martes, 26 de octubre de 2021

XV. EL CAMINO DEL CIELO.

XV. 

EL CAMINO DEL CIELO. 

I.

Cañaverales se llama un pueblecito que, arrinconado en una de las provincias castellanas, parece trasunto real de las fantásticas descripciones en que suelen colocarse las delicias de una vida inocente, frugal y tranquila en medio de los risueños encantos de la naturaleza. Sus agrestes y pintorescos alrededores pertenecen al idilio: sus toscos y sencillos monumentos apenas interesan a la arqueología. Diríase que en sus campiñas y florestas se respira el ambiente de la antigua Arcadia, perfumado con los suaves aromas del cristianismo. 

A la raya de sus fronteras ha detenido su impetuosa marcha la civilización moderna, como temerosa de perturbar su apacible calma, y de ahuyentar su primitiva sencillez y poesía. Nunca se han despertado los ecos de sus montañas al estruendo del parche belicoso, nunca se ha leído su nombre en los fastos de las conmociones políticas ni en los relatos de las crónicas judiciales, y lo que es más, ni memoria se tiene de que en su distrito haya ocurrido alguna de aquellas grandes catástrofes, que siembran la consternación entre los presentes y trasmiten su funesto recuerdo a las generaciones venideras. Su archivo, reducido a un solo volumen, encierra únicamente las partidas de bautismos y defunciones que han dado un día de júbilo o de tristeza a sus hogares, y el recuento de los matrimonios bendecidos en su pequeña iglesia bizantina. De Cañaverales se acordaría sin duda el que dijo: felices los pueblos que carecen de historia. 

Al viajero que en este se detenga nada le es más fácil que adivinar la etimología de su nombre. Sus humildes viviendas, esparcidas a manera de rebaño que sestea, vénse como engastadas entre verdes y frondosos cañaverales, y de muchas pudiera decirse que se miran en el espejo de un cristalino arroyo, cuyas aguas corriendo a lo largo del extenso valle se deslizan por entre numerosos grupos de juncos y de cañas, que con agradable susurro en sus márgenes se balancean. Al soplo de las brisas doblan ellas sus penachos como los del yelmo de un guerrero, y flotan sus largas hojas como verdes cintas de una sortija arrebatada por certera lanza. En sus enmarañadas selvas crece una multitud de lentiscos y de alheñas, y esta abundancia de mimbres y cañas ocasiona la principal industria, y forma el ramo principal del comercio de sus moradores. 

Entre los que vivían allí del oficio de cestero había uno de ignorada procedencia, aunque hacía más de doce años que en él estaba avecindado. Su cualidad de forastero pareció bien pronto completamente olvidada, y nunca le fue el menor estorbo para granjearse nuevas simpatías y conservar el aprecio de sus nuevos paisanos. Era un hombre ya maduro que pasaba de los cincuenta, y cuyo bondadoso carácter se revelaba en su plácida fisonomía. Las personas más notables, las más acomodadas del pueblo no se desdeñaban de tenerle por amigo, y en más de un caso se apresuraban a pedirle consejo. Descubríase a la legua que su inteligencia había sido cultivada por una instrucción superior a la que su oficio requería, y que su conocimiento del mundo, más bien que de la penetración natural, era hijo de la propia experiencia. Alléguese a esto cierta finura en su lenguaje y en sus modales, y no se extrañará la sospecha de que en otro tiempo hubiese gozado de mejor fortuna; pero como nunca exhalaban sus labios una queja, ni se le oía hablar una palabra de su pasado, y por otra parte se le veía tan laborioso, tan habituado a las costumbres lugareñas, tan contento, o a lo menos tan resignado a su suerte, desvanecíanse luego por quiméricas y creíanse fundadas en el aire tales sospechas. Con él vivía solamente una linda jovencita en quien cifraba la felicidad de su existencia. Sería exageración el decir que fuese un prototipo de hermosura: con todo su rubia cabellera, sus vivaces ojos, su sonrosada tez, su flexible talle, su delicioso timbre, y un no sé qué de gracioso a la par que de puro y casto en todos sus movimientos y ademanes, hacían que pudiera considerarse como la perla de aquella comarca y aun de sus lejanos alrededores. 

Cierta noche trabajaba el cestero en su tienda, rodeado de objetos ya concluidos y de copiosos materiales de su manufactura. Veíanse al alcance de sus manos hacecillos de pelados mimbres, y una porción de lustrosos y delicados listones de caña que iba entretejiendo con notable soltura y ligereza. Mientras sus dedos se movían como por sí mismos, sus labios se entreabrían con melancólica sonrisa, y sus ojos estaban como clavados en la hermosa joven, que de pechos en una ventana parecía embebida en sabrosa plática con otra persona situada en la parte exterior de la reja. Sonó el toque de ánimas y la joven cerró luego la ventana, ligera como una cabritilla fue a sentarse al lado del anciano y tomó su labor con el semblante inundado de la más pura satisfacción y alegría. 

- Marcelina! exclamó aquel, el júbilo que se te derrama en el corazón te sale al rostro. Tu ventura es mi única ambición, y sin embargo son otras tantas congojas para mi pecho las dulces ilusiones que te sonríen. 

- Ilusiones decís? Teméis acaso que he de verme engañada en mis esperanzas? 

- Mucho te lisonjea la de llegar al día en que te verás obligada a separarte de mi lado. 

- Yo separarme de vuestro lado? Yo abandonaros y dejaros solo? Nunca. Pues qué, padre mío, no querréis vos vivir con nosotros, o mejor dicho, de querréis que nosotros vivamos con vos? 

- De aquí a tres o cuatro años... entonces... quién sabe? 

Amanecerá Dios y medraremos. 

- Es que... yo... por mi parte... pero él?... Me quiere tanto... y ya se ve. Según dice... quisiera casarse pronto. Contestó la doncella ruborizada y debilitando en cada una de sus entrecortadas frases las inflexiones de su melódico acento. 

- Pronto! exclamó el cestero con cierta precipitación que no pudo contener. Pronto es otra cosa. Hay tantos inconvenientes! En primer lugar eres sobrado pobre para tan buen partido. Y además que... Vamos, estas ideas me causan una desazón que no puedes comprender. No quiero entristecerme ni entristecerte. Concluyamos el día de hoy con la santa conformidad y alegría con que lo hemos empezado. 

Y se persignó. Principiaron el rosario; fiero es preciso confesar que Marcelina estaba algo distraída, y que no lo rezaba entonces con el recogimiento acostumbrado. Esforzábase en vano para apartar de su imaginación el pensamiento que la había acometido. ¿Cuántos y cuáles serían los inconvenientes resumidos en aquel además que tan misterioso e incomprensible? Concluidas sus devociones dijo el anciano: ahora el padre nuestro de costumbre, y empezó la joven la oración dominical. Con entonación un tantico más elevada y con más visibles muestras de fervor, respondió el cestero El pan nuestro de cada día y llegado que hubo a las palabras perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores se detuvo un momento y exclamó: Marcelina! La distraída muchacha reconoció súbitamente su descuido, y levantándose presurosa acercó a los labios del anciano su fresca mejilla, y con igual demostración le recompensó luego el tierno ósculo en ella estampado. 

Recogióse después de la cena en su cuartito, donde no pudo conciliar un sueño tan dulcemente tranquilo como solía, porque llevaba aquel además que atravesado en el corazón. 

II. 

A los pocos días, una tarde en que casualmente se hallaba Marcelina fuera de casa, entró en ella el cura-párroco de Cañaverales. 

- Maese Julián, dijo al cestero, hoy vengo de oficio y tenemos que hablar de un asunto serio. 

- Son tan honrosas para mí las visitas de V. que cualquiera sea el motivo no puedo menos de agradecerlas. Contestó el cestero, disimulando la turbación y sobresalto ocasionados por la rápida sospecha que le infundía la sola presencia del cura, y en que le confirmaron la solemnidad y el tono de sus primeras frases. 

Sentáronse ambos, abrió el cura su caja de rapé, y después de tomar un polvo, que en ciertos casos equivale al traguito de aguardiente que paladea el soldado antes de entrar en acción de guerra, continuó: 

- Amigo mío, mi retórica no es gran cosa que digamos. Que no me vengan con recursos oratorios para preparar el ánimo de los oyentes. Yo no entiendo de esas filigranas; pero por fortuna mi auditorio es tan sencillo como mis discursos. Subo al púlpito, y a mis feligreses no les digo más que: el evangelio de hoy nos refiere... y entro de lleno en la cuestión. Ergo páriter. Maese Julián, nuestras cabezas ya blanquean, y es necesario pensar en el porvenir de aquellos que la Divina Providencia ha puesto bajo nuestra tutela. Mi sobrino está perdidamente enamorado de tu hija, vengo a pedirle su mano, y te aseguro que estoy contentísimo de su elección porque ha sido en extremo acertada. Quid tibi videtur? 

Y frotábase las manos satisfecho de su diplomática arenga. 

- No tan acertada como a V. le parece, señor cura. Yo no soy más que un pobre artesano, y Marcelina no lleva más dote... 

- Que su laboriosidad y sus virtudes, sin contar con Ia hermosura que es un sumando respetable en las cuentas de mi sobrino. 

- Sería para mí una fortuna tan grande que no sé si me es lícito abrirle las puertas de mi casa. 

- Sin embargo has permitido que los muchachos se vean, se hablen, se embriaguen de una pasión que si no les lleva a una felicidad legítima ha de traerles días de llanto y de amargura. 

- Razón tiene V. padre mío. Reconozco mi culpable flaqueza; pero si conociese V. cuanto desgarraba mi corazón la sola idea de tener que lastimar el de mi adorada Marcelina! Bien comprendía la necesidad de tomar una resolución 

definitiva; pero de día en día la iba aplazando, y de día en día se me hacía más dificultoso el tomarla. Mi debilidad echaba raíces como su amor. Por otra parte me excusaba creyendo, o queriendo creer, que aquello no sería más que un pasatiempo juvenil, que atendida mi continua vigilancia y la cristiana educación de entrambos, nunca traspasaría ni siquiera los últimos confines de la inocencia. 

- Una cuenta hace el bayo y otra el que lo ensilla. A Marcelina no ha de serle muy agradable esto de estarse así, como si dijéramos como el alma de Garibay. A lo que se ve no la educas para monja, y conforme dice San Pablo: melius est núbere quam... etcétera. 

- Por ahora tiene en mí padre, esposo, hermano, cuanto puede apetecer. 

- Es que las niñas de diez y ocho abriles apetecen también un marido real y verdadero. En resumidas cuentas; ¿me niegas la mano de tu hija? 

- Y si no fuese hija mía? preguntó el cestero esforzándose en dominar un estremecimiento nervioso que le recorrió todo el cuerpo. 

- Vaya, Julián, qué dices? 

- Y si yo no me llamase Julián? 

El cura le miró cosa de medio minuto con azorados ojos: era aquella una peripecia tan inesperada que no hay golpe de teatro que la iguale; pero reponiéndose luego de su sorpresa le dijo: 

- Aquí se encierra algún misterio que no comprendo, y no sé si tengo derecho a pedirte que lo aclares. Dime al menos: ¿crees tú que la felicidad de esta muchacha, sea hija de quien fuere, es incompatible con la de mi sobrino? 

- No, mil veces no. Mas yo pregunto a mi vez: ¿será suficiente para un sobrino de V. la felicidad de Marcelina? 

- Julián! que este es el nombre que siempre te he dado, soy un anciano que ya tengo un pie en el sepulcro, soy un sacerdote acostumbrado a oír la espontánea revelación de las fragilidades humanas, soy tu párroco, soy tu amigo cordial y antiguo, quieres depositar en mi pecho tus secretos? 

- Sí, padre mío. 

Y pasándose la mano por el rostro el cestero empezó la relación siguiente: 

"Me llamo Domingo Arratia y he nacido en las provincias vascongadas, mis opiniones políticas, el ejemplo de mis amigos, las tradiciones de mi familia me impelieron a tomar parte en la guerra civil que al cabo devoró mi patrimonio y mi familia. Ahora me encuentro solo en el mundo y sin más bienes de fortuna que mis brazos: no era este sin duda el porvenir que yo me prometía. Es verdad que no me distinguí por hechos de armas: encargado de ciertas comisiones no menos importantes que delicadas, las desempeñé con toda la decisión de un partidario acérrimo, y con toda la lealtad de un hombre honrado, y esto me valió ascensos en el ejército de D. Carlos. Me hallaba de comandante graduado cuando sucumbió su bandera, me retiré a Francia, perdí mis ilusiones, y me adherí al convenio de Vergara. Incorporado en el ejército de la Reina di por terminada mi borrascosa vida, y esperé que en adelante surcaría un mar más tranquilo y bonancible. Mi corazón no tenía todos mis años y me alucinaron juveniles devaneos. Locamente enamorado me casé con una joven muy hermosa, sobrado joven y sobrado hermosa para mí. La idolatraba y era de ella idolatrado. Nuestra luna de miel no se limitó a treinta días: duró treinta meses, y estaba bien persuadido de que su ocaso podía solamente verificarse en un sepulcro. Cuando Adán se vio por primera vez en medio del paraíso de seguro no pensaría en la posibilidad de ser arrojado de su delicioso recinto. Adán y yo no contábamos con la serpiente. 

De guarnición en Valencia trabé conocimiento con un joven marino, hombre de negocios y de mundo, con todos los talentos de la buena sociedad, y toda la brillante corteza de una educación esmerada. Al decir de las gentes era de una reputación sin tacha, incapaz de incurrir en otras faltas fuera de las que el mundo absuelve benigno cuando cínico no las aplaude. Encantábame con la relación de sus viajes a diversos y remotos países, y al parecer también gustaba mucho de mi trato y conversación. No sé si fue estrella mía o artificio suyo lo que hizo de Marcelino, que tal era su nombre, mi principal, mi único amigo. Abrile las puertas de mi casa sin el menor recelo de que su briosa juventud, su arrogante figura y su seductor lenguaje podían obscurecer más la vulgar medianía de mis prendas personales. Tratábale mi mujer con la confianza de esposa de un amigo, y él la trataba con todo el respeto y cortesanía de un caballero. Así me lo decían mis ojos; pero yo ignoraba que los llevase vendados. 

Nunca he gustado de estar mano sobre mano, y esta inclinación mía influyó quizás en mi desdicha, y me ha servido también para proporcionarme estos últimos años de resignada y plácida existencia. Marcelino conocía mi laborioso carácter, y viendo una vez el de mi letra me dijo. 

- Tengo una porción de borradores y papeles sueltos relativos a mi comercio, en los que hay datos que no quisiera confiar a un escribiente: si no te sabía mal ponérmelos en limpio... 

Me apresuré a servirle, y pareció quedar tan satisfecho que con la mayor naturalidad del mundo me dijo: Ofrecerte una retribución cualquiera sería inferirte un agravio; sin embargo has de permitirme que te manifieste mi agradecimiento con una bagatela, con una de estas zarandajas femeniles que deslumbran los ojos y no lastiman el bolsillo. He visto en una quincallería uno de estos engañabobos, una chuchería tan bonita que ha de traer hechizada a tu mujer y ha de proporcionarle más de cuatro envidiosas. Deseo que vayamos a comprarla y que tú mismo se la regales. 

No me atreví a desairarle, y fuimos a la tienda donde le vi soltar cosa de cien reales por un alfiler de pecho que figuraba un ramito de flores, graciosa combinación de oro y pedrería. 

- Válgame Dios! exclamé maravillado, quién dijera que esto no fuesen diamantes? 

- Y hubieras sido capaz de pagarlos por tales, saltó Marcelino riéndose a carcajada tendida. 

- No tengo más que mi paga de capitán monda y lironda, y esta dista mucho del resultado de tus especulaciones mercantiles. 

- Pues mira a lo que llegan las artes en el día. Qué diferencia del similor antiguo al plaqué moderno! Y qué diremos del strass? No te parece que el strass es una magnífica invención? Desengañémonos, la química es el gran taumaturgo del siglo. 

Lleno de buena fé creí en los milagros de la química, y si quiere V. padre mío, puede compararme a aquel buen fraile que creyó más fácil que un burro volara que no el que un religioso mintiera. 

Reuníame a veces con algunos otros oficiales del convento. Nuestras opiniones no habían podido cambiar en un momento, así es que hablábamos de nuestras campañas, fomentábamos el triunfo de nuestros adversarios, censurábamos sus ideas, echábamos a volar hipótesis más o menos admisibles, en fin componíamos una tertulia de desafectos, pero no un conciliábulo de conspiradores. De vez en cuando Marcelino era de los nuestros. Cierta noche me citó para una de estas reuniones, y si bien él no compareció lo achacamos al cúmulo de sus negocios. Cuando más metidos nos hallábamos en nuestra imprudente que no subversiva conversación, he aquí que se nos apareció como por ensalmo un ayudante del Capitán general, y con toda urbanidad y mesura nos dijo: señores, S. E. ruega a Vds. que tengan la bondad de retirarse a sus casas. Comprendimos la indirecta, y nos dispersamos sin decir esta boca es mía. Traía conmigo la llave, y como el asistente y la doncella debían estar ya recogidos, y mi mujer me había recomendado que no la despertase por hallarse algo indispuesta, me eché en un catre donde me dormí tranquilo. 

No era muy de mañana cuando entré en la alcoba de mi mujer, y me sorprendió ver la cama tan compuesta y aseada como si nunca la hubiesen ocupado, y sobre el tocador la sortija nupcial que ella solía llevar siempre en el dedo. 

Este era un hecho muy significativo aunque para mí todavía ininteligible: un jeroglífico que no por oscuro dejaba de encerrar mi sentencia de muerte. Abrí el escriño de sus joyas y faltaba el alfiler malhadado: llamé la doncella y tampoco parecía. Atónito, confuso, alelado, semejante al que seguro de haberse acostado en su lecho despertara en un país enteramente desconocido, corrí en busca de Marcelino, único amigo a quien hubiera osado confiar aquel terrible secreto, y se me dijo que a las diez de la noche había partido en posta hacia Barcelona, según se presumía, puesto que un bergantín suyo debía hacerse a la vela para América. Un rayo de luz pasó entonces por mis ojos; pero fue también rayo de fuego que redujo a ceniza mi corazón. 

Jamás se había visto una transición tan brusca de la tranquilidad más apacible a la desesperación más completa. Me sobrecogía la tempestad con todos sus horrores sin haber columbrado antes la más ligera nubecilla. Ardía en deseos de vengarme, y me hubiera vengado aun teniendo mi cabeza puesta sobre el tajo. Bandido, parricida, incendiario, verdugo... todo lo hubiera sido a trueque de paladear un sorbo de este goce horrible. Los pérfidos habían urdido bien su trama para ganar horas y borrar sus huellas con las aguas del Atlántico (Altántico en el original); pero la Providencia como digo ahora, y no la casualidad como decía entonces, supo desbaratar con un leve contratiempo sus ingeniosas combinaciones. Ni lo secreto de su fuga, ni la rapidez de su marcha impidieron que yo les fuera a los alcances empujado por el látigo de las furias. 

Partí de Valencia, llegué a Barcelona, y sin detenerme siquiera a sacudir la espesa capa de polvo que me cubría, dirigí mis pasos al muelle, y a las pocas preguntas supe que por falta de viento no había salido aquella noche el buque de Marcelino. En el exceso de mi feroz alegría parecióme que Dios encomendaba la severidad de su justicia a los furores de mi venganza, y quizás me atreví a darle las gracias convirtiendo la oración en sacrílego ultraje. Fácil me fue saber también donde se alojaba el objeto de mis pesquisas, y volé allá y me precipité como un loco en el salón de una posada. Un ah! congojoso, un grito ahogado de la infiel, vino a resonar en mis oídos al mismo tiempo que se me daban por los ojos las puertas de la habitación contigua. Por otra salió Marcelino algo pálido y murmurando ¡fatalidad! Ciego de ira me abalancé para estrangularle; pero con fuerza hercúlea sujetó mis brazos mientras me decía: 

- Caballero, en estos lances ya se sabe el camino que ha de tomar el agraviado. 

- Crees, infame, que vengo a batirme? Lo que quiero es asesinarte aunque sea por la espalda. 

- Solamente los cobardes son los que insultan y asesinan. 

Espero que no se hará V. acreedor a tan duro calificativo.

Y como entrase casualmente un militar se dirigió a él diciéndole: 

- Entre el señor y yo media una cuestión que debe ventilarse en el campo. 

Es asunto en que no cabe transacción alguna, y por lo mismo serían superfluas cualesquiera explicaciones. Tiene V. amplios poderes para arreglarse con él, estoy a sus órdenes, y cuanto más pronto mejor. 

Y saludando cortésmente me volvió la espalda. 

No es para los oídos de un sacerdote el relato de los incidentes de un desafío, bastará pues decir que al presentarme en el criminal palenque, merced a las violentas pasiones que agitaban mi pecho, tenía el pulso trémulo, el semblante demudado, turbios los ojos y el cerebro devorado por la calentura. La sangre que latía en mis sienes me hería como un balazo en cada una de sus pulsaciones. Dos veces disparé mi pistola sin acertar a mi adversario, quien disparó también por dos veces la suya tirando al aire de un modo visible. 

No consintieron los padrinos la tercera prueba que yo anhelaba, y sólo cediendo a mis instancias nos permitieron proseguir con arma blanca. La de mi antagonista era para mí un muro impenetrable. Desesperanzado de matar resolví morir, y poniéndome en descubierto me arrojé sobre la punta enemiga; pero Marcelino que estaba muy sobre sí la desvió con una rapidez y destreza admirables dejándome al mismo tiempo desarmado. Su triunfo era completo: mi confusión la más dolorosa y humillante. Fuéronse todos con él, tributando sin duda elogios a su conducta. Se había mostrado hábil, sereno, impávido, generoso hasta el punto de no atentar, y perdonarme tres veces la vida. Qué más se le podía exigir para ser un héroe? Sin duda que a sus ojos era un caballero sin miedo y sin tacha, un nuevo Bayardo: y yo en tanto me quedaba solo; solo no, acompañado de un horrible cortejo de furias infernales, mi impotencia, mi rabia, mi afrenta, mi desesperación. La justicia del mundo estaba satisfecha: la sabiduría de sus máximas brillaba con todo el resplandor de la iniquidad y del absurdo. 

Las violentas emociones de aquel lance, cuyo éxito me parecía entonces el más desgraciado posible, exacerbaron mi calentura. Pasé no sé cuantos días postrado en cama sin tener conciencia de mí mismo, y al recobrar el conocimiento quedé sumergido en una profunda melancolía. Sobre todos mis pesares descollaba el de que la enfermedad no me hubiese llevado al sepulcro, y mi progresivo restablecimiento se me figuraba la mayor de mis desventuras.

Si es que Dios existe, decía en mi interior, se está burlando de mí, cual pudiera hacerlo el más miserable de los hombres: me escarnece en mi infortunio prolongándome una vida que aborrezco. Ahora, padre mío, le bendigo por no haber escuchado mis temerarios votos, y haberme dado lugar a arrepentirme de mis atroces blasfemias. Entonces empezó a germinar en mi mente la idea de hacer por mí mismo lo que no había podido alcanzar del hierro enemigo ni de los ardores de la fiebre. Si un acto de mi voluntad hubiese bastado para crearme la enfermedad más aguda, repugnante y dolorosa no hubiera yo vacilado un instante: si hubiese podido destruir todo mi organismo sin dejar restos de mi material existencia lo hubiera hecho a toda costa. Pero, tener que dejar tras de mí un testimonio que haría sobrevivir mi deshonra, tener que dejar un cadáver expuesto a las investigaciones judiciales, a las hablillas del vulgo, a la chismografía de los periodistas era lo mismo que dar viento a las cien trompetas de la fama para que por todas partes pregonasen mi ignominia. Esta idea me arredraba. Yo deseaba más que la muerte: hubiera querido mi completo aniquilamiento. 

Tan pronto como pude salí de Barcelona rumiando la idea del suicidio. No sabía a punto fijo adonde me dirigía, y caminaba a la ventura. Hice noche en no sé qué población, y después de tomar un bocado me encerré en un cuartucho de una mala posada. No hay para qué decir que me era imposible conciliar el sueño. En esto oí que hablaban en la pieza inmediata tres o cuatro viajeros que estaban cenando, y el tabique era tan delgado que la conversación parecía 

tenerse dentro de mi pequeño dormitorio. Me incorporé y escuché porque la horrible plática me interesaba demasiado. 

- A ese Domingo Arratia le he conocido en Valencia, dijo uno de voz áspera y chillona. 

- Pues hace pocos días que en Barcelona ha tenido un lance de honor. 

- Lance él? estoy per decir que no lo creo. 

- Cómo que no? Pues allí no se hablaba de otra cosa. Y a fé que la historia tiene sal y pimienta. 

- Pues sería un desafío de pega, una farsa como tantas otras. A mí con esas? Batirse de veras un cobarde que en su vida había oído silbar una bala! Parece que en el campo de D. Carlos también se alcanzaban charreteras sin perfumarlas con humo de pólvora. 

- Que es un cobarde bien lo declaraba su semblante, tan demudado que era una vergüenza. Merecía más un salivazo en la cara que no un balazo en la frente. 

- Pues yo sé de buena tinta, saltó un tercero, que los dos estaban en perfecta inteligencia. Aquello era valor entendido, un medio para cubrir el expediente. 

Y sinó díganme Vds. ¿se disparan cuatro pistoletazos a doce pasos de distancia sin resultar ni siquiera una mala contusión? 

- Apostaría a que por algo entraba su mujer, dijo el de la voz chillona. 

- Así se dice. 

- Oiga! Pues en Valencia hacía los ojos gordos, y vivía en santa paz con su mujer y su cirineo. 

- El último que lo sabe... 

- Pues no había de saberlo? Hay ciegos como hay sordos, que lo son porque les conviene el serlo. No veía a su mujer hecha una princesa Micomicona? Acaso una paguita de capitán, con sus mermas y sus taras, da de sí para comprar los diamantes que ella lucía en las reuniones? Yo sé que Arratia vino de Francia más pobre que una rata, yo sé que no era jugador, yo sé que el diamantista recibió trescientos y pico de duros sólo por un alfiler de pecho, pues de dónde salían estas misas? A la cuenta él se hacía las del D. Gerónimo de Quevedo, y decía para su capote: Más lo es el que paga que el que cobra. 

Por este estilo seguía la conversación. Imagínese V. si es posible los trasudores, las congojas, el despecho, la horrorosa agonía que me causaban aquellos dardos envenenados que uno a uno se clavaban en mi corazón. Oh! si hubiese podido beber la sangre de aquellos desconocidos detractores! pero, y de qué me hubiera servido? Cómo sofocar ya la publicidad de mi oprobio? cómo detener el curso a la maledicencia alevosa y a la calumnia triunfante? No había más remedio. Mi resolución definitiva estaba tomada. Entre tanto oí que uno preguntaba: 

- Y bien, quiénes son los otros? 

- El teniente coronel López Gaínza, el comandante Uriátegui, ese Arratia, un tal Letamendi, Fermín Arévalo y dos o tres más, todos del Convenio. 

Eran los de mi última reunión. 

- Esto, prosiguió otro de los interlocutores, tendrá sin duda relación con lo que traía El mensajero del sábado. Decía que en Valencia se había descubierto una conspiración carlista, dos cajas de fusiles, no sé cuantos sacos de pólvora, un legajo inmenso de proclamas, y que los cabecillas se habían reunido ya para darse el santo y seña. 

- Pues yo vengo de Valencia, dijo el de la voz chillona, y maldito si he oído hablar palabra de tal conspiración. 

- Lo que es cierto que el ministro de la Guerra ha destituido a esos oficiales. Ahí está la Gaceta que no miente. A Letamendi se le concede el retiro, a los demás la licencia absoluta. 

A buena hora me quita el Gobierno la subsistencia! dije para mí. Qué me importa no tener qué comer cuando he resuelto ya no vivir? Pasé el resto de la noche meditando en mi espantosa situación. Aislado en el mundo, arrojado de mi destino, burlado en mis afectos, vendido por mi amigo, deshonrado por mi esposa, luego vencido, calumniado, envilecido... qué medios de rehabilitación tenía el mundo para mí? qué otros consejos podía darme su filosofía sino los que yo estaba determinado a seguir? Recordé haber visto en mis correrías por los montes de Cataluña un paraje a propósito para mis designios; era un elevado precipicio que daba en un barranco cubierto de broza y matorrales. El punto era desierto e intransitable. Podía despeñarme, y de seguro pasarían semanas sin que se descubriese mi cadáver. Antes de amanecer salí a pie y rebujado en un mal traje para poner en obra mi sangrienta resolución." 

III. 

- Pobre amigo mío! exclamó el cura, mucho ha padecido tu corazón. 

- Mucho; pero confío en que Dios que es misericordioso, habrá tenido en cuenta mis padecimientos para perdonarme las culpas que a vueltas de ellos cometía. 

- Hay lágrimas que no son más que piedras falsas, las de contrición son verdaderas perlas de un valor infinito. Debías acudir a Dios que es el Consolador por excelencia, y exclamar de lo más íntimo de tus entrañas: Tu es refugium meum a tribulatione quae circumdedit me

- Yo, padre mío, no era entonces un incrédulo decidido; pero tampoco puedo decir que fuese un creyente verdadero. Me tenía por cristiano porque estaba bautizado, me tenía por católico porque vivía en España: por lo demás ¿sabré decir yo lo que era? Iba a la misa de tropa como los demás oficiales, y pare V. de contar. Dios y el alma eran cosas en que ni siquiera pensaba: y a las ideas y prácticas religiosas las miraba con el desdén estúpido con que las miran las gentes del siglo. 

- Acaso no creías en la vida futura? 

- Sé yo ahora, ni sabía entonces en qué creía? Qué ráfaga de luz podía haber en mi mente ofuscada por las tinieblas de tan negras pasiones? 

- Mas, siempre queda la razón natural, la moralidad de las acciones humanas. 

- La razón? la razón es un abogado sutil que tiene de repuesto argumentos de toda clase para defender y ganar todo género de causas. Pues es poco elástica la razón! Quiera V. vivamente, que ella ya cuidará de justificar lo que V. quiera. 

Y en cuanto a la moralidad, faltaba yo a la moral de las tertulias y salones? Ignora V. que el mundo no sólo admite sino que prescribe la venganza? No sabe V. que el mundo exigía de mí que me pusiese en el riesgo de asesinar o de ser asesinado? Tenía derecho a censurar mi proyecto, él que no me daba otro camino para salir de una situación tan extremada como la mía? Por ventura hoy en día no se reputa al suicidio en ciertos casos como un acto de heroísmo? 

No hay cien filósofos y novelistas que lo han canonizado? 

- En efecto: la virtud y el crimen, el bien y el mal en un sistema materialista son palabras huecas que sólo pueden engañar a los menos avisados. La moral puramente filosófica es un absurdo: y aun admitiéndose la espiritualidad e inmortalidad del alma, si no se admite también la alternativa de un premio o de un castigo sempiternos, el absurdo queda en pie. 

- Ahora lo veo que entonces no lo veía, porque no me había tomado el trabajo de reflexionar acerca de estos grandes problemas. 

En esto interrumpió el episódico diálogo la llegada de Marcelina, linda y risueña como la fresca aurora de un hermoso día. Un vivo carmín encendió sus mejillas al ver en su casa al anciano párroco, y mientras le besaba la mano le interrogaba con sus miradas, ansiosa de conocer el éxito de su demanda; pero había tanta gravedad en los semblantes de los dos interlocutores que la tímida niña se quedó como asustada, y no pudo menos de pronosticarse un mal resultado. En extremo contrariada se fue a sentarse al otro lado del cestero quien le dijo: 

A punto llegas, hija mía, vas a saber cosas que te interesan y que me era forzoso revelarte algún día: sucesos en los cuales has tenido parte; pero de los cuales hace muchos años que no te acuerdas. Es un sacrificio del que no he de pedirte agradecimiento, porque ya ha sonado la hora de hacerlo, y es un deber de conciencia que nuestra respectiva situación exige. 

Después de estas solemnes palabras anudó el hilo de su narración prosiguiendo de esta manera. 

“Hacía más de tres horas que caminaba como uno de aquellos sentenciados jactanciosos que marchan al patíbulo con planta firme y acompasada. Había dejado la carretera, y seguía por caminos transversales, y evitando el tránsito por las poblaciones me dirigía al fatal precipicio como al único puerto de salvación. Descendía la rápida pendiente de una ladera, en un paraje solitario, cuando al volver un recodo me encuentro de improviso con un triste y repugnante espectáculo. Una mujer, pobremente vestida, yacía en medio 

del camino con el cráneo enteramente destrozado. Así va a estar dentro de pocas horas el mío, fue el primer pensamiento que me acudió mientras que por un movimiento maquinal cerraba los ojos y echaba hacia atrás la cabeza. 

Junto a la mujer había un lío de ropa, y un poco más allá, sentado en una piedra a la vera del camino, un hombre del campo que tenía en brazos y procuraba acallar a una hermosa niña de tres a cuatro años que deshecha en llanto repetía a gritos: Madre! madrecita mía! La curiosidad mezclada de lástima me indujo a hacer un alto y aprovechar aquella ocasión para descansar un rato. 

- Qué ha sido esto? pregunté al campesino. 

- No sabría decírselo, señor. Pasaba por aquí con otro compañero, y hemos visto a esta niña llorando a lágrima viva y agarrada a esta mujer ya difunta. Él se ha marchado luego al lugar más inmediato, que está a más de media hora, para dar parte a la justicia, y yo me he quedado guardando el cadáver y la niña. 

Era menester un corazón de tigre para dejarla abandonada. 

- Y no sospechas la causa? 

- Por estos carriles frescos y estas hojas esparcidas por el suelo, supongo que bajaba una carreta cargada de leña: el caballo se habrá espantado al volver el recodo, y echando por tierra a esa mujer la rueda le habrá pasado por encima 

de la cabeza. Esta joven habrá muerto sin tener tiempo de decir, Jesús! 

- Pero, y el bárbaro del carretero? 

- Habrá procurado ponerse en salvo. 

- Por qué no había de estar destinada para mí tal desgracia y perdonar a esta infeliz! exclamé interiormente. 

- Ay señor, exclamó el campesino, cómo se nos echa encima la muerte cuando menos pensamos en ella, y pobres de nosotros si nos coge en mal estado! 

Alcé los ojos y le miré fijamente como si fuesen aquellas palabras una reconvención que me dirigía. Me acerqué luego a la niña y haciéndole algunas caricias le dije: 

- Calla, pobrecita mía, calla. Cómo te llamas? 

- Madre, quiero a mi madre! repetía la infeliz criatura. 

- Marcelina. 

Este nombre me produjo un súbito estremecimiento. Me recordaba con demasiada viveza al autor de mis infortunios y retrocedí por instinto; pero dominando aquella impresión pueril y supersticiosa me acerqué de nuevo y continué preguntando a la niña. 

- Y tu madre cómo se llamaba? 

- Pepa. 

- Qué más? 

- No sé. 

- Y tu padre, ¿cómo se llama? dónde está? 

- En el cielo.

- Pobre huerfanita! con que tu padre también ha muerto? 

- No señor. 

- Pues quién es tu padre? 

- El buen Jesús. 

No sé explicar la impresión que me causó esta respuesta tan sencilla e ingenua. Entraba de nuevo en un mundo, en un hermoso país que también había recorrido yo en mi niñez, y aun en los primeros años de mi adolescencia. Trocábase en interés mi curiosidad, y seguí mis preguntas: 

- Sabrías decirme de qué pueblo eres? 

- No sé. 

- No tienes abuelos, ni tías, ni alguna hermanita? 

- No señor. 

- Y a tu padre le has visto alguna vez? 

- Sí señor. 

- Y en dónde? 

- En la iglesia. 

- Sí? y cómo le has visto? cómo estaba? 

- Así. Y la candorosa niña extendió sus bracitos en forma de cruz." 

Al llegar aquí asomaron dos lágrimas bajo los párpados del cestero. El enternecimiento estaba pintado también en el grave semblante del párroco, y Marcelina había prorrumpido en llanto, teniendo como un vago recuerdo, entreviendo como unos rasgos confusos de aquella patética escena, y no dudando ya de ser ella la niña de que se hablaba. 

Enjugóse los ojos el narrador y prosiguió su historia. 

"El interés que se había despertado en mi pecho empezaba a tomar un tinte más subido, y como la niña seguía en su destemplado lloro, procuraba yo también acallarla acariciándola con amorosos besos y pasando suavemente la mano por sus blondos rizos. El dolor ajeno comenzaba a hacerse lugar en mi pecho, y el mío propio sin yo conocerlo perdía algo de su intensidad y vehemencia. Aquellas lágrimas infantiles tenían como una fuerza magnética que hacía subir lentamente las mías de lo profundo de mis entrañas. Oh! decía entre mí, si al menos la suerte me hubiese reservado este consuelo! Si tuviese una niña como esta que llenase mi soledad, que compartiese mis gustos y mis pesares, que satisficiese esta necesidad de amar que tanto inquieta a mi burlado y vendido corazón! Si mi vida deshonrada y escarnecida pudiera ser siquiera de algún provecho a un pedazo de mis entrañas! si un vínculo de tierno afecto pudiese unirme a un solo viviente! Pero nada, nada! Despojado de todo, hasta del vulgar y común alivio que le queda al más miserable de los hombres. La tumba es mi único refugio, y hasta de tumba carecerán mis huesos. 

Sin embargo mi curiosidad se había clavado en el anzuelo de aquella inesperada catástrofe, y pregunté al campesino: 

- Y tú no sabes quién es esta mujer? cuál es su pueblo, su estado, su familia? 

- No señor. Recuerdo haberla visto por estas cercanías, a veces mendigando de pueblo en pueblo, a veces trabajando en el campo para ganarse el sustento. 

Por lo demás no sé nada, absolutamente nada. 

- Pues veamos si en ese lío encontramos algo que nos dé luz, el pasaporte por ejemplo. 

Y lo desaté: Allí no había más que un poco de ropa, y unas cuantas monedas de plata atadas en la punta de un pañuelo que envolvía un libro y unos papeles ligados con un bramante. Este miserable ajuar me revelaba la pobreza de su dueño, y sin embargo el libro parecía que estaba allí para trastornar mis conjeturas. Una mujer de la ínfima clase no era regular que supiese leer. Naturalmente lo primero que hice fue mirar qué documentos eran aquellos papeles. Santos cielos, cuál fue mi sorpresa! Eran cartas de las cuales faltaba el nema, no contenían más nombre que el de Pepita, ni más firma que una M; pero el carácter de la letra me explicaba más de lo que yo quería saber: era idéntico al de los borradores que yo había transcrito. Desde luego entreví un horrible misterio: la cólera me imprimía un movimiento convulsivo, y el papel temblaba en mis manos como una hoja de álamo azotada por la tempestad. Las dos o tres primeras cartas sobre las cuales pasé mi vista se reducían a vulgares requiebros, a expresiones de cajón, a protestas exageradas de eterna constancia, como las usa el taimado seductor que no ha logrado todavía el objeto de sus deseos. La que leí después era mucho más templada, pero también mucho más diabólica y artificiosa. Era tal su contenido que me ha quedado grabado en la memoria: tenía cerca de cuatro años y medio de fecha, y poco más o menos decía así: 

Mi inolvidable Pepita: ocupaciones imprescindibles me separan de tus brazos, pero tu imagen no se aparta de mi pensamiento. He recibido tu favorecida y por ella la importante noticia que me comunicas. Tal vez no sean más que aprensiones tuyas: el miedo abulta los fantasmas. En todo caso consulta al médico para que vea de arreglarlo de manera que no quedes perjudicada en tu buena opinión. No escatimes el dinero, que ya conoces la persona de toda mi confianza a quien puedes pedirlo. Sobre todo cuidado con que tus padres nada huelan, que serían capaces de echarte de un puntapié a la calle. 

Ten buen ánimo que después de la tempestad viene la bonanza, y dentro de algunos meses estaré de vuelta de Charleston; entre tanto no me olvides, a no ser que se te ofrecieran ventajas tan positivas que fuese para mí un deber imperioso el sacrificio de perderte. Tu felicidad primero que la mía. Tuyo de corazón, M. 

La indignación de mi pecho reventó como la llamarada de un volcán. Corrí a la niña y apretándola entre mis brazos exclamé en alta voz: Bien dijiste que no tenías más padre que el buen Jesús. Oh! Dos víctimas en un solo día! esto es demasiado. Y este hombre gozaba de una reputación sin tacha! Y este hombre disfruta de su criminal felicidad! Y este hombre ignora tal vez lo que son remordimientos! Es esta la justicia de Dios? 

- La justicia de Dios no se ejecuta siempre, ni se termina en la tierra, contestó sencillamente el campesino. 

- Con qué crees tú que en otra parte... 

- Pues no he de creerlo? Bien estaríamos los pobres y desamparados si no tuviésemos esperanzas de otra suerte más dichosa. Bueno andaría el mundo si los malos y poderosos no hubiesen de temer más que al rigor de las leyes, interpretadas y cumplidas por los hombres. 

- Y si uno sumergido en la miseria, perseguido, calumniado, abrumado de desgracias, se pegase... por ejemplo un tiro ¿crees tú que Dios no le perdonaría? 

- Dificilillo sería que tuviese tiempo de arrepentirse, y como Dios solamente perdona a los arrepentidos... 

Los sencillos al par que elocuentes razonamientos de este hombre que ningunas pretensiones de filósofo tenía, las candorosas expresiones de la niña, el aspecto de aquel cadáver lívido y repugnante, todo influía poderosamente en mi espíritu. Eran cosas naturales por cuyo medio la gracia del Altísimo lloviznaba, por decirlo así, sobre mi alma. En esta se verificaba una radical trasformación a cuyo gradual desenvolvimiento yo no atendía. Mi cuestión de vida o muerte empezaba a presentárseme con nuevas fases: empezaba a verla 

bajo un aspecto en que hasta entonces no la había considerado. La filosofía del mundo no me parecía ya tan concluyente. Las creencias de mi niñez retoñaban con instantáneo vigor y lozanía.

- Esta mujer, me decía a mí mismo, ha resuelto ya el gran problema (poblema en el original). Ha sido culpable delante de Dios, ¿estaría arrepentida de sus deslices? Cuál debe de ser ahora su suerte? cuál hubiera sido la mía? Y qué tienen que ver sus deslices con mis criminales intentos? 

Cual si oyese entonces una voz interior que me dijese como a San Agustín: toma y lee, cogí el libro. Era un Camino del cielo, pequeño volumen, harto conocido, en que no descuellan la novedad de las ideas, ni la profundidad de los conocimientos, ni la eminencia de los talentos literarios de su autor; pero en que las verdades religiosas están expuestas con precisión y claridad, con sencillez y energía. Abrilo a la ventura, y de sus hojas mugrientas parecían saltar las fatídicas palabras con que se designan las postrimerías del hombre. Centelleaban a mis ojos y parecíame que el cadáver me las pronunciaba al oído. Seguí leyendo un buen rato, y a medida que leía mi transformación se completaba. La lluvia divina iba arreciando. 

Observé que ciertas hojas estaban muy manoseadas, y deduje que la infeliz mujer se ocuparía bastante en su lectura lo que era un indicio de su arrepentimiento. Además reparé que dentro del libro estaban cuidadosamente guardadas las cédulas de comunión de los últimos años. Ah! dije para mí, cuánto más te valen ahora estos billetes que los de banco que tu opulento seductor tal vea te ofrecía! Pero observé más y fue que estas cédulas estaban precisamente en la página donde empieza la meditación sobre la primera palabra que pronunció Jesucristo en la cruz. Esta circunstancia fue para mí tan significativa que mis deducciones no se limitaban al valor de simples conjeturas. 

Ah! exclamé, esta mujer que ha sido burlada en su afecto, abandonada en su maternidad, olvidada en su deshonra, esta mujer que se ha visto reducida a mendigar un miserable sustento, esta mujer que oía y pronunciaba a todas horas un nombre que le recordaba al causador de su infortunio, esta mujer ha podido perdonarle. Cadáver que me has librado de serlo, yo no desperdiciaré el ejemplo que me propones: mi corazón de hombre no ha de ser menos fuerte que el de mujer que en tu seno latía. Yo también quiero perdonar para que Dios me perdone. 

Regresó por fin el que había acudido a participar la funesta ocurrencia a la autoridad inmediata, y con él vinieron el alcalde pedáneo y el escribano de un lugarejo, y algunos hombres con una escalera para llevarse el cadáver. Redobló la niña sus gritos y lamentos, y el tétrico aparato conmovió profundamente mis entrañas. Todos los circunstantes se mostraban silenciosos y recogidos, trasluciéndose en la gravedad de sus rostros la seriedad de sus pensamientos: de seguro todos ellos contemplaban aquel desfigurado cadáver y pensaban en la muerte bajo el punto de vista cristiano. Apenas empezó a examinarlo el alcalde cuando reconociendo su vestido exclamó: Quién había de decírselo! esta misma mañana me ha pedido limosna. 

- Y no conoce V. a esta joven, le pregunté, no sabe V. quién sea? 

- Ni sé quién es ni de dónde procede. Para mí tengo que no es natural de esta comarca. 

Terminado un breve interrogatorio en que el campesino y yo declaramos lo poco que sabíamos, o por mejor decir, conjeturábamos acerca de aquella desastrada muerte, dije al alcalde: Tome V. esas monedas que iban envueltas en un pañuelo suyo, y estas mías también para limosna de algunas misas en sufragio de su alma. 

- Y de la niña qué hacemos? dijo este volviéndose al escribano. Será preciso enviarla a algún lejano hospicio. 

- Esta niña corre por mi cuenta, dije yo. Desde ahora es mi hija adoptiva. 

- Y el nombre de V.? me preguntó el escribano. 

- Me quedé un momento parado y luego le di por respuesta: Ponga V. Julián Ramírez, artesano. 

El ex- comandante Arratia no había muerto suicidado; había sí desaparecido por completo de la escena del mundo.” 

El cestero pronunció sus últimas palabras entre los brazos de Marcelina, que se había levantado precipitadamente al oír las concisas frases con que en tan solemne momento había sido adoptada. Su filial cariño, su afectuoso carácter, su expansivo agradecimiento se revelaban en aquella explosión de ternura. Sosegada su repentina emoción continuó aquel: 

“La fúnebre comitiva se hallaba ya a punto de partir cuando el alcalde descubriéndose la cabeza empezó a rezar un Padre nuestro. Respondimos todos, y al pronunciar las palabras perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, por un movimiento espontáneo, por un acto instintivo, por un impulso irresistible cogí la niña y estampé un ardiente beso en sus húmedas mejillas. Desde entonces he reproducido todos los días esta misma acción, que a pesar de ser algo pueril y extraña, vierte sobre mi corazón como una especie de bálsamo, que no sólo cicatriza sus heridas sino que lo hinche (de henchir) y perfuma con un aroma delicioso. Al recibir en cambio el beso de Marcelina paréceme que siento el ósculo de una hija que adoro, juntamente con el de mi ángel custodio que me bendice. Este es el único momento en que me acuerdo de mis ofensores, pero es para perdonarles. 

No saben ellos los días de felicidad que me han proporcionado. 

He dicho que para esta había influido mi natural aversión a la ociosidad. En los hermosos días que subsiguieron a mi enlace me complacía en pasar largas horas al lado de la que había unido su suerte a la mía, y mientras ella elaboraba unos primorosos ramos de flores artificiales me empeñé en tejer unos canastillos donde colocarlos. He aquí las primeras nociones que adquirí de mi industria: quien hace un cesto hará ciento, dije para mí, y recorridos varios pueblos, me fijé en este donde juzgué que me sería lucrativo ejercerla. Aquí trabajo casi alegre y del todo tranquilo, y vivo de mis cestillas como el santo obispo cuyo nombre he usurpado." 

- Julián, que así proseguiré llamándote, le dijo el cura, de esta historia que acabas de referirme hay ciertos capítulos que pueden permanecer sepultados en perpetuo olvido; de otros es justo y necesario que se entere mi sobrino. 

En cuanto a mí has redoblado el afecto que te profeso, en cuanto a él estoy persuadido de que este inesperado descubrimiento ni ha de retraerle de sus laudables propósitos ni ha de frustrarle sus halagüeñas esperanzas; por lo mismo espero que volveré mañana a reiterar mi demanda. 

- Sin embargo, señor cura, V. comprende que a los ojos de aquellos a quienes he revelado mis secretos ya no soy el legítimo dueño de la mano de Marcelina. Ella es libre. 

- No, padre mío, no, repuso vivamente la doncella. Me adoptasteis por hija, y yo por padre os reclamo. Lo habéis sido cuando por tal os tenía, y lo sois ahora porque por tal os quiero. Si vuestra voluntad está reñida con el colmo de mis 

deseos, basta que digáis una palabra para que renuncie a todas mis esperanzas. Poseéis todo mi corazón y todo mi albedrío: primero mi filial obediencia que mi propia felicidad. 

El párroco admirado y el cestero enternecido exclamaron a un tiempo: 

Bendita seas, hija mía. 


IV. 

Hermosa fue la mañana del día siguiente: el sol, que esparcía sus resplandores al través de una atmósfera despejada, parecía iluminar también el corazón de Marcelina. Como las sombras de la noche se había desvanecido la sombra de tristeza ocasionada por tan extrañas revelaciones. Al escuchar el relato del trágico fin de aquella mujer desconocida, que era nada menos que su propia madre, con harto trabajo sofocaba Marcelina sus emociones dolorosas, y encerrada luego en su cuartito consagró a la memoria de la que le había llevado en su seno el tributo de lágrimas que hubiera querido derramar sobre su ignorada sepultura. Pero habiéndola conocido apenas, no conservando ni el más leve recuerdo de su fisonomía, siendo de tan remota fecha el suceso, mal podía esperarse que la espina se le clavase en el pecho y se le enconase la herida. Su mismo llanto le sirvió de bálsamo eficaz, y aun pudiera decirse que la aflicción venía precedida por el consuelo. Si desde su infancia carecía de materno regazo, no por esto durante su niñez le habían faltado caricias maternales. De padre y de madre le servía a la par el hombre que reunía el más diligente cuidado a la ternura más exquisita. Y viviendo este, y teniéndole a su lado, ¿cómo había de considerarse huérfana la que no experimentaba ninguna de las consecuencias de semejante desdicha? Qué le importaba que solamente fuese padre adoptivo, estando resuelta a mirarle siempre como a padre verdadero? Si no era el que le dio la naturaleza era el que le había deparado la Providencia divina, el que cumplía los oficios de tal con inviolable esmero, el que había aceptado este nombre para salvarla de una orfandad real y positiva. 

Marcelina le quería entrañablemente, y a fin de evitar que se entregase a las melancólicas ideas que pudiera suscitarle su rápida excursión a lo pasado, mostrábase con él más expansiva, más solícita, más afectuosa que nunca. 

Entreteníale con familiares coloquios, con infantiles preguntas, con chanzas inocentes, como si dispusiera aquel día de un fondo inagotable de curiosidad y de gracejo. Y para esto no tenía que hacerse la menor violencia, porque con las sonrisas de sus labios estaban de acuerdo los latidos de su corazón. Creía firmemente que pronto se vería colmada la medida de su gozo, se trocarían en seguridades sus amorosas inquietudes, y recibirían el sello de solemne aprobación sus castos afectos. Fiada en la promesa del buen sacerdote no dudaba que de un momento a otro le vería aparecer, y no ya solo sino acompañado. Ya no tendría que esperar detrás de la reja al que pronto encontraría libre y expedito el umbral de la casa. Esta primera visita, que exigen los deberes sociales, iba a ser la ceremonia preliminar de la que se cumpliría al pie de los altares. 

Pero ya el crepúsculo de la tarde tocaba a su término, y ni el párroco ni su sobrino comparecían, ni mandaban un recado, ni daban la menor señal de vida. Hacíase de noche en el hemisferio, y más de noche en el corazón de Marcelina. 

Su viva imaginación empezó por asirse a vanas escusas y pretextos; más pronto le faltó materia de qué fabricarlos, y el nivel de su expansivo júbilo fue bajando y bajando hasta que la dejó del todo callada y pensativa. En el límpido azul de su cielo no se acumulaban todavía densas nubes; sólo se extendía una ligera neblina bastante para empañar su brillo. 

No era menester una sagacidad muy exquisita para adivinar la razón de cambio tan visible, y, aunque de suyo no lo fuese, los instintos de su paternal afecto hacían del cestero un observador perspicaz e inteligente. Estaba acostumbrado a leer como en un libro abierto los pensamientos que se sucedían bajo de aquella frente, pura y tersa como una superficie de alabastro por hábil artífice pulimentada. Al ver abatida y mustia la flor que poco antes le traía embelesado con su frescura y lozanía, sintióse profundamente conmovido. Así como era comunicativo el contento, los pesares de su hija adoptiva tenían para él la cualidad de contagiosos. Acometido de tristes ideas, el silencio de la noche y el silencio de su hogar daban pábulo a siniestras cavilaciones. Sus recelos iban más allá que el mal humor de Marcelina. Esta conservaba aún intacta su fé en la abnegación, en la constancia, en el amor del que había aspirado a su mano: el cestero reconocía sus excelentes cualidades; pero no podía mirarle con los ojos de una doncella tiernamente enamorada. Esta creía que los obstáculos sólo sirven para allanados (ahora decimos: allanarlos); mas él sabía que a menudo sirven para que en ellos se tropiece. Si el párroco faltaba a su compromiso, y a su diaria costumbre el sobrino, qué más vehementes indicios de una mudanza que tantas lágrimas iba a costar a los ojos de Marcelina? Y él, que las hubiera derramado de sangre para libertarla del menor disgusto, no tener medio alguno de conjurar ese formidable peligro! Su Marcelina, su bella Marcelina, el encanto de sus ojos, el ídolo de su corazón, pasar por las humillaciones de un desaire, sufrir los rigores de un desvío! Hete aquí, se decía, el fruto amargo de mis revelaciones: de este paso que la delicadeza me prohibía eludir y las circunstancias no me dejaban ya el arbitrio de aplazar. Y yo que creía haberme quitado un peso de encima y respirar con más desahogo! Ah! también encuentran asilo en ese rincón de la tierra las opiniones del mundo. Cosa de tan poca monta ha de ser la nobleza del alma? Las virtudes cristianas, el amor al trabajo, la discreción, la belleza son los timbres de Marcelina, ¿y tan hermosos timbres han de ser menospreciados por atravesarlos una barra de bastardía? 

Fácil es de imaginar lo que sucedería durante el curso del día inmediato, cuyas lentas horas pasadas con febril impaciencia terminaban con igual desengaño. Los dos actores de este drama sin peripecias callaban y sufrían, o hablaban de cualquier cosa menos de aquella en que tenían clavado el pensamiento. El uno esperaba todavía un feliz desenlace, el otro miraba estas esperanzas como postreros latidos de un corazón moribundo. 

Al cerrar la noche del tercer día el cestero no abrigaba ya la menor duda respecto a la verdad de sus presentimientos. Sentado entre mimbres y cañas se dedicaba a sus ordinarias tareas a fin de disimular algún tanto la postración de su espíritu; pero Marcelina persistía en su obstinada lucha, prefiriendo las agitaciones del combate a la paz de los sepulcros. Se le resistía el desprenderse de sus últimas esperanzas, por más que tuviesen toda la traza de quiméricas ilusiones. Era como el náufrago que no quiere convencerse de la ineficacia de sus esfuerzos, ni de la inutilidad del madero a que se mantiene aferrado. 

La inquietud de su alma se traducía en el desasosiego de su cuerpo. Iba y venía, sentábase y levantábase otra vez, tomaba su labor y la dejaba, abría la reja, asomaba su cabeza, y escuchaba: escuchaba como si percibiera lejano rumor de pasos, y no los oía, o si por ventura los oía no eran aquellos que podrían haber calmado su excitación nerviosa. 

Cual un magnífico florón de plata resplandecía la luna en lo alto del turquesado hemisferio, y en sus bordes oscilaban las estrellas como lentejuelas sembradas en la cenefa de rico manto. La tenue claridad se extendía sobre aquel espacioso valle a manera de gasa trasparente, envolviendo en pintoresco desorden así los blancos muros de rústicas viviendas como las negras masas de árboles copudos. Mezclábase el aroma de las plantas silvestres con el de las flores cultivadas, y al chirrido de los insectos ocultos en la yerba el blando murmullo de los arroyos que en mansa corriente se deslizaban. Los pájaros en sus nidos, las ranas en sus estanques turbaban a intervalos el silencio de la noche, y con más frecuencia lo turbaba el susurro de las verdes cañas doblegándose al impulso de las brisas. Con cuánto deleite solía escuchar Marcelina estos rumores cuando servían de armónico acompañamiento a las suaves melodías de su nocturno coloquio! Y ahora le parecían tétricos y enojosos. Nada le decía al corazón el espectáculo que parecía contemplar absorta: la soledad había perdido para ella sus encantos: habíase transformado en árido yermo el vergel florido. 

Cediendo a los impulsos de súbito despecho cerró el postigo de la reja, volvióse a su asiento, y rompiendo en lágrimas exclamó: 

- No es verdad, padre mío, que parecía imposible que esto sucediera? 

- Hija querida, el dolor y la muerte son como enemigos astutos que se ponen en acecho y sorprenden a los descuidados. Nadie se ve libre de caer en sus emboscadas; pero si la última está segura de su triunfo, del otro podemos rechazar las embestidas. 

- Y de dónde ha de sacar valor mi pecho desfallecido? 

- De una santa resignación a los inescrutables juicios del cielo, y además ¿ninguno existe ya en la tierra que si no puede consolarte, no pueda al menos llorar contigo? 

- Ah padre! vos me dais todo vuestro amor, y yo he permitido que os robasen una parte del mío. No soy digna de llamarme hija vuestra. 

- Marcelina! 

- Si no os fuese deudora de tantos beneficios me atrevería a suplicaros... 

- Y qué puedes pedirme que gustoso no te conceda? 

- Que salgamos de Cañaverales, que nos vayamos cuanto antes a vivir en otro pueblo. 

- Dios eterno! abandonar este asilo? 

- Y dónde no seremos felices viviendo el uno para el otro? 

Mi corazón se halla gravemente enfermo: su único remedio consiste en la mudanza de aires. 

- Sin embargo yo sé de un médico...  

- Por piedad no me lo nombréis. 

- Tanto le aborreces? 

- Porque le amo, porque si mi pasión le acusa, mi razón tiene que absolverle. 

- De qué pues te lamentas? 

- No de su ingratitud sino de mi desdicha. No es él sino yo quien ha cambiado. Acaso merece una triste huérfana la suerte preparada a una hija vuestra? 

- Y por ventura has dejado ya de serlo? 

- A vuestros ojos no, ni tampoco a los míos. Pero ¿cómo podría permanecer oculta la verdad debiendo hacerla constar en públicos documentos? Para encubrir mejor el secreto de mi cuna, reprime sin duda las ansias más vivas de su pecho. Y no debo agradecerle este sacrificio? 

- Que es el de tu felicidad. 

- Cuando la pierdo es cuando mayor y más envidiable se presenta a mi vista. Qué risueño porvenir me forjaban mis pensamientos! Y es preciso olvidarlo todo, es preciso destruir esta imagen hermosa que llevo grabada en mi corazón, y cómo conseguirlo expuesta cada día a que se introduzca de nuevo por mis ojos? Cómo han de calmarse mis dolores expuesta cada día a que se refresquen mis llagas? Ojalá pudiera despertarse en mi pecho un sentimiento repulsivo! ojalá 

pudiese encontrar justa la acusación de ingrato y veleidoso; ojalá pudiese aborrecerle como mujer, y perdonarle como cristiana! Pero amarle aún, y verle, y verle quizás al lado de otra que ocupará el puesto que yo apetecía, que ceñirá la corona que yo ambicionaba...! Ah! es preciso alejarnos de estos sitios, es preciso hacerlo a toda costa. 

- Tranquilízate, hija mía. Cañaverales no es más que mi patria adoptiva. Libremente la escogí, tristemente la dejaré; pero mi patria, mi querida patria será cualquier punto donde vea renacer en tu semblante los colores de la alegría. 

Hermoso es este país, gratas me son sus costumbres, lisonjeros sus recuerdos, simpáticos sus moradores; pero mi predilección a ese pueblo muy lejos está de sobreponerse a mi paternal cariño. Heme aquí dispuesto a coger de nuevo el báculo de peregrino; mas nunca convienen las resoluciones precipitadas, y la vehemencia del dolor es mala consejera. Cuando nos agobian las tribulaciones su mismo peso nos dobla cabeza y nos hace mirar la tierra, y no es de aquí de 

donde ha de venirnos el consuelo. Para buscarlo es menester levantar los ojos. Sabes lo que he pensado? Trae el librito que fue de tu madre, el camino del cielo: me leerás un ratito, y quizá nos proporcione alguna inspiración saludable, o cuando menos lograrás distraerte un poco y torcer el rumbo a tus tristes pensamientos. 

Hízolo en efecto la joven, y abriendo después el libro a la ventura empezó la meditación sobre la agonía de Jesucristo en el huerto. Aquellas sencillas frases penetraban en su espíritu como un celeste rocío; mas no estorbaban que sus afectos meramente humanos se abriesen paso al través de sus emociones religiosas. Su imaginación volaba de Getsemaní a Cañaverales, encontraba puntos de semejanza, y trazaba rápidamente un paralelo de situaciones, que sólo pudiera disculparse por la febril oscilación producida en tan críticos momentos. También ella estaba sufriendo una cruel agonía, también la cercaban el tedio de la soledad y las tinieblas de la noche, también se le representaba el porvenir con los colores más tétricos y sombríos. También ella gemía abandonada, y cedía al desmayo, y se hallaba a punto de prorrumpir en aquella sublime exclamación: Triste está mi alma hasta la muerte. Pero de esta misma comparación, aunque poco respetuosa, venía sacando por grados el refrigerio de sus pasiones y el lenitivo de sus pesares. Proseguía en su lectura, y parándose de repente depuso el libro en su falda, volvió los ojos al cestero, y con el acento de la conformidad cristiana repitió las ideas que acababa de leer diciendo: Padre mío, también es amargo mi cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la vuestra. 

El buen anciano tiernamente conmovido iba a responder; pero sintió que las lágrimas se le venían a los ojos, que se le anudaba la garganta, y sólo pudo decir con apagado acento: continúa, hija mía. 

Y ella continuó, y al llegar al pasaje del ángel aparecido a Jesucristo, se abrió de improviso la puerta, y por ella penetraron el cura y su sobrino. 

Marcelina se quedó parada y enmudecida: el más vivo carmín teñía sus mejillas, agitaba su pecho un estremecimiento de sorpresa y de alegría, y mientras que el cestero saludaba al párroco y le arrimaba un asiento, se aproximó el otro a la joven y en voz muy queda le dijo: Qué largos me han parecido esos tres días! 

Fijo en él sus vivaces ojos Marcelina con una mirada que pudiera traducirse diciendo: Pues si a ti te han parecido largos, qué es lo que a mí me habrá sucedido? 

Pero este conato de conversación, para la cual había tela cortada y no poca, se quedó en suspenso a la voz del párroco que decía: 

- Maese Julián, todo está arreglado. Te di palabra de volver para el asunto consabido, y ahí me tienes con este buen mozo, que esas últimas noches se hallaba en ascuas por haberle mandado yo que no saliera de casa. Te dije que sería el día siguiente; pero no hay que tomar las cosas tan al pie de la letra. Reflexionándolo mejor quise prepararos una agradable sorpresa. Escribí al Provisor eclesiástico, que es amigo mío, y tengo ya en mi poder los papeles que hacían al caso. Están llenados todos los requisitos y las amonestaciones dispensadas. Con que, ya no queda más sino lavar y aplanchar el roquete para el día que mejor os viniere a cuento. 

- Mi buen tío me ha dicho, añadió el sobrino dirigiéndose al cestero, que por extraños sucesos, cuya historia no me ha referido, no sois más que el tutor de una huérfana, que es la joven a quien he consagrado mi corazón, y de cuyos labios pende la fortuna de mi vida. Conozco demasiado vuestra honradez y vuestra probidad para que me inquiete el más mínimo deseo de adivinar cuál haya sido el motivo de unas apariencias que seguirán siendo las mismas para todo el pueblo. En cuanto a mí, ni vos ni Marcelina habéis cambiado. Ahora y siempre os reconoceré como a mi suegro verdadero. 

Cual más cual menos los cuatro allí reunidos tomaron parte en esta conversación, que muy pronto, cual era de esperar, quedó partida en dos diálogos simultáneos y distintos, uno en voz alta, otro apenas perceptible, el primero de cosas triviales e indiferentes, el segundo lleno de interés, de animación y de atractivo. 

Transcurrido un par de meses, en la parroquial iglesia de Cañaverales el reverendo cura unía en legítimo consorcio a su sobrino con la interesante joven de cuyas virtudes y hermosura se había prendado. Lágrimas de contento surcaban el rostro del venerable anciano, y no eran menos gratas las vivas emociones que experimentaba el buen cestero cuando vino de improviso a turbarlas el malhadado, pero inevitable recuerdo del momento en que fue principal actor de semejante ceremonia. Mas clavando sus ojos en el semblante de Marcelina era tan puro e inefable el gozo que traslucía al través de su virginal modestia, que esta sola mirada bastó para disipar la nube sombría devolviendo la calma a su corazón y la serenidad a su frente. Su sol se había traspuesto en la tormenta, su felicidad había concluido de una manera sobrado amarga; pero la paternidad, el amor en cualquiera de sus puras acepciones hace propia la felicidad ajena. Veía brillar a Marcelina cual lucero de la tarde en su vespertino horizonte, y era tan sosegado y apacible el porvenir que en su humilde condición descubría, sentíase tan rejuvenecido y animado para el trabajo, que al dormirse Julián Ramírez entre mimbres y cañas no hubiera querido despertarse nuevo Arratia con el sueldo y entorchados de general. 

Por lo demás poco resta que decir de estas bodas, y es que en el ajuar de la novia lo que principalmente admiraban sus amigas era un lindo canastillo en que Maese Julián había apurado toda la habilidad de sus manos, todos los primores del arte, todos los recursos de su inventiva. Era su obra maestra: en él se veía sobre unos pañuelos curiosamente plegados y más blancos que la nieve, un libro cuyas hojas mugrientas, rotas o manchadas formaban el más extraño contraste con su rica y flamante encuadernación de terciopelo carmesí con adornos y corchetes de plata. Al deponerlo allí el cestero había dicho a los novios: 

Hijos míos, he aquí un libro que encierra grandes e instructivos recuerdos: os lo entrego como una de aquellas preciosas alhajas que se trasmiten de generación en generación. 

A él debo mi paz y mi ventura; la paz y la ventura que el mundo no podía darme. Guardadlo, pero también leedlo: y nunca os apartéis del camino que trazan sus piadosas máximas y saludables consejos. 

V.

Desde que las oraciones y simbólicos ritos de la Iglesia santificaron al pie de los altares el recíproco afecto de Marcelina y su novio, transcurrido había más de un año todo compuesto de apacibles y risueños días. El amor los iluminaba, como un sol parado en lo alto de su esfera, y ni la más leve nubecilla flotaba en la deliciosa atmósfera que envolvía el corazón de ambos consortes, quienes, echada ya el áncora en abrigado puerto, no se inquietaban por emprender nuevos rumbos ni abrir nuevos horizontes a quiméricos deseos. La realidad no desmentía esta vez los pronósticos de la esperanza, y satisfechos con el género de felicidad que les deparaba el cielo, mostrábansele agradecidos sin quejarse de su moderación ni cansarse de su monotonía. Con una vida trazada a compás gozábanse en las reiteradas emociones de su plácida existencia, sin pedirles nunca ni un gusto más variado ni un sabor más exquisito. Desnudos de ambición y de envidia tenían por lo mejor lo que estaba al alcance de su mano, y así el buen humor, la paz y el contentamiento moraban en sus hogares, no como huéspedes de un día sino a guisa de dueños que se han establecido autorizados por legítimo posesorio. La expansión de su recíproca ternura, la sencillez de sus costumbres patriarcales, las comodidades que les permitía su mediana fortuna hacían de su doméstico recinto un Edén envidiable por más que vulgar y plebeyo. Digno de Cañaverales era este matrimonio. La sanidad del cuerpo y del alma venía a ser el puro manantial de que brotaba su dicha: porque si bien puede decirse que en el mundo la dicha es una excepción, no es que sean excepcionales los medios de conseguirla. 

De la serenidad y dulcedumbre de esta atmósfera moral, confortadora y saludable como la que materialmente les circuía, participaba el buen cestero en cuyos labios, por decirlo así, se reflejaban una por una las sonrisas de sus queridos hijos. Dábales este nombre, y fuera ser por demás quisquillosos disputándole este derecho. Qué suma de tiernos cuidados y amorosos desvelos no había expendido para obtenerlo! Sin embargo alguna que otra vez le acometían ciertas ideas que procuraba ahuyentar como a satánicas tentaciones, y de las cuales no triunfaba siempre con la prontitud que hubiera querido. Quedábale un poco magullado el corazón, y su principal empeño consistía entonces en no dejar traslucir en el rostro sus accesos de pasajera melancolía. 

El amor filial que desde el principio le manifestó la hija de su adopción había sido el alma de su nueva existencia, el bálsamo inesperado que de una manera casi milagrosa curó sus profundas heridas, dejándoselas al fin tan perfectamente cerradas que hasta las cicatrices parecían haber desaparecido. Las tiernas efusiones de este amor acendrado y expansivo fueron para él la losa de blanco mármol que cubría el sepulcro de su pasado, al mismo tiempo que el marmóreo zócalo sobre el cual iba labrando su porvenir. Acostumbrado a no mirarlas solamente como a natural recompensa de sus paternales sentimientos, les daba el valor de una compensación providencial a que le hacía acreedor la 

grandeza misma de sus pasadas amarguras. Con este amor había construido su dicha, de él había formado su gloria, en él había concentrado sus postrimeras delicias, y este amor de que largos años había disfrutado por entero, sin restricción ni cortapisa alguna, hallábase ya dividido por las imperiosas leyes del deber y de la naturaleza. Tenía a su lado quien de él participaba con no menos razón y más incontrastable derecho, quien lo fomentaba con más tiernos agasajos, quien de él recibía más calurosas demostraciones. Estimulado por esa levadura de egoísmo, que se mezcla siempre aun en los afectos más generosos, sentía una especie de celos, como si no fuera suficiente el corazón de Marcelina para amar a los dos con extremado ahínco. La juventud, las prendas personales, y hasta el cariño mismo que profesaba a su yerno daban pábulo a sus cavilosas inquietudes. Y en efecto, cuanto más él le quería tanto más digno de ser querido le proclamaba. Por otra parte, ¿cómo conservar el antiguo prestigio a la seriedad de sus afectos puesta en competencia con la solicitud y ternura de un esposo apasionado? 

¿Cómo desentenderse del visible contraste que ofrecían sus cabellos ya canosos con los bríos y juveniles atractivos de su afortunado concurrente?

No era que recelase la indiferencia, ni la frialdad, ni siquiera algo de tibieza en el amor de Marcelina; lo que temía era perder la supremacía después de haber perdido el privilegio exclusivo. 

Muerto para sus antiguos conocidos, deshonrado por su pérfida compañera, desterrado de su nativo suelo, sin deudos, sin familia y hasta sin nombre propio, maese Julián soportó con varonil entereza la abrumadora carga de sus infortunios; pero a todo esto se allegaba ahora el haber quitado su más intrínseca fuerza al vínculo que en su completo aislamiento le sostenía. Revelado el secreto de su nacimiento sabía ya Marcelina que no era más que una pobre huérfana, que debía a un arranque de caridad entusiasmada lo que hasta entonces creyó deber a las exigencias mismas de la naturaleza. Roto en su concepto el lazo de sangre, no le quedaban más que los lazos de la gratitud y de la costumbre. ¿Y podía hacerse este cambio sin que le resultase una pérdida sensible? Podía exigir ya como dispensador de protección y amparo lo que había recibido como dador del ser y de la vida? ¿Podía la hija de su adopción ser idéntica a la que se había creído hija de sus entrañas? Su respectiva situación era muy diferente en la realidad de las ideas, por más que permaneciese exactamente la misma en la realidad de los hechos. Y ¿no era tanto más de recelar la influencia del fatal secreto, cuando su descubrimiento coincidía cabalmente con la consagración de nuevos y más afectuosos deberes? Al lado del esposo auténtico, qué representaba, qué era el padre putativo? Reconocida la ilegitimidad de su título jerárquico, parecíale al buen cestero que la abundante cosecha de amor que hasta entonces había recogido con visos de justicia, no debía esperarla sino como por vía de agradecimiento. En su imaginación se transformaba casi en don gratuito lo que había sido una deuda sagrada: menoscabo ideal que ningún signo exterior traducía, y que era sin embargo la piedra angular de sus metafísicas y alambicadas reflexiones. 

Pero afortunadamente en medio de estas filigranas de sentimentalismo no se le había ocurrido nunca la posibilidad de vulgares o extraordinarios sucesos que arrancasen de su lado a Marcelina. Parecíale estar gozando de su consoladora presencia por un derecho de prescripción indestructible. En sus previsiones del porvenir, en la serie de conjeturas que elaboraba su fantasía, no se le presentaba más que un solo evento, no temía más que a la muerte, a esta gran trastornadora de los planes de felicidad más ingeniosamente combinados. Y aun así, según el curso natural de las cosas, él debía partir el primero, él debía ser el llorado. Entre los dos podía interponerse el filo de la terrible guadaña, mas no una faja de terreno cualquiera. Si discurriendo acerca de lo inestables y caedizas que son las dichas humanas hubiese entrevisto la contingencia de una separación, si le hubiera salteado un vago y efímero presentimiento, esto sólo le hubiera traído en continua zozobra: porque en verdad, el día en que hubiese llegado a verificarse, únicamente podría ser comparado en desolación y amargura al día en que encontró a la pobre huérfana destituida de todo amparo. 

Instalado con sus queridos hijos en una cómoda y espaciosa casa, situada en uno de los más risueños puntos de la población, el buen cestero no llevaba ya con toda propiedad este nombre, pues que las instancias de su yerno, a quien seguiremos llamando así, le habían hecho dejar la práctica de su mecánico oficio. Sólo para evitar la ociosidad o en obsequio de sus amigos, se entretenía a ratos volviendo a sus antiguas ocupaciones, y sus primorosos canastillos eran regalos en que el mérito del trabajo no desdecía del buen afecto que los había inspirado. En la época en que anudamos el hilo de nuestra narración le traía más que nunca atareado el próximo fin y remate de una obra que iba a ser el non plus ultra de su habilidad y de su inventiva. Era una cuna de blancos y delgados mimbres, con tal variedad y destreza entretejidos, que pudiera servir para el nacimiento de un primogénito de ilustre alcurnia. Pero en concepto de maese Julián, quién podía merecerla mejor que la tierna criatura que estaba a punto de aparecer en el umbral de la vida? Marcelina se hallaba en los postrimeros días de su embarazo. Los primeros vagidos del niño, las primeras caricias de la madre iban a convertir en transportes de júbilo la sosegada corriente de su franca alegría. 

Este era, como es natural que fuese, el tema ordinario de sus conversaciones; pero una tarde vino a darles diferente giro un suceso vulgar que en un pueblo como el de Cañaverales tenía ciertos visos de fenomenal y prodigioso. 

Retenido en su habitación a causa de una ligera oftalmía, que le obligaba a llevar una visera de tafetán verde sobre los ojos y a no permitir que entrase mucha luz por las rendijas de las ventanas, escuchaba maese Julián el argentino timbre de la voz de Marcelina, con la misma estática atención de un aficionado que escucha los melodiosos gorjeos de su canario favorito. Contábale ella que sobre las diez de la mañana había parado en frente de la iglesia un coche de camino, que de él había bajado un caballero de bizarro porte y elevada estatura, que traía este un sombrero de jipijapa y un frac azul con botones dorados, que había repartido entre los chiquillos un puñado de monedas, y eso que no serían todas de cobre, pues que el hijo de la tía Antonia le había enseñado un real de plata reluciente y nuevecito. Sabíase que después de tomar un bocado en la hostería preguntó por el alcalde, y se le vio con este y el secretario dirigirse a la casa de Ayuntamiento. Al parecer, cosa que extrañaba muchísimo la boticaria cuyo marido era uno de los más celosos concejales, no se había citado a cabildo; pero sí a cuatro o cinco de las personas más ricas del pueblo, que habían acudido allí y confabulado todos juntos por espacio de más de tres cuartos de hora. Sin duda esta conferencia, cuyo objeto y resultados eran todavía un secreto, versaría sobre algún asunto de grave importancia, puesto que nada había podido rastrearse por más que sonsacasen al tío Momia, que así llamaban al alguacil por su incorrupta severidad y apergaminada fisonomía. Por demás era preguntar: cuál sería este misterioso asunto? 

¿Quién sería aquel misterioso personaje? 

En Cañaverales todo el mundo estaba en expectativa, y cada uno echaba a volar conjeturas como quien tira piedras al aire para dar con alguna en el hito. 

Maese Julián, a quien poco interesaba lo que fuera de sus hogares acontecía, sin tomarse la molestia de discurrir por su propia cuenta, seguía escuchando con infantil complacencia la deliciosa charla de su hija adoptiva, cuando vio que entraba acompañado de su yerno un caballero que a no dudarlo era el mismo de quien estaban hablando. La súbita aparición de un ser del otro mundo no le hubiera producido un sobresalto más violento y congojoso. A no tener la conciencia tan limpia como la tenía repitiéramos aquí la manoseada comparación del espectro de Banquo. Vendrá por mí? vendrá por Marcelina? Este problema se le presentó desde luego con toda su precisión y perturbadora trascendencia, y como el último extremo era el que más le amedrentaba era también el que por más probable tenía. Pendiente de un hilo estaba sobre su cabeza la espada de Damocles

- He sabido su indisposición, de la que me alegraré mucho quede V. pronto restablecido, dijo después de saludar con toda cortesía el recién llegado forastero, y me he tomado la libertad de venir aquí para tratar de un asunto que a todos interesa. 

Maese Julián no se atrevía a pronunciar una palabra. 

Felizmente un poco de carraspera modificaba el sonido de su voz, y mientras se esforzaba en reponerse de su agitación y sorpresa, respondió al forastero con un movimiento de cabeza, y con la mano le indicó que tomara asiento. 

A pesar de la curiosidad femenina comprendió la discreta joven que estaba allí de sobra, y levantándose dijo: Con permiso de este caballero voy a dar una vueltecita por el jardín ahora que está el sol tan hermoso. 

- Vete en paz, hija mía. 

- Es hija de V.? Preciosa muchacha! Exclamó el caballero, que había permanecido fiel a su costumbre de echar una ojeada a todas las hijas de Eva que a tiro se le ponían. Bien se puede cumplimentar a V. por ser padre de esta joven, que será de fijo un tesoro de bondad como lo es de hermosura. 

- Este cumplimiento... Será verdadera ignorancia? Será calculada estratagema? Será punzante ironía? preguntábase a sí mismo el ex-cestero. 

- También puedo yo marcharme, dijo el esposo de Marcelina, y volviéndose al forastero añadió: He dicho a V. mi última resolución. Haré en todo y para todo lo que el suegro me aconseje. Tengo en él una confianza ilimitada porque él comprende las cosas mejor que nosotros pobres labriegos. Si me dice: anda, iré; si me dice: estate acá, me quedaré, y estoy bien persuadido de que los demás harán todos lo mismo. 

- Qué será esto, Dios mío! qué será esto? decíase el acongojado cestero, que se figuraba ver una batería de cuarenta cañones asestada contra el modesto edificio de su tranquila felicidad. 

- Nos han dejado solos y no había para qué. Vamos pues a la cuestión sin preliminares ni rodeos. Hablaré a V. francamente y espero que V. usará de igual franqueza conmigo. 

Temblábanle a maese Julián las carnes, y sólo su varonil esfuerzo podía contener los apresurados latidos de su pecho. 

- Ante todo una sencilla pregunta, continuó su interlocutor. Tiene V. contraídos empeños con la oposición? 

- No comprendo... Si V. no se explica... balbuceó el cestero que se hallaba a cien leguas de la cuestión misteriosa que tanta alarma había metido en el pacífico vecindario de Cañaverales. 

- V. sabe, es imposible que V. no sepa que en este distrito se ha de proceder a nuevas elecciones. Admitida la renuncia del diputado que lo representaba, la oposición aspira con decidido empeño a llenar esta vacante. Ha reclutado fuerzas entre los descontentos de todos los partidos, ha formado una coalición monstruosa, y es indecible la actividad que reina en los colegios electorales. 

Las cartas de recomendación, los agentes, los amaños, las intrigas se cruzan en todas direcciones. El gobierno no puede dormirse en las pajas. Dentro del círculo de sus atribuciones debe poner, y pondrá, todos los medios legales para no ser sorprendido. Este es un caso de legítima defensa. La oposición envalentonada por la apatía de los hombres de sanas intenciones, trata nada menos que de echar mano de D. Abundio Parladér, de este hombre funesto que, es preciso confesarlo, serviría por sí solo de considerable refuerzo a la minoría. 

A mí no me ciegan las pasiones políticas: reconozco que Parladér es uno de los oradores que están en primera línea, pero convenga V. conmigo en que el verdadero criterio de la elocuencia es la bondad de las doctrinas, y en que la mayor parte de veces son preferibles a esas eminencias parlamentarías hombres de cualidades no tan relevantes, pero que quizás les sobrepujan en desinterés y patriotismo. 

- Me parece que no anda V. muy descaminado, dijo el ex-cestero, comprendiendo que la pausa de su interlocutor era lo mismo que exigirle una contestación cualquiera. 

- Ahora bien, prosiguió el otro. El gobierno no puede seguir mirando con la indiferencia con que hasta el presente lo ha visto, la inercia y dejadez de un pueblo tan honrado y laborioso como el de Cañaverales. En situaciones tan críticas como las que atravesamos, todos debemos concurrir a la salvación de la patria común. Descontando a uno que según mis noticias está paralítico, y a otro que pasa de octogenario, Cañaverales contiene en su recinto diez electores disponibles que pueden reforzar con diez votos la candidatura del ministerio. Este es el objeto de la misión que desempeño.   

- Pero, qué tengo yo que ver con esto? Yo no soy más que un artesano... retirado del oficio si tanto se quiere, no tengo rentas, no tengo voto... 

- Tiene V. diez. No lo ha oído V. mismo de boca de su yerno? Reconozco en la modestia de V. las bellísimas cualidades de que me han hablado el alcalde, el secretario y algunos de los mayores contribuyentes. Por su rectitud de corazón y de inteligencia goza V. de un influjo tan poderoso como justamente merecido, y el ministerio tendrá una especial satisfacción en que los sentimientos de V. no le sean hostiles. 

- Si hablará tanto el mismo Parladér! dijo para sí maese Julián, que veía disiparse poco a poco la nube de sus sombríos recelos.

- A mí no me parece mal, continuó el forastero, la irresolución de estos honrados electores. Proceden de buena fé. Como poco versados en estas materias no se atreven a decidirse por sí solos; pero están unánimes en hacer lo que V. les aconseje, en dar su voto a quien V. les designe. 

- En este caso no votarán. 

- A Parladér? 

- Ni a nadie. 

- Cómo? exclamó el caballero levantándose de golpe cual si fuera movido por un resorte; mas templando la voz y sentándose de nuevo continuó. Y V. que conoce el valor de este precioso derecho...? 

- Si es un derecho se puede renunciar a su ejercicio. 

- Es que también es un deber. 

- Si fuese un deber... si lo fuese...

- Qué? 

- Pediríamos que se nos suprimiese el derecho. Perdonaríamos el bollo por el coscorrón.  

Vacilando entre la irritación y el asombro miróle el forastero de hito en hito, y con énfasis desdeñoso le dijo: Es usted absolutista? 

- He aquí una pregunta en mi pobre concepto muy extraña al objeto de su misión. Soy un súbdito leal y sumiso al gobierno de la Reina, cuyos actos respeto sin juzgarlos, y cuyas órdenes cumplo sin discutirlas. 

- Pero señor, tiene V. corazón para desperdiciar esta favorable coyuntura de proporcionar a su pueblo los bienes materiales de que carece? 

- No siendo a costa de algún bien moral... 

- V. debe de saberlo. La carretera está intransitable. Algo más, es sumamente peligrosa. No sólo he llegado aquí con los huesos molidos sino que hemos estado a pique de volcar diez veces. 

- En efecto no es camino para coches. 

- Pues bien, vótese la candidatura del gobierno y la carretera se construirá. 

- Date et dabitur vobis. No es eso? Yo no he estudiado en Salamanca ni mucho menos; pero se me figura que cuando los gobiernos conocen las necesidades de los pueblos no deben esperar a venderles el remedio a guisa de boticarios: 

fuera de que si se hubiese de dar cumplimiento a todas las promesas de los candidatos ministeriales algo desahogado tendría que estar el Tesoro. 

- Aquí no se trata del Gobierno, aquí se trata de mí. Yo soy quien responde de mi palabra. He dicho que con V. sería franco, voy pues a ser más explícito. Merced a mi actividad incansable y al buen éxito de importantes especulaciones me encuentro dueño de un caudalejo bastante lucido. En mis mocedades disfruté largamente de los placeres de la vida, he corrido muchas tierras, he visto mucho mundo; pero he conservado una reputación sin mancilla, y nada me queda que desear más que una posición ventajosa que corone mis afanes. La ambición es la más noble de las pasiones si no la más bella de las virtudes. Tengo el apoyo del ministerio y espero sentarme en los escaños del Congreso. Para ello no he de regatear el dinero. Quieren Vds. una sólida y hermosa carretera? Prefieren un puente en el barranco llamado de la encina quemada? Se hará la carretera: se hará el puente. Porque... aquí, inter nos, yo necesito salir con mis pretensiones. Estoy a punto de dar la mano a una señorita tan notable por su belleza como por su ilustre nacimiento. 

- De veras? exclamó el cestero cuyos tristes recuerdos excitaba aquella inesperada confidencia. 

- Pues qué tiene eso de extraño? repuso el otro, dejando entrever en su tono un ligero matiz de resentimiento. 

- La fortuna le sonríe a V.; pero no puedo tener el gusto de coadyuvar a la realización de sus proyectos. 

- Y no me diría V. en qué funda este sistema de absoluto retraimiento? Porque eso tiene visos de... 

- Perdone V. mi sistema, si es que lo sea, se limita a Cañaverales. Por un beneficio especial de la Divina Providencia, otros dirían por un efecto de su situación topográfica, este pueblo no conoce las rencillas y enemistades, hijas de las discordias pasadas y de la permanente diversidad de opiniones. Aquí no hay bandos opuestos, ni adversarios políticos. Aquí somos incoloros. Tan difícil le sería a V. encontrar blancos o negros, como lo hubiera sido al mismo Justiniano encontrar verdes o azules. Si hoy votasen todos a Pedro, mañana unos votarían a Juan y otros a Diego, y adiós la perfecta armonía con que hasta ahora hemos vivido. Hay teorías que enseñan la conveniencia de los partidos; 

pera tan rudo como soy tengo para mí que donde no existen es muy inconveniente el crearlos. Por lo mismo bien ve V. que si para algo ha de servir mi influencia no será ciertamente para abrir una puerta, que cuando se quisiera no sería fácil tapiarla. 

- No me faltan argumentos para atacar esta tesis, pero veo que sería... 

- Tiempo perdido. 

- Así pues, siento mucho haber molestado a V., y en cuanto se le ofrezca ahí tiene V. mi nombre. Dijo el forastero, pronto a despedirse mientras sacaba de un precioso tarjetero una elegante cartulina. 

- No puedo corresponder del mismo modo; pero en Cañaverales cualquiera le dará razón de maese Julián el cestero. 

Vaya un filósofo rancio! decía entre dientes el que se marchaba. Y testarudo como él solo! Estos Catones de aldea que no han leído más que el Catón cristiano, viven persuadidos de que podrían tenérselas tiesas a los mismos siete sabios de Grecia. Venirme a mí con esos repulgos de empanada! A bien que si no tengo los diez votos tampoco los tendrá Parladér, y pata es la traviesa. 

De todos modos me sobran probabilidades para el triunfo. 

Y entretanto el que se quedaba prorrumpía en una exclamación de júbilo: No me ha conocido! Gracias, Dios mío. Y me ha dejado ese trozo de cartón como si de él necesitara para conocerle! No, no quiero recuerdos suyos. Sobrados tuve. - 

Y haciendo añicos la cartulina arrojaba sus menudísimos fragmentos por la ventana.- Y este hombre aspira a ser diputado? Dónde, dónde está eso que llaman el gusano de la conciencia? Vedle aquí, con su reputación sin mancilla. 

Y en efecto, unas relaciones adúlteras, un duelo a muerte, ¿qué son para el mundo? Él no habrá sido tránsfuga de su partido, ni defraudador de los caudales públicos, ni conspirador... descubierto, ni procesado criminalmente, y helo aquí con su vida pública intachable. Bella estatua de oro con los pies de barro... y cenagoso. Pero a mí qué me importa todo esto? Que sea diputado, que sea ministro con tal que no me robe a Marcelina. 

Y con la satisfacción de una medrosa joven que ve alejarse una tempestad de verano, oía decrecer el ruido de su coche partiendo a todo escape de Cañaverales. 


VI. 

El anterior soliloquio de maese Julián no tiene la amplitud y extensión que fuera menester para dar una cabal idea de todas las que en su cerebro se agitaban, de todos los afectos que en su pecho contendían. Por más que en su larga conversación con el candidato ministerial no se hubiese deslizado ni la menor alusión a remotos sucesos que parecían del todo olvidados, la sola presencia de aquel caballero bastó para que reverdecieran las dolorosas emociones que aquellos mismos sucesos habían producido. Así retoña a veces el árido tallo de un zarzal que se creía muerto, y se cubre y eriza de punzantes espinas merced a una lluvia inesperada. La imagen de lo pasado se levantaba en su imaginación con vigorosa tiranía, y para luchar con ella, para vencerla y sojuzgarla maese Julián pedía al cielo fortaleza, mientras recurría al trabajo material como a medio eficaz que le habían enseñado la razón y la experiencia. Sus cinco sentidos, por decirlo así, traía ocupados en dar la última mano al complicado arabesco que adornaba los bordes de la preciosa cuna, cuando con alterado rostro y presurosa planta penetró en la estancia el esposo de Marcelina. 

- Padre, ha sucedido una desgracia. El coche de aquel caballero ha volcado cerca de la encina quemada. Dicen que una rueda le ha cogido el muslo. 

- Justicia Divina! exclamó el cestero sorprendido y aterrado. 

- Le traen al pueblo, no sé si vivo o muerto. El tío Momia iba corriendo al Alcalde para ver a qué casa debían conducirle. 

- Aquí, aquí. A esta casa, exclamó el cestero con una voz de mando muy ajena de sus costumbres. Corre, vuela, que le traigan aquí. 

Y después de haber salido su yerno continuaba en voz alta, impelido por la viva excitación de sus generosos sentimientos: Me toca a mí. Fue mi enemigo, mi ofensor, mi verdugo, yo soy pues quien debe hospedarle. Yo! yo el único de este pueblo que tendría el derecho de aborrecerle. Los cristianos no tienen nunca este derecho. Oh! Jesús mío y Señor mío! Me habéis dado el precepto y el ejemplo, y si mi corazón se resiste le aplastaré como a un reptil inmundo. 

Marcelina. Marcelina. 

- Qué hay? padre. 

- Que dispongan una cama. La mía. Dormiré en el pajar si es necesario. Sacaras toallas y vendaje. Al caballero de esta tarde le ha sucedido una desgracia. Ponle sábanas limpias... las más finas. Que maten una gallina. La de la pluma blanca. 

- La que estaba reservada para mi parto? 

- Pues esta. Anda, hija, que otras quedan en el corral. Pon a calentar agua. Que llamen al médico. Y al sangrador también, porque será muy regular ordenarle una sangría. 

Por la relación del cochero no se pudo sacar bastante bien en limpio cómo y de qué manera había tenido lugar aquel fracaso. Lo cierto es que en la rápida pendiente de la encina quemada el coche estuvo a pique de volcar, y que 

D. Marcelino saltando por la portezuela se cayó de bruces, y tendido en el suelo una rueda le pasó por encima del muslo. Como había dado con la frente en una piedra, al verle sin sentido y bañado en sangre su criado y el cochero determinaron retroceder a Cañaverales por ser el pueblo inmediato. Vuelto en sí, y colocado en blando y curioso lecho, merced a los eficaces auxilios de la ciencia y al cuidadoso esmero de los que bajo su techo le acogían, pronto cedió la calentura, pronto se vio que el susto había sido más que el daño recibido, y a los tres días el enfermo se hallaba en estado de ponerse otra vez en camino. 

En este intermedio no le faltaron reiteradas visitas de toda clase de personas, y singularmente del escribano que se granjeó particulares simpatías por su carácter jovial, y por cierto resabios de la vida estudiantil mezclados con una reserva y probidad que a tiro de ballesta se le conocían. 

Maese Julián entretanto padecía más que el enfermo. Las gentes que se interponían relevábanle de la necesidad de entablar continuas y familiares conversaciones en que tal vez corriera peligro el incógnito que guardaba. Bendecía al cielo que no les dejaba a solas y frente a frente en el estrecho recinto que a los dos albergaba. Pero a pesar de esto y de sus minuciosas precauciones a cada paso estaba temiendo que una observación más detenida, un recuerdo vago, una frase escapada, un incidente cualquiera diese margen a un improviso reconocimiento. Qué complicaciones, qué disgustos no le traería el que cayese de su rostro la careta de maese Julián para dar lugar a las facciones verdaderas del ex-comandante Arratia? El reposo de su corazón, las dulzuras de su felicidad doméstica, las esperanzas de una vejez tranquila, ¿qué eran entonces sino un castillo de naipes expuesto al soplo de un niño? 

Menos probable era que llegase a descubrirse el otro secreto cuya revelación podía ser más trascendental y sus resultados sobremanera más dolorosos. Difícilmente adivinara D. Marcelino que aquella hermosa campesina fuese hija suya. Tal vez no se había cuidado nunca de saber si tal hija existía. ¿No iba a someter su cuello a la nupcial coyunda? La fuerza de la sangre es el asunto de una ingeniosa novela de Cervantes, que al fin y al cabo no es más que una novela. Los labios de maese Julián eran el candado que cerraba aquel secreto, y su voluntad la sola llave para abrirlo; pero en su delicada conciencia se levantaba un temeroso problema. ¿Érale lícito permanecer callado? ¿Podía abstenerse de devolver a su legítimo dueño un depósito que por sus inescrutables juicios la Providencia le había confiado? ¿Érale lícito impedir que brotase la llama de amor que en aquellos dos pechos había de encenderse? ¿Podía ver que respirasen un mismo ambiente, que se albergasen bajo un mismo techo, que se hablasen con la indiferencia de extraños, dos seres que había ligado la naturaleza con vínculo indisoluble, sin decirles él, él, poseedor único de este secreto: este es tu padre, esta es tu hija? Y si hablaba? No sería desgarrarse con sus propias uñas las telas del corazón? ¿No sería arrojar al viento la felicidad de Marcelina? ¿No sería exponerse a que el olvidadizo padre permaneciese más criminal y endurecido? 

Tales pensamientos le traían en continua agitación y zozobra. Retirábase a un cuartito donde pasaba largos ratos meditando y escribiendo, y como una vez entrase a verle su amigo el anciano párroco cerró por dentro, hízole sentar, y en voz baja y arrasados los ojos de lágrimas le dijo: 

- Ay padre, que yo también puedo decir: triste, triste y afligida está mi ánima, pero no se haga mi voluntad sino la del que domina en cielos y tierra. 

- Fortuna es, hijo mío, y no poca tener el corazón tan dispuesto y resignado. 

- V. no sabe, pero V. solo va a saberlo. Este caballero es D. Marcelino, el Marcelino que tan funestamente se atravesó en la historia de mi vida. Este es el padre, el padre verdadero de... de mi hija. 

- Providencia divina! Y qué vas a hacer ahora? 

- Me es lícito, puedo oponerme yo a que un padre reconozca y recobre a su hija? Si Dios me pide el sacrificio de Abraham (Abrahan en el original), he de responderle: no tengo fuerzas? Oh! más de diez y seis años de amor perdidos en un solo día! Interponer leguas y leguas para venir al punto de mi partida? Cambiar de ideas, de traje, de costumbres para ser al fin reconocido y descubierto! Oh! cómo la mano de Dios nos sorprende para destruir nuestros planes y combinaciones! Tan poco he padecido que no mereciese acabar tranquilamente mis días? 

- Vamos hijo, no te exaltes. Busquemos los consejos de la prudencia, que en estos casos es la primera de las virtudes. Dios te exige este sacrificio del corazón; pero tal vez no ha resuelto que materialmente lo lleves a cabo. Un ángel detuvo la cuchilla que amenazaba el cuello del niño Isaac. 

- No le daré luz completa; pero sí un rayo de ella por si quiere aprovecharla. V. ha de hacerme la merced de transcribir cuanto antes, hoy mismo, estas líneas que he borroneado en las dos hojas blancas de este libro. No quiero que conozca mi letra. 

Y le entregó el Camino del cielo que ya conocen nuestros lectores, y unas cuartillas manuscritas. 

- Quedarás servido. Antes de ponerme a rezar vísperas te lo devolverá el monaguillo. 

- Ahora, padre mío, me queda otra espina en el corazón. Es un deseo que me parecía imposible sentir, que tenazmente he combatido en estos dos días; pero que se sobrepone a mis esfuerzos con desusada vehemencia. No saber nada, absolutamente nada de aquella que un día me fue tan cara, que un día me hizo tan dichoso!

- Nunca me has dicho su nombre. 

- Por qué no la he completamente olvidado a ella y a su nombre? 

Eufemia Linares. Habrá muerto? Habrá descendido toda la escala de la degradación? Arrastrará una miserable existencia entre el cieno del vicio o entre el cieno de la indigencia? Porque este hombre de seguro la ha abandonado. 

Va a casarse. 

- Hijo, aparta esos pensamientos como si fueran sugestiones del espíritu maligno. No la abandonaste ya al cuidado de su ángel custodio? Mejor se vigila desde la atalaya del cielo que desde las honduras del triste valle que habitamos. 

No hables, no pronuncies este nombre. Se habrá arrepentido. Dios la habrá perdonado. No estás acaso convencido de su infinita bondad y misericordia? 

- Oh si yo lo supiera! Si yo lo supiera! 

Llevado de su impaciencia electoral D. Marcelino no podía resignarse a permanecer más tiempo inactivo, y metido en aquel pacífico recinto comparado por él a un rincón de Paraguay en tiempo de los jesuitas. Cada minuto se le antojaba un siglo. Quién sabe cuánto terreno adelantaban Parladér y sus amigos mientras él se estaba mano sobre mano?

Dispuesto a partir mandó aprontar el coche, y al salir de su habitación para despedirse encontró la familia reunida. Cabalmente se escapaba en aquel momento de los labios de su esposo el nombre de Marcelina. 

- Con que V. es mi tocaya? Me alegro infinito. Qué casualidad que a los dos nos pusieran el mismo nombre! 

- Sería que naceríamos en igual día, y nos pusieron bajo la protección del mismo santo. 

- Y es V. devota de S. Marcelino? 

- Como que es mi especial abogado, y debe ser mi ejemplar y modelo. 

- V. es de la misma opinión de aquel sargento miliciano que intrigaba para que le nombraran jefe de su compañía. 

- En qué diablos fundas tus pretensiones? le dijo el furriel: 

- Toma! me llamo Sebastián, y S. Sebastián era el comandante de los nacionales de Roma. 

- Bonito humor gastaban Diocleciano y Maximiano para echarla de reyes constitucionales, dijo sonriendo el cestero. 

- Pues yo no sé precisamente qué especie de santo era el nuestro, y ya se ve que para imitarle me falta saber al dedillo su género de vida. Se me figura que sería guardián de algún convento, y como yo no he tenido vocación de fraile... 

- San Marcelino, según dicen las historias, fue un Pontífice que tuvo la debilidad de ofrecer incienso a los ídolos; pero cuyo arrepentimiento le valió la corona del martirio, porque no hay debilidad ni crimen alguno de que no podamos arrepentirnos y quedar perdonados. 

- Yo, gracias a Dios, nada tengo de que arrepentirme. Se conoce, maese Julián, que V. ha leído más el Flos Sanctorum que los periódicos de Madrid. 

- Y no me va mal con la preferencia. 

- Sin embargo lo cortés no quita a lo valiente. El siglo marcha, y es preciso marchar con el siglo. 

- No diré que no... en ciertas cosas... Si en este pueblo, por ejemplo, hubiese habido una buena fonda, V. hubiera estado servido más a gusto, más bien regalado...

- (¡Qué demonios de semejanza tiene este nombre con Arratia! dijo para sí 

D. Marcelino habiendo visto de soslayo el rostro de maese Julián con su inseparable visera. Pero ni Arratia leía vidas de santos, ni tenía ese aire pacato, ni... Bah! Un oficial de ejército convertido en donado de monjas! Sería una metamorfosis que ni las de Ovidio.) Y cuántos años tiene su hija de V? 

- Veinte cumplidos. 

Calculó un momento y volvió a decirse entre dientes: No puede ser. No puede ser. Y se parecen como un huevo a otro! Y luego prosiguió en voz alta. 

- Lo que decía V. de la fonda no es lo que más a cuento viene, con perdón sea dicho. Hubiera hecho V. mejor en referirse a los caminos. La buena acogida que en esta casa he recibido quedará eternamente grabada en mi memoria. Quisiera manifestar todo mi agradecimiento; pero este ha sido uno de aquellos favores que no se pagan con dinero. Si al menos mi tocaya aceptase esta sortija? 

- La acepta, no por vía de retribución sino como recuerdo, dijo maese Julián; pero en cambio ha de aceptar V. algún regalillo nuestro. Tengo tan pocas cosas que ofrecerle que no desdeñará V. ese librito siquiera sea viejo y devoto. Cabalmente perteneció a una pobre mujer que tuvo la misma desgracia que V.; pero de mucho más fatales consecuencias. La rueda de una carreta le destrozó el cráneo. Hace esto más de diez y seis años, y con todo no extrañaría que pensando en ella V. llegase a llorarla. En las páginas blancas hay escritas algunas reflexiones mías. Si V. quiere arrancarlas...

- No, no. Las conservaré con mucho gusto. 

Y recibido y puesto el libro en la faldriquera concluyó la despedida.

Al poner el pie en el estribo del coche apareció el cura párroco con sus negras hopalandas, su sombrero de teja, el diurno bajo del brazo y una vieja caña de Indias en la mano. Si V. no llevaba prisa, dijo a D. Marcelino, el coche iría al paso y nosotros le seguiríamos a pie por un ratito. 

- V. me favorece demasiado. (Qué me querrá este santo varón?) 


VII. 

Tendida su resplandeciente cabellera descendía el sol con majestuosa lentitud, como si fuera a recostarse en la cresta de las azuladas sierras que a lo último del horizonte se distinguían. Inundaba el pintoresco valle esa tibia luz que no molesta los ojos, y excita como un vano deseo de que subsista largas horas sin creces ni menoscabo alguno. Pequeñas, entrecortadas y caprichosas nubecillas con aparente inmovilidad salpicaban un pedazo de cielo, pudiendo servir de objeto de comparación a las esparramadas casitas que asomaban sus blanqueados muros entre el frondoso verdor de aquellas colinas. El grato perfume de las plantas silvestres, y el no menos grato de la tierra removida por el arado, la pureza del ambiente, las continuas variaciones de la perspectiva, el blando rumor del riachuelo que serpenteaba a lo largo del camino, el incesante susurro de las cañas que se mezclaba a los agudos trinos de las avecillas como al balido de los corderillos el grave llamamiento de sus madres, todo esto constituía para nuestros caminantes el atractivo de su delicioso e higiénico paseo, a la par que el tema de sus triviales observaciones. Hallábanse ya a más de un buen tiro de piedra del pintoresco grupo de edificios que, rodeando la iglesia, casa de Ayuntamiento y rectoría, forma el núcleo de Cañaverales, cuando el anciano párroco parándose un momento, con una entonación dulce al mismo tiempo que solemne y resuelta, dijo a su compañero: 

- Sr. D. Marcelino, dispénseme V. si soy algo brusco. No poseo el arte de dar ciertos giros a las conversaciones hasta hacerlas recaer como por su propio peso en determinado punto. Me voy al blanco derecho como una saeta. Dígame V.: ¿doña Eufemia Linares, vive todavía, o ha muerto ya? 

Como si fuese un repentino trueno en atmósfera despejada, el estampido de estas palabras produjo en D. Marcelino tal sorpresa, que abrió desmesuradamente los ojos y brilló en ellos un relámpago sombrío; pero repuesto en seguida: 

- Me coge tan de improviso, dijo, esta pregunta, que no sé de qué manera contestarla. 

- No crea V. que me mueva una vana curiosidad, que tan impropia fuera de mi estado, ni que tenga el menor empeño de penetrar en los pliegues de la conciencia ajena. Mis deseos se limitan a la simple noticia de un hecho tan sencillo, tan público y notorio que bien puede estar al alcance de todo el mundo. 

- Apostaría cincuenta votos de los más seguros que tengo, a que no me hace V. esta pregunta por su propia cuenta. 

- Si V. busca evasivas encontrará más que yo persuasiones. En este caso no puedo hacer más que manifestarle mis sinceros deseos de que Dios le conceda un próspero viaje. 

- Deténgase V. un momento, y vaya otra pregunta a quemarropa. ¿Quién es ese maese Julián? 

- Un hombre de bien a carta cabal, que vivía de su oficio de cestero; pero que ahora no tiene necesidad de trabajar por ser el suegro de mi sobrino que está medianamente acomodado... 

La sencillez de esta contestación, y la naturalidad con que fue dada, desconcertaron a D. Marcelino, y alejaron de nuevo las sospechas que le habían acometido. 

- Pues señor, la persona de que V. me habla hace cosa de tres años que ha muerto.

- Dios la haya perdonado. Porque supongo... no es verdad?.. supongo... que moriría arrepentida. 

- Y qué interés le va a V. en ello? 

- ¿Por ventura no somos todos hermanos? Puede un cristiano dejar de interesarse por la suerte de un alma redimida con la sangre de Jesucristo? 

- (Bonitas frases para enjaretarlas en un manifiesto a los electores!) dijo para sí el candidato ministerial. Según tengo entendido llevaba una vida bastante ejemplar, retirada del mundo, entregada a la devoción y al trabajo, y murió recibidos todos los sacramentos. 

- Gracias. Me ha librado V. de un peso enorme. Es cuanto quería saber. Vea V. qué me manda, ya que en mi pobreza no puedo manifestarle mi agradecimiento sino acordándome de V. en mis oraciones. 

- Vamos, vamos. Padre cura, V. sabe más de lo que aparenta. Juguemos con las cartas descubiertas. A V. no se le ocultan los deslices de esta señora... ni tampoco los míos. 

- Yo no trato de sondear los escondrijos del corazón humano. Este es una caja cerrada en que no ponemos los ojos sino cuando su dueño nos la presenta abierta.

- Tampoco trato yo de confesarme... ahora. Voy a decir a V. dos palabras sobre el asunto, porque se me ha puesto en la cabeza que V. lo desea, y estoy seguro que se alegrará de saberlas. Podemos hablar a nuestras anchuras. Aquí no 

hay taquígrafos como en el Congreso, ni escuchas como en un locutorio de monjas. Estamos rodeados de cañas; pero no haya miedo que estas se vuelvan parlanchinas como las de la fábula de Midas. 

Y caminando los dos paso a paso D. Marcelino prosiguió: “Sea que ella me cegara a sabiendas con su deslumbradora hermosura, sea que yo la tentase por capricho con obsequios y galanterías, ello es que un día amanecimos perdidamente enamorados. De donde había partido la agresión no hay para qué indagarlo: por el resultado se vio que el otro no estuvo muy fuerte a la defensiva. Por de pronto nos entregamos a todos los devaneos del sentimiento, nos armamos del nivel y del compás para trazarnos la línea de los deberes, temerosos de acercárnosla demasiado: nos contentamos con parodiar a los amantes de novela, de ciertas novelas que cuantas más pretensiones tienen de platónicas tanto más tienen de inmorales. Pero jóvenes ambos, de robusta complexión y temperamento, sentíamos correr lava ardiente en nuestras venas, y la pasión venció a la metafísica.

V. no se escandalice, que así sucede en el mundo. Nuestro idealismo nos pareció insuficiente: era poca agua para la sed que nos enardecía. La fidelidad que debíamos, ella como esposa y yo como amigo, a su marido, no era ya para nosotros más que un obstáculo local, y tratamos de allanarlo. Yo debía embarcarme para América y resolvimos que ella se vendría conmigo. Allí podíamos realizar con toda holgura el sueño de perpetua felicidad que nos habíamos formado como todos los amantes habidos y por haber. Partimos en 

secreto de Valencia y llegamos a Barcelona para embarcarnos en seguida; pero un incidente vulgar retardó el cumplimiento de ese proyecto bastante bien combinado. Causas así pequeñas han hecho perder grandes batallas. Si nos embarcamos aquella noche, qué rumbo tan diferente hubiera tomado nuestra vida! El marido hubiera perdido la pista, y nuestro sueño de oro hubiera durado hasta que el tiempo desvaneciese por grados y sin violentas sacudidas nuestras 

novelescas ilusiones. Pero el nudo que debía desatarse naturalmente, fue cortado de un revés que yo no presumía. La mañana siguiente se me apareció como un fantasma el irritado marido, y las cosas tomaron más trágico aspecto. En ese laberinto no había más que una puerta y era preciso salir por ella. Lo que gimió, lo que padeció, los arrebatos de pasión, los ataques de nervios de aquella señora no hay para qué referirlos. Con lágrimas que me causaban celos rogó, insistió que no matara a mi rival, y se lo prometí a riesgo de quedarme en la estacada. 

El desafío tuvo el éxito que me había propuesto. Mi contendiente salió, no herido, pero sí muerto... de vergüenza. Volvime a la posada, y aquí fue Troya. Eufemia no estaba, había salido poco después de mí. Aguarda que te aguarda; luego, busca que te busca; y por fin, nada. Lo que pasé en estos dos días no hay pluma que lo describa. Tengo por cierto que sufría una calentura atroz. 

Me creía más vilmente engañado que el otro. Era una pena de talión insoportable. No me mire V. con ese aire asombrado, que así van las cosas, y este es el pan nuestro de cada día. De otro lado mis negocios no me permitían más dilaciones, y como de conjetura en conjetura vine a suponer que ella había vuelto a su marido, de reflexión en reflexión vine a deducir que esto era lo que más cuenta me tenía. Así pues me embarqué dejando en la posada el equipaje de Eufemia. 

Qué negras, qué solitarias me parecieron las olas del océano? Cuando después de dos años regresé a Barcelona ya no me parecían las mismas: y es que de la antigua llama ni cenizas habían quedado. No diré que tanta fuese la indiferencia, tanto el olvido que en el fondo de mi corazón no se encontrase un resto de curiosidad. En la posada me dijeron que aquella señora se había llevado su equipaje; pero a dónde? no pude descubrirlo. Transcurrido muchísimo tiempo, 

debí a una mera casualidad poder contestar ahora a la pregunta de V. y relatarle muy por encima el final de esta historia. Era un martes de carnaval, no digo bien, hacía ya cinco o seis horas que había entrado la cuaresma, y pasaba yo por una de las calles menos frecuentadas de Barcelona. De manos a boca me encontré con una joven sola, que apretaba el paso y llevaba el rostro medio cubierto con la mantilla. A pesar de esto la conocí, la llamé, no me contestó, volví a decirle: Eufemia! y parándose un momento me respondió: caballero, esta Eufemia a quien llamáis, hace años que ha muerto. - Déjate de frases, le repliqué, y a fuerza de instancias conseguí entablar una larga conversación. Al principio se me había ocurrido un mal juicio del cual me quedó una especie de remordimiento: porque en verdad la situación tenía algo de dramática siquiera por los accesorios. Yo salía del baile de máscaras, y ella iba a la misa primera, yo llevaba un dominó plegado encima del brazo, y ella revuelto un traje de merino obscuro poco a propósito para hacer resaltar su belleza. Verdad es que esta belleza era ya una mala copia del original primitivo. 

Por lo que ella me dijo supe que, al salir yo para el desafío, atormentada por la incertidumbre del éxito, por la gravedad de sus consecuencias, por la exacerbación misma de su pasión amorosa, salió también ella sin saber a dónde, y como encontrara al paso una iglesia, se entró en ella más que por un acto reflexivo por desesperación o por instinto. Deseosa de que nadie la viera, buscó un rincón oculto, se arrodilló tras de un confesonario, y suelta la rienda al llanto empezó a acumular oraciones sin tener puesto en claro ni lo que ella anhelaba, ni lo que a Dios pedía. Presa de las violentas y encontradas emociones de aquella crisis decisiva, pedía a Dios su muerte, pedía la mía, pedía la de su marido: quería todo lo que uno quiere cuando no sabe qué es lo que efectivamente desea. Y tales fueron sus sollozos, tan altas sus quejas y suspiros que un sacerdote, metido en el confesonario, no pudo menos de oírlos y de rogarla que se acercase a la rejilla. Tuvieron un largo coloquio cuyo resultado bien puede V. presumirlo. El sacerdote le recomendó decididamente que no volviese a la posada, que bajo ningún concepto permitiese que yo la viera, y se encargó de buscarla provisionalmente un asilo. Por ciertas frases que se le escaparon, comprendí que había vendido algunas alhajas para su subsistencia; pero de un alfiler de brillantes, que yo con cierta estratagema le había regalado, repartió el producto a los pobres. El fin de esta conversación fue decirme en tono resuelto que no tratase de averiguar su casa, que no me empeñase en verla ni hablarla otra vez, porque el menor paso la obligaría a mudar de barrio, o a salir de Barcelona, exponiéndose a perder los recursos con que contaba en su oficio de florista. Yo respeté su voluntad, pues aunque no me sentía con ánimos de imitar su conducta, no dejaba de conocer que era por muchos títulos respetable. 

Con esto he podido asegurar a V. que había llevado una vida ejemplar: en cuanto a su muerte basta decirle que muchos años después recibí un billetito que en sustancia decía: "Marcelino, estoy sacramentada: no sé dónde para mi marido, si tuvieses noticias suyas, hazle saber que me muero pidiéndole perdón." Fuime enseguida a verla: al penetrar en su calle me encontré con la Unción, y habiendo subido a un quinto piso la vi que había espirado. 

- Y cumplió V. su encargo para con el marido? preguntó el párroco con tal naturalidad de expresión que no se le podía descubrir ni el menor viso de afectada. 

- Pero señor, ¿cómo había de cumplirlo no sabiendo por dónde anda? Lo sabe V. por ventura? preguntó D. Marcelino con cierta intención que se revelaba en su acento. 

- Ni siquiera ha dicho V. como se llamaba. 

- Domingo Arratia, ex-comandante carlista. 

- No conozco a nadie que use este nombre, contestó el párroco valiéndose de una anfibología, que será tan a lo Escobar como se quiera, pero que en tales circunstancias no creemos censurable. 

En esto llegaban casi al barranco de la encina quemada, donde los dos se despidieron con tal apretón de manos que parecían los dos más amigos del mundo. 

El venerable anciano se volvió a su rectoría, y de paso entró a descansar un ratito en casa del cestero. El coche se dirigió a todo escape al pueblo de L*** situado cosa de tres leguas al sudoeste de Cañaverales. 

VIII. 


Más que taciturno y pensativo estuvo D. Marcelino durante su viaje, y sobraba para ello la multitud de recuerdos que su misma relación había evocado. 

Por otra parte, ¿quién era ese taimado Julián que le escamoteaba diez votos con sus viejos aforismos y rancias preocupaciones? ¿Era o no era Arratia? 

¿Le engañaban sus facciones o las respuestas del anciano sacerdote? 

¿Debía desconfiar de sus sentidos o del testimonio ajeno? Si era Arratia, ¿por qué le habló de una mujer que de ningún modo podía ser Eufemia? Si no lo era, ¿de dónde había venido el sacar a colación la historia de esta Eufemia ya tan olvidada? Si lo era, ¿qué papel tan ridículo habría representado él mismo en su casa? Si no lo era, ¿a qué importunarle con semejantes recuerdos? En esta confusión devanábase los sesos sin que en el flujo y reflujo de sus sospechas pudiese despejar la incógnita de este problema. 

De tales pensamientos le distrajeron at llegar a L*** sus negocios electorales. Los vestigios del joven entregado a los impulsos de las pasiones y a las liviandades del siglo se fueron borrando insensiblemente, y pronto el candidato ministerial reapareció con toda su actividad y energía. En L*** estaba acampado el más temible cuerpo del ejército enemigo. 

Parladér gozaba allí de gran prestigio entre sus vecinos. L*** era su principal reducto, su fortaleza inexpugnable, y eran necesarias minas y contraminas para apoderarse de ella. El Alcalde se metió en cama, se vendó una mano, y se hizo plantar unos sinapismos sin mostaza tan pronto como supo la llegada de D. Marcelino, que pasó aquella noche y la mañana del siguiente día a vueltas con la lista electoral, y en secretas confabulaciones con sus amigos. 

Promediaba ya la tarde cuando casualmente puso los ojos en el libro que le había dado el cestero: elegante encuadernación! se dijo, y abriéndolo vio las dos hojas que precedían a la portada escritas de mano, y de letra muy metida que revelaba el esfuerzo de aprovechar todo lo posible sus cuatro carillas. Empezó a recorrerlas por mera curiosidad; pero a medida que iba leyendo lo hacía con más lentitud, y con la atención más fuertemente cautivada. El manuscrito decía así:  "Quién hay que abriendo un libro de saludable doctrina se pregunte: 

¿De qué manos ha venido a parar en las mías? ¿Dónde están ahora los que un tiempo lo leyeron? ¿Qué fruto de su lectura sacaron? 

Oh! mi hermosa, mi querida Marcelina, en quien corre la sangre de mi corazón ya que no la de mis venas! este libro te enseña con las máximas que contiene y con los recuerdos que suscita. 

Es tu camino, tu luz, tu guía. 

Fue mi pobre dádiva en el día de tus bodas y de tu contentamiento: será un talismán poderoso si llega el día del dolor y del infortunio. 

Te lo regalé, y nunca ha sido mío: te lo regalé, y antes ya era tuyo: porque él es la única herencia que de tu madre has recogido. 

¿Dónde está ahora tu madre? Nada supiste de ella sino que se llamaba Pepa. Pepa! nombre tan común y repetido que millares de mujeres lo llevan igualmente. 

El sol que iluminó sus ojos primero que los tuyos, ilumina también primero que las nuestras las montañas en que ella tuvo su cuna. 

¿Dónde está ahora? Tu corazón te dice que en el cielo, porque si débil y flaca cedió a las sugestiones de un rico mancebo, sola y desamparada aprendió en este libro la resignación y el arrepentimiento. 

Qué bien dice este libro: Te asaltará la muerte cuando menos lo pienses, 

¿Cómo podía prever ella el desastrado fin que tuvo? 

La Providencia me condujo allí. Me condujo a mí, errante peregrino, para que te velase y guardase, tesoro mío. Bendita sea la Providencia divina. 

Tú recompensaste con la pureza y ternura de tu cariño la vehemencia del amor que sobre ti he derramado. 

Si tu padre hubiese leído este libro de seguro no te hubiera abandonado aun ántes que vieses la luz del día. Tu padre no te ha dado más que el ser. 

Oh Marcelina! no tienes de él más que el nombre; pero el amor que te debía yo te lo he dado con usura. 

No conoces sus facciones ni él las tuyas. Si le hablases te respondería como a la hija de un extraño. Surcaba las olas del océano cuando diste tu primer latido en el seno de tu madre. 

Mas no te enojes contra él ni le maldigas, porque este libro enseña a perdonar todos los agravios. 

Enseña las doctrinas del divino maestro. Quien no perdona no puede ser su discípulo. 

Tu padre nadaba sin duda entre el oro y los placeres, y tú pobre y laboriosa como la hija de un cestero; mas este libro encierra amenazas para los que se deleitan y ríen, y esperanzas para los que sufren y lloran. 

Porque viene la muerte y trueca los papeles. 

Si las verdades de este libro no fueran más que sueños de la fantasía, ¡qué decepción tan amarga para los atribulados y menesterosos! ¡Qué sangrienta burla de los que siguen la senda espinosa de la virtud! ¡Qué cruel sarcasmo del Autor supremo para con la mejor parte de sus criaturas! 

Si la realidad existe únicamente en los bienes del mundo, ¿dónde está la justicia divina que a unos concede bienes positivos, y a otros les deja solamente los imaginarios? 

Pero la muerte descorrerá la cortina a las verdades que los incrédulos niegan, y deshará como el humo las mentiras de que los mundanos se apasionan. 

Oh! muerte! oh! gran reparadora de las injusticias del mundo! 

Nunca pienses en ella, amor mío, sin profundizar más allá del sepulcro, porque allí están ocultas la esperanza y el consuelo. 

Qué poco aman a sus semejantes los que se empeñan en ahuyentar el pensamiento de la muerte! Se empeñan en quitar al mal su freno y al bien sus espuelas. 

Como si la muerte no se atreviera a llamar con su guadaña a las puertas sin haber pasado antes uno y otro recado!" 

Sin duda por falta de papel terminaba aquí la serie de reflexiones morales; pero bastaron estas para hacer profunda mella en el corazón de D. Marcelino. Meditabundo el rostro y conmovido el pecho, con el codo apoyado en la mesa, y la frente en la palma de la mano: Con que tengo una hija! exclamó, una hija que se me viene como llovida del cielo! Porque esto está escrito para mí. Tan cierto que es para mí, como que lo fue para Baltasar aquella misteriosa inscripción. 

Y esta letra no es de Arratia. Qué diablos de castillo encantado será esta casa? Marcelina! Bien veo ahora por qué lleva mi nombre. Y yo tan distante de caer en ello! Y a fé que tiene un rostro de ángel. Cómo no había de tenerlo? Su madre era tan hermosa! Pobre Pepita! pobre ídolo de un día! con qué ingratitud he pagado tu abnegación y ternura! Ahora recuerdo que me escribiste tus sospechas, y yo, bárbaro! me figuré que no pasaría de aprehensiones tuyas, si no es que lo atribuyese a mujeriles artimañas. Tenía entonces tan mal corazón! cegábanme tanto las pasiones de la juventud! Pobre víctima mía, qué muerte tan horrorosa te ha cabido! Y yo que estuve a dos dedos de tenerla igual! 

No, no. Es necesario reparar el mal que he hecho, sino ¿cómo pudiera fijar mis ojos en el fondo de mi corazón, sin sentir una repugnancia, un asco invencible? El ejemplo de Eufemia no me bastó para torcer el curso de mis ideas; pero ahora... ello es claro, si no hay justicia en este mundo es preciso que la haya en el otro. 

Y levantándose bruscamente llamó a su criado: pronto, búscame un caballo de silla a cualquier precio: que enganchen el coche, y te vas con él a Cañaverales. Listo, listo. 

Púsose entonces a medir el salón del uno al otro extremo con largos y precipitados pasos, que interrumpidos por desiguales pausas revelaban su creciente agitación y la lucha de sus encontrados afectos. 

- Voy allá, se decía, voy allá; pero, a qué? A ver a Marcelina, a ver a mi hija, a darle un estrecho abrazo, a imprimir en sus frescas mejillas un tierno beso, a postrarme a sus pies y pedirle perdón de rodillas. Y qué lograré con esto? 

Llevar allí la perturbación y el desasosiego. No he visto, no he respirado yo mismo el ambiente de felicidad que la rodea? Sería ella más dichosa conmigo que con ese hombre que tanto la idolatra? ¿He de ir allá a taladrar el corazón de este filósofo misterioso, de moral austera y semblante risueño? Si es Arratia, ¿cómo he de tener cara de presentarme delante de él? Si no lo es, ¿cómo he 

de pagarle con un profundo pesar el vehemente amor con que ha suplido la falta dal mío? Y por otra parte, si la ilegitimidad del nacimiento de Marcelina es un secreto, ¿para qué divulgarlo? ¿Para qué causarle este perjuicio? Y además, ¿cómo decir a aquellos honrados y sencillos campesinos: aquí tenéis a un padre criminal y desnaturalizado, y este, este es el que aspira a representar vuestro distrito? Esto es algo duro. Yo! que me creía poder desafiar a la envidia y a la maledicencia, yo! que me tenía por intachable... Oh! reputaciones del mundo, si los hombres viesen los corazones así como ven los semblantes! Pero, quedarme aquí, permanecer indeciso, hacerme el desentendido...? esto, nunca. Fuera la mayor villanía. No, no. Partir y discurrir. Voy allá, y será lo que Dios quiera. 

Tenía ya el pie en el estribo cuando se le acercó uno de sus emisarios y le dijo: 

- Es preciso que se aviste V. con aquel sujeto que vino ayer noche. 

- Marcho ahora mismo a Cañaverales. 

- Y volverá V...? 

- No sé cuando. 

- Suspéndalo V. siquiera por diez minutos. 

- No es posible. 

- Se trata de cinco votos. 

- Ni que se tratara de cincuenta. 

- Mire V. que se le escaparán. 

- Que se escapen. 

- Votarán a Parladér. 

- Más que voten al Gran turco. 

Y metió las espuelas.

- Este hombre está loco, o ha perdido las esperanzas de triunfar de su adversario, dijo para su capote el mensajero. En sabiéndolo el alcalde a buen seguro que dirá: al enemigo que huye puente de plata. 

Y sin embargo el alcalde, habiéndolo consultado con la almohada, pensaba volver casaca y hacerse ministerial a posteriori si la balanza electoral se inclinaba a favor del candidato fugitivo. 


IX. 

Una faja blanquecina flotando sobre las verdes copas de los árboles, y creciendo por un lado a medida que por el opuesto se desvanecía, indicaba con su movimiento el de un caballo que hendía el espacio como si tomase por hipódromo el cerro de la encina quemada. Su rápido galope correspondía al vivo afán del que lo montaba, quien por la pedregosa cuesta se hallaba tan lejos de temer peligro alguno que hasta parecía olvidarse de haberlo allí corrido. Verdad 

es que daba pruebas de ser tan buen jinete como las había dado en otras ocasiones de ser excelente marino. Y eso que mal podían entonces fijar su atención las asperezas materiales del camino, absorbiéndola por completo las críticas circunstancias de la situación morar que atravesaba. Dentro de poco llegaría el momento de obrar, y aún no había adoptado una resolución definitiva. Su corazón era una especie de palenque donde luchaban encontrados afectos, y su cabeza un hervidero de ideas que recíprocamente se estorbaban y combatían, sin que ninguna se levantase con bastante energía para avasallar a las demás y someterlas a su absoluto predominio. Así marchaba como a  ventura, sin haberse formado un plan de conducta, sin haberse puesto de acuerdo consigo mismo. Esta indecisión le acongojaba; pero sentíase con valor bastante para reprimir sus instintos egoístas, sentíase con el corazón dispuesto al sacrificio y contaba con el acierto de sus primeros impulsos. Íntimamente convencido de que iba a ejecutar una buena acción, aunque no supiese precisamente en que esta consistiría, confiaba en que una feliz inspiración se la dictaría en el momento oportuno. De esta suerte, sin interrumpir el curso de los debates que en su interior ocurrían, llegó a Cañaverales antes que el sol ocultara sus últimos resplandores, y apeándose en cata del escribano, después de un cordial saludo le dijo: 

- Trata V. mucho a maese Julián?

- Como a mi mejor amigo. 

- Desde cuándo?, 

- Desde que vino a este pueblo. 

- Y hará esto? 

- De catorce a quince años. 

- Y venía...? 

- De un pueblo de Castilla. 

- Y por qué esta mudanza? 

- Allí le producía poco su oficio de cestero. 

- Al establecerse aquí supongo que sería casado. 

- Viudo. 

- Y su mujer se llamaba...?         

- Nunca se me ha ocurrido preguntárselo. 

- Ha sido militar? 

- Me parece que no. 

Nunca habla de guerra? 

- Nunca. 

- Ni de política? 

- Jamás. 

- Cuántos hijos ha tenido? 

- Solamente a Marcelina. 

- Y la quiere mucho? 

- Qué es querer? La adora, la idolatra. 

- Y ella? 

- Es un modelo de hijas. 

- De modo que si una desgracia les separase... 

- Causaría la muerte de entrambos. 

- Tan unidos, tan contentos viven? 

- Su casa es un paraíso terrenal, menos la serpiente. Y digo, ahora que les ha nacido un niño! 

- Ya? 

- Marcelina ha dado a luz esta mañana un hijo, y esta noche ha de celebrarse el bautizo. Habrá jaleo y broma larga. Si en aquella casa pudieran volverse locos, dijera que lo están de alegría. 

- Y sabe V. quién ha de ser el padrino?

- Cómo falla el paterno corresponde a su abuelo materno maese Julián Ramírez. ¿Pretende V. anegarme en este diluvio de preguntas? Vaya un interrogatorio en debida forma! V. me ha hecho el viceversa de los escribanos. 

- Eureka! exclamó D. Marcelino dándose una ligera palmada en la frente. 

- No comprendo... murmuró su interlocutor clavando en él los ojos con cierta extrañeza. 

- Estaba pensando en Arquímedes cuando salió desnudo del baño por haber encontrado la solución de un problema. 

- Menos lo comprendo ahora.

- Me hace V. el favor de un pliego de papel y tintero? 

- Va V. a plantear una cuestión algebraica con sus rayas y crucecitas? 

- Voy a servirme del ministerio de V. y a suplicarle que extienda un documento que me interesa. 

- Aquí tiene V. recado de escribir. 

Sentóse D. Marcelino a la mesa, cogió la pluma, y escribió unas cuantas líneas; pero luego como si de golpe descubriera un resquicio de luz, o le quedase por hacer la última tentativa, alzó la cabeza, y encarándose con el escribano le interpeló con ese ex-abrupto. 

- Va V. a misa mayor todos los domingos? 

- Y fiestas de guardar. Es preciso desconocer las costumbres de este pueblo para hacer semejante pregunta. 

- Estaría V. cuando desde el púlpito se anunció el matrimonio de Marcelina. 

- Se le dispensaron las amonestaciones. 

- Y eso? 

- Nuestro párroco ha sido condiscípulo del Provisor eclesiástico, que quiso manifestarle su amistad con este obsequio a su sobrino. 

Está visto, díjose entre dientes D. Marcelino al tiempo de inclinarse de nuevo sobre la mesa. Me tiene cogidas las vueltas. Pues bien, quédense las cosas así como se están, bajo ese velo ni del todo tupido, ni del todo trasparente. 

Respetemos los designios de la Providencia y cumplamos como hombres de corazón. 

Al cabo de un rato dijo al escribano: tome V. esos apuntes, y arréglelos con todas las cláusulas y requisitos legales. Dentro de dos horas pasaré por aquí a poner mi firma. Hasta la vista. 

Con un semblante en que las sonrisas disfrazaban las vivas emociones de su pecho entró sin previo anuncio en casa del cestero, y el tierno alborozo que se pintaba con subidos colores en el rostro del buen anciano se convirtió de repente en la más profunda consternación y agonía. Pálido como la cera sentía un frío glacial discurrir por todos sus miembros, creyendo llegada la hora suprema, la hora del tremendo sacrificio. Hoy! cabalmente hoy! fue por decirlo así la fórmula que tomaron para juntarse, fundirse, y aglomerarse todos los recelos, dolores y afectos de su corazón. Y en efecto, era un vivísimo contraste el que en su imaginación se dibujaba. Jesús mío! exclamó en su interior, ya puedo decir como vos Consumatum est. 

- A que no acierta V. para qué vuelvo? díjole don Marcelino al tiempo de apretarle fuertemente las manos. 

- Para... para... 

- Ser el padrino del nieto de V., añadió recalcándose en las últimas palabras. 

- Pero, esta postrera satisfacción que yo... 

- Me niega V. su voto? A bien que esta vez no podrá V. decir que no lo tenga. 

- Tanta honra... 

- La reclamo. 

Y como bullese la casa con las amigas de Marcelina y los parientes de su esposo, al oír el ruido del coche exclamó: Ahí está ya el carruaje para la comadre y la madrina. Vamos, vamos a la iglesia. 

Inundábanla como un torrente las armónicas modulaciones del órgano que había dado suelta a su más estrepitosa trompetería. En torno de la pila bautismal se apiñaba el concurso, y la satisfacción y el júbilo hallábanse pintados en todos los semblantes, si descontamos el de maese Julián, quien se había dirigido allí con menos aliento que en otro tiempo al fatal precipicio. Estaba pálido como la muerte. Cuando el anciano párroco preguntó qué nombre había de imponerse a la criatura: Juan, respondió la comadre, por ser este el nombre del abuelo paterno; pero el padrino saltó inmediatamente. Perdone V. Si hay más Juanes en el mundo que orugas! Domingo, que es nombre de santo español, y castellano. Domingo ha de llamarse. Parados quedaron todos por un momento: el esposo de Marcelina iba a manifestar su oposición y sus derechos de padre; pero se detuvo en seguida al ver que su suegro cerraba los ojos e inclinaba la cabeza en señal de asentimiento. El niño quedó bautizado con el nombre de Domingo

De regreso cuidó el padrino de no acercarse al cestero, mezclándose con los concurrentes, haciéndoles reír con chistes más o menos traídos por los cabellos, y repartiendo a las jóvenes galanterías, y a los chiquillos monedas y dulces de que estaba largamente provisto. Mostrábase como un tipo de padrinos que dejaba atónito a Cañaverales. Había besado tantas veces a la tierna criatura! 

De repente cogió la delantera, entró en la casa y corriendo a la alcoba de la parida, le dio el parabién con la fórmula más trivial y concisa que pudo. 

Temblábale la voz, y parecía más cortado y vergonzoso que un novicio, cuando la frialdad de esta felicitación reventó de un modo tan enérgico e impensado como ajeno a las costumbres de Cañaverales. Inclinado sobre el lecho, el padrino abrió los brazos y estrechó en ellos a Marcelina, dándole sin proferir palabra alguna un intenso, dulcísimo y prolongado beso, como si con él quisiera transfundir su alma en el objeto de sus afectuosas demostraciones. Sorprendióle el marido a quien parecieron algo excesivas semejantes libertades, y como esto se le conociese en el semblante el suegro le contuvo tirándole del brazo. 

Un raudal de lágrimas había surcado las mejillas de don Marcelino; pero de ellas ya no existía rastro alguno, y sí en su lugar una sonrisa, que era tan franca y sincera como si cada frase de las que profería le hubiese dado antes de salir del pecho una mordedura en el corazón: Señores, decía fuera ya de la alcoba, mis asuntos me llaman a otra parte. No puedo detenerme ni un solo momento. Parladér es un nigromántico que ya, ya. Tiene un diablo en cada dedo, y es menester no perderle de vista. El bien de la patria nos trae hechos unos azacanes. Beatus ille qui procul negotiis; pero también hay aquello de sunt quos curriculo pulverem olimpicum. Yo soy así. Este es mi flaco, qué quieren Vds.? 

No me faltarán votos. En cuanto a los de este pueblo... no tocarlo. Bien se está San Pedro en Roma. Así mismo saldré diputado. Así mismo se hará el puente. Toda mi vida me acordaré de la encina quemada; pero, maese Julián, lo que es casarme, esto es harina de otro costal. Lo he pensado mejor. Casualmente me he mirado en el espejo, y paréceme haber visto ya tres canas. Bah! Duro está el alcácer para pitos. Me quedo solterón por si algún día me viene la idea de meterme fraile. Entre tanto, instituyo y nombro mi heredero universal a Dominguito, a mi ahijado, a su nieto de usted. Ahí está en casa del escribano mi testamento. Con que, adiós maese Julián, salud, alegría y amistad eterna. 

El ex-cestero sintiendo renacer en su pecho y desbordarse una alegría, más viva, más intensa, más copiosa, por decirlo así, de lo que en su ámbito cabía, corrió a su cuartito, y postrado al pie del pequeño crucifijo pendiente a la cabecera del lecho, exclamaba: 

Oh mi Camino del cielo! Y qué bien anda, Señor, el que anda por vuestros caminos! 

XIV. MORIR SONRIENDO.

XIV. 

MORIR SONRIENDO. 

I. 

Cuidado que es mucha serenidad y sangre fría!

- Hombres de ese temple se echan al suelo bajo una lluvia de balas, y se duermen como si se acostaran en un lecho de flores. 

- He visto batirse y me he batido también. Trances ocurren en la guerra que hacen erizar los cabellos de espanto, y es menester presenciarlos para comprender bien toda la energía de que es susceptible el corazón humano. De camaradas, y aun de enemigos, pudiera referir no pocos de estos lances; pero, francamente, el de hoy es cosa que me deja aturdido.

- Y cree V. que nosotros los marinos, añadió un tercero, en punto a valor tenemos que ceder la palma a los militares? En esas luchas a brazo partido con los elementos desencadenados las situaciones críticas no son menos frecuentes ni menos espantosas. 

- Sin embargo, replicó el primero, una cosa es hallarse de improviso cara a cara con el espectro de la muerte, otra evocarlo tranquilamente, como hacían con los diablos los nigrománticos de la edad media. 

- Resignarse a morir dentro de pocos momentos es lo que repugna, contestó el marino; pero hecho este supremo esfuerzo que la muerte sobrevenga o no, eso no quita. 

- Sí quita. Por grande que sea la inminencia del peligro siempre queda un resquicio a la esperanza, y no es lo mismo pugnar en valde para abrir una puerta que cerrarla con mano firme a todas las eventualidades de salvación. 

- Tener aliento para comer y beber, dijo el militar, viendo sobre su cabeza la espada de Damocles pendiente de un hilo, prueba es de gran corazón; pero irse a sentar a la mesa sabiendo de fijo que el hilo ha de romperse...? 

En esta conversación que tenían de sobremesa unos cuantos amigos; ¿cuál era el asunto de que se trataba? Quién el héroe sobre cuyas últimas proezas recaía su conversación? Triste es confesarlo, un suicida. 

La capa del mundo es aun más holgada que el manto de la caridad, pues basta aquella para abrigar al pecado si este solamente al pecador. El mundo, que ha canonizado ciertos errores y flaquezas, no puede ser sobrado rigorista con las demás, y no es extraño que encuentre sofísticas escusas para ciertos crímenes el que otros crímenes abiertamente patrocina. En el código de su moral faltan no pocos artículos, y esta omisión no se limita a culpas leves, a debilidades de menor cuantía. Juez ridículamente severo contra faltas que no llegan a veniales, debía mostrar la antítesis de su carácter absolviendo monstruosas aberraciones, que cuando no las absuelve las disculpa, y cuando a disculparlas del todo no se atreve, busca en sus condiciones y circunstancias algo que ceñir de una aureola resplandeciente. 

El suicidio de los dementes no es el que inspira a los dramaturgos, ni el que ofrece trágicas situaciones a los novelistas. Ante ese deplorable resultado de una enfermedad cerebral el mundo pasa de largo con ojos más o menos enjutos, apartándolos de un espectáculo que le repugna sin interesarle. Pero así como los frenéticos más furiosos en sus lúcidos intervalos usan el lenguaje y las acciones de los cuerdos, sin que por esto merezcan llamarse tales, así tampoco se puede recurrir siempre a la demencia para atenuar el horror de un acto, que debiera ser propio y exclusivo de la enajenación mental llevada a su último extremo. La filosofía pagana y la moderna paganizada han hecho la apología del suicidio premeditado, y los que a tales conclusiones no llegan se contentan admirando la serenidad en los preliminares, la fuerza de voluntad con que se prosigue, la sangre fría con que se consuma a veces tan horrible atentado. 

Esta fatal admiración, que ocupa el lugar debido al público anatema, es una especie de perdón que se arroja allí donde tal vez no cabe el de un Dios infinitamente misericordioso. 

Por otra parte el periodismo se empeña en servir de lazarillo a los delegados del Gobierno para formar la estadística criminal de las naciones. Ninguno de estos dolorosos acaecimientos se escapa a su olfato de sabueso, ninguno se substrae a la publicidad de su registro, y sólo Dios puede conocer el grado de complicidad del periodismo en esta serie de catástrofes, borrón asqueroso de la civilización moderna. La ciencia no ha desdeñado este problema; pero a pesar de las observaciones de la ciencia y de la historia, se continúa tomando nota de los suicidios que ocurren, refiriéndolos con sus pelos y señales, divulgándolos a son de trompeta, y acostumbrando los ánimos a tan mal género de impresiones. Así tal vez se ven secundadas las criminales aspiraciones de esos nuevos Eróstratos, cansados de luchar con sus indomables pasiones o con su adversa fortuna. Resueltos a poner término a sus días de una manera violenta, saborean de antemano el efecto que ha de producir su horrible atentado, meditan el plan como si tuvieran que componer un drama, lo rodean de circunstancias teatrales, escriben su última carta, nuevo linaje de manifiestos, y saben que a la mañana siguiente su nombre andará en lenguas, su valor será reputado a toda prueba, su desesperación les conquistará la fama de un día. Fama de un día, sí; ¿pero acaso es mucho más duradera la que obtienen hechos de suyo plausibles y gloriosos? 

Y esto era cabalmente lo que había sucedido. 

Asombro de unos, escándalo de otros, y sorpresa para todos fue aquella mañana la noticia de haberse suicidado uno de los jóvenes más elegantes y bienquistos de la sociedad barcelonesa. Pasaba apenas de los treinta años, y por cierto que a los ojos del mundo no podía contarse en el número de sus desheredados. Aquellos para quienes vivir es sinónimo de gozar, bien persuadidos estaban de que le había tocado uno de los mejores asientos en el banquete de la vida. Escasas ocupaciones interrumpían su cadena de placeres; su jovialidad y su facundia le distinguían en las reuniones de amigos, y en las que intervenía el otro sexo llevábase no solamente los ojos de jovencillas inexpertas, sino que se fijaban en él con peligrosa complacencia los de aquellas mujeres, que creyéndose fuertes y jactándose de virtuosas, gustan sin embargo de acercarse al borde y echar una furtiva mirada a los abismos del vicio. Quién se hubiera atrevido a decir que tal vez merecería de lástima lo que se le tenía de envidia? 

La víspera se le había visto en el café charlar y bromear con los concurrentes, después aplaudir en el teatro a una bailarina, más tarde obsequiar indistintamente a varias señoritas en un sarao, y concluido este, con su mismo traje de baile, sin que le temblara el pulso, sin una ligera incorrección, sin una falta de ortografía escribió su postrimera carta dirigida a un amigo. 

De esta carta, a cuya tinta, fresca aún, se mezcló la sangre de su autor, circulaban copias que se robaban de las manos, se leían con avidez y se comentaban de mil maneras; pero ni el más paciente descifrador de jeroglíficos, ni el más hábil intérprete de textos oscuros hubieran podido sacar en limpio la causa ocasional de tan horrible suceso. Todas sus conjeturas tendrían de aventurado todo lo que tuvieran de ingenioso. El desgraciado joven se había reservado la originalidad de no hacer al público partícipe de sus secretos. Pudiera decirse que le embromaba desde la huesa. Su carta, especie de capitulo humorístico de unas memorias de ultratumba, picaba la curiosidad y al mismo tiempo la desorientaba; allí un pensamiento delicado se codeaba con un feroz sarcasmo, una frase sentimental se entrelazaba al chiste más imprevisto, y todo con tanta naturalidad, con tal carencia de afectación que por ninguna parte podía rastrearse la huella de un espíritu preocupado y sombrío. Decía en un paréntesis: “son las tres y catorce minutos: principio un rico habano, espoleta de nueva invención, puesto que al concluirse estallará mi cabeza como una bomba." Y en efecto, cuando al ruido del tiro acudieron los vecinos y le encontraron cadáver con el cráneo destrozado, su reloj de oro no señalaba todavía las cuatro, y la punta de su cigarro ardía en el suelo. 

Proseguía la conversación de sobremesa cuando un joven abogado de Gerona que había guardado silencio, dijo: esto es morir con la sonrisa en los labios, dicen ustedes, no me opongo. Yo no trataré de investigar si este fenómeno moral proviene de una excitación nerviosa, ni si es afectada o sardónica la tal sonrisa. 

- De todos modos es prueba de una carencia absoluta de miedo a la muerte. 

- Pero no prueba que esta falta de miedo a la muerte no sea por sobra de miedo a otra cosa peor. 

- Peor? 

- Sí; la grandeza de los males de la tierra depende mucho de la imaginación. Esta, que no la razón, es quien suele medirlos. Sócrates forzado a beber la cicuta manifestó que no temía a la muerte; pero al dársela Catón, ¿quién asegura que no fuese por un miedo cerval a la humillación de su derrota, a la pérdida de su prestigio, al sonrojo de ver triunfantes a sus enemigos? 

Quién asegura que no le amilanase, más que la guadaña de la muerte, la mirada de César? 

- No, su amor a la patria, su apasionamiento a las formas republicanas... 

- Pamplinas! Qué ganaban la patria ni la república perdiendo una espada que en casos dados pudiera aun servir para defenderlas? 

- Pero, le parece a V. que un cobarde tendría ánimo para hincarse un puñal en el pecho? 

- Y les parece a ustedes que es para cacareado el valor de arrostrar la muerte cuando no se tiene el de arrostrar el sufrimiento? Ustedes hablan del desprendimiento de la vida como de un heroico despilfarro; pero convendría saber qué concepto han formado de su propia vida los que atentan contra ella, cómo la definen? cómo la juzgan? cuáles son sus verdaderas apreciaciones? 

Si tantos poetas no mintiesen nada tuviera de extraño que se suicidaran. Algún filósofo, o mejor sofista, se ha valido de una comparación que no sé si es muy propia: quitarse la vida es desnudarse de un vestido: pues díganme ustedes, ¿tendrían por muy generoso a un caballero que diese a un pobre su gabán estrecho, raído, incómodo, de un color y de un corte que ya no fuesen de moda? No se maravillarían ustedes con más razón de una señorita que vestida ya de baile obedeciera sonriendo a su madre al decirle esta: Mira, niña, la vecinita de enfrente no tiene traje para presentarse en el baile, dale el tuyo, y quédate en casa? 

- No hay señorita alguna capaz de tanta resignación y desprendimiento.

- No? pues escuchen ustedes una sencilla historia en que por desgracia o por fortuna he tenido alguna parte. 

- Cuente, cuente V. don Narciso. 

- La contaré, pero a mi manera, dejándome llevar de mis inspiraciones, y dándole un colorido en armonía con mis ideas y sentimientos. 

- Es muy justo. Escuchamos con religiosa atención. 

- Mil gracias. 

Bebióse D. Narciso un vaso de agua, pasóse el pañuelo por los ojos como si tratase de enjugar una lágrima oculta, y continuó poco más o menos en los términos siguientes. 


II. 


Que una pequeña circunstancia influya mucho en los destinos y vida de las naciones, punto es en que no conviene la filosofía moderna. Haciéndolo depender todo de un conjunto de graves causas existentes en épocas determinadas, ninguna fuerza da a tal o cual menudo hecho que pudiera haber servido de obstáculo a su desarrollo. Como si el quitar o añadir una incógnita de valor insignificante no trastornase enteramente el más complicado problema! Sea empero de esto lo que fuere, ello es que en cuanto al destino de los individuos tenemos sobra de ejemplos para desconocer que la Providencia se vale de los más vulgares incidentes para llevar a cabo sus designios. Paréceme a mí que ni tendría ahora la mujer que tengo, ni tampoco llevaría la vida que llevo si por una pamplina, que ya no recuerdo, no me hubiese disgustado con mi patrona cuando estudiaba leyes en esta Universidad. Si no me hubiese puesto la ensalada cruda, o mullido poco la cama o dejado sin agua la jofaina quizás me hubiera entregado a la política, y quizás a estas horas sería un potentado... o un perdido. Pero me incomodé por alguna fruslería de estas, y después de cinco años cambié de habitación, tomándola en una calle de las menos concurridas. 

Desde el balcón de mi tercer piso descubrí el fronterizo de unos entresuelos, y al través de sus cortinillas de muselina una cabeza de mujer tan perfectamente modelada que empecé a desperdiciar horas y más horas en contemplarla. Centinela perdurable, tan sólo para lograr un momento en que pudiera ver su rostro a todo mi sabor, qué de planes de conquista, qué de ensayos pantomímicos, qué de combinaciones telegráficas hilvanó mi imaginación! Tiempo perdido. Aquella joven (porque ya suponen ustedes que una mujer tan constantemente espiada era joven y sumamente hermosa) no levantaba la cabeza de su labor, ni se asomaba al balcón, ni salía de su casa más que para la iglesia. Y aun así solía acompañarla la esposa de su hermano que, aunque joven y bonita, equivalía para mí a una escolta de Dragones

Cambié de rumbo sin perder de vista mi objeto, y los vientos me fueron más favorables. Bajo del balconcillo había una tienda ocupada por su hermano que trabajaba de tallista; este era el reducto avanzado que me importaba tomar antes de dirigir mis fuegos a la ciudadela. Con pretexto de unos adornos empecé a menudear visitas al taller, a prolongarlas, a granjearme la confianza de aquel feliz matrimonio, y concluí por penetrar en el deseado cuartito de arriba. Aquello era el santuario de un ángel: la atmósfera que allí se respiraba era la de un templo. La lindeza de aquella joven, sus agraciados contornos, su pudoroso continente, su modesto aliño, y sobre todo la dulzura, el encanto inexplicable de su voz me dejaron como aturdido, como alelado. Qué pronto sus palabras fueron bastante poderosas para modificar, para cambiar radicalmente mis ideas! Señores, ustedes se burlarán de mí si les digo una cosa; mas no me importa. El resultado de algunos meses de conversación, de honesta familiaridad, de tierna correspondencia con aquella joven fue por mi parte una confesión general. Ah! si ustedes hubiesen conocido a mi adorada Rosalía! 

Si ustedes supieran lo que es amar y ser amado de una de estas jóvenes que con toda propiedad son llamadas ángeles en la tierra, no tanto por la gentileza de sus formas como por la pureza exquisita de sus almas! Si ustedes vieran qué dulcemente brilla el amor al abrigo de un recato virginal y de una inocencia inmaculada! Si experimentaran ustedes lo que es una pasión que se eleva cuanto se espiritualiza, que se embellece cuanto se santifica! Si comprendieran hasta dónde llega el ideal humano cuando ciñe una aureola de resplandor divino, de seguro que entonces no se burlarían ustedes de mí. 

Durante más de un año hubiera impugnado con toda la seguridad de la propia experiencia aquella antigua máxima de que nadie está contento con su suerte; pero después conocí la verdad que encierra aquella otra de que nadie es dichoso hasta el fin. Rosalía, en cuyas mejillas no brillaba el carmín encendido de los claveles sino la trasparente blancura de las azucenas, blancura que parecía ser un símbolo visible del candor de su alma, empezó a sentirse indispuesta con alguna frecuencia. Unos días más oprimida, otros más aliviada; pero siempre sufrida; siempre resignada, siempre risueña, trataba de ocultar sus padecimientos, diciéndome que debía abrazar aquella ligera cruz porque el cielo no le había enviado otra, y era demasiada la felicidad de que mi amor la inundaba. Al fin tuvo que ceder a los consejos del facultativo que le aseguraba el recobro de su salud con el aire vivificante de la campiña. 

Con su cuñada y su prima Clotilde, la amiga de su infancia, la que compartía conmigo los tesoros de aquel corazón tan rico de ternura; fuese a vivir en un pueblecillo distante legua y media de Barcelona. Los estudios me retenían aquí, porque un amor tan santo como el mío respeta todos los deberes, pero no pasaba semana sin que yo montase a caballo y fuese dos y tres veces a verla. 

Y en efecto pronto la hallé notablemente mejorada. La frescura de su tez impugnaba y confundía todas las cavilaciones de un carácter aprensivo. La aurora de la esperanza renacía con toda la esplendidez de sus albores. Oh! qué hermosos días aquellos! Qué largas y deliciosas excursiones al través de los campos respirando su perfumada brisa, contemplando los abrillantados matices, los fugitivos cambiantes con que el sol se despide de la tierra! Qué tiernas y sabrosas pláticas! Qué amores aquellos, rosas sin espinas, exentos de quisquillosos celos, de exigencias caprichosas, de recíprocas desconfianzas, 

de vagas reminiscencias de otros amores! Lo que es vivir dos almas estrechamente unidas, solitarias en la tierra, al abrigo del cielo, olvidadas del mundo, y reconociéndose siempre a los ojos de Dios! Ah señores! disimúlenme ustedes que ceda, quizás indiscretamente, a la sobre excitación de estos inefables recuerdos. 

Una tarde, la conservo tan fielmente grabada en la memoria! después de un largo paseo por los alrededores del pueblo, entramos como de costumbre en su solitaria iglesia al toque de Ave Marías, y mientras las rezábamos cogí un dedo a Rosalía y metí en él una sortijita de oro que yo llevaba. Concluido el rezo no me dijo más que estas palabras: O tuya o de Dios, y se fue a poner de rodillas y proseguir sus devociones con singular fervor y recogimiento. Yo me quedé sentado en un banco, los brazos cruzados y sintiendo caer sobre mi corazón como unas gotas de celeste rocío. Me atrevería a proponer como un problema curioso el de si es una felicidad o un infortunio haber probado momentos de dulcedumbre tan exquisita. 

Restablecida al parecer completamente volvió a la ciudad, y su regreso fue para mí el comienzo de una nueva era de tranquilos y dichosos días; pero concluyeron mis estudios, tomé la licenciatura, y me fue preciso pasar a mi casa a fin de preparar el camino y llevar a venturoso término mis designios. Deseaban mis padres para mí un casamiento más ventajoso a los ojos del mundo que el de una hermana de un oscuro tallista; pero a la pintura que les hice del carácter, y aun de la figura de Rosalía, se dieron por más que satisfechos de que les entrase un ángel en la familia. Sé que no cedieron solamente a palabras que podían nacer de una imaginación exaltada. Tres meses duró mi ausencia sin que me fuese dado interrumpirla con una sola visita a Rosalía, y de sus cartas no se desprendía la menor expresión que diese margen a funestos recelos. 

Lleno de júbilo y en alas de la más deliciosa esperanza volví a Barcelona, y al poner el pie en el umbral del tallista me dio el corazón un vuelco espantoso. Tal fue la acogida que me hizo el laborioso joven que la tomara por glacial y despreciativa si no le viera tan profundamente afligido. Me precipité a la escalerilla del entresuelo, y el grito de Rosalía al verme, su movimiento instintivo para levantarse del sillón que ocupaba, el súbito encendimiento de sus mejillas, el ímpetu con que se abrieron sus brazos, como si cedieran a la fuerza de un resorte, me certificaron el inmenso amor que me tenía. La gracia de sus contornos estaba ligeramente alterada, pero ni su hermosura, ni su sonrisa parecían haber disminuido. Sentéme a su lado, hablamos largamente, y el encanto de su conversación apenas me dejaba notar los ingeniosos efugios con que eludía mis preguntas concernientes a su salud. Así me tuvo por largo rato mitad inquieto, mitad embelesado, cuando con un tono en que la emoción interior no desvirtuaba la firmeza de su acento me dijo: 

- Te devuelvo la sortija.

- Cómo! exclamé tan sorprendido como si me fuera imposible adivinar el funesto origen de aquella resolución. 

- Está escrito que no he de ser tuya sino de Dios. 

- Dónde? repliqué tontamente. 

- En el libro rubricado por la mano del Eterno. 

- Rosalía! por todo lo que hay de más sagrado en el cielo te conjuro que no te entregues a tales imaginaciones. 

- Ten calma y escucha, respondióme dibujándose una tierna sonrisa en sus labios. Hoy cierro las puertas a mi pasado, del cual por cierto no tengo motivos de estar quejosa. Te doy mil gracias, querido Narciso, por el gozo interior, por las dulcísimas emociones que a tu lado han embellecido mi existencia. He sido feliz... y lo soy todavía. Vuelves a poseer tu libertad quizás a precio de lisonjeras esperanzas; pero si algo pueden contigo mis deseos te suplico que vengas todas las tardes. Hablaremos como amigos que se ven en la tierra, como amigos que esperan verse en el cielo; pero media horita solamente. Ni un minuto más: y en estos coloquios, no residuos amargos sino postreras gotas de la miel que ha llenado mi cáliz, te prohíbo absolutamente cualquiera alusión, cualquiera referencia al estado de mi salud y a los recuerdos de tu amor. Por hoy hemos concluido. 

Y levantándose, con suficiente ligereza todavía, se retiró a su alcoba. 

Quedeme cual si me hubieran dado con un mazo en la cabeza, pero me repuse luego y volé a casa del facultativo. 

- Sus días están contados, me dijo, y la sentencia es inapelable. Padece una de esas afecciones del corazón que se burlan de los desvelos del hombre y del poder de la ciencia. Ni yo, ni mis compañeros tenemos el don de hacer milagros, 

y para decir lo que a V. he dicho no se necesita el don de profecía. No hay más que hacer sino dejarla en reposo, cuidarla con esmero, no contrariarla... 

- Y conoce ella que no tiene remedio? pregunté con una ansiedad espantosa. 

- Eso no. Le hemos dicho que su dolencia no presenta ningún síntoma peligroso, que está reducida a unos accesos nerviosos que cederán a la eficacia de las pócimas que le receto, y al venir la primavera le hemos asegurado que se hallaría completamente restablecida. 

- Y opina V. que ella lo cree? 

 - Pues no ha de creerlo? La llevamos engañada. 

- Vosotros sois los engañados, dije para mis adentros. 

Renuncio a trazar el bosquejo de mis padecimientos morales, porque ni este cuadro psicológico, ni la descripción de la enfermedad de Rosalía importan mucho para poner de relieve el contraste de la historia divulgada hoy por toda Barcelona con esta que pasó desconocida entre las cuatro paredes de un humilde entresuelo. Para esta no tuvo el mundo admiración ni aplausos; pero hay hechos tan sublimes aunque obscuros que bien pueden competir con las exhibiciones del más ruidoso heroísmo.

Ya comprenderán ustedes que yo no debía oponerme a la voluntad de la pobre enferma, tan claramente expresada, pero pude mitigar el rigor de aquella consigna aparentando cumplirla con la ciega obediencia de un recluta. Gracias al ardid que me sugirió la esposa del tallista, al salir del cuartito, tomaba un pasadizo y dando la vuelta entraba en un gabinete que tenía otra puerta en el aposento de Rosalía. Allí pegado el rostro al ojo de la llave pasaba las horas en contemplarla, en ahogar mis sollozos, en pedir a Dios que cambiase nuestros destinos. 

Háblase mucho de la debilidad del otro sexo, y es algo extraño a primera vista que al bosquejar el retrato ideal de la mujer perfecta las divinas letras se sirvan cabalmente del epíteto fuerte como del rasgo que con más propiedad la caracteriza. Pues la fortaleza de Rosalía es precisamente lo que ocupa mi imaginación. 

Ella misma trabajaba las primorosas flores que debían adornar su cabeza helada por el soplo de la muerte, y las trabajaba sin afectación alguna, sin muestras de jactancia como sin visos de flaqueza. De seguro que ni más ni menos hubiera hecho para tejer su virginal corona a tener vocación de encerrarse en un monasterio. Pudiera decirse que para ella las puertas del sepulcro no eran más sombrías que las del claustro, pues se la veía despedirse del mundo con tanta tranquilidad de espíritu como si únicamente se despidiera del siglo. 

Sentada en el sillón y leyendo un librito que cerró al verme, y puso luego al otro lado como si quisiera ocultarlo a mis ojos, la encontré en una de mis últimas visitas. Qué especie de libro será ese? dije para mí. Descuido con cuidado busqué ocasión de cogerlo, y... señores! se me horripilaron las carnes, me temblaban las manos, se congeló mi sangre sólo de leer su título en el dorso. Era un libro ascético titulado: Preparación a la muerte. Que ella lo leyese cuando se veía joven y llena de vida, no es extraño; pero sabiendo como sabía que no le faltaba una semana para hallarse en la tumba! No me vengan a ponderar el valor del libertino hastiado de placeres si contempla fríamente las pistolas con que ha proyectado destrozarse el cráneo. Algo mayor fortaleza de alma arguye esa tranquila meditación de una joven de veinte abriles, que ofrece a Dios el sacrificio de sus doradas ilusiones, y puestos como quien dice ambos pies en el sepulcro se entretiene en registrar con ojo sereno sus misteriosas profundidades. 

Otra tarde estaban ella y Clotilde cosiendo unas telas blancas que adornaban con lazos y cintas azules. - Y eso? pregunté maquinalmente. - Es mi vestido de boda, contestó Rosalía. Clotilde inclinó la cabeza sin duda para ocultar sus 

lágrimas. Me quedé tan mudo como si por un extraño accidente hubiese perdido la facultad de hablar. Aquella vez mi visita no duró la media hora, porque me era imposible resistir al triste espectáculo que me desgarraba las entrañas. 

No pueden ustedes figurarse la minuciosidad, el esmero con que la pobre enferma atendía a la perfección de su último trabajo. Parecía una coqueta que espera dar golpe en un baile, que fía al estreno de un traje su triunfo más apetecido. Corrí a mi escondrijo... y allí puesta la cabeza entre las manos estuve largo rato llorando como un niño. Después me acerqué al ojo de la llave y vi a Rosalía de pie delante de un espejo, con el traje puesto, destrenzada su hermosa cabellera, ceñida la corona de flores artificiales, entrelazados los dedos de ambas manos y sosteniendo con ellos un ramillete de filigrana. Clotilde a sus pies y siguiendo sus avisos arreglaba con prolijo esmero los pliegues de la nevada túnica y de un manto azul celeste. Así se estuvo Rosalía un buen rato contemplándose tiesa, inmóvil, como si se hallara ya tendida en el féretro. Había para volverme loco. Llamaré mujeril capricho a lo que revelaba tan varonil energía? 

- Te gusto así? preguntó a Clotilde. Esta no contestó. Vamos, añadió aquella, no seas niña. Por qué lloras? Llorarías si un príncipe de remotos países me pidiera por esposa y me llevara a sus tierras? Es menos dichosa mi suerte? Quieres que me vaya del todo contenta? Dime, qué tal te parece Narciso? 

- No, prima, no. Nunca he puesto en él los ojos con segunda intención, contestó Clotilde mezclando de lágrimas sus palabras. Le he mirado siempre como cosa tuya. Si has tenido celos de mí, te aseguro... 

- Celos? No sabes que esta es una de aquellas pasiones que el cielo no bendice? Estas víboras nunca han picado mi corazón. 

- No se alimentan de sangre tan pura. 

- Sólo Dios sabe cuál corazón es puro y cuál mancillado. Respetemos sus inescrutables juicios. Pero dime, si Narciso pidiera tu mano... 

- No la pedirá, no lo temas. 

- Y si te la pidiese no se la dieras... por amor mío? 

- Por amor tuyo no hay sacrificio que yo no aceptase. 

- Y sería grande el que te pido? 

- Rosalía! gritó la pobre Clotilde, Rosalía! por qué te complaces en desgarrar tu corazón? 

- Al contrario. Tus palabras pueden henchirlo de un bálsamo delicioso. Quisiera morir en la persuasión de que los dos, los dos que más amo en este mundo, viviréis unidos y felices. Quisiera dejarte mi amor como una rica herencia. 

- Soy tan pobre de méritos como de fortuna. 

- Narciso es generoso; no le arredró mi pobreza, tampoco le arredrará la tuya. 

Qué precioso, qué gratísimo elogio para mí, pronunciado en circunstancias menos aflictivas! 

El día siguiente me dijo: Esta noche voy a recibir el santo Viático; después de la visita de mi Dios no admito sino las de sus ministros. Adiós hasta el cielo. 

- Te seguiré. 

- Te quedarás en la tierra. 

- Oh! no. Tú no conoces la intensidad de mi afecto. Basta para consumirme, para devorar mi existencia. 

- Llegará, pero más tarde, el tiempo de reunimos. 

- Y qué he de hacer a solas en este mundo? 

- Mostrar tu sumisión a la voluntad divina. Yo no tengo riquezas de qué hacer testamento; pero si mi última voluntad mereciera ser atendida... una cosa quisiera... una sola cosa. 

- Puedo negarme a nada que tú desees? 

- Y lo deseo con toda el alma. Mi prima... la pobre Clotilde... no es verdad que es hermosa? Mira, Narciso, moriría tan satisfecha si me prometieras... 

- Rosalía! Rosalía, única mujer a quien puedo amar en este mundo. 

- La amaras también... es digna de tu amor. Prométeme que en todo un año no mirarás a mujer alguna... es el único luto que has de llevar por mí. Después, el día de mi aniversario, si ambos no me habéis olvidado, entrégale a Clotilde la sortija que me diste.:. Bendígala el sacerdote al celebrar vuestro casamiento, y... venid los dos a orar cabe la tumba de vuestra Rosalía. 

Ya no se me permitió entrar más en el cuartito; pero al tercer día en que estaba ya oleada oí que el sacerdote esforzaba la voz, y me precipité como un desesperado, y me arrodillé a los pies de la enferma. La opresión de su pecho 

la ahogaba, había perdido el uso de la palabra; pero se abrieron sus ojos, y clavó en mí una penetrante mirada, que interpreté como signo de agradecimiento. Sus manos dejaron caer en las mías una pequeña medalla de la Virgen, como prenda inolvidable de su afecto, y sus labios se sonrieron como si saborease el último goce de la tierra, como si principiase a disfrutar las dulzuras del cielo. A los pocos momentos espiró: digo mal, se durmió en el ósculo del Señor. 

Esto, señores, esto sí que es morir con la sonrisa en los labios y la esperanza en el corazón. 

A los quince meses me casé con Clotilde, digna amiga de la sin par Rosalía.