IX.
LA PLUMA ACUSADORA.
I.
Con mal pié entró en el mundo el año de gracia mil trescientos ochenta y cinco. Su primer día se presentó a guisa de mensajero de fatales nuevas, sorprendiendo a la Europa meridional con un fenómeno extraordinario, que sobraba en aquellos tiempos para suponer al año nuevo preñado de lamentables catástrofes y pavorosos acaecimientos. En medio del día el sol fue perdiendo gradualmente sus resplandores como una hoguera que ha devorado su combustible, un manto de sombra envolvió la tierra como si a deshora hubiese anochecido, y tal llegó a ser la obscuridad, que al decir de los escritores contemporáneos, apenas podían verse unos a otros los que en las calles y plazas de tan extraño caso discurrían. Eclipse tan completo no lo había presenciado nunca la generación aquella, y no hay que maravillarse de su consternación y asombro cuando semejantes anomalías de la naturaleza cogían desprevenidas a las gentes, y estaba en el común sentir atribuirles perniciosas influencias o mirarlas como amagos de la cólera divina.
Y en verdad que para traerlas desasosegadas y recelosas de futuras calamidades no eran necesarios prodigios y señales en el cielo; bastaba echar una ojeada a la tierra, principalmente en Italia, que es donde ocurrieron los hechos que a breve sumario reducimos. Aparte de las facciones güelfa y gibelina, arraigadas en toda la península itálica y manantial perenne de agitaciones y revueltas, fácil era de ver que mal podía subsistir la concordia entre tantos principados, repúblicas y señoríos enclavados en un mismo territorio. Sangrientas colisiones tenía que producir por fuerza esa extremada repartición de la autoridad suprema. En unas ciudades se apelaba a las armas bajo el pretexto de recobrar su libertad, en otras con el de sostener su independencia, y en no pocas para adquirir una preponderancia exclusiva.
Los Genoveses competidores de los Venecianos, los Pisanos desavenidos con los Florentinos, inquietos y codiciosos de ensanchar sus dominios los Carrara de Parma, los Scala de Verona, los Gonzaga de Mantua, los Este de Ferrara, de todas partes era temible que cualquier leve rencilla diese origen a serios y desastrosos conflictos. Alléguense a esto las pretensiones de la casa de Anjou al trono de Nápoles, las bandas de forajidos ingleses, bretones y tudescos (alemanes) que vivían sobre el país de botín o de rapiña, la asoladora peste que retoñaba anualmente a guisa de planta venenosa, y sobre todo el aciago cisma que rasgando la túnica inconsútil de Jesucristo ofrecía pretextos a tantos escándalos y violencias, y bien se verá que suficiente motivo había para que de cualquier lúgubre pronóstico se esperase el cumplimiento.
La señoría de Milán, que substraída a la dominación imperial se había convertido en uno de los estados más poderosos y que más sombra hacían a sus convecinos desde que en ella levantaron su altiva cabeza los Visconti, disfrutaba entonces de paz, pero de una paz cuyos frutos eran tan amargos como los más amargos de la guerra. Sobre ella pesaba un yugo de hierro que lastimaba todas las cervices condenadas a soportarlo. En las empedernidas entrañas del fiero Bernabó no se abrigaba un solo sentimiento de humanidad para con sus míseros vasallos. Los tenía en mucho menos que a sus perros de caza, cuya numerosa jauría podía servirle de ejército, exigiéndoles la sangre de sus venas, el sudor de sus frentes y el dolor de sus hijas para lisonjear su vanidad o su libertinaje. Merced a los triunfos de sus armas y a las maquinaciones de su política había llevado al colmo su personal engrandecimiento y conseguido largo plazo a su tiranía. Insaciable en su ambición como en sus brutales instintos era de presumir que seguía urdiendo a la sombra negras y más odiosas tramas, cuando ya el peso de los años y el sepulcro recién abierto para su orgullosa consorte debían hacerle pensar en la proximidad de su hora postrimera.
La de vísperas sería cuando entraba por la puerta Vercelina un lego minorita con su alforja al hombro, su ferrado báculo en la mano, muy tirada por delante la capilla, y tan inclinada al suelo su cabeza, que a ser menos vivo su paso pareciera andar buscando alguna moneda que se le hubiese caído. Por el lodo que salpicaba la fimbria del sayal franciscano podía inferirse que venía de muy lejos; pero ni en su respiración ni en su marcha se hubiera notado el más leve indicio de fatiga. Sucedía esto en los últimos días de invierno, y sea que a tal hora fuese escaso el número de transeúntes o que el bueno del fraile hábilmente los sortease a fin de no encararse con ellos, el resultado fue que sin ser conocido, ni tal vez observado, pudo llegar hasta el umbral de una casa, no de tan modesta apariencia como las tiendas y talleres de los artesanos, ni de tan grandioso aspecto como las mansiones de los nobles milaneses.
Hallábase entonces su dueño platicando familiarmente con una joven, que hubiera tomado por hija suya el que solo se fundara en la diferencia de las edades; pero el fruncimiento de cejas que revelaba la impaciencia del uno, y el ligero ceño que en la otra se descubría al través de su actitud respetuosa, indicaban la presencia de un matrimonio en cuya atmósfera conyugal se iban condensando pequeñas y vagas nubecillas. Envolvía aquel su elevada estatura en un holgado ropón forrado de pieles, y aunque llevaba cubierta la cabeza dejábase entrever su prematura calvicie, la que contrastando con su poblada y ya canosa barba daba a su angulosa fisonomía un carácter menos simpático que imponente. Sin duda lo sentía así la joven que a su lado permanecía, en cuyo semblante un aire de tristeza, como de quien llora pérdidas, precozmente sus ilusiones juveniles, empañaba algún tanto los atractivos de su belleza.
La estancia en que proseguían su animado coloquio tenía poco de alegre y menos de suntuosa. Recibía luz por una gran ventana que caía a un patio o corral cercado de elevadas tapias y cubierto de piedras, ortigas y maleza, sin rastros de cultivo ni siquiera de mediano aseo. Alta, espaciosa y desnuda de tapicerías y adornos, la blancura de sus paredes hacía resaltar el ennegrecido maderaje de su techumbre. Una de aquellas se veía cubierta hasta la mitad de su altura por un grande armario de oloroso cedro, cuyos estantes se encorvaban bajo el peso de gruesos infolios con sus cubiertas de madera forradas de cuero y claveteadas de bronce, de numerosos pergaminos arrollados y liados con unos cordones de que pendían sellos de plomo o de cera, de otros preparados para escribir, de legajos manuscritos, y de varios pliegos de un papel estoposo y amarillento. De la misma especie eran los objetos acumulados sobre un vasto bufete de encina, como para designar la profesión de su dueño, sin que bastase para desmentir tan vehementes indicios el ver en otro lienzo de pared colgada de sendos clavos una porción de armas ofensivas, un yelmo, un escudo y todas las piezas de una sólida y completa armadura. En aquellos tiempos no podía prescindir de semejante arreos ni el hombre de condición más pacífica y sosegada.
Sentado en un vasto sillón, cuyo gótico respaldo ornaban diversas labores y entalladuras, revolviendo los libros que encima de la mesa estaban y trasladándolos de un punto a otro, no tanto con el objeto de arreglarlos como para excusarse de fijar toda su atención en las quejas de su consorte, que ligeramente inclinada apoyaba en uno del sillón su blanco y torneado brazo, le decía aquel:
- En verdad que no atino la razón de la mudanza que en ti observo. De algún tiempo acá tu genial dulzura se ha convertido en sequedad y desabrimiento. Cada día te vas pareciendo menos a ti misma.
- Es decir, señor, que me estáis observando? Pues no creía mereceros tan amoroso cuidado. Sabéis hacer las cosas con tal sigilo...!
- No me dirás, mujer, dónde chupaste esa gota de hiel que ha podido agriar así tu condición tan mansa y apacible! Antes eras un modelo de esposas por lo complaciente y sumisa. Motivos tenía para congratularme de mi elección.
- Y os felicitabais sin duda allá en lo más recóndito de vuestro pecho. Maridos tan respetables como vos andan con mucho tiento para que su dicha doméstica no se les trasluzca ni siquiera en el semblante.
- Pues qué? era cosa de irla pregonando por calles y plazas? El bien se disfruta en silencio.
- Y en silencio también lloran otros su desventura.
- Desdichas imaginarias requieren lágrimas ocultas.
- Y tal os parece la mía? Será que haya soñado yo aquel hundimiento espantoso que a más de ochenta nobles personas costó la vida?
- Y a qué vienen ahora esos recuerdos? No bastan diez o doce años para traer el consuelo cuando no sean suficientes para producir el olvido? Apostaría a que ni el mismo Conde de Virtudes se acuerda ya de su primogénito, del niño Carlos, cuyo fastuoso entierro ocasionó el deplorable suceso que tantas víctimas hizo. Fatalidad fue grande, no lo niego, la de hundirse el puente del castillo precisamente cuando lo atravesaba numeroso gentío. Los que acompañaban el cadáver del niño a la sepultura lejos estarían de pensar que estuviese dispuesta la suya en las aguas del foso. Perecieron tus padres, tus deudos más cercanos; pero quedaste por eso desamparada en la tierra?
- Oh, no. Jamás he olvidado que la pobre huérfana encontró en vos un segundo padre. La amistad que al mío profesabais os indujo a reemplazarle en cuanto era posible, y mis ojos de niña, que no estaban acostumbrados a derramar lágrimas, pronto las enjugaron al blando calor de vuestro paternal afecto. Bien sabéis que no tropezasteis con una hija indócil ni desagradecida; pero ignoráis que el corazón crece con los años, y que no basta al de una legítima esposa lo que sobraba tal vez para satisfacer el de una hija adoptiva.
-´Es pues una acusación la que me diriges? En mala causa te has empeñado que ni razones hallarás ni testigos que puedan apoyar tu querella.
- Y si apelase al testimonio de vuestra conciencia?
- Sería como si llamases para testigo ocular a un ciego de nacimiento. Mi conciencia nada tiene de qué argüirme. Conozco todas las obligaciones que nacen del vínculo conyugal, y quisiera ver que alguno de esos que presumen de versados en amos Derechos, alguno de esos que tan a su sabor los explican y comentan. Baldo, por ejemplo. Mas qué digo, Baldo? Ni el mismo Bartolo si viviera, ni este Corifeo de los Intérpretes cuya voz no he tenido la fortuna de oír y cuyos libros son mis únicas delicias.
- Lo veis? Qué vale vuestra esposa al lado de vuestros libros? Y dichosa aún si ocupara el segundo puesto!
- Tadea!
Con tal rudo acento fue proferido este grito, y de tan severa mirada fue acompañado, que la joven irguió su cuerpo y retrocedió un paso como deslumbrada por el relámpago y asustada con el fragor del trueno. Desapareció por un momento el encendido carmín de sus mejillas y al tiempo de asomar una lágrima en sus ojos exclamó: - Oh! no me miréis así. Vuestros ojos me obligan a bajar los míos, y bien pudiera arrostrar sus miradas protegida con el escudo de mi inocencia. ¿Qué exijo yo de vos más que ser vivamente amada? No es este el más santo, el más legitimo derecho de una esposa?
- Nadie te lo disputa.
- Recuerdo el día en que tomándome una mano la besasteis por vez primera, y sin más preliminares me propusisteis que trocara mi condición de pupila por un título más dulce y halagüeño. Vuestras palabras me cogieron de sorpresa, y mi lengua no acertaba a pronunciar las mías. Fue mi turbación un presagio siniestro? No lo sé; sólo sé que yo más candorosa que reflexiva no vi en aquella insinuación una súplica sino un mandato, y lo obedecí, porque era buena hija, porque os amaba como a padre, porque esperaba amaros como a tierno esposo. Oh! mis hermosas esperanzas! adonde habéis ido?
- Adonde suelen ir todas sus hermanas, todas esas hijas de una imaginación exaltada que no lleva por lastre la experiencia de la vida. Te atrevieras a decir que abusé de tu situación o de mi autoridad para poner asechanzas a tu libre albedrío?
- Me habíais esclavizado ya con vuestros beneficios, y no me quedaba más libertad que la de los ingratos.
- Y te arrepientes de no haberla aprovechado.
- Prefiero el ser desdichada ahora al haber sido entonces desagradecida. Tenía para con vos una deuda inmensa, y pongo al ciclo por testigo de que sentí una verdadera complacencia al ver que se me ofrecían la ocasión y los medios de satisfacerla. Pero si la voy satisfaciendo a costa de mi felicidad no soy tan insensible que pueda hacerlo sin consagrar una lágrima a mi triste destino.
- Triste en efecto porque compartes el mío.
- No deis una torcida interpretación a mis palabras. La pobre huérfana se creyó bastante dichosa al recibir vuestra mano porque esperaba que con ella poseería vuestro corazón; pero vos me alargasteis la una y os quedasteis con el otro, o si me lo disteis, me entregasteis un corazón tan frío como el de un cadáver. Esta frialdad es mi desesperación. Oh! yo no puedo vivir así. Si no habéis de amarme aborrecedme. Resistiré tal vez a vuestro desamor, a vuestro odio; pero a vuestra glacial indiferencia..!
- Qué locas aprensiones son las tuyas! Por ventura no existe el amor sino donde se manifiesta con extravagancias y transportes juveniles? Pobres mujeres que tomáis el ardor de la fiebre por el calor de la vida! Renegáis del árbol a cuya sombra os acogisteis porque en otoño no está cargado de pintadas flores. Como si el abril fuera eterno! Cuando te comprometiste a devolverme en mi ancianidad los cuidados que te había prestado en tu adolescencia, bien lo sabías, empezaban a blanquear mis cabellos.
E d‘ intorno al mio cor pensier gelati
Fatto avean quasi adamantino smalto,
como dijo mi excelente amigo Messer Francisco Petrarca. No parece sino que estás empapada en la lectura de sus versos y que has tomado por lo serio las exageraciones de los poetas. Tadea, no pretendas ser una Laura: conténtate con un suave y tranquilo afecto, conténtate con ser la mujer hacendosa que cuida de su casa y de su marido.
- Sí, de su marido que no tiene para ella ni una sonrisa fugitiva ni una mirada cariñosa, que le escasea sus palabras y le oculta sus pensamientos, que la confina al desierto de su retrete para quedarse él a solas con sus pergaminos y mamotretos. Si tanto preferís esta compañía, por qué me elegisteis a mí para compañera?
- Tienes celos de mis libros? A fé que son rivales inofensivos.
- Rivales que impiden la comunicación de vuestra alma con la mía, que se interponen entre dos corazones que debieran latir perfectamente unidos. Si no fuese por ellos, con quién mejor que conmigo pasaríais vuestras horas de soledad y de reposo? Y en la dulce expansión de íntimos coloquios no hallaríais un alivio depositando en mi pecho vuestros pesares?
- Los tengo yo por ventura?
- Los lleváis escritos en la frente, si bien con caracteres tan obscuros que me es imposible descifrarlos. Hablad de una vez. La espina que os atraviesa el corazón, es acaso el tardío arrepentimiento de haberme prometido un amor que no podíais darme?
- Si así fuera te daría lugar ni espacio a que me hostigaras con semejantes reconvenciones?
- Pues no siendo esta, qué otra pesadumbre debéis ocultar a vuestra esposa? Si sois vos mi natural consejero, no debo ser yo vuestra natural confidente?
No me habéis experimentado bastante para confiarme vuestros secretos?
- e d‘ altr‘ ómeri somma che da tuoi, decía Messer Francisco. No seas por demás curiosa: déjate llevar de la corriente de la vida, y déjame a mí penetrar en sus obscuridades y misterios. No recuerdas el pavoroso eclipse con que ha principiado el año? Siendo como es presagio infalible de alguna próxima calamidad, te ha de causar extrañeza que me entregue a prolongadas lecturas y sombrías meditaciones para adivinarla? No sabes que la ciencia posee la llave de tan profundos arcanos?
- Y para alcanzarla desdeñáis la llave de mi corazón.
- Y tú no comprendes la fuerza invencible, el atractivo misterioso de un don que nos eleva a la jerarquía de profetas, que nos anticipa las emociones, y que de conjetura en conjetura nos lleva hasta el punto de poder señalar, casi con el dedo, las cabezas que el cielo amenaza?
- De seguro no son la vuestra ni la mía. Son poco elevadas para blanco de sus iras.
- Tienes razón. Descuellan tan poco sobre las demás que se las puede confundir con las del vulgo. Y no, no era este el galardón que debía esperar de mis estudios y desvelos. No soy yo quien ha sepultado en la tierra su talento; pero, al gananciarlo, qué me ha producido? Razón tenía mi amigo cuando exclamaba: póvera e nuda vai, filosofía.
- No os abriga ese ropón lo bastante para defenderos del frío? Qué os falta para vivir tranquilo y dichoso?
- Sí, paz! tranquilidad! Qué fácilmente habláis de estas cosas! Vosotras las mujeres no tenéis más que un camino en la llanura, una senda más o menos sembrada de flores... o de abrojos; pero nosotros debemos abrir la nuestra en un pedregoso repecho, debemos trepar hasta la cumbre. Sólo allí se respira. ¿No han llegado a tu noticia las aclamaciones que tributa a Baldo su fanático auditorio? Si supieras el daño que causan a mis oídos! Pues qué, no soy yo digno de su reputación? Mis glosas y comentarios no valen bien los suyos? Pero él vive y enseña en Perusa, y aquí en Milán, quienes son los que medran? Quiénes los que levantan con orgullo su cabeza? Los que cuidan las trabillas de Bernabó, miserables guardianes de perros que se han hecho más temibles que los mismos Podestá de los pueblos. Y de qué sirve aquí el letrado inteligente, el fiel intérprete de la ley, el defensor del huérfano y del oprimido cuando las iniquidades y violencias se perpetran bajo la salvaguardia de los poderosos? Oh! no son estos los tiempos de Mateo el Grande, en que sólo en esta ciudad se contaban cien insignes jurisconsultos, rodeados del brillo que por su saber les correspondía.
- Tenéis ambición?
- Es la virtud de los hombres de corazón y de talento. Los honores, las dignidades, el poder, no son el justo estipendio de la probidad y de la ciencia? Yo los deseo... porque los merezco.
Y yo no deseaba más que amor porque merezco ser amada, estaba a punto de replicar la joven cuando advirtió en el dintel de la puerta la figura del franciscano, desembarazado ya de su báculo y alforjas, y la presencia de aquel
desconocido la obligó a salirse de la estancia, abriendo una puertecilla secreta que conducía a su alcoba por un obscuro pasadizo.
II.
Después de cerrar tras sí la puerta, adelantóse el fraile pausadamente, y llevándose la mano a la capilla, al tiempo que inclinaba la cabeza sin descubrirla, dijo:
- Bendito sea nuestro padre el santo de Asís, que me ha proporcionado la dicha de saludar a Messer Reginaldo, al gran jurisconsulto que dejará entre los milaneses un nombre tan esclarecido por su vasta sabiduría, como lo dejó el famoso Guillermo Pusterla por su rectitud y prudencia.
- Adulador estáis buen religioso. Sin duda venís a mí menos por limosna que por consejo; y en apurado trance debe de hallarse vuestro convento cuando preparáis las cuestiones con exordio tan lisonjero.
- Gracias a Dios han cesado las disensiones y rencillas que turbaban la quietud de nuestros claustros. Vengo de Pavía, y no he hecho más que repetir una de las frases que oí al Príncipe Juan Galeazo.
- Tratáis familiarmente al Conde de Virtudes?
- No pocas veces me ha cabido la honra de sentarme a su mesa.
- Que, según mis noticias, se parece muy poco a la del rico Epulón.
- Es que el Príncipe se acomoda al género de vida de sus comensales, que los más días son pobres religiosos.
- Y apostaría a que ellos no se lo agradecen. Para no salirse de su pan nuestro de cada día tanto les valiera convidar al Príncipe a tomar un puesto en su refectorio.
- Y esto sucede a menudo.
- Entonces debéis de agasajarle...
- Como si fuera uno de nuestros hermanos que tuviese hecho voto de pobreza.
- Opíparo banquete! Para quien apenas ha cumplido los treinta años, y siente arder en sus venas la sangre de los Visconti, no es poco mostrarse tan aficionado a vulgares guisos y mal condimentadas legumbres. Se conoce que ha nacido con el paladar plebeyo, o que tiene mucho miedo
al terzo cerchio della piova
Eterna, maladetta, fredda e greve,
y que no quiere condenarse per la dannosa colpa della gola.
- La templanza es una de las virtudes cardinales.
- También lo es la fortaleza.
- Y pensáis que Juan Galeazo se halla destituido de prendas militares?
- Pienso que este es el juicio que de él ha formado su tío Bernabó.
- De manera que le tomáis también por un príncipe débil y apocado, continuó el fraile.
- Rodeado como está siempre de clérigos y religiosos más bien que de capitanes y gente de guerra, acostumbrado a visitar más las iglesias que los campamentos, dejándose ver con más frecuencia arrodillado ante los altares que montado en un corcel de batalla, natural es suponer que mejor que una corona le sentaría una cogulla.
- Y mucho más natural para el que desease echar mano a esa corona, y dejar a su legítimo dueño encerrado en un monasterio.
- O quizás en una jaula de madera como aconteció al pobre marqués de Monferrato.
- Las vicisitudes de este mundo nos exponen a tan dolorosas situaciones. Por eso el Conde de Virtudes...
- No tiene bastante con las de Conde y aspira a las de santo, dijo interrumpiéndole el jurisconsulto.
- Es un dechado de todas. Para mí tengo que fue inspiración de lo alto el condecorarle con ese título cuando casó por primera vez con una hija del Rey de Francia.
- Alto honor que a muy alto precio pagaron los milaneses. Pero si de virtudes quiere ser modelo, valdría más que resplandeciese con las propias de un rey que con las de humilde cenobita. A medias habrá leído el evangelio si cree que puede contentarse con la sencillez de la paloma.
- Para no olvidarse de que es necesaria la prudencia de la serpiente basta ser Visconti, repuso el fraile.
- En efecto, la serpiente es el blasón de su escudo, su símbolo nobiliario, y cuenta que algunas veces ha llegado hasta morder al águila imperial.
- Bernabó ha sido un formidable guerrero, no hay que negarlo; pero algo le habrán quebrantado ya sus muchos años y su extremada afición a los deleites de la carne. Juan Galeazo, ya lo veis, tiene fijos sus pensamientos en el cielo.
- Bueno es pensar en el cielo, pero no sería malo que pensase un poco más en la tierra.
- Para qué?
- Para no dejar abandonada a su ciudad de Milán.
- La gobierna su tío y suegro, cuya soberana autoridad es de todos respetuosamente acatada.
- Pero el dominio supremo corresponde por mitad al yerno y sobrino, como heredero legitimo de su padre Galeazo.
- Soy lego para entrometerme en esas cuestiones de derecho. El tío manda aquí como señor único y absoluto.
- Harto lo sabemos! exclamó el letrado.
- Pues teniendo un príncipe tan excelente...
- Cuidado, fraile con ese tonillo, que si Messer Bernabó llegara a comprender la ironía...
- Pues qué? no le honráis con el dictado de excelentísimo? Qué pudiera sucederme?
- Que mandase taladraros los labios con un hierro candente, sin que os valiera el sayal, como tampoco pudo valer a otro infeliz para que le respetasen las orejas.
- Tan cruel e inhumano os atrevéis a suponerle?
- Hermano, mi cabeza está muy bien sobre mis hombros. Venís a tentarme!
- Soy por ventura Satanás disfrazado? Rociadme con agua bendita a ver si tengo miedo al hisopo. Lo que digo es que si Messer Bernabó fuera capaz de arrojarse a tan sacrílegos excesos...
- Muy metidito debéis de estar en vuestra celda. Qué bien os vendría aquello de: tu solus peregrinus es in Jerusalem!
- Vos le detuvierais en su mal camino.
- Yo? Ni las fuerzas de Uberto de la Cruz, que cogía por las riendas a un caballo desbocado y le obligaba a pararse de repente.
- Vuestra elocuencia es más poderosa. Qué de veces me lo ha dicho el Conde de Virtudes! Cuántas me ha manifestado su vivísimo deseo de teneros a su lado!
- Por qué, pues, no me llama?
- Y si fuese yo el mensajero?
- Ah! quiere que traslade mi residencia a Pavía? Quiere ponerme al frente de la universidad que fundó su padre? Yo era uno de sus amigos.
- Lo sabe el Conde, y sabe también que estos amigos son los más dispuestos y leales.
- Por fin se presta el cielo a mis designios. Podré desde la cátedra enseñar al mundo el fruto de mis largas vigilias. Podré eclipsar a Baldo con mis lecciones.
- Dejad a Baldo que adiestre una turba de rapaces para esos combates mujeriles donde se aguza la lengua y queda envainado el acero. Vos no habéis de tener más que un discípulo, y este será Juan Galeazo.
- Y qué me ordena?
- Que leáis esta carta, y escribáis al pie una contestación decisiva.
Mientras que esto decía el fraile sacó de la manga un pergamino cuyas dobleces defendía un sello, y entregándolo al jurisconsulto se puso a mirarle fijamente, como para que no se le escapase ninguna de las alteraciones que iba a producir en su fisonomía. Muy lisonjeras debían de ser las primeras frases puesto que se traslucía la interior satisfacción del que las estaba leyendo; pero, según parece, tragado el cebo le picó el anzuelo, puesto que a las últimas líneas se le anubló el rostro y con mal seguro acento exclamó:
- Es una conspiración!
- No digo que no lo sea, repuso el otro con tanta frialdad y sosiego, como si pretendiera, dar mayor relieve a la turbación y azoramiento de su interlocutor. Tened a bien continuar la lectura.
- Estáis en el secreto de esta misiva? preguntó el letrado después de pasear por ella sus ojos.
- Soy uno de los conspiradores.
- Y pretendéis que me asocie a vuestros designios?
- Respeto vuestra libertad; sólo que me tomaré la de recordaros aquel sagrado texto: qui non est mecum contra me est.
- Me amenazáis a mí que pudiera perderos?
- Hiciérais mal cuando sólo trato de ganaros.
- No habéis previsto los obstáculos inmensos...
- Que excitan el deseo de allanarlos.
- Horrible destino os aguarda si sois vencidos. Lo habéis considerado?
- Magnífica recompensa os espera si triunfamos. Lo habéis leído?
- Pero el gobierno de Bernabó...
- Le llamáis gobierno o tiranía?
- Hace poco que dudabais de ella, dijo el letrado.
- Os permito que dudéis de tales dudas.
- Su trono ha echado profundas raíces.
- Profundas son también las de una vieja encina, y la derriba el soplo de los vientos.
- Treinta años van a cumplirse desde que tiene a los milaneses sometidos a su coyunda.
- Más impacientes se hallarán de sacudirla.
- Sin embargo las prescripciones legales...
- Se trata, como decíais, de una conspiración, no de un pleito.
- Dejadme examinar antes la justicia de vuestra empresa.
- Trabajo enteramente inútil cuando estamos resueltos a llevarla a cabo.
- Y de qué puedo serviros yo que no manejo el acero?
- Manejáis la lengua, tenéis el prestigio del talento, y podéis atraernos multitud de partidarios.
- Y si la razón no está de vuestra parte?
- Encontraréis argumentos especiosos que nos valdrán tanto como aquella.
- Y he de cohonestar que un sobrino se levante contra su tío?
- Os parece mejor que un tío conspire contra su sobrino?
- Un mancebo en la flor de su edad contra un anciano que ya tiene un pie en el sepulcro?
- Y sin embargo confía en que otros más jóvenes han de precederle en esa lúgubre estancia. No ha llegado a vuestros oídos un rumor sordo, parecido al de una serpiente que se desliza entre la yerba? Un rumor que hace correr el frío por las venas y erizar los cabellos de espanto? No habéis oído hablar en voz baja, muy baja, de cierto padre desnaturalizado que con infernales sugestiones trataba de inducir a una hija suya a que, valiéndose del puñal o del veneno, diese alevosa muerte a su propio marido?
- Por venganza?
- No; por codicia. Para apoderarse de los bienes y Estados de su legítimo yerno, y repartirlos entre un enjambre famélico de bastardos.
- Esto rayaría en lo sublime de la perversidad humana.
- Afortunadamente la princesa Catalina no ha consentido en ser digna hija de Bernabó, y ha preferido ser digna esposa de Juan Galeazo. Pero existiendo la mano creéis que ha de faltar el instrumento?
- Quizás no existan semejantes propósitos más que en alguna imaginación hostigada por los recelos. El temor hace ver extrañas visiones.
- Me tomáis a mí por un fabricante de imposturas?
- No he dicho que ese temor carezca de todo fundamento. Es posible que sea verdad lo que habéis referido; pero también es posible que sean calumniosas imputaciones, rumores esparcidos adrede para facilitar el camino, y preparar
la justificación de posteriores acontecimientos.
- El éxito es quien los justifica, y nosotros lo esperamos dichoso.
- Cortemos esta conversación que es sumamente peligrosa, dijo el letrado que se hallaba pisando espinas, aguijoneado de una parte por la ambición, y de otra refrenado por el miedo. Tomaré mis precauciones, y dentro de pocas semanas
estaré en Pavía.
- Molestia que podéis ahorraros, replicó el fraile con esa estudiada calma que no le había abandonado ni un momento. Lo que diríais de palabra al Conde de Virtudes decídselo por escrito.
- Por escrito! Sería el colmo de la imprudencia.
- Eso según el punto de vista desde donde se mira. Desde el nuestro es una garantía que la prudencia exige.
- Y no veis que yo no escribiría dos letras aun cuando me entregase al Conde en cuerpo y alma.
- Y aún no le bastaría así. Es preciso que os entreguéis atado de pies y manos.
- Y partidarios busca el Conde empezando por mostrarse con ellos tan suspicaz y receloso?
- Será que en vuestra edad madura no conozcáis todavía a los hombres?
De qué os sirve revolver páginas manuscritas si no habéis aprendido a leer en ese libro misterioso que se llama corazón humano? Tantos alardes de sagacidad para penetrar en la mente de antiguos legisladores y jurisconsultos, de quienes no existe ya ni siquiera el polvo de sus huesos, y tanta dificultad en comprender las exigencias de la situación en que vuestra buena o mala fortuna os ha colocado! Habéis andado mucho para retroceder, y sin embargo os dejo expedito el camino; mas no contéis con ser nuestro compañero el día de la victoria no habiendo querido serlo en el día del peligro.
- Escribir! Es así como se lleva adelante una conspiración?
Exponerme a que Bernabó se asegure de mi participación en esa trama, leyendo mi nombre, viendo mi letra!
- Y la verá sin duda, si hacéis traición a Juan Galeazo. Estáis todavía en la creencia de que al Conde de Virtudes no le falta más que la cogulla para ser un monje?
- Ah! no. Ya veo que tiene más de raposa que de paloma.
- Y la raposa triunfará del jabalí. El Conde no conspira a la buena de Dios, no urde una tela tan peligrosa sin tener bien atados todos los hilos, no se arriesga a tontas y a locas exponiéndose a que un momento de vacilación, de flojedad o de arrepentimiento, derrumbe la máquina de sus proyectos con tanta sagacidad y perseverancia construida. En nuestro campo no habrá ningún Judas, os lo aseguro, porque si lo hubiere él mismo se habrá fabricado el cordel que ha de estrangularle. Y bien librado saldrá si la horca es todo su castigo.
- Pero me creéis a mí tan ligero, tan imbécil, tan ciegamente confiado que, aun cuando escribiese, pusiera documentos de tal importancia en manos de un desconocido? Quién sois vos?
En vez de la sencilla y categórica respuesta que tal pregunta exigía, dirigióse el fraile al lienzo de pared en que se veían colgadas algunas armas y las diversas piezas de una competa armadura. No comprendiendo la razón de este brusco movimiento, levantóse también Messer Reginaldo, y alargando precipitadamente el brazo desenvainó una daga con la cual se puso en actitud de defensa. Sonriéndose quizás interiormente el bueno del fraile avanzó sin despegar sus labios, despojóse de sus hábitos religiosos, y después de endosarse una cota de malta y ceñirse una larga espada, se encasquetó el yelmo con la facilidad y soltura de quien estaba acostumbrado a llevarlo. Alzando luego la visera, y tomando una postura que tenía algo de teatral y afectada, se plantó delante del atónito jurisconsulto que mirándole ahincadamente buscaba en su memoria los recuerdos de aquella fisonomía.
- Giacomo! Del Verme! exclamó al cabo de un rato, y cayéndosele el arma de la mano rodeó con sus brazos el cuello del ex-fraile, de improviso transformado en uno de los más bravos capitanes de aquella época. Cuánto tiempo hace que no te había visto! Dime...
- Escribir es lo que ahora importa.
- Contigo hasta las puertas del infierno.
- Y más allá si es preciso.
Visos de semejanza con los que engañaron al cuervo de la fábula, tenían los elogios hábilmente esparcidos en la carta de propio puño con que el Conde de Virtudes lisonjeaba la vanidad al paso que estimulaba la ambición del jurisconsulto. Para quien tan satisfecho estaba de sus talentos, y tan quejoso de la obscuridad que los envolvía, tentación y no floja habían de ser el humo del incienso y la perspectiva de una brillante recompensa. Sin descorrer del todo el artificioso velo que desde largo tiempo encubría los secretos de su corazón, explicábase de tal manera el Conde que no se necesitaban ojos de lince para columbrarlos. Con frases ambiguas, con reticencias calculadas daba pie a las más atrevidas interpretaciones. Manifestábase condolido de las insoportables vejaciones que sufrían sus queridos milaneses, y esperaba de ellos que corresponderían a su entrañable afecto. En sus manos estaba que para ellos luciesen mejores días, puesto que él no vacilaba en sacrificarles el sosiego de una vida entregada al ejercicio de las prácticas religiosas. Escrúpulos de conciencia, que no sed de temporales grandezas, le hostigaban con el recuerdo del abandono en que yacían sus legítimos derechos: ¿le era lícito continuar así, cubriendo su desidia con el manto del respeto que debía a su poderoso suegro? Decorábase este con el título de Vicario imperial, por haberle hecho merced el César Carlos IV al ceñirse la corona de hierro; pero el mismo título había conferido a su padre Galeazo. Tocaba a su tío el dominio de la parte oriental de Milán; pero poco a poco lo había extendido hasta arrebatarle la parte que mira al occidente. ¿Seríale más meritorio sufrir con resignación este despojo, o bien estaba obligado en conciencia a reclamar lo que según derecho le correspondía? Estas dudas las sometía al claro discernimiento del legista, y estrechábale a que le declarase explícitamente, si en el caso de inevitables conflictos tendría en él un auxiliar activo además de un consejero ilustrado.
Sobre este punto parecía aborrecer de muerte los efugios, vaguedades y circunloquios de que era su carta no despreciable modelo.
De buenas a primeras comprendió Messer Reginaldo que la ostentosa piedad, y la fama del mujeril apocamiento de Juan Galeazo, no eran más que una hábil estratagema para ocultar pérfidas maquinaciones y adormecer la suspicacia de su tío. Poco tardó en comprender que a fuerza de trabajos subterráneos se hallaba sordamente minada la prepotencia del terrible anciano, y que nada tendría de asombroso que el día menos pensado amaneciera derrocada. Se le brindaba a tomar parte en el riesgo de esta empresa, y se le seducía con halagüeñas esperanzas de recoger frutos más óptimos que los que habían sido el blanco de sus miras ambiciosas. Hasta entonces sus deseos se habían limitado a brillar en las universidades de Italia, a compartir la celebridad de Bartolomé de Vulpis de Padua, a sobreponerse a la reputación de Baldo de Perusa, y ahora se le dejaba entrever la posibilidad de ocupar uno de los más elevados puestos en la dirección y gobierno de un Estado poderoso. Pero, y si se rompía un solo hilo de la trama urdida? Si se escapaba un átomo sólo de aquella confección venenosa? Él no era hombre de tanta serenidad y arrojo que no sintiese flaquear sus piernas al contemplarse a la orilla del precipicio. Para transigir con su conciencia hallábase pasablemente dispuesto; pero con Bernabó, cómo se transigía? No bastaba llegar a serle sospechoso para que le mandase quemar como a hereje? La sola vista del sayal franciscano bastaba para traerle a la memoria el trágico fin de dos infelices minoritas que osaron invocar los fueros de la humanidad y de la justicia. Bien podía Bernabó competir con Dante Alighieri, siendo como era capaz de hacer ejecutar en cuerpos vivientes los suplicios que imaginara el gran poeta en la región de los finados. No era pues lealtad sino miedo, un miedo sobradamente justificado, lo que había hecho vacilar a Messer Reginaldo. Teníalo de enfrascarse en situaciones no menos peligrosas que las estupendas y fantásticas aventuras con que entonces empezaban a solazar el ánimo de sus lectores los primeros libros de caballerías.
Harto dura en efecto era la condición de suscribir un documento que tan abiertamente le comprometía. Poner en él una letra sola equivalía a firmar su nombre en una lista de conjurados. Mas cuando vio que el brazo, sino el alma, de la conspiración era su antiguo conocido Giacomo del Verme, cesaron como por encanto sus temores y perplejidades. Tenía fé en la estrella de su amigo, y dióle en el corazón que de seguro llegaría a buen puerto la nave que tan diestro piloto dirigía. Podían más en su espíritu los presentimientos que las reflexiones, y para robustecer su confianza cabalmente pasó como un relámpago por su memoria el recuerdo del eclipse cuya significación misteriosa no había aún desentrañado. Y cual otra podía ser más que el Mane, Thecel, Phares escrito por la mano de Dios en los muros del empíreo, contra el impío Balthasar que se burlara tantas veces de la justicia del cielo y de los anatemas de la Iglesia? Con tal seguridad contaba ya con el triunfo como si estuviese oyendo el repique de las campanas, y el estrépito de los atabales y clarines. Llena su memoria de citas del laureado poeta, y confundiendo, como harto a menudo sucede, los intereses de la patria con sus personales intereses, volvió a la mesa recitando a media voz
Dunque ora e‘l tempo da ritrarre il collo
Dal giogo antico, e da squarciare il velo
Ch‘e stato avvolto intorno agli occhi nostri.
Sentado ya tomó la pluma, y con toda la sagacidad y pulso que tal negocio requería, en el pergamino mismo del Conde le escribió una larga contestación en que, a vueltas de lisonjeras frases y hábiles rodeos, le expresaba su gratitud, y le ofrecía sus servicios para coadyuvar a los santos fines de tan cristiana empresa. Del Verme entretanto vuelto a su disfraz y sentado en un taburete no le perdía un punto de vista, aunque echada la capilla hasta los ojos parecía ocuparse en la lectura de un libro que sacó de la manga. Cualquier extraño hubiera dicho que le absorbía alguna meditación piadosa. Y no pecaba de nimiamente precavido con aquel disimulo, puesto que después de un largo espacio de no interrumpido silencio, abrióse de improviso la puerta principal y entró casi saltando de gozo la esposa del letrado, seguida de un joven cuyos años no excederían de mucho a los veinte, y cuyos arreos militares daban no poco realce a su natural gallardía.
- No creía que fuesen tan eficaces mis pobres oraciones, exclamaba aquella dirigiéndose a su marido; pero reparando en el fraile moderó su acento, y continuó: No sabía que estuvieseis acompañado; aunque a decir verdad tampoco me pesa de tener testigos de las albricias que vengo a pediros.
Ni el menor movimiento de atención o de sorpresa distrajo al legista de la tarea que estaba a punto de concluir, hasta que escrita la última letra levantó la cabeza, y dijo:
- Qué es esto?
- Una nueva tan agradable como inesperada, respondió su esposa. El Vicario Imperial no ha querido que la república siguiese privada por más tiempo del caudal de vuestros conocimientos. Estáis elegido Podestá de los mercaderes, y mañana mismo pasareis a la casa de la Pretoria a recibir la vara de esa magistratura.
- Y a prestar el juramento de fidelidad y homenaje, añadió el gallardo mensajero.
Quedóse el letrado profundamente pensativo. Hallábase de golpe en una de las encrucijadas de la vida teniendo que escoger entre dos opuestos caminos, que prometían ambos conducirle a florido vergel, y podían ambos a dos llevarle a fatal despeñadero. Se le ofrecía una realidad que podía ser efímera, se le tentaba con una esperanza que podía ser engañosa. Verdad es que había ya sucumbido a la tentación; mas todavía se hallaba a tiempo de arrepentirse. En aquel momento estaba en su mano la suerte del Milanesado: de una palabra, de un gesto, de un acto de su voluntad dependía el consolidar por largo tiempo el trono de Bernabó, y granjearse las más vivas demostraciones de su gratitud, si es que en tal pecho cupiese el agradecimiento.
Y esto era lo que temía el fingido religioso, cuya situación no era por cierto más apetecible que la del jurisconsulto. Pendientes de un hilo quebradizo se hallaba entonces su vida, y algo más que su vida, el éxito de una arriesgada empresa, que era la piedra angular del edificio de inmarcesibles glorias que en su mente había levantado. Por la voz había conocido al mensajero, de cuya decisión y bravura no le era posible abrigar la más leve duda. Era Ugolino Porro, íntimo amigo de los hijos de Bernabó, y cercano deudo de la hermosa Dominica, o Domnina, que en ilegítimos lazos traía aprisionado el corazón del lúbrico anciano. Mancebo de recios puños tenía además de su parte la ventaja del campo y de las armas. Tampoco era para menospreciada la atlética estatura del letrado, y mucho menos la presencia de aquella mujer que podía a gritos reclamar socorro en el caso de una lucha desesperada. Todo lo calculó en un momento Del Verme, y sin embargo, ni sus ojos pestañearon, ni sus mejillas palidecieron, ni una gota de su sangre corrió con más precipitación por sus venas: continuó al parecer absorbido (absorto) en su lectura como si le fuera del todo indiferente la resolución que iba a tomar el jurisconsulto. No hizo más que pasar el libro a su mano izquierda, y con toda disimulación y cautela introducir su derecha por una abertura de la túnica, con el objeto sin duda de coger alguna cosa que no estaría muy en consonancia con el hábito religioso. Conociendo empero que la prudencia debía sobreponerse al denuedo, y cuanto urgía salir de aquella posición tan crítica como embarazosa, se levantó y con afectado encogimiento:
- Messer Reginaldo, le dijo, es hora de retirarme al convento. Si me hicieseis la merced de entregarme vuestra contestación a la consulta que el padre guardián os ha dirigido...
Compararse pudiera la súbita conmoción que experimentaron los nervios del jurista al oír la voz del seudo religioso, con la de asustadiza doncella a quien sorprendía el tiro de una bombarda, máquina entonces de invención reciente.
Recobrada empero la seriedad y reposo de su grave aspecto cogió el pergamino, y después de ponerlo bajo la salvaguardia de un sello, dijo al que estaba en ademán de recibirlo:
- Si no mienten mis conjeturas sois tan juicioso moralista como teólogo consumado, y tendría en mucha estima que me ilustrarais con vuestros consejos. Vuestro prelado me consulta en materias de derecho, y bien puedo consultaros a vos en materias de conciencia.
- Padecéis dé escrúpulos?
- No es enfermedad a que me sienta muy propenso, sin embargo persígueme ahora una duda que me trae algún tanto inquieto y perturbado. ¿Cuáles son mis merecimientos para que el magnifico Vicario Imperial me confiera tan elevado puesto? Cuáles mis luces para desempeñar con acierto tan espinoso cargo? Sentarse en un tribunal no es lo mismo que sentarse en una cátedra. La ciencia abstracta que se aprende en los libros es incompleta sin la experiencia que da
el trato y comercio de los hombres. Y yo, vos lo sabéis, vivo tan metido en mi soledad, tan apartado del bullicio del mundo! Qué os parece? Puedo en conciencia valerme de la confianza que en mí se deposita? Puedo aceptar la honra que se me ofrece?
Este arranque de falsa humildad le atrajo una mirada burlona y despreciativa de parte del mensajero, y otra de vago recelo y profunda extrañeza de parte de su esposa.
- No solamente podéis sino que debéis aceptarla. No llevéis sobrado lejos la modestia, que podría haceros sospechoso de ingratitud y falta de respeto. Quién os ha hecho juez de vuestra propia idoneidad? Habéis leído vuestro horóscopo para saber que no estáis destinado a ser con el tiempo la antorcha, el oráculo, el vicegerente de la autoridad suprema? Tengo como un presentimiento de que en breve seréis, después del muy magnífico y excelente príncipe el Vicario Imperial, la persona más respetable de ese vasto señorío.
Estad de buen ánimo, subid al puesto que se os ha señalado; pero cuidad de que en su altura no se os vaya la cabeza. Recordad que existe un poder invisible apercibido a levantar a los humildes y derrocar a los soberbios. Vuestra especial magistratura va a poneros en relación inmediata con una infinidad de gentes: vais a ser el dispensador de la justicia, el árbitro que dirima las contiendas que se susciten entre mercaderes y artesanos, vais a conquistar un poderoso influjo entre los que tejiendo el lino o la seda, labrando la piedra o el acero, cincelando el oro o la plata acumulan para el Estado gloria, prosperidad y opulencia. Despertad en sus corazones generosos sentimientos, para que no antepongan los bienes que disfrutan a su propia salvación. En fin servid bien a la patria, que Messer Bernabó no os hará esperar mucho la recompensa, y no olvidéis nunca las obligaciones que en este día habéis contraído.
- Decid al Vicario Imperial que disponga de mí como de su vasallo más respetuoso, y que pasaré a manifestarle mi gratitud y mi obediencia, dijo el letrado dirigiéndose al mensajero, quien tomó la puerta después de haber saludado cortésmente, y lo propio hizo Del Verme recogido que hubo el precioso pergamino.
El asentimiento del jurista a los ambiciosos proyectos de Juan Galeazo se hallaba ya recargado con las tintas más negras de traición y alevosía. Solo ya con su consorte exclamó esta:
- Sois un enigma para mí, y a fé que el fraile no es menos misterios. No comprendo cómo encajan tan bien sus aficiones de soldado con sus estudios de teología.
- De soldado? Por qué lo dices? prorrumpió el legista, disimulando cuanto pudo su turbación y azoramiento.
- Pues quién sino él se ha entretenido en descolgar esas armas que ni siquiera ha sabido volver a su puesto?
- Le conoces por ventura?
- No sé que nunca le hubiese visto, y para mí tenía más traza de lego que de predicador tan elocuente.
- El caso que me ha propuesto es algo intrincado y necesita largas meditaciones. - Tráeme el segundo volumen de Bartolo y déjame un rato a solas.
- Siempre lo mismo! murmuró la esposa ofendida de aquella sequedad y desabrimiento, y fuera ya de la estancia añadió: Plegue al cielo que después de haberla anhelado en valde no llegue a serme odiosa vuestra compañía!
III.
Y por qué esta exclamación de la hermosa joven, cual si después de echar una mirada de tristeza a su pasado levantase una temblorosa mirada a su porvenir? Qué presagios de borrasca descubría en su horizonte? Qué nubecilla, parecida a la del profeta, ocultaba en su pequeñez amagos de tempestuoso aguacero? Para quien ni tenía, ni codiciaba más vida que la del corazón, ¿cuál era el motivo de temer que se agitara de improviso la soñolienta atmósfera que lo circuía? Qué influjo habían de ejercer en ella ni los futuros honores, ni las prolijas ocupaciones de su marido? Sería este más inaccesible en el tribunal de lo que en su gabinete de estudio lo había sido? Arrugaría más su entrecejo la ambición satisfecha que la ambición comprimida? De dónde, pues, procedían los recelos de Tadea, para manifestarse temerosa de que sus domésticos pesares adquiriesen mayores y más graves proporciones?
Durante el corto espacio de tiempo en que el gallardo mensajero de Bernabó estuvo aguardando la contestación del jurisperito, por tres distintas veces se había sorprendido a sí misma clavando en el mancebo una mirada sobradamente complacida. Efecto de la casualidad pudo ser la primera, y achacarse la segunda a curiosidad quizás excesiva; mas para disculpar la tercera necesitaba ya Tadea engañarse a sí misma. Como púdica y fiel consorte inclinó los ojos al suelo, y advirtió que estaba resistiendo al impulso de levantarlos de nuevo. No le asustó como debiera su peligro, pero comprendió que era una amenaza dirigida a su pecho la varonil belleza de Ugolino.
No se había engañado: a solas en su retrete (lugar retirado; retrete en épocas posteriores significa WC, baño) se veía de continuo perseguida por esta imagen, que apartada de los ojos se dejaba ver con el pensamiento, y en vez de resistirse al importuno asedio tratábala con cierto agasajo, cual si fuese una amiga que viniera a visitarla. Parecíale entonces su soledad menos tediosa, sus horas menos lentas, menos digno de lástima su abandono. Sin propósito deliberado entreteníase en viajar por el país de las ilusiones, y esforzábase en atenuar su culpa, las veces que volviendo en sí la reconocía. Confiada en que su virtud podía hacer frente a las más rudas tentaciones, sentía a veces una especie de gusto en presenciar la naciente lucha de su corazón y de su conciencia. Peligroso era tal espectáculo; pero se creía resguardada por un muro de bronce, y ni por asomos dudaba de alcanzar cuando quisiese una victoria definitiva. Así iba germinando la fatal semilla, caída en un terreno preparado por falta de cultivo: y así también iba tomando creces en el pecho de Tadea un sentimiento de repulsión a su marido. Empezaba a calificar de pueril exigencia el vehemente afán con que había codiciado su afecto, empezaba a desazonarse por haber cedido a los arranques del agradecimiento, empezaba a tenerse por muy desgraciada exagerando las quiméricas proporciones de una felicidad imposible.
Desgraciadamente a Messer Reginaldo le traían de sobra ocupado sus funciones de juez, y sus manejos de conspirador, para acudir al socorro de la inexperta joven, que paso a paso avanzaba por una senda cuyo funesto declive no advertía. Más adusto, más ensimismado que nunca, no había cambiado de carácter cambiando su género de vida. No pasaba ya largas horas en su gabinete, a solas con sus libros, sino con personas desconocidas que cerraban cuidadosamente la puerta, salía de noche sin saberse a donde iba, recibía cartas que leídas arrojaba al fuego, y escribía otras que se llevaban mensajeros de extraña catadura. A la natural perspicacia de Tadea no podía sustraerse una actividad tan desusada, y que hacía más sospechosa el aumento de reserva, y las preguntas que la curiosidad puso en su boca sólo obtuvieron respuestas enigmáticas cuando no desabridas. Este despego exacerbaba su pasión al mismo tiempo que la ponía recelosa, y vislumbrando la existencia de un grave arcano sin poder adivinar su naturaleza, de conjetura en conjetura se le fijó en el pensamiento que la visita de aquel misterioso fraile entraba por algo en la mudanza de su marido. En esto llegaron los postreros días de abril, corazón de la primavera, que transforma en vasto jardín los campos cisalpinos, y como si el cielo se hubiese arrepentido de engalanarlos con tanto lujo de flores y hermosura, una tempestad asoladora descargó su furia sobre Milán y sus cercanías. Por entre sus elevadas torres, y lamiendo sus techados, se retorcía el rayo, a guisa de culebra por entre los tallos de la yerba, y un trueno incesante rugió desde el principio hasta el fin de la tormenta. Sosegados ya los vientos, disipadas las nubes y resplandeciente otra vez el sol, discurría Messer Reginaldo acerca de tan violenta perturbación atmosférica atribuyendo sus estragos a la conjunción de tres planetas, fenómeno que se verificaba en aquellos días, y que según él no podía menos de ejercer un pernicioso influjo en las regiones sublunares. Para inquirir su profético significado acudía a las reglas y combinaciones de la astrología judiciaria cuando un mensaje inesperado le obligó a dirigirse al palacio del Vicario Imperial.
Hallóle, si no profundamente conmovido, con cierto aire al menos de inquietud y zozobra que bastó al jurisconsulto para dominar la que en su pecho había producido aquel desusado llamamiento. El tigre no enseñaba ni sus garras ni sus dientes, y se le acercó dando a la cautela cuanto cercenaba al miedo. En su ancha y rugosa frente, vivaces ojos, nariz aguileña, delgados labios, bipartida y canosa barba, en su largo y enjuto rostro, encuadrado en un capuchón aforrado de martas cebellinas, dejábase traslucir como una ligerísima sombra que templaba la dureza de su fisonomía. No era solamente el peso de trece lustros el que entonces parecía haber quebrantado la ferocidad y arrogancia del que en ningún tiempo había encontrado, ni en la tierra ni el cielo, quien impusiera un freno a sus indómitas pasiones. Aquel era todavía Bernabó; mas no ya del todo parecido al que un día llamó al arzobispo Roberto, y a presencia de sus áulicos y guerreros le trató como si fuese el más abyecto de sus vasallos. “Arrodíllate ahí, bribón, le dijo: No sabes, menguado, que yo soy el Papa, y el Emperador, y el señor absoluto en todas mis tierras? No sabes que ni el Emperador, ni Dios mismo, puede hacer en mis tierras sino lo que a mí se me antoja, o lo que yo permito que haga?” Menos soberbio ahora, y poseído de un terror supersticioso se encaró con el letrado y le dijo:
- No tratéis de engañarme que podría saliros muy cara la treta. Todavía tengo el poder en mis manos: todavía se halla en pie la casa de los Visconti. Quiénes son, decídmelo, quiénes son los que aspiran a derrocarla?
- Y por dónde queréis que me hayan llegado noticias de pretensión tan descabellada?
- Pues qué? la ciencia es un nombre vano? Revolvéis libros, estudiáis las virtudes de las plantas, examináis el curso de los astros, y os quedáis tan a obscuras como el vulgo de las gentes! De qué sirve enteraros de lo que sucedió ayer si ni siquiera podéis adivinar lo que ocurrirá mañana?
- La ciencia hace brotar la luz en medio de las tinieblas; pero necesita premisas para deducir consecuencias. Presentadme datos en que fundar siquiera mis conjeturas.
- Tengo enemigos.
- Sois el príncipe más poderoso de Italia, y quisiérais no ser temido ni ser envidiado?
- Intentan alzar la cabeza.
- Mal avenidos están con ella. Antes de levantarla al nivel de la vuestra tropezarán con algo que la derribe de sus hombros.
- Maquinan a la sombra.
- Juego de niños en que se entretienen tal vez el despecho y la impotencia. Dejad estos cuidados al verdugo.
- Y si me armasen un lazo?
- Serían cogidos en él. Juzgáis mal a vuestros enemigos; tienen menos corazón, y mas prudencia.
- Oh mi trono de Milán! Lo defenderé hasta con mis dientes.
- Y sobra con ellos. Vuestro nombre es un muro de bronce que lo rodea. Vuestro antecesor y tío empuñó el acero con su diestra diciendo que con él defendería la cruz arzobispal que tenía asida con su mano izquierda. Vos, señor, no necesitáis tanto. Una mirada vuestra basta para ahuyentar a vuestros enemigos, para infundirles el temor che‘l sangue vago per le vene agghiaccia, como dice el Petrarca.
- Si yo supiera quienes son! exclamó el Vicario Imperial apretando los puños.
- Serán por ventura los genoveses? No los temáis! hasta que traigan en hombros sus naves para escalar con ellas los muros de Milán. Los venecianos? Sería de ver un combate entre esas anguilas salidas de sus pantanos y la serpiente de los Visconti. Teméis al Pontífice romano? Harto tiene en qué pensar con las pretensiones del antipapa de Aviñón y las proposiciones de Messer Bartolino de Plasencia. Acaso pueden inspiraros algún recelo esos pequeños príncipes cuya jurisdicción se extiende a unas cuantas aranzadas de tierra? Los más son vuestros amigos y confederados, y les tenéis ligados
con los vínculos de la sangre. Si no fueseis el más poderoso por la extensión de vuestros dominios lo seríais por la multitud de vuestras alianzas.
- Y Juan Galeazo?
- Ah! sí. Este pretende arrebataros...
- Lo sabéis?
- Perdonad. No es el trono de Milán a lo que aspira. Como buen arquero asesta sus tiros a un blanco más elevado. Lo que pretende arrebataros es la silla que os corresponde en el cielo.
La terrible mirada de Bernabó nada hizo perder de su aplomo al taimado jurisconsulto.
- Ya sabéis, prosiguió este, que ese Wiclef, ese novador inglés, ha salido ahora con la patraña de que cada hombre tiene dos almas: pues a mí se me figura que el Conde de Virtudes ha dado en la manía de que él tiene tres almas, y se empeña en salvar las tres a toda costa.
Sonrióse Bernabó de la ocurrencia, y esto era lo que su interlocutor deseaba.
- Pero, es posible que la sangre de los Visconti haya degenerado tanto en sus venas? Si yo tuviera sus treinta años!
- No rezaríais, ni ayunaríais tanto como él. No os encerraríais en vuestro palacio como un galápago en su concha, pasando el tiempo en oír misas y repartir limosnas, en escuchar lamentaciones de frailes y trazar fábricas de nuevos monasterios.
- También he construido yo templos para Dios, y hospicios para los pobres.
- Monumentos insignes en que leerán la gloria de vuestro nombre las generaciones venideras.
- Si antes no los incendia el rayo. Ignoráis todavía el funesto agüero? En medio de la tempestad ardieron las más ricas techumbres de mi palacio.
- Y esto os aflige? Las reconstruiréis doblando su esplendor y magnificencia.
- No es eso todo. Los escudos de mármol en que estaban esculpidos mis blasones se han desprendido de los muros y han venido al suelo, y ¿quién sabe si para ser reemplazados por la odiosa torre de la facción vencida? La serpiente de los Visconti está hecha pedazos.
- De veras? exclamó el legista, haciendo un supremo esfuerzo para reprimir y ocultar su alegría. Aquella noticia valía para él mucho más que la de haber triunfado completamente las armas de Juan Galeazo. Pero acudiendo a los recursos de su fecunda imaginación, y tomando un semblante reflexivo añadió: Y de esto qué inferís?
- Que una catástrofe invisible se cierne sobre mi cabeza. Si yo viera de qué lado asoma esa nube preñada de tempestades? Por los huesos de San Ambrosio! que a pesar del cielo o del infierno todavía me siento con bastantes bríos para conjurarla.
- Estáis en un error, y permitidme que os lo diga. Lo que os tiene en zozobra es simplemente un aviso del cielo. Sentiréis que os hable con toda franqueza?
- He puesto mi confianza en vos, y seríais el más perverso de los hombres si os prevalecierais de ella para engañarme. El más perverso... y el más arrojado.
- Sois el príncipe más afortunado de Italia. Quién como vos ha podido permanecer sentado en un trono por espacio de treinta años? Habéis tenido a raya el poder de los Pontífices y el de los Césares: habéis exterminado a vuestros enemigos rebeldes y burlado a vuestros adversarios astutos: de experto capitán os acreditan inmarcesibles laureles, de príncipe magnífico perdurables monumentos: vuestra inflexible justicia la atestiguan dolorosos ejemplares, vuestra sagacidad política numerosas alianzas; pero sois padre demasiado cariñoso para comprender la abnegación que la cualidad de monarca os imponía. No habéis fijado una profunda mirada en el porvenir. Si no hubieseis tenido más que un hijo!
- Oh! mi Ambrosio! mi malogrado Ambrosio!
- Este u otro. Ignoráis la grande idea que acariciaba aquel varón esclarecido, Messer Francisco Petrarca? Sueño dorado de mi imaginación! Volver la Italia a su poder antiguo. Y cómo? Transformando en un solo y grueso tronco la porción de varas más o menos delgadas, que pueden compararse a las que rodeaban la segur de los lictores romanos. Si viviese aún el glorioso anciano que me honraba con su amistad, paréceme que os hubiera dicho: Di mia speranza ho in te la maggior parte. Y vos? Vos entregáis Cremona y Lodi a Ludovico, Brescia a Mastino, Parma a Carlos, Bérgamo a Rodolfo. Son vuestros hijos, sí; pero en vez de esforzaros por reunir lo que está separado, separáis lo que estaba ya unido (como otros reyes antes, ejemplo, Jaime a de Aragón). No comprendéis todavía el aviso del cielo? Vos sois quien hace pedazos la serpiente de los Visconti.
-Yo? Tal vez... pero ¿por qué me ha dicho Medicina que me guardase de las nonas de mayo?
- Esto ha dicho? Simplicidad como ella! Ah! ah! ah!
- Y os atrevéis a reíros?
- Pues no he de reírme? No es donosa ocurrencia la del buen astrólogo? Habrá leído en algún cartapacio de historia que Espurina dijo a César que se guardase de los idus de marzo, y cata ahí que sin encomendarse a Dios ni al diablo os ha encajado que os guardaseis de las nonas de mayo.
- Y el arúspice tenía razón.
- Y cómo no había de tenerla si estaría en el secreto, o cuando menos tendría barruntos de la conjuración de los senadores? Pero vuestro Medicina ¿en qué se funda para asustaros con su risible parodia?
- Es que precisamente en estos días ha de acercarse mi sobrino a los muros de Milán.
- Y vos le saldréis al encuentro, y le daréis un estrecho abrazo como a querido pariente, y él os besará la mano como a señor... y suegro.
- Pero vendrá rodeado de sus tropas.
- Ya sabéis que es algo medroso y que no sale nunca sin una pequeña escolta, como si temiera a cada paso tropezar con una cuadrilla de malandrines. Su ejército traerá cilicios en vez de lorigas, y cogullas por capacetes. No temáis, no, que venga con gente di ferro e di valor armata como dice Messer Francisco. (Petrarca)
- Pues yo, sí. Saldré con mis bravos guerreros, le envolveré en un círculo de hierro, le abrazaré... para ahogarle entre mis brazos.
- Le tenéis miedo?
- A él? no. A mi estrella que se oscurece, al siniestro vaticinio.
- Reflexionad. Si la caída de la serpiente fuese augurio de la vuestra, ¿cómo pudiera ser Juan Galeazo el dichoso mortal predestinado a suplantaros? No es también Visconti? No trae la misma simbólica figura en su escudo? O bien aquel casual destrozo nada significa, o bien nada tenéis que temer por ese lado.
- Razonáis como un filósofo y no sé qué replicaros; pero... ni aún así me fío de su flojedad, ni de su santimonia.
- No deis un escándalo: no dejéis traslucir las flaquezas de vuestro corazón. Dirán que habéis envejecido. No está el mal en aspirar a ciertos fines, sino en la torpeza de los medios escogidos. La prudencia es una virtud muy excelente, y más para los príncipes. Vuestro sobrino viene a vos, salidle al encuentro, presentaos inerme, mostraos risueño, confiado, afectuoso. Le dejáis proseguir su piadosa romería, y... entretanto...
- Entretanto?
- Como entonces Pavía estará desguarnecida... y vuestro yerno es también vuestro aliado... podéis enviar algunos de vuestros soldados a defenderla de asechanzas imprevistas.
- Ah! Seguiré vuestros consejos.
- Seguidlos, y mandad levantar una horca.
- Para Juan Galeazo?
- Para Medicina, que os aturde con sus necias profecías.
- Para vos, si no son tan necios como estáis suponiendo.
Restregábase las manos de contento al verse Messer Reginaldo en su gabinete, y tan satisfecho estaba de sí mismo que más no lo estuviera arrollando en pública controversia al famoso Baldo, su constante pesadilla. Contemplaba los horrores del peligro de que se había salvado, y creía en los milagros de su talento y destreza. Y en verdad que no era pequeño triunfo el de haber vendado los ojos, y empujado suavemente a Bernabó hasta la orilla del precipicio; pero tampoco podía gozar de él a todo su sabor, sin experimentar de vez en cuando la especie de cansancio moral que traen en pos de sí los violentos recursos de una desesperada energía. Asaltaban su memoria recuerdos de no lejanos tiempos, y por muy corto que fuese el que faltaba para dar término a su ansiedad y zozobra, compraba entonces muy caras las futuras expansiones de su ambición satisfecha. “Si naufragase el buque tan cerca del puerto! se decía. Si existiese entre nosotros un Julián Pusterla que por miedo o felonía vendiera a sus cómplices con imprudentes revelaciones! Ser abrasado a fuego lento, atenaceado, descuartizado vivo, todo sería poco para aplacar la rabia del tigre sobre cuyos lomos ha pasado impunemente la mano. Dormido he jugado con él; pero, y si despierta?” Parecíale entonces ver la sombra de Beltramolo Amici, condenado a ejercer el oficio de verdugo y entregado después al terrible ejecutor de la justicia humana, y sentía que se le erizaban los cabellos al pensar en su muerte de réprobo, y en su cadáver abandonado en la horca para pasto de las aves de rapiña. En medio de esas tétricas reflexiones confortábale el recuerdo de Giacomo Bussolario, que de simple fraile había ascendido hasta los primeros puestos de la república por su elocuencia de predicador, y se mecía en la esperanza de que a él no le tocaría menos por su elocuencia de jurisconsulto.
Instigada por una mujeril curiosidad de cada día más punzante, se decidió Tadea a rastrear la causa misteriosa de la conducta de su marido, y mientras que este conferenciaba en secreto con uno de los principales conspiradores, fue a situarse detrás de la puertecilla que abría camino a su alcoba. Había entrado en el pasadizo de puntillas, retenía su aliento como el nadador que sumerge su cabeza entre las aguas, y escuchaba con tal afán como si toda su alma estuviese concentrada en sus oídos. Pero en voz tan queda sostenían aquellos su diálogo que apenas pudo recoger más que algunas frases truncadas y palabras sueltas. Estas sin embargo le bastaron para colegir que la mañana del día siguiente estallaría un alboroto en las afueras de la puerta Vercelina, que no habría efusión de sangre, y que se había resuelto asesinar a Ugolino Porro, habiendo ya quienes estaban pagados para meterse entre el gentío, cogerle de improviso y clavarle un puñal por las espaldas. Este plan nada tenía de extraño, como quiera que para allanar obstáculos nunca ha sido sobrado meticulosa la conciencia de los conspiradores. El valor personal, el arrojo caballeresco y la adhesión de Ugolino a Bernabó eran dotes de todo el mundo conocidas: y aunque no bastaban para impedir el triunfo, podían provocar una resistencia que lo hiciera sangriento. Ni más cruel sorpresa, ni más dolorosa herida hubiera
recibido Tadea oyendo ser ella misma la víctima destinada al bárbaro sacrificio. Forzada a reprimirse y ahogar los gritos que pugnaban por salir de sus entrañas, rugía con el gemido de su corazón, y en él se revolvían las más negras pasiones como viboreznos en su nido. Tentaciones le dieron de presentarse a Bernabó y referirle cuanto había descubierto; mas, ¿qué era lo que efectivamente sabía? Con qué pruebas había de confirmar sus incompletas revelaciones? No podía hacer más que acusar al hombre, a quien aborrecía ya de muerte; pero que al fin de todo le estaba unido con un vínculo sagrado. Quería y no podía olvidar que él era quien la había acogido en su niñez, le daba pan y abrigo, la honraba con su nombre, y nunca le había inferido ninguno de aquellos agravios que humillan la dignidad de la esposa, y la hieren en lo más vivo de su afecto. Sangre, torturas, suplicios, horrores inmensos brotarían de una sola palabra suya... y por otra parte ¿sabía ella si precipitaría la catástrofe en vez de precaverla?
De qué podían servirle entonces el llanto y la desesperación? Resuelta a poner en obra la idea que le había ocurrido, salió de su escondite, y cubierto el rostro con un velo se echó a recorrer las calles y plazas de Milán en busca de Ugolino.
Descubrióle al fin en un corro de amigos, y retirándose a la parte opuesta le hizo seña de que se acercara. Como era de presumir el mancebo acudió al reclamo lisonjeándose de aumentar el número de sus amorosos trofeos.
- Es a mí a quien llamáis, hermosa dama? le dijo saludándola con cierta mezcla de familiaridad y de respeto.
Tadea inclinó ligeramente la cabeza.
- He dicho hermosa, y estoy seguro de que no me engaño, porque la gentileza del talle no puede ser ya de mejor agüero para la hermosura del rostro.
El cansancio material, la agitación de su pecho, la vehemencia de sus afectos tenían a la desdichada joven como fuera de sí misma. Comprendía todo lo delicado y peligroso de aquella situación, y experimentaba en ella una complacencia que condenaba y no reprimía. A la vista del objeto amado sentía avivarse la llama de una pasión en mal hora nacida, y temerosa de sus bríos, no acertaba a despegar los labios. En valde buscaba en su memoria las frases preparadas durante su largo camino: sucedíale entonces lo que en otra ocasión aconteciera al famoso Petrarca, en quién tal sorpresa produjo la imponente majestad del Senado veneciano que olvidó completamente la oración que traía estudiada.
- Además, esta mano de nieve... añadió el mancebo cogiéndola de improviso y besándola con marcial galantería.
El corazón de Tadea redobló el compás de sus violentos latidos, y retirando suavemente la mano:
- ¡No... balbuceó. No soy yo.. es una amiga mía.
El temblor de su voz desmentía sus palabras, y la dulzura de su acento obraba en el espíritu del joven como una suave y arrebatadora melodía.
- Basta que sea amiga vuestra para encontrarme dispuesto a servirla. Qué me quiere?
- Desea... desearía hablaros largamente.
- Soy todo oídos.
- Ahora no. No es posible... su marido...
- Tenemos marido en campaña? Tanto mejor.
- Si mañana...
- A qué hora?
- No puedo señalar la hora. Ya veis... su marido...
- Mañana he de acompañar al Vicario Imperial cuando salga a recibir a su sobrino.
- Este es precisamente el tiempo en que ella podrá disponer de sí misma.
- Pues no importa, me dispensaré fácilmente de aquel servicio. Soy soldado, y no palaciego.
- Y preferiréis a un bullicioso espectáculo una tierna plática a solas con quien...
- Me ama?
- Vos sois quien lo ha dicho. Pero... reparad que... yo … Oh Dios mío!
Mi corazón quiere lanzarse fuera del pecho.
- No temáis, ángel bello, porque vos sois, no el paraninfo de mis dichas, sino la felicidad misma que se entra por mis puertas sin haberla yo merecido.
Si supierais cuán suaves son las delicias de que se siente inundado mi corazón!
- Callad, oh! callad. Decidme. Ah! yo no puedo pediros todavía amor bastante; pero ¿tendréis a lo menos la paciencia de aguardarme desde las primeras horas de mañana hasta que haya promediado la tarde?
- La tendré.
- Lo juráis?
- Sobre esta mano, dijo, besándosela otra vez con más entusiasmo que la primera. Y dónde he de aguardaros?
- En la iglesia de S. Juan, junto al sepulcro de la princesa Beatriz.
- Cuánto tardará en amanecer el día de mañana! Pero qué? Os vais sin haber iluminado mis ojos con el sol de vuestro divino rostro? No he de permitirlo.
- Oh! no. Dejadme partir. Habéis triunfado de mi corazón, dejad algunas horas más a la timidez y al recato. No habéis probado nunca los encantos de una pasión misteriosa? Dejadme partir, y... no me sigáis. Es la única condición que os impongo, el único sacrificio que os demando.
- Sabéis que es muy duro?
- Será más agradecido. Hasta mañana.
Quedóse el joven tejiendo una fantástica tela de conjeturas, de amorosos proyectos y de risueñas ilusiones, mientras que Tadea dirigiéndose con rápido pie al conyugal domicilio se decía: Si el cielo me hubiese permitido amarle? Pero, a lo menos le habré salvado.
IV.
Dos días, o mejor, dos noches faltaban solamente para las nonas de mayo, y nada tiene de extraño que el jurista, imbuido en las ideas de aquellos tiempos, interpretase en favor de su causa las vagas predicciones del astrólogo Medicina. El pavoroso eclipse, la conjunción de los tres planetas, los estragos de la tempestad, el destrozo de la marmórea serpiente no debían explicarse en su concepto sino como una serie prodigiosa de amenazas de las cuales se acercaba el inevitable cumplimiento. Bajo tales auspicios iba a realizarse el plan premeditado en las tinieblas que la traición aparecía como protegida por el cielo, y la ambición desenfrenada como mero instrumento de la justicia divina. «Volveré a Milán, había dicho Mateo el Grande en su destierro, cuando los pecados de Guido de la Torre sean mayores que los míos;» y tantos y tales eran los de Bernabó que harto hubieran rebosado por grande que fuese la medida.
Pero si en vez de conformarnos con el sencillo relato de antiguas crónicas inventásemos a nuestro sabor los acontecimientos, falta y no leve sería presentar al Vicario Imperial con frente serena y pecho libre de supersticiosos temores. Ni entonces ni ahora suelen eximirse de ellos los que más blasonan
de impávidos y descreídos. Tenía además sobrados ejemplos a la vista para ignorar que los más estrechos vínculos de parentesco no eran obstáculo suficiente para que sordas maquinaciones preparasen el camino a tragedias horrorosas. Para aplacar su rabiosa sed la ambición no temía enjugarse la boca con la sangre del fratricidio; y si lo dudara Bernabó preguntárselo podía a su conciencia. Así pues tiene más de verdadera que de verosímil la ciega imprevisión, la estúpida confianza, la seguridad incomprensible con que el viejo lobo fue por sus pasos contados a meter el pie en el lazo que le habían tendido.
Al norte de Milán, y en los últimos confines de su territorio colindante con el país helvético, existía en el pueblo de Varese un santuario dedicado a Nuestra Señora del Monte, y la devoción que se profesaba a su milagrosa imagen, salvando los estrechos límites de aquella comarca, se había extendido a remotos puntos y le atraía de todas partes numerosos peregrinos. Bajo la salvaguardia de un mentido ascetismo había principiado Juan Galeazo la obra de su ambición, y con apariencias del mismo género trató de coronar el edificio. Tan pronto como pudo contar con suficientes auxiliares para no arriesgar demasiado el éxito de sus pretensiones, hizo correr la voz de que se había obligado con solemne voto a emprender una peregrinación y visitar a Nuestra Señora del Monte. Con ese pretexto escribió a su tío, anunciándole que se disponía al cumplimiento de su promesa, y pidiéndole al mismo tiempo una entrevista en las afueras de Milán, sin otro objeto que el de atestiguarle su cariño, y estrechar más y más con las efusiones de un íntimo coloquio los lazos de su doble parentesco. Deseaba ardientemente aprovechar una ocasión que tan a mano le venía, y excusábase de entrar en la ciudad por no cuadrar a su religioso intento el bullicio de los regocijos populares ni el regalo de espléndidos festines.
Puestos ambos de acuerdo, hechos los preparativos ostensibles y dadas sus instrucciones secretas, salió Juan Galeazo de Pavía rodeado de frailes y de peregrinos, y seguido de numeroso acompañamiento, el cual, excepto algunos centenares de lanzas, consistía en una abigarrada muchedumbre que disimulaba con su aparente desorden lo que podía tener de belicoso en su aspecto. A retaguardia marchaban algunas compañías, y otras se extendían por los flancos a la deshilada, prontas para acudir al menor llamamiento. El grueso de este ejército, disfrazado de pacífica y piadosa caravana, pernoctó en Binasco, y la mañana siguiente, que era la del 6 de mayo, dio vista a los muros de Milán. En él se habían incorporado Ludovico y Rodolfo, que por orden de su padre Bernabó se adelantaron a dar la bienvenida a su primo, y con tan vivas demostraciones de afecto fueron acogidos, y de tales agasajos se vieron rodeados, que ni el más leve indicio tuvieron para caer en la sospecha de que estuviesen, como realmente estaban, vigilados y prisioneros.
Al frente de una comitiva más ordenada y fastuosa, entre los Decuriones de la ciudad y los dignatarios de su corte, salía entretanto por la puerta Vercelina el engañado Bernabó, cabalgando en una mula ricamente enjaezada, con unas pocas guardias por escolta, y seguido de una infinidad de milaneses que esperaban solazarse como espectadores de la anunciada entrevista. Y ciertamente para un pueblo sometido al más despótico yugo no podía carecer de atractivos aquella grandiosa escena, que en medio de una vasta y floreciente campiña, bajo el límpido cielo de Italia, e iluminada por un sol de primavera, iba a interrumpir por breves horas el régimen casi claustral de su monótona existencia. Mas, como gracias a Messer Reginaldo no eran pocos los que tenían previsto el desenlace del drama, bien se deja presumir que al mezclarse estos con la gente menuda irían preparados a todo evento. Cerca del sitio donde existía el hospital de S. Ambrosio encontráronse tío y sobrino, y sin apearse cambiaron un abrazo con todas las apariencias de sincero. Besáronse también en la boca según costumbre de la época, y así para ser completa la traición no le faltó ni el beso de Judas. Como el toque de un clarín que da la señal del combate, resonó de improviso, un grito en alemán proferido por Juan Galeazo, y en un abrir y cerrar de ojos sus lanzas de antemano prevenidas circuyeron a Bernabó, y precipitándose sobre él Giacomo del Verme le arrancó el cetro, Otón Mandello le cogió las riendas de la mula, y Guillermo Bevilacqua le cortó el tahalí de que pendía su acero. Sorprendido, atónito, aterrado: así vendes a tu familia? así tratas al padre de tu esposa? exclamaba el triste anciano; pero sofocó luego su angustioso gemido un sordo murmullo que instantáneamente se convirtió en estrepitoso clamoreo. Oyéronse millares de voces que gritaban: “Viva el Conde de Virtudes,” viéronse relucir millares de aceros desenvainados, y mientras corrían en todas direcciones los niños y mujeres a quienes asustaba aquel tumulto, corrían también y se desbandaban los guerreros y parciales de Bernabó, intimidados por la sorpresa y convencidos de que sería de todo punto ineficaz la tentativa de una desesperada resistencia.
Ansioso de que llegara este crítico momento el Podestá de los mercaderes, vestido con el traje propio de su magistratura, permanecía asomado a una de las ventanas de su casa, bajo de la cual transitaba gran copia de gentes, y otra no menor se mantenía estacionada como si aguardase el regreso de la comitiva. Largo le parecía el tiempo como si lo midiera por el crecido número de sus latidos, que rápidos eran y violentos a despecho de la tranquilidad que ostentaba su fisonomía. De pronto oyó la seña convenida, y desplegando inmediatamente la bandera de Milán, la bandera blanca con la cruz roja y la imagen de S. Ambrosio sobrepuesta, prorrumpió en tal grito que hizo converger en un solo punto las miradas del esparramado gentío. “Milaneses! exclamó, bendecid a Dios y a vuestro patrono el santo arzobispo, ya está reducido a polvo el yugo de hierro que pesaba sobre nuestras cervices: el brazo del Excelso ha obrado grandes maravillas. Milaneses! rebosen de júbilo vuestros corazones, porque el Señor ha suscitado un nuevo Moisés que ha venido a humillar la soberbia de Faraón, y a redimiros de su esclavitud y tiranía.
El invicto, el santo, el magnánimo Conde de Virtudes os devuelve la libertad de que estabais inicuamente despojados." Cien y cien gritos de ¡Viva el Conde! interrumpieron al jurisconsulto, como si fuesen otros tantos ecos de las aclamaciones que seguían resonando en las afueras de la ciudad, y en breve se comunicó de un punto al otro el entusiasmo de las masas populares que explayaban sus comprimidos sentimientos en vítores e imprecaciones.
A semejanza de un mar alborotado ensordecía los aires con su formidable clamoreo. En vano trataba de dominarlo el jurista volviendo a tomar el hilo de su calurosa arenga; su vehemente declamación no hacía más que añadir pábulo al incendio, y cada vez que aludía a los actos más execrables de la dominación caída, cada vez que precedido de los epítetos más injuriosos recordaba el nombre de Bernabó, o mentaba sus crueldades y su avaricia, forzábanle al silencio desaforadas voces de “Abajo el tirano! fuera gabelas! mueran los impuestos!" Y cierto que a sus oídos no dejaba de ser armoniosa tan discordante gritería.
En esto apareció en la extremidad de la calle un bizarro jinete que, seguido de algunas lanzas, venía a galope del campamento, y abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre descabalgó a la puerta, subió arriba, y estrechando la mano del jurisperito se la sacudía fuertemente como para expresar así la satisfacción de que se hallaba poseído.
- Nuestro es el triunfo, exclamó, y triunfo tanto más lisonjero cuanto que ni una gota de sangre nos ha costado. El tirano está en nuestro poder, y en breve lo estará también el castillo. Este será la antecámara de su sepulcro.
- Y sus tropas, sus partidarios, sus favoritos?
- Le han abandonado en la desgracia. Ni uno siquiera se ha atrevido a levantar el dedo para defenderle. Contad las lanzas de que disponéis y no los corazones que hayáis sabido atraeros! Algunos huyen despavoridos como ciervos que oyen la bocina de los cazadores...
- Y los otros?
- Se apresuran a besar la mano al Conde, y a dirigirle protestas de adhesión y lealtad a todo trance.
- Victoria tan fácil e incruenta como que tenga un poco de insulsa, observó el letrado. Pero, y el pueblo?
- Veleidoso como siempre y amigo de cambios y novedades: bien que esta vez tenía razón de serlo; mas vos aconsejaréis al Príncipe para que le gobierne de modo que pierda su afición, y que esta sea la postrera de sus mudanzas.
- Cuánto agradezco el haberme invitado a tomar una parte activa en esta empresa! También puedo yo decir a ese pueblo que soy uno de sus libertadores.
Ni el pavonado arnés, ni el reluciente casco sombreado de soberbia garzota, ni la misma expresión de júbilo que iluminaba las facciones del guerrero impidieron que Tadea las reconociese al momento. Una sola mirada le bastó para despertar el recuerdo de aquella fisonomía. “Héte aquí al misterioso fraile, se dijo a sí misma. Tengo ya la clave del enigma. Este ha sido sin duda el ángel malo, el tentador de mi esposo, que le ha inducido a tomar parte en odiosas maquinaciones, y a comprar las sonrisas de la fortuna a precio de engaños y villanías." Pero poco se detuvo en estas ideas porque otras eran las que traían ocupado su espíritu, y teniendo como tenía el corazón aprisionado no sobraba
espacio ni libertad a su pensamiento. Habíanle sorprendido los sucesos de aquella mañana, y hubiéralos presenciado con desdeñosa indiferencia a no estar enlazada con ellos la suerte del gallardo mancebo, cuya precaria situación le interesaba más vivamente que la desastrosa caída de Bernabó y el improvisado triunfo de Juan Galeazo. Al oír los rugidos de ira y de venganza que se mezclaban a las festivas aclamaciones de la vocinglera muchedumbre, comprendió que no había hecho lo suficiente en alejar a Ugolino del sitio donde hubiera sido víctima de infame alevosía. Dábase ya por alcanzado el principal objeto de la conspiración; pero todavía eran para temidas las consecuencias que podían nacer del promovido alboroto. En aquellos momentos de pública efervescencia ni era fácil, ni se creyó político tener del todo a raya las pasiones populares, y nada tenía de imposible que se desmandasen con tanta mayor furia cuanto más duro había sido el freno que hasta entonces las comprimiera.
A título de inevitable desahogo iban a tolerarse expansiones nada inocentes: las primeras ráfagas de libertad que respiran los pueblos casi siempre tienen más de huracán que de plácida brisa. Desbordábase ya la muchedumbre por calles y plazas en tumultuoso desorden, y con gritos y vociferaciones se dirigía al palacio de Bernabó, y a los de sus hijos para entrarlos a saco. ¿Quién podía asegurar que después de estos no se vería asaltado el domicilio de sus parciales y favoritos? A las escenas de pillaje sucederían probablemente escenas de sangre, y Ugolino privaba demasiado con Bernabó para salir indemne de las manos de un pueblo que se embriagaría con el olor y la vista de la sangre derramada. Era pues indispensable hacerle abandonar la ciudad en aquel mismo instante, y Tadea, valiéndose de la libertad que disfrutaba, salió a hurtadillas de su casa, y se dirigió al templo de San Juan con este designio rápidamente concebido.
Y qué estaba haciendo allí el apuesto mancebo? De seguro no rezaba. Entreteníase en inventar unos campos elíseos por donde su imaginación corría desbocada: continuaba haciendo lo que desde la tarde anterior había hecho; esforzábase en adivinar lo que pronto esperaba saber. Preguntábase a sí mismo: cómo? dónde? por qué medios habría inspirado aquella pasión misteriosa? Quién podía ser la dama que subyugada imploraba su afecto?
Sería o no hermosa? Sería o no constante? Qué debía hacer él para allanar los obstáculos que entre los dos se interponían? A dónde le conduciría este compromiso tan fácilmente aceptado? Por su parte se hallaba resuelto a no volver pie atrás hasta dar cima y remate a su novelesca aventura. El atractivo del deleite le hacía tomar a pechos la prosecución de aquella empresa, y el puntillo de la vanidad le inducía a mirarla como caso de honra, y a desafiar toda suerte de peligros. Así pasó las primeras horas de la mañana; pero sucedíanse otras horas, lentas, prolijas, interminables, y ya la impaciencia echaba un jarro de agua fría a sus ardientes ilusiones. Sentíase como fatigado de sus mismos pensamientos, y no encontraba distracción alguna en medio de la soledad y del silencio que tan diferentes ideas debieran sugerirle. Desierto estaba ya de fieles el templo, y todavía no llegaba allí el rumor de los graves sucesos que ocurrían.
Prolongábase el plazo de espera y a la par con el aumentábanse en el pecho del joven la irritación y el desasosiego. Casi ya descorazonado maldecía interiormente los motivos de aquella tardanza, y empezaban a despuntar las dudas y vacilaciones, cuando oyó rumor de pasos y vio que se le acercaba una mujer de edad más que madura.
- Sois vos, le dijo la persona a quién me envían?
- Como no hay otra en toda la iglesia...
- Vuestra hermana me ha dicho...
- Mi hermana? Conque tengo... Estáis segura, buena mujer?
- No es una señora joven y muy hermosa?
- Ah! exclamó el mancebo, cuya imaginación hirieron vivamente aquellos dos adjetivos.
- Y eso que parecía estar muy afligida.
- De veras?
- Estábame yo a la puerta de mi casa hilando un poco, que no los años excusan a los pobres de trabajar lo que puedan, porque el pan de cada día...
- Y bien, qué ha sucedido?
- Héla visto que venía mirando alrededor como si buscase alguien a quien hablar, y acercándose a mí me ha puesto esos dos ambrosines de oro en la mano...
- Rica también? pensó Ugolino. Será de elevada jerarquía.
- Y me ha dicho: entrad en la iglesia de San Juan y veréis a un caballero que es mi hermano, decidle que por todo lo que hay de más sagrado en el cielo se venga inmediatamente, que no pierda un minuto, que le estaré aguardando fuera de la puerta Romana camino de Lodi.
- Pues no deja de ser original esta cita a campo raso, siguió pensado Ugolino; pero no importa. Adelante.
Adelante, repitió en alta voz, y echó a andar con tanta prisa que la vieja ni siquiera trató de seguirle. Preocupado como iba no puso la menor atención en los extraños rumores que se percibían ya por aquellos barrios, ni en los corrillos de vecinos, ni en los que pasaban por su lado teniendo más que de transeúntes el aire de fugitivos.
Colocándose Tadea en un paraje donde no pudiera ser notada, y cubriéndose además el rostro con un pañuelo, así para ocultar sus facciones como para recoger las gruesas lágrimas que en él caían, no pudo o no quiso resistir al deseo de verle por última vez siquiera fuese de lejos. Apenas le descubrieron sus ojos vaciló su cuerpo conmovido por violenta sacudida, y tuvo que apoyarse en la pared para no dar en el suelo. Mordía el blanco lienzo como si estuviera sufriendo una operación dolorosa. “Con qué ardor, se decía, acude a mi llamamiento! Y yo le estoy engañando! Cómo me hubiera amado! Cómo hubiera correspondido a mi vehemente afecto! Y se va, se va para siempre, y se lleva mi corazón como si lo arrancara de mi pecho! Adiós mi felicidad. Malhaya el día en que... Dios mío! no me toméis en cuenta el extravío de mis ideas. Es sobrado terrible esta lucha para mis débiles fuerzas. Dadme, dadme fortaleza para consumar mi sacrificio.”
Llegado al punto que se le había designado paróse Ugolino y empezó a registrar cuanto espacio con la vista abarcaba. Nada descubría: adelantábase algunos centenares de pasos que luego desandaba, volvíase a todos los vientos y no sabía donde arrimarse a tomar lengua para salir de su apuro, cuando se le aproximó un hombre de plebeya traza que llevaba del diestro un caballo de no más noble figura.
- Buscáis, le dijo, a vuestra hermana?
- Dale con mi hermana. Precisamente.
- Pues a escape y no paréis hasta Lodi.
- Me gusta la ocurrencia! Y ella? dónde está?
- Os ha tomado la delantera.
- Pero... y ese caballo?
- Es vuestro, que buenos florines me han dado por él.
- Mejores suelo montarlos, dijo al poner el pie en el estribo, y continuó para sí. Por el alma de mi abuela que es deliciosa la aventura. Empiezo a ver claro.
El otro cónyuge habrá olido el pastel, y ella pone pies en polvorosa. Mejor que mejor. Vaya con sus timideces! Ello tendrá todas las apariencias de un rapto; pero, por vida del demonio! que si hay alguno soy yo el robado.
V.
Cuentas galanas suelen ser las que echan los caudillos de una conspiración mientras madura el plan de que pende el logro de sus esperanzas. Y cierto que si con ellas no se entretuviesen, harto dura sería la vida de los que arrostran la contingencia de ser descubiertos por sus enemigos o vendidos por sus mismos partidarios. Velan de noche y sueñan de día: toman por seguro lo que no pasa de probable: créense dueños de la palanca de Arquímedes no poseyendo más que una barra cualquiera, y si alguna vez son bastante poderosos, como Eolo, para desencadenar a los vientos no lo son luego para reducirlos enfrenados a su desierta y antigua caverna.
No así le aconteció a Juan Galeazo: el éxito de su empresa dejóse atrás los cálculos más fundados de la previsión y los vaticinios más lisonjeros de la esperanza. Puede decirse que fue el hijo mimado de la fortuna: todo cedía a las exigencias de su voluntad, todo se acomodaba a la medida de su gusto, como si él fuese el árbitro de los corazones o impusiera su ley a la corriente de los sucesos. A la prisión de Bernabó siguió inmediatamente la del castillo que iba a servirle de cárcel interina. Esa vasta y magnífica fortaleza, defensa y padrastro de la ciudad, cuya construcción había empezado Galeazo II, sometiéndose a la voz de su hijo no hacía más que volver a la obediencia del legítimo dueño, por estar situada en la parte occidental que a su jurisdicción correspondía. En ella entró por la puerta que miraba al campo, y saliendo por la opuesta penetró en la ciudad, montado en brioso corcel, en medio de lucida cabalgata, y precedido y flanqueado y seguido de entusiasta muchedumbre, que tanto más dulcemente halagaba su pecho cuanto más rudamente atronaba sus oídos. Al grato arrullo de los vivas que le adulaban, al fragoroso rugido de los mueras que a sus contrarios se dirigían, disfrutaba Juan Galeazo las delicias de una ovación completa. El pueblo le declaró único y absoluto señor de Milán, y el concejo de los Decuriones, los magnates, los altos funcionarios confirmaron con su voto las aclamaciones del pueblo. La mañana siguiente se le entregaron las llaves del castillo de S. Nazario, fabricado por Bernabó, y las del fuerte que defendía la puerta Romana, donde el viejo encerraba el fruto de su rapacidad y el inmenso botín arrebatado a sus míseros vasallos. Y por cierto que al Conde de Virtudes no dejaría de darle el corazón un salto de alegría al verse repentino dueño de un tesoro que igual no lo poseían los reyes más opulentos. Preciosas alhajas, ricos muebles, seis carros de plata labrada, y además un millón y setecientos mil florines en oro acuñado. Las guerras que más adelante sostuvo para engrandecer sus estados hacen ver que algo faltaba todavía a su ambición; pero motivo había entonces de estar satisfecha del todo su codicia.
Siguiendo el ejemplo de Milán se apresuraron a rendirle homenaje las demás ciudades y poblaciones que por derecho hereditario pertenecían a Bernabó, y los fuertes en que ondeaba aún su ya vencida bandera apenas se atrevieron a leves asomos de resistencia. Servía al vencedor de poderosa hueste la simple noticia de su triunfo repentino, y medrosa la serpiente del viejo Visconti huía de otra serpiente, salida de su mismo nidal, pero más astuta si menos ponzoñosa. No fue menester que Giacomo del Verme desenvainara su acero para dar cima a la empresa; mas para darle un colorido menos repugnante fue preciso acudir a la pluma de Messer Reginaldo. Repartíanse entre los dos la intimidad y privanza de Juan Galeazo: aquel era su brazo derecho, este su ninfa Egeria. Interesaba a todos consolidar su obra, cimiento de ulteriores designios, y se trató de impedir que fuese mirada como un éxito dichoso del fraude y de la violencia. No quería el intruso aparecer como tal a los ojos de los demás príncipes de Italia, a quienes el acrecentamiento de su poder hacía ya demasiada sombra, y el jurisperito se encargó de redactar un Manifiesto, en que le vino como rodada la ocasión de pavonearse luciendo la copia de su erudición y la sutileza de su ingenio. No cuadraban allí las citas del Petrarca; pero sí los textos bíblicos y las glosas del derecho, civil y canónico. Obscureciendo unos hechos y tergiversando otros, sacando recursos así de la invención como del silencio, procuró revestir la usurpación de un aparente barniz de justicia. Presentóla como indispensable a la seguridad y reposo de los Estados circunvecinos, para los cuales eran una perpetua amenaza la política insidiosa y la ambición insaciable de Bernabó, sobre cuya cabeza el cielo mismo con evidentes señales había fulminado sus anatemas. Rasgos horribles y sombras negrísimas no le faltaron para trazar el bosquejo de sus desafueros e impiedades; pero sobre todo en lo que más insistió fue en aseverar que la agresión procedía de su parte, y que el Conde de Virtudes, modelo de todas y blanco de pérfidas asechanzas, se había visto obligado a rechazar la fuerza con la fuerza y valerse del sagrado derecho de legítima defensa. Tal vez consiguió con esto deslumbrar a los contemporáneos, mas no engañar a la posteridad arrojando ese mentís a la historia.
Habiéndose ejercitado tanto en el arte de disimular bien debía conocer Juan Galeazo el arte de reinar; pero asimismo prestaba dócil oído a los consejos de Messer Reginaldo, y esta deferencia halagaba más al jurista que si estuvieran pendientes de su voz algunos millares de alumnos. Su asiento se elevaba más que la cátedra de Baldo, como quiera que si este explicaba el derecho en Perusa, él prescribía su observancia a todo el Milanesado. Su ambición estaba ya satisfecha: el brillo de los honores era a la vez recompensa de sus servicios y lauro de sus talentos, y la complacencia que por ello experimentaba reblandecía, por decirlo así, la sequedad de su corazón y desarrugaba el ceño de su calva frente. Habían cesado para él las agitaciones del peligro y las angustias de la incertidumbre: mostrábase más expansivo, o siquiera menos taciturno, con su esposa; pero sin advertir que esta no le importunaba ya exigiéndole un cariño más afectuoso.
Sería que ella hubiese al fin comprendido que las plácidas sonrisas, las vehementes emociones, las tiernas solicitudes eran impropias del carácter y de los años de su consorte? Sería que fatigada de cernerse en el espacio plegase las alas su inquieta fantasía? Otras eran las causas de su resignación o de su indiferencia. El ardor de su corazón había encontrado por su desdicha otro respiradero. Seguía amando a Ugolino, y la imagen que ocupaba de lleno su memoria tenía postrado su albedrío. En vano se sonrojaba de su flaqueza y luchaba para ocultársela a sí misma: sus pensamientos le hacían traición, y ya que no empleaba toda su energía en ahuyentarlos, empleábala al menos en que su semblante no dejara traslucirlos. A la revelación de su secreto hubiera preferido la muerte. Del tiempo y de la ausencia esperaba que apagarían del todo las ascuas que en su pecho ardían, y entretanto creía atenuar su culpa haciendo por cubrirlas de ceniza. Así el fuego de la pasión ilegítima se conservaba a manera de rescoldo, tan dispuesto a consumirse lentamente como a levantar nuevas llamaradas al soplo de una ráfaga de viento.
Aguijando su caballo dirigíase el impertérrito mancebo a Lodi, y cuanto más avanzaba en el camino tanto más crecía la extrañeza de no tropezar con vestigio alguno de la misteriosa dama que suponía fugitiva. Nada le daba margen a presumirse objeto de pesada burla o de maliciosa asechanza, y en el laberinto de sus diversas conjeturas prevaleció la de que habría tomado algún rodeo a fin de sustraerse más fácilmente a las pesquisas. Por más que alargase el plazo a su febril impaciencia no podía menos de aplaudir esta precaución, y entusiasmábase con la idea de ser el ídolo de una mujer de tanta sagacidad y energía. Las dificultades y riesgos de aquella aventura la embellecían a los ojos de su imaginación, y sin pararse a discurrir cuáles serían sus consecuencias dábase el parabién de su arrojo en haberla acometido. El hervor juvenil de la sangre hacía el oficio de un amor ciego y desatentado. Mas antes de llegar al término de su improvisado viaje, advirtió la necesidad de que recobrara fuerzas el caballo, y como ya estuviese a punto de cerrar la noche determinó pasarla en una hostería.
Rindióle la fatiga y durmió más largo tiempo del que se había propuesto. Mostrábase ya coronado de refulgente aureola el disco solar, y al asomarse a una ventana vio Ugolino parados a la puerta dos hombres con trazas de campesinos seguido cada uno de un par de hermosos perros de caza.
- De dónde, bueno Panigarola? dijo a uno el posadero.
- De Milán, respondieron los dos a un tiempo.
- Y se os habrá mandado cuidar y mantener esos perros a vuestras expensas? Cuidado que en la próxima revista no los presentéis ni más gordos ni más flacos, porque el diablo me lleve si sé de dónde habríais de sacar el dinero para pagar la multa.
- Ya no hay multas, repuso Panigarola.
- Toma! Pues si no son del magnífico Vicario Imperial, quién es el amo de estos hermosos animales?
- Yo, contestaron a la vez los dos pasajeros dándose con la palma de la mano golpecitos en el pecho.
- Vuestros? Creía que entrabais aquí a echar un trago, pero veo que no lo necesitáis para roncar como unos bienaventurados. Si os vendiesen a vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos no se allegaría lo suficiente para comprarlos. Además...
- Pues el precio no ha sido gran cosa. Son de balde. Los hemos cazado a ellos como ellos cazan los venados.
- Pues dígote, Luquino, que si deseas morir en alto puesto buena maña te das para alcanzarlo, replicó el posadero. Tu pescuezo me huele a cáñamo, y por lo mismo hazte allá con tus perros que en estas cosas ni entro ni salgo.
- Comprendo tu poca afición a cazar perros, otra cosa sería si fuesen gatos, porque guisándolos de cierta manera...
- Quieres, Luquino, un vasito del añejo?
- Un vasito? Un frasco entero y que no sea bautizado. Y cuenta que hoy bebemos y no pagamos.
- Pues de qué santo es la fiesta?
- De San Juan Galeazo. El es el único señor de Milán, él es nuestro soberano.
- Y Messer Bernabó?
- Le han arrastrado, le han desollado vivo, le han descuartizado, qué sé yo?
A la hora esta debe de saber por experiencia propia de qué manera tuestan los demonios el alma de un condenado.
- Si no es esto. Si todavía no está más que preso en el castillo, añadió reconviniéndole Panigarola.
- Tanto monta. El caso es que ya no veremos tantos cuerpos de cristiano colgados como racimos, que los milaneses no tendrán que dar manutención y alojamiento a galgos y sabuesos como si fueran otros tantos soldados, y que hasta los destripaterrones podremos regalarnos con una pierna de jabalí el día que nos suene el bolsillo.
- Y los bandos que pena de la vida lo prohibían? preguntó como atontado el posadero.
- Ya no hay bandos, ni horcas, ni verdugos, ni perros, ni guardianes, ni cosa que lo valga. El pueblo respira, y el Conde de Virtudes manda.
- Pero señor! qué ha sucedido?
- Y quién es capaz de adivinarlo? Decíase que el Conde de Virtudes iba a tocar de paso en Milán yendo a no se qué romería, y todo el mundo estaba de jolgorio. Repicaban las campanas, sonaban cajas y clarines, y luego, sin decir: éntrome acá que llueve, sus tropas se han colado en la ciudad como si cayeran de las nubes. Se ha dado una tremenda batalla, y...
- Nada de batallas, hombre, yo presenciaba la entrevista, repuso Panigarola.
- Entonces cómo se explica..? Lo cierto es que el suegro cayó en el garlito, y que los suyos decían, pies para que os quiero? El pueblo estaba alborotado, y gritaba por las calles vivas y mueras que parecía un día de juicio. Los que tenían perros a su cargo deshacíanse de tales huéspedes a trancazos y desahogaban su tirria en los pobres animalitos, como si tuvieran ellos la culpa de ser insolventes, o fuera suyo el edicto que obligaba al público a mantenerlos. Varapalo por aquí, latigazo por allá, les molían las costillas de lo lindo, y así es que por compasión nos hemos apoderado de esos dos pares, como de bienes mostrencos, que al fin y al cabo de algo podrán servirnos.
En esto se les reunió otro viandante, que montado en una mula venía de la banda opuesta, y mientras se apeaba díjole el posadero:
- Vas a Milán? Sabes lo que hay allí de nuevo?
- Para noticias frescas bastan las de Lodi.
- Qué ocurre? exclamaron los otros tres, como un coro de voces unísonas pero desafinadas.
- Que la autoridad de Messer Bernabó anda por el suelo, que el pueblo se ha sublevado, que los satélites del tirano han huido; y ricos y pobres, y grandes y pequeños, todos gritan: Viva Juan Galeazo.
No hay para qué decir que el errante caballero no había perdido ni una sílaba de esta conversación al parecer tan inconexa con el motivo que allí le había conducido. Ella le daba la clave del enigma. No podía ya dudar de la repentina catástrofe en que iba envuelta su fortuna. No podía ya dudar que se habían burlado de él como de un niño a quien engañan con vanas promesas. Bien claramente lo veía. El gobierno de que era firme sostén había caído al impulso de tenebrosos manejos, y él era juguete de los mismos conspiradores. Entonces le parecía extravagante su conducta, y se avergonzaba de su credulidad, y maldecía a la astuta sirena que así había logrado seducirle. Y cuán vivos eran sus deseos de conocerla! Antes hubiera dado la mitad de su sangre para acariciarla, y ahora la daría para clavar en ella su acero. Tan lejos estaba de pensar que hubiese quién arriesgara su reputación y su tranquilidad para salvarle de inminente peligro! Lo que coligió de su extraña aventura fue que sus taimados enemigos se habrían valido de aquel y de semejantes ardides para alejar de Bernabó a sus campeones más valientes y decididos. A esto sólo atribuía el éxito de su temeraria empresa, y mordíase los puños de rabia al verse víctima de su felonía. Pero comprendió que entonces se hallaba pendiente de un cabello su vida, y que más bien que el acero debía ayudarle el disimulo, y tan luego como pudo tomó un bocado, montó a caballo y salió fuera del territorio milanés por sendas y travesías.
No hay que seguirle en su largo itinerario, ni que referir las vicisitudes de su trabajosa odisea. Joven, activo, determinado, quería dar pruebas de una lealtad más heroica que prudente, y confundía tal vez la sed de la venganza con las aspiraciones de la justicia. Pero su virtud era la fortaleza. Juzgaba mal la situación del nuevo gobierno: creíala puramente obra de una conspiración y de una sorpresa, y deducía que con idénticos medios lograría derribarla. No advertía que era el mismo Bernabó quien sembrara a manos llenas los vientos cuya tempestad había hundido su trono. Había dominado por el terror, y semejante imperio no se restablece. Juan Galeazo no era ya el príncipe apocado, indeciso y devoto: había enviado los frailes a sus conventos y reducido a corto guarismo el de sus ayunos y oraciones. El palacio de Milán le había hecho olvidar al santuario de Varese. Por más que astuto y altanero y de una ambición desapoderada, sabía atraerse a los magnates y congraciarse con los pueblos. Suprimió gabelas, minoró los impuestos, estableció franquicias, respetó los privilegios de las ciudades, y de tal suerte disminuyó sus tributos, que era como vulgar proverbio el decir que las había sacado del infierno para entrarlas en el paraíso. Tenía además el prestigio de la novedad, y aún no se habían cansado los versátiles, ni se daban por deshauciados los descontentos.
Muchos años había sabido pasar el Conde de Virtudes diciéndose como la zorra: están verdes; pero Ugolino, más impetuoso que reflexivo, sólo atendía a la voz de sus afectos, y dejábase llevar de su carácter arrojado y caballeresco.
En la balanza de su juicio la pasión había arrojado un peso formidable, la paciencia le parecía virtud de cenobitas, y el peligro entrañaba para él más que repulsiones atractivos.
El legítimo tálamo y los escandalosos amores de Bernabó le habían hecho cabeza de una familia harto crecida: su prole podía competir por lo numerosa con la de un Soldan (Sultán) de Oriente. De sus hijas, unas ceñían coronas ducales en Italia y en Alemania, otras compartían el lecho nupcial con hijos de reyes. Su querida Verde estaba casada con Juan Hawkwood, inglés de nacimiento, e Isabel con el conde Lucio Lando, ambos a dos caudillos independientes de algunos millares de hombres, geste allegadiza y hez de las naciones, a quienes mejor que la de soldados sentaba la denominación de forajidos. A los jefes de estas compañías, terror del suelo que invadían, les designa la historia con el nombre de condottieri, y bien que fuera su oficio vivir de la guerra y poner a sueldo su espada, casi siempre que vendían duradera fidelidad engañaban a sus compradores.
Con los auxilios que naturalmente debía esperar de tales alianzas contaba Ugolino: ellas habían acreditado de sagaz y profunda la política de Bernabó, quien para efectuarlas, para presentar a sus hijas con una pompa de reinas, para dotarlas con asombradora largueza, había devorado la sustancia de los pueblos y saqueado horriblemente a sus pobres milaneses. Así creía haber extendido su poderosa influencia, y tener afianzada la estabilidad de su engrandecimiento, mas el triste desamparo que subsiguió a su instantánea caída casi da a sospechar que el que gobierna los cielos sabe algo más que los mejores diplomáticos del mundo. Contaba además Ugolino con los hijos de Bernabó que habían podido escaparse, mozos turbulentos y arriscados, y a
quienes no faltaría un buen séquito de compañeros de armas y de libertinaje. Contaba con los restos de la facción de los Turrianos, suponiéndolos dispuestos a tomar parte en cualquier empresa que tendiera a debilitar a sus adversarios, con los que medraban a la sombra del régimen caído, con los descontentos del nuevo, con los que respiran a gusto en medio de los trastornos y revueltas, y con los que careciendo de voluntad propia son como buques sin timón que obedecen a todo viento que empuja la vela. Contaba principalmente con una súbita irrupción de las formidables lanzas de Hawkwood que no sólo era yerno de Bernabó sino también de su favorita, la hermosa Domnina.
Revolviendo en su fantasía estos elementos, capaces de levantar una tempestad deshecha a tener la suerte de concitarlos, corriendo de un punto a otro, y recibiendo más promesas que seguridades, trazó Ugolino su plan, resuelto a herir por los mismos filos, a vengar la sorpresa con otra sorpresa, y restablecer a Bernabó en su perdido trono. Creyó que era lo primero sacarle de las uñas de su enemigo, y para esto se valió de un recurso que no deja de ser ingenioso tal como lo refiere S. Antonino de Florencia.
Trasladado al castillo de Trezzo, que él mismo había edificado a la orilla derecha del Adda, pasaba el viejo Bernabó sus tristes días, guardado por un triple recinto de muros y una triple guarnición de carceleros y soldados. Ni motivo ni espacio le faltaban para meditar sobre la inestabilidad de las grandezas humanas, al verse abandonado de todos menos de su amiga Domnina Porro, que le acompañaba en aquella soledad con una abnegación digna de un afecto más puro. Con ella logró entablar secretas inteligencias el joven Porro, y entre los dos urdieron la trama en que fundaban el éxito de su arriesgada empresa.
Unos quince días faltaban para las fiestas de Navidad, y Bernabó envió a decir a su yerno que deseaba disponerse a celebrarlas como cristiano acercándose al tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo le designaba para ministro del sacramento a un oscuro minorita, que por casualidad se le asemejaba en estatura y fisonomía. No fue el sobrino bastante avisado para hacer hincapié en esta circunstancia, y accedió a una demanda a que racionalmente no podía negarse. Recibida la orden el anciano fraile dirigióse desde su convento de Milán al castillo de Trezzo, y allí se retiró con el preso fuera de la vista de los que le custodiaban. Entró Domnina, y valiéndose de lágrimas y de promesas, parte con la persuasión, parte con la fuerza, consiguieron despojar de sus hábitos al religioso. Vistióselos Bernabó, y calzadas las sandalias, muy tirada por delante la capilla y puestas las manos dentro de las mangas, con paso grave y saludando humildemente con la cabeza, atravesó la primera puerta. Con igual fortuna eludió el peligro de la segunda. Respiraba su oprimido pecho, declinaba ya la luz del crepúsculo vespertino, y a pocos pasos de allí se le guardaba oculto un caballo que en velocidad se dejaba atrás al viento.
Libertad, vida, corona, las estaba casi tocando ya con la mano: todo dependía de atravesar felizmente la tercera puerta; mas en ella fue conocido. Echáronsele encima sus guardianes, y le volvieron a su cárcel con el abatimiento en el corazón, al ver así desvanecida la fantástica espiral que levantara el humo de sus postrimeras esperanzas.
No fue más dichoso Ugolino. Al mismo tiempo que esto sucedía, puesto a la cabeza de un centenar de valientes atacaba una fortaleza aislada distante algunas leguas de Milán, en donde esperaba recibir a Bernabó, y dar el grito que había de sublevar las poblaciones convecinas. Estaba en la creencia de que Hawkwood y Lucio Lando se le acercaban a marchas forzadas. Mas todo fue engaño: la resistencia del fuerte fue mucho más obstinada y vigorosa de lo que él había supuesto, sus soldados retrocedieron y se dispersaron, y él, después de haberse batido como un león, y de haber buscado con desesperada avidez la muerte, herido y desangrado, cayó en poder de sus enemigos.
Menos satisfacción produjo a Juan Galeazo el aborto de esas tentativas que recelos le infundió la osadía de haberlas imaginado. Pensó atinadamente que prolongándose el cautiverio de Bernabó podía aparecer como una expiación de sus iniquidades, y podía empezar a convertirse en lástima el odio que se le había tenido. A todo trance quiso verse libre de cuidados, y olvidó que era su yerno y su sobrino para acordarse de que era hijo de Galeazo II que no había pecado de blando ni escrupuloso. Así se dio maña para propinarle un veneno en un plato de legumbres a que era en extremo aficionado. Veneno tan activo que a poco de haberlo probado Bernabó, entró allí Messer Reginaldo, enviado por el Príncipe, y le vio sentado a la misma mesa, el rostro desencajado, los ojos vueltos en blanco, la boca echando espuma, y clamando con una ansiedad horrible: Miserere mei.....Agua! que me abraso las entrañas!.. Agua! cor contritum et humiliatum Deus non despicies.
Para que su muerte fuese bien conocida y divulgada, hizo Juan Galeazo trasportar su cadáver desde el castillo de Trezzo a Milán, donde se le hicieron suntuosas exequias como si hubiera fallecido conservando el dominio de sus Estados. El cadáver empero no empuñaba cetro, ni al darle sepultura en la iglesia de S. Juan se decoró su monumento con florido y mentiroso epitafio. Verdad es que en la inscripción funeraria del sepulcro de la princesa Beatriz, a cuyo lado debía reposar, siéndole más fiel después de la muerte de lo que en vida lo había sido, se leía:
Bárnabas armipotens Vicecomes gloria Regum.
Gloria Regum! se decía de él, y no hay que extrañarlo puesto que de ella se decía Laurea virtutum. Ni para los muertos faltan nunca aduladores a precio convenido! Ella había sido su ángel de tinieblas, ella le había inducido a crímenes, violencias y extorsiones, y sin embargo allí estaba el mármol perpetuando la adulación con todas las flores de la retórica y las elegancias del verso latino. Allí estaba la poesía desmintiendo cínicamente a la historia, y profiriendo elogios dignos de una Blanca de Francia o de una Berenguela de Castilla.
VI.
Recio golpe magulló el corazón de Tadea al verse sorprendida con la nueva de la frustrada intentona. Sobrehumanos esfuerzos había hecho para ahogar los transportes de su dolor cuando se le venía al pensamiento que el joven Ugolino, lejos y completamente olvidado de ella, se entregaba sin duda al hechizo de amorosos devaneos. Y esta idea de su presunta infidelidad no le bastaba aún para arrancar de cuajo la ponzoñosa yerba que en su pecho había brotado.
Mayor empero fue su pesadumbre al saber que el temerario mancebo se había entrado resueltamente en una senda tan erizada de abrojos, y que al primer paso los dejaba teñidos con su sangre. Entonces echaba menos la humillación del olvido y la punzante congoja de los celos. Porque ya no le cabía duda, le veía perdido, y perdido sin remedio alguno. Había podido salvarlo de los riesgos de un puñal alevoso; mas, de dónde sacar fuerzas para libertarle de un cadalso seguro? Terrible era su situación: estrechada por un dolor acerbo, y sin que se le ofreciera el más leve resquicio para buscar una sombra de consuelo. En qué pecho amigo pudiera desahogar el suyo sin hacerlo depositario de su culpable flaqueza? Buscaría alivio postrándose a los pies de un Crucifijo cuando sentía algo de criminal en su amargura, y sus gemidos no eran los de un alma arrepentida? Y cómo llorar copiosamente en la soledad sin que el rastro de sus lágrimas vendiera su secreto?
La necesidad misma de conservar ocultos sus sentimientos hizo que aumentaran de quilates su sagacidad de mujer y su varonil energía. Afectando la mayor indiferencia adquiría a título de curiosa las noticias que le eran de sumo interés a título de amante, y así consiguió, como quien dice, no perder de vista a su desgraciado Ugolino.
Restablecido este de sus heridas y llevado al primer interrogatorio se presentó a sus jueces con tan serena frente y mirada tan altiva que bien claro se vio que nada alcanzarían de él ni los amaños de la astucia ni los rigores de la fuerza.
El sombrío aspecto de cuanto le rodeaba era un conjunto de accesorios que encajaban mal en un cuadro donde la principal figura no ofrecía la menor apariencia de reo. No tocaba a Ugolino romper el silencio, y sin embargo irguiendo la cabeza y encarándose con los jueces:
- Figuraos, les dijo, que soy mudo de nacimiento, porque lo que es mi lengua no ha de venderme como me ha vendido mi fortuna. He jugado mi cabeza, y la he perdido. Sé que pertenece ya al verdugo, y la miro como una cosa que me tiene prestada por algunos días.
- Joven incauto y sin experiencia del mundo, le dijo uno de los jueces con melifluo acento, bien veo que te han engañado otros más ladinos y perversos. La vindicta pública reclama a los que te han seducido.
- Venís a preguntarme por mis cómplices, y ¿creeisme tan ruin y bajo que si tuviera cien mil denunciaría siquiera a uno? El cómplice de mi mano derecha ha sido mi izquierda. Sabéis ya todo cuanto podéis saber de este negocio.
- Pero mira que el tormento...
- Quebrantará mis huesos como el mazo los tallos del cáñamo seco. Y bien; si le resisto, que si resistiré, os quedaréis confusos y corridos, y si en él sucumbo devolveré más pronto mi cabeza a quien me la ha ganado. Quizás buscaba un trono y he dado con un cadalso: los dos tienen algo de parecido en la altura.
Informado Juan Galeazo de la resolución y entereza del joven no quiso que se le sujetara a la cuestión de tormento por no hacer uso de una crueldad, muy común en los trámites judiciarios de aquella época, pero de la cual no iba a sacar entonces provecho alguno. Excitaría la compasión popular sobre el gallardo mancebo, y bastábale su muerte para escarmiento de revoltosos.
Por otra parte no deseaba mucho profundizar las investigaciones de aquel suceso, temeroso de tropezar con algún descubrimiento que le produjera serios embarazos. Hallábase bien convencido de la firmeza de los cimientos en que estribaba su poder, y veía a sus enemigos bastante humillados para que osaran perturbar otra vez su tranquilo sueño con locas tentativas. Tal vez no hubiera estado muy lejos de su ánimo dispensar su clemencia al acusado; pero no había quien la implorase, y dejó la decisión de su futura suerte al arbitrio de Messer Reginaldo.
Una tarde en que la atmósfera lluviosa, y la macilenta luz que por ella atravesaba sus tenues hilos, tenían algo de propicio para dar un giro melancólico a los pensamientos, hallábase el jurista leyendo en un rollo de pergamino donde en sus juveniles años había transcrito Los Triumfos del Petrarca. Releía el de la Muerte, y al llegar a cierto pasaje depuso el pergamino sobre la mesa diciéndose a sí mismo. “Tiene razón el poeta. Digno de lástima es quien pone su esperanza en las cosas mortales; pero ¿quién no la pone?
Y en efecto, los que más blasonamos de nuestra razón, los que tan alto hablamos de esa llama divina, somos los primeros en cerrar los ojos a sus resplandores. Predicamos a los demás que los bienes del mundo seducen y dejamos seducirnos a sabiendas, y cuando nos vemos con las manos vacías queremos llamarnos a engaño. Pues qué? No lo había dicho el mismo poeta en otro lugar?
Dubbia speme davanti e breve gioja,
Penitenza e dolor dopo le spalle.
Qué grandiosa imagen la de presentar un campo inmenso cubierto de difuntos! y luego este vehemente apóstrofe.
O ciechi, il tanto affaticar che giova?
Tutti tornate alla gran madre antica,
E ‘l nome vostro appena si ritrova.
Gran madre antica. Profunda e ingeniosa paráfrasis para decir la tierra. Y qué diré de esa triste verdad que desvanece las quiméricas esperanzas de un renombre duradero? Ah! Juan Galeazo tendrá su historiador, Del Verme quien celebre sus bélicas hazañas, y yo?... Tal vez no haya ni un simple cronista que de mi nombre se acuerde!"
Aquí le cortó el hilo de sus reflexiones (reflecciones) el rechinido de la puerta principal, por donde entraba su esposa con ligero pie y sereno rostro.
- Venía a preguntaros, le dijo esta, si no hay inconveniente en decírmelo, en qué estado se halla la causa del joven que hizo la calaverada de atacar el fuerte?
- Está escrita su sentencia, y sólo falta para que se ejecute ponerle al pie mi firma.
- Y es? preguntó Tadea con mortal ansiedad, y sin que sus recios latidos movieran una sola fibra de su semblante.
- La que merecen los autores de asonadas y motines.
- Qué queréis decir?
- Que para los delitos de traición y rebeldía la pena es harto conocida.
- Oh! no. Vos no juzgáis tan duramente un arrebato juvenil, un momento de alucinación, un rapto de embriaguez... o de locura.
- De blandas calificaciones te vales. Pues te parece culpa venial el conato de encender la guerra civil, y renovar tal vez nuestras antiguas discordias? el atacar un castillo a mano armada? el ser quizás el jefe de una conspiración que no se ha descubierto, pero que de seguro ha existido?
- Si de conspiraciones habláis, recordad...
- Que triunfó la nuestra? Y bien: a sernos contrario el viento de la fortuna me hubieran condenado a muerte como yo condeno a Ugolino.
- La muerte! No, no es posible. Bástele el desengaño recibido. Quizás soñaba en honores y riquezas, bástele el ver disipadas las ilusiones de su loca fantasía. ¿Serán blando castigo la humillación de la derrota, los sufrimientos de las
heridas, las amarguras del destierro, las...?
- Pero, qué extraña compasión te inspira ese joven? De dónde tanto interés?
- Le conozco por ventura? Le he visto una vez aquí, en esa misma estancia, el día en que vuestro amigo Del Verme vino a visitaros disfrazado de minorita.
- Pues entonces...
- Me estará vedado condolerme de su infortunio? No le he tratado, no me conoce, no es mi deudo; pero es mi prójimo. Y este solo título, ¿no me da derecho para implorar por él vuestra clemencia, para convertirme en abogado suyo imparcial y desinteresado?
- Y en qué razones legales apoyarías tu defensa?
- En todas, en todas las que hubierais alegado vos, si hubiese por desdicha fracasado vuestra empresa.
- Las circunstancias no son las mismas.
- Tenéis dos pesos y dos medidas? Despojáis a las acciones humanas de sus cualidades intrínsecas para apreciarlas únicamente según sus resultados exteriores? El bien y el mal serán accidentes arbitrarios de unos hechos iguales en su esencia? Depende el valor moral de los caprichos de la suerte? Entregaréis a la fortuna ciega la balanza de la justicia?
- Mujer, no te remontes a esas filosofías.
- Tenéis razón. Soy mujer y no debo apelar sino a vuestros sentimientos. Pero vos sois hombre y no podéis tener las entrañas de piedra: sois cristiano y debe de causaros horror el derramamiento de sangre humana. Mirad que ese joven se halla en lo más florido de sus años, mirad que tiene una madre, una hermana, una esposa tal vez. Cuánta amargura podéis ahorrar a sus pechos! Cuántas lágrimas a sus ojos! Yo en su nombre os hablo, en su nombre me arrojaré a vuestras plantas.
- Yo no soy más que un simple mandatario del Príncipe.
- Perdonad, y el Príncipe ratificará vuestro perdón.
- No puedo, no debo.
- Decid no quiero. Si me amáis, si me habéis amado alguna vez, no hubierais sufrido horriblemente, no se os hubiera destrozado el corazón, al ver que implorando misericordia para vos, me rechazase el juez tan ásperamente como vos me rechazáis ahora?
- Tadea, no hay aspereza en mí; pero soy impasible como la ley. La ley no tiene entrañas, la ley no tiene oídos, la ley no tiene lágrimas, y la ley le condena.
- No sé si hay leyes que le condenen; pero sé que hay una ley que os prohíbe a vos el condenarle.
- Y dónde está esa ley que se ha sustraído a mis investigaciones? repuso el letrado con un ligero acento de ironía.
- Aquí está, miradla, leed. Díjole Tadea poniéndole delante un pequeño libro que traía consigo, y señalándole con el dedo extendido la página abierta.
- Qué es esto?
- Los santos evangelios.
- Ah! el capítulo de la mujer adúltera, dijo el letrado fijando en el libro su vista.
Su última palabra penetró como la acerada punta de un dardo en el corazón de Tadea, a quien humillaba el ver que no podía hacer alarde de una inocencia completa. Ella se erigía en juez, y sentíase acusada por el eco de su conciencia que le repetía la palabra de su marido; pero consiguió dominar su emoción, y evitar que la vergüenza enrojeciera sus pálidas mejillas.
- Le arrojareis, vos, la piedra, vos, reo del mismo delito?
- Si fui delincuente, ahora soy juez. La culpa mía no borra la ajena. Sobre los santos evangelios he jurado administrar justicia.
- Sobre los santos evangelios jurasteis fidelidad y homenaje a Bernabó.
- Tadea! me llamas perjuro?
- Habláis de justicia, yo pido misericordia.
- No es posible, no debo acceder a tus ruegos, que más bien que de la compasión excitada provienen ya de tu amor propio ofendido. El brazo de Ugolino es demasiado débil para subvertir un Estado pero basta para turbar el público sosiego. Hombre muerto no hace la guerra.
- Todos moriremos, repuso a media voz Tadea. Pero viendo que el letrado cogía un pergamino con su izquierda, y con la derecha sacaba ya del tintero la pluma exclamó con un terrible grito: Deteneos, deteneos.
- Qué más tienes que añadir? replicó el jurisperito volviendo con disgusto la cabeza.
- Esta pluma... esta pluma... no es la misma con que escribisteis a Juan Galeazo el día que vino Del Verme?
- Y bien?
- Y con esta pluma firmaríais una sentencia de muerte, vos conspirador dichoso, contra un conspirador desdichado? Ella será un testigo contra vos en el tribunal divino.
- Aprensiones tuyas, dijo el letrado, y firmó.
- Ah! Qué habéis hecho? Y podréis ver esta pluma sin que el remordimiento despedace vuestro corazón?
- Pues así no la veré más, respondió el jurista. Y levantándose arrojó la pluma en el corralón lleno de escombros y malezas a que caía la ventana de su gabinete de estudio.
Volvióse Tadea a su retrete, no ya disgustada como mujer que ve desatendidos sus ruegos, sino como vuelve a su cubil la tigre (tigresa) irritada a quien aguijonean sus feroces instintos.
No más lágrimas se deslizaron de sus ojos; pero gota a gota caían en incesante lluvia sobre su corazón. Poco después salió de su casa y recorrió algunas calles de Milán.
El día siguiente al entrar Messer Reginaldo en su gabinete se encontró con la pluma puesta en el tintero. Algo más que extrañeza le causó su simple vista, y cogiéndola con una especie de arrebato, la hizo añicos y los arrojó por la ventana. Llamó a todos sus sirvientes y les preguntó: quién había subido la pluma? y todos le contestaron, que ni eran ellos ni habían visto a nadie que bajase al corral. La misma pregunta iba a dirigir a su esposa; pero le detuvo un sentimiento vago y confuso, que no hubiera podido definir si era rubor o miedo. Más tarde vinieron a decirle que Ugolino había sido decapitado aquella noche en su calabozo. Esta noticia no debía sorprenderle, y sin embargo le hirió como
sí fuera inesperada. El horror de la sangre vertida le produjo una sensación desagradable como si tuviese las manos teñidas con ella. El valor, la juventud, la gallardía de Ugolino despertaron en su pecho como un sentimiento de lástima, y por su fantasía vagaban como unas sombras de duda acerca de si él habría pasado la raya de justiciero. Todo aquel día estuvo displicente y mal humorado.
Grande fue su sorpresa cuando la mañana siguiente vio otra vez la pluma en el tintero. Retrocedió algunos pasos antes de llegar a la mesa, y cruzándose de brazos pensó, y se aseguró de haberla hecho trizas el día anterior. Asaltóle el recuerdo de la serpiente destrozada por el rayo, y pensó que aquella misteriosa pluma podía ser también un aviso del cielo. Ugolino había comparecido ya delante del tribunal del Juez supremo, y ¿sería que él estuviese ya citado para comparecer también dentro de breve plazo? Parecióle entonces que la sangre del infeliz mancebo tenía una voz semejante a la de Abel, y aunque le constaba que era culpado, mirábase a sí mismo y tampoco se veía inocente. Él había tomado parte en insidiosas tramas contra la autoridad legalmente constituida, él había violado la santidad del juramento, él cuando menos había dado su tácita aprobación al envenenamiento de Bernabó, cuyas mercedes había pagado con traiciones y felonías. Aleve! ingrato! ambicioso! le gritaba su conciencia, y a tales voces no sabía cómo desmentirlas. Temblaban sus piernas, y acercándose a la mesa cogió la pluma como si fuese un objeto nauseabundo, y mirándola apenas, volvió a destrozarla y a echar sus restos por la ventana. No tuvo ánimo de permanecer más tiempo en aquella estancia, y cerrando la puerta secreta y la principal se guardó las llaves en el bolsillo.
Pero vanas fueron sus precauciones. El siguiente día y el otro y el otro y el otro le sucedió lo mismo. Cada mañana le aparecía, descollando sobre los objetos que cubrían su mesa, aquella pluma con su mismo color y sus mismas formas, y cada mañana la cogía como si fuese un hierro candente, y sin atreverse casi a poner en ella los ojos, la rompía y trinchaba y reducía a menudísimas partes, ya entre los deliquios de un glacial espanto, ya con los furores de una cólera desesperada. Era aquello el mudo testimonio de su conciencia que de tan extraña manera se había transfigurado. En aquellos pocos días el aspecto de Messer Reginaldo llegó a parecerse al de un cadáver: decía sentirse indispuesto y realmente estaba enfermo: tenía accesos de calentura, y de tal suerte se le había fijado la pluma en la imaginación que a menudo le parecía estarla viendo con sus ojos.
Profundo era su abatimiento, y sin embargo al declinar la tarde, después de una larga y penosa lucha consigo mismo, se resolvió a dar una prueba de energía. Dijo a su esposa que un asunto de grave importancia le obligaba a pasar la noche escribiendo, y encerrado en su gabinete despejó la mesa no dejando en ella más que un candelero. Abrigado el cuerpo, sentado en su sillón, erguida la cabeza y abiertos de par en par los ojos, se prometía pasar toda la noche en vela para ver de qué manera le acometía aquella visión espantosa. Así en medio de un triste silencio estuvo algunas horas a solas; pero a solas con su imaginación que hacía el oficio de verdugo. Llamaron después a la puerta principal, y entró su esposa con una bandeja en las manos.
- Paréceme que os convendría tomar algún alimento.
- Tienes razón, Tadea: los que vivimos en medio del torbellino de los negocios públicos no podemos prescindir de los cuidados de una leal y afectuosa consorte. Qué me traes?
- Vedlo aquí, respondió Tadea, alargándole un plato de legumbres sabrosamente condimentadas.
- Frisoles! Apártate. Quieres envenenarme? Quita eso de ahí. Prefiero morir de hambre. (frijoles; fesols; phaseolus, judías blancas; con ellas envenenaron a Bernabó)
- Pero, señor, qué decís? Yo envenenaros! Y esta imputación ha podido mereceros vuestra esposa?
- Aparta, aparta ese plato.
- Pero, no os gustaban tanto? Si dudáis de mí los voy a comer a vuestra vista, y tragó rápidamente un par de cucharadas.
- Oh! no, no. Tú no sabes... No ves cómo se erizan mis cabellos de espanto? Aparta eso. No quiero más que un bocado de pan y una copa de vino.
Y después de esta sencilla refacción volvióse a quedar solo el jurisconsulto. Sentíase al principio con más ánimo; pero luego le entró una pesadez que se le hizo irresistible. Empezó a cabecear, luchó con el sueño, y por fin se durmió completamente. Aquel sueño empero estuvo muy lejos de ser tranquilo.
Encontrábase en un paraje desconocido, en una vasta llanura cubierta de lisas y anchas breñas, como losas sepulcrales de un cementerio de gigantes. Por entre sus junturas asomaban escasos y raquíticos arbustos, que tendían sus ramas desnudas como los brazos de una tropa de mendigos extenuados por el hambre. Ni una mancha verde se descubría en toda aquella comarca, ni un pedazo de azul esmalte aparecía en la bóveda del cielo. Era este de una blancura cenicienta, y de él se desprendía una luz enfermiza. Aves de negro plumaje empezaron a cruzarlo con pausado vuelo, salían bandadas de levante y de poniente, salían otras del norte y del mediodía. Volaban con lentitud, sin orden ni concierto, pero sin embarazarse mutuamente. El hemisferio parecía jaspeado de blanco y negro: y como de garzas y palomos en quienes clavan las uñas sus mortales enemigos, empezaron a caer plumas que se balanceaban en el aire a guisa de copos de nieve. Pero las que caían sobre el jurista como que tuviesen aceradas puntas, y se le hincaban en las carnes como si fuesen arrojadas por el arco de vigoroso ballestero. Breñales y arbustos desaparecieron sumergidos por la extraña lluvia, y el triste, horriblemente asaeteado, quería andar y no podía, intentaba huir y se veía atollado en aquel mar de plumas. De repente cambió la escena: vióse en un camino llano y solitario con los pies desnudos, la toga destrozada y llevando un saco al hombro. Teníale agobiado y jadeante el peso de aquella carga para él desconocida, entró en una venta y pusiéronle un plato de frisoles sobre una mesita. Atragantóse con el primer bocado, parecióle que se ahogaba, volvió la vista y tropezó con la del ventero que le miraba de hito en hito y se reía a carcajadas. Y el ventero, con su rústico traje y su tosca fisonomía, era el mismo Bernabó. Entonces fue a recoger su saco, y de él salió rodando la cabeza de Ugolino con los ojos abiertos y chorreando sangre por el cuello segado. Para darle sepultura fatigábase el jurista abriendo un hoyo en el corral de su casa, y a su lado vio el cadáver de Bernabó, que con las manos cruzadas y sin despegar sus labios repetía el versículo cor contritum et humiliatum, y él quiso acompañarle en sus preces, y se puso de rodillas, y luego se sintió rodeado por unos brazos de hierro. El robusto atleta que así le estrujaba y quebrantaba sus huesos era el tronco sin cabeza de Ugolino. Aterrado el jurisperito forcejeaba en vano para desasirse, quería gritar, y su antagonista le metía en la garganta una pluma que él también tenía agarrada a fin de impedirlo.
Con las agitaciones convulsivas de esta desesperada lucha, la víctima infeliz, más bien que del sueño de los remordimientos de su conciencia, dio con la frente sobre la mesa y sus manos cogieron maquinalmente un objeto. Despertó, y vio que tenía en sus manos la pluma, la fatal pluma que tan encarnizadamente le perseguía. No hay ponderaciones con que dar una idea de su terror y amilanamiento; y sin embargo, a despecho del temblor de todos sus miembros, se entretuvo en quemar la pluma a la llama del candelero. Su pestífero olor le pareció más insoportable que el de cualquiera otra substancia de la tierra, le pareció un hedor propio del infierno. Abrió la ventana, y la frescura del aire y la suave claridad de la luna como que proporcionasen un poco de alivio a su pecho. Fija su vista en la altura: “No está allí mi asiento, se decía. Tengo mi sentencia escrita. Mi ingratitud! mi perfidia! mi perjurio! y yo, yo le condené a
muerte! Soy un asesino. Qué hago aquí? Lo star mi sitrugge, e ‘l fugir non m´aíta. Pero, por qué no? Quién ha dudado jamás de la piedad del cielo?
Son como las del hombre las entrañas de la Misericordia divina?"
Entró después en la alcoba de Tadea y viéndola al parecer profundamente dormida cruzó los brazos y exclamó: Sólo tranquila duerme la inocencia.
Oh loca ambición mía, a qué horrible castigo me has conducido!
Y al amanecer, apenas ella se hubo levantado, le dijo: Esposa mía, debo participarte una resolución muy grave. He sido un gran pecador, pero me siento arrepentido. Dios me llama a sí. Los sagrados vínculos que a ti me unen me privan de mi libertad; pero si la tuviese hoy mismo cubriría mi cuerpo con el sayal de los franciscanos.
- Y qué razón...?
- Oh! por piedad no me hagas dolorosas preguntas.
- Señor, si Dios os llama he de oponerme yo a su llamamiento? Hágase vuestra voluntad.
- No te dejaré desamparada. Todos mis bienes son tuyos.
- Soy la pobre huérfana a quien vos acogisteis.
- Oh Tadea! mi buena Tadea, qué feliz hubiera sido viviendo sólo para ti!
Sus ojos reventaron en lágrimas, el dolor añudó su garganta, y sin poder pronunciar más palabras depositó un ósculo tiernísimo en la frente de su esposa. Nunca, le había parecido tan dulcemente atractiva su hermosura.
Tadea se sintió casi conmovida; pero estaba despojada ya del candor de la inocencia, y sus labios permanecieron mudos y su pecho duro e impasible.
Aquel mismo día Messer Reginaldo entró en un convento, y Tadea sin ser vista de nadie arrojó en un pozo, atado con unas llaves, un mazo de plumas de escribir diciendo: Crueles han sido mis angustias; pero las suyas tampoco han sido ligeras. Me he vengado; pero, ay! mi corazón está muerto, para siempre muerto!