lunes, 25 de octubre de 2021

IV. EL VALLE DE LOS CIPRESES.

IV. 

EL VALLE DE LOS CIPRESES

IV.  EL VALLE DE LOS CIPRESES.



La serenidad y hermosura de la tarde me habían convidado a dar un largo paseo por las afueras de la ciudad, y bien que no recuerde precisamente cuáles eran los diversos pensamientos que a solas iba rumiando, sé que encerraban algo de triste y sombrío análogo al estado de mi corazón. Siempre me ha parecido que al declinar las tardes de otoño conducen a la melancolía. Con el codo apoyado en la rodilla y la cabeza en la palma de la mano descansaba un rato sentado en una piedra del camino, y en esa actitud meditabunda poco o nada tendrían de risueñas las ideas que me asaltaron. Esparramábase a mi izquierda el caserío que lleva el nombre de pequeña villa, a mi derecha escondía su tortuoso cauce el torrente que lame los muros de Palma, enfrente de mí levantaba las ásperas crestas de sus fragosas ondulaciones la sierra poblada de espesos pinares sobre la cual asomaba su limbo superior el astro del día. 
Aquella postrer mirada, aquella despedida del sol me hizo una impresión semejante a la que produce el improviso adiós de apuesta doncella en el ánimo del mancebo que al pie de los balcones deseaba prolongar su plática amorosa. 
Quizás me hubiera distraído de mis tristezas una magnífica puesta de sol, pero no hubo aquella tarde nubes doradas por los últimos reflejos, ni ráfagas de carmín y violeta cambiando por momentos sus abrillantados matices. 
Una ligera neblina se había extendido por todo el cielo, y sobre esta cenicienta gasa destacábanse a lo lejos las desnudas ramas de los almendros, formando caprichosos dibujos, parecidos a los que aparecen puliendo una con otra dos 
tersas superficies de alabastro humedecido. La soledad y el silencio empezaron a serme desagradables, y los pensamientos mismos con quienes voluntariamente me había entretenido volviéronse como aquellos huéspedes que agasajados al principio acaban por convertirse en carga molesta e importuna. Traté de regresar antes que me sobrecogiera la noche; pero, quién podrá explicarme lo que entonces me aconteció? Cómo es posible que siéndome tan conocido el camino llegase a perderme en un extraño laberinto? 
Ni sé cómo fue ni me atrevería a señalar el punto en que empezó a desviarme; pero tengo muy presente en la memoria la extrañeza que me causó el verme internado en un angosto y solitario valle. En vano era preguntarme: de qué podía depender que nunca hubiese yo descubierto, que nunca a mis oídos hubiese llegado la más leve indicación de aquel sorprendente y exótico paisaje? Era un capricho del arte, o una aberración de la naturaleza lo que efectuaba allí un cambio de escena tan completo? Por qué en vez de la grata sensación que producen los sitios aun más agrestes y sombríos, el encanto de la novedad cedía el puesto a una especie de terror indefinible? Aquel era un largo valle flanqueado de dos altas colinas, coronadas en su cumbre y cubiertas en sus faldas de infinito número de árboles, todos de una misma especie. Y estos árboles eran cipreses, que bien los conocí por el fúnebre colorido de su ramaje, por su tétrica inmovilidad y su fuerte aroma. Extendíanse en torno mío en simétricas y prolongadas calles como los almendros de amellas cercanías, o veíanse más allá revueltos y apiñados como las encinas de espeso bosque. 
Ni selváticos arbustos, ni menudo césped cubrían la aridez de aquel terreno, y sobre los troncos de los cipreses, desnudos como los pies de un esqueleto, levantábanse sus copas sombrías como las pirámides de un mausoleo. Y yo en tanto con el estupor en el alma y el azoramiento en los ojos, luchando con una sensación que se acercaba al miedo, y que en vez de acelerar entorpecía mis plantas, avanzaba por entre aquellos centinelas de la muerte, y seguía un camino semejante a los que en otros tiempos conducían a la mansión de austeros cenobitas
De pronto vi que me precedía una niña como de tres años, que tiraba de un cochecito de cartón atado con un bramante, que correteaba a trechos y a trechos se paraba, que se entretenía en coger del suelo y arrojar al aire piedrecitas. Aquel talle robusto al par que agraciado, aquellos bracitos que se movían con encantadora ligereza, aquel vestidito color de rosa, aquel sombrerito de paja... Oh Dios mío! Dios mío! - Niña, niña, exclamé con un grito desatentado, sin ser dueño de contener los rápidos latidos de mi corazón, y ella volvió hacia mí su lindo rostro, clavó en mí sus ojos azules, y echó de nuevo a correr y brincar, a tirar piedrezuelas y flores. Una de estas recogí y la besé: 
era una flor de amarillenta corola, flor sin lustre ni aroma de la que recuerdo haber visto espesas matas en un cementerio abandonado. "Aguárdame, niña, aguárdame, iremos juntos a tu madre. Oh sola felicidad mía! Y yo que soñé haberte perdido para siempre! Y yo que pensaba que Dios había descargado sobre mí el más terrible de sus castigos! Ay, cuántas lágrimas han vertido mis ojos! Cuántas cayeron ocultas en torno de mi corazón! Aguárdame, hija mía, que he de darte un tierno y regalado beso. No han sido tus caricias el más íntimo y suave goce que en este mundo he disfrutado? Qué oro bastaría para comprarlas? Qué glorias ni placeres para hacer con ellas un trueque? 
Oh loca imaginación mía que se las figuraba ya tristemente fenecidas! 
Párate un momento, hija mía, un momento no más. La alegría de encontrarte me oprime el pecho como una fatiga inmensa. No corras tanto. Vamos, niña, no seas caprichosa: te compraré dulces, todos los dulces que quieras.” 
Y así diciendo esforzábame en apretar el paso y no podía. Parecíame entonces aquel valle interminable, y anhelaba el momento de salir a una llanura despejada con la misma ansiedad que en noche borrascosa desea el marinero que despunten los primeros albores de la mañana. 
Más y más descolorida se iba volviendo la pálida luz que penetraba en aquel fúnebre recinto, de manera que en el cuerpo de mi niña apenas distinguía ya la esbeltez de sus contornos; pero su gracioso acento hería de vez en cuando mis oídos, resonando en ellos como la más pura y deliciosa melodía. Parábase a trechos, decíame sonriéndose: Papá! Papá! y cuando yo creía tenerla a mi alcance escapábase como una sombra de entre mis brazos y seguía corriendo, corriendo con infantil travesura. "Niña! así correspondes a mi ternura? Mira que me destrozas el corazón cual si fuera uno de tus juguetes. Por qué haces hoy lo que nunca habías hecho? Detente, amor mío, tesoro mío que voy a llorar lágrimas de sangre sí no consigo abrazarte. Yo no sé dónde estoy, donde me encuentro; pero te veo, te oigo, a ti, mi única delicia, mi única esperanza en los cansados días que me restan por vivir. No, no huyas de mí que te quiero tanto. Ah! que en tus pocos años no te es dado comprender ni la vehemencia de mi cariño, ni la intensidad de mi amargura! Señor! qué crimen he cometido para que me inflijáis este horrible tormento? Confieso que no os he agradecido como debía una dicha que era sobrado grande para merecerla yo." Y con estas exclamaciones interrumpidas por sollozos y por las angustias de una respiración desigual y fatigosa, seguía las huellas de la encantadora niña confiando ciegamente en que había de alcanzarla. 
Y la alcancé; pero, dónde? en un paraje igualmente desconocido que no podía distinguir bien por la obscuridad que me rodeaba. La alcancé porque ya no corría sino que estaba tendida de espaldas en el duro suelo con sus manecitas cruzadas sobre el pecho, y sus párpados cerrados cual si estuviese tranquilamente dormida. Ay de mí! su vestidito color de rosa se había trocado en un manto azul, en una túnica de muselina blanca como las alas de una paloma, y su sombrerito de paja en una corona de plateada filigrana. Y yo la miraba, la miraba sumergido en profundo abatimiento, al favor de la tenue claridad que despedían algunas estrellas. De rodillas a sus pies la miraba con doloroso ahínco, y hubiera querido pasar siglos en aquella extraña situación de consuelo y amargura. Pero el cuerpo de mi niña se iba desvaneciendo poco a poco, a semejanza de las nubes que cambian de aspecto y lentamente se evaporan. 
Y todo estaba ya a punto de desaparecer cuando resonó en mis oídos un canto de una dulzura indefinible, una música de un ritmo extraño que no podría compararlo a ningún género conocido. Era una cosa parecida a los trinos del misterioso pajarito que por espacio de trescientos años suspendió los oídos y el alma de aquel monje del desierto. Era un coro de innumerables voces en que sin confusión ni ruido se oía: Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, y entre esas voces que me tenían como arrobado distinguía yo perfectamente la de mi niña. Pero este himno incesante se iba perdiendo, perdiendo como si se hundiera en el seno de la tierra, como el canto de una procesión de vírgenes que se aleja por los corredores de su monasterio. Oh mi Pilarcita! Oh ángel del cielo!
Un rayo de luna bajó después a iluminar aquel sitio en que continuaba yo de rodillas, y la piedra labrada que tenía enfrente me indicó ser el lugar en que un día reposarán mis ateridos huesos

domingo, 24 de octubre de 2021

EL VALLE DE LOS SAUCES.

III.

EL VALLE DE LOS SAUCES. 

FRAGMENTO DE NOVELA PASTORIL.

EL VALLE DE LOS SAUCES. FRAGMENTO DE NOVELA PASTORIL.


La fama del próximo casamiento de Fileno con la sin par Teolinda había atraído muchedumbre de pastores extranjeros al valle de los sauces que resonaba continuamente con alegres tañidos y amorosas canciones. El nombre de la pastora, retrato vivo de un ángel, y cifra de toda la hermosura creada, era el tema de los versos que se cantaban, y el de su querido el objeto de las lisonjas que le dirigían. Él entretanto sumergido en sus placenteras ilusiones, pisando casi el umbral de su ventura, caminaba a lentos pasos como para saborear a solas el último sorbo de la esperanza, licor exquisito que el cielo derrama para embriagar a los mortales; así es que sin apercibirse de ello vióse metido en el enmarañado bosque donde tenía su cabaña el mago Orfenio, y un terror vago e indefinible le sobrecogió de tal suerte que echó a correr para salir de aquel desagradable recinto, mejor guardado con el nombre de su dueño que con doble seto de entretejidos zarzales. Traspuesto ya el sol, la amortiguada luz del crepúsculo no hendía el espeso ramaje que a manera de toldo cubría las encrucijadas y vericuetos del bosque, cuando entre las sombras vio levantarse un bulto negro que le amedrentó, cual si se viera en campo raso acometido de hambriento lobo, y ni tuviese un arma ni un ñudoso bastón para defenderse. 

¿A dónde corres desalentado? le dijo el mago. El tiempo se precipita como un neblí sobre la garza, y la necia remonta su vuelo para encontrarle más pronto. Antes de llegar al florido vergel en que soñabas has de atravesar una selva desierta, erizada, espantosa, ¿y corres para entrar en ella? Pastor, yo puedo convertir en un ramo de ajenjos tu guirnalda de flores: no te apresures a ceñirla, porque al tocar tus cabellos se marchitará. Sin duda se te ha trascordado el día que con Leriano y Simplicio cazabais en la falda de aquel monte y visteis descarriada una cervatilla mía; ellos no se atrevieron a herirla, y tú la tiraste una flecha sin pensar que podía retroceder hasta tu corazón. Sin duda se te han trascordado algunas de tus tiernas pláticas con la zagala más bella que alumbran los rayos del sol, y yo quiero volvértelas a la memoria. ¿No recuerdas que Teolinda te dijo que yo la amaba? No recuerdas lo que me respondió? 

Que yo era viejo y áspero como la corteza de una encina, que yo era negro como las alas de la noche y feo al par de un sátiro; y vosotros reíais desatentados, sin pensar que el eco repetía vuestra risa en las concavidades de mi gruta, sin pensar que yo también debía reír alguna vez. Oh! vosotros creéis que vuestro día se acerca... el mío ha llegado. 

Estas palabras helaron de espanto el corazón de Fileno y destruyeron de un golpe todas sus ilusiones, así como un furioso pedrisco arranca en pocos momentos las yemas todas de un almendro florecido. Como la ovejuela que el zagal quiere encerrar en su aprisco, dejábase llevar Fileno del mago, que asiéndole por el brazo le conducía a su gruta. Hallábase esta en medio del bosque, espinosos matorrales formando una bóveda sombría ocultaban su boca aterradora como la de una sima cuya profundidad no ha podido sondarse, aislado descollaba ante ella un altísimo ciprés como un centinela gigantesco, y a sus pies corría por entre brezos y carrascas un bramador torrente que no muy lejos vomitaba sus aguas en un barranco. En sus cristales hizo el mago reflejar la siniestra luz de un montón de hojarasca encendida, y con voz imperiosa ordenó al pastor que mirase en ellos. Una lozana rosa parecía desplegar debajo de aquel velo transparente sus hojas de riquísimo carmín, un insecto dañino se acerca con traidora precaución, roe su tallo y la reduce a polvo en un memento. 

El pastor, que arrebatado de su hermosura por secreto impulso había sumergido su brazo para cogerla, sacó un puñado de cieno. Atroces desventuras anunciaba aquella misteriosa visión, y fueron comprendidas; mas no paró aquí su desdicha. Una extraordinaria sed le abrasaba las fauces y bebiendo de aquella agua, que estaba encantada sin saberlo, se imposibilitó de trasladar al labio la relación de suceso tan horrible, y aun de indicar con sus ojos y semblante las acerbas congojas que desgarraban su corazón. 

En tanto el valle de los sauces resuena con la acostumbrada alegría: el susurro de apacible risa retozando con las plateadas hojas de los álamos, de olorosos sándalos y frescos alisos: el murmullo de un cristalino riachuelo que hacía reverberar en su tersa superficie la temblorosa luz de las estrellas, como si arrastrase en su curso millares de lentejuelas: el son de las esquilas; los tiernos balidos de los corderillos jugueteando al lado de sus madres esparramadas por la vasta dehesa; el concierto de los rabeles y zampoñas qué no ahogaban los trinos de la flautilla de Leriano, émula de los ruiseñores; todo esto inunda de armonía aquel deleitoso valle, y acompaña perfectamente las amorosas pláticas de una tropa de gallardos pastores y lindísimas zagalas que sentada en el florido césped, a la redonda de un tilo corpulento coronado de festones, aguarda la venida de Fileno, para celebrar con vistosas danzas la envidiada dicha de los futuros esposos. Allí se encontraban Leriano y Simplicio al lado de Albanisa y Florela, Galafron que había desquijarrado un oso, Lausso el desdeñado de Arsía, Belisarda que le miraba con ojos tiernos, Siralvo y Fílida, Galatea la de las doradas trenzas, Cardenio que apacentaba el rebaño más numeroso, y Olimpio el corredor más ligero de aquellas cercanías. Hermosa Teolinda con sus quince abriles, sus ruborosas mejillas, su ensortijada cabellera, sus ojos respirando el fuego de un amor puro, y su pecho la candidez de una alma inocente sobresalía entre sus compañeras, como su querido se aventajaba a los demás pastores. La azulada bóveda de los cielos extendiéndose, cual inmenso cenador cubierto de una enredadera de jazmines, mostraba por flores sus luceros, y brillando en medio de ellos, la luna, tan esplendorosa como si intentara hacer olvidar la ausencia del día, representaba en el cielo una imagen de la belleza de Teolinda en la tierra. 

No tardó Fileno en llegar si bien eran sus pasos más mesurados de lo que en tal ocasión convenía; ella abrió luego sus nevados brazos para recibirle y con voz halagüeña y gentil donaire, exclamó: Otras veces el deseo ponía alas a tus pies cuando a verme venías, mas hoy no te has fatigado en correr porque tenías seguro el premio. - Premio...! repitió él. - ¿Qué, no estás contento de tu fortuna? - Fortuna...! Oh! yo no la esperaba, añadió con un acento involuntario que expresaba la satisfacción del alma en vez de acerba ironía. - ¿Y quién sino tú pudo merecerla? - Merecerla...? No, yo no merecía que el cielo me ofreciese esta copa de felicidad... Esforzábase a continuar, para quebrarla en mis labios, pero sus dientes se cerraron y no pudo articular la última frase. 

- Querido Fileno qué deliciosa va a ser la vida mía! - Vida mía! - El pecho del pastor semejaba ser de piedra hueca, y repetía con el mismo acento de ternura unas palabras que en él amargamente se hundían. Llegáronsele en esto sus amigos y dábanle el parabién de tanta dicha, muy lejos de recelar que sus felicitaciones fuesen como aquellas armas traidoras que abren mortales heridas sin sacar una gota de sangre del corazón

Horrible fuera ver el de Fileno en aquel trance: en su pecho estaba impresa una imagen de muerte cubierta empero con un cendal de oro y seda. La maravillosa virtud del ponzoñoso brebaje concentraba su inmenso dolor en el fondo de su alma, y no dejaba reflejar siquiera una huella en su fisonomía. Su rostro no era entonces más que una mascarilla que le sofocaba, pero estaba pintada en ella una expresión de inefable regocijo: semejaba un condenado revestido de una nube de gloria. Horrible fuera oírle cuando no podía pronunciar sino palabras dulces y melodiosas, al mismo tiempo que estallaban las fibras de su corazón y una corriente de hiel circulaba por sus venas. Empujado por un maligno genio a la voluptuosa danza, estrechaba la suave mano en que cifraba sus más risueñas esperanzas, y la idea de aquellos torneados dedos convertidos en áridos huesos y de aquel flexible talle en descarnado esqueleto anidaba como una ave carnicera en su fantasía. Poco después al pie del tilo descansaban entrambos: Teolinda más jovial que nunca se abandonaba sin reserva a las dulces emociones de su alegría, con infantil sonrisa atravesaba una región de luz, creía en el porvenir, soñaba en la vida, en una vida tan hermosa cuanto podían embellecerla los prestigios de la esperanza, las auroras del amor y los delirios de la juventud. Extasiado la contemplaba Fileno porque nunca le había parecido tan discreta, tan candorosa, tan hechicera. En aquel momento recordaba el triste todas sus ilusiones que como falsos amigos venían a escarnecerle en su último adiós. Mientras tanto deslizándose por entre la yerba, se acercaba cautelosamente un escorpión a los pies de la pastora, y una a una veíanse marchitas todas las flores que tocaba. Divisóle Fileno estremecido, probó a levantarse para aplastarle y estaba inmóvil como el tronco en que se había sentado, quiso gritar y estaba mudo como las flores que se marchitaban; su cabeza entonces cayó sobre el cuello de su adorada y ella creía que sus lágrimas eran de ternura. De repente callaron los pastoriles instrumentos, los que bailaban cesaron despavoridos, y algunas voces exclamaron llenas de terror: ¡el mago! al mismo tiempo dio Teolinda un grito agudísimo... Alzó los ojos Fileno y vio a lo lejos escurrirse una sombra, un cadáver entre sus brazos y un insecto venenoso a sus pies.