martes, 23 de junio de 2020

280. VICENTE FERRER, PREDICADOR EN MORA DE RUBIELOS


280. VICENTE FERRER, PREDICADOR EN MORA DE RUBIELOS (SIGLO XV. MORA DE RUBIELOS)

280. VICENTE FERRER, PREDICADOR EN MORA DE RUBIELOS (SIGLO XV. MORA DE RUBIELOS)


Todo el mundo sabe en Mora de Rubielos y su comarca cómo, a comienzos del siglo XV, el famoso dominico valenciano —cuya opinión tanto pesara en la solución dada en Caspe tras la muerte de Martín el Humano—, visitó la villa, en la que fue recibido con enormes muestras de entusiasmo y alegría por todo el vecindario. Aunque todos querían tenerle en su casas, se decidió al final alojarlo en la mejor posada de la localidad, una hermosa mansión gótica, de la misma factura que el templo parroquial.

Aunque sólo se encontraba de paso, ante la solicitud de los vecinos
—que deseaban escuchar la palabra elocuente y sabia de quien ya era considerado como un verdadero santo en vida— accedió Vicente Ferrer a complacerles y, desde una de las ventanas de la posada, convertida en improvisado púlpito, se dirigió a todos en una encendida y fervorosa plática que jamás podrían olvidar.

En medio de su arrebatado discurso, a consecuencia de la constante agitación de sus brazos, cayó a la calle el pañuelo que el orador llevaba en la mano. Al advertirlo la gente, se precipitó a cogerlo, pero no con intención de devolvérselo a su dueño, sino para conservarlo como recuerdo y testimonio de tan importante visita y visitante.

Dado el tropel de oyentes, pues la calle estaba totalmente abarrotada, no se supo quién o quiénes lo habían cogido y guardado, mas transcurridos algunos días, y una vez que el predicador valenciano había abandonado Mora, apareció el pañuelo depositado al pie del altar mayor de la iglesia colegiata, sin saber quién lo había dejado.

Comunicó el sacerdote el hecho a sus feligreses y acordaron custodiarlo en una arqueta construida al efecto, cerrada con tres llaves, como era costumbre en aquella época guardar los auténticos tesoros, y el pañuelo de un hombre considerado como santo, sin duda lo era.

[Recogida oralmente.]


279. LOS PREDICADORES GREGORIO Y DOMINGO, EN BESIÁNS


279. LOS PREDICADORES GREGORIO Y DOMINGO, EN BESIÁNS
(SIGLO XIV. BESIÁNS)

279. LOS PREDICADORES GREGORIO Y DOMINGO, EN BESIÁNS  (SIGLO XIV. BESIÁNS)


Entre los años 1300 y 1348, años repletos de dificultades, fueron a misionar por tierras ribagorzanas los beatos Gregorio y Domingo, ambos de la Orden de Predicadores. Sus conocimientos y su celo, puestos de manifiesto en fervorosos sermones, fueron muy apreciados por los habitantes de estas altas tierras, que encontraban en ellos sosiego.

Salieron una tarde ambos de Besiáns, donde habían predicado y confesado a sus vecinos el día anterior, camino de un pueblo cercano, cuando se desató una terrible tempestad, lo que les obligó a guarecerse en la cavidad de una peña (hoy llamada de San Clemente), en el término de Perarrúa. Quizás por los efectos de un rayo, ambos religiosos murieron en la soledad.

Cuando amainó el temporal, comenzaron a tañer, sin que impulso humano las volteara, las campanas de Besiáns, Perarrúa y la Puebla de Fantova. Tan extraordinario suceso llenó de admiración a aquellas gentes, que no acertaban a explicarse qué ocurría. Salieron de la duda cuando un vecino de Fantova, que pasó tras la tormenta por un barranco cercano a la peña de San Clemente, percibiendo una especial fragancia, siguió su rastro hasta dar con los cuerpos sin vida de los religiosos.

Tras dar el aviso a los tres pueblos, mientras las campanas seguían tañendo, fueron todos en procesión al lugar para llevarse los cuerpos sin vida a sus respectivos pueblos. Se entabló una larga disputa sobre dónde irían a parar y, como no había acuerdo, determinaron cargarlos sobre sendas mulas y que fueran ellas quienes, sin guía alguna, determinaran el lugar.

Fueron los mulos hacia Perarrúa y dieron vuelta por todas sus calles sin detenerse en ninguna; dejaron este lugar y, dirigiéndose a Besiáns, subieron la larga y empinada cuesta, para ir a parar a la iglesia, ante la que se arrodillaron, a la vez que, de manera repentina, se les saltaron los ojos y quedaron inmóviles. Sin duda, aquella era señal inequívoca de que era allí donde el cielo quería que fueran sepultados, como así se hizo. Desde ese momento, ambos predicadores, beatificados muchos siglos después, fueron venerados por todos los pueblos de la comarca.

[López Novoa, Saturnino, Historia de la... ciudad de Barbastro, págs. 228-231.]