lunes, 18 de octubre de 2021

EL MAL APÓSTOL Y EL BUEN LADRÓN, DRAMA DE D. JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

EL
MAL APÓSTOL


Y
EL BUEN LADRÓN,


DRAMA
DE


D.
JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.


Cuando
el espíritu del hombre deja de ser humilde girasol de la luz
increada, cuando apartados los ojos del cielo se enamora de sí
mismo; su frágil y prestada soberanía le ensoberbece, forma
estrecha alianza con mal nacidas pasiones que despóticamente lo
tiranizan so color de rendirle vasallaje, y poco a poco nace en el
corazón del hombre la rebeldía, y en su entendimiento crece y se
entroniza la duda. Entonces, cual un ebrio a caballo, tan pronto cae
de un lado como de otro, y rodeado de profundas tinieblas, lucha y
forcejea para abrirse paso a la luz; pero una mano fatal le empuja de
abismo en abismo, hasta que se hunde en el lodazal de su miseria,
alumbrado en su congojosa agonía por los vacilantes resplandores de
la razón, a la manera del que se ahogase con una lámpara colgada
del cuello. El Sr. Hartzenbusch ha personificado en su drama
simbólico esa enfermedad de almas soberbias, con aterradora verdad y
maestría incomparable. Como Paulo en El Condenado por desconfiado,
que se atribuye a Tirso de Molina, el escéptico de Hartzenbusch es
un varón singularmente colmado por el Señor de beneficios inmensos;
a su paso brotan y florecen los portentos de la gracia: es un
apóstol, es Judas. Pero su aviesa condición y ruines
pensamientos inutilizan todos los tesoros espirituales que Dios ha
puesto a su alcance, y una pasión vil, la más infame de todas, le
acaba de despeñar al abismo de su perdición. ¡Insensato!


Se
empeña en acrisolar con su razón envilecida los actos de su Divino
Maestro.
Le ve resucitar muertos, y duda; le ve acoger con
inefable mansedumbre su inaudita traición y duda; le ve morir, las
peñas se rompen de dolor, y su corazón no se quebranta, y duda
todavía cuando el orbe todo estalla a los pies de su Señor, muerto
en la cruz. En cambio, Dimas, bandolero como el Enrico de Fr.
Gabriel Téllez, deja obrar la gracia sin entorpecer su acción
inefable con los sofismas y cavilaciones del orgullo, y la secunda
con los deseos ardorosos de regenerar su naturaleza degradada.
(En
el Vita Christi, el niño Dimas, hijo de bandoleros del desierto,
ladrones y asesinos, es curado por Jesús y María en su viaje a
Egipto.
Será después el “ladrón bueno” "buen ladrón" que morirá
crucificado junto a Jesús. )


El
Sr. Hartzenbusch, con el tacto que le distingue, ha puesto en el
corazón de Judas el apego
inmoderado a los bienes terrenales, como cómplice poderoso de su
sempiterno escepticismo. Así, no sólo ha respetado la tradición
bíblica de todos los tiempos respecto a la pasión que
avasallaba al traidor de los traidores, sino que ha alejado
toda idea de predestinación, principio teológico que nuestra
irreverente sociedad no se mostraría tal vez dispuesta a recibir con
sumiso acatamiento.
A esta doble ventaja que lleva al Paulo
del padre Téllez (Gabriel Téllez es Tirso de Molina) la creación del esclarecido dramático moderno,
debe agregarse que las manifestaciones naturales de una pasión
práctica se ajustan más de lleno a las condiciones del drama actual
que las consecuencias de un principio más o menos abstracto. Con
igual destreza el Sr. Hartzenbusch se ha abstenido de aglomerar sobre
la conciencia de Dimas las ignominias y abominaciones con que ha
cargado la de Enrico el padre Téllez, pues si bien este lujo de
crímenes podría parecer conducente para patentizar con toda
evidencia el poder eficacísimo de la gracia; mirándolo bajo el
aspecto de la utilidad puramente dramática del personaje, es lo
cierto que tanta maldad le enajenaría la estimación del público,
causando su milagrosa conversión más sorpresa que tierna y dulce
alegría. Aún más: si el portento de divina misericordia que salva
al buen ladrón recayese en un malhechor tan fríamente criminal como
el Enrico del
P. Tellez, no hubiera dejado de parecer
sobrado voluntarioso y gratuito a un siglo tan habituado a deslindar
los derechos de todos como el nuestro, y tan poco amigo de bajar la
indomable cerviz ante los inescrutables designios de la Providencia.

El Sr. Hartzenbusch, con su instinto dramático, ha hecho que los
crímenes de Dimas arrancasen de la venganza tomada por un acto
bárbaramente injusto; y la venganza, cuando es la reparación de una
injusticia atroz, suele encontrar cierta secreta excusa entre los
hombres, ya que no ante Dios. Damos nuestro humilde parabién al
autor de tantas obras maestras, por la conciencia con que ha trazado
las dos figuras principales del drama sacro que nos ocupa, que son, a
no dudarlo, dos creaciones inmortales por la profunda verdad que las
enaltece.


Los
demás caracteres están briosa y magistralmente trazados. El de
Procla es un modelo acabado. Su dignidad es una preclara mezcla de la
entereza esforzada, común en las matronas de la Roma gentil, y del
vivo sentimiento de noble decoro que constituye la más preciada
corona de las mujeres cristianas. Esta dignidad castiza y de buena
ley, que siempre dimana de sentimientos hidalgos y levantados,
contrasta con los arranques de cesárea vanidad con que su marido
Poncio Pilatos quiere cubrir la ruin bajeza de sus
pensamientos y la torpeza de sus liviandades. Betsabé es una
figura radiante de pureza ideal y de adorable candor. Los rayos de
celeste luz que parten de la doctrina del Crucificado, no necesitan
derretir en el bello corazón de María ningún afecto
bastardo, ninguna pasión vergonzosa. No hacen más que añadir un
cambiante de divina luz a aquel prisma de puros resplandores. El de
Sara es de suma belleza. Sumisa, buena, apacible, es toda
abnegación y bondad. El cuadro de sus ambiciones, y la historia de
su corazón, están entrañados en esta deliciosa octava:


SARA.
Tu amor es mi único anhelo:


Dar
el calzado a tu planta,


Collares
a tu garganta,


Lazos
y lustre a tu pelo.


No
quiero cosa ninguna


De
cuanto aquí se atesora;


Quiero
a mi joven señora


Porque
he mecido su cuna.


Nacor,
aunque apenas asoma en la escena, aparece bosquejado de perfil con
palpitante energía. Son admirables las estrofas en que pinta su
pasión favorita, roca que el aliento de Cristo ha convertido en
manantial de aguas cristalinas, de amor al prójimo y entrañable
caridad. Dice así:


NAC.
¿Prestarme crédito


Dificultáis?
¡Ya! ¡Tenía


Yo
tanto amor al dinero! -


Perdí esposa, hijos perdí;


Pero
salvé un cofre lleno


De
oro. Lloraba a mis hijos,


Pero
encontraba consuelo


Abriendo
el cofre. Pasaban


Los
años, iba en aumento


Mi
caudal; otro era el cofre,


No
pudiera ya moverlo


Ni
Sansón: el arca grande


Volvió
mi dolor pequeño.


Miraba
yo el oro, y él


Mirábame
sonriendo;


Tocábale
yo, y hablaba;


Quedito,
eso sí, muy quedo.


«No
hay mal que no cure yo,»


Decía,
sonando a cielo:


Ya
suena a cántaro frágil


Que
tiran roto al estiércol. -


¡Esposa
mía! ¡Hijos míos!


Pronto
necesito veros!


¡Avaro
fui, ya soy hombre!


Si
tuviésemos que trasladar todas las tiradas de bellísimos versos que
esmaltan y enriquecen el drama del Sr. Hartzenbusch, no acabaríamos
nunca esta informe y desaliñada revista. No podemos, sin embargo,
resistir al deseo de citar las sublimes estrofas en que Procla
describe al asombrado Poncio el sueño con que Dios le ha manifestado
el futuro y glorioso triunfo de la cruz y los ya célebres versos con
que Dimas relata el acto más meritorio de su vida:


SUEÑO
DE PROCLA. (Prócula)


PROC.
Escucha. Tarde me dormí, con pena


La
prisión del Ungido recordando.


Por
él temía, y a la par temblaba


Por
ti, sin acertar a separaros.


Audaz
mi pensamiento el velo rompe


De
los siglos futuros y lejanos,


Y
miro alzar y derruir ciudades,


Y
virgen tierra de la mar brotando.


Sobre
varas de cónsules partidas


Y
púrpura imperial rota en harapos,


Hundiendo
en lodo sanguinosas aras


Y
efigies de metales y de mármol;


Despedazadas
Juno y Citerea,


Sin
bidente Pluton
, Júpiter manco;


Rico
de oro y marfil, con lenta marcha,


Entre
pompa triunfal rodaba un carro.


De
pie matrona de sin par belleza


Descollaba
en el plinto levantado,


Y
en vez de águila de oro vencedora,


(¿Quién
pudiera jamás imaginarlo?)


¡Tremolaba
una cruz!
PIL. ¡Una cruz! ¡Ese


Instrumento
cruel, patibulario,


Lecho
de muerte para el crimen, sólo


De
verdugos y víctimas tocado!


PROC.
Ese adoraban, la rodilla en suelo,


Generaciones
por venir, de rasgos


Que
Roma nunca vio: cruz en su trage,


La
cruz de sus pendones era ornato;


Puesta
la vi sobre real corona,


Y
henchir las plazas y poblar los campos,


Y
en altísimas torres empinada,


La
región de los vientos dominando.


Y
en recia voz unísono decía


De
tantas gentes el concurso vario:


«Creo
en un solo Ser Omnipotente,


Dios
Padre que crió cuanto hay criado;


Y
en Jesús, unigénito del Padre,


Dios
que hombre fue para su gloria darnos;


Que
padeció bajo el poder de Poncio...»


¿Qué
Poncio es ese? pregunté. - «Pilatos,»


Pontífices
y reyes me dijeron,


Mercader
y pastor, niño y anciano.


PIL.
¡Poncio Pilatos! ¡Yo!


PROC.
Tú, esposo mío.


Válete
del anuncio: yo he soñado


Para
que tú no yerres: mira, Poncio,


Que
añadieron después los que me hablaron:


«Borrará
el tiempo la memoria y nombre


De
Codro y Belo, César y Alejandro;


La
del cobarde juez del Nazareno


Durará
lo que el sol en el espacio.»
El trozo en que Dimas cuenta a
Betsabé la manera como salvó al niño Jesús, que el público acoge
siempre con tempestades de frenéticos aplausos, es sin duda uno de
los mejores que han salido nunca de la musa castellana. Es como
sigue:
DIM. La historia de niño halaga:


Oye
una infantil historia.


Diez
años contaba yo,


Y
mi padre mercader


Un
viaje tuvo que hacer,


Saliendo
de Jericó.


Marchar a Egipto debió:


Y
yo, que en pueril estilo


Manifestaba
intranquilo


De
errante vida el antojo,


Ver
quise el piélago Rojo,


Las
pirámides y el Nilo.


Caminamos
por jarales


Y
hondonadas y laderas;


Bramidos oí de fieras,


Bramidos
de vendavales.


Movedizos arenales
Embazaron al camello.
Ya de vuelta su resuello

Noche barruntó lluviosa:
Negra vino y espantosa
Que en
pie nos puso el cabello.
De una peña cobijados,
En mantas
nos envolvimos,
Cuando pisadas oímos
Y voces de hombres
armados.
«Cruzarán los tres cuitados
(Habló una voz) por
acá;
El rey niño morirá.
- Matar al niño es tu encargo

(Dijo otro); no descuidarse,
Que pudieran escaparse
Por
el torrente a lo largo.»
Yo temblaba; sin embargo,
Ya ideaba
algo atrevido.
Cesó de pasos el ruido...
«Padre (dije) ya
no llueve:
Cenemos. ¡Al vino! ¡Bebe!»
Bebió; se quedó
dormido.
Mi padre, al amanecer,
Aún reposaba; ¡yo en vela!

Corro como una gacela,
Y en alto me pongo a ver.
«¡Tres!
¡Ellos! ¡Él! Ha de ser
Disfraz su modesto aliño.»
Canto,
me miran, les guiño,
Y grito en llegando en frente:
«¡Señora,
por el torrente;
Que si no, matan al niño!»


Esto
sí que es manejar primorosamente esa lengua pura como el oro, sonora como la plata, flexible como el acero, que Carlos I consideraba hecha
para hablar con Dios.


El
mal apóstol y el buen ladrón
es una obra trascendental y profunda
en su intención simbólica, admirable por la verdad magistral con
que sus caracteres se hallan trazados, por la variedad de las
situaciones que el variado juego de los mismos produce, por la
grandiosidad de sus proporciones, y por la incomparable riqueza de su
versificación. Uno de los méritos que más la avaloran es que la
sagrada figura de Cristo no aparece nunca en escena, y que el público
sabe la historia de su pasión y muerte por boca de los demás
personajes, causando un terror sublime y un interés extraordinario,
sin exponer los misterios de la agonía de un Dios a los ojos
profanos de una sociedad que nunca podría poner sus corazones,
profanados por tanta multitud de mezquinos sentimientos, al diapasón
del dolor más profundo e insondable y del más alto misterio que han
asombrado a los cielos y a la tierra.


El
Sr. Hartzenbusch, insigne autor de dramas inestimables, ha añadido
una joya más de gran valor a su diadema de gloria. Cíñala con
legítimo orgullo, pues la posteridad la colocará también,
enriquecida sin duda por otras preseas de no menos estimación,
encima de su nombre glorioso, que es ya una estrella fija en el
brillante cielo de nuestras glorias nacionales!
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UN CUCURUCHO DE VERDADES AGRIDULCES A PROPÓSITO DE EL TANTO POR CIENTO.

UN
CUCURUCHO DE VERDADES AGRIDULCES A PROPÓSITO DE EL TANTO POR
CIENTO.


Con un secreto temor de lastimar la modestia del
público que frecuenta nuestros teatros, nos atrevemos a compararle
al rucio de cierta fábula, cuya mansueta condición corría parejas
con su buen seso. El honrado cuadrúpedo tenía un amo roñoso y
zalamero en una pieza, que, al darle sus tres piensos cotidianos de
paja, solía decirle:
-¿Te gusta, eh? Pues cómela a tus anchas,
hijo mío, y que aproveche. -
Hubo de repetírselo tantas veces
que el rumiante, cansado al fin de tragar saliva en balde y pasar por
primo, le contestó bufando de coraje:
- ¡Mal rayo te calcine,
amen! Dame cebada y verás si la escupo.



Si
el público fuese capaz de atufarse, ¿no podría dar un soplamocos
parecido a los encarnizados detractores de su honra, que diariamente
le echan la culpa de las majaderías que deslustran de continuo los
gloriosos blasones de la escena española? Bien podría encararse con
ellos aquel suavísimo borrego y descerrajarles a quema ropa un
trabucazo del tenor siguiente: - «Venid acá, Larras en calderilla,
torpes curanderos de la hispana literatura, gente ruin, de malas
entrañas y de peor entendimiento, ¿con que tildáis de crónica
estupidez mi exceso de benevolencia y cortesía? Sí: haceos miel, y
papáros han moscas. ¿Sería cristiano, sería decente que
emplease yo mi resoplido en silbar a todos los dramaticidas de
España? ¿Hay, por ventura, fuerzas humanas para tan enojosa tarea?
Y si os inclináis al uso de proyectiles, debo yo entretenerme todas
las noches en alfombrar el escenario de patatas, tomates y
zanahorias? Antes me cortaría la diestra que hacer servir a tan vil
oficio lo que Dios ha criado para sustento y regalo de la criatura. A
más de que ¿no sería barbaridad insigne quitar el pan de la boca a
los desventurados autores, sólo porque la naturaleza les ha
regateado su ración de chirúmen y su parte cotativa
de sentido común? Porque son tontos, ¿no han de comer? porque son
poco abiertos de mollera, ¿no tienen derecho a vivir? ¿No franqueó
el divino Salvador las puertas del cielo, no trató con especial
cariño a los pobres de espíritu? Pero ya adivino lo que vais a
contestarme. - Que coman, diréis, que vivan, que engorden, mas no a
expensas del buen gusto nacional y del limpio nombre de las musas
castellanas, sino echando sulcos, (surcos) sembrando hortaliza, educando vacas de leche, vendiendo café de moka,
despachando mostruarios, (muestrarios) haciendo copias a tanto el pliego, o
dedicándose a cualquier trabajo manual conforme con la rudeza de su ingenio y lo craso de su ignorancia.-¿Y no tenéis en cuenta,
desalmados, el titánico esfuerzo que se necesita para hacer cambiar
repentinamente de cauce a la actividad humana, para sacudir hábitos
inveterados; y sobre todo, lo mucho que cuesta al que una vez se ha
dejado engolosinar por los halagos de la gloria literaria, renunciar
espontáneamente al mentido panorama de sus futuros deleites?...
Sabed, en fin, raza antropófaga de pesimistas, que mi genial bondad
me mueve con más fuerza a amar entrañablemente a la dulce, la
noble, la celeste belleza artística, que a encarnizarme con los que
la deshonran y escarnecen.
Así ninguna gota de acíbar amarga la
copa de mis sabrosos banquetes espirituales, así la bendita
tolerancia y el ejercicio incesante de la caridad, lejos de amenguar
los placeres sublimes de mi alma, les prestan singular serenidad y
dulcedumbre.



Razón
le sobraría al discreto, sesudo y misericordioso público español
para discurrir en el sentido que llevamos apuntado. La necesidad
estética que corresponde a las funciones teatrales, no es ficticia
ni convencional: arranca del centro mismo de la humana naturaleza, y
consiste en ese vivo y sagrado interés que nos inspira todo cuanto
atañe a nuestros semejantes; sentimiento con tanto primor como
energía expresado por Terencio en aquel conocido verso: homo sum, et
nihil a me humani alienum puto.
El espectáculo de la vida humana
pierde en el teatro las dolorosas y terribles impresiones que nos
causa cuando es real y verdadero, al mismo tiempo que se acrisola,
ennoblece e idealiza con el mágico poderío del arte. Sentado ese
principio que por su llaneza está al alcance de todo el mundo, el
teatro es casi una condición de nuestra existencia social. Luego el
público que lo frecuenta, no ha de renunciar a los goces dramáticos,
cuya necesidad irresistiblemente a él le arrastra, sólo porque los
abastecedores de estos comestibles usuales de su espíritu se los
venden adulterados, o (para emplear una frase tan vulgar como
expresiva) les dan gato por liebre. La indulgente cordura que
caracteriza al público hispano no le permite abochornar con
injuriosas demostraciones de desagrado a los que así le engañan;
por esto, al igual de un convidado prudente y cortés, se ciñe a
dejar intacto el plato que no cuadra a su paladar, y a repetir cuando
le llena y satisface. Además (y aquí estriba principalmente la
defensa de nuestro público), ¿qué producciones dignas de alto
renombre ha dejado de honrar y enaltecer? ¿No ha saludado con
vítores de entusiasmo, con extremos de admiración los primeros
albores de todos los astros que hoy señorean el cielo de nuestras
modernas glorias dramáticas? ¿Quién sino él ha esculpido con
letras de imperecedero diamante en los anales contemporáneos de la
nación los nombres de Saavedra, Bretón, Hartzenbusch, Martínez de la Rosa, García Gutiérrez, Vega, Tamayo y Ayala? ¿No les ha
labrado con amorosa diligencia los pedestales de oro bruñido en
donde, estatuas vivientes, presiden a las fiestas de la Talía
nacional?



El
acontecimiento literario que acaba de remover en España todas las
inteligencias, todos los corazones, todos los entusiasmos y todas las
envidias, bastaría por sí sólo para dar la razón al público de
nuestra escena contra sus mal aconsejados fiscalizadores, si otros
hechos de igual índole no abogasen poderosamente en su favor.



Después
del espectáculo siempre antiguo y siempre nuevo de la naturaleza,
testimonio flagrante y vivo de la grandeza de Dios, ninguno tan grato
y sublime, a la vez, como el que ofrece el espíritu del hombre,
testimonio inmortal de su grandeza y de la de su Hacedor, avasallando
con misteriosa tiranía el espíritu colectivo de sus semejantes.



En
parte alguna como en el teatro resplandece con tan vívidos fulgores
esa propiedad del genio, patrimonio exclusivo suyo y compendio de sus
derechos dinásticos al trono del mundo moral. La última obra
dramática de Ayala ha conseguido y consigue en todos los ámbitos de
la monarquía, ese triunfo supremo, sin el cual las producciones de
su clase se hunden por su propio peso en las profundas aguas del
Leteo, a pesar de las sospechosas adulaciones de la amistad, y aunque
las prohijen y aclamen todas las escuelas estéticas, conocidas y por
conocer. No hay que hacerse ilusiones. La crítica por más títulos
que tenga para ejercer su dignidad censoria, nunca sujetará a las
leyes de su variable codificación la fantasía y el corazón del
hombre, que lleva, por otra parte, grabado en su alma todo aquello
que sus preceptos tienen de inmutable y eterno.
Lo que el público
ha celebrado ante todo en El tanto por ciento es la potencia
intelectual que revela. Cansada de medianías, harta de vulgaridades,
su hambre de verdad y de belleza vela en el fondo de su alma muchas
veces distraída pero pocas satisfecha. La obra de Ayala viene en pos
de producciones bastardas, flojas, necias e insustanciales, que han
dado singular realce a su valor intrínseco. Si exceptuamos La
Campana de la Almudaina, El mal apóstol y el buen ladrón, El sol de
invierno y Un duelo a muerte, largo tiempo hace que el público
necesitaba algún alimento nutritivo, sano y delicioso, para su
espíritu estomagado de tanto manjar fofo e indigesto. He aquí
porqué los aplausos que prodiga a El tanto por ciento van
adquiriendo la robustez y el arraigo de la gratitud. He aquí porqué
no sólo se muestra plácidamente dominado por la beldad del
conjunto, sino que, haciendo gala de un gusto sibarítico, y de un
criterio minuciosamente sagaz, logra saborear las bellezas de menos
bulto y los primores más sutiles y afiligranados de la dicción. El
entusiasmo popular que ha acogido el drama de Ayala, lleva, pues,
todas las condiciones apetecibles de fuerza, de espontaneidad y hasta
de una conciencia literaria muy superior al incauto abandono del
simple instinto.



¿Quiere
esto decir que El tanto por ciento carezca de imperfecciones? La
crítica ha andado certera señalando algunas, pero un pesimismo
exagerado le regatea hasta las bellezas más salientes, formándole
en cambio un capítulo interminable de cargos destituidos por lo
general de fundamento. Todos han sido refutados por multitud de
plumas distinguidas, y por lo mismo podría tacharse de oficioso
insistir en el particular. Pero conviene buscar las causas probables
de aquel encarnizamiento, como un dato más que acredite la bondad
innata del corazón humano, y lo mucho que ennoblece y purifica el
alma el comercio al por menor de eso que llaman letras.



Cuando
Ayala tenía apenas borrajeado (esbozado; borrón;
borrajear)
el croquis de su drama, cuando bajo el radiante cielo
valenciano meditaba concienzudamente su concepción, las auras del
Turia vinieron a Madrid henchidas de encomiásticas ponderaciones de
una obra que se hallaba todavía en el misterioso período de la
incubación. Concluida, subió de punto la estática (extática en
el original
) admiración de los que se vanagloriaban de haberla
oído. Pronto una turba mal nacida de turibularios imbéciles hizo de
Ayala el J. C. del arte, y de El tanto por ciento una obra inspirada
por el Espíritu Santo en persona y bajada respetuosamente del cielo
en alas de querubines nombrados ad hoc para ese nuevo mensaje a los
hombres de buena voluntad. Los que conocen la exquisita, noble y
veraz modestia de Ayala podrán rastrear lo que debió sufrir su
grande alma con tales demostraciones. Dada la primera representación,
los leales amigos y sinceros admiradores del autor, proclamaron como
excelente y bellísima su nueva producción, sin traspasar los
límites de su entrañable y puro entusiasmo. Pero la raza viperina
de envidiosos puso todo el fuego a la máquina para que estallase,
pero se quedó lindamente chasqueada cuando vio que el empavesado
navío, orgullo del arsenal que lo botó al agua, y regalo de los
ojos que lo contemplaban, hendía las olas con tranquila majestad,
dirigido el rumbo hacia las playas encantadas de la gloria. La
envidia, que es naturalmente diplomática, había procurado
exasperar, por decirlo así, la admiración popular, aguardando con
calma mefistofélica su período de reacción; pero el público no se
arrepintió de su entusiasmo y la reacción no vino. Entonces el lobo
arrojó su piel de zorra y empezó a clavar sus rabiosos colmillos y
sus garras carnívoras en la obra que poco antes ponía sobre el
mismo triángulo equilátero del Padre Eterno.
¡O abominación
de las desolaciones! La envidia convirtió contra la obra de Ayala
los mismos en encomios estáticos (extáticos) que antes le
prodigaba sin tasa ni medida. He aquí, con algunas raras
excepciones, el secreto de tantas diatribas como caen sobre la de El
tanto por ciento.


Para
coronar ese cuadro tan honroso para la literatura contemporánea,
dechado de alto decoro y mosaico riquísimo de todas las virtudes
imaginables; añadiremos que los dramaturgos despechados que no
pueden dar salida a sus géneros, hacen una guerra tanto más cruda
al drama, cuanto que es puramente mercantil, pues lo que más les
escuece no es la mayor suma de espléndida gloria que ha adquirido
Ayala, sino los medros materiales que ha granjeado, granjea, y lleva
camino de granjear el laureado poeta. Así es que cuando a invitación
de un sincero amador de la belleza artística, se ha tratado de
ofrecer un tributo de cariñosa admiración al autor de El tanto por
ciento, los primeros ingenios dramáticos y los más ilustres
escritores de España se han apresurado a suscribirse a este objeto;
y al contrario, los dramaticidas se han metido, verdes de ira, en la
concha de su propio envidiosamiento


¡Y
cómo les cuesta, Dios mío, digerir esa condenada manifestación con
que la literatura española (,) trata de perpetuar su profunda
simpatía por el autor afortunado de El tanto por ciento!...
«;Jesuuuus!, exclaman con voz de espeluzno y rostro de mal
disfrazada intención. ¿Qué van a decir D. Manuel y D. Juan
Eugenio? ¿Qué modo de honrar sus limpias y gloriosas canas! ¡Qué
modo de pagarles sus inmortales luengos servicios, premiando a sus
barbas con tan absurda solemnidad a un joven que empieza a
escribir!... ¡O país de cafres!» ¿Queréis (quéreis)
saber qué dirán aquellos dos patriarcas de la escena contemporánea?
Pues leed sus nombres coronados con la triple aureola del genio, de
la virtud, y de los cabellos blancos, leedlos al frente de la
suscripción (suscricion) para el proyectado obsequio. ¡Ah!
D. Manuel Bretón de los Herreros y
D. Juan Eugenio Hartzenbusch,
están acostumbrados a pasearse por las regiones luminosas en donde
mora el arte puro, y en su sagrado recinto se respira un ambiente de
serenidad y fortaleza que infunde pensamientos altos y acrisola el
sentir. Por eso la hidrópica vanidad ni el torcedor angustioso de la
envidia, no pueden anidarse en sus magnánimos pechos. Por eso se
complacen en aumentar con la majestuosa lumbre de su ocaso los
primeros albores del astro que nace festejado por la música de los
corazones.
Abrid los ojos, ensanchad el alma, y veréis que ese
tributo, no sólo es un estímulo para Ayala, sino para toda la
juventud de España que reúna elementos para enriquecer el parnaso
español con producciones de valía; para vosotros mismos, si
desertáis la infame bandera del mercantilismo literario, si
renunciáis a mirarlo todo al través de vuestra absorbente
personalidad, si en la fecunda admiración por el talento ajeno,
sacáis nuevos bríos para cultivar el propio.


Hora
es ya de que la necedad sea arrojada a latigazos del templo de las
musas patrias. Hora es ya de que sus buenos y esclarecidos
cultivadores mancomunen sus esfuerzos y fraternicen ardorosamente en
pro del porvenir intelectual de nuestra nación. Hora es ya de que se
oponga una imponente cruzada de inteligencias sanas y robustas a esa
horda de bandidos que han convertido los dominios inviolables de la
belleza artística en teatro de sus merodeos.
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