir un aposentillo de hierro para tener por la noche enjaulada su víctima, y entregándola a Rovira no ignoraba que podía confiar en él como Plutón en la ferocidad del Cerbero. 

El primer sol del mes de mayo tocaba al término de su carrera. Sus últimos rayos se perdían entre los florecientes rosales de un vergel, parecido a un riquísimo tapiz de cien colores que se despliega a los pies de una reina. Constanza respiraba allí su aromática brisa medio embelesada en sus deliciosos pensamientos. Dos eran los afectos que campeaban en su corazón, y ni ella misma hubiera decidido cuál era el más fuerte, activo e imperioso. Semejantes a dos avecillas que se arrullan en un nido, ninguno se envanecía de ser el primero, porque el otro no podía ser el segundo: uno empero había crecido con el tiempo, otro nacido ya grande. Cuando la niña Constanza velaba al hijo de su Rey gravemente herido en el rostro, sentía exaltarse tanto su afecto que el entusiasmo de la lealtad se abalanzaba casi hasta la esfera del amor: cuando la joven Constanza abrió su pecho a los efluvios de esa pasión vehemente, la imagen de su querido Umberto Desfonollar (de Es Fonollar, D‘ Es Fonollar; fonoll : hinojo, apellido Hinojosa) se colocó respetuosa al lado de aquella que sola desde mucho tiempo llenaba su corazón. 

Sin duda en su fondo estas dos imágenes murmuraban un misterioso diálogo, cuando lo interrumpió la llegada de San-Clemente, a quien Fortún y Umberto acompañaban. 

- Hija mía, dijo el anciano, ya se acerca la noche que ha de traernos la aurora de nuestra felicidad. El cielo ha oído por fin mis votos. Eran tan ardientes...! tan repetidos...! Bendigamos la mano del Todopoderoso que descubre una senda 

segura por entre los precipicios y malezas que la obstruyen. 

Noble guerrero, añadió volviéndose a Desfonollar, he aquí el laurel que te espera. 

- Mis sienes dejarán de latir muy presto, o serán dignas de llevar esta corona. 

Constanza en cuyos ojos de fuego y en cuya sonrisa de ángel brillaba la esperanza con todos sus atractivos, recorría de una cariñosa ojeada el bravo continente y gentil apostura del ufano doncel. Umberto, le decía, si volvieses a mi presencia como un cobarde... Oh! no... si murieses en la demanda mis lágrimas regarían tu honrosa tumba, y mis lágrimas... 

- Valen bien una vida, exclamó entusiasmado Umberto. 

- Serían por ti... y por él. 

- Cuerno de Satanás! no tendré yo quien me llore ni haga siquiera un par de muecas, si alguna maza viene a contarme las costillas. Pero no haya miedo. 

En buenas manos está el pandero. ¿No sabemos todos que allí donde no se 

acerca el lobo tal vez la zorra mete su hocico? Confianza tengo en Santa María de Valverde, y en nuestro amigo el cerrajero, que hemos de dar la vuelta por aquí sanos y salvos, antes que la luna nos muestre sus cuernos de plata, como diz que los trae en su gorra un caballero portugués. 

- Querido Umberto, si la robustez de mis brazos respondiese al valor de mi alma, no os dejaría yo sin compartir los peligros y la gloria de tan generosa empresa. Oh! quién pudiera ser hombre esta noche para ser tu compañero, y 

mujer mañana para ser tu esposa! 

- Hija mía, a nosotros nos pertenece orar solamente para que el Señor derrame la copa del desaliento en el corazón de nuestros enemigos. 

- Y a nosotros poner pie en el estribo porque es hora de colarnos en la ciudad, dijo Fortún cogiendo del brazo a Umberto, y señalando con el índice de su izquierda dos briosos caballos que en la puerta del jardín ensillados esperaban. 

- Dios os bendiga, defensores de la buena causa. 

- Amén, respondieron los guerreros arrodillados mientras el venerable eclesiástico hacía sobre ellos la señal de la cruz. San-Clemente besó tres veces en la boca al paladín, y este imprimió sus labios en la mano que le había bendecido. 

Pocos momentos después veíanse cubiertos de una nube de polvo dos jinetes a quienes seguían los ojos de Constanza humedecidos con una lágrima de ternura, de fidelidad y de amor. 

El Infante de Mallorca desde la entrevista con su tío quedó abismado en un profundo abatimiento. Sin fuerzas para resistir a la tempestad, dejábase llevar de la corriente a manera de la barquilla en que ha naufragado el piloto. La última raíz de la esperanza estaba ya seca en su corazón, y al clavar sus ojos empañados en el cielo parecía decirle: todo está aquí. Sin embargo era muy triste volverlos a la tierra para encontrarse siempre cara a cara con el áspero semblante de Rovira. Esta idea era atroz como un remordimiento. Esta visión le perseguía incesantemente como a un asesino la fantasma de su víctima: hubiérase dicho que el alcaide era su sombra si un rayo de sol penetrase por las espesas rejas de su prisión. Ni la obscuridad de la noche le libraba de semejante martirio. Cuando resonaba a lo lejos el ruido del rastrillo que caía, y el rechinido de las puertas que se cerraban, dejábase el Infante arrastrar a su jaula y acurrucábase en ella para dormir un sueño incierto y penoso; pero poco después en medio de un silencio aterrador oía los acompasados ronquidos del alcaide, y sentía la impresión horrible que causaría a una oveja descarriada el ahullido de un lobo en la caverna que a entrambos guareciese. 

En la mitad de la noche turbaron el sueño de Rovira extraños rumores. Parecióle haber oído las puertas del alcázar que se abrían. Sin su orden, y a tal hora!... 

El ruido de los pasos aumentaba en la galería, y como que allí se trabase una especie de lucha sorda en que todo el esfuerzo de los vencedores se dirigía a sofocar la respiración de los vencidos. La idea de traición asaltó su mente, y jurara haber oído aquella voz. Bastóle un momento para saltar de su lecho, armarse de pies a cabeza, embrazar un escudo, y empuñar su terrible maza. Encaminábase a la puerta de la torre cuando una llave, que no era la que solía colgar de su cinto, penetró en la cerradura, un recio empujón abrió la puerta de par en par, y algunos guerreros desconocidos se precipitaban por ella; pero el delantero quedó tendido en el umbral y los demás retrocedieron espantados. 

- En nombre del cielo, y de la justicia de sus derechos, entréganos al Rey de Mallorca, dijo Umberto Desfonollar; pero aquel a quien dirigió sus palabras no contestaba sino blandiendo una maza como si fuera un mimbre. 

Embistieron de nuevo los parciales de D. Jaime, pero en vano. La puerta había cedido para dar lugar a una muralla de hierro. 

- Por el alma de mi padre! exclamó Fortún. Está visto: a ese diablo se le antoja almorzar mañana en los infiernos. 

Pues será bueno arrearle un poco para que llegue pronto a la posada. 

Y cogiendo una ballesta cejó algunos pasos y disparóla con toda su fuerza. 

La saeta dio un silbido y se quebró la punta en la plancha de acero que revestía el escudo. 

No todos los que custodiaban al Infante habían concurrido en el trato de abrir las puertas a sus valedores, así es que en aquel momento se distinguía a la débil luz de las estrellas una lucha terrible entre los dos partidos. Veíanse arrastrar por el suelo unos bultos negros, unos monstruos de cuatro pies y cuatro manos que se retorcían de mil maneras. Los amigos de Fortún se arrojaran sobre sus compañeros que dormían, y abrumándoles con su cuerpo, y ciñéndoles con sus robustos brazos, y comprimiéndoles el pecho con sus pechos, les detenían el aliento para que no articulasen un grito que destruyera sus esperanzas; pero ellos forcejaban para desasirse, y bajo la férrea mano que les aplastaba los labios, con interrumpidos esfuerzos proferían la palabra ¡socorro! 

El alcaide rugía de cólera y empezó a vociferar. Umberto se estremeció con aquellos gritos de alarma cien veces más formidables que los golpes de su maza. Desesperado avanzó con la espada desnuda, pero antes de llegar a su enemigo solamente empuñaba la guarnición. La hoja partida en dos pedazos había caído a sus pies. 

Aquellos momentos eran horriblemente angustiosos. Al sordo estrépito de aquella lucha sombría en que los enemigos se buscaban en la obscuridad, agitándose rabiosamente como sombras de condenados, despertó el infeliz príncipe y reconoció el difícil trance en que se veía. La salvación o el patíbulo pendían de un hilo que luego luego (llugo llugo : pronte; pronto) debía romperse. El mismo pensamiento atarazaba las entrañas de sus leales servidores; y entretanto seguía la voz del alcaide que clamando traición! sobrepujaba el tumulto de la batalla como un trueno el de la tempestad. 

Perder un momento era perderlo todo. Umberto dio un salto de alegría, y cogiendo una enorme piedra rompió la reja de la ventanilla: Fortún, exclamó, acabemos de una vez, adentro. Y dicho esto teniendo apretada la daga con sus 

dientes, probó a introducirse por la ventanilla para distraer la atención del feroz alcaide. Adiós Constanza, murmuró no dudando que su arrojo debía costarle la vida. Por fortuna suya cuando Rovira advirtió un bulto que asomaba en lo interior de la torre, perdió algún tanto de serenidad temiendo ser acometido a un tiempo de frente y por la espalda. Arrebatado de ira descargó su maza sobre Umberto, pero el golpe resbaló en su casco de acero y únicamente le dejó sin sentido, le desmenuzó la cimera y le hizo saltar la daga toda bañada en sangre. Fortún y sus amigos aprovecharon aquel movimiento, y precipitándose sobre él le tendieron en tierra. Fortún tenía que vengar los duros tratamientos que recibiera el Infante, y la horrible contusión del bravo Umberto: la cabeza de Rovira, separada del tronco y rodando entre los pies de los vencedores, atestiguaba la apetecida venganza. 

- Amigos míos! generosos amigos! exclamaba D. Jaime luego que le hubieron sacado de su aposentillo, y su blanda mano se enlazaba con las duras y callosas de sus salvadores que parecían haberse calzado unas manoplas de hierro cubiertas de orín. 

Al mismo tiempo Umberto recobró los sentidos (el sentido) y a media voz exclamó: viva el Rey de Mallorca! viva, repitieron sus compañeros, y todos salieron apresuradamente. 

Cuando esto sucedía el Rey D. Pedro se hallaba en Perpiñán, adonde acababa de llegar después de haber salido de Barcelona y pasado algunos meses en Valencia. Este monarca activo, enérgico, infatigable parecía no tener corte ni 

residencia fija, y la inquietud de su espíritu se traducía en su continuo movimiento. Díriase que la naturaleza le había dotado de un cuerpo de hierro para que fuese digno albergue de un corazón que vencía al hierro mismo en insensibilidad y dureza.


 

III. 


Llevada a buen término su generosa cuanto arriesgada empresa, los libertadores del Infante se diseminaron por diferentes puntos, no sólo para substraerse con más facilidad a la persecución que les amagaba, sino principalmente para no infundir sospechas de la ruta que su príncipe seguía. 

La multitud y varia dirección de las huellas debía hacer perder la pista al cazador. 

Por desusado camino se dirigían tres guerreros montados en sendos bridones a la quinta de San-Clemente. Aguijad, pese a vuestra alma, decía el delantero. 

No parece sino que aguardáis a que se nos eche encima toda la jauría que a estas horas debe ya de estar ladrando en la ciudad. Pues buena hacienda hubiéramos hecho! Así os vendría a pelo entrar ahora en una danza de espadas como a mí calarme una cogulla y rezar docena y media de responsos al ánima del Cid. 

- Fortún, el golpe atroz que ha magullado mi cabeza no ha roto los nervios de mi brazo. Ah! no esperaba yo acompañaros, príncipe mío; pero quedaba con vos un soldado tan fiel como valiente. 

- Juro a Dios que a tener tiempo metía mi cabeza entre vuestro casco y la maza de aquel perro, a guisa de cocinero que echa una pierna de venado entre el tajo y la cuchilla. Sobre que ha sido aquello un porrazo descomunal. 

- Rovira era membrudo, añadió el príncipe, hubiera volteado la clava de Hércules como si fuese una honda, pero faltábale de humanidad lo que le sobraba de bravura. 

- No sé yo si este señor miércoles era hombre de pro, lo que es cierto que ni el mismo Roldán lo encajó más recio cuando se propuso rebanar de un fendiente las peñas de Roncesvalles. 

- Paréceme Fortún que te quedes algo rezagado, dijo Umberto, y si por desgracia nuestros perseguidores tomasen este camino, emboscándote por aquella ladera cubrirías nuestra retirada con esa estratagema. 


- Acertado consejo, vive Dios! exclamó Fortún. Para mí tengo que no valdrá menos vuestro ingenio que vuestra lanza cuando nuestro buen Rey tremole su estandarte en la primera colina de su querida isla. 

Los dos caballeros se adelantaban a todo escape, tuvieron empero que aflojar el paso porque aquella agitación era demasiado violenta para el príncipe. 

- Respiremos un poco, querido Umberto. Acostumbrado a la inmovilidad de una prisión me parece cabalgar por primera vez: y sin embargo en los días de mi infancia yo solo hubiera domado el potro más brioso de nuestra caballeriza. 

Ah! en este momento vuelvo a empezar la vida. Es preciso que vuelva a correr en mis venas la sangre de la juventud, es preciso añudar este día con aquel tristísimo en que desangrado y moribundo lo perdí todo, todo menos el corazón. Verdad es que me separa de él un largo periodo cuyos extremos abarca apenas la memoria; pero yo no lo he vivido. 

- ¿Qué mal nos hacen las nubes tempestuosas aglomeradas a la espalda, cuando el cielo se descubre risueño delante de los ojos? Oh! nuestro porvenir es hermoso. Paréceme vislumbrar dos coronas distintas que se balancean sobre nuestras cabezas. 

- Por ventura te han usurpado también la baronía de tus padres? 

- No: mi reino vale más que un feudo de cien castillos. Es el corazón de una mujer. 

- Umberto, tus palabras resuenan con el acento de la felicidad. Tú eres amado. ¿No es verdad que no trocarías tu guirnalda de flores por mi diadema de oro? 

- Amado! también lo sois vos, señor. Sí pusierais la mano sobre cien mil corazones los sintierais palpitar por vos. El polvo de Lluchmayor no se ha amasado con la sangre de todos los leales. Tendréis brazos que os sirvan porque no faltan pechos que os adoren.

- Sí; cien mil corazones para el Rey, y quizá ni uno solo para Jaime. ¿Y qué me importaría un corazón que no fuese el suyo? Encontrar una perla cuando se busca un diamante...! Escúchame, amigo mío. Tú has abierto las puertas de mi prisión como el ángel que libró a san Pedro del poder de Herodes, y mereces algo más que la benevolencia de un monarca a su privado. Tal vez no tenga mañana en mi compañía sino un escudero, pero ahora tengo un amigo, y respirando a su lado esta deliciosa brisa, que recoge al pasar los aromas de la floresta, siento ensanchárseme el corazón con el recuerdo de las ilusiones que mitigaban el tedio de mi vida. Oh! aquello era un panal que se destilaba gota a 

gota en una copa de acíbar. Yo no había visto más que hombres, mis ojos no habían buscado otro semblante que el de los guerreros. ¿Qué valían para mí aquellos seres cuyos brazos no eran bastante fornidos para empuñar una gruesa lanza en defensa de los derechos ultrajados de nuestra dinastía? 

Mi sangre juvenil solamente ardía para la gloria, el honor clamaba en mis oídos, la ambición devoraba mi pecho, porque creía que esta ambición hija de la justicia sería bendecida del cielo, y no lo fue. Mi infelice padre fue saludado con gritos de guerra en vez de aclamaciones, poco importaba; pero la fortuna desamparó al valor, él halló la muerte en vez del trono, y yo encontré un pimpollo de hermosísima rosa que desplegaba sus purpúreas hojas en medio de aquella balsa de sangre. Mi querido Umberto, cuando mi pensamiento se fija en aquella criatura celestial, en aquella graciosa niña que lloraba mis infortunios, me olvido de que hay un padre a quien vengar y una corona que debía ceñir mis sienes. Oh! mi tío ha sido bien cruel conmigo! tan cruel como la entumecida ola que arrebata la tabla a que el náufrago se asía. Hubiéseme dejado vivir en una choza al lado de ella! El que es feliz no anhela ser rey. Pero lejos de ella su imagen vino a consolarme. Hablábame al oído con la voz de un ángel, y yo la escuchaba todo el día, porque sus palabras eran las que apetecía mi corazón. 

Yo no sé si vive, ni quienes son sus padres, ni cuyo es su amor: hasta su nombre ignoro, pero aquella ilusión endulzaba mi existencia. Cuando las sombras caían y pesaban como una losa sobre mi alma, ella venía a derramar un suave resplandor en mis ensueños. Figurábaseme a veces que yo era un trovador y cantaba al pie de un derruido alcázar, y ella se me aparecía entre las almenas, y luego volaba en forma de mariposa y sacudiendo sus doradas alitas sobre un tomillo me decía que la siguiese, y luego se perdía por una intrincada selva cuyos árboles estaban todos en flor. Otras veces era yo un paladín armado de punta en blanco dirigiéndome a un encantado palacio en que ella estaba encerrada, porque un poderoso barón se había enamorado de su hermosura, pero fiel a mi cariño ella tremolaba un pañizuelo en sus ventanas para llamarme, y luego salía de allí un gigante horrible, y yo le vencía y el castillo quedaba deshecho en humo mientras ella estampaba sus besos en mi sudorosa frente. También me aparecía a veces como una visión celestial: sus cabellos destrenzados no eran cabellos sino hilos de oro bruñidos que ensortijados cubrían su desnuda espalda, unas sandalias de escarlata envolvían sus delicados pies, unos rapacejos sembrados de lentejuelas se entrelazaban por sus cándidas piernas como una yedra de oro revuelta en unas columnitas de alabastro, un blanco cendal escondía sus aéreas formas, y sin embargo aquella visión era purísima, semejaba la gloriosa santa Olalla cubierta con su manto de 

nieve: ella tañía un laúd y su divina armonía resonaba en mis oídos... Oh! por qué despertar entonces? Qué podía hacer en aquella torre, en que mi vista se estrellaba en sus negruzcas paredes, en que no percibía otro rumor que el de mis macilentas pisadas, sino repasar durante el día las visiones y los sonidos de la noche? Yo retorcía mis brazos y clavados mis ojos en el cielo exclamaba: 

Dios mío! Dios mío! dos coronas o ninguna. 

Entretanto en el oriente el colorido azul de los cielos tomara un brillo más hermoso, semejante al de un zafiro que el artífice ha pulido, y la luna que empezaba a mostrarse enhebrando sus nacientes rayos por el ramaje de una colina, parecía a lo lejos un arco de plata que el opulento barón dueño de aquellas cacerías colgara en el pino más erguido de sus bosques. Apeáronse los dos caballeros en el postigo de un jardín, y los brazos de San-Clemente se enlazaron en el cuello del príncipe, como los de un anciano padre que torna ver a su unigénito creído muerto en lejanos países. La alegría no encontró palabras y reventó en lágrimas. Las emociones de aquellos momentos absorbían la fruición, los recuerdos, las esperanzas, y el sentimiento que resultaba de este conjunto no puede referirse sino haciendo sílabas los latidos del corazón. Algunos minutos habían pasado cuando prorrumpió el venerable eclesiástico. Bien venido seáis mi amado príncipe, más de doce años há... Desde aquel 

infausto día, en que os arrebataron a estos brazos que sostenían vuestra desfallecida cabeza, no he dejado uno solo de rogar al cielo que alargase mi vida hasta disfrutar estos momentos... Pueda yo ahora desde un lugar más cercano al solio del Eterno implorar su clemencia para que sea colmada la protección que os dispensa. 

- Generoso anciano, mis desgracias han sido bien grandes para que yo las olvide, y recordando la hiel que estaba condenado a beber, recordaré también la mano que me ha quebrado la copa antes de apurar sus heces. Sin vuestro paternal cuidado tal vez hubiera perecido, sin vuestro constante afecto tal vez me hubiera secado en una horrible prisión. ¿Pudiera olvidar que os debo mi vida y libertad? Y tú, mi noble amigo, ven a mis brazos; aquel golpe que cayó sobre tu cabeza hubiera partido mi corazón si la Providencia no te hubiese salvado. Oh! yo no merecía tamaña fineza. La lealtad no pedía tanto; pero tu heroísmo está grabado en mi pecho, y si un día me siento en mi trono, o si el viento de la fortuna no me permite arribar a mi tierra natal, Rey o proscrito, me complaceré en leer la historia de una acción tan noble y generosa. 

El Infante se había arrojado a los brazos de Umberto y ceñía su cuello con el entusiasmo de un sincero amigo. Constanza que acudiera a besar la mano de su príncipe, y a congratularse con su amante del feliz éxito de aquella empresa, 

habíase detenido a sus espaldas para contemplar una escena cuyos interlocutores eran todos los que amaba en este mundo. Parecía aquello un misterioso drama en que se personificaban las varias especies del amor humano, y su corazón se bañaba en la confluencia de dos ríos de ternura. 

Aquel cuadro encantador en que destacaban como principal grupo su rey y su amante abrazados, que el cielo parecía acechar con los ojos de sus estrellas, iluminado por el suave resplandor de la luna, perfumado con el aliento de tantas flores, embellecido con la sonrisa de la naturaleza... Sí, sí, es verdad que hay momentos en que la felicidad es tan pura, que puede dudar uno si está en la tierra o en el cielo. 

Al soltar los brazos de su libertador volvió el Infante los ojos, y vio una mujer ricamente ataviada: una larga túnica de seda color de violeta cubría su cuerpo, flotaba en su cabeza un velo trasparente adornado de una pluma blanca, un collar de perlas rodeaba su garganta, zapatos bordados de oro escondían sus pies, y sus torneados brazos, saliendo por entre unas mangas que caían más abajo de la rodilla, cruzados sobre el pecho sostenían la rozagante cola de su 

vestidura. 

- Oh! es ella!... gritó súbitamente. Querido Umberto, es ella... ella misma!... 

- Quién...? Dios mío! Dios mío! exclamó Umberto con equívoco acento. 

El Infante retrocedió como asombrado, luego se precipitó hacia Constanza: quería abrazarla, pero se quedó arrodillado a sus pies. 

- Príncipe! exclamó la virgen, que no había salido aún de aquel dulcísimo arrobamiento. 

- Oh! sí, es ella, no hay duda, su mismo rostro, su mismo talle, su misma voz; pero cien veces más hermosa, más hechicera, más melodiosa... 

Oh! la copa de la felicidad se ha derramado sobre mi corazón. Umberto, Umberto, si estoy soñando no me despertéis. 

San-Clemente estaba absorto con aquel repentino entusiasmo, Constanza nada comprendía, Umberzo cruzó lánguidamente sus manos, inclinó la cabeza y con los ojos inmóviles sobre aquel grupo, hubiera parecido la estatua de la resignación si no fuese por su armadura de guerrero. 

- Levantaos, excelso príncipe, exclamó la doncella, cuyas mejillas coloreadas eran mil veces más bellas que las rosas que en su derredor florecían. Levantaos, yo debiera hincarme para ofreceros el respetuoso homenaje de mi apasionada lealtad, pero permitidme antes que cuelgue de vuestro cuello esta sagrada reliquia que un devoto peregrino trajera de Ultramar. Este fragmento de la cruz del Redentor es el don más precioso que me ha legado mi madre, aceptadlo como tributo del entusiasmado afecto que profesa mi corazón a su 

legítimo Rey, aceptadlo como escudo que el cielo os envía para defenderos en la arriesgada lid que vais a emprender. 

Entonces le ciñó una cadena de plata de la cual pendía un relicario engastado en pedrería que el Infante besó con ardor y reverencia. Este beso a un objeto de su culto que le entregaba su amada en medio de las aspiraciones a futuros 

combates, cifraba todos los pensamientos de aquella época, la religión, el amor y la caballería. 

- Dime quién eres, hermosa criatura, exclamó el príncipe. La primera vez que mis ojos se encontraron con los tuyos me deslumbró su resplandor. Yo te adoraba como a un ángel porque te creía tal; pero cuando tus lágrimas cayeron 

en mi rostro empecé a adorarte como a mujer. Oh! yo no había probado nunca tan halagüeñas sensaciones. Yo no pensaba que se pudiese amar a una mujer más que a su propia madre. Yo no creía que un pensamiento solo pudiese ocupar toda el alma, ni que una visión bastase a embellecer una cárcel horrorosa, ni que un ensueño nos sumergiese en una delicia inmensa... y todo esto ha sucedido...! 

Estas palabras caían como otros tantos golpes de maza sobre Umberto, y sin embargo el fiel vasallo diera todavía su sangre y su vida por el mismo que así magullaba su corazón. 

Constanza enmudecida tenía sus ojos clavados en tierra. La penetrante mirada del príncipe revelaba una pasión profunda, y la ruborosa virgen carecía de valor bastante para soportarla. Levantaos, señor, repetía, y sus labios no hallaban otra frase para continuar. 

- Bien estoy así para oír los acentos de tu amor, hermosa mía. No es verdad que tú también me amas? que tu corazón responde al mío, y que en este momento lo sientes henchido de la felicidad más pura? 

- Sí, príncipe mío, el gozo que ahora disfruto recompensaría una vida entera de infortunio y de dolor. 

- Oír estos dulcísimos acentos y no morir de placer! Pasar de la miseria suma a ese contentamiento inefable! Oh! en cuán corto tiempo he recorrido una distancia infinita! 

- Acordaos señor, le dijo acercándose el respetable anciano, que la Providencia os ha destinado un trono y... 

- Qué más trono que el de su corazón? qué más apetecible imperio que el de su mano? 

- Su mano! replicó San-Clemente asombrado, Constanza es una pobre huérfana... 

- También mi madre se llamaba Constanza, y ha sido reina de Mallorca. Constanza mía! para qué quiero yo un cetro sino para que tu mano hermosísima lo extienda sobre la cabeza de cien mil vasallos? 

- Mi mano señor... 

Constanza se interrumpió a sí misma. Había en su corazón una lucha inexplicable. En aquel apurado trance tenía que soltar palabras que lastimasen al príncipe o atormentasen a su Umberto, y ella hubiera dado su sangre por cualquiera de los dos. Aquel joven que desde una prisión se arrojaba a sus brazos era su rey... y era tan hermoso!... y había sido tan desgraciado!... y la amaba tanto!... podía ella cerrar sus brazos y rechazarle? pero, Umberto! aquel 

héroe tan bizarro... tan intrépido... tan generoso... a quien ella amaba tanto! Oh! sus dos afectos se habían vuelto gigantescos en aquel punto; mas no reposaban ya como dos hermanos en un lecho, peleaban sí como dos enemigos en el campo: luchaban cual si uno debiera salir vencedor, cual si uno debiera reinar solo en aquel corazón. 

- Prosigue, querida Constanza, tu boca es un panal de miel, y no destilará veneno para mí solamente. 

- Mi mano, señor, no es mía... es de Umberto. 

- De Umberto! exclamó el Infante, levantándose rápidamente como si un trueno hubiese estallado dentro del jardín. Cielos! cielos! o el colmo de la infelicidad, o el colmo de la ingratitud! Y luego abalanzándose a Umberto proseguía con acento de amargura. ¿Por qué me has salvado? 

- Decid más bien: por qué no has muerto? y entrambos seríamos felices. 

- Generoso amigo, añadió el príncipe, endulzando su voz con un tono de súplica, para ti las esperanzas más seductoras, para ti los blasones de la victoria, para ti los aplausos de la fama, para ti el brillo de la diadema... para mí la hermosura de Constanza. 

- Sois mi rey, contestó Umberto, así como es vuestra mi cabeza también lo es el laurel que debía ceñirla por haberos devuelto la libertad. 

- Oh! la historia dirá de ti, sacrificó a su rey la vida, y a su amigo el afecto más bello de su corazón. 

- Príncipe, prorrumpió el anciano mostrando en su apostura una gravedad imponente. No os entreguéis a vanas ilusiones: vuestra senda es la del trono, y debéis apoyaros en los auxilios que el cielo naturalmente depara. Unida vuestra 

mano a la de una princesa será más poderosa y fuerte para recobrar la herencia de vuestro padre. Acordaos que debéis vengarle. ¿Está muda para vos la sangre marcada todavía en las piedras que los labradores de Lluchmayor remueven con el arado, lanzando un gemido de horror y de indignación? 

Además ¿sabéis quién es Constanza? 

El tono singular de esta pregunta infundió una especie de zozobra en el pecho de la hermosa, y en el de sus amartelados caballeros. Qué significaban estas palabras? Por qué tan extraño acento? Después de una breve pausa el anciano 

prosiguió: La niña Constanza reposó únicamente en el regazo de su madre. El noble caballero a quien debía su ser no pudo abrazarla... porque era fruto de un amor ilegítimo. 

- Dios eterno! exclamaron a la vez Constanza y Umberto cubriéndose el rostro con las manos. 

- Oh! el mío es puro: puro como la luz del cielo, puro como el amor de los ángeles, puro como la belleza virginal de su semblante... Ven a mis brazos, desvalida huérfana, yo seré tu apoyo: reclinarás tu divina frente sobre mi inflamado corazón... 

- Tened a raya señor los ímpetus de juveniles pasiones, prosiguió el anciano. Mirad ese relicario y en él descubriréis un arcano y un escarmiento. En su reverso está grabado el sello de los reyes de Mallorca... Jaime III fue su padre. 

- Hermana mía!.. exclamó el Infante, y sin poderse contener se echó en los brazos abiertos de Constanza, quien como si saliera de un sueño repetía embelesada: Hermano! hermano! qué inesperada felicidad la mía! 

La llegada del almogávar interrumpió esta escena. Los rayos del sol naciente doraban la cima de la colina más elevada, y el Infante recelando la extrema agitación de su pecho, abandonó a su hermana, y entonces, cual si temiera que 

el aliento de fuego de su primer afecto empañase la ternura del fraternal cariño, exclamó: 

- Fortún, quieres seguirme? 

- Hasta los confines del mundo. 

- Correremos peligros. 

- Los que me arredren no serán los míos. 

- He salido de las garras, pero no de la jurisdicción de mi enemigo. No hay que perder (ni un) momento: es preciso salvar las fronteras. 

- Las salvaremos. Tenemos buenos caballos y brío para reventarlos. He recorrido toda la montaña, y conozco sus trochas y vericuetos mejor que las rayas de mis manos. Sé andar a la dudosa luz de las estrellas, y de día... 

- Bien sabrá descansar en una choza de paja el que ha dormido en una jaula de hierro. Comeremos el fruto de las selvas, y beberemos el agua de los arroyos. 

- Y yo, señor? preguntó Umberto. Negareis a mi lealtad el galardón de participar de vuestras penalidades y de vuestros riesgos? 

- Sería aumentarlos en vez de disminuirlos. Disfrazados de labriegos o de mercaderes, de monjes o de peregrinos, dos hombres infunden menos sospechas que un número más crecido. Además... 

- Y adonde iréis, príncipe mío? exclamó interrumpiéndole el buen eclesiástico. Adonde iréis errante, fugitivo, desamparado de vuestros súbditos... y aun de vuestros amigos. 

- A Monpeller. (Montis pesulani; Montpeller, Montpellier, Mompeller, etc)

- A Monpeller? repitió San-Clemente como asustado. No sabéis que D. Pedro se encuentra en el Rosellón? (Rossilionis; Rosselló

- Y qué importa? replicó Fortún. Juro a Dios que no es tan fino el sabueso que llegue a descubrirnos por el rastro. 

- Vuestra vida... 

- Respondo de ella, dijo Fortún. Así mi ángel custodio respondiera de mi alma en el día de las cuentas. 

- Quiero ir a Monpeller, al templo de los minoritas donde está el sepulcro de mi madre: quiero regarlo con mis lágrimas, quiero rogar allí por su eterno descanso. 

- Pocos años hace, dijo el venerable anciano, que vuestra hermana la princesa Isabel dio esta misma prueba de su filial ternura; pero ella fue recibida con la solemnidad, con la pompa debida a una reina, y salió de allí para casarse con el marques de Monferrato

- Y yo entraré desvalido huérfano en medio del silencio y de la oscuridad de la noche; mas yo saldré campeón de mis legítimos derechos para desplegar mi bandera, enristrar mi lanza y ponerme al frente de leal y aguerrida hueste. 

No anunciará mi llegada el repique de las campanas; pero a mi salida se estremecerá la tierra bajo el férreo casco de mis caballos, y ensordecerá los aires el fragor de los clarines. Aquel día revestiré la cota de malla, que es la toga viril que a mis once años ya llevaba: aquel día mi libertad será completa: aquel día volverá a comenzar mi existencia de príncipe... o al menos la de guerrero. 

El ejemplo de mi padre es mi estímulo, no mi escarmiento. Le vengaré sentándome en el trono, o cayendo en el campo de batalla. Soy su hijo, quiero ser el heredero de su corona o el heredero de su tumba. 

- Hermano mío! exclamó la ruborosa doncella juntando sus manos, y clavando su mirada en el cielo mientras dos gruesas perlas resbalaban por sus purpúreas mejillas. 

- Constanza! exclamó también el Infante cogiendo precipitadamente una de sus manos y deponiendo en ella un tierno beso. Es el primero... y el último. Por qué el destino fatal... por qué la regia cuna..? Adiós Constanza! añadió con apagado acento, soltando la mano y volviendo sus ojos arrasados de lágrimas. 

Se le había anudado la garganta, y se le desangraba el corazón como si lo hubiese herido cruel lanzada. ¿Era la evocación de tristes recuerdos, el dolor de una separación inmediata, o era ya el presentimiento de un aciago porvenir y de una muerte prematura? Sólo Dios pudiera contestar a esa pregunta. 

IV. 

Volvió la estación de los templados, largos y serenos días. Las perfumadas brisas de mayo resbalaban suavemente sobre la nueva generación de flores que tapizaba eriales y campiñas, y la estrella del Real huérfano de tal manera parecía cambiada que ni el más sutil astrólogo la hubiera conocido. Dijérase que brillaba como la luna después de prolongado eclipse, y no obstante su brillo era como el de artificial y engañosa pedrería. El que seguido de un solo escudero y envuelto en las sombras de la noche atravesaba los dominios del monarca aragonés, a guisa de bandido que sabe estar pregonada su cabeza, al cabo de un año entraba en fastuosa corte seguido de brillante cabalgata, victoreado por inmenso gentío, lisonjeado por los alardes e invenciones de un júbilo estrepitoso. No iba a tomar la posesión exclusiva de un trono; pero sí a tener la participación legítima de un tálamo regio. Parecía haber terminado su larga era de angustias y temores para principiar otra no menos agitada de proyectos y esperanzas. 

Con la evasión del Infante aherrojado en su prisión de Barcelona (castell nou) había coincidido la muerte de Luis de Taranto, y su viuda, la nieta y sucesora de Roberto el Sabio, escogió para tercer marido al que no podía ofrecerle más que la gallardía de su persona, el valor de su brazo y la gloria de su nacimiento. Altiva, caprichosa y egoísta prefirió el hijo de Jaime III al hijo del rey de Francia, pudiendo en ella más los sentimientos de la mujer que las consideraciones de la reina. Halló que cuadraba más a su varonil independencia allanarse a condescender con las aspiraciones de un príncipe desheredado que exponerse a tropezar con las exigencias de un monarca poderoso. En su nuevo enlace no buscó el equilibrio sino el predominio: quiso conservarse reina de hecho, y merced a tal designio el que llevaba una corona tan sólo de nombre llegó a ceñirse la sombra de otra corona. 

Meses hacía que estaban firmadas las capitulaciones matrimoniales, a que dieron mayor fuerza la subsiguiente aprobación y el beneplácito del que con el nombre de Urbano V acababa de sentarse en la silla de San Pedro. 

Tal vez eran duros algunos de sus pactos: tal vez el Infante en su interior lo reconocía; pero, ¿fuera político ni razonable que se mostrara sobrado descontentadizo el que no traía en arras ni siquiera el solar de un triste condado? Era poca fortuna para el príncipe errante y proscrito la de verse favorecido con la mano de la reina de Nápoles, de la que se titulaba condesa de Provenza, reina de Jerusalén y de Sicilia? No debía esperar que alcanzaría por el cariño lo que por derecho no se le concedía? No debía lisonjearse con la perspectiva de hacer del trono de Nápoles un escalón para subir a su codiciado trono de Mallorca? 

Las miras de la política y los afectos del corazón se habían mancomunado para tejer este sagrado vínculo; pero quizás tuvieron en él más parte el calor de la imaginación y la embriaguez de los sentidos. El Infante se hallaba en la flor de su edad, rayaba apenas en su quinto lustro, y la fama de su gentileza bastaba para impresionar vivamente a la que contaba con un corazón nada inaccesible a los amorosos devaneos. Ella le vencía en años; pero se gozaba todavía en el esplendor de su hermosura, de una hermosura que se había hecho célebre en todas las cortes de la cristiandad. Era la Helena de su época: la María Stuard italiana, como la apellida un escritor moderno. Al verla por primera vez su desposado sin duda no descubrió en ella el tipo sublime que había ocupado su fantasía: no era la vaporosa imagen que había venido a consolarle en su prisión de Barcelona, no era la visión celestial que le había aparecido en los jardines de San-Clemente. Juana de Nápoles no era una segunda Constanza. Faltábale su aureola virginal, faltábale aquel colorido inexplicable, aquel hechizo inmaterial, aquel suave perfume de inocencia, de candor y de pureza que transforma en hermosura de ángel la hermosura de una mujer. Era, sí, una beldad magnífica, intachable, completa: una de aquellas beldades que inflaman la sangre y subyugan la razón: que penetran como la punta de una saeta, que fascinan como la mirada de una serpiente, que enloquecen como el zumo de ciertas plantas venenosas. Jaime IV era un Ulises sobrado novel para resistir al encanto de aquella Circe. Al verla delante de sí, al ver que iba a ser dueño de aquel tesoro de humana belleza, sentíase como sumergido entre las olas de un mar fantástico, sentíase como ceñido por el ambiente de una región que participaba del infierno y del paraíso.

Iba a celebrarse la ceremonia nupcial y aglomerados a las puertas de la Basílica se estrujaban millares y millares de concurrentes que ardían en deseos de ver la suntuosa comitiva. El rumor y el movimiento de aquella muchedumbre tenían algo de semejanza con las rugientes olas de un mar borrascoso. Un trueno formidable, reiterado una y cien veces, señalaba el tránsito de los regios desposados. Las populares aclamaciones ensordecían a la par que halagaban los oídos de Jaime, que se hallaba tan fuera de sí como si le hubiesen transportado a un planeta desconocido. Cuanto distaba aquel placentero bullicio de la soledad y silencio de su prisión en Barcelona! 

A formar parte del séquito había preferido Fortún mezclarse con los espectadores, que cual si estuviesen divididos por grupos, entretejían millares de coloquios departiendo cada cual con sus vecinos. Éralo casualmente nuestro almogávar de una joven bastante bonita, y encarándose con ella le dijo: 

- Vive Dios que la Reina es linda sobre toda lindeza; pero, por lo que uno está viendo, parece que la hermosura es fruta que abunda en esa tierra. 

La muchacha a quien no disgustaba un rato de conversación entreverada de algunos chicoleos, avivándosele un poco el sonrosado color de sus mejillas, exclamó: 

- Y qué rico manto lleva! Apostaría a que nunca ha salido otro más precioso de los telares de Milán. 

- Como si solamente en Milán pudiesen hacerlos, sobrina! añadió otra mujer más entrada en años y no menos ganosa de dar ripio a la mano, para proseguir lo que ella tomaba ya como preliminares de una declaración en regla. Este señor extranjero va a pensar que en Nápoles no hay quien fabrique telas exquisitas. Pues si hasta la misma reina entiende perfectamente de labores! No has reparado el cíngulo de seda y oro que rodea su cintura? Cada borla vale una ciudad. Pues yo no extrañaría que fuese obra de sus propias manos. 

- Y ya se sabe para qué sirven los cordones que tejen sus manos, dijo entremetiéndose en la plática un hombre de elevada estatura, que por su voz y su aspecto manifestaba ser húngaro de nacimiento. 

- Para qué han de servir sino para ceñir su airoso talle? dijo Fortún. 

- O para ceñir el cuello de sus maridos y estrangularlos, que así le sucedió al primero. 

- Y queréis suponer que su esposa misma... 

- No diré que fuese el verdugo; pero al menos prestó la soga. 

- Por las barbas de mi padre! saltó Fortún, que si tratáis de mancillar la honra de la princesa que da su mano al rey de Mallorca, de un puñetazo... 

- Si no fueseis extranjero diría que pertenecéis a la facción de los Reales que tanta parte tuvo en esa horrible hazaña. 

- Los horribles sois vosotros, exclamó la tía, raza maldiciente, que infamáis con la calumnia después de habernos desollado con la rapiña. Qué necesidad teníamos de esa plaga de langostas engordadas con la substancia de nuestro suelo? Habíais venido en son de guerra para tratarnos como a país conquistado? El rey Andrés... 

- Lástima de mancebo! morir a los veinte años! 

- Era sobrado duro de cabeza. 

- Y ella sobrado blanda de corazón. 

- El húngaro quería apropiarse el mando. 

- Y la napolitana no quería compartirlo. 

- La Reina era la Reina, que el otro no era más que su marido. Si no hubiese sido tan rudo e imperioso, si no hubiese tenido costumbres tan groseras y áulicos tan insolentes, si no se hubiese dejado llevar tan a ciegas por los consejos de fray Roberto...

- Y eran mucho mejores por ventura los que daba a la mujer su amiga la de Catania? 

- Pobre Felipa! Qué desastrada muerte la suya! No me habléis mal de ella, que fue mi compañera. 

- Cuando se ganaba la vida jabonando sábanas y camisas. Estaba familiarizada con la espuma, y quiso crecer como ella. Pues ya sabéis ahora adonde paran al fin las lavanderas que llegan a tener privanza con las reinas. 

- Tan bárbaros suplicios, y quizás su delito no fue más que haber querido a su reina en demasía! 

- Llamáis quererla, enseñarla a dar malos pasos, y en peores caminos? 

- Siempre esas villanas imputaciones! Ignoráis que el Papa declaró a nuestra reina, inocente de la sangre de su marido? 

- Pues si llega a caer en manos del rey de Hungría, juro a Dios que no le valdrán tales declaraciones. 

- Ya sé que sois vengativos como tigres. Tenéis la sangre y las costumbres de las fieras montaraces, por eso os aborrecemos y no pudimos resignarnos a vuestro yugo. 

- Y ha sido más blando el de los Reales? Preguntádselo a las espaldas de la reina, que el de Taranto medía a su sabor como si fuesen las de una pobre hilandera. 

- Válame Dios! exclamó Fortún, y a qué país nos ha conducido la suerte! Si será verdad el proverbio de que Nápoles es no paraíso habitado de diablos? 

- Por la sangre de San Genaro! exclamaba al mismo tiempo la tía dirigiéndose al húngaro. Vuestra lengua es peor que el filo de un puñal envenenado. Si a la reina se le pudieron achacar algunos deslices... 

- Podéis llamar ligeros tropezones a lo que se llama caerse de bruces. 

- Si pudo cometer alguna imprudencia, fue porque era niña e inexperta. 

- Y ahora que se pasa de niña, también se pasa de prudente. Por sobra de esta virtud se casa sin duda con un príncipe mondo y escueto, que no ha traído siquiera ni una docena de pajes que le sirvan, ni un ciento de ballesteros que le defiendan. 

- Mejor así, y no se nos echará encima una nube de aragoneses, como hizo entonces la de rapaces húngaros que Dios confunda. 

- Mujer, si nuestros modales pasan por incultos no me parece más cortesano vuestro lenguaje. Pero tanto monta. Lo que yo aconsejaría al novio es que ande con la barba sobre el hombro, que cierre los ojos y el pico, que se entretenga con caballos, banquetes y cacerías, y deje rodar la bola en cuanto se refiera a negocios del Estado. 

- Un rey de Nápoles! saltó Fortún con acento de indignación y de sorpresa. 

- Un duque de Calabria, hermano, replicó el húngaro con sorna, así diz que lo rezan los capítulos matrimoniales. Haciendo lo que he dicho podrá ser que viva largos años. 

- Largos, podrá ser que lo parezcan; pero de fijo no serán muchos, exclamó un nuevo interlocutor que llevaba el traje de estudiante en ambos derechos. Aunque sea más ciego que Tobías, y más callado que San Juan Silenciario, lo que es morir de viejo... nequaquam. 

- Y por qué? preguntó la sobrina. Es tan arrogante mozo! 

- Os han pasado ya el aviso de cuando ha de llegarle su última hora? preguntó Fortún más que medio amostazado. 

- Su hora, no la sé, respondió el estudiante; pero puede sacarse la cuenta por los dedos. La reina Juana ha terminado su séptimo lustro, y como sé que ha de convolar a cuartas nupcias, infiero que antes de muchos años quedará viuda otra vez. Mi deducción es lógica a macha martillo, un cuarto velo supone terceras tocas, y sin difunto no hay tocas ni monjiles. Al morir el rey Luis había cumplido ya los cuarenta: bien podrá darse por satisfecho su sucesor en el 

tálamo si llega de su edad al sepulcro! 

- Por los huesos de Santa Olalla! y de dónde me saca el señor bachiller esa retahíla de dislates? 

- Si es lo más sencillo del mundo. Ni de fama siquiera habéis conocido al astrólogo provenzal, Messer Anselmo? No sabéis que leía en las estrellas como en un libro abierto? No sabéis que nunca han fallado sus vaticinios? Pues preguntándole una vez con quién se casaría la princesa Juana, que era todavía una niña, contestó: maritabitur cum alio.

- Tendría que ver si hubiese contestado cum alia! dijo el húngaro soltando la carcajada. 

- Y esto qué significa? preguntó la tía al estudiante. 

- Parad la atención en las letras de alio, y veréis como por su orden a cada una le corresponde el nombre de un marido. Andreas, Ludovicus, Iacobus. Queréis para el porvenir mejor garantía que lo pasado? 

- Cosa más admirable! exclamó aquella, ahora pues... 

- Sólo falta un nombre que empiece en O para que se cumpla de lleno la profecía. Su cuarto marido se llamará seguramente Olfo, u Olderico, u Otón. (Precisamente se casó con Otón IV de Brunswick-Grubenhagen)

Los horóscopos no mienten cuando se posee bastante ingenio para hacerlos y bastante habilidad para interpretarlos. 

- Pero nosotras, gente menuda, no debemos de tener horóscopos. Si los tuviésemos, cuánto me gustara conocer el mío! 

- Y qué te gustaría más, hermosa niña, repuso el estudiante, el anuncio del primer casamiento, o la predicción de la tercera viudez? 

- Sería un lujo excesivo, dijo la tía sonriéndose. Esto es bueno solamente para las reinas. 

- Yo no quisiera más que saber el nombre de mi futuro, replicó la muchacha, dirigiendo al soslayo una mirada a Fortún que no era del todo mal parecido. 

Pero este, cuya respetuosa adhesión al Infante, merced al continuo trato de un año, se había convertido en amistosa familiaridad y vehemente afecto, se hallaba mustio, cabizbajo y pensativo. Aquella conversación había depositado en su pecho una especie de amargo sedimento. Sus frases tenían algo de lúgubre y de siniestro, y no pocas le habían herido como puntas de alfileres dejándole un escozor indefinible. Afortunadamente cesó la plática interrumpiéndola un estrepitoso clamoreo que se levantó de golpe dentro de la Basílica misma. Eran las populares aclamaciones que respondían a la voz del arzobispo, quien al concluir los solemnes ritos, dada la bendición nupcial y celebrado el santo sacrificio, prorrumpió con el grito de: Viva la reina de Nápoles! Viva el duque de Calabria! Y pueblo y clero, damas y galanes, guerreros cubiertos de trenzada malla, y barones luciendo brocados, joyeles y plumas, todos a una voz repetían: Viva la reina de Nápoles! Viva el duque de Calabria

Jaime había permanecido al pie del altar en medio de un continuo deslumbramiento. El fausto, el esplendor, la magnificencia de aquella corte sobrepujaban de mucho a cuanto su imaginación había concebido, como quiera que la de Aragón estaba lejos de poder compararse con ella. La pompa que le rodeaba era un homenaje digno de la grandeza de Juana, y al mismo tiempo un soberbio pedestal desde cuya altura se veía, al menos en la apariencia, superior a su odiado tío, Pedro el Ceremonioso. Esta repentina adulación de su fortuna causábale una especie de vértigo del que vino a sacarle súbitamente la distinción oficial que de propósito deliberado expresaba el arzobispo. 

Herido Jaime en su vanidad, y aun en su orgullo, apretó convulsivamente la mano de Juana, y acercando los labios a su oído, le dijo: 

- Y no rey? Ni el título siquiera? 

- Rey de mi corazón y de mi mano, qué os falta para ser dichoso? replicóle ella sonriéndose, y con voz tan cariñosa como baja añadió: No olvidéis las capitulaciones. 

- Soy rey de Mallorca. 

- También soy reina yo de Jerusalén y de Sicilia. 

Enmudecido se quedó el augusto consorte comprendiendo la significación de aquel sarcasmo, que en tal momento se asemejaba al chillido de siniestro pájaro resonando en los voluptuosos jardines de Armida. La deliciosa mirada que lo acompañó no había bastado para atenuar su efecto. Jaime salió del templo, y no ciñendo la corona de oro que tanto ambicionaba, aunque sí la magnífica guirnalda de rosas que el amor le había tejido. Mas ay! que la rosa es el símbolo de las dichas fugitivas: pronto se arruga la tersura de sus hojas, pronto se marchita la frescura de sus matices, pronto se pierde en las auras la fragancia de su aroma. 

V.

Apoyando sus brazos en el antepecho de suntuosa galería, el esposo de la reina de Nápoles parecía absorbido (absorto) en la contemplación de un espectáculo que nunca por reiterado es menos admirable y deleitoso. Extendíase a su vista la tan hermosa como celebrada bahía, vasto espejo de palacios y jardines: con la serenidad de sus olas competía la transparencia del hemisferio, el sol sumergía su disco en los confines del opuesto, cruzaba la cerúlea planicie una temblorosa faja de oro, y el diáfano azul de los cielos se recamaba de fugitivos y brillantes arreboles. La tarde, una de las postreras de agosto, había sido calurosa, y qué más grata ocupación que la de aspirar la frescura de las brisas marítimas embalsamadas con las fragantes emanaciones de los vergeles inmediatos? Jaime empero no fijaba entonces su atención en el mundo exterior; vueltos los ojos hacia dentro se contemplaba a sí mismo. Repasaba sus tristes y sus prósperos días, y al melancólico recuerdo de aquellos añadía un vago descontento de los que tan bellos y espléndidos pudieran haberle parecido. Veíase elevado a una altura que tenía algo de maravillosa comparándola con el abismo de donde arrancaba, y sin embargo su satisfacción era incompleta. 

Su propia historia se le presentaba con visos de fantástica leyenda: prestábale asunto para una de aquellas trovas a que era tan aficionado, y a pesar del contraste que ofrecían no ya a su imaginación sino a su memoria, las sombras de lo pasado no hacían resaltar con toda viveza los esplendores de su presente. Faltábale todavía algo que le aparecía en sueños, que traslucía envuelto en los pliegues del porvenir, que estimulaba el ardor de sus incesantes aspiraciones. Partícipe de un trono, objeto de las caricias de una reina hermosísima, rodeado de una pompa vertiginosa, tocábase en el corazón y percibía un sonido como hueco. Jaime no se hallaba a su sabor en el apogeo de su dicha. 

Aquel día era el vigésimo quinto aniversario de su nacimiento, y como si le hubiese herido esta campanada del reloj del tiempo, sentía despertarse de nuevo en su pecho los bélicos instintos de su raza. Sonrojábase interiormente de verse como otro Annibal retenido por las delicias de Capua, y habiendo gemido so la coyunda de hierro casi se atrevía a suspirar bajo el peso de su cadena de rosas. Empezaba a sentirse fatigado de su reposo a la sombra de los mirtos, y echaba de menos la sombra de los laureles. Al cabo de tres meses palidecía algún tanto el brillo de seductoras ilusiones, a las intermitencias del amoroso delirio mezclábanse los esperezos (desperezos) de la ambición vanamente adormecida, al través del galán mancebo asomaba el heredero de una dinastía de reyes. Jaime se forjaba en su imaginación el horóscopo de su nacimiento: creía haber venido al mundo expresamente para adornar sus sienes con una diadema y no bastaba a contentarle su luminoso reflejo. La quería propia, la quería a toda costa, y sobre todas quería la de Mallorca. Llevábase la mano a la cabeza, y asaltábale cruel despecho al sentirla desnuda, y hasta desnuda del yelmo que por algún tiempo debía suplir la falta de su corona. 

Como si flotase en los aires bañada por la suave luz del crepúsculo vespertino le aparecía además la imagen de Constanza, no precisamente el retrato de su hermana, sino el tipo ideal que adoraba en su fantasía. Era la personificación de la mujer embellecida con la triple corona de la juventud, de la virginidad y de la modestia: de la mujer cuyo rostro no produce la fascinación de los sentidos sino el arrobamiento del alma, cuyo cariño no es el precio de perseverantes halagos sino la recompensa inefable del más depurado culto. Era la forma simbólica de un candor virginal envuelto en una nube de poesía, como un objeto sagrado envuelto en una nube de incienso. Mujeres como esta sí que merecerían un predominio perpetuo y exclusivo, la consagración de toda una vida, el sacrificio del trono más opulento. Mas, como había de ser ni siquiera pálido trasunto de esta visión celeste, Juana que apenas recordaba ya su tiernos abriles, que por tres veces había ceñido el velo de las desposadas, que presidía en una corte donde el progreso de la civilización había traído, como suele, el progreso de la corrupción y del libertinaje? Era sí una beldad deslumbradora; pero tres meses de consorcio habían dejado entrever que sus cualidades morales distaban mucho de corresponder a la viveza de su talento (telento en el original) y a la hermosura de su rostro. 

Jaime reconocía esa triste verdad que en cierto modo justificaba su descontento. Quejábase de su adverso destino que le había burlado con pérfida sonrisa después de perseguirle con torvo ceño. Juana de Nápoles no era la esposa cortada a medida de su corazón, y sin embargo a la santidad del vínculo indisoluble debía añadirse el lazo del más vivo agradecimiento. Este lazo le oprimía, porque le humillaba, porque le obligaba a reconocer una inferioridad que mal se avenía con su carácter altivo y pundonoroso. En vez de ser el protector era el protegido: a su esposa debía su presente elevación y la esperanza de llevar a cabo sus ulteriores designios. Sin ella se vería aún errante proscrito o desconocido aventurero: sin ella permanecieran del todo eclipsados los esplendores de su alta jerarquía: sin ella quedarían tal vez para siempre invalidados los derechos de su ilustre cuna. Y esta esposa, cuyo donaire y gentileza halagaban su vanidosa complacencia, encerraba un corazón que no 

era digno de las más profundas y tiernas simpatías! Así pues para Jaime surgía del manantial mismo de sus prosperidades un pequeño arroyo de amargura: los goces de su fortuna pesaban sobre él como una deuda, y esto enardecía su ambición siquiera por el deseo de cancelarla. 

Revolviendo esas ideas le sorprendió la llegada de su consorte, y por un movimiento no del todo espontáneo ni del todo reflexivo, le salió algunos pasos al encuentro, y besándole la mano con visos de amorosa galantería exclamó: 

- Reina mía! 

- Duque

- Siempre este maldito nombre! repuso Jaime, espirando la sonrisa de sus labios y anublando su frente repentino ceño. Toda palabra suena como deliciosa melodía al salir de vuestra boca; pero esta más que la dulzura del requiebro 

esconde la hiel del sarcasmo. Héla oído tantas veces con su hipócrita acento de irrisión en boca de barones y magnates! 

- Qué decís? 

- Pues qué, no me la echan en cara para recordarme que aquí no soy más que uno de sus iguales? Como si temieran que yo pudiese olvidarlo! 

- Iguales, y sois mi preferido? Quién es el osado que pretende colocarse al nivel de su reina? La distancia de mis súbditos a vuestra persona... 

- Es menor que la interpuesta entre mi persona y mi esposa. Creéis que para esos orgullosos barones sea yo objeto de envidia? Enfermos estarían sus ojos si les cegara mi brillo, prestado como el de la luna. Las apariencias no les engañan. Ellos poseen feudos y jurisdicciones, y qué ven en mí sino un convidado a vuestra mesa? Ellos son reyes en sus castillos, y por quién me toman a mí sino por un huésped de vuestro palacio? 

- Vuestro corazón palpita a la altura del mío. 

- Pero mi frente no puede erguirse a la altura de la vuestra. 

- Quisiérais compartir mi corona? 

- Soy hijo de reyes, y... 

- Jaime, por el ardiente cariño que os profeso, por la casta y legítima unión que el sacerdote ha bendecido, por los hermosos y serenos días que a vuestro lado espero, lejos de vos tan peligrosos pensamientos. No deis oídos a la sierpe que os tienta con el cebo del fruto prohibido. 

- Prohibido... cómo? dónde? 

- En el convenio que firmasteis vos, que ratificó el Pontífice, que conoce la Italia entera. Pensáis que el amor solo, sea bastante poderoso para derogarlo? 

Pocas flechas tiene en su aljaba para contrarrestar el número de lanzas que se le opondría. 

- Oposición harto injusta. Como si no cupieran en un mismo trono los que caben en un mismo tálamo! 

- Caben, sí; pero la razón de Estado circunscribe límites que el corazón quisiera indefinidos. Sois novel en este país. Aún no conocéis bien este suelo amasado con sangre de guerras extranjeras y de sediciones intestinas: aún no conocéis la índole de su plebe veleidosa, y de su nobleza turbulenta: aún no conocéis el encono de sus bandos y el satánico orgullo de sus adalides. Para imponerles mi ley es preciso a veces doblegarme a recibir la suya. ¿No veis desde esta galería la cima del Vesubio, que se muestra coronado de blancas nubes y de repente vomita fuego de sus entrañas? Mis deudos, los príncipes de mi familia que tan galantes me circuyen y festejan, mañana serían los primeros en conjurarse contra mí, en conculcar mis legítimos derechos. Ambición no les falta: no les ofrezcamos el pretexto. Gocemos de la vida al resplandor de las antorchas de Himeneo, que es harto horrible luz la que arrojan las teas de la discordia. 

Vos amáis la poesía: conocéis sin duda a los trovadores de mi hermosa Provenza; pero no tal vez las inspiraciones del Petrarca. Sublime ingenio! 

Juntos leeremos sus canciones a la sombra de los rosales, las leeremos juntos, como Francesca y Pablo la historia de Lanceloto, y émulo de su gloria imitaréis su estilo. Con qué gusto oiré de vuestros labios una canción a la dama de vuestros pensamientos! 

- Y queréis reducirme a serviros de trovador y de paje, o cuando más a ser vuestro paladín en un torneo? 

- Y tanto desplacer os causaría el serlo? 

- Misión más elevada, bien que menos deliciosa, me ha confiado el cielo. 

- Jaime, la ambición es mala consejera. Si no os hacen mella mis razones, sírvaos el desdichado Andrés de lastimoso ejemplo. Soberbio, antojadizo y testarudo tramó con el Pontífice para obtener su coronación, y... a qué recordar 

la horrible tragedia? 

- Es verdad: basta la sencilla alusión para amenaza. 

- Ingrato! haréis que me arrepienta de haberos amado. 

- Y de haberme escogido, y de haberme sacado de mi pobreza y abatimiento. 

- Mis labios no han proferido tales palabras. 

- Pero estaban quizás escritas en vuestro pensamiento. Lo sé: no montan a leve suma mis deudas. Correspondo a vuestro amor con el mío; pero fuera de esto os debo el pan y el asilo, os debo honores y placeres, el oropel del fausto que me circunda, y el ruido de las lisonjas con que me obsequian. Y con todo, o bien tengo que seros deudor de mayores beneficios, o presumo que he de retiraros mi agradecimiento. Ingrato me habéis llamado: no lo soy todavía; pero quizás no esté en mi arbitrio dejar de serlo mañana. Yo no pretendo usurparos la mitad del trono de Nápoles: lo que ambiciono es el mío, el de Mallorca. 

- Y bien? 

- Ayudadme a conquistarlo. Allí no seréis la mera esposa del rey, seréis la reina. 

- Es decir, que envíe un cartel de desafío al monarca aragonés, que declare la guerra a uno de los príncipes más poderosos de la tierra. Y ¿no prevéis lo que sucedería? Sus huestes saliendo del Rosellón se lanzarían como una inmensa manada de lobos sobre mi hermosa Provenza: sus galeras zarpando de Cerdeña apresarían mis naves, barrerían las costas, entrarían a saco villas y ciudades: su pariente de Sicilia estrechando su alianza con él me arrebataría las Calabrias, y el húngaro feroz batiendo las palmas de contento vería llegada la hora de satisfacer su ambición y su venganza. Nápoles no aceptaría impasible el gravamen de una lucha injustificada, estéril de resultados, ajena a sus intereses y a su engrandecimiento: murmuraría el pueblo, maquinarían los barones, y la facción de los Reales se sublevaría contra vos, causador de tantos desastres y ruinas, y se sublevaría contra mí, que por seguir los impulsos de la mujer habría olvidado los deberes de reina. Vos no recobraríais vuestros estados; pero en cambio yo perdiera (perdería) los míos. Jaime! Jaime! Yo también me he visto prófuga, errante, necesitada: también he tenido que estudiar en la escuela del infortunio, y por el cielo santo! que no quiero repasar tan duras lecciones. 

- Tenéis talento de sobra, y defendéis vuestra causa como si hubieseis cursado en las aulas de Padua o de Perusa: vuestra causa, que no es y debiera ser la mía! Bajo el manto de una política sagaz encubrís perfectamente vuestra timidez... o vuestra indiferencia. Habláis de los reyes de Sicilia y de Hungría que pueden dañarnos, por qué no habláis también del francés y del castellano que podrían favorecernos? 

- Porque basta a los primeros que se les ofrezca la coyuntura que anhelan, y para mover a los otros sería preciso comprar a caro precio sus favores. 

Jaime, comprendo y aplaudo los juveniles arranques de vuestro pecho: vuestra 

ambición es legítima, justos vuestros deseos; pero tratándose de ponerlos en obra no basta atender a la justicia, es preciso tomar consejo de la prudencia. 

- Y prevalida de este nombre calculáis fríamente los obstáculos, y ahogáis el generoso impulso de superarlos. Oh! no es justo que participéis de los riesgos de mi empresa cuando ni siquiera os ha tentado el aliciente de su gloria. 

Yo seré el solo caudillo, el solo responsable, el solo expuesto a los peligros de mi expedición. Os demandaba auxilios, mas no que hicierais pública ostentación de vuestra largueza. Secundad mis proyectos sin autorizarlos con vuestro sello. 

Medios ocultos no han de faltaros para que pueda yo reclutar algunos millares de advenedizos, equipar algunas taridas y galeras, proveerlas de víveres y municiones. Entonces me lanzaré a los mares fiado únicamente en Dios y en mi derecho. En tanto señaladme tres fortalezas, cuyos alcaides sean mis hechuras, donde tremole mi bandera, se alojen mis soldados, y se custodien las armas y bastimentos. 

- Y no sabéis que esta concesión me es imposible por un pacto expreso del convenio conyugal? 

- Y no sabéis que mi tío el Ceremonioso tenía una daga para rasgar humillantes pergaminos?

- Una daga con que se hería la mano sin que su propia sangre borrara lo escrito. 

- Y previenen también las estipulaciones del consorcio que no podáis regalar un puñado de monedas... o prestarlas siquiera a vuestro marido? Dadme treinta mil florines de oro, y tomaré a sueldo una de esas grandes compañías que devastan la Italia, y se lanzan al tumulto de los combates como si fuese a un banquete de bodas. 

- Por esta misma suma vendí la ciudad de Aviñón al Pontífice romano. Triste mengua a que me sometieron los rigores de mi fortuna; mas no he perdido ni el deseo, ni la esperanza de recobrarla. Y ahora cabalmente la ocasión es propicia. A la muerte de Inocencio VI mal podía presumir que su tiara le estuviese reservada el abad de San Víctor, que no cubría su humilde sayal con la púrpura cardenalicia. Pero tal era su anhelo de que el futuro Pontífice restableciera su silla en Roma que no vaciló en decir: que aceptaría gustoso la muerte si le llegaba el día siguiente de verlo efectuado. Ahora está en su mano realizar sus ardientes votos. Urbano V no olvidará la exclamación del abad Guillermo, el Papa no desmentirá al monje, y entonces ¿qué necesidad tendrá de Aviñón no siendo su residencia? De qué le serviría un territorio separado de sus dominios? Qué obstáculo ha de oponerse a que me devuelva la ciudad provenzal devolviéndole yo con usura su precio? Aspiráis a recobrar la corona de vuestros 

mayores, pues con ansias más vivas pretendo yo engastar de nuevo esa joya arrancada a mi propia diadema. Ya veis que el oro lo necesito. 

- Pues entonces no sois la fiel esposa que abraza con ardor la causa de su marido, no sois el auxiliar que a mi entender me deparaba el cielo, no sois el misterioso instrumento de su justicia; sois el obstáculo fatal, la rémora que se opone a mis designios. Habéis empezado por divorciar nuestros intereses, de quién será la culpa si llegan a divorciarse nuestros corazones? 

- Y he de permitir que os apacentéis de quiméricas esperanzas para demostraros la fineza de mi cariño? 

- Me amáis, y no os duelen mi humillación y mis agravios? Me amáis, y por temor de mancharos los dedos no os atrevéis a restañar la sangre de mis heridas? Me amáis, y pretendéis despojarme de mi último bien, la esperanza? Vos, que debíais alentarla, robustecerla, llevarla a término venturoso! Vos que debíais ser para mí la Providencia encarnada! 

- Yo no usurpo a Dios sus atributos, no me elevo a tan altas regiones, no me paseo por los países imaginarios (països catalans). Yo vivo a flor de tierra: 

en esa tierra acariciada por los rayos del sol, perfumada con la fragancia de las flores, cubierta con rica alfombra de variados matices: en esa tierra mansión de placeres, por más que digan misántropos y devotos. Y tan mal os iba en participar de ellos al lado mío? A qué ese loco empeño de hincaros una espina teniendo rosas donde escoger a manos llenas? Hay por ventura en toda la cristiandad una corte más opulenta y deliciosa que la nuestra? Donde sean más fáciles y atractivas las dulzuras de la vida? Donde rayen más alto los esplendores de la civilización? Y por una triste roca, perdida entre las aguas... 

- Así me habláis de Mallorca? Desestimáis el valor de una perla porque no excede al tamaño de una esmeralda? Ah! vos no conocéis este hermoso país (en el siglo XIX es muy común esta palabra para referirse tanto a un estado como a una zona, como se usa en Francia, ejemplo, pays d‘Oc, d‘ Hérault): 

yo lo tengo grabado en el corazón. No, nunca podré olvidarlo. 

Que lo olvidara quisierais vos, para que libre de la obsesión de este pensamiento os acompañara sonriendo en festines y cacerías! Que lo olvidara, que me resignara a la mengua de verme inicuamente desposeído, con tal que os divirtiera halagando vuestros oídos con amorosas trovas! No, no puede ser. Primero sabré desprenderme de vuestros brazos. 

- Y yo sabré reteneros en ellos, que no para prolongar mi solitaria viudez os he dado la mano de esposa. 

- También la disteis al húngaro y al de Taranto... y de mi temprana muerte podrá consolaros un nuevo esposo. 

- Mil veces ingrato! Y aliento habéis tenido para herirme así en el corazón? 

Hay otro por ventura a quien haya yo libremente escogido? Al desdichado Andrés me lo impuso la obediencia, a Luis la tiranía de azarosas complicaciones. Al primero nunca pude amarle, al segundo tuve por fuerza que sufrirle. Y de vos, único objeto de mi ardiente cariño, de vos, que habéis sido, no el ídolo de juveniles caprichos sino la grata ilusión de mi edad madura, de vos! había yo de esperar frases tan amargas? 

- No queréis darme un ejército para desembarcar en mi isla, saltaré en ella solo y envuelto en mi bandera, y entonces... si no me aclama por su rey la lealtad de mis parciales, sucumbiré a la fuerza brutal de mis enemigos. Perderé la vida, pero me sobrevivirá mi gloria. 

- Y pensáis que os dejaré partir? 

- No os pediré permiso, escaparé a uña de caballo. 

- Como si yo supiera montar solamente en las blancas hacaneas que me regala el pontífice! También suelo oprimir los ijares de fogosos alazanes. A mí no me asustan fatigas ni barrancos, y sabré reconduciros a mi mansión, desleal 

pero adorado fugitivo. 

- Pues qué, soy vuestro prisionero? 

- Lo sois, que no es tan sombría cárcel la que brilla tapizada de seda y oro, ni tan duro carcelero el que os reserva los cuidados y caricias de tierna esposa. 

Y después de inclinar levemente su cabeza retiróse la augusta consorte con afectada gravedad, como si abrigase mayor enojo del que realmente sentía. Lejos estaba de presumir que fuese ya densa nube lo que ella conceptuaba tenue y efímera neblina, y más lejos aun de sospechar que nunca renacerían ya en su conyugal horizonte la serenidad y transparencia que lo habían embellecido. 

Brillaban las estrellas en el firmamento, y Jaime al verse a solas en la galería empezó a medirla con desigual y reiterado ahínco. La tenue claridad y el silencio de la noche le ayudaban a concentrarse en sí mismo: sus ideas tomaban un tinte lúgubre en fuerza de su excitación nerviosa: aquel coloquio había exaltado gradualmente su fantasía. Y como si fuese con el intento de envenenar la llaga de su corazón, su memoria le hostigaba con el inoportuno recuerdo de la aparición de
D. Pedro en su cárcel de Barcelona. Parecíale al desgraciado príncipe que ambos coloquios estaban ligados por una fatal y misteriosa analogía. Su acaloramiento le había producido una especie de delirio, y apretando los puños hasta el punto de hincarse las uñas en la palma de la mano, con voz trémula de furor, exclamaba: Con que estoy preso? Con que he perdido nuevamente mi libertad, y será preciso recobrarla de nuevo? Preso por una ambición descastada, y preso por una política mezquina! Antes la usurpación, ahora la cobardía! Ayer mi tío, hoy mi esposa! Pues qué, me siento cautivo y no osaré maldecir mi cautiverio? Habrá de faltarme valor para romper mis grillos (grilletes)? Y que sean de oro, qué me importa? Oh! querida isla mía, si llego a estrecharte en mis brazos! 

Entró en esto Fortún que por vía de saludo le dijo: 

- Rey mío! 

- Tú solo me das ese título, tú! el único a quien yo permitiera otro mejor, el de amigo. 

- Si tal honor puede conquistarse con el afecto... 

- Oh! mi buen Fortún, exclamaba Jaime estrechándole convulsivamente la mano. Te acuerdas de cuando cruzábamos selvas y llanuras montados en briosos corceles a guisa de fugitivos? Qué suave es el aura de la libertad! 

Cómo late a su sabor el pecho que la respira! Y dime, no sentirías un placer inmenso si volvieras a pisar el suelo español? 

- País muy hermoso es el de Nápoles; pero... 

- No tanto, no tanto como el de Mallorca. 

- Pensáis en alejarme de vuestro lado? 

- De mi lado? a ti, único amigo mío? Nunca. Y qué hiciera yo entonces, rey sin vasallos, sin corona, sin..? Pero no es verdad que toda cárcel es odiosa por más que esté enlosada de mármoles y cubierta de ricos tapices? por más que la iluminen candelabros de oro y la cerquen floridos jardines? No es verdad que no es el húmedo suelo, ni el tosco muro, ni la estrecha aspillera lo que hace una prisión aborrecible? Siempre la prisión! Prisión en Játiva! prisión en Barcelona! prisión en Nápoles!... y quizás antes de tiempo la prisión del sepulcro! 

castillo de Curiel, (de Duero, Valladolid, comarca de Campo de Peñafiel)


Jaime dobló la cabeza sobre su pecho, y cruzando los brazos quedó como sumido en triste y profunda meditación. Quién le hubiera dicho entonces que todavía le faltaba otra prisión en el castillo de Curiel, (de Duero, Valladolid, comarca de Campo de Peñafiel) y que a lo mejor de sus años le encerraría un sepulcro en Soria, tan lejos del imán de sus deseos, tan lejos del sepulcro de sus antepasados!