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domingo, 17 de octubre de 2021

CUATRO PALABRAS SOBRE LA ORATORIA SAGRADA

CUATRO
PALABRAS


SOBRE
LA ORATORIA SAGRADA




I.


La
literatura nacional conserva un preciosísimo tesoro de producciones
místicas que han sido siempre alimento regalado de las almas
piadosas y deleite de los amadores de la lengua castellana. Si bien,
empero, las obras de Ávila, León, Granada, Chaide, Márquez y Roa
entrañan la esencia más pura, lo más sublime, delicado y verdadero
de los afectos religiosos, ningún orador sagrado, digno de este
nombre, cuentan las letras españolas entre aquellos ilustres
varones.


Capmany
achaca tan singular anomalía a la humildad de los predicadores
nacionales, que les indujo, no sólo a esquivar toda pompa mundana,
toda magnificencia y ornato en sus sermones, sino a improvisarlos.
«Me inclino a creer, - dice el crítico citado, - que aquellos
oradores cristianos, tal vez persuadidos de que en manos del Altísimo
todos los instrumentos son iguales, que la sola idea de Dios cuyos
ministros eran, debía producir mayor impresión que los vanos
socorros del hombre, y que en el menosprecio de una gloria mundana,
entraba el menosprecio del arte oratorio; descuidaron los adornos
esenciales de la elocuencia, temiendo injuriar la verdad y humildad
religiosa y debilitar la causa del cielo defendiéndola con las armas
de la tierra.»


Sin
embargo, mal se pueden conciliar aquel alarde faustuoso (→
fastuoso)
de ciencia de nuestros escritores místicos, aquel su
resplandeciente lujo de metáforas y toda suerte de retóricos
aliños, con la modestia y humildad que el eminente Capmany les
atribuye como única razón de su falta de elocuencia.
Mucho más
fundada y valedera me parece la explicación que del fenómeno
literario que me ocupa, consigna D. Alberto Lista en uno de sus
concienzudos artículos críticos.


«Nuestros
predicadores -dice- deseaban acomodarse a la capacidad del vulgo,
generalmente muy poco instruido en España.


Bossuet
y Massillon, predicando en la corte de Luis XIV, tenían por oyentes
a los hombres más sabios de su siglo. Nuestros Granadas y Chaides no
tuvieron un teatro tan ventajoso, pero leían sus obras las personas más instruidas de España. Por eso escribieron mejor que
predicaron


Los
escritores ascéticos mencionados florecieron bajo reinados gloriosos. Pero cuando la monarquía exhausta, desangrada por sus
continuas guerras, embrutecida con sus hábitos de esclavitud política y religiosa, dejó arrancar uno a uno de su antes indómita
frente aquellos laureles inmortales conquistados en Lepanto, Pavía y
San Quintín, las artes y ciencias abandonaron también poco a poco
la miserable nación española. Bajo el bochornoso reinado de Carlos II, las envilecidas inteligencias de nuestra patria no acertaban a
producir más que monstruosidades, que universalmente aplaudidas por el pueblo, estragaban su gusto y hacían más y más incurable su
enfermedad intelectual. Nadie ignora que en aquella edad llegó a su
apogeo el conceptismo, extraña y grotesca manía que cifraba el
bello ideal literario en adelgazar los conceptos, hasta que de puro
sutiles y afiligranados, ni su mismo autor a comprenderlos acertaba.
La elocuencia sagrada no pudo escapar al general contagio.
Convirtiéronse los púlpitos en jaulas de locos. Los ministros del
Señor, infatuados por su ridícula vanidad у por los encomios de la
multitud imbécil, desdeñaban el estudio de la Biblia y de los
santos Padres, y consultaban mil disparatados y estrambóticos
sermonarios, embutidos de toda suerte de necedades, que de ingenio en
ingenio y de boca en boca, llegaban a un grado inconcebible de
extravagancia.


A
pesar de la inveterada depravación del gusto literario y de la
elocuencia sagrada, no faltaban algunos españoles discretos y sabios
que hacían resonar su voz indignada por tan escandalosos abusos. Mas
nada conseguían sus esfuerzos, y sus clamores morían desautorizados
sin eco alguno.


Pero,
afortunadamente para el porvenir de la oratoria del púlpito, poco
después de promediar el siglo pasado, apareció una obra que dio el
golpe decisivo a la elocuencia de guirigay, y cuya sazonadísima
oportunidad hizo que fuera recibida con extraordinario aplauso.


El
docto y juiciosísimo P. José Francisco de Isla, conocedor de cuán
desestimados eran los esfuerzos de una franca y enérgica oposición
a los abusos indicados, y acordándose de las armas esgrimidas por
Cervantes para destruir la manía caballeresca de su siglo, enristró
su bien cortada y festiva péñola, y arremetió denodadamente contra
la chillona muchedumbre de predicadorzuelos de relumbrón.


Su
Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, si bien
sobrado prolija y monótona, es un modelo de sátira, viva,
chispeante y mordaz, al paso que demuestra el profundo conocimiento
que de su idioma tenía aquel distinguidísimo escritor.


II.


A
pesar de lo dicho, no se crea que los Frays Gerundios han
desaparecido por entero de los púlpitos españoles. En villorrios,
aldeas y hasta en populosas ciudades se conservan aún rancios y
vergonzantes partidarios del conceptismo oratorio. Pero, gracias a
los progresos del buen gusto, son escuchados, en general, con el
menosprecio que merecen. Abusos no menos capitales que los
ridiculizados por el padre Isla, cunden actualmente en la oratoria
sagrada. Indicaré los que me han parecido de más relieve y
trascendencia. Uno de los errores más arraigados y generales es
considerar el ejercicio de la palabra divina como un certamen pueril
donde debe hacerse gala y alarde ostentoso de retóricos atavíos,
que muchos confunden lastimosamente con la verdadera elocuencia.
Cuando alguna pasión vivaz y poderosa enardece y arrebata nuestro
ánimo, los tropos y figuras brotan con espontaneidad y brío en el
discurso; pero esforzarse con el corazón mudo y helado en urdir una
tela retórica recamándola tranquilamente de adornos baladíes,
arguye la falta completa de todo instinto de lo bello en literatura.
Lejos de mí condenar en los sermones el ornato cuando nace del fondo
mismo del asunto; pero siempre desdecirá de la majestad sencilla de
nuestra religión, toda gala importuna, todo lujo postizo, toda
exornación frívola o sobrado artificiosa. Por otra parte, ¿cómo
acertarán los fieles a descubrir tal cual pequeño grano de
provechosa doctrina entre tanta paja revuelto? Lo que sí descubrirán
será la vanidad de quien tan sacrílegamente hace servir el
ministerio de la divina palabra de hincapié para adquirir un aplauso
que los necios tan sólo le pueden prodigar.


Abuso
mucho más trascendental que el anterior, y opuesto diametralmente al
verdadero espíritu del cristianismo, es el inmiscuir en las
oraciones del púlpito alusiones políticas, unas veces bajo
apariencias puramente religiosas, y otras con más desembozo y
claridad. No se necesita gran dosis de perspicacia para ver de dónde
nacen en algunos pocos predicadores españoles estas tendencias
profanas. Entusiastas de una causa moralmente perdida en la opinión
pública, se afanan en despertar en el ánimo del pueblo pasiones
aletargadas ya por el tiempo y los desengaños, pareciéndoles el
púlpito lugar oportuno para hacer estallar sus rencores políticos
con mengua de una religión cuya esencia es la caridad, y que tan
maravillosamente transige y se aviene con todas las formas posibles
de gobierno. ¡Ojalá conozcan algún día estos pocos sacerdotes,
cuán contraria es semejante conducta a los verdaderos intereses del
catolicismo!


Achaque
también es de muchos predicadores el convertir el púlpito en
trípode sibilítico, desde donde fulminan amenazas e improperios
contra la muchedumbre consternada. Óyeseles (se les oye)
apostrofar al pecador con las más tremebundas expresiones, y parece
que, como los hijos de Zebedeo, anhelarían que bajase fuego
celestial sobre sus oyentes y les redujese a pavesas. Con voz
tonante, con ademanes energuménicos, esos terroristas del púlpito
no encuentran palabras bastante atroces para anatematizar a los
mundanos. ¿Cuándo conocerán esos predicadores que en el siglo en
que vivimos la palabra de Dios no debe caer como arremolinado
pedrisco sobre la frente del pecador, sino que debe posarse en su
alma como un suave y regalado rocío?


Acostumbran,
por el contrario, otros oradores sagrados excitar la hilaridad de sus
oyentes, con chistes, con arranques extemporáneos de buen humor, que
de ningún modo pueden hermanarse con la dignidad y decoro que
requieren para tratados los asuntos religiosos.


Donde
suele hacerse alarde de esta jovialidad de mal gusto es en los
novenarios y otras funciones sagradas por el estilo. Allí entablan
los predicadores unos diálogos chabacanos entre el penitente y el
confesor, atestados de dichos groseros y de toda suerte de necedades.
Este sainete forma una parte del discurso, que después suele tomar
un giro serio y formal, y es de ver cómo muchos devotos alegres y
beatas casquivanillas se largan bonitamente apenas se concluye la
parte cómica del sermón.


III.


De
prolijos pecaríamos si enumerásemos todos los defectos que bajo el
doble aspecto literario y artístico afean la predicación


¿A
quién no ha chocado la estrambótica manía de algunos flamantes
oradores, de trasplantar en las pláticas religiosas las frases más
en boga entre los novelistas transpirenaicos? (traspirenaicos en
el original
)


Otros
presentan en sus sermones un copioso arsenal de conocimientos
improvisados, con el laudable fin de deslumbrar a la multitud con
alardes pomposos de una erudición tan pronto olvidada como
adquirida. Cuán socorrido y obvio sea proveerse de esa joyería
falsa, es por demás encarecerlo; y cualquiera conoce lo incongruo y
profano de semejante proceder.


Predicadores
hay también, que fiando todo el efecto de su elocuencia en la
robustez de sus pulmones, hacen retemblar los templos con sus gritos
estentóreos y desaforados.


Bueno
es advertir que los dos y res de pecho que tan frenéticos aplausos
suelen arrancar en teatros y coliseos, en nada pueden contribuir a la
eficacia de la palabra divina. De otra manera, no hay duda que
Cristo, al elegir sus apóstoles, hubiera buscado los más férreos
pulmones de la Judea, y esto no consta en el Evangelio. ¿Qué
necesidad hay de asordar al pecador para convertirle? Por otra parte,
es tan miserable la condición humana, que muchos desgraciados
preferirán tal vez condenarse con sus cinco sentidos que salvarse
con pérdida de alguno.


En
extremo desatinada suele ser también la mímica de los predicadores.
Unos se agitan convulsos, y descargan manotadas atronadoras sobre la
baranda del púlpito; costumbre grotesca que Walter Scott llama tocar
el tambor eclesiástico. Otros, por el contrario, se mantienen en una
completa inmovilidad cual la estatua del Comendador. Predicador
conozco, que recita sermones de hora y media con los puños cerrados
delante el pecho como un bóxer (boxeador) en actitud
defensiva.


Muy
útil fuera que los oradores sagrados procurasen no descuidar la
parte mímica, que Cicerón llama felizmente quasi corporis quædam
eloquentia. Creo de gran provecho en la materia el precioso capítulo
que a la acción oratoria dedica el ilustre Capmany en su Filosofía
de la elocuencia.


IV.


De
intento no hemos querido entrar en el fondo de la cuestión, acerca
de la cual acabamos de apuntar algunas ligerísimas observaciones.


Sin
embargo, no soltaremos la pluma sin indicar a los predicadores
españoles la urgentísima necesidad que tienen de no ponerse frente
a frente de la moderna civilización, de no combatir el progreso a
todo trance; en una palabra, de no hacerse odiosos a la sociedad en
cuya marcha desean legítimamente influir, cuyos vicios tratan de
extirpar. Lejos de anatematizar sin apelación las tendencias y
aspiraciones de nuestro siglo, procuren enardecer los pocos
sentimientos nobles que, bajo una capa de cinismo glacial, hierven en
su seno. Lejos de encarnizarse contra la filosofía, procuren
estrechar sus vínculos con la religión. Que siempre esté llena su
boca de palabras de sublime y verdadera caridad, que estudien el
corazón humano, compadezcan sus extravíos, y con mano blanda
cicatricen sus llagas. Así serán elocuentes y encontrarán, sin
buscarlas, bellezas literarias de incalculable valor, siendo a la par
médicos de almas y maestros de la elocuencia más importante de
todas, la elocuencia sagrada.