domingo, 24 de octubre de 2021

TÁNTALO.

II.

TÁNTALO. 

Este amor virgen, que por espacio de tres años había dormido, como un niño inocente, en la cuna de mi corazón, cambió en un momento. Mi pasión purísima, digna del pecho de un ángel, se había desceñido su aureola celestial. 

El atractivo del deleite inspiraba mis acentos, encendía mis suspiros, y asestaba mis miradas. Mi virtud estaba agonizando. Toda la pureza de mi antiguo afecto se había desvanecido, y quedaba el amor material, como una densa humareda al desaparecer la llama alumbradora de una antorcha. Un vértigo espantoso se apoderó de mi cabeza, que ardía entonces como la sangre de mi corazón. 

Y ella?... Pobre flor en medio del desierto, cómo no doblegar tu airoso tallo al encendido soplo del huracán! Confusos entreveo aquellos instantes de embriaguez que remedan un cielo y pertenecen al infierno. Recuerdo no muy distintamente unas manos blanquísimas estrechadas contra mi pecho, unos labios de finísimo coral pegados a los míos, como dos claveles que juntan sus copas encarnadas al impulso de un ligero vientecillo; un hermoso cuello rodeado con mis brazos; y... un cañón de pistola asestado a mi corazón. 

Sus latidos se sucedían rápidamente: eran los últimos. Su padre nos había  sorprendido y exclamó: Me has quitado el honor, voy a matarte. Yo le repliqué. Me quitas la vida, yo te perdono!... y no oí el tiro. 

Ignoro si los despojos de mi carne, por entre las rendijas del sepulcro, pasaron de su obscuro seno a regiones desconocidas, o si eran fantásticas las formas corpóreas en que me vi de nuevo envuelto. Parecióme atravesar un desierto árido y sombrío. El movimiento de unas alas que me precedían arrojaba de trecho en trecho vivísimas chispas, que brillando un momento para indicar mi ruta, se perdían después en aquella completa obscuridad. Ningún obstáculo se interponía a mi camino. Mis pies no daban un tropiezo, ni sentían la dureza del sitio en que se afirmaban. El más ligero airecillo no hirió mi rostro, ni el rumor más leve penetraba en mis oídos. Bajo mis plantas no había una flor que perfumase aquel ambiente muerto, ni una zarza que se enredase con mis vestidos. En vano procuraba escuchar: ni se oía el canto de un ave, ni el chasquido de una rama mecida por el viento; una hoja de álamo hubiera permanecido allí tan inmoble como una roca sepultada en las entrañas de la  tierra. Sin duda había caminado larguísimo espacio, y la extremada soltura de mis miembros no había disminuido un punto. Respiraba tan suavemente como si dormido en un barquichuelo hubiese seguido la reposada corriente de majestuoso río. De repente mi cuerpo dio un golpe contra un pelado risco, a manera de la barquilla que dirigida por inexperto niño choca en las gradas del puerto. 

Era aquella roca un mojón del imperio de Satanás. Mi ángel era el misterioso guía que me había conducido hasta allí para separarse de mí eternamente. Un suspiro suyo me estremeció. Estábase vuelto de espaldas y no podía mirarme a la cara porque yo era réprobo. ¡Réprobo! Una sola ráfaga de culpa bastó para marchitar, despojar, destruir, una corona adquirida con tantos años de resistencia a la debilidad humana. Yo era réprobo ¡después de haber sido tan desgraciado! La aldabada que en mi delirio creí dar a las puertas de la felicidad, fue a las puertas del infierno; y se abrieron. Yo era réprobo. ¡Dios justiciero! Cuántos malvados pasean la tierra después de diez mil crímenes, y mi primer desliz ha de arrebatarme a una, vida y salvación? Un día más, y me hubiera arrepentido. Arrepentido? Oh! La criaste tan hermosa! tan seductora! Había tanto fuego en mi corazón! La había amado yo tanto! Dios terrible, piedad! Perdona algo a quien pudo perdonar a su asesino. Déjamela ver al través de las sombras de la noche eterna, déjamela amar en la mansión misma del odio, y el infierno perderá la mitad de sus tormentos. 

Mi ángel bueno desapareció después de abandonarme a un emisario de Satanás, a manera de un alcaide partidario de un rey vencido, que entrega las llaves de la fortaleza al afortunado usurpador. La marca de condenación echó una llamarada funesta en medio de mi frente abatida, como un rayo que serpea entre los pliegues de negrísima nube. Y sin embargo el infierno no era completo para mí. En sus orillas no se me había despojado enteramente de la esperanza, ni del amor. El objeto de mi cariño en la tierra iba a serlo en los abismos

Víla (la vi) venir para acompañarme en aquella soledad sin límites: para ser mi sol en el lugar de las tinieblas; para ser mi ídolo allí donde no reina Dios. 

¿Murió también a manos de su inflexible padre por haberme amado en demasía? No lo sé. 

La roca donde yo de pie había oído el terrible fallo estaba empotrada en un vastísimo arenal, en que ni una sola yerba, ni una pintada concha, ni los restos carcomidos de un marisco alteraban la uniformidad de color y superficie. Un lago de verdinegras aguas se extendía a lo lejos sin que liviana brisa dibujase en ellas la arruga más ligera. Una luz melancólica, parecida al moribundo crepúsculo de una tarde lluviosa del otoño, iluminaba aquel cuadro imponente y desconsolador. Un manto de pegajosa niebla rodeaba aquel mundo misterioso, como la mortaja de un difunto. Una curva interminable era la valla que dividía las aguas de la parduzca arena. Ni unas ni otra la habían roto jamás. El ojo más lince no hubiera encontrado una altura en que descansar. Aquel horizonte siempre igual mostraba con evidencia que pertenecía al mundo de la eternidad. 

Una barca solitaria recibió a los dos seres de carne, y al espíritu rebelde que sin tocar el timón la dirigía. Deslizábase por aquel piélago sin vida, como una estrella apagada cruzando su órbita vacía. No tenía velas ni remos, y ni una burbujita de espuma señalaba su rápida carrera. 

Oh! cómo deseaba entonces dirigir mil preguntas a mi desdichada compañera! 

y la tenía a mi lado, y no podía hablarla. El ceño de aquel nuevo Caronte nos convencía de que el más leve murmullo no debía alterar la monotonía de aquella terrífica escena. Nuestro silencio parecido al de aquellas aguas, al de aquellas playas, al de aquella atmósfera, era un suplicio aterrador. 

Llegamos por fin. Satanás nos admitió en su reino, pero sus dientes rechinaron horriblemente cuando supo que sus nuevos vasallos podían amarse mutuamente. Amar en la mansión del odio más encarnizado! Amar donde el aborrecimiento es mutuo como los tormentos! Amar donde todos son los verdugos, y las víctimas de cada uno! Amar allí donde se aborrece cordialmente a Dios, y se le aborreciera aún en el acto mismo de romper las cadenas, apagar las llamas, y abrir las puertas del abismo! Oh! esto era una excepción asombrosa. Satanás no podía presenciarlo; pero el permiso obtenido del cielo era irrevocable. Una vasta soledad debía aislarnos para siempre. Los aullidos de los precitos resonaban a lo lejos como el ruido prolongado de un terremoto, y este ruido no debía cesar jamás. Nuestros ojos sentían una picazón inconcebible con aquella luz enfermiza, y esta luz hija de la sombra nunca había de sufrir la menor variación. Un vapor hediondo se alzaba hasta nuestras cabezas y debía permanecer sin disiparse nunca. La cálida atmósfera que nos circuía semejaba el vaho de una bestia disforme, y nunca debía soplar el céfiro que la refrescase. Pero en cambio estábamos juntos, nos amábamos, y nuestra vehemente pasión debía ser, como el infierno, inmutable y eterna. Esta situación casi me hacía dudar si nuestra suerte era deplorable. 

Mas, ay de mí! Cómo era posible que en el infierno existiese un amor puro? 

Si mi primer y único delito no hubiese cambiado la naturaleza de aquella purísima llama, el lugar de la maldición de Dios la hubiera maleado, como el aire de una ciudad apestada inficiona al viajero que se detiene en ella. Ay de mí! 

Yo no la amaba ya como en los años de mi ardorosa juventud, en que un suspiro, una mirada tierna, me hubieran colmado de una felicidad indefinible. 

Yo la amaba como en los postreros momentos de mi vida, en que el crimen había sofocado la inocencia, el idealismo, la sublimidad de mi amor. Ya no la adoraba como un joven en sus primeras ilusiones: la amaba como un viejo embrutecido en la maldad. Oh! y podía ser otro el amor del infierno que el amor de un lupanar? La amaba con extraordinaria violencia, y no me era suficiente hablarla a solas, tenerla a mi lado, clavar mis ojos en su rostro divino, aspirar su aliento, y absorber sus miradas. Ella había marchitado ya su corona de virgen, y su amor tampoco era el de una virgen. Quise llegar a mis labios aquellas manos blanquísimas, hermosas aún allí donde el ángel se cubriera de horrible fealdad. Mas, ay de mí! Retrocedí espantado y rugiendo de dolor. Al tocarse nuestras manos se inflamaron repentinamente como si una corriente de electricidad infernal hubiese pasado del uno al otro. Quería abrazarla, y su cuerpo volvíase ardiente como si fuese de metal enrojecido. Oh! sin duda le causaba atroces tormentos, y yo también los padecía. Cada vez que renovaba mis tentativas 

alzábase horriblemente majestuosa la llama que nos separaba. Entonces oí unas horrísonas carcajadas que mugían entre la tempestad de blasfemias y maldiciones. Satanás había adivinado que este era el suplicio a que estábamos condenados. Un fuego nos impelía, otro fuego nos rechazaba, y entrambos fuegos insoportables, inextinguibles, eternos. Por qué no nos devoraba de una vez? Por qué no devoraba alomenos su hermosura? Ella conservaba la frescura de su tez, el hechizo de su talle, la magia de su acento, todos los resortes de la seducción. Me fascinaba como una serpiente, y esta fascinación era inevitable. Aun cuando sus torneados brazos quemaban como una antorcha de resina, incitaban al deleite, y este incentivo había de ser sempiterno, sempiternos mis deseos, sempiterna la imposibilidad de satisfacerlos. Oh! esto era horrible, horribilísimo. Cien infiernos a la vez no equivaldrían a esta mezcla de fuego y voluptuosidad. Oh Dios terrible y justiciero! 

Esta exclamación, y un vuelco convulsivo despertáronme de repente, y me encontré bañado en sudor, todo azorado, los músculos contraídos, el corazón latiendo con rapidez y un vehementísimo dolor en mi cabeza efecto de tan horrorosa pesadilla. 

NÚÑEZ EL MALO.

I.

NÚÑEZ EL MALO.

Algunos de mis lectores recordarán todavía la antigua puerta del muelle, y el poyo elevado en que solían sentarse los dependientes del resguardo; pocos empero tendrán presente la adusta fisonomía de uno de ellos, cuyo ceño e inmovilidad merecían llamar la atención de los transeúntes. ¡Es tan corto el número de los observadores, al par que tan crecido el de los curiosos! 

Los introductores de víveres no podían olvidarle; mirábanle de reojo cuando ejercía las funciones de su empleo, respondían a sus preguntas balbuceando un monosílabo, y maldecían en sus adentros la nimia escrupulosidad del registro. Desdichado del que se arriesgara a pasar un género prohibido: toda la plata del Potosí no fuera suficiente para fabricar un candado con que cerrar aquella boca, y su acusación hubiera sido menos terrible que su mirada. Maravillábanse después viéndole sentarse de nuevo en la extremidad del poyo, arrojar con notorio desdén el puntiagudo hierro como si le sacaran entonces de la fragua, arrebujarse en un raído capotón, cruzar los brazos, hundir entre ellos su cabeza y volver a su estado normal de meditación y aburrimiento. Sin duda aquel hombre padecía mucho. Enrique Núñez (tal era su nombre) había terminado su carrera militar decorado un hombro con una charretera de seda, y estropeado 

un brazo por una bala de plomo. Inútil para el trabajo se avergonzó de recurrir a la caridad del público, y aceptó aquella profesión para sostener una vida que le interesaba más que la suya. Los primeros acontecimientos de su vida nada importan a mis lectores, ni debo detenerme en referir por qué accidentes había parado a nuestra isla. Extranjero en ella tenía una hija de diez y ocho años que era toda su familia, todo su amor, todo su mundo; pero Enriqueta dividía los afectos de su corazón entre su padre y el mozo de una afamada droguería. Enrique lo ignoraba, siendo así que perder la mitad de aquel corazón equivalía a doblar todas las pesadumbres del suyo. Una noche que debía ir de ronda, tuvo que retirarse a su casa antes de la hora acostumbrada a causa de un improviso dolor que le taladraba las sienes. Estaba aquella situada en la esquina de un callejón, y cuando iba a enfilarle retrocedió. 

Había divisado un bulto bajo el ventanillo que caía encima de la puerta de su casa, y escondióse tras el ángulo de la pared quedando tan inmoble (inmóvil) y petrificado como el guardacantón que frisaba con sus rodillas. 

¿Qué es lo que había oído? 

Enriqueta conversaba con un mozo que le dirigía mil protestas de una pasión entrañable; decíale que tenía abierta una tienda propia de droguero; pronunciaba terribles juramentos, y los acompañaba de una promesa... 

la de amarla toda su vida, pero darla su mano en público... no se atrevía. 

¡La profesión de su padre! Y este padre lo oía, y callaba, y bebía un sorbo de veneno en cada frase que salía de aquellos labios: todo el dolor de su cabeza había pasado a su corazón y se había centuplicado. La mañana siguiente habló con su hija, y pocos días después a las cuatro de la madrugada salían de la parroquia tres personas. Núñez y el sacristán habían sido los únicos testigos de un contrato sacramental.

Tres años habían transcurrido y, Enrique, desamparado de su hija, apenas conocía a su yerno. El pundonoroso inválido sufría con resignación este sonrojo perpetuo, porque en el silencio de sus penas estribaba la felicidad de su querida Enriqueta. Duro sacrificio el de alejarse de un objeto, porque se le ama: incomprehensible cuando este amor, lejos de ser un crimen, es un afecto santificado por la naturaleza. Así nada tiene de extraño que la aspereza de su carácter arreciase de día en día, ya por los achaques de la edad, ya por la extrañeza de su posición, ya por el fastidio de su aislamiento, y que fruto de esta aspereza fuese una rigidez extrema en cumplir los deberes de su ministerio.  

Un día la voz imperiosa de un guarda hizo detener en la puerta del muelle un carro cargado al parecer de cables y velamen.  

- Qué traes ahí, dijo Enrique al conductor. 

- Pues no lo vé V.? Están desartillando el jabeque San Antonio para recomponerlo, y llevamos a almacenar estas jarcias.

- Jarcias no más? debo averiguarlo. 

Inmutóse el carretero, pero al momento recobró la serenidad y dijo: Mire V. que vamos a embarazar el público con ese bagage. Si no se fía de mis palabras, venga uno de ustedes conmigo. El almacén está a cuatro pasos de la Lonja, y mala peste me coja si se encuentra una brizna de esparto que no sea de ley. 

- Tiene razón, saltó otro de los guardas comprendiendo rápidamente la intención del carretero. Aguija, muchacho, vamos al almacén y veremos si eres hombre de honor. 

- Entonces os acompaño, añadió Enrique. 

- Si fuese al infierno!... profirió entre dientes el carretero al tiempo que sacudía un recio latigazo a la caballería, como por muestra de los que hiciera llover de buena gana sobre las espaldas del inflexible guarda. 

Sin hablarse palabra los tres seguían el carro que traqueteaba horriblemente por el desigual empedrado de tortuosa y poco habitada calle. Obra de trescientos pasos habrían andado cuando el carretero y el otro dependiente 

rezagados adrede se encontraron enfrente de una taberna, donde en amigable compañía varios marineros y soldados interrumpían con sendos tragos su alegre conversación. Aquel que era ladino cogió la ocasión de la melena, arrimó sus labios a los oídos del guarda, hizo colar misteriosamente entre sus dedos una cosa que relucía, y dejóle clavado delante del portal, cambiando en un momento sus deseos de seguir al carro con otros más eficaces de echar un traguito

- Hey! gritó a Enrique, ven acá hombre, no seas bobo. 

Es menester remojar el gaznate para tener bien despabilados los ojos. 

Pero él proseguía su camino sin volver siquiera la cabeza.

- Testarudo! murmuró el guarda. Más fácil sería a un niño de teta romper ese chuzo, que a todos los santos del cielo doblegar su alma de hierro colado. 

Y entróse en la taberna. 

El conductor llegóse a Enrique temblando y díjole. 

- Conque, no va V. a refrescar? 

- No bebo. 

- Oh! sí... vaya V. media onza... una si quiere. 

- Ni ciento. 

- Es V. muy cruel. 

- Cumplo con mi deber. 

- V. va a perder una familia... a perderla enteramente. 

- Yo no. La ley. 

Esta firmeza de carácter desconcertó al carretero; pero su presencia de ánimo le sugirió un recurso para salvar su caballo del peligro que corría. Al llegar al puesto a que se dirigían, aprovechando un ligero descuido de Enrique, desenganchóle rápidamente, montó en él y largóse a todo escape. El impasible guarda púsose a desenvolver un rollo de cuerdas, y a un tiempo aparecieron el droguero en el umbral del almacén, y un cajoncito sepultado entre los cables. 

- Por amor del cielo! exclamó éste. 

- Qué es eso? preguntó Enrique. 

- Salitre. Respondió el otro con voz apenas perceptible. 

- Salitre! y extranjero?... 

- Entrémoslo aquí... nadie nos ve. 

- Entrarlo yo? Yo debo denunciarlo. 

- Denunciarlo!... perderme!... Vos? Vos que sois... 

- Soy dependiente del resguardo. 

- ¿No sabéis...? 

- Sé mi obligación. 

- Enrique! gritó el droguero con el acento de rabiosa amargura y golpeando el suelo con furia desesperada. 

Enriqueta apareció en el mismo instante. Un niño colgaba de su pezón materno, y un chico de dos años la tenía asida por las faldas de su vestido. Ella comprendió con una mirada la situación de su esposo y exclamó: 

Padre mío! Padre mío! 

- Oh! quiere asesinarnos. 

- Sí, yo os asesino, exclamó tristemente Enrique, yo clavo un puñal en vuestros pechos. Yo!... Yo que diera mi sangre toda por salvaros, y no debo daros mi silencio que bastaría. No tener más amor que el de una hija, sacrificarlo todo por ella, y verse obligado después a ser el instrumento de su ruina! Oh! Comprended si es posible mi horrorosa situación. Hijos míos, yo padezco más que vosotros. 

Y volviéndose después a su yerno, díjole: ¿son tuyos esos cajones? 

- Sí, únicamente míos. 

- Pues debes venir preso. 

- Preso! exclamó con un grito de dolor Enriqueta, echándose a los pies de su padre y abrazándole tiernamente las rodillas; los niños se pusieron a llorar como si comprendiesen su futura desgracia, y los suspiros de Enrique no faltaban para completar aquel concierto de aflicción. Gruesas lágrimas corrían por sus tostadas mejillas: eran las primeras que se habían desprendido de sus ojos. 

- Preso yo? maldito seáis de Dios y de los hombres. 

Y esto diciendo entróse repentinamente el droguero, y atrancando tras sí la puerta fue a descolgarse por una ventana que salía a otra calle, y desapareció. 

El tribunal de rentas se apoderó de los géneros de comiso: el droguero huyó a la América olvidándose de que era padre y esposo: Enriqueta perdió sucesivamente el sostén de su marido, los recursos de su fortuna, las fuerzas 

de su salud y las caricias de un hijo. Abismada en tantos infortunios sólo le quedaba un padre y un hospicio. Ella escogió lo último. Enrique, abandonado de todo el mundo, mirado con horror de cuantos le conocían por causa de los desastres de su familia, nunca conversaba con sus compañeros, ni se distraía de su continua meditación. Aislado en la extremidad del poyo, arrebujado en su capote, hundida la cabeza entre sus brazos tal vez se preguntaba a sí mismo: ¿soy un monstruo, o soy un héroe? Y no sabía qué responderse. 

Uno de sus compañeros tuvo un día la ocurrencia de referirse a él con el nombre de Núñez el malo, y este mote no se le cayó, y aunque no por largo tiempo, le acompañó hasta el sepulcro


Tántalo