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lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XL.


CAPÍTULO XL.

De los últimos reyes godos, y de la pérdida de España.

Los dos hermanos Acosta y Rodrigo (que) reinaron después de Vitiza, no se sabe si juntos o uno después de otro, lo cierto es que Costa murió luego en el primer año, y Rodrigo, que era el menor, se quedó con el reino. Era Rodrigo hombre sabio y valiente, pero en los vicios y costumbres muy semejante a su antecesor Vitiza. Fue cruel, injusto y deshonesto, y con sus depravadas costumbres acabó de corromper y estragar todo lo que había quedado sano, solicitando con toda prisa el castigo de las culpas de los míseros españoles y el azote de Dios. Acontecieron prodigios que anunciaron la pérdida de España que tan cerca estaba, y los mayores eran los pecados públicos y poco cuidado del remedio de ellos. La torre encantada de Toledo fue vaticinio cierto de estos males, pues dio las efigies de los ejecutores de la ira de Dios: es muy sabido esto, y como cosa apartada de los pueblos ilergetes, la dejo.
San Isidoro, obispo de Sevilla, en sus Varones ilustres, el venerable Beda y san Metodio, de quien hace memoria san Gerónimo, lo habían muchos años antes profetizado, y Merlín, mágico inglés, también lo dijo. El demonio, ufano de estas desdichas, se publicó autor de ellas, y por boca de una endemoniada, en el mes de octubre de 713, que fue pocos días después de perdida la primera batalla, respondiendo al exorcista que la conjuraba, dijo que acababa de llegar de España, donde había causado grandes muertes y derramamiento de sangre.
No creía el rey don Rodrigo que estas profecías tuvieran cumplimiento en sus días, ni gustaba que los súbditos lo creyesen, para continuar con más libertad el pecado; antes en vez de aplacar la ira de Dios con ruegos, penitencia y enmienda de costumbres, añadía cada día males a males, amontonando ofensas a Dios, y lo mismo hacían los hijos imitando a su rey. No había mujer segura a sus deseos, ni reparaba en el estado o calidad de la que le caía al ojo; enamoróse de la Cava, hija del conde don Julián, caballero español descendiente o hijo de romanos; Criábase esta señora en el palacio real con la reina, porque era costumbre de los godos criar las hijas de los grandes en el palacio real con la reina. Con halagos no acabó nada el rey con ella: usó de la fuerza, que fue despeñarse a si y a sus reinos. Estaba el conde ausente y supo el estupro de la hija; la venganza que propuso en su corazón le sirvió de alivio y consolación en la afrenta: volvió a España, y con buena maña dio traza que el rey desmantelara los pueblos y las armas se convirtieran en instrumentos rústicos, acomodados al labor de las tierras; porque, en tanta paz, decía que mejor era gozar de los frutos de la tierra, que usar de las armas que podrían volverse contra el rey y quitarle el reino; que por haber sido poco prevenidos en esto los reyes pasados, las armas se eran vueltas contra ellos mismos, porque faltaban enemigos con quien pelear, como antiguamente. Estas y otras aparentes razones parecían al rey consejos buenos, que, como el pecado le tenía ciego ya no conocía lo bueno ni lo malo. Creyó al conde don Julián, y ejecutando lo que él le decía, preparó al enemigo la entrada. Trató Julián sus venganzas con Opas, intruso arzobispo de Toledo, y otros tales, y en sus ánimos halló el aparejo para lo que él maquinaba, porque todos aborrecían al rey y no eran poderosos para derribarle del trono real, y por eso se valieron de la gente de África: fingió que allá tenía enferma la mujer, y para consolación de la madre, pidió al rey la hija, que no se la negó, porque había ya el rey cogido lo mejor de ella, y todos se pasaron a África. Gobernaba aquella provincia Muza, como teniente del Miramamolin Ulit, (Olite?) señor de ella. Era Muza hombre feroz, prudente y de gran ejecución; con este trató Julián el agravio recibido del rey, la disposición del reino imposibilitado a toda resistencia y defensa, y dióle noticia de los amigos que le quedaban que, para rebelarse contra el rey, solo aguardaban que él entrara en España. Estas cosas, y más
los pecados de todos, llamaron los moros: pasaron acá en diversas veces gran número de ellos, alojáronse en la Andalucía, y no hallaron resistencia; apoderáronse de todo; hizo el desdichado Rodrigo lo que pudo para resistirles, pero no lo alcanzó, porque el ocio e impericia de las armas hacía inútiles a los españoles, que habían perdido aquel antiguo valor con que triunfaron de los romanos. Quiso el rey salir en campaña; salieron con él cien mil combatientes, topó con el enemigo, pelearon ocho días sin conocerse la victoria más por los unos que por los otros, hasta que el postrer de ellos, que fue a 11 de noviembre de este año 713, se puso el último esfuerzo en la pelea, y estando los moros para huir, que estaban de vencida, el traidor Opas, (Oppas) capitán del ejército del rey, que hasta este punto le había traído engañado, como traidor, se pasó a los moros, según entre ellos estaba concertado, y todos juntos dieron sobre el ejército que había quedado al rey, y de vencedor quedó vencido, y de señor esclavo, y al último se salió de la batalla, y hasta hoy no se sabe de cierto qué fue de él, porque ni vivo ni muerto jamás pareció. 

Fue este el más triste y lamentable suceso que España haya tenido jamás y la pérdida mayor que en el mundo se haya visto, que aunque es verdad haberse perdido otros reinos y provincias, ha sido con largas angustias y guerras, acometimientos, prevenciones y avisos, así que de lejos se echaba de ver su declinación y fin; pero en España, en un punto, sin poderse prevenir ni aún pensar, cuando más descuidada estaba y olvidada, le vino su ruina y calamidad. Pereció aquel día el nombre ínclito de los godos, el esfuerzo militar de España, la fama gloriosa del tiempo pasado; y el imperio y monarquía que duró cerca de trescientos años con guerras y valor, se vio en un solo día perdido y acabado. El caballo del rey don Rodrigo, corona, sobrevesta y calzado fueron hallados a la orilla del río Guadalete, y muchos años después, en Viseo, (Viseu) ciudad de Portugal, su sepulcro. Los soldados españoles que se hallaron vivos huyeron sin hallar quién los acaudillase, y cada uno se salvó donde mejor pudo.