domingo, 17 de octubre de 2021

A D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN... EN EL OTRO MUNDO.

A
D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN...


EN
EL OTRO MUNDO.

Mi estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo



Mi
estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con
la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la
flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo. ¡Cáspita con
el Sr. D. Leandro! ¡No haber caído en enviar por acá alguno de sus
manes, un pedacito de sombra funeral, o siquiera unas simples
expresiones con cualquier mochuelo desocupado! En fin, ¿qué le
haremos?
¡Cosas de difuntos! En cambio los amigos de V. a cada
momento hacemos memoria del que sabía cautivar los corazones con las
nobles prendas del suyo, del que lograba deleitar siempre, pariterque
monendo, con su buen seso y peregrina instrucción.


Anteanoche,
sin ir más lejos, nos hallábamos reunidos en casa del P. Romero
(aquel capuchino que en 1814 vivió con usted en Barcelona, calle d‘
en Patrixol
, posada) (*),
(*) Allí vivió efectivamente
Moratín por este tiempo, según consta en una carta autógrafa del
mismo, que posee un distinguido literato de Sevilla, publicada en la
Revista de literatura, ciencias y artes de la misma ciudad. - N. del
A.



este
exclaustrado, D. Félix de Cantalicio (¡tan alma de Dios como
siempre!) y este humilde criado de V., y estuvimos hablando
largamente de V. entre jugada y jugada de tresillo. Nuestro don
Félix, que nunca leía ningún papel de su estimado Moratín, (¿se
acuerda V.? ¡qué tiempos aquellos!) sin tomar antes medio cucurucho
de rapé, y sin exclamar concluida su lectura: ¡Optime, optime,
optime!; no pudo contener las lágrimas al recordar a V. a quien
sigue llamando: Dimidium animæ meæ. El tono como pronunció
anteanoche el buen D. Félix esta frase de hondo cariño que Horacio Flacco (editio expurgata) dirige en una de sus odas a su caro
Virgilio, nos hizo prorrumpir a los tres en un tierno y fervoroso
anima ejus requiescat in pace, que acabó de conmovernos
profundamente y de soltar la rienda al llanto que sentíamos brotar
de nuestros corazones.


La
conversación acerca de V. vino a propósito de una catilinaria que
D. Félix enjarretó con la piltrafa de pulmón que le queda (¡el
pobrecito está de asma, que no puede resollar!) contra el estado
bochornoso a que se halla reducido en su concepto el teatro español.
Como no habrá usted echado en olvido, D. Félix fue en su mocedad
alumno de las musas, y tiene sobra de juicio para todo. ¡Vamos, que
sus dos autos sacramentales y su sermón panegírico-doctrinal de S.
Ignacio son cosa de gusto! (salvo el parecer sine apellatione de V.
que para esto de poner en su punto el mérito o demérito de las
composiciones literarias se pinta sólo.)
Ad rem ergo, como
decíamos en los escolapios. D. Félix se ha empestillado en que la
Talía española se halla in extremis, o como quien dice, con el alma
entre los dientes. ¡Ah! (decía anteanoche dando sendas manotadas
encima de sus escuálidos muslos y echando cohetes por sus ojos
llenos de vida.) ¡Qué falta hace por acá nuestro don Leandro!
¿Quién sino el inmortal autor de la Comedia nueva podría
exterminar con la tizona de su guerrera y terrible sátira a tanto
moderno Eleuterio Crispin de Andorra como invade ¡bendito Dios! la
patria escena?...
Si él resucitase y enristrara otra vez su
valiente péñola, 
¿La
caterva de pedantes
A
dónde fuera a parar? 
Aunque yo no soy, como V. sabe, de corpore
studii, se me antoja que nuestro amigo tiene razón de sobra en el
presente caso. Lo cierto es, D. Leandro de mi alma, que nunca como
ahora ha sido tan verdadero aquel evangelio chico de que no hay
español sin drama, y así anda ello, es decir... no anda. Mozalbete
conozco que así sabe lo que significa composición dramática, como
yo el idioma de los patagones, y no embargante, monopoliza todos los
esquinazos de la monarquía con los anuncios de sus dramas, comedias,
disparates cómicos, juguetes líricos, a propósitos (vocablillo de moda entre estos infelices), arreglos del francés, ¡esa gallica
gens, D. Leandro, me tiene frito!), los pone en escena sin temor de
Dios ni del diablo y... se los aplauden; sí, como V. oye, se los
aplauden. Ahora bien: lo que yo digo Sr. D. Leandro ¿qué es más
hacedero y socorrido? ¿escribir un buen drama o machacar esparto? No
hay duda que lo segundo. Atqui para machacar lo susodicho se necesita
un aprendizaje más o menos costoso, según los puntos que calce el
machacador; ergo, venid acá, dramaturguillos de aguachirle,
pecadores empedernidos (y no me dirijo a nadie personaliter), ergo,
repito, ¿no se necesitará haber hecho un largo, rudo y penosísimo
aprendizaje para escribir una comedia, una tragedia, un drama et
altera similia que, según el simple instinto literario aconseja, son
obras de las más difíciles, complicadas, importantes y exquisitas
del intelecto?


Pero
¡Santa Bárbara gloriosa! ¿Quién me ha metido a mí a predicador?
¿Dónde están mis licencias? ¿Soy yo más que un pobre lego? No
parece sino que soy algún vista de aduanas del Parnaso o algún
señor inspector de policía literaria ¡Dios de bondad! Ni siquiera
soy zarzuelista. ¿He estudiado por ventura más filosofía que la de
Guevara, ni más humanidades que la retórica del maestro Granada y
mi cachillo de Hermosilla, ni más gramática que la de Antonio Nebrija? ¡Lindo equipaje para un crítico! Otro sí, de sopista pasé
a sacristán y de sacristán a... sacristán, puesto que hoy día de
la fecha lo soy todavía de las Calatravas. ¡Lucida carrera para
censor de ajenas literaturas! No es esto decir que la desprecie. Por
bien empleada la doy, por excelente, por de mucha honra si al cielo
me conduce; preciso es confesar, sin embargo, que no es la más a
propósito para escupir en un corro con la gente de pluma, y menos
para echarles sermones y apedrearles a argumentos. Además, señor
Moratín, censurar a los literatos de la época actual ofrece dos
inconvenientes, gravísimo el uno y muy atendible el otro: pues a lo
divino, se peca contra la caridad; y a lo profano, se expone el más
pintado a una paliza clásica que le estropee para toda su vida.
Porque ha de saber V. que los autores fueron, son y serán siempre
los mismos, es decir, costales de vanidad y adoradores fanáticos de
sí propios. Perdóneme Dios si peco, pero lo cierto es que no tienen
aguante. Si les mima V., si les adula, si les hace la corte, le miran
a V. como a un esclavo uncido al carro de sus triunfos, como a un
turiferario servil, como a un ilota sin importancia; si pone usted su
divinidad en tela de juicio, si sólo dobla V. ante ellos una
rodilla, si les regatea el incienso a que se juzgan acreedores,
¡pobre de V.! Le hunden a V. los sarcasmos, le apabullan a ultrajes,
le apellidan bárbaro, imbécil, pedante, y sobre todo le cuelgan a
V. el terrible calificativo, el sambenito degradante, el nombre de
¡envidioso!!


Si
levanta V. bandera negra, si trata de probar al público el poco o
ningún mérito del falso ídolo, si censura, aunque fundadamente,
sus obras, entonces... entonces viene lo de la paliza. Ejemplo al
canto. Dos meses y siete días hace que consultado por un autor, y no
de los de punta, sobre una comedia de costumbres, suya, intitulada,
por más señas, La ninfa y los tres trabucos, le puse algunos
reparos llenos de buena fé y lealtad y no desnudos de razón: me
miró de arriba abajo, se sonrió desdeñosamente, embuchó su
manuscrito y se marchó sin despedirse.
Al día siguiente supe
que entre sus correligionarios y admiradores me había adjetivado con
la más inaudita crueldad. Como la carne es flaca y la soberbia tiene
su trono en el centro del corazón humano, me incomodé como pecador
que soy, y, topándole por casualidad una tarde, tuve el poco tino de
afearle su proceder y de avinagrar con exceso las razones que
anteriormente me indujeron a censurar su malhadada producción.
Resultado: sesenta reales que me cuesta la cura del palo mayúsculo,
con el cual por poco me destapa los sesos, a razón de cincuenta
reales al médico por cinco visitas, y diez al boticario por friegas.
¿Qué tal? ¿Quid tibi videtur?... ¿Es esto aceptable? ¿Es
decoroso? ¿Es literario?... ¿Y si le envían a V. un cartel de
desafío, y si le pasan de claro en claro, y si le incendian de un
pistoletazo? ¡Perdónales, Señor! Parce illis.


Volviendo
a los dramaturgos, sepa usted que hay algunos, cosa rica. V. se
chuparía los dedos saboreando sus bellas, pero por desgracia
escasísimas producciones. De día en día van enmudeciendo. ¿Y por
qué? preguntan todos. ¿Por qué, D. Leandro? Porque nunca se han
oído cantar ruiseñores junto a un charco henchido de ranas
vocingleras, porque nunca se ha visto a la púdica virgen tomar parte
en los festines y algazaras de las mujeres de mal vivir. Sat est:
intelligenti pauca.


¡Ah!
Sr. Moratín de mis entrañas! Vea usted de resucitar y venirse por
acá tan campante y frescote como fue V. en sus buenos tiempos, y
afile bien antes la hoja de su vibrante espada, porque le prevengo
que los pedantillos de la era presente son más difíciles de
derrotar que Concha, Moncín, Trigueros, Comella, D. Bruno, Salanova,
etc., etc., a quienes hizo V. gigote tan a su sabor, con aplauso de
propios y extraños. Si no, pronto las diversiones españolas
quedarán reducidas a la ópera nacional, vulgo zarzuela (¿sabe V.
qué es zarzuela?... ¿no?... pues yo tampoco),
a los bailes de
candil, con su correspondiente bronquis, a las ferias, a las
funciones de toros (estas cátedras de moral de cada día más en
boga) y a los atropellos de coches. ¡Si al menos el gobierno
adoptase el pugilato de los herejes! ¡Si al menos fomentase las
riñas de gallos, (en términos cultos se llaman círculos
gallísticos)!... Por Dios, D. Leandro, resucite V. y, por lo que
pueda tronar, tráigase V. unos cuantos millones de arrobas de
sentido común (mens sana) y sobre todo de eso que usábamos
antiguamente que, si mal no recuerdo, llevaba el nombre de vergüenza,
pues acá tiempo hace que no gastamos estas cosas y, ¡si supiese V.
cuánta falta nos hacen!...


Adiós,
carísimo e inolvidable D. Leandro. Me repito su más seguro servidor
y amigo Q. S. M. B. - Juan Mazorsa, sacristán. - Es copia.


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FERNÁN CABALLERO.

FERNÁN
CABALLERO.

Fernán Caballero, Cecilia Böhl de Faber



Formular
un juicio acabado de Fernán Caballero, y aquilatar definitivamente
sus altas dotes literarias, no es cosa de fácil logro para quien,
como nosotros, sólo puede contar con un criterio inseguro.
Venturosamente, escritores nacionales de incontestable respetabilidad
y bien asentada nombradía, unas veces con los encarecimientos del
entusiasmo, otras con el sesudo lenguaje de una crítica razonada,
han venido a confirmar la estimación y aplauso que el público ha
dispensado siempre a las producciones del esclarecido novelista. Y,
para que la celebridad de nuestro Fernán (Fernan en el original)
reuniese todas las condiciones de legitimidad apetecibles, ese nombre
modestamente sencillo, por un privilegio otorgado a muy pocas
lumbreras de la literatura española contemporánea, ha traspuesto la
valla de los Pirineos, y la Europa inteligente le rinde ya el
homenaje de su admiración y simpatía. Las obras de Fernán se
hallan traducidas en francés, en alemán y en bohemio, y
periódicos extranjeros tan importantes como el diario inglés
Chamber‘s llenan sus columnas con lisonjeras apreciaciones del
hechicero narrador. El tan elegante como profundo Carlos de Mazade, a
quien las letras patrias del siglo presente son deudoras de
investigaciones llenas de atinada sagacidad; Antonio de Latour,
erudito apasionado e incansable, literato ameno y variado como un
artista, minucioso y paciente como un anticuario; y, por fin, el
barón Fernando Wolf, sabio portentoso y benemérito patriarca de la
crítica europea; jueces de tan notoria competencia, en fin, han
hecho al autor de La Gaviota toda la justicia que debía esperarse de
la alteza de su criterio y de la sinceridad de sus intenciones. (Ver la chaika de Chéjov)


No
se ocultará, pues, al buen juicio del Sr. D. Luis María Samper que,
para justipreciar el complicado mérito de un escritor que, como

Fernán Caballero, ha recibido la doble sanción del encomio popular
y de la autoridad científica más encumbrada, no conviene proceder
de ligero ni cavalièrement, como dicen nuestros vecinos de
allende. En nuestro humilde sentir, de este defecto adolecen los
párrafos críticos que ha dedicado el Sr. Samper al más eminente
novelador de España. De otro modo, ¿cómo se concibe que una
persona dotada del recto sentido literario que suponemos a dicho
señor, haya calificado a Fernán Caballero de romancista mediocre,
arrancándole la palma gloriosa de la novela nacional contemporánea
de costumbres que propios y extraños le conceden?


Son
tan vagas las razones en que funda el Sr. Samper su peregrina
aserción, que no es socorrida tarea el refutarlas de una manera
cabal y satisfactoria. Lo más natural, pues, en este caso es indicar
las dotes de novelista superior que reúne Fernán Caballero.


Una
de las cualidades que más resplandecen en sus novelas, es sin duda
aquella condición esencialísima de toda producción del arte, y
especialmente del género escogido por Fernán para dar a luz los
tesoros de su alma, a saber: verdad.
En tanto la tienen los
caracteres que ha pintado, en cuanto son, casi todos, retratos de
personajes reales y verdaderos, embellecidos con aquella aureola
ideal, animados por aquel soplo creador, que es uno de los atributos
más indelebles del genio. Fernán, lo mismo que Cervantes,
Goldsmith, Dickens, y Balzac cuando no metafisiquea, no ha necesitado
para dar vida inmortal a los caracteres que ha delineado tan
primorosamente, hacer esfuerzos colosales de imaginación ni
extraordinarios tours de force; con aquel tacto exquisito que escoge
los tipos sociales que merecen los honores del pincel, ha condensado
y puesto de relieve los rasgos de las fisonomías morales que
intentaba reproducir, con sobriedad de colorido, con fuerza, con
briosa y gráfica energía. Y ¿qué diremos de la verdad maravillosa
que brilla en las situaciones, ya sublimes, ya tiernas, ora
sencillas, ora complicadas, y siempre lógicas y naturales, a que da
lugar el juego variado de los caracteres pintados por Fernán?


Fácil
y grato nos sería aglomerar ejemplos que patentizasen hasta qué
punto posee el autor de La Gaviota y de Clemencia tan preciosas
cualidades; pero nos lo impiden los angostos límites que hemos
fijado a esta rectificación. Por otra parte, ya que el Sr. Samper el
único ejemplo que ha citado en apoyo de su intento, ha sido La
Gaviota, cuyo desenlace tacha de completamente ilógico, nos
ceñiremos a esta originalísima novela, como prueba relevante de la
verdad y lógica con que sabe trazar sus caracteres nuestro gran
pintor de costumbres.


Marisalada
es una organización eminentemente vulgar; dando a la palabra
vulgaridad la acepción que le dan las naturalezas exquisitas y
delicadas, esto es, una ruindad en el pensar y sentir, espontánea,
vigorosa, incurable. Esencialmente refractaria a todo lo noble,
poético y elevado, lejos de adquirir con sus hábitos de vida
agreste y montaraz un sello de salvaje grandeza, lo único que
adquiere es un carácter duro, voluntarioso y díscolo. Ama su casa
como el pájaro su nido, porque le sirve de albergue, no por ser la
morada de su padre, que la adora. Cuando el buen Stein, corazón de
oro de ley, alma tierna, melancólica y suave como una melodía de
Schubert, tomando la vulgaridad crónica de Marisalada por ingenua
sencillez, se esfuerza en pintarle las puras fruiciones de un amor
poéticamente honrado, las bruscas contestaciones de ella hacen el
efecto de una salida de tono, de una rechinante inarmonía. Los
dulces sonidos de la flauta con que Stein entretiene sus ocios, nunca
hacen venir lágrimas a los ojos de La Gaviota, ni llenan su alma de
sublime tristeza; tan sólo la sorprenden y hechizan, como a las
serpientes de la Luisiana, causándole un placer confuso y maquinal.
Luego que su portentosa voz y su gran talento musical llegan a
trasformarla en una prima donna, los aplausos frenéticos del público
entusiasmado y el fetichismo de sus adoradores no alcanzan a darle
orgullo artístico; únicamente le dan un poco de plebeya vanidad.
Tan indiferente al amor de cabeza del duque como al amor de corazón
del desventurado Stein, sólo puede ser sensible al amor material de
un torero. Como todas las mujeres de su estofa, ninguna belleza moral
hace mella en el grosero corazón de Marisalada, que no sabe rendirse
sin degradarse. Necesita una voluntad de bronce que la tiranice
brutalmente, y una hermosura corpórea en todo el lujo de su
vitalidad y energía. Estas circunstancias concurren en Pepe Vera.

Es lo que se llama en España un real mozo: robusto, bien plantado, hermoso y valiente, trata a sus queridas con el cariño,
tan parecido al desprecio, de un sultán de calañés. He aquí el
bello ideal de Marisalada. Por un castigo eminentemente justo, pues
sigue de cerca a su alevosía conyugal, La Gaviota pierde el órgano maravilloso de su voz, y el enjambre de sus cortesanos y admiradores
la abandona, como huyen los pájaros del árbol seco y caído. ¿Qué
debiera haber hecho entonces la hija de Santaló en la opinión del
Sr. Samper? ¿Clavarse un puñal en el pecho como una mujer
apasionada, ella que tiene impresiones y no sentimientos?
Prescindiendo de lo inmoral y manoseado de semejante recurso, el
suicidio poquísimas veces da la explicación lógica de un carácter;
no desata el nudo, lo rompe. ¿Debía entrar en una casa de
corrección como una Dama de las Camelias sin camelias, que, cansada
de dar la carne al diablo, da los huesos a Dios? Pero Marisalada,
aunque pecadora, estaba muy lejos de merecer un encierro que sólo
conviene a las mujeres de mundo arrepentidas. ¿Debía buscar la paz
de su corazón en las dulzuras del misticismo y en las prácticas de
una devoción triste pero consoladora, como la pobre Dolores?
Considérese cuán antinatural hubiera sido que una alma hosca y
fiera, que un corazón frío y seco, hubieran entrado suavemente en
una vía de penitencia, de lágrimas, de oración, de espiritualismo.
Marisalada podía como todo el mundo llegar a ser una buena
cristiana, pero una devota, simpática y dulce, no grosera, no
supersticiosa, nunca podía serlo sin echar a perder completamente
todas las condiciones de su carácter especial. Pero Fernán
Caballero con ese instinto admirable que le caracteriza, ha casado a
su heroína con el barbero de Villamar, Ramón Pérez. De esta manera
la hija de Santaló consigue lo único en que piensa una mujer de su
calaña, cuando se halla en su caso: buscar quien la mantenga; pero
al propio tiempo tiene a su lado un castigo sempiterno y providencial
en Ramón Pérez, que la hiere sin cesar en sus recuerdos de lujo, en
su vanidad, en su hermosura marchita y hasta en la susceptibilidad de
sus instintos musicales, que han sobrevivido, como un sarcasmo, a la
pérdida irreparable de su voz prodigiosa.


No
nos detendremos en reseñar menudamente las demás dotes de novelista
superior que concurren en Fernán Caballero.


Recuerde
el Sr. Samper aquellas descripciones inimitables en las cuales la
naturaleza habla y siente; aquellos diálogos ya profundos, ya
airosos, llenos de chispa, de vivacidad de colorido; aquel estilo
siempre original, siempre ingenioso; llano sin prosaísmo, elevado y
elocuente sin pompa hueca, sin declamatoria exageración. Si tal vez
la escasez de intriga ha hecho al Sr. Samper negar el mérito
sobresaliente de Fernán como novelista, este crítico sabe mejor que
nosotros que El Quijote, no pocas novelas de Fielding y Richardson,
muchas de Walter Scott, I Promesi Sposi de Manzoni, casi todas
las de Bulwer, Dickens y Jules Sandeau, y por lo general todas las
que son estudios fisiológicos o históricos, carecen de acción, o,
si la tienen, es sencilla, tenue, casi nula; y nadie niega a estos
ilustres escritores el primer lugar en el género novelesco.


En
cuanto a la intención general de las obras de Fernán Caballero,
está muy lejos de ser hija de ningún espíritu de secta
político-literaria como asegura el señor
D. Luis María. La
intención bien clara de estas inmarcesibles producciones ha sido el
reproducir exactamente y con escrupulosa fidelidad la verdadera
fisonomía del pueblo español, antes de que el prurito nivelador del
siglo la haga desaparecer por completo; así como un retratista se
apresura a trasladar al lienzo las queridas facciones de un amigo,
antes que la muerte las borre para siempre.


Creeríamos
lastimar la dignidad de Fernán Caballero vindicándole de la manía neo-católica que le echa en cara el señor Samper. El
catolicismo de Fernán, como inspirado directamente por el Evangelio
y la Iglesia, no es nuevo (neo) ni viejo; es eterno, como hijo de
aquél que dijo: Ego sum veritas. (yo soy la verdad)


Concluiremos
refutando dos aserciones del Sr. Samper, igualmente injustas, aunque
de menos importancia.
Las digresiones doctrinales de Fernán
Caballero en sus novelas no pueden tildarse justamente de sermones,
como se le antoja decirlo al Sr. Samper. Esta palabra aplicada en
sentido indirecto, como lo hace dicho señor, no puede indicar más
que inoportunidad o pesadez. Las digresiones doctrinales de nuestro
autor no son inoportunas, porque unas veces sirven de clave para
explicar ciertos caracteres, como en los preciosísimos consejos que
da el Abad a Clemencia (en la novela de este nombre), granos de
divina semilla que, fructificando en el corazón de esta joven
encantadora, llegan a hacerla un modelo acabado de alta discreción,
poética sabiduría y nunca desmentida delicadeza de sentimientos;
otras son desahogos naturalísimos y lógicos del autor, autorizados
por todos los novelistas conocidos, y especialmente por el gran padre
de la novela moderna, Cervantes.
No son pesados, ni por su
extensión, pues casi todos son excesivamente cortos, ni por su
vulgaridad, puesto que son de una originalidad marcadísima, y en
ellos habla más un sentimiento ilustrado y puro que una fría, tiesa
y encopetada razón.


Respecto
al exagerado antiextranjerismo de que el Sr. Samper acusa de paso a
Fernán Caballero, a propósito de La Gaviota (en donde precisamente
el autor personifica, ridiculizándolo, el españolismo exagerado en
el general Santa María), sólo advertiremos a dicho señor una cosa
muy sencilla, pero concluyente. Fernán Caballero, según tenemos
entendido, ha tenido ocasión de tratar a muchos extranjeros, y ha
viajado lo bastante para conocer las extravagancias y preocupaciones
de las demás naciones y sus buenas dotes. He aquí por qué en sus
novelas ha puesto en ridículo aquellas, respetando siempre estas
(*).
Además, si alguna vez hubiese hecho un poco fuertes las
tintas de sus figuras cómicas del extranjero, muy natural es
perdonarlo en la pluma más, verdaderamente española de la
literatura nacional.


(*)
Un crítico extranjero, más justo que el señor Samper, el
concienzudo Latour, dice, a propósito de esto: «Fernán Caballero
quiere apasionadamente a España, y la prefiere a todos los países
del mundo; pero la pinta bastante bella, para no tener necesidad de
realzarla calumniando a los demás; y, si en sus obras introduce
franceses o ingleses, sus retratos, alguna vez poco favorecidos, muy
raras veces son caricaturas.- N. del A.