domingo, 14 de junio de 2020

193. LA PRINCESA MORA QUE BUSCÓ LA LIBERTAD


193. LA PRINCESA MORA QUE BUSCÓ LA LIBERTAD (SIGLO X-XI. FRÍAS DE ALBARRACÍN)

En la corte musulmana de Albarracín, el rey tenía encerrada a su hija Aixa en una lóbrega habitación del alcázar real. Estaba confinada allí por el grave delito de ser hermosa y objeto de un posible pacto con algún reyezuelo sarraceno del que obtener provecho. Nadie, pues, la podía ver, no fuera que los planes paternos pudieran fallar.
Sin embargo, una noche de verano en que el señor albarracinense se hallaba ausente de la ciudad, Aixa logró salir del recinto amurallado y lanzarse a la libertad por los montes de Frías. Se escondió entre las paredes de un semiderruido castillo, a cuyo pie brotaba una fuente de claras aguas. La princesa disfrutó así de la quietud del monte, del volar vertiginoso de los pájaros, del susurro de las hojas al ser mecidas por el viento... Se sentía libre.

En la corte, en cambio, todo era inquietud, pues se temió que Aixa había sido raptada. Se registró toda la ciudad, hasta el último rincón; se recorrió el río; se enviaron emisarios a todos los castillos, incluso los cristianos. Nadie supo dar la más mínima noticia que pudiera conducir al paradero desconocido de la princesa.
Se recurrió, asimismo, a magos y adivinos venidos de todos los confines, pero ningún conjuro logró dar fruto. Cuando ya se desconfiaba del procedimiento, una hechicera llegada de al-Andalus le dijo al rey que su hija estaba viva, y que fue ella misma quien eligió la libertad. No obstante, jamás podría hallarla, aunque sí castigarla a distancia, si así lo deseaba.
La hechicera, con el beneplácito del rey, ideó un castigo sibilino. Ya que la muchacha deseaba vivir como el corzo y el águila, como éstos debía sufrir alguno de los rigores de la naturaleza. La condenó así a que, siempre que acudiera a la fuente a saciar su sed, las aguas del manadero se retiraran, como así ocurrió desde aquel día.
Hoy, cualquiera que recorra con sosiego las montañas de Frías, como hiciera Aixa, podrá hallar la «fuente Mentirosa» o «Burlona», única en toda la comarca de manadero intermitente: tan pronto emerge su hilo de cristal como desaparece por algún tiempo. En las ruinas próximas, Aixa, sin embargo, prefirió la libertad a la espera interminable en la sala lóbrega del palacio real.
[Tomás Laguía, César, «Leyendas y tradiciones...», Teruel, 12 (1954), 138-140.]

192. LA PIEDRA HORADADA POR EL AMOR


192. LA PIEDRA HORADADA POR EL AMOR (SIGLO X. ALBARRACÍN)

En el tiempo en el que Albarracín era gobernada por Abú Meruán, de la familia de los Abenracín, se escribió en sus sierras una de las más bellas historias de amor que se conocen. Ocurrió que el menor de los hijos de Abú Meruán, jinete ágil y conocedor como nadie del terreno, acostumbraba a recorrer las montañas del señorío, lo que le condujo a Cella, donde el alcaide del castillo solía recibirle hospitalariamente. Fruto de estas visitas fue el amor que el joven Abenracín comenzó a sentir por Zaida, hija única del alcaide, amor que pronto se vio correspondido.

Pero aquel sueño era imposible, pues el señor de Cella tenía proyectos mejores para su hija, a quien pensaba desposar con un emir de al-Andalus, más rico y más poderoso que Abú Meruán. Este, a quien el alcaide le debía vasallaje, apenado por el dolor de los jóvenes enamorados, envió una embajada al padre de la hermosa Zaida.
La comitiva, cargada de regalos, fue recibida con cortesía en el castillo de Cella. Pero a la hora de tratar del enlace, el alcaide manifestó que Zaida ya estaba comprometida. Los embajadores no desistieron, temerosos de la reacción de Abú Meruán, reacción que también temía el alcaide. Por eso puso una condición que creyó imposible que pudiera ser cumplida y, por otro lado, le dejaría las manos libres, quedando a salvo su integridad. Prometió acceder al matrimonio cuando las aguas del Guadalaviar regaran los campos de Cella. Los embajadores deliberaron y, tras pensar cómo hacer realidad tan extraña solicitud, pidieron un plazo para poder acometer el prodigio, plazo que se cifró en cinco años.
Cientos de hombres trabajaron noche y día horadando la montaña que separa el Guadalaviar de los llanos entonces sedientos de Cella. Poco a poco, por las entrañas de la tierra, un acueducto —que el Cid admiraría años más tarde y que todavía hoy es testimonio de aquel amor— lanzaría el agua clara del río encajonado a los campos abiertos de la llanada. Faltaban muy pocos días para cumplirse el plazo marcado y el agua llegó a Cella.
El joven Abenracín y Zaida, la bella morica de Cella, pudieron cabalgar juntos entre los trigales nuevos de su amor.
[Tomás Laguía, César, «Leyendas y tradiciones...», Teruel, 12 (1954), 127-129.]