lunes, 18 de octubre de 2021

CUATRO PALABRAS SOBRE LA ESPADA Y EL LAÚD DE DON JUAN PALOU Y COLL.

CUATRO
PALABRAS


SOBRE


LA
ESPADA Y EL LAÚD


DE


DON
JUAN PALOU Y COLL.


Aquel
criadero de incomparable poesía, aquel palacio encantado de la
imaginación, aquella palestra de las pasiones más sublimes, aquel
paraíso del pensamiento nacional que, galeote sin ventura de todas
tiranías, allí sólo encontraba refugio deleitable, aquel teatro
español, de veneranda y gloriosísima memoria, es hoy vergüenza de
propios y menosprecio de extraños. Una turba bullidora de
inteligencias ruines hormiguea allí en donde ingenios peregrinos,
convirtiendo la quinta esencia de sus espíritus en rimas puras como
el oro y musicales como la plata, despertaban con ellas el sonoro
corazón de las muchedumbres. Lo que más caracteriza a esos
jornaleros a destajo que, salvas poquísimas excepciones, señorean
la escena patria es, amén de su fecundidad verdaderamente milagrosa,
lo débil, enfermizo y miserable de su numen. No busquéis en sus
raquíticos engendros un sólo átomo de vitalidad sana; todos nacen
éticos. Por esto, lejos de recibir con desvío producciones como La
Espada y el laúd que, si de algo pecan es de exceso de fuerza y
plétora de vida, hoy más que nunca deberían acogerse con gratitud
señalada. Si algún lunar tiene esta obra inspiradísima, hijo es de
un verdadero genio dramático; y valen más los extravíos del genio
que los aciertos casuales de la necedad.


El
Sr. Palou acostumbra dar sus reñidas batallas de pasiones y
sentimientos dentro de un espacio muy angosto, y en él guerrean con
encarnizado empuje, sin que apenas sufra menoscabo la destreza de las
maniobras, ni amaine un punto la serenidad del que las dirige, ni el
ardoroso brío de los contendientes haga degenerar el combate en
confusa y desordenada pelea. Sin embargo, a ser más autorizada
nuestra voz, aconsejaríamos al Sr. Palou que procurase ensanchar
algo el ceñido círculo en donde luchan los afectos y pasiones de
sus dramas, disminuir el número de los combatientes y no efectuar
las operaciones con tan vertiginosa rapidez. Sus luchas dramáticas
tienen espectadores y pueden estos no ver tan claro desde fuera del
palenque como el autor desde dentro; y por lo mismo, no tributar
completa justicia a su portentosa habilidad.


De
lo que llevamos dicho, implícitamente se deduce que, en nuestro
humilde sentir, lo que más enaltece los dramas del Sr. Palou es su
valor psicológico. El de La Espada y el laúd es a todas luces
acendrado. Para justipreciarlo debidamente basta fijar la atención
en los caracteres principales que descuellan en el drama que nos
ocupa.


AUSIAS
MARCH
... (Ausiàs March, poeta valenciano, en lengua valenciana) Verdadera encarnación de la poesía contemplativa
enguirnaldada con la celeste aureola de un amor puro y extático,
es una figura arrancada de los versos mismos de aquel gran poeta
provenzal
. Su alma es toda profundo lirismo y reconcentrada
pasión. En carecer de carácter exteriormente activo consiste y debe
consistir su carácter, pues su actividad es eminentemente interna.
De esta clase de levantados espíritus pudiéramos decir, a
perdonársenos lo técnico de la frase en gracia de su actitud, que
su fuerza centrífuga es insignificante, y poderosa, por lo
contrario, su fuerza centrípeda. Si alguna vez, menos por
motivos de utilidad práctica propia o ajena que a impulso de móviles
puramente abstractos, toman parte en los acontecimientos del mundo
exterior, suelen hacerlo de una manera brusca o distraída y floja.
Viven como anacoretas en el silencioso retraimiento de la meditación
o en el oasis regalado de la fantasía:


y
sólo penosamente salen de estas regiones intelectuales. He aquí por
qué el Sr. Palou ha dado a su protagonista cierto carácter
relativamente pasivo, he aquí por qué la hazaña que realiza es tan
maravillosa como instantánea; he aquí por qué guarda en la acción
cierto aire, digámoslo así, desorientado que es su mayor y más
artística belleza. Para él, su adorada Teresa no es simplemente un
dechado de hermosura y un ángel de pureza, es el imán de su
imaginación acalorada, el astro radiante del cual su alma es
girasol. El ultraje sangriento hecho por Don Martín a su honor y a
sus blasones, a trechos, a ráfagas encienden su ira, pero no logran
desquiciar su corazón del arrobamiento lírico y amoroso que le
avasalla. Finalmente: cuando su hermana Beatriz le enseña súbito al
villano raptor de su honra, Ausias sediento de venganza y
próximo a lanzarse sobre su presa, se detiene de pronto y exclama en
son de reconvenirse a sí mismo:


¡Ay!
¡ídolo mío!...
¡ya me olvidaba de ti!


¡Triunfo
del amor absorbente del poeta que arrastra todas sus potencias
espirituales al centro de su alma, alcanzado a costa de otro
sentimiento expansivo y diametralmente contrario! ¡Rasgo magistral,
pincelada profunda que pone en claro de repente el carácter del
poeta enamorado!


TERESA...
Pocas veces hemos admirado en la escena una personificación tan
sublime del amor femenino. Teresa ama con su cerebro, con su corazón,
con sus nervios, con todo su ser. Ama como amarán las mujeres el día
que Dios se digne realizar en su alma algunas mejoras urgentes. La
gloria del trovador y los hechos hazañosos del soldado cautivan la
parte poética y fantaseadora de su espíritu; la gratitud, por haber
salvado la vida a su hermano y a ella, acendran su irresistible
simpatía; súbela de punto la férrea voluntad de su padre, que la
obliga a casarse con un ambicioso de aviesos y vulgares instintos. Su
amor recorre toda la escala cromática de la pasión, delicada y
fuerte a un tiempo, hasta estallar en el do de pecho del último
acto. Nace en el cielo de su alma, un amoroso afecto, cual nubecilla
atornasolada y leve: poco a poco se espesa y aploma; la surcan a
ratos ráfagas de pasión incandescente, conviértese por fin en una
tempestad.
Después que Rebolledo ha explicado a Don Martín el
horroroso peligro que acaba de correr su hija, y del cual
bizarramente ha triunfado el heroico esfuerzo de Ausias March, dice:

TERESA. ¡Padre!
REBOLL. ¡Qué quieres!
TERESA.
(Besándole la mano.) ¡Ay, padre!


(Bajo
después de mirar con recelo y aversión a Martín.)


¿Me
amáis?
Con este rasgo profundamente delicado indica Teresa su
afecto por Ausias, su odio al capitán, y toma el pulso al corazón
de su padre para calcular los grados de resistencia que podrá oponer
su cariño paternal al que ella siente por el poeta guerrero. Si en
tan tremenda lucha queda vencida, no por esto llevará al odiado
verdugo de su dicha ni un pensamiento criminal. La fortaleza de su
virtud le inspira los siguientes versos:
«Que la que noble ha
nacido


y
por fiel y honesta pasa,


no
ha de llevar cuando casa,


una
lágrima al marido.»

Aquel maravilloso instinto que crece y se
desarrolla al abrigo de toda pasión, hace adivinar a Teresa, que
para el apetecido vencimiento necesita auxiliares. Empieza por
conquistarse las simpatías de Beatriz, aun antes de saber que era la
hermana de su amado. Pero si nadie la ayuda, si las armas con que su
ingenio cuenta son inservibles, armado está su corazón, hercúleo
es su brío: luchará sola.
Violante le dice:


Nadie
en tu apoyo hallarás.”
Y ella contesta:


¿Sí?
pues mira, eso bastara


para
que yo más le amara...
si pudiera amarle más.”
Así
procede la pasión en hidalgos pechos.
¿Queréis amilanar a los
ruines? Dejadles solos en el combate.
¿Queréis envalentonar a
los esforzados? Negadles todo auxilio.


El
tercer acto de La Espada y el laúd es un volcán, las pasiones del
drama rebientan en tremendas erupciones. La de Teresa ruge,
truena, estalla. Sabe Rebolledo, ya convertido a la religión
apasionada de su hija, ya enemigo de Don Martín, que éste prepara,
junto con Garcés, una emboscada para asesinar a Ausias apenas salga
de la cárcel, en la cual una orden del rey le tiene preso; sabe
también que Violante y Teresa para esquivar la indignación
formidable del monarca, han ido a romper sus prisiones. ¡Trance
cruel! Vuela a impedir la catástrofe amenazadora.

REBOLL. (Va a la
puerta y exclama):
¡Maldición!...


¡Abierta!
¡Instante cruel!


Si
es cierto lo que ha contado


Doña
Beatriz, y han librado


a
Ausias March... ¡Mísero de él!...


Le
asesina ese traidor...


Aún
le puedo yo salvar.


Vamos
antes a mirar


si
aún está preso.


Teresa
y Violante acechan entre la sombra a este bulto que la oscuridad no
les permite reconocer. Primero le creen enviado del rey para impedir
la fuga de Ausias.


Después
un pensamiento desvariado, aunque compatible con la violenta zozobra
que las enloquece, las hace sospechar que es el rey en persona. Una
idea se les ocurre de golpe, una idea esencialmente propia de dos
mujeres, unidas por el lazo de fuego de una común exaltación:
encerrar al hombre de cuya repentina llegada a la cárcel auguran las
más terribles consecuencias para el objeto de sus cuidados. Con dos
pinceladas centelleantes rasguea el autor la situación moral de
Teresa.


PRIMERA.


VIOL.
(Aplicando el oído a la puerta.) Este hombre ya baja.


TERESA.
Es ley.
que espere hasta que mi amante
trasponga el Ebro,
Violante.


VIOL.
¡Si es el rey!
TERESA. ¡Que espere el rey!


SEGUNDA.


REBOLL.
(Dentro, con voz de trueno, empujando la puerta): ¡Abran!


TERESA.
¡Padre!


REBOLL.
¡Que asesinan


a
Ausias March!


Ter.
y Viol. (Alteradas): ¡Jesús!
REBOLL. Abrid.
TERESA.
(Pidiendo a Violante la llave, que ella misma estrecha
convulsivamente en su mano): ¡La llave, la llave!


¡Si
esto no es unir la más exquisita naturalidad con la mayor violencia
de la pasión, confesamos paladinamente que desconocemos las leyes
más rudimentarias del corazón humano! Si un amor tan magistralmente
dramático no merece los aplausos de la prensa y del público, peor
para el público y peor para la prensa.


BEATRIZ...
Nada exaspera tanto a los corazones leales como una torpe y


cobarde
villanía: por esto la culebra de un odio mortal se enrosca en el de
Beatriz, apenas se ve infamemente abandonada por el ladrón de su
honra. La madre de Beatriz baja al sepulcro anonadada bajo el peso de
tan atroz desventura: esto acaba de enconar su herida, y presta
cierto sello sagrado a sus propósitos de venganza. Toda la sustancia
de su alma se hace odio odio egoísta, odio sin tregua, sin descanso,
sin cuartel. El valor de su hermano, el amor de Teresa, son para ella
dos dagas de acerada punta. En Ausias y en su amada sólo mira dos
poderosos instrumentos de su vengadora misión. No será ella quien
pordiosee la mano de su enemigo para satisfacer las sandias
exigencias de una sociedad cuyo voto desdeña. Quédense estas
miserables transacciones que el mundo apadrina para las mujeres al
uso cuya rastrera virtud sólo es en el fondo miedo del qué dirán.
Beatriz ha salido del claustro, en donde con fingido nombre moraba,
para lavar la mancha de su honor con la sangre vil del que se lo ha
robado; una vez satisfecho su anhelo, al claustro volverá. Así sale
de su cueva solitaria la ensañada leona en busca del que la arrebató
a sus cachorros, le encuentra, le acomete, se embriaga con su sangre,
y rugiendo de terrible júbilo, entra otra vez en su guarida.


REBOLLEDO.
Hay en él dos hombres en uno: el hombre de dos limpios pensamientos,
de noble, alto y vigoroso sentir, y el hombre de preocupaciones
aristocráticas, amigo de sus blasones y ganoso de acrecentar el
lustre y poderío de su casa. El primero aboga entusiasta por Ausias
March, y con el fuego de la más entrañable convicción, pondera su
heroísmo y la gloria poética que en los torneos del gay saber
alcanzará. Mima el otro su orgullo y encarece los medros que a sus
timbres y a su fortuna acarreará el casamiento de su hija con Don
Martín que un fatal compromiso abona, y la voluntad de un rey
terrible ordena. Estos dos hombres luchan y forcejean a brazo partido
en la arena calcinada de su espíritu, ora uno, ora otro miden el
suelo hasta que el hombre natural vence al artificial, y triunfa de
la nobleza de blasón la del alma. Toda la del valeroso anciano
brilla en los siguientes versos:
“Oíd, y Dios es testigo
de
que estoy acostumbrado
a sentir, como soldado,
mucho más de lo
que digo.”
Y centellea en estos otros que profiere rabioso al
temer que Don Martín y Garcés haya tenido la alevosía de asesinar
a Ausias:
REBOLL. “La impunidad se prometen...
(A Teresa que
quiere irse por la derecha.)
¡Quieta! - Si el crimen
cometen...
¡Canas mías!...
(Saca la espada y dice con
desvarío.)
¡Hierro mío,
que la misma edad contáis,
de mi
vida honradas huellas...
maldición en ti... y en ellas...
si
en su sangre no os bañáis!”
Así se expresa el héroe canoso,
en quien la nieve de los años no ha enfriado la bravura del
corazón!
DON MARTÍN... Carácter crónicamente vulgar amasado
con el cieno de un libertinaje sin imaginación y de una vanidad
desenfrenada. Por capricho sedujo a Beatriz; por haber mejorado de
fortuna la abandonó; por ambición y codicia desea enlazarse con
Teresa. Así son y han sido y serán todos estos tenorios en
calderilla que la putrefacción social engendra, que las mujeres
miman, que la impunidad envalentona, que el mundo premia con los
resplandores de un prestigio tan majadero como infame.
Dos
acciones hay en La espada y el laúd, pero que convergen a un foco
común. Forman dos círculos concéntricos, de los cuales el amor de
Teresa es el círculo máximo, la venganza de Beatriz el círculo
mínimo, y Ausias March el centro. Los demás personajes son otros
tantos radios.
Por lo mismo es indudable que Ausias March es el
verdadero protagonista del drama mencionado, aunque conserve en la
acción el carácter exteriormente inactivo de que hemos hablado
antes. Enumerar los bellísimos pormenores de fondo y forma que lo
avaloran, sería tarea por demás prolija. El ligero análisis que de
sus admirables caracteres acabamos de hacer, basta para señalar
dicha producción como joya de muchos quilates, que una conjuración
de circunstancias desgraciadas no ha permitido al público ni a la
prensa de Madrid apreciar debidamente.
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domingo, 17 de octubre de 2021

LA CAMPANA DE LA ALMUDAINA, DRAMA ORIGINAL DE DON JUAN PALOU Y COLL.

LA


CAMPANA
DE LA ALMUDAINA,


DRAMA
ORIGINAL DE


DON
JUAN PALOU Y COLL.


I.


Isla
dorada llaman a Mallorca sus naturales, y bien pudieran llamarla Isla
de oro. Una sonrisa de Dios la hizo brotar llena de hermosura en
medio de las aguas del Mediterráneo. La cobija con amor un cielo de
azul claro, la orean aires puros y deleitables y sus entrañas
dadivosas pagan con usura la solicitud del hombre.
En las cumbres
de sus montañas altísimas crecen el romero, el boj, el tomillo, el
lentisco, el brezo, el enebro y la alhucema, cual si quisiesen
aromatizar de cerca el trono del Señor: más abajo se asientan y
fortalecen espesos bosques de pinos y encinas; en las laderas los
olivares hacen ostentación de su fruto bendecido, y en las faldas
mil viñas, huertas y jardines lujosamente desplegan su
pomposa ufanía. El marinero percibe desde lejos el olor suavísimo
de los limoneros y naranjales que piadosas le traen las auras del
mar. Corren por todas partes las aguas, ora sueltas y libres entre
olmos y álamos blancos, ora aprisionadas en multitud de acequias
toscas vestidas de yedra y musgo. El caserío de pueblos y aldeas,
tan pronto se encarama desparramándose por los riscos y pendientes,
cual bandada de palomas que hacen alto, como se ajunta y recoge en
hondos valles a manera de ovejas que se apiñan a los gritos del
pastor. El frecuente contraste que forman las magnificencias del
cultivo con los horrores más sublimes de la naturaleza salvaje, da a
los paisajes de la isla un carácter maravilloso de originalidad.

¿Qué mucho que trinen ruiseñores en un vergel tan floreciente
y deleitoso?
¿Qué mucho que en tan poético país haya poetas
de valía?


Rigurosa
justicia es, y nada más, dar entre ellos el asiento de preferencia a
uno de los restauradores más beneméritos del habla
lemosina
, Mariano Aguiló, que ha versificado siempre en
este antiguo y glorioso idioma, en menoscabo de la extendida
celebridad que merece, pero con singular provecho de sus propias
concepciones. Digno rival, a veces, de Tomas Moore, deslumbra
con la esplendidez de su fantasía exuberante, otras parece inspirado
por la musa de Schiller; tal es la profunda intención de su lirismo
y la magistral sobriedad que en sus baladas históricas y
tradicionales resplandece. Quien haya leído Esperanza, Una visita a
los muertos, El entendimiento y el amor, A un ciprés, A Dios, D.
Alfonso de Castelnegro y las poquísimas composiciones poéticas que
ha dado a luz aquel escritor, no encontrará ciertamente sobrado
nuestro elogio. - José María Quadrado, que goza de indisputable
nombradía en España como apologista católico, historiador y
publicista, es entrañablemente patético en El último Rey de
Mallorca, ideal y levantado en Aspiración, y revela gran fuerza
dramática en Armadans y Españols. Los verdaderos amantes de las
letras patrias deploran que ingenio de tanto valer no cultive
la poesía con ahínco y constancia. - Tomás Aguiló, aleccionado
tempranamente en la dura escuela del desengaño, toma por inspiración
su quejumbroso aburrimiento y traduce en estrofas la flojedad y
cansancio de su alma. Unas veces se entusiasma con las pueriles
ilusiones de un amor petrarquista, otras imita con notable acierto, y
no pocas se encumbra a muy altas esferas, circunstancia inconcebible
en quien tiene a Renjifo por maestro. Paciente joyero del ritmo,
infatigable buscón de consonantes difíciles y más disertador que
poeta, ha sabido llorar con todas las reglas del arte y enardecerse
sin soltar nunca las andaderas gramaticales. Debemos añadir, sin
embargo, a fuer de justos, que algunas de sus Rimas varias y sus
Baladas mallorquinas son joyas de subido quilate y felicísimas
excepciones de la soñolienta monotonía que por lo general distingue
sus composiciones. - Miguel Victoriano Amer no ha necesitado más que
rimar los latidos de su corazón para encontrar en los ajenos dulce y
tierna consonancia. Con dos alas de oro se eleva su musa a las
regiones de luz; con la caridad y la esperanza. Sencillo, apacible,
resignado, sus versos son, por decirlo así, la respiración
tranquila de su alma. ¡Feliz quien la tiene tan hermosa con Miguel
Victoriano! ¡Feliz quien, como él, no sabe cantar sin mirar el
cielo, ni mirar el cielo sin cantar! - Las poesías de Gerónimo
Rosselló se caracterizan por lo delicadas y primorosas. En sus Hojas
y flores hay sonetos de admirable contextura, romances lindísimos,
odas de robusta entonación y elegías llenas de sentimiento.
-
Victoria Peña y Joaquín Fiol debieran dedicarse con empeño a la
poesía. Dotada la una de bastante imaginación y de exquisita
sensibilidad el otro, la modestia excesiva de sus pretensiones
literarias les impide utilizar debidamente dotes de tan alto precio.


No
hace mucho tiempo que el menos conocido de los poetas baleáricos era
Don Juan Palou. Los celadores de la literatura mallorquina no se
habían dignado extenderle pasaporte para el Parnaso. Su nombre era
el de un simple mortal para aquellos semidioses. Ahora todos le
conceden un puesto de honor en su olimpo. Ahora el deslumbrante
resplandor de su gloria eclipsa las demás. Las nieblas del desdén y
de la duda se han disipado. El drama de Palou se pasea triunfalmente
por todos los teatros de España, con la tranquila seguridad del que
ha hecho prisionera a la victoria. ¿Por qué La Campana de la
Almudaina ha obtenido un éxito tan asombroso y universal?


Aparte
de las dotes extraordinarias que lo avaloran, debe a circunstancias
especialísimas la unanimidad, sin ejemplo, con que ha sido
aplaudida. Para señalarlas no se necesita ser un fenómeno de
sagacidad; basta conocer superficialmente los vicios radicales de que
adolece la escuela dramática de más reciente boga (voga en el
original
) en el teatro español, y las necesidades estéticas que
el público sentía cuando se puso en escena La Campana de la
Almudaina.


El
drama romántico se inauguró en España con una obra memorable que,
siendo producto del espíritu más irresistible de imitación que en
la literatura europea modernamente se ha enseñoreado, conserva un
sello profundo de nacionalidad. Concepción tan original y grandiosa
ha tenido una prole bastarda, en mengua de la escena española,
nodriza de las demás en épocas de gloriosa recordación. Los
mancomunados esfuerzos de la cultura social y del buen gusto lograron
arrojar al crimen del teatro que cedió completamente el
puesto al vicio cuya indulgente condición y dorado libertinaje le
rodean siempre de simpatías. Más tarde, temeroso el drama de que su
negra reputación la malquistase para siempre con la gente sesuda,
determinó formalmente moralizar su conducta hasta entonces
escandalosa, llevando a todo trance en la boca virtud y buena
doctrina. Por fin, dando un paso más, ha lavado sus iniquidades con
una confesión general en regla, ha entrado seriamente en
negociaciones con Dios, y de sirena pecaminosa, se ha convertido en
misionero apostólico.


Desde
entonces su devoción edifica, fervor religioso le hace acreedor, en
concepto de muchos, a la borla de doctor seráfico. ¡Oh milagros de
la gracia! Algunos ascetas de quevedos y guante blanco, aspirando sin
duda a los honores póstumos de la beatificación, ocupan nuestro
teatro, y no está lejano el día en que veremos poner en escena Los
diez mandamientos de la ley de Dios y Los cinco de la Iglesia, Los
soliloquios de San Agustín, y El Flos Sanctorum por añadidura. ¿Y
quién sabe si tendremos la fortuna de ver a la entrada de los
teatros españoles una pila de agua bendita y de ganar, asistiendo a
ellos, indulgencia plenaria?


Lejos,
muy lejos estamos de ridiculizar la reacción saludable que ha sido
la causa primordial de nuestro drama religioso; lo que conceptuamos
absurdo es la forma


que
actualmente se da a un impulso tan bello y regenerador. Cualidad
esencial de las composiciones teatrales es la acción, no la
oratoria. La moral debe brotar espontáneamente de la acción
dramática, o mejor, flotar en ella como una celeste aureola. En las
producciones a que aludimos acontece lo contrario. Su acción es nula
o desaparece en un océano de disertaciones en verso asonantado,
campanudas, huecas, interminables; y su moraleja o quod erat
probandum, cuando no de falsa, peca de enojosamente trivial y se
prepara, se anuncia, se discute, se motiva con impertinentísima
minuciosidad. Por otra parte, ¿cuántas máximas heterodojas,
cuántos desvaríos, cuántas blasfemias pueden escaparse a
escritores de sospechosa piedad, cuya fé es puramente question d‘
argent, cuya bandera religiosa es una bandera mercantil!


Cansado
el público español de no oír en el teatro más que sermones en
romance destartalado, discreteo lírico, diálogos sempiternos y
sentenciosas majaderías; mal hallado también desde mucho tiempo con
las fechorías del melodrama que sólo acertaba a producirle ataques
nerviosos; y sediento de verdaderas emociones, no pudo menos de
acoger con frenético entusiasmo la obra de Palou que tan
cumplidamente llenaba sus deseos. Acontecíale a este público, el
más desorientado y acomodaticio de Europa, lo que a un catador que
detesta tanto los licores azucarados y flojos que su mala estrella le
depara, como las bebidas alcohólicas que sólo convienen a groseros
y estragados paladares. El drama de Palou ha sido para él un vino
generoso de exquisito sabor y fortaleza, igualmente distinto de los
licorcillos ruines que despachan los flamantes evangelizadores del
teatro, como de las repugnantes pociones melodramáticas.


Indicada
esta circunstancia extrínseca que tan poderosamente ha contribuido
al éxito extraordinario de La Campana de la Almudaina, examinemos
ahora sus cualidades intrínsecas hasta donde alcance nuestro juicio
inexperto y bisoño.


Palou,
con no menos atrevimiento que fortuna, ha fundido en la producción
que


nos
ocupa, la historia, en el crisol de su poderosa fantasía,
trasformándola a su antojo. Si tal ejemplo se generalizase, no sólo
quedaría bruscamente anulado el drama histórico y rota la cadena de
sus legitimas tradiciones, sino que popularizaríanse ideas falsas de
las edades que fueron, acrecentándose más y más la desapoderada
anarquía que reina en la actual escena española. Sin hablar de
aquellos sublimes Ezequieles del arte, Shakespeare, Goëthe, Schiller
y otros genios inmortales, cuyas creaciones son más verdaderas que
la historia misma; Corneille, Racine y Voltaire que ajustaron sus
concepciones imperecederas a principios convencionales y a una
etiqueta dramática, ceremoniosa y glacial; Victorio Alfieri, que
hizo cómplices a los tiempos pasados de su pasión demagógica у de
su odio elocuente contra todas las tiranías; hasta los mismos
melodramaturgos que han sido y son los falsificadores más descarados
de la historia, nunca han variado radicalmente los sucesos ni
creádolos a su sabor, por más que hayan desfigurado los caracteres
que intentaban retratar. Palou, cuya alteza de juicio raya tan alto
como su ilustración, no desconoce seguramente cuán perniciosa sería
esta libertad, aunque con su drama la haya, en cierto modo,
autorizado. Fútil de todo punto sería la excusa de que La Campana
no lleva el título de drama histórico, pues, sabido es que: le nom
ne fait rien a la chose.


En
compensación de este defecto radical, la obra de Palou tiene un
valor dramático a todas luces subido. Su cualidad predominante es
aquella fuerza avara de sí misma que suele constituir el sello
característico de la verdadera potencia intelectual. Tan genuina
robustez artísticamente moderada por cierto instinto secreto y
maravilloso, se armoniza en este drama con una delicadeza suave de
sentir sobre manera exquisita. ¡Consorcio admirable que recuerda
aquel panal de miel que encontró el más fuerte de los hebreos en la
boca del león! En La Campana los caracteres se desarrollan con
vigorosa espontaneidad, estalla el diálogo con reconcentrada
energía, la palabra hierve sin soltar el freno a su expansivo
impulso, y la acción camina con paso firme y seguro a su
originalísimo desenlace. Imponderable es su mérito psicológico; si
se atiende a la doble y complicada lucha que traban entre sí
pasiones llevadas a su apogeo de exaltación y sentimientos
intensísimos. Para aquilatar dote de tanta valía basta analizar
ligeramente las dos grandes figuras fundamentales del drama: Doña
Constanza y el gobernador Centellas. El carácter de la primera nos
parece trazado con maestría y es sin duda uno de los más bellos que
se han visto en la escena.


Hay
un amor de amores inmenso, profundo, inagotable como las entrañas de
la divina misericordia; esencia suya son la ternura y la fortaleza;
lágrimas, abnegación y sacrificio perenne lo nutren, y también
misteriosas venturas y alegrías inefables; todos los idiomas lo
apellidan santo, y su símbolo inmortal está en el cielo.
¡Bendito
sea el amor de madre! Este sentimiento llevado a su grado superlativo
de tensión, señorea despóticamente el alma de la reina viuda. Su
Jaime es a un tiempo para ella recuerdo vivo de su desventurado
esposo y esperanza de la dinastía cuyas glorias y blasones cubre el
luto con su gasa funeral. El ardiente deseo de contemplar a su hijo
sentado algún día en el trono ensangrentado de sus mayores, infunde
a Doña Constanza, sin igual heroísmo y bizarría, y da a su
sentimiento maternal el portentoso alcance y tenacidad de la pasión.
En este bellísimo carácter entran como elementos constitutivos su
amor de madre, su orgullo de reina, su ambición de reina y de madre,
y la ternura que siente por Isabel, hija adoptiva suya.


Centellas
tiene el corazón labrado al fuego de una lealtad indomable. Pero el
amor que le inspira una hija largos años buscada con afán, y cuyo
inesperado encuentro coincide con el peligro terrible, inminente de
perderla, si su lealtad no entra en vergonzosas capitulaciones, hace
bambolear su berroqueño corazón con tremendas sacudidas. Por otra
parte una irresistible simpatía mezclada de gratitud le atrae
involuntariamente hacia Doña Constanza.


Esta,
lucha a brazo partido con la voluntad del gobernador. Ora sagaz y
astuta, ora radiante de centelladora energía, busca afanosamente en
el corazón del aragonés la misma poderosa cuerda que en el suyo
propio vibra, para socavar los cimientos de su constancia y poner su
planta victoriosa sobre el cuello de su obstinada lealtad. ¡Qué
sublime terror, cuando los dos llegan a tener pendientes las vidas de
sus hijos idolatrados de la vibración de aquella campana cuya cuerda
pasa alternativamente a sus manos crispadas!


El
instinto de madre hace ver a Doña Constanza que, enardeciendo hasta
el frenesí el cariño paternal de Centellas con la amenaza terrible
de asesinarla él mismo si toca la campana, le vencerá sin remedio.
Por esto da el golpe de gracia a la moribunda lealtad de Centellas
gritando con voz aterradora:


¿No
quieres? ¿No?


¡Pues
bien, tocarela yo!
Movimiento de suprema exaltación, grito más
de victoria que de lucha. Ninguna intención tiene de tocar aquella
campana cuyo tañido llevaría la muerte al seno de su hijo. Lo único
que quiere es acabar de una vez su triunfo haciendo estallar a
pedazos el corazón de Centellas, bajo la presión de la más
horrorosa angustia.


Sobre
manera lógico nos parece este bellísimo carácter, circunstancia de
incalculable mérito si se atiende a lo que suben en él de punto las
pasiones que lo forman y animan. No brilla esta preciosa cualidad en
el carácter de Centellas. ¿Cómo se comprende que este milagro de
lealtad se crea irresponsable del crimen de traición que pesa sobre
él en concepto de su soberano, por el abrazo de una hija que antes
se conceptuaba capaz de sacrificar en el ara de su honor? Recuérdese
aquel arranque salido del fondo de sus entrañas:


¡Si
por azar


en
ser traidor yo soñara,


la
existencia me arrancara


por
no volverlo a soñar.


::::::::::::::


Mas
ved:


(Vuélvese
de improviso y dice señalando el cuadro de mujer de la izquierda.)


Si
ella respirara


y
el fruto de nuestro amor,


en
holocausto a mi honor,


conmigo
las inmolara.


Estos
rasgos, unidos a otros muchos, quedan desmentidos altamente con su
conducta final. Por demás intenta justificarse con la frívola
excusa formulada en estos versos:


Yo
a mi rey no soy traidor:


¡mi
rey es traidor a mí!
¿Qué noble de aquella época, en la que
el monarca siempre tenía razón, hubiera juzgado la conducta de su
soberano de potencia a potencia como lo hace el espejo de lealtad
Centellas, que tan alto ha hecho sonar en el drama la suya?
Sentimos
que haya escapado a la certera sagacidad de Palou, que, vista la
frescura con que el gobernador se disculpa de lo que debía
forzosamente ser en concepto suyo el mayor de los atentados posibles,
las bellas expresiones con que blasona de su acrisolada fidelidad, se
rebajaban al nivel de fanfarronadas. Los demás caracteres son de
insignificante o nula importancia, menos el simpático Tornamira que
en un sólo rasgo da a conocer su hidalga condición. Dice así:
TORN. ¿Y le habéis curado? (a Centellas.)
CONST. ¡Sí! Y esta
tarde a Palma torna.
TORN. ¿Y podrá reñir?


Qué
hábito de sentir limpiamente, qué nobleza revela esta pregunta:
¿Y
podrá reñir?


Un
lirismo sobrio y de gran valía enaltece a La Campana. Recuérdese la
admirable comparación del sol que dora las nubes que quieren tapar
su luz, los versos en que pinta Doña Constanza el cariño que
profesa a Isabel, y los ardorosos arranques de amor filial de Don
Jaime.


Lunares
nacidos de las mismas cualidades que en La Campana resplandecen,
hacen resaltar con más viveza las perfecciones que la adornan. El
lenguaje peca algunas veces de incorrecto y de poco castizo. La
robustez y energía del estilo rayan a menudo en aspereza.


Palou
ha pasado en un sólo día de la oscuridad a la luz, encontrándose
de súbito frente a frente al sol de su gloria que ni aurora ha
tenido. España ha saludado al joven dramaturgo con hurras de
universal admiración y aplauso.
Mallorca, sacudiendo sus hábitos
de vida material, ha dado el tierno espectáculo de una madre
cariñosa que llorando de gozo ciñe las sienes de un hijo amado con
la corona de laurel que le granjearon sus triunfos. Desde el fondo de
nuestro corazón enviamos la enhorabuena más entrañable a la Isla
dorada que tan hermosamente ha galardonado las fatigas de uno de sus
hijos que más la honran!
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