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lunes, 22 de junio de 2020

230. EL TESORO ESCONDIDO DE MUSTAFÁ


230. EL TESORO ESCONDIDO DE MUSTAFÁ (SIGLO XII. MONREAL DEL CAMPO)

230. EL TESORO ESCONDIDO DE MUSTAFÁ (SIGLO XII. MONREAL DEL CAMPO)


El empuje de las tropas cristianas amenazaba con apoderarse de las tierras turolenses donde está enraizada la actual población de Monreal. El entonces alcaide moro de este enclave —que en realidad era un alquimista que pasó gran parte de su vida intentando hallar, como tantos otros, la piedra filosofal— vivía completamente solo y la gente murmuraba que lo que en realidad hacía era amasar oro en grandes cantidades para enterrarlo, en previsión de lo que parecía avecinarse, pues las noticias que llegaban desde la frontera no eran nada halagüeñas.

Todos los días, Mustafá recorría pausadamente con su caballo el camino que le llevaba a un abrevadero de aguas limpias situado en las afueras de Monreal, en el que gustaba refrescarse y dar de beber al animal. Mas sus convecinos moros pudieron observar cómo detrás del abrevadero había una loma que, aunque de manera imperceptible, iba creciendo de volumen poco a poco. El hecho cierto, en efecto, era que Mustafá se valía de una piel de toro para ir transportando oro a la loma donde lo enterraba y cubría diariamente para que no fuera descubierto.

No tardó mucho el día en el que las tropas cristianas, tras una pelea muy disputada, se apoderaron de Monreal. El ex-alcaide Mustafá no huyó al exilio, como hicieron muchos de sus correligionarios, sino que decidió permanecer en su casa, acogiéndose a la legislación que los reyes aragoneses dispusieron para amparar a los mudéjares. Por supuesto, como la vuelta al pasado parecía imposible de momento, tanto Mustafá como sus correligionarios jamás hablaron ni revelaron nada acerca de la existencia del montículo, esperando que llegaran tiempos mejores.

No es de extrañar, por lo tanto, que en Monreal se oiga de cuando en cuando cantar una jota que dice:
«De brillantes, plata y oro
hay un entierro en Monreal,
el de la «Guasa del Moro»,
que sólo es un pedregal».

[Datos proporcionados por Pablo Marco, José Martínez, Luis Moreno y Jesús Valenzuela. Colegio de «Ntra. Sra. del Pilar». Monreal del Campo.]




domingo, 14 de junio de 2020

195. LA CONSTRUCCIÓN DEL CASTILLO DE TRASMOZ


195. LA CONSTRUCCIÓN DEL CASTILLO DE TRASMOZ
(SIGLO XI. BORJA/TRASMOZ)

Paseaba un día el walí moro de Borja por sus territorios cuando llegó cerca de la pequeña aldea de Trasmoz. Admirado por el paisaje que se divisaba desde el montículo en el que estaba extasiado, con el Moncayo al fondo, exclamó ante quienes le acompañaban cuánto le gustaría tener una fortaleza allí.
Por casualidad, como suelen suceder estas cosas, pasaba cerca del walí y de los suyos en aquel momento un viejo hombre mal vestido y desaseado, con aspecto de vagabundo y tan extraño que casi rayaba en lo ridículo. Al oír las palabras del mandatario moro, el anciano, dirigiéndose a él, le dijo que sería capaz de construir un sólido e inexpugnable castillo en una sola noche si, a cambio de ello, el walí le nombraba alcaide perpetuo.
Tales palabras provocaron la risa de todos, que tomaron al vagabundo por loco. Incluso el walí, al que aquellas palabras le habían divertido y causado regocijo, le dio al buen hombre una moneda de plata y, por no desairarlo, le prometió la alcaldía en caso de que cumpliera su palabra.
Se despidió el viejo y siguió adelante, hasta llegar a la orilla de un riachuelo donde descansaban del trabajo de la jornada unos pastores. Entabló conversación con ellos y les propuso que fueran sus servidores y guardas en el castillo que pronto iba a construirse sobre el montículo cercano a Trasmoz. Los pastores, naturalmente, tomaron aquello a broma y sólo pudieron burlarse del anciano y de su locura.
Pero el extraño hombre no parecía inmutarse por tanta chanza y, erguido sobre una voluminosa roca, tomando un viejo libro en su mano derecha y una vela verde encendida en la izquierda, leyó una serie de conjuros ininteligibles y misteriosos: en ese preciso instante se desató una violentísima tormenta, con grandes truenos y rayos y un fortísimo huracán. Cuando terminó, la noche cubría ya los campos y el monte.
Al día siguiente, con la luz tenue del amanecer, los habitantes de la zona, entre ellos los pastores, pudieron observar una colosal fortaleza con cinco esbeltas torres que desafiaban al cielo. Ante la puerta, un hombrecillo de aspecto ridículo se declaraba su alcaide.
[Beltrán Martínez, Antonio, Leyendas aragonesas, pág. 155.]