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miércoles, 25 de agosto de 2021

II, virtudes de Ramon Lull

II.

Expuestos
y bosquejados en resumen los hechos principales de la vida de
Raimundo Lulio, séanos lícito, antes de entrar en el examen de sus
obras poéticas, pagar el tributo de admiración que es debido a sus
virtudes, y que se merece la utilidad que el mundo ha reportado de su
celo, de su laboriosidad у de su ciencia: tributo que es de tanta
más justicia, cuanto ha sido tenaz la insistencia con que se atacara
su doctrina por sistemáticos y violentos adversarios, y con que se
ha herido su grande reputación por enconados detractores. Así como
la fama de sus virtudes vuela más alta que el espíritu depresor de
irascibles enemigos; las saludables máximas, los elevados preceptos
de la moral más pura, y el sentimiento evangélico más acendrado
que a raudales brotan de sus numerosas obras, le ponen a cubierto de
los tiros que la maledicencia y la pasión de escuela, bañados no
pocas veces en el veneno de la calumnia, han querido dirigirle.
No
acudiremos para vindicar a Lulio de las diatribas de sus
perseguidores a los elocuentes testimonios de sus coetáneos, a la
deferencia con que le trataron no pocos príncipes, al respecto
que infundió a los sabios, y a la veneración que inspiró a los
pueblos, sino al trasunto de su corazón que donde quiera encontramos
en las páginas de sus inmortales libros, al reflejo de aquella alma
grande que llevaba por compañeras a la fé para creer en sus
artículos y vencer a las tentaciones y a la ignorancia; a la
esperanza para confiar en la fuerza y ayuda del Omnipotente; a la
caridad para poderlo todo y todo vencerlo; a la justicia para verse
obligado a dirigirse siempre a Dios; a la prudencia para conocer y
menospreciar al mundo caduco y engañoso y anhelar la bienaventuranza
eterna; a la fortaleza para dar aliento al corazón en sus
penalidades y trabajos, y a la templanza para hacerla señora de su
apetito (1). (1) Blanquerna, libro 1.° capítulo 8.



En
efecto, la fé resplandeció viva e incontrastable en el espíritu de
Raimundo; ella estuvo a prueba no sólo de las riquezas, de los
honores y de todas las seducciones del mundo que en más de una
ocasión le ofrecieron por precio vil de su apostasía, sino de los
más crudos tormentos y afrentas con que fue perseguida su invencible
firmeza. A la exaltación de la fé católica hizo el sacrificio de
su vida entera; por ella abandonó los bienes de la fortuna que le
era próspera, hizo las peregrinaciones más dilatadas y penosas,
pasó largas horas en profunda meditación, hizo correr su pluma con
una actividad inaudita y se expuso a toda clase de derisiones y
desengaños; por ella combatió sin descanso el cisma, las herejías,
y todas las sectas enemigas del nombre cristiano, ya con la
elocuencia de sus palabras, ya con la magia de su pluma, ofreciendo
siempre el más palpitante ejemplo de abnegación y heroísmo; por
ella en fin derramó su sangre y padeció martirio. Y ciertamente que
abrasado en la fé había de estar quien la consideraba como
principio de la sabiduría y como escala por donde sube el
entendimiento a penetrar los secretos de Dios (1 : Libro del amigo y
del amado, vers. 297.); quien con tanta elevación la comprendiera en
los místicos vuelos de su alma al, exclamar: - "Entró el amigo
en un prado ameno en donde una multitud de donceles hollando las
flores del suelo, corrían en pos de un enjambre de mariposas; y
observó que cuanta era su porfía en cogerlas a tanta mayor altura
volaban. Esto hizo pensar al amigo que así les acontece a los
atrevidos que con sutilezas creen haber comprendido a su amado, sin
ver que este abre las puertas a los sencillos de corazón y las
cierra a los presumptuosos, y que la fé es quien le hace visible en
sus secretos por la ventana del amor (2 : Idem, vers. 70.).”



La
esperanza de Raimundo no tenía límites, ni bastaron para agostarla
todos los contratiempos que en varias ocasiones se conjuraron contra
sus heroicos intentos. Las persecuciones bárbaras de los infieles,
los desprecios y las burlas de los cortesanos, los peligros y las
enfermedades que experimentó en sus viajes, en vez de infundirle
pavura y desaliento, no hacían más que fortalecer su corazón, y
aumentar los tesoros de su confianza en el poder supremo. Así no nos
maravilla oírle exclamar, que en Dios había misericordia y
justicia, y que por esto quiso hospedarse entre el temor y la
esperanza, porque la misericordia le obligaba a esperar y la justicia
a temer; que la misericordia y la esperanza multiplicaban el perdón
en la voluntad de Dios; que el amor le enseñaba a tener paciencia y
que la sencillez de corazón es la que encomienda confiadamente a
Dios todos los hechos. (3). (3) Idem. Vers. 98, 205, 335.
Y en
otro, lugar al preguntarse: - "Dime, hombre perdido por amor,
¿Tienes dinero? ¿Tienes villas, castillos, ciudades, reinos,
honores y dignidades?" su esperanza le hacía responder: -
“Tengo a mi amado; tengo en él mi amor, mis pensamientos y mis
deseos, por él lloro, sufro y padezco, y todo esto vale más que
poseer reinos e imperios (1)."
(1) Libro del amigo y del
amado, vers. 178.



La
caridad, esa virtud sublime exclusivamente hija del cristianismo,
resplandeció en grado heroico en el alma de Raimundo, y fue el móvil
principal de todos sus actos y sus pensamientos. Ella le hacía
llorar amargamente la muerte de los que mueren en el error, en la
ignorancia y en la culpa, y le daba aquella invencible y enérgica
resolución que arrostraba todos los peligros y triunfaba de todos
los obstáculos. Abrasado en su llama repartía su fortuna entre los
pobres, esquivaba en sus peregrinaciones la morada de los poderosos
para tomar asiento entre la indigencia y en los hospitales, y
consagraba su existencia a los más asiduos trabajos para enderezar
los pasos de los extraviados, guiar a los ignorantes, abrir los ojos
del alma a los que vivían ciegos a la luz de la verdad, o pedir el
perdón de Dios para los obstinados en sus errores. Su vida no fue
más que un continuo suspiro por el amor de los hombres, así como
sus libros son en el fondo un ferviente tributo pagado a la más
eminente de las virtudes cristianas.
El amor divino encendió su
corazón en santa llama elevando su espíritu a la mansión serena de
los más dulces trasportes. Desde la altura en que su alma se cernía,
contemplaba el mundo, y veía en él un espejo en donde se reflejan
la majestad y la grandeza de Dios, ante cuyos resplandores, dice,
aparecen manchas en el sol (2).
(2) Idem, vers. 307 y 273.
En
la profundidad de los mares veía la del amor del amado; en la
blancura de los lirios su pureza, y en el mayor encanto de las rosas
entre las demás flores su hermosura sobre todo lo que existe; en las
virtudes de las criaturas los más altos misterios de su divinidad y
las perfecciones de su ser; y en el canto armonioso de las aves el
dulcísimo idioma de su amor (1). En la soledad hallaba la compañía
de Dios, y en el bullicio del mundo la soledad; y poseído de místico
ardor parecíanle lecho de rosas las espinas en que caía por las
sendas que andaba pensando en su amado (2). Con señas de temor,
pensamientos, lágrimas y llanto correspondía al amor de su amado y
le refería las angustias de su corazón; y al preguntarle qué haría
sin su amor, contestaba que le amaría para no morir puesto que el
desamor es muerte y el amor es vida (3).
Decía que la
bienaventuranza era una tribulación padecida por amor; que los
suspiros y las lágrimas son mensajeros entre el amigo y el amado,
para que en los dos haya consuelo y compañía, amistad y
benevolencia; que el amor ilumina el nublado interpuesto entre ambos
y hace al amigo resplandeciente como la luna en la noche, como la
estrella en la alborada, como el sol en el día, como el
entendimiento en la voluntad (4).
Tenía por las tinieblas
mayores la ausencia de su amado; manifestaba que como no podía
ignorarle no le era posible tenerle en olvido; que acordándose de él
olvidaba todas las cosas; que crió Dios la noche para que en sus
noblezas se pensara; y que si vestía tosco sayal, su alma iba
adornada de agradables pensamientos (5). Si queréis fuego, añadía
con dulzura, venid a mi corazón y encended en él vuestras lámparas;
si queréis agua venid a las fuentes de mis ojos, que en lágrimas se
deshacen; si queréis pensamientos de amor venid a tomarlos de mis
recuerdos (6).




(1)
Libro del amigo y del amado, vers. 311, 266, 315 y 26.
(2) Idem,
vers. 55 y 33.
(3) Idem, vers. 47 y 62.
(4) idem, vers. 65,
105 y 123.
(5) Idem, vers. 134, 131, 137, 149 y 151.
(6)
Idem, vers. 174.



Regaba
el huerto del amor con cinco ríos y con ello le hacía fertilísimo,
y plantaba en él un árbol cuyo fruto sanaba todas las enfermedades;
morir quería para los deleites de este mundo y los pensamientos de
los malditos que ultrajan a Dios, de cuyos pensamientos nada quería
puesto que no estaba en ellos el amado; aprendía del amor a tener
paciencia, de la misericordia a esperar, de la justicia a temer, y a
creer de la fé y todas estas virtudes le enseñaban a amar; tenía
vendido su deseo a su amado por una moneda cuyo valor bastara para
comprar el mundo entero; bebía amor en la fuente de su amado у
embriagaba de amor y lavábase en ella las manchas de la culpa;
llamaba a Dios luz irradiante en todas las cosas, como el sol en todo
el mundo, que retirando su resplandor lo deja todo en las tinieblas;
y explicaba el amor diciendo que es muerte de quien vive y vida de
quien muere, alegría en la vida y en la muerte tristura, deleite y
consuelo en la patria y melancolía en la peregrinación, ausencia
suspirada y presencia alegre y sin fin, dulzura amarga y amargura
dulce; y que sus lágrimas eran testimonio de que aún para él no
había amanecido el día, sino que guiado por el amor caminaba hacia
su celeste patria en donde no puede haber noche (1). Respondiendo al
llamamiento de Dios, dice con toda la efusión de su ternura - "¿Qué
es lo que te place, amado mío, ojo de mis ojos, pensamiento de mis
pensamientos, cumplimiento de mis perfecciones, amor de mis amores, y
más aún principio de mis principios? Por tu virtud soy, y por tu
virtud vengo a tu virtud de donde tomo la virtud (2)."
(1)
Libro del amigo y del amado, vers 239, 259, 285, 287, 291, 313, 380 y
331.
(2) Idem, vers, 304 y 305
Agotando por último las
palabras para expresar el amoroso incendio que devoraba su corazón,
decía:- "Mi amante me ha robado la voluntad; yo le he dado mi
entendimiento y sólo me queda la memoria para acordarme de él"
y contestándose a las preguntas que 
a
sí mismo se dirigía, exclamaba:- "¿De quién eres? Del amor.
¿Quién te ha engendrado? El amor. ¿Dónde naciste ? En el país de
amor. ¿Quién te crió? El amor. ¿De qué vives? De amor. ¿Cómo
te llamas? Amor. ¿De dónde vienes? De amor.

¿A dónde vas?
Hacia el amor. ¿En dónde habitas? Donde está el amor, y todas mis
riquezas las poseo en el amor (1)."



Ofreció
también al mundo nuestro heroico mártir el más sublime ejemplo de
humildad; y de ella son otros tantos testimonios su poesía titulada
Canto de Raimundo, el poema el Desconsuelo, muchos pasajes de los
diálogos del Amigo y del Amado, el libro Phantasticus que ya en otro
lugar llevamos citado, el de Contemplación que es también el de sus
confesiones y otros muchos. No reparando en hacer públicos sus
juveniles desvíos dice haber merecido por ellos la ira de Dios (2);
confiesa la vanidad que en otro tiempo le ensoberbeciera, el mal que
hizo, las culpas que cometió (3) y los desprecios con que sus
proyectos más tarde se recibieron (4). Recordando con dolor los años
en que había llevado una vida disipada y licenciosa, no reparaba en
llamarse hombre mundano, y amigo de la liviandad (5); en considerar
el poco fruto que había alcanzado de sus penosos trabajos, como
castigo de las ofensas que en la disipación había hecho a Dios (6),
ni en exclamar que no había hombre en quien cupiese mayor falsedad y
vileza; que se admiraba de que en tan reducido cuerpo se encerrase
tanto mal (7); que eran sin número las horas en que se rebelara
contra Dios y se alejara de su servicio (8), e infinitas las injurias
hechas a sus amigos (9); aseguraba que había sido el más grande
pecador de su pueblo (10),



(1)
Libro del amigo y del amado, vers 54, 98 y 202. (2) Canto de
Raimundo, estrofa 1.a
(3) Desconsuelo, estrofa 2.a (4) Idem,
estrofa 16. (5) Phantasticus, prólogo. (6) Idem.
(7) Libro de
Contemplación cap. 5. (8) Idem cap. 22. (9) Idem, cap. 23. (10)
Idem, cap. 17.

nadando
en el mar de la falsedad y la culpa como la rana en el agua (1); que
su cuerpo, infecto por la inmundicia de las malas acciones (2), había
encerrado un alma enferma y llena de pecados (3); que fue tan grande
la maldad en que la soberbia le tenía postrado, como lo era el
tesoro de la humildad y misericordia de Dios; que a tanto exceso
había llegado su desvío que aun las cosas más imposibles las
acometiera y las tenía por fáciles (4); y dirigiéndose a Dios
exclama: - "Grande esperanza pueden tener los humildes que 
sienten
en sí el fuego de la caridad y de la justicia, porque si hasta a mí
descendiste humildemente, Señor, que soy el más pecador y miserable
de los mortales, otorgándome las gracias que te pedí ¿quién ha de
desconfiar de tu misericordia? (5)."

Persuadido de sus
flaquezas, decía que le era imposible vencer en la lucha que por
honra de Dios emprendiera, a no ayudarle el amado y a no haberle
enseñado sus noblezas y significado su voluntad (6); y por último
añadía:- "Si ves a un amante cubierto de galas, honrado por vanidad y obeso por comer, beber у dormir, no encontrarás en él
sino la condenación y los tormentos (7)."



Tanto
como habían sido deplorables los mundanales extravíos a que entregó
Raimundo los más bellos días de su juventud, fueron ásperas las
penitencias y las mortificaciones que después se impuso y amargas
las lágrimas de arrepentimiento que lloraron sus ojos. Gimiendo
pedía a Dios sin consuelo que le diese fuerzas para sostener en el
mundo una penitencia que fuese proporcionada a sus grandes agravios,
que de tantos modos debía hacerla cuantos fueron los en que había
delinquido (8).



(1)
Libro de Contemplación, cap. 68. - (2) Idem, cap. 126. - (3) Idem,
cap. 132. -
(4) Idem, cap. 142. - (5) Idem, cap. 92. - (6)
Libro del amigo y del amado, vers. 140.
- (7) Idem, vers. 145. -
(8) Libro de Contemplación, cap. 86.



Rogábale
que ya que por sus culpas había convertido en criatura despreciable
su humana naturaleza, le redujese a tal estado que por las obras
pudiese alcanzar otra vez a ser tan noble como lo había sido por la
creación (1): porque sin su auxilio y sin su amor temía perecer en
el mar de sus culpas, como la nave combatida por la fuerza de las
olas y la tempestad (2); con lágrimas en sus ojos le adoraba, le
alababa y le bendecía, confiando en el auxilio con que conforta a
los pecadores al emprender el camino de la penitencia (3); y pedíale
que, así como armaba con la espada el brazo del caballero para
defenderse de los enemigos, diera virtud y fuerza a su alma para
defenderse de los suyos que sin cesar pugnaban para que le fuese
infiel y desobediente (4). Decía que las sendas por donde se quiere
encontrar a Dios son largas y peligrosas, llenas de consideraciones,
lágrimas y suspiros: que para honrarle es necesario menospreciar el
cuerpo y las riquezas, dejar las delicias del mundo y arrostrar la
derision de las gentes: que le tenía sin consuelo la pérdida
del tiempo pasado, porque era irreparable: que las vestiduras de su
cuerpo eran de llanto y penalidades: que se entregaba a la soledad y
agolpábanse pensamientos en su imaginación, lágrimas en sus ojos,
y en su cuerpo aflicciones y ayunos: que volviendo a la compañía de
las gentes, desamparábanle pensamientos, lloros y penas, quedando
solo entre la muchedumbre: y que en el amante con pobres vestidos,
desdeñado de los demás, pálido y macilento por los ayunos y
vigilias, se ve la bendición y la bienaventuranza eterna (5). Tanto
le consolaba la mortificación que llamábala fragancia de flores
suaves; a lo cual añadía, que en los trabajos se encuentra la vida,
la muerte en los placeres y en el martirio la gloria; y ensalzando
los frutos de la mortificación, exclama: - Sembraba el amado en el
corazón del amigo deseos, suspiros, virtudes y amores, y regábaloseste con lágrimas: sembraba el amado en el cuerpo del amigo
trabajos, tribulaciones y enfermedades, y el amigo sanaba con
esperanza, devoción, paciencia y consuelo" (6).



(1)
Libro de Contemplación, cap. 30. - (2) Idem, cap. 35. - (3) Idem,
cap. 86. - (4) Idem, cap. 112. - (5) Libro del amigo y del amado,
vers. 2, 11, 148, 151, 235, y 145. -
(6) Idem, vers. 58,
197, 4 y 96.



Raimundo
vivió también completamente desprendido de lo terreno. Sin más
norte que la voluntad divina, se mostraba indiferente a los caprichos
de la suerte. Considerándose como peregrino en el mundo, no se dolía
de los males que la adversidad hacinaba sobre su cabeza; no le tentó
nunca la ambición de las humanas riquezas, ni suspiró jamás para
que le fuese próspera la fortuna: antes al contrario, renunciando al
bienestar y al sosiego que se le ofrecían, quiso ser necesitado y
pobre, y consintió en pasar por todas las penurias de la indigencia,
ya mendigando hospitalidad en sus largas peregrinaciones, ya
arrostrando todas las privaciones y peligros imaginables. Así es que
adquirió aquella resignación perseverante que le hacía exclamar,
que entre los trabajos y los placeres que Dios le daba no conocía
diferencia; que las penas y los goces se unían en él para ser una
cosa misma en su voluntad; que no tenía otro albedrío que el de
obedecer a su Criador, y que no teniendo poder en su voluntad no
podía ser impaciente (1). A esto añadía que de la paciencia nace
la paz, que no tenía por pobre, sino aquel que lo era de virtudes; y
que las riquezas no consistían sino en las buenas costumbres y en la
caridad (2).
Y considerándose rico en la posesión del afecto de
Dios, decía que no anhelaba otra fortuna que los trabajos que por su
amado padeciera, ni otro descanso que el desfallecimiento que su amor
le ocasionaba; que su médico era la confianza que en Dios tenía
puesta, y su maestro las significaciones que las criaturas le daban
de su amado: y por último, exclamaba: - "Vestido estoy de vil
sayal; mas el amor viste mi corazón de plácidos pensamientos (3)."



(1)
Libro del amigo y del amado, vers. 7, 197, 221 y 222. - (2) Libro de
los mil proverbios (provorbios), cap. 31, 50, 49 y 18. - (3)
Libro del amigo y del amado, versículos 57 y 151.



De
la oración a que por tan largas horas Raimundo se entregaba, decía
que era nuncio veloz, diligente, sabio y fuerte entre Dios y el
hombre; que quien ora está con Dios y Dios con él; que es la senda
perdurable de la beatitud; que ella da al hombre sabiduría y
fortaleza, amor y alegría, consuelo y resignación, diligencia y
sobriedad, devoción y riqueza, contrición y castidad y todas las
virtudes juntas, al paso que aleja del alma todos los vicios (1). La
consideraba como el puerto de la salud y como la alegría de los
tristes, añadiendo que ella es quien ahuyenta la muerte, inspira
amor a los que amar no saben, lava y purifica las manchas del pecado
y hace al hombre desprendido, elocuente, audaz y fuerte contra sus
mortales enemigos; exalta la memoria, el entendimiento y la voluntad;
impulsa al agradecimiento y a honrar y bendecir a Dios, amarle y
servirle; proporciona la paz y la quietud, y da ánimo para emprender
el bien y diligencia para evitar el mal; despierta el amor hacia los
pobres, y es en fin la raíz, origen y ocasión de todos los bienes y
perfecciones (2). Asegura que la oración tiene más poder que el
infierno junto; que vale más que todos los bienes y las riquezas del
orbe; y que es el consuelo más dulce del pecador (3). Y por último,
dando a comprender hasta donde se elevaba su espíritu en la
contemplación, exclama: - "La luz del aposento del amado vino a
iluminar la estancia del amigo, alejando de ella las tinieblas y
llenándola de placeres, deliquios y pensamientos de amor: y el amigo
echó fuera de la estancia todas las cosas para que en ella
descansase su amado (4)".
(1) Libro de Contemplación, cap.
360. - (2) Idem, idem. - (3) Libro de los mil proverbios, cap. 30. -
(4) Libro del amigo y del amado. vers. 101.



En
los escarnios y vilipendios de que su celo infatigable le hacía
blanco, y en las bárbaras persecuciones de que muchas veces era
víctima, daba muestras de la más bondadosa y pacífica tolerancia,
hasta el punto de cantar con suavísimo plectro en medio de sus
penalidades y trabajos: - "Los poderosos, los medianos y los pequeños se complacen en escarnecerme, y el amor, las lágrimas y
los suspiros hacen languidecer mi corazón; mas al recordar el alma
mía sus firmes propósitos, siente gozosa acrecer en sí su celo, su
inteligencia y su voluntad, lo cual le hace siempre gozar en el santo
servicio de Dios (1)." ¿Y cómo no había de estar adornado de
esta tolerante suavidad quien amaba a su enemigo por la sola
circunstancia de ser hechura del Todo-poderoso (2)?



La
verdad fue siempre la estrella que le guió en sus hechos, y para que
ella se propagara por todos los ámbitos del mundo, hizo el
sacrificio de su bienestar y de su vida. Profesándole un culto
constante, decía que ella no muere nunca; que quien la vende, vende
a Dios; que constituye el mayor y más precioso tesoro; y que el
Eterno ayuda a quien la defiende (3). De la conciencia, decía que
punza el alma como la espina en el pie: de la devoción, que da
llanto a los ojos y alegría al corazón; que si debilita el cuerpo,
robustece el alma, que es la mayor enemiga de la culpa y el mejor
amigo que es dable encontrar (4); y de la piedad que eleva en sí
misma el amor y convierte el llanto en un raudal de dulzura (5).
Decía que el consuelo no es nunca pobre, que no sabe amar quien no
se consuela, y que no hay para que estar inconsolable como no sea por
la pérdida de Dios (6). De la obediencia aseguraba que es compradora
de voluntad: de la perseverancia que es camino que conduce a lo que
se desea; y de la cortesía que os signo de amables pensamientos (7).



(1)
Véase la oda inserta en el capítulo último del libro Blanquerna. -
(2) Libro de los mil proverbios, cap. 12. - (3) Idem, cap. 19. -
(4) Idem, cap. 29. - (5) Doctrina pueril, cap. 36. - (6) Idem, cap.
32. - (7) Idem, cap. 33, 36 y 37.



Inducía
a su hijo con su elocuente ejemplo y su persuasiva palabra a ser
limosnero para que se acostumbrase a esperar en Dios, a ser laborioso
para alcanzar el bien inestimable de la salud, a ser obediente para
no ser orgulloso, y a que hablase y tratase siempre con los ánimos
nobles para adquirir audacia de noble corazón: y con toda la ternura
de un padre añadía: - “Ten firmeza de ánimo, hijo mío, para
que no hayas de arrepentirte; ten mesura en tus manos para que no
seas pobre; escucha para oír, pregunta para saber, da para que
después encuentres, cumple tus promesas para ser leal, mortifica tu
voluntad para que no llegues a ser sospechoso, acuérdate de la
muerte para que no te entregues a la codicia, ten siempre la verdad
en tus labios para que no seas impúdico, ama la castidad para que tu
alma sea cándida, sé temeroso para no perder la paz, y ten
ardimiento para que no te prendan (1)."



Tanto
como eran hermosos y vivos los colores con que Raimundo sabía pintar
las virtudes y hacer agradables los sentimientos elevados y piadosos,
eran terribles los rasgos con que anatematizaba los vicios y
delineaba el abismo de la culpa y el mar revuelto de los desvíos
humanos. Atacando la vida de los sentidos, exclamaba: - "Aspiró
el amigo las flores y se acordó del hedor del rico avariento, del
viejo concupiscente y del soberbio desagradecido: probó manjares
dulces y encontró en ellos la amargura de los bienes temporales y la
de la entrada y salida de este mundo: se entregó a los goces
terrenos y apercibióse de lo fugaz de la existencia y del breve
tránsito de la criatura sobre la tierra, y vino a su pensamiento el
castigo eterno que ocasionan los materiales deleites; y de aquí el
desprecio con que el amigo miraba todo goce sensual y mundano (2). Y
mirando por último las cosas terrenas como medios, no de dar
satisfacción y placer a sus sentidos, sino de elevar más su
pensamiento hacia el Dios que las criara, cantaba en otro pasaje:
-
“Preguntaron al amigo: ¿qué es el mundo? y respondía: Es un gran
libro para los que en él saben leer. Preguntáronle si en él se
encontraba al amado, y dijo que de igual manera que se encuentra el
escritor en el libro. Y añadieron. ¿En quién está el libro? En el
amado, respondió el amigo, porque en él se contienen todas las
cosas, y así es que el mundo está en el amado y no el amado en el
mundo (3)".
(1) Doctrina pueril, cap. 93. - (2) Libro del
amigo y del amado, vers. 328. - (3) Idem, vers. 307.



Hubiéramos
de ser más difusos de lo que conviene a nuestro propósito, si
cuando los actos mismos de la agitada al par que laboriosa vida de
Raimundo no nos demostrasen el sublime temple de aquella alma
verdaderamente extraordinaria, nos hubiésemos de detener en
delinearla al trasluz con los rasgos mismos que dejó esparcidos en
tantos y tan variados volúmenes. Arraigada profundamente en el
iluminado doctor la verdad santa del dogma cristiano, y teniendo
siempre a Dios por centro de todas sus aspiraciones, a la honra y
servicio de este y a la mayor exaltación de aquella consagraba sus
facultades todas, conquistando por una parte con el poderío de su
inteligencia los corazones a quienes no bastaba el heroico ejemplo
que sus hechos ofrecían, y dando por otra a su siglo el doble
espectáculo de la más alta y sublimada virtud y de la más
inconmensurable sabiduría. Así, cuando consideramos en Raimundo
Lulio al hombre y al sabio, no sabemos si debe sorprendernos más el
conjunto de los hechos de su vida heroica y de continuada abnegación
y sacrificio, o el parto prodigioso de su vastísima inteligencia.



Si
correspondiesen nuestras fuerzas al entusiasmo y admiración que el
genio del gran Lulio nos produce, hubiéramos ensayado dar siquiera
una idea aunque breve de la ciencia de tan célebre como quizás mal
juzgado maestro; mas el círculo inmenso que abarcó su saber, y el
tacto, detenimiento y profundísima comprensión que para ello se
requiere, cuando no fuese el fin concreto y limitado que nos hemos
propuesto, nos harían desistir de semejante empresa; si bien
juzgamos harto necesaria ya una razonada y digna vindicación de los
inmerecidos ataques de que ha sido objeto la doctrina del insigne
mártir, unida a una sencilla y fundada exposición de lo que acaso
tenga de apasionado y fanático el encomio que sus apologistas han
hecho hasta de los defectos de que su sistema adolece. Quizás de un
concienzudo análisis de las extensas obras de Raimundo, vendríamos
a deducir que ni uno ni otro bando ha juzgado sin pasión, y que si
por una parte llegara el encono hasta el extremo de suponer a Lulio
autor de proposiciones heréticas y absurdas, y de permitirse
adulterar y tergiversar los originales textos que se buscaban como
comprobantes de sus asertos, se ha pecado por la otra por el lado
opuesto de considerarle como infalible en sus opiniones. Pero en
honor de la verdad sea dicho, en los encomiadores y apologistas de
Lulio generalmente hemos observado un indisputable conocimiento del
sistema sobre que discuten, al paso que no pocas veces en las
diatribas de sus adversarios, vemos inexactitudes e inconsecuencias
de tanto bulto, que más presuponen el espíritu de secta o de
escuela, que un estudio profundo de los escritos del maestro cuyo
mérito tratan de anular.



Pocos
autores ha habido quizás en el mundo con más ligereza y
encarnizamiento censurados. A veces la lectura de uno solo de los
compendios del esclarecido doctor, ha sido suficiente para que
críticos, que en otras ocasiones dieran pruebas de sensatez y
excelente juicio, se hayan creído autorizados para fulminar el
anatema sobre la generalidad del arte de Raimundo; cuando los varones
más doctos en la ciencia luliana aseguran y con mucha razón, que no
es posible formarse una idea exacta y cabal de semejante sistema, sin
el estudio detenido de las extensas obras de su autor que vienen a
formar como su gran comentario; y menos todavía sin un conocimiento
perfecto del particular lenguaje que creó y adoptó para
desenvolverle. Así pues, muy frecuentemente, en los pasajes de
difícil comprensión o de harta sutileza, han preferido sus
adversarios ver más bien embrollados dislates que entretenerse en
desentrañar o sondear el hondo pensamiento del filósofo, al mismo
tiempo que sus admiradores se han valido de su misma oscuridad para
dar a sus ideas más visos de profunda. De todos modos, ni los
primeros habían de haber olvidado en sus apreciaciones, que nunca el
hombre, por muy elevado que sea su entendimiento, deja de pagar un
tributo al carácter, circunstancias y preocupaciones de su siglo, ni
los segundos de que no hay sistema humano que no esté sujeto a
errores crasos que una generación más adelantada llegue después a
conocer y señalar.



Lulio
apareció en el mundo literario en la época de los mayores delirios
de la escolástica; época en que la argumentación dialéctica y las
aristotélicas sutilezas estaban entronizadas en todas las clases, y
en que triunfaban hasta de la misma verdad la sofistería lógica y
las cabilaciones de la metafísica; época en fin en que,
según expresión de Condillac, las escuelas no eran sino torneos, en
los que la gloria estaba en el disputar y vencer a trueque de
ensalzar el error. En medio de esta baraúnda de la ciencia, y
satisfaciendo su ardiente sed de saber en el abundante manantial de
los autores arábigos que le apasionaron a sus misteriosas
combinaciones y a la cábala, amén de la astrología y de la
química, y que le condujeron también a toda la sutileza del
escolasticismo, nada tiene de extraño que su entendimiento, aunque
de suyo claro y penetrante, se inficionase con los defectos de su
época, y que en el afán de hacerse invencible en la argumentación
o en la polémica, su vigorosa y rica imaginación buscase y
concibiese aquel instrumento universal de la ciencia, que si no en
todos los casos podía dar satisfactoria solución a las cuestiones
que se propusiesen, coordinaba al menos, robustecía y facilitaba las
diferentes operaciones de la inteligencia, y subministraba palabras y
conceptos para discurrir sobre ellas sin salir del rigorismo de la
lógica que era a la sazón el arte supremo.



No
seremos nosotros empero quienes nos convirtamos en ciegos apologistas
del arte de Raimundo, ni en obcecados detractores de su admirable
disposición. Creemos un delirio reducir el entendimiento humano a
semejante mecanismo, pero no nos cabe duda de que, con ayuda de su
invención brotaron de la mente de Raimundo principios fecundos en
resultados, ideas grandes y luminosas, que si bien no han sido
estudiadas como merecen, no han podido menos de llamar la atención
de grandes pensadores (1): y vivimos en la persuasión de que si se
procediera al estudio analítico de los escritos del insigne mártir,
prescindiéndose de la forma y del espíritu escolástico que reina
en muchos de ellos, y dejándose a un lado los errores científicos y
las varias creencias y preocupaciones propias de la época, no se
vacilara en conceder a Raimundo Lulio uno de los primeros puestos
entre los hombres que más han influido en la marcha progresiva de la
humanidad.



(1)
Entre los filósofos y sabios modernos que han estudiado con
muchísimo aprecio y veneración varios tratados de Lulio, merecen
especial mención Leibnitz, Boherave, Hoffman y algunos otros.



Sin
embargo, no se negará que alzándose en atrevido vuelo a una altura
que nadie antes que él había osado trepar, fiado únicamente en sus
propias y gigantescas fuerzas, y abarcando la ciencia, no por partes,
sino formando un todo indivisible, puso, para admiración de los
siglos posteriores, los vastos cimientos de una enciclopedia; y que
cultivando a fondo todos los ramos de la inteligencia humana, dejó
consignados sobre cada uno de ellos descubrimientos importantísimos,
máximas imperecederas o ideas generales, cuyo sello de grandeza
envidiaran sin duda hasta los primeros sabios de nuestros tiempos.

La teología o sea la verdad absoluta, era la cima a que le
conducían de grada en grada, como al Dante, todas las demás
ciencias; y en tan inmenso campo admira verle recorrer con firme y
seguro paso y con su extraordinaria fuerza de pensamiento, los
incomprensibles misterios de nuestro dogma, hasta el de la Concepción
inmaculada de la Virgen María, cuya reciente declaración ha venido
a ser un triunfo póstumo para tan consumado teólogo. Y la copia de
luz con que discurre en largos tratados sobre los artículos de la fé
católica, y las célebres disputas con los averroístas, con los
judíos, con los sarracenos y con todos los cismáticos y herejes de
su tiempo, demuestran el caudal de ciencia teológica que atesoraba,
cuan a fondo comprendía su entendimiento el espíritu de cada secta
en particular, y cuan adiestrado había de estar en la polémica para
sacar incólume y triunfante el catolicismo de la contundente
argumentación de sus adversarios (1). (1) Es inmenso el número de
obras teológicas que nos ha dejado Lulio, pues además de las que
van enumeradas en la relación biográfica que hemos trazado, hay
muchísimas otras que, por no constarnos la época en que el autor
las escribió, no las comprendemos en la expresada relación. El
curioso que desee enterarse del largo catálogo que forman las obras
de Lulio, podra verlo en la Biblioteca antigua de D. Nicolás Antonio
y en la edición que de varios tratados de Raimundo, publicó en
Valencia en el año 1515 Alfonso de Proaza y dedicó al cardenal
Ximenez de Cisneros.



Como
escritor místico se elevó Raimundo a una altura que pocos han
podido alcanzar. Dotado de un alma superlativamente contemplativa y
dada al ascetismo, no podía mirar y discurrir sobre el orden
majestuoso del universo o sobre las maravillas del mundo, sin
abismarse con íntimo y poético trasporte en la más profunda y
devota meditación: así es, que hasta en sus obras científicas no
pocas veces le vemos levantarse en alas de su inspiración sagrada a
las regiones más encumbradas del misticismo. El gran tratado de
Contemplación, el precioso opúsculo de Oraciones y contemplaciones,
el de Alabanzas a la Virgen María, el del Nacimiento del niño
Jesús, el devocionario que escribió para los reyes de Aragón,
algunas de sus poesías, y el nunca bastantemente celebrado cántico
del Amigo y del Amado, son otros tantos testimonios de la
superioridad de su talento en la literatura mística, que le colocan
en la esfera de San Juan de la Cruz, de Fr. Luis de León, y de Santa
Teresa.



Raimundo
Lulio brilla también con viva luz como maestro en la predicación.
Su Arte magna de predicar que contiene un número crecido de
sermones, es un excelente tratado, que si no se hace notar por su
elocuencia, es provechoso por el orden y buen método con que trata
de todas las materias predicables; a cuyo libro pueden añadirse los
Sermones sobre los diez preceptos, el tratado sobre el Padre nuestro,
el del Ave María y otros.




En
la jurisprudencia tuvo miras metódicas y elevadas que le ponen en un
lugar distinguido entre los juristas de su tiempo; y nos persuadimos
de que las obras que sobre la materia dejó escritas acrecentaran su
fama como maestro en la ciencia de la justicia, si fuesen aquellas
más leídas y analizadas; así como sus tratados sobre la medicina,
tanto en su parte especulativa como en sus operaciones prácticas, le
han valido altísimos elogios de eminentes profesores así antiguos
como modernos que en su estudio se han detenido, considerándole no
sólo como un consumado maestro en este ramo del saber humano, sino
como uno de los escritores a quienes la ciencia debe importantes
descubrimientos y señalados servicios. Sus Principios sobre el
derecho, su Ars juris, su Derecho natural, su Arte de aplicar la
nueva lógica al derecho y a la medicina; y por otra parte los libros
titulados Principios de la medicina, de la Levedad y peso de los
elementos, de la Región de la salud y de las enfermedades, el
tratado sobre la Fiebre, el de la Medicina teórica y práctica, el
Arte curatoria y otros muchos, bastan para conocer lo que se
distinguió como jurisperito y como médico.



En
la filosofía fue incomparable, dejando en su dilatado campo rayos de
clarísima luz. En efecto, la lógica y la metafísica fueron
tratadas por su fecunda pluma bajo un sistema nuevo y exclusivamente
suyo. Sus libros de moral, entre los cuales van comprendidos el Félix
de las maravillas del mundo, el Arte de confesar, el del Régimen de
los príncipes, el del Orden de caballería, el otro del Orden
clerical, el de los Proverbios y el Blanquerna, le ponen al lado de
los primeros moralistas que haya tenido el mundo. Con respecto a la
física, mientras los escolásticos divagaban en cuestiones
embrolladas y estériles, es notabilísimo ver a Lulio establecer
sobre la observación y la experiencia el estudio de la naturaleza, y
entrar con toda la fuerza de su saber en las más profundas
investigaciones sobre las causas de los fenómenos naturales, y
extenderse en juiciosas observaciones sobre la electricidad y el
magnetismo; hablando ya en su libro de Contemplación, escrito más
de treinta años antes que Flavio Gioja perfeccionase la brújula con
la rosa náutica, y en otras muchas obras, de la dirección polar de
la aguja tacta á magnete; y tratando de este asunto, antes
que otro lo hiciese, de una manera verdaderamente científica
(1).
(1) Véanse sobre el particular las disertaciones sobre el
descubrimiento de la aguja náutica que publicó en Madrid en 1793 el
P. Antonio Raimundo Pascual, monje cisterciense. Como matemático y
astrónomo es sin disputa de los primeros de su tiempo, y son dignos
de ser estudiados sus especiales tratados sobre estas materias, entre
los que se notan la Geometría nueva, la Geometría magna, el Arte de
la aritmética, la Astronomía nueva, el libro sobre los Planetas y
otros muchos, sin contar lo que dejó esparcido con referencia a las
mismas, en las obras que se ocupan del Arte general. Y por último la
química es quizás el mejor título de la gloria y la inmortalidad
de Raimundo. Impulsado al estudio y a las operaciones de esta ciencia
por su contemporáneo Arnaldo de Vilanova, durante la permanencia de
ambos en Nápoles, hacia el año de 1293, y aficionado a la misma por
la lectura de Geber y otros alquimistas árabes, pudo colocarse en
mejor lugar tal vez que su propio maestro y que cuantos le habían
precedido. Bajo este punto de vista, que es indudablemente el en que
ha sido más y mejor estudiado por los extranjeros, Lulio aparece
como una gran figura, pues mucho es lo que la ciencia le debe en
sentir de todos. El descubrimiento del ácido nítrico, de cuyo
reactivo describe la preparación, las importantes observaciones
sobre el aguardiente, sobre las sales y sobre la calcinación y la
destilación, y los experimentos notables que dejó consignados en
sus escritos, son hechos que le acreditan como el primer químico de
su tiempo. El célebre Boherave le cita como uno de los que mejor han
explicado la índole de los cuerpos naturales; y para concluir
trascribiremos lo que estampa un autor francés al hacerse cargo de
los conocimientos de nuestro autor en el ramo que nos ocupa. -
"Citaré entre otras, dice, dos ideas generales que son
sorprendentes. La ciencia tendía en aquella época a buscar la
quinta esencia en todas las materias, que era una especie de
principio sutil, ajeno de toda mezcla, y arquitipo (arquetipo),
por decirlo así, del cuerpo que representa y del cual posee todas
las propiedades o las virtudes, según la expresión de aquel tiempo,
en una intensidad absoluta. Raimundo Lulio buscó esta quinta esencia
ontológica en todos los cuerpos, no sólo en los minerales, sino en
los vegetales y animales. Curioso es ver como la ciencia actual
aplica en pequeño, en sus terapéuticas aplicaciones de la química
vegetal-animal, la idea fecunda, aunque quimérica, que la ciencia
del siglo XIII, tan poética en su cuna, se creía en estado de
aplicar desde luego al conjunto de los fenómenos de la naturaleza.
Nada más parecido a la quinta esencia de Raimundo Lulio, que esas
modernas operaciones de la química farmacéutica, que anda buscando
la morfina en el opio, la quinina en la quina, el yodo en las plantas
marinas, etc., como arquetipos que encierran en muy pequeño volumen
las más visibles propiedades y las acciones más intensas." -
"Otra idea hay de Raimundo Lulio que no es menos notable. De
algunos pasajes, quizás algo difusos y algún tanto oscuros, se
puede inferir claramente que según él la forma es la cualidad más
esencial de la materia, y que ella influye mucho en la composición
química. La ciencia actual no está acorde con esto; mas de cada día
alcanza resultados que no dejan de tener alguna analogía con la
opinión de Lulio. Hace ya mucho tiempo que los fisiologistas han
notado, que en la organización el elemento de la forma tiene más
importancia que el de la composición, cosa que se comprende muy
fácilmente: basta en efecto considerar cuan poco varía en cada
especie la forma vegetal o animal, por muchas que sean las
modificaciones a que se ve sometido el ser organizado según el
clima, la estación, la alimentación, el aire y demás
circunstancias que influyen sobre la composición química. Un hecho
análogo se observa en la química mineral. Se sabe en efecto que el
cristal de una sal, por ejemplo, de forma determinada, persiste en
ella en muchos casos, aun cuando vaya mezclada con otras sustancias
análogas y aunque sean estas a veces en porción bastante
considerable. La nueva teoría de las sustituciones, introducida
recientemente en la química, da también este singular resultado: en
una composición de muchas sustancias puede un cuerpo en cierta
manera ser sustituido por su análogo, sin que las propiedades
físicas y químicas de la composición se alteren en lo más mínimo
(1)."
(1) Delecluze. Revue des deux mondes. Nov. De *1840.



Raimundo
Lulio ocupa también un puesto muy distinguido en la ciencia de la
estrategia (estratéjia) militar, y en la de la navegación.
Para convencerse de sus admirables disposiciones en la primera, no
hay sino leer su libro sobre la Conquista del Santo Sepulcro y otro
sobre el mismo objeto que intituló del Fin; y prueba son de sus
inmensos conocimientos en la segunda y de los sólidos principios en
que fundaba el estudio de la náutica, lo que dejó sentado en varias
de sus obras, y entre ellas en su Geometría y en su Arte general
última, ya que su precioso libro titulado Arte de navegar
desgraciadamente se ha perdido. El acierto con que discurre,
estudiando prácticamente sobre los terrenos, acerca del modo como
había de operar un ejército para apoderarse de la Siria, es digno
de los mejores y más experimentados capitanes; y en cuanto a los
conocimientos náuticos de Lulio, bastará que trascribamos lo que
manifiesta en una de sus excelentes memorias el concienzudo escritor
D. Martín Fernández de Navarrete.
- "Para evitar o minorar
en lo sucesivo tales acontecimientos, reduciendo a un sistema de
doctrina náutica las prácticas usadas y las observaciones hechas
por los marinos de levante y del océano, combinándolas con los
principios de las ciencias exactas, especialmente de la astronomía,
que tanto habían cultivado los árabes y rabinos españoles,
escribió el portentoso Raimundo Lulio varios tratados científicos,
y entre ellos un Arte de navegar, que citan D. Nicolás Antonio y
otros escritores. Si esta obra hubiese llegado a nuestros días,
pudiéramos examinar y conocer el método con que trató ciertos
puntos fundamentales de la navegación, o averiguar si acaso fue un
mero recopilador de lo que dejaron escrito los antiguos. Pero
juzgando por la doctrina que vertió en otras misceláneas y
matemáticas, no podemos dejar de admirar los sólidos principios en
que fundaba el estudio de la náutica. En una de ellas, publicada en
1286, trató de los vientos y de las causas que los producen: en otra
del año 1295, dio excelentes documentos sobre la necesidad que tenía
el marinero de considerar el tiempo para navegar, los puertos a donde
debía refugiarse, y sobre la estrella y el imán, los rumbos y
distancias que andaba, y finalmente sobre cuanto correspondía a su
profesión. Dijo en su Geometría, que de ella depende la náutica, y
entre sus figuras se nota un astrolabio para conocer las horas de la
noche, que dice es de mucha utilidad para los navegantes; y en su
Arte general última, no sólo puso un compendio de ciertas
instrucciones para que los marineros ejecutasen con arte lo que
obraban por pura rutina y experiencia, sino que trató expresamente
de la navegación (1), sentando que desciende y procede de la
geometría y aritmética; y en comprobación de ello traza una figura
dividida en cuatro triángulos y constituida en ángulos rectos,
agudos y obtusos a semejanza de los quartieres, que hoy sirven tanto
para la práctica de la navegación, declarando por medio de esta
invención, cuanto anda una nave según el viento que sopla y el
rumbo que sigue respecto a los cuatro puntos cardinales, de lo cual
deduce el lugar o paraje del mar en que se halla a una hora o momento
determinado; y trata además en aquella obra, de los vientos y de las
señales para pronosticar su dirección.



(1)
Ars generalis ultima, obra que empezó en 1305 y acabó en 1308,
part. X, cap. 14, art. 96 De navigatione.



Si
por esta muestra y otras semejantes que ofrecen los voluminosos
escritos de Lulio, hemos de juzgar del mérito de su tratado de
náutica y de sus conocimientos en esta materia con relación a su
siglo, no podremos menos de maravillarnos de su instrucción cuasi
universal, de su ingenio original y penetrante, y de su talento vasto
y combinador en descubrir las relaciones que tienen entre sí todas
las ciencias y aplicarlas recíproca y oportunamente para dar un
impulso favorable a sus adelantamientos y facilitar los métodos de
su enseñanza (1).
(1) Nicol. Ant. Bibl. vet., tom. II, pág. 122
y sig. - Pascual, Aguja náutica, pag. 5, SS. 1, 3 y 4. - Fr.
Bartolomé Fornés, Apolog. contra Feijoo, Dist. 3, c. 6.
De aquí
puede inferirse naturalmente que si el primer tratado de náutica en
la media edad se debe a un español, fue también consecuencia de lo
mucho que este peregrinó entre las naciones de Europa, Asia y
África, con motivo de promover las cruzadas; cuyas expediciones
anteriores, fomentando la navegación e ilustrando la geografía, al
paso que multiplicaron los intereses y las relaciones de los pueblos
entre sí, hicieron también recíprocos sus conocimientos,
principalmente los que se dirigían a facilitar más estas
comunicaciones por mar, disminuyendo los riesgos y peligros que la
ignorancia hacía tan comunes y repetidos."



Contra
los que cultivaban la astrología judiciaria y la nigromancia,
escribió Lulio también excelentes tratados, siendo de notar lo que
en el tantas veces citado cántico del Amigo y del amado expresa con
referencia al particular, para confusión de los que confundiendo al
filósofo con el impío escritor de su tiempo llamado Raimundo de
Tárraga, le han supuesto autor de las heréticas blasfemias
que este estampó en sus libros. - "Encontró el amigo, dice, a
un astrólogo adivino, y preguntóle qué cosa era su astrología; a
lo que contestó que era ciencia que enseñaba a leer el porvenir.
Errado vas, le replicó el amigo, que lo que tú dices no es sino
engaño, ciencia de fingidos, fatídicos y mentirosos profetas, que
infaman la obra del soberano maestro; ciencia reprobada por la
providencia de mi amado, que promete dar el bien y no el mal con que
aquella amenaza.” - “Con altas voces iba el amigo diciendo: ¡Oh
qué vanos son muchos hombres que se dejan dominar por la curiosidad
y la presunción! Por la curiosidad caen en la mayor de las
impiedades, abusando del nombre de Dios, invocando con encantos y
deprecaciones los espíritus malos, y profanando las cosas santas con
caracteres, figuras e imágenes: por la presunción se han esparcido
tantos errores como hay en el mundo. Con vivas lágrimas lloró el
amigo las muchas injurias que cometen los hombres contra su amado
(1)".
(1) Libro del Amigo y del amado, vers. 347 y 348.



En
las letras fue también Raimundo notabilísimo. Además de sus varias
obras sobre gramática que le acreditan de muy sabio en el arte, como
preceptor o humanista escribió un libro de Retórica, que ha sido
muy encomiado por los inteligentes; al paso que su estilo es puro, y
su dicción expresiva y elegante, quedando sin disputa el primer
hablista lemosín entre sus contemporáneos. La ignorancia de
muchos que sin antecedentes se han creído bastantemente autorizados
para tratar a su manera del gran maestro, ha tachado de bárbaro el
latín de sus obras; mas tales críticos debían haber tenido
presente que es muy dudoso que Lulio escribiese en latín ninguno de
sus libros, y que el defecto que le censuran no es suyo, sino de sus
traductores, que no daban en escribir muy correctamente el idioma de
Marco Tulio en la época de su mayor corrupción.



Por
último, hasta en la música fue Raimundo en extremo hábil y perito
tratando de ella con la ciencia y fijeza con que discurría siempre
sobre todos los ramos de la inteligencia. Varias son las obras en que
se ocupó, aunque no exclusivamente, de este arte delicioso, y mucho
nos engañamos si no es de su mano el excelente libro manuscrito
titulado Arte de cantar, que hemos tenido ocasión de ver, aunque no
le encontramos continuado en ninguno de los largos catálogos de las
obras de nuestro autor.



No
acabaríamos nunca si hubiésemos de hacer mención expresa de todo
lo que fue objeto de los profundos estudios o de las continuas
meditaciones de Raimundo. Ninguna ciencia humana de las que estaban
al alcance de su época, dejó de encontrar su lugar en el gran
círculo que abarcaba su genio; ningún fenómeno de los que se
presentaron a su siglo con el incentivo de la novedad, dejó de ser
objeto de las hondas investigaciones del 
gran
filósofo. Su talento eminentemente combinador y universal forma
época en la historia del progreso humano. La fecundidad de su pluma
asombra, como asombran los numerosos viajes que emprendió, las
multiplicadas aventuras que le acontecieron, las continuas
diligencias que hizo para la realización de sus santos proyectos, y
las predicaciones asiduas que llevaba a cabo para la
conversión de los infieles. Un hombre de grande ingenio con dos siglos de
existencia no hubiera podido hacer lo que Lulio en los cincuenta años
que mediaron desde su conversión hasta su glorioso martirio. Con la
relación sola de su vida podría haber llenado volúmenes enteros;
sus escritos forman diez tomos de gran tamaño en la
edición moguntina, ordenada desde 1721 hasta 1749 por su admirador el
esclarecido
Ibo Zalzinger, si bien ella no llega a comprender
la mitad de las obras de Raimundo. Muchos tratados permanecen todavía
inéditos, otros se han perdido por desgracia de la ciencia y de las
letras.



Además
de tanta inteligencia, tan vasto saber, y tantas virtudes juntas,
reunía Raimundo una fuerza de ánimo invencible que le hacía
arrostrar todas las dificultades para la divulgación y enseñanza de
su Arte que consideraba como destinado a entronizar la verdad en
todos los ámbitos del mundo, y triunfar de todos sus adversarios. Y
con esa firmeza, a la que se unía la novedad que su sistema ofrecía,
logró que el orbe todo se llenara al punto de su ciencia, de su
doctrina y de su nombre. Mas no se contentaba solamente con el fruto
que podía dar la propagación de su sistema en las escuelas, sino
que para estirpar los errores que se multiplicaban en el mundo en
medio del cual vivía, ofreció por una parte a la Santa Sede y al
colegio de cardenales su Arte general, y emprendió por otra largos
viajes para desempeñar el más penoso apostolado. En medio de estas
tareas no olvidaba el negocio de la conquista de los Santos Lugares,
que fue el pensamiento que a todas horas le dominaba, y para cuyo
objeto agotó todos los recursos de su pluma y todo el tesoro de su
infinita paciencia, ya trazando planes y proyectos para facilitar la
empresa, ya interesando en ella a los grandes poderes de la tierra; y
si unas veces logró el placer de ser escuchado y en parte secundado
en sus miras, otras tuvo que sufrir con toda la resignación de un
cristiano la mofa y el desprecio en recompensa de sus laudables
afanes. ¡Cuánto hubiera cambiado quizás la faz del mundo a haberse
llevado a feliz término los vastos proyectos del gran pensador de su
siglo! ¡Y cuántos beneficios no hubiera reportado con ello la causa
del catolicismo! Mas Raimundo halló tibios a sus contemporáneos, y
sus exhortaciones se estrellaron contra la irresistible fuerza de las
circunstancias que le fueron siempre adversas.



Aunque
fue mucho empero el celo y la firmeza con quo Lulio ponía en
ejecución sus ideas, duélenos tener que confesarlo, no anduvo
siempre acertado en los medios que escojitaba para llevarlas
adelante, ni eran siempre tan oportunas como convenía. Y no dejó de
contribuir ciertamente a esta falta de tacto con que en determinadas
ocasiones procediera, atención que prestaba por desgracia a los
acontecimientos políticos de su tiempo, en los cuales no se instruía
lo bastante, extraño como se mantuvo siempre a toda asociación
civil o religiosa, y ocupado como estaba tan asiduamente en sus
estudios y combinaciones científicas.



Mas
en vano se han levantado envidiosos contra la santidad y heroísmo de
la vida del eminente mártir, y contra la doctrina del célebre
filósofo. En vano el vehemente y bilioso inquisidor Nicolás de Aymerich, que hubo de ser expulsado del reino de Aragón por
sus demasías, lanzó contra Lulio las diatribas más furibundas,
tildando de heréticas muchas de sus máximas que adulteraba a su
antojo, y suponiendo condenados sus libros por una bula pontificia
cuya autenticidad no pudo nunca justificar; la fama del mártir ha
quedado ilesa, y los merecidos elogios que de sus actos y de su
ciencia han hecho millares de sabios, son un elocuente, y magnífico
contrapeso a las decepciones que solo la ponzoña de las malas
pasiones ha podido dictar contra el más celoso de los apóstoles у
el más esclarecido de los sabios de la edad media, radiante sol en
la ciencia y espejo purísimo de todas las virtudes.

domingo, 17 de octubre de 2021

FERNÁN CABALLERO.

FERNÁN
CABALLERO.

Fernán Caballero, Cecilia Böhl de Faber



Formular
un juicio acabado de Fernán Caballero, y aquilatar definitivamente
sus altas dotes literarias, no es cosa de fácil logro para quien,
como nosotros, sólo puede contar con un criterio inseguro.
Venturosamente, escritores nacionales de incontestable respetabilidad
y bien asentada nombradía, unas veces con los encarecimientos del
entusiasmo, otras con el sesudo lenguaje de una crítica razonada,
han venido a confirmar la estimación y aplauso que el público ha
dispensado siempre a las producciones del esclarecido novelista. Y,
para que la celebridad de nuestro Fernán (Fernan en el original)
reuniese todas las condiciones de legitimidad apetecibles, ese nombre
modestamente sencillo, por un privilegio otorgado a muy pocas
lumbreras de la literatura española contemporánea, ha traspuesto la
valla de los Pirineos, y la Europa inteligente le rinde ya el
homenaje de su admiración y simpatía. Las obras de Fernán se
hallan traducidas en francés, en alemán y en bohemio, y
periódicos extranjeros tan importantes como el diario inglés
Chamber‘s llenan sus columnas con lisonjeras apreciaciones del
hechicero narrador. El tan elegante como profundo Carlos de Mazade, a
quien las letras patrias del siglo presente son deudoras de
investigaciones llenas de atinada sagacidad; Antonio de Latour,
erudito apasionado e incansable, literato ameno y variado como un
artista, minucioso y paciente como un anticuario; y, por fin, el
barón Fernando Wolf, sabio portentoso y benemérito patriarca de la
crítica europea; jueces de tan notoria competencia, en fin, han
hecho al autor de La Gaviota toda la justicia que debía esperarse de
la alteza de su criterio y de la sinceridad de sus intenciones. (Ver la chaika de Chéjov)


No
se ocultará, pues, al buen juicio del Sr. D. Luis María Samper que,
para justipreciar el complicado mérito de un escritor que, como

Fernán Caballero, ha recibido la doble sanción del encomio popular
y de la autoridad científica más encumbrada, no conviene proceder
de ligero ni cavalièrement, como dicen nuestros vecinos de
allende. En nuestro humilde sentir, de este defecto adolecen los
párrafos críticos que ha dedicado el Sr. Samper al más eminente
novelador de España. De otro modo, ¿cómo se concibe que una
persona dotada del recto sentido literario que suponemos a dicho
señor, haya calificado a Fernán Caballero de romancista mediocre,
arrancándole la palma gloriosa de la novela nacional contemporánea
de costumbres que propios y extraños le conceden?


Son
tan vagas las razones en que funda el Sr. Samper su peregrina
aserción, que no es socorrida tarea el refutarlas de una manera
cabal y satisfactoria. Lo más natural, pues, en este caso es indicar
las dotes de novelista superior que reúne Fernán Caballero.


Una
de las cualidades que más resplandecen en sus novelas, es sin duda
aquella condición esencialísima de toda producción del arte, y
especialmente del género escogido por Fernán para dar a luz los
tesoros de su alma, a saber: verdad.
En tanto la tienen los
caracteres que ha pintado, en cuanto son, casi todos, retratos de
personajes reales y verdaderos, embellecidos con aquella aureola
ideal, animados por aquel soplo creador, que es uno de los atributos
más indelebles del genio. Fernán, lo mismo que Cervantes,
Goldsmith, Dickens, y Balzac cuando no metafisiquea, no ha necesitado
para dar vida inmortal a los caracteres que ha delineado tan
primorosamente, hacer esfuerzos colosales de imaginación ni
extraordinarios tours de force; con aquel tacto exquisito que escoge
los tipos sociales que merecen los honores del pincel, ha condensado
y puesto de relieve los rasgos de las fisonomías morales que
intentaba reproducir, con sobriedad de colorido, con fuerza, con
briosa y gráfica energía. Y ¿qué diremos de la verdad maravillosa
que brilla en las situaciones, ya sublimes, ya tiernas, ora
sencillas, ora complicadas, y siempre lógicas y naturales, a que da
lugar el juego variado de los caracteres pintados por Fernán?


Fácil
y grato nos sería aglomerar ejemplos que patentizasen hasta qué
punto posee el autor de La Gaviota y de Clemencia tan preciosas
cualidades; pero nos lo impiden los angostos límites que hemos
fijado a esta rectificación. Por otra parte, ya que el Sr. Samper el
único ejemplo que ha citado en apoyo de su intento, ha sido La
Gaviota, cuyo desenlace tacha de completamente ilógico, nos
ceñiremos a esta originalísima novela, como prueba relevante de la
verdad y lógica con que sabe trazar sus caracteres nuestro gran
pintor de costumbres.


Marisalada
es una organización eminentemente vulgar; dando a la palabra
vulgaridad la acepción que le dan las naturalezas exquisitas y
delicadas, esto es, una ruindad en el pensar y sentir, espontánea,
vigorosa, incurable. Esencialmente refractaria a todo lo noble,
poético y elevado, lejos de adquirir con sus hábitos de vida
agreste y montaraz un sello de salvaje grandeza, lo único que
adquiere es un carácter duro, voluntarioso y díscolo. Ama su casa
como el pájaro su nido, porque le sirve de albergue, no por ser la
morada de su padre, que la adora. Cuando el buen Stein, corazón de
oro de ley, alma tierna, melancólica y suave como una melodía de
Schubert, tomando la vulgaridad crónica de Marisalada por ingenua
sencillez, se esfuerza en pintarle las puras fruiciones de un amor
poéticamente honrado, las bruscas contestaciones de ella hacen el
efecto de una salida de tono, de una rechinante inarmonía. Los
dulces sonidos de la flauta con que Stein entretiene sus ocios, nunca
hacen venir lágrimas a los ojos de La Gaviota, ni llenan su alma de
sublime tristeza; tan sólo la sorprenden y hechizan, como a las
serpientes de la Luisiana, causándole un placer confuso y maquinal.
Luego que su portentosa voz y su gran talento musical llegan a
trasformarla en una prima donna, los aplausos frenéticos del público
entusiasmado y el fetichismo de sus adoradores no alcanzan a darle
orgullo artístico; únicamente le dan un poco de plebeya vanidad.
Tan indiferente al amor de cabeza del duque como al amor de corazón
del desventurado Stein, sólo puede ser sensible al amor material de
un torero. Como todas las mujeres de su estofa, ninguna belleza moral
hace mella en el grosero corazón de Marisalada, que no sabe rendirse
sin degradarse. Necesita una voluntad de bronce que la tiranice
brutalmente, y una hermosura corpórea en todo el lujo de su
vitalidad y energía. Estas circunstancias concurren en Pepe Vera.

Es lo que se llama en España un real mozo: robusto, bien plantado, hermoso y valiente, trata a sus queridas con el cariño,
tan parecido al desprecio, de un sultán de calañés. He aquí el
bello ideal de Marisalada. Por un castigo eminentemente justo, pues
sigue de cerca a su alevosía conyugal, La Gaviota pierde el órgano maravilloso de su voz, y el enjambre de sus cortesanos y admiradores
la abandona, como huyen los pájaros del árbol seco y caído. ¿Qué
debiera haber hecho entonces la hija de Santaló en la opinión del
Sr. Samper? ¿Clavarse un puñal en el pecho como una mujer
apasionada, ella que tiene impresiones y no sentimientos?
Prescindiendo de lo inmoral y manoseado de semejante recurso, el
suicidio poquísimas veces da la explicación lógica de un carácter;
no desata el nudo, lo rompe. ¿Debía entrar en una casa de
corrección como una Dama de las Camelias sin camelias, que, cansada
de dar la carne al diablo, da los huesos a Dios? Pero Marisalada,
aunque pecadora, estaba muy lejos de merecer un encierro que sólo
conviene a las mujeres de mundo arrepentidas. ¿Debía buscar la paz
de su corazón en las dulzuras del misticismo y en las prácticas de
una devoción triste pero consoladora, como la pobre Dolores?
Considérese cuán antinatural hubiera sido que una alma hosca y
fiera, que un corazón frío y seco, hubieran entrado suavemente en
una vía de penitencia, de lágrimas, de oración, de espiritualismo.
Marisalada podía como todo el mundo llegar a ser una buena
cristiana, pero una devota, simpática y dulce, no grosera, no
supersticiosa, nunca podía serlo sin echar a perder completamente
todas las condiciones de su carácter especial. Pero Fernán
Caballero con ese instinto admirable que le caracteriza, ha casado a
su heroína con el barbero de Villamar, Ramón Pérez. De esta manera
la hija de Santaló consigue lo único en que piensa una mujer de su
calaña, cuando se halla en su caso: buscar quien la mantenga; pero
al propio tiempo tiene a su lado un castigo sempiterno y providencial
en Ramón Pérez, que la hiere sin cesar en sus recuerdos de lujo, en
su vanidad, en su hermosura marchita y hasta en la susceptibilidad de
sus instintos musicales, que han sobrevivido, como un sarcasmo, a la
pérdida irreparable de su voz prodigiosa.


No
nos detendremos en reseñar menudamente las demás dotes de novelista
superior que concurren en Fernán Caballero.


Recuerde
el Sr. Samper aquellas descripciones inimitables en las cuales la
naturaleza habla y siente; aquellos diálogos ya profundos, ya
airosos, llenos de chispa, de vivacidad de colorido; aquel estilo
siempre original, siempre ingenioso; llano sin prosaísmo, elevado y
elocuente sin pompa hueca, sin declamatoria exageración. Si tal vez
la escasez de intriga ha hecho al Sr. Samper negar el mérito
sobresaliente de Fernán como novelista, este crítico sabe mejor que
nosotros que El Quijote, no pocas novelas de Fielding y Richardson,
muchas de Walter Scott, I Promesi Sposi de Manzoni, casi todas
las de Bulwer, Dickens y Jules Sandeau, y por lo general todas las
que son estudios fisiológicos o históricos, carecen de acción, o,
si la tienen, es sencilla, tenue, casi nula; y nadie niega a estos
ilustres escritores el primer lugar en el género novelesco.


En
cuanto a la intención general de las obras de Fernán Caballero,
está muy lejos de ser hija de ningún espíritu de secta
político-literaria como asegura el señor
D. Luis María. La
intención bien clara de estas inmarcesibles producciones ha sido el
reproducir exactamente y con escrupulosa fidelidad la verdadera
fisonomía del pueblo español, antes de que el prurito nivelador del
siglo la haga desaparecer por completo; así como un retratista se
apresura a trasladar al lienzo las queridas facciones de un amigo,
antes que la muerte las borre para siempre.


Creeríamos
lastimar la dignidad de Fernán Caballero vindicándole de la manía neo-católica que le echa en cara el señor Samper. El
catolicismo de Fernán, como inspirado directamente por el Evangelio
y la Iglesia, no es nuevo (neo) ni viejo; es eterno, como hijo de
aquél que dijo: Ego sum veritas. (yo soy la verdad)


Concluiremos
refutando dos aserciones del Sr. Samper, igualmente injustas, aunque
de menos importancia.
Las digresiones doctrinales de Fernán
Caballero en sus novelas no pueden tildarse justamente de sermones,
como se le antoja decirlo al Sr. Samper. Esta palabra aplicada en
sentido indirecto, como lo hace dicho señor, no puede indicar más
que inoportunidad o pesadez. Las digresiones doctrinales de nuestro
autor no son inoportunas, porque unas veces sirven de clave para
explicar ciertos caracteres, como en los preciosísimos consejos que
da el Abad a Clemencia (en la novela de este nombre), granos de
divina semilla que, fructificando en el corazón de esta joven
encantadora, llegan a hacerla un modelo acabado de alta discreción,
poética sabiduría y nunca desmentida delicadeza de sentimientos;
otras son desahogos naturalísimos y lógicos del autor, autorizados
por todos los novelistas conocidos, y especialmente por el gran padre
de la novela moderna, Cervantes.
No son pesados, ni por su
extensión, pues casi todos son excesivamente cortos, ni por su
vulgaridad, puesto que son de una originalidad marcadísima, y en
ellos habla más un sentimiento ilustrado y puro que una fría, tiesa
y encopetada razón.


Respecto
al exagerado antiextranjerismo de que el Sr. Samper acusa de paso a
Fernán Caballero, a propósito de La Gaviota (en donde precisamente
el autor personifica, ridiculizándolo, el españolismo exagerado en
el general Santa María), sólo advertiremos a dicho señor una cosa
muy sencilla, pero concluyente. Fernán Caballero, según tenemos
entendido, ha tenido ocasión de tratar a muchos extranjeros, y ha
viajado lo bastante para conocer las extravagancias y preocupaciones
de las demás naciones y sus buenas dotes. He aquí por qué en sus
novelas ha puesto en ridículo aquellas, respetando siempre estas
(*).
Además, si alguna vez hubiese hecho un poco fuertes las
tintas de sus figuras cómicas del extranjero, muy natural es
perdonarlo en la pluma más, verdaderamente española de la
literatura nacional.


(*)
Un crítico extranjero, más justo que el señor Samper, el
concienzudo Latour, dice, a propósito de esto: «Fernán Caballero
quiere apasionadamente a España, y la prefiere a todos los países
del mundo; pero la pinta bastante bella, para no tener necesidad de
realzarla calumniando a los demás; y, si en sus obras introduce
franceses o ingleses, sus retratos, alguna vez poco favorecidos, muy
raras veces son caricaturas.- N. del A.

CAPMANY.

CAPMANY.


Como
esta memoria fue la primera obra con que apareció Guillermo Forteza
en el mundo literario, no es por demás la inserción del acta de la
sesión pública que celebró la Academia de Buenas Letras de
Barcelona
, en 2 de Noviembre de 1856, para la adjudicación del
premio ofrecido por la docta corporación al mejor trabajo sobre el
ilustre filólogo; y el oficio con que participó su triunfo al autor
premiado. Dicen así estos documentos:


«Sesión
pública del 2 de Noviembre de 1856. - Abierta la sesión a las 12
1/2 de la tarde bajo la presidencia del Exmo. Señor Gobernador de
la Provincia
, y con asistencia del Exmo. Sr. Regente de la
Audiencia territorial, del M. I. Sr. Alcalde Constitucional y una
Comisión del Exmo. Ayuntamiento, del M. I. Sr. Rector de la
Universidad, de varias Comisiones de las Corporaciones literarias y
científicas de esta capital, y del mayor número de SS. Académicos,
el Vice-presidente de la Academia expresó que el objeto de la sesión
era el de dar cuenta de los trabajos de aquella desde el 2 de julio
de 1842 y del resultado del curso abierto con el programa de 22 de
diciembre de 1853 у la entrega del premio adjudicado al autor
de la Memoria que lleva por epígrafe: Tan bello es morir por la
patria, como útil vivir por ella
, considerada como digna del
ofrecido para el mejor juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau.


Acto
continuo el infrascrito Secretario pasó a leer la reseña de los
trabajos de la Corporación; abriéndose, después de terminada la
lectura, el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
premiada, que resultó ser D. Guillermo Forteza, y quemándose los
pliegos que contenían los nombres de los Autores de las otras no
premiadas. En seguida el Secretario 2.° de la Academia D. Pedro
Codina, leyó algunos fragmentos del trabajo que ha sido objeto del
premio, y la sesión se cerró con algunas breves palabras que el
Exmo. Sr. Presidente dirigió a la Corporación, dándole gracias por
la presidencia de este acto que le había conferido.
El
Secretario I.° - Manuel Durán (Duran) y Bas.»


«
Academia de Buenas Letras de Barcelona. - Habiéndose procedido en el
acto de la sesión pública celebrada por esta Academia en el día de
hoy a abrir el pliego que contenía el nombre del autor de la Memoria
en que se hace el juicio crítico de las obras de D. Antonio de
Capmany y de Montpalau y estaba encabezada con este lema:
Bello
es morir por la patria, pero es más provechoso vivir por ella
(arriba: Tan bello es morir por la patria, como útil
vivir por ella
), en razón a haber sido declarada en sesión
de 17 de Junio último acreedora al premio ofrecido en el programa de
22 de Diciembre de 1853, ha resultado contener el nombre de V.


Lo
que, con remisión del título que le acredita como Socio honorario
de la Academia, tengo el honor de participar a V. para su
conocimiento y satisfacción.


Dios
guarde a V. m. a. - Barcelona 2 de Noviembre de 1856. - M.
Duran y Bas, Secretario I.° - Sr. D. Guillermo Forteza
(22-12-1853, 2-11-1856. Casi 3 años de diferencia)



___



CAPMANY.


                Tan
bello es morir por la patria, como útil vivir por ella.


Entre
la muchedumbre de varones esclarecidos que en todos tiempos se han
consagrado al cultivo de las artes y ciencias, obsérvanse dos clases
muy distintamente caracterizadas. Ingenios hay cuyo único móvil es
la gloria. Girasoles de este astro vivificador, se agostan enfermizos
cuando su resplandor no los inunda; pues su fuerza, más que en ellos
mismos, reside en el aplauso ajeno. Si están encariñados por sus
trabajos intelectuales, tan sólo es porque les sirven de hincapié
para llegar al objeto de sus constantes aspiraciones. ¡Lastimoso
extravío, que pone muchas veces a merced de la multitud antojadiza
el porvenir de un talento elevado!


Hay
otra rara y nobilísima clase de ingenios que sacrifican a la
popularización de ideas provechosas y fecundas su vida entera y
hasta su genial inclinación a la gloria. Aman el sacerdocio de la
verdad o de la belleza artística, no cual honroso paliativo para
disimular una frenética sed de elogios, sino por lo que vale en sí,
por ser, después de la virtud, la misión más digna del hombre, la
que hace brillar con más tersura el sello divino impreso en su alma.
El galardón más soberano que apetecen es aquella tan escondida y
regalada fruición, manantial de fuerza y dulzura que brota entre las
asperezas del trabajo y del deber, goce supremo que experimentamos
cuando contribuimos con todo el lleno de nuestras facultades a
realizar las altas miras de la Providencia sobre la humanidad.
¿Qué
les importa que ciña laurel sus sienes o adorne su tumba? La
desdeñosa indiferencia de sus contemporáneos no los retrae de sus
estudios favoritos; el incienso popular no los desvanece ni engríe.
Viven sin conocer apenas las embriagadoras emociones de la vanidad
satisfecha, ni el tormentoso anhelo de la vanidad menospreciada que
se desangra para conquistar la atención y los encomios. Mueren
tranquilos por haber cooperado con todas sus fuerzas al
perfeccionamiento moral de la sociedad. A esta última clase
pertenecía D. Antonio de Capmany (1) y de Montpalau.


Oriundo
de una familia cuya casa solariega radicaba en Gerona, nació en la
capital de Cataluña en 24 de noviembre de 1742. Después de haber
seguido los estudios de humanidades y lógica en el colegio episcopal
de la misma ciudad, el recio temple de su alma le movió a seguir
temprano la carrera militar. Llegó al grado de subteniente de tropas
ligeras de Cataluña, hallándose en la guerra de Portugal de 1762.
Solicitó y obtuvo su retiro en 1770, contrayendo después matrimonio
en la villa de Utrera, y entregándose a sus anchuras al cultivo de
las letras con aquella portentosa tenacidad y nunca desfalleciente
ardor que hicieron de su vida una preciosa cadena de tareas
literarias. La fama de su talento y erudición indujo a las academias
de Barcelona (II) y Sevilla a nombrarle su socio, y a la Real de la
Historia su secretario perpetuo en 1790. Si bien algunos aseguran que
Campany viajó por Francia, Italia, Alemania e Inglaterra; el
respetable D. Manuel Milá opina (*) que dicha suposición es
inverosímil, “pues ningún recuerdo personal, relativo a estos
países, se halla en sus diferentes obras, lo que, atendido su
carácter y su manera de escribir, no es compatible con la realidad
de dichos viajes. “
(*) Capmany, art. I.° publicado en el
Diario de Avisos de Barcelona del 20 de junio de 1854.

En
1808 se fugó de Madrid abandonando todos sus intereses, y hasta su
mujer y nuera, para no contemporizar con el gobierno usurpador.
Asistió a las célebres Cortes de Cádiz en calidad de diputado
por Cataluña
, y a pesar de dirigir en pocas ocasiones la palabra
al congreso nacional, brilló en estas por su ardiente amor patrio y
la vigorosa ingenuidad de sus opiniones (*).
(*) Si bien firmó
la célebre carta política del año 12, no debió intervenir muy
directamente en su redacción, si es cierto lo que cuentan que
preguntado acerca del mérito de aquella, contestó: «sólo un
requisito le falta, estar escrita en castellano




Atacado
de la peste murió en Cádiz en noviembre de 1813 (III).
Sus
cenizas han reposado en aquella ciudad hasta que recientemente han
sido trasladadas a Barcelona.
___


No
era el ilustre barcelonés una de aquellas inteligencias sublimes y privilegiadas que, ora personifiquen las tendencias y
aspiraciones del siglo en que resplandecen, ora con indomable
voluntad se opongan a su inmenso empuje y preponderancia, son siempre
las columnas de fuego que guían a la humanidad por los desiertos del
mundo moral. Modesto soldado del pensamiento, pertenecía sí a esa
numerosa falange de ingenios ágiles y activos que, siempre
prontos a preparar el terreno para la aclimatación de las ideas,
siempre a la vanguardia de la ilustración, constituyen la verdadera
fuerza intelectual de las naciones.


Una
sed insaciable de investigaciones eruditas, el deseo de popularizar
nuestra literatura, y aquel su paciente amor al idioma castellano,
fueron los móviles secundarios que impulsaron a Capmany a enriquecer
las letras españolas con tantas producciones, a cual más
importante. Su móvil principal, la savia de su existencia como
hombre y como escritor, fue la más grande y heroica de las pasiones:
el patriotismo.


Sus
producciones, dirigidas unas veces a desenterrar el glorioso pasado
de nuestra nación, otras a labrarla un porvenir literario, algunas a
defender su independencia política y social, todas tienden a
coadyuvar a su perfeccionamiento y regeneración. Por esto las
producciones de Capmany, hasta las menos perfectas, tienen
incontestables títulos a la simpatía y gratitud de los españoles.


Antes
de recorrerlas indicaré las cualidades exclusivamente literarias que
caracterizan a nuestro escritor.


La
que más descuella es cierta energía que alguna vez raya en
aspereza. La expresión nervuda de sus conceptos participa en gran
manera de la franqueza brusca que constituye la base del castizo
carácter catalán (IV).
(muy aragonés, por cierto)


Tan
briosa robustez se armoniza muchas veces con aquella gallarda soltura
que tan bien sienta a la frase castellana. Entonces la de
Capmany puede servir de modelo.


Distínguese
también nuestro autor por la transparencia de los conceptos
límpidamente reflejados en su estilo. La falta de tan preciosa
cualidad arguye por lo común una concepción incompleta. En efecto:
a muchos se les antoja lumbre clara y distinta cierta luz crepuscular
que asoma en el espíritu y anuncia el nacimiento de una idea. Por
esto la huella nebulosa que imprimen en su estilo corresponde a la
oscuridad de su mente.


El
lenguaje de Capmany se recomienda por la pureza y la propiedad, dotes
ambas esenciales a todo buen hablista. Encuéntrase desnudo de
provincialismos, de calificativos inútiles; y los epítetos suelen
ser excogitados con sumo acierto. Su clausulado puede servir, en
general, de turquesa para modelar el que hoy día cuadra a los
escritores castellanos. Tan distante de aquella vana pompa y
numerosidad (indicio no pocas veces de una concepción macilenta y de
un juicio flojo e inseguro) como de una exagerada sequedad, Capmany
concilia la holgura de nuestro idioma con lo pronunciado y
vigoroso del pensamiento.


Procuraremos
examinar las obras del esclarecido barcelonés
con una detención proporcionada a su importancia y mérito,
deslindando para proceder con más orden, los caracteres literarios
que descuellan entre la multiplicidad de asuntos que ejercitaron su
flexible ingenio, agrupando bajo estas diferentes secciones sus
escritos principales. Consideraremos pues a Capmany, bajo los
distintos aspectos de filólogo, crítico, humanista, historiador y
satírico.




CAPMANY
FILÓLOGO.


Dotado
el insigne catalán (catalán; en el original no ponen
tilde en an, on, pero sí en exámen
) de un espíritu
pacientemente observador y en extremo analítico, las investigaciones
filológicas llamaron muy pronto su atención. Las suyas
versan generalmente sobre el examen comparativo de las
lenguas castellana y francesa, cuyos más recónditos secretos
poseía (y por supuesto, de la lengua occitana, de la cual el catalán es uno más de sus dialectos). Pocos han sabido como él
caracterizar con tamaña lucidez la índole respectiva de
ambos idiomas, ni amenizar con tan felices rasgos de ingenio y
tanta familiaridad de estilo la natural aridez de tales trabajos.
Esta rara y envidiable manera de tratar los asuntos científicos, tan
distante del tecnicismo presuntuoso, con que muchos rodean de
espinas las nociones más triviales, es uno de los caracteres
distintivos de nuestro sabio.


Al
recorrer sus escritos filológicos procuraré al mismo tiempo indicar
la filiación de los mismos.


El
primero de ellos en el orden cronológico es la obra intitulada:
Discursos analíticos sobre la formación y perfección de las
lenguas y sobre la castellana en particular. - Madrid, 1776. Está
dividida en cuatro partes. La primera trata del origen de las
lenguas; la segunda del de la española; en la tercera manifiesta el
autor la imperfección de nuestro idioma; y en la cuarta sus
buenas cualidades gramaticales y su preferencia en este punto a otros
idiomas vulgares y, particularmente, al francés.


Concentremos
nuestra atención en el párrafo tercero de este importante trabajo;
pues en él resalta una idea capital muy en contradicción con otras
vertidas por Capmany en obras posteriores. En efecto: encarece aquí
el vuelo sublime que tomó el idioma desde que estrechó
sus lazos de familiaridad con el francés, al paso que en
otros escritos satiriza virulentamente el excesivo roce de ambas
lengua
s. Encomia el nuevo lustre que ha recibido el castellano
con el caudal de voces científicas, compuestas y naturales que ha
adoptado de día en día; mientras en otras producciones se declara
purista intolerante y hasta exagerado. En fin; asegura que el estilo
se ha reformado prodigiosamente desde que los traductores han
tenido la noble libertad de valerse de ciertos rasgos brillantes y
expresivos de otra lengua para hermosear la nuestra;
siendo así que en escritos más modernos ahínca en abogar por la
forma de los prosadores antiguos.
Fácil explicación tiene esta
disonancia de ideas. Procuraré darla en algunas sencillas
observaciones.


La
generalidad de los prosistas nacionales anteriores a la memorable
restauración literaria inaugurada en tiempo de Carlos III, adolece
de dos vicios intelectuales contrapuestos que se han sucedido en la
historia de las letras españolas con notabilísimo menoscabo de la
precisión el uno, y de la claridad el otro.
La mayoría de los
escritores en prosa que florecieron antes del reinado de Felipe IV,
cuidaron menos de inocular en la lengua española los elementos
lógicos de precisión y exactitud, que de comunicarle nervio,
gracia, esplendidez y armonía.


De
aquí, cierta frecuente indecisión en los conceptos, que flotan en
el fondo de un estilo enturbiado, cual los objetos que, reflejándose
dentro de las olas inquietas, se truncan y embrollan. De aquí, el
empeño de parafrasear hasta lo infinito la idea más trivial. De
aquí, finalmente, su verbosidad enojosa.


Bajo
el reinado de Felipe IV privó entre los prosistas otro vicio opuesto
al indicado. El afán de amplificar y desleír los pensamientos
trocose en una jactanciosa manía de concentrarlos y exprimir
su quinta esencia. Empeñáronse aquellos escritores en
martirizarlos ahogándolos dentro de una frase breve y sentenciosa;
y, queriendo expresar en estilo sustancial y conciso pensamientos a
menudo insustanciales y faltos de precisión, se esforzaron por
aclimatar en nuestro idioma la construcción latina.
Semejante sistema, autorizado ya, entre otros, por Fray Luis de León
en sus Nombres de Cristo, sólo es perdonable en escritores tan
profundos y nutridos como el inmortal ingenio citado; pero no podía
menos de ser altamente ridículo, cuando contrastaba con la pobreza
intelectual de muchos que lo empleaban.
(Ver los cent noms de
Deu, de Ramón Lull)


Posteriormente
los ingenios enfermizos del tiempo de Carlos II, a fuerza de
monstruosidades inconcebibles, lograron oscurecer las brillantes
tradiciones del idioma nacional, convirtiéndolo en una
jerigonza (gerigonza en el original) bárbara, que se conservó
como lenguaje oficial de los sabios de la época hasta
promediar el siglo pasado.


Los
esclarecidos restauradores de las letras españolas conceptuaron
juiciosamente que para levantar la prosa castellana de la
abyección en que yacía, era necesario introducir en ella orden,
rigurosa precisión, exactitud y claridad.
Para ello procuraron
armonizar en lo posible la castiza frase de nuestros prosistas
clásicos, tan esbelta, rozagante y agraciada, con la severidad
lógica, con el método y precisión de otra lengua culta que
brilla por tan excelentes cualidades. En efecto: el idioma
francés
, cultivado por tantos ingenios extraordinarios y
profundos pensadores, constante objeto de los trabajos filológicos
de sabios preceptistas, si no el más rico de los idiomas
vulgares
, se adapta a todas las exigencias del pensamiento, al
paso que se muestra más rebelde que el español a los
monstruosos caprichos de ingenios extraviados.


Capmany,
profundo conocedor de las necesidades literarias de su siglo,
aplaudió como beneficiosa y fecunda la discreta familiaridad del
francés con el castellano. Identificado con los esfuerzos de
ilustres contemporáneos suyos para regenerar las letras patrias,
acogió con entusiasmo, si bien con escasa previsión, el estilo
natural, fluido y metódico, lleno de solidez, nobleza, y de una
simple majestad, de algunos escritores de su tiempo.


Séame
lícito dislocar en cierto modo el discurso para dar razón de una
obra importante cuyo objeto fue coadyuvar al logro del proyecto
arriba indicado. Intitúlase: Arte de traducir el idioma francés al
castellano, con el vocabulario lógico y figurado de la frase
comparada de ambas lenguas. - Madrid, 1776. Reimpreso en Barcelona,
año de 1825, en la imprenta de J. Mayol.


En
el prólogo discurre el autor con notable tino sobre los achaques
comunes a los traductores y la dificultad de traducir
con acierto, y explica tres caracteres que combinados forman el
general de un idioma.


El
Arte de traducir se halla dividido en cuatro párrafos. Es el
primero un Compendio de las partes de la oración francesa. El
segundo contiene un Vocabulario lógico y figurado de los idiotismos
de la lengua francesa. El tercero comprende un Diccionario de nombres
gentiles, y el cuarto, otro de nombres personales.


Desnuda
de altas pretensiones teóricas, esta obra tiene una imponderable
utilidad


práctica,
como también el mérito de haber sido la primera en su clase. Inútil
y hasta injusto fuera, pues, empeñarse en escrupulizar acerca de su
importancia filosófica, pues Capmany al componerla no se propuso dar
un curso completo de español y francés comparados,
sino subvenir a las necesidades más perentorias de los traductores.
Al intento excogitó los principios más esenciales del francés,
para dar una idea bastante clara de su sintaxis, extendiéndose más
en la parte práctica que tiene por objeto el carácter moral
de aquella lengua.


Dos
causas primordiales pueden haber dado nacimiento al Arte de traducir
el francés al castellano
: o el deseo de levantar al último de
la postración en que yacía, inoculándole los elementos lógicos
del primero; o el de capitular con este, y, en la imposibilidad de
poner coto a su fuerza expansiva, evitar al menos que con su excesivo
roce bastardease la lengua española. A esta opinión parece
acercarse la del Sr. Milá. «Tampoco se ha de creer, dice, que viese
(Capmany) con ojos indiferentes la avenida de galicismos que
ya entonces la amenazaban (a la lengua española) pues el mismo año
(1776 en que dio a luz sus Discursos analíticos) publicó su Arte de
traducir el idioma francés.» (*)
(*) Capmany, art. 2.°, Diario
de Avisos del 29 de junio de 1854.




A
pesar del profundo respeto que me inspira el eminente crítico
citado, es, en nuestro humilde sentir, más natural atribuir a la
primera causa la publicación de esta obra. Pues no sólo parece
increíble que en un mismo año variasen tan radicalmente las
opiniones de su autor, sino que en parte alguna de aquella hiciese
mérito de tan importante cambio. Mucho me afirman en esta idea la
franqueza característica de nuestro escritor, su espantadizo amor al
idioma patrio, y, finalmente, la energía que le distinguió
al combatir en varias ocasiones la irrupción de galicismos que
sucedió a los delirios culteranos. El trabajo filológico
donde empieza Capmany a mostrarse hostil al francés, a encarnizarse
contra sus cualidades gramaticales y a deplorar la dañina plaga de
traductores jornaleros, es en las Observaciones críticas
sobre la excelencia de la lengua castellana. En este escrito,
joya de inestimable precio, y que da especial valor a una obra que
pronto examinaremos, comienza Capmany trazando una sucinta pero
completa historia del romance de Castilla, parangonándole
con los idiomas francés, inglés e italiano. Partiendo
después de una sabia clasificación, desentraña el mecanismo de la
lengua española, y da cuenta de las vicisitudes que ha
sufrido hasta llegar a su perfección.


Obsérvese
ahora cuánto dista el lenguaje que emplea Capmany en esta
notabilísima producción, del que usa en sus Discursos analíticos.
En sus observaciones dice:


«¿No
es la lengua francesa la más rigurosa en sus reglas, la más
uniforme en su sintaxis, y la más embarazada en su frase? Para
traducir la energía, rapidez y libertad de las lenguas antiguas, es
muy pesado y pobre instrumento un idioma tan difícil de manejar, tan
ingrato, tan trivial, y tan sujeto a las anfibologías, cuya
universalidad moderna podrá deberla a causas políticas, mas no a
los encantos de su melodía, a la gracia de sus sales, ni al primor y
variedad de sus dicciones.


Esta
lengua universal, porque se ha hecho el idioma vulgar de las artes y
ciencias, ¿dónde tiene la valentía de las imágenes, dónde la
gala de las expresiones, dónde la pompa de las cadencias? A pesar de
su corrección, pureza, claridad, y orden (que mejor se diría
esclavitud gramatical), nada tiene del carácter épico, nada del
número oratorio, por causa de sus vocales mudas, de sus sílabas
mudas y sordas, de sus términos mudos, sordos y mancos alguna vez,
de sus terminaciones agrias, de sus monosílabos duros, y de su
arrasada y atada construcción, que no admite las transposiciones del
español, del italiano y del inglés. Véase qué redondas y sonoras
palabras son estas: aïeux abuelos, poulx pulso, oeuf huevo, eaux
aguas, airs aires, flots olas ú ondas, lacs lagos, nud
desnudo, riscs riesgos, cours cortes, muet mudo, soins cuidados,
poids peso, milieu medio, y así de otras innumerables. (ahora vas
y las comparas con el occitano, o su dialecto catalán
)


Además
de la aspereza material de las palabras, está desnuda de las
imitativas, que hacen tan exacta y viva la representación de los
accidentes exteriores, y movimientos de las cosas animadas e
inanimadas. Está pobre de voces compuestas, y por consiguiente
carece de toda la energía y fuerza que comunican a la expresión las
ideas complexas. Carece de aumentativos y diminutivos, que bajo de un
aspecto inverso modifican con tanta variedad y fina gradación una
misma idea general. Padece también la escasez de verbos
frecuentativos e incoativos, cuyas finezas enriquecen y agilitan
tanto una lengua para señalar y exprimir las ideas parciales y
secundarias. Estas sí que son nuances (por hablar en francés
filosófico) de que carece esta lengua de los filósofos, y abunda
con maravillosas diferencias y delicadezas la española. Por
último ¿qué diremos de la colocación tímida e infantil de las
palabras (llámenlo los franceses orden natural), que andan como
arreatadas unas tras otras? Y para que no se descaminen o desaten,
han tenido la precaución sus gramáticos y padres de la lengua de
afianzarlas con frecuentes ligaduras de pronombres, artículos, y
partículas, que a toda oreja delicada han de ofender y aun lastimar
forzosamente; si ya no fuese la de aquel alemán que hallaba en
nuestra lengua muy fuerte la pronunciación de Maldonado, y de
Rodríguez, y dulcísima la de Musschenbroeck, y de Schurtzfleisch.


La
riqueza de voces de la lengua francesa, no es tanto caudal propio
suyo, que debe estar cifrado el ingenio de una nación en el modo de
ver y sentir las cosas, cuanto un tesoro adventicio y casual del
cultivo de las artes y ciencias naturales. Esta será la razón
porque el vulgo en Francia no se explica con tanta afluencia de
palabras, variedad de dichos y viveza de imágenes como el vulgo de
España; ni sus poetas (porque en poesía no se admite el vocabulario
de los talleres y de los laboratorios) son comparables con los
nuestros en la abundancia, energía y delicadeza de expresiones
afectuosas y sublimes pinturas que varían al infinito.»


Algunas
páginas después dice: «La multitud de libros franceses que de
treinta años acá han inundado todas nuestras provincias y ciudades,
al paso que nos han ido comunicando las luces de las naciones cultas
de Europa, y los adelantamientos que han recibido las artes, las
buenas letras, y las ciencias naturales, abstractas y filosóficas de
un siglo a esta parte; nos han también deslumbrado con su novedad y
método, y más aún con la brillantez y limpieza del estilo, que es
todo del gusto de los autores, y no del genio y primor del idioma.


Esta,
digámosla fascinación, ha cundido con tanto poder, que ha logrado
resfriar el amor a nuestra propia lengua, cuya pureza y hermosura
hemos manchado con voces bárbaras y espurias, hasta desfigurar las
formas de su construcción con locuciones exóticas, oscuras, e
insignificativas, disonantes y opuestas a la índole del castellano
castizo. La comezón general por traducir sin elección, en algunos;
y en los más la comezón por comer, que no sufre espera, junta con
la impericia de casi todos los traductores que hasta hoy han querido
hacerse instrumentos para comunicar al público la instrucción
extranjera; son la principal causa de la lastimosa degeneración que
en estos últimos años iba experimentando nuestra lengua.»


Los
trabajos lingüísticos que acabo de recorrer fueron tan sólo
preludios de una obra que debía poner el sello al renombre de
filólogo tan temprana y justamente conquistado por Capmany.


En
el prólogo del Arte de traducir el francés al castellano había
reconocido ya nuestro autor la necesidad en España de un buen
diccionario que facilitase la inteligencia de ambos idiomas. Más
tarde, aquel alma encendida en amor patrio, ruborizóse por su nación
de que la arrogante y desdeñosa literatura francesa, no satisfecha
con avasallar el gusto de nuestro país, se atreviese a tocar al
sagrado de su lengua. Entonces, con la abnegación heroica que le
caracterizaba, dedicó nuestro autor seis años de tenaces
investigaciones a la formación de un Nuevo diccionario
francés-español, que publicó en Madrid en la imprenta de Sancha,
año de 1805.


Los
vocabularios de Cormon y de Gattel, entonces los más vulgarizados en
España, se hallaban plagados de inexactísimas definiciones, de
palabras inútiles y de voces y construcciones afrancesadas. Capmany
los examinó vocablo por vocablo, desbrozolos de todo lo
impertinente, los enriqueció con un caudal copioso de modismos
nacionales y expresiones del lenguaje familiar, dando, con exquisita
y paciente minuciosidad, una forma lógica, breve, correcta y castiza
a las definiciones y correspondencias castellanas.


Lo
que llama particularmente la atención en esta obra inestimable es
sin duda el prólogo. En él reproduce Capmany sus epigramas contra
la riqueza adventicia y casual del idioma francés, los relumbrones
metafísicos, tan comunes entre los crítico-humanistas de aquella
nación a mediados del siglo XVIII y a comienzos del presente;
y, en fin, recalca sobre otros temas desarrollados con singular
acrimonia en sus Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana.


Es
también muy de notar en este bellísimo prólogo, la manera digna,
ingenua y natural con que Capmany juzga su obra: tan distante de la
vanidad descocada como de la hipócritamente modesta. Por fin, la
profundidad de observación analítica se hermana en aquel trabajo
con una agilidad, nervio y desembarazo de estilo, que le comunican
singular hermosura.


El
último escrito filológico de nuestro autor fue un excelente
artículo sobre la propiedad de la dicción, que se halla en las
ediciones inglesa y gerundense de su Filosofía de la elocuencia.
Después de hablar de los sinónimos y de las palabras facultativas y
anticuadas, vuelve a su antiguo tema sobre la irrupción de
galicismos, combatiéndola con cierto esfuerzo fatigado y más
tristeza que energía. «Si los hombres cuerdos y juiciosos, dice,
que conocen el valor y lustre del idioma no se esmeran, como lo
muestran ya algunos, en reparar este daño, vendrá una época en que
no alcanzará el remedio.»



El
mérito e importancia de los escritos mencionados colocan
indudablemente a Capmany en un lugar muy distinguido entre los
filólogos españoles.





CAPMANY
CRÍTICO.


Su
mérito como tal estriba en el Teatro histórico crítico de la
elocuencia española, impreso por Sancha en Madrid, 1786 y 1794; y
por Juan Gaspar en Barcelona, año de 1848 (V).


Esta
obra debe su importancia no sólo a su indisputable bondad
intrínseca, sino a la gloria de haber despertado la afición a la
literatura y lengua nacionales, relegada la una, en su mayor parte,
al olvido, por un espíritu servil de imitación extranjera, y
lastimosamente bastardeada la otra por su íntima familiaridad con el
idioma del reino vecino.


En
las últimas décadas del siglo pasado empezó a inundarse la nación
española de traducciones desmañadas, que tendían a desnaturalizar
la índole de su lengua. En el vulgo de los escritores dominaba el
mismo empeño en afrancesar sus ideas, que todo el país mostraba en
afrancesar sus costumbres, sus instituciones, su vida política y
social. Cierto que no debía España cerrar sus puertas al torbellino
de ideas que desde Francia arremolinaba el mundo. Cuando un país,
empero, utiliza el tesoro moral de otras naciones, debe imprimir en
él un sello de propia originalidad. De lo contrario, las literaturas
se precipitan paulatinamente en una postración lastimosa, cuyas
señales infalibles son: carencia de fisonomía en los pensamientos,
y monstruoso barroquismo en la forma. Tampoco pueden anatematizarse
sin restricción todas las modificaciones que ha sufrido el habla
castellana rozándose con la francesa. El más quisquilloso purista
debe confesar que ha ganado aquella en concisión y método lo que ha
perdido en armonía y gala. Pero la muchedumbre de traductores
jornaleros, no tanto procuró apropiarse dicciones más en
consonancia con las modernas exigencias de la lógica que los
recursos habituales de nuestro idioma, como contribuyó a injertar en
la sintaxis castellana otra completamente distinta.


Aquellos
ilustres literatos españoles que por fortuna escaparon al contagio
general, no podían mirar impasibles los estragos que causaba.
Mancomunaron sus esfuerzos, y mientras unos restauraban la poesía,
otros restituían a la prosa castellana su carácter indígena, su
dignidad y esplendor.


El
modo más acertado, si bien arduo y costoso, de abrir el apetito a
los españoles para que saboreasen la elocuencia y castiza dicción
de nuestros clásicos, era excogitar con discernimiento minucioso y
acrisolado las bellezas de que abundan, facilitando su estudio por
medio de una crítica desapasionada.


Inútil
me parece, de todo punto, encarecer el inmenso trabajo que tal
empresa requería. Pero a Capmany no le arredraban las dificultades.
Examinó página por página las obras de nuestros prosistas;
engolfose en áridas lecturas a caza de un rasgo feliz, de un pasaje
de buen estilo, perdidos con frecuencia entre la maleza intrincada de
reflexiones falsas o triviales, de impertinentes citas y de metáforas
uniformes. «Los centenares de volúmenes de nuestros prosistas, dice
el ilustrado Piferrer, que por sus asuntos distintos y por sus
estilos tan varios abrumarían o espantarían al hombre más
estudioso, no pudieron retraerle de que de aquella confusión, y casi
siempre de aquel fárrago, anduviese sacando con diligencia y
sufrimiento iguales lo poco bueno que de cuando en cuando salía a
recompensar sus fatigas.» ¡Abnegación maravillosa ! ¡Admirable
consorcio el del espíritu de Capmany, rebosante de agilidad y
energía, con su resignada paciencia! Y si al asperísimo trabajo de
entresacar algunas partículas de oro de tanto oropel, se añade el
otro, mucho más difícil, de estudiar profundamente aquel largo
catálogo de autores para formular con aplomo y solidez la
apreciación de sus cualidades y defectos, y el de acumular noticias
abundantes acerca de ellos y las ediciones de sus obras, acrece la
admiración de su laboriosidad.


Estas
consideraciones me inducen a examinar el Teatro histórico-crítico
con alguna detención.


Encabeza
el autor su obra con un discurso preliminar, muy notable por el tino
y madurez de las observaciones de que se halla tachonado y por por su
estilo donde campean gracia, soltura y vigor.


La
opinión de los extranjeros acerca de nuestra literatura nos ha sido
casi siempre desfavorable.


Entusiasta
Capmany como el que más de las letras españolas, no podía mirar
sin indignación tan injusto como sistemático menosprecio. Sin
embargo, su buen sentido no le permitía apadrinar en manera alguna
el culto tradicional que algunos, más celosos que avisados,
tributaban a los escritores nacionales. En el mencionado discurso
condena esta preocupación, hija de la ignorancia.


Expone
luego las causas que en su concepto producen el común desvío que se
observa hacia la mayor parte de prosistas castellanos. Tales son: su
verbosidad, su desatinada ortografía, y aquel lujo de indigesta
erudición que, según felizmente dice, «ahogan su estilo y bellos
pensamientos, como en los años de muchas aguas ahoga después la
yerba al trigo.)


Sin
desestimar la exactitud de tales observaciones, creo que la escasa
popularidad de muchos prosistas españoles debe atribuirse a tres
causas radicales. En primer lugar pocos de ellos han impreso en sus
obras aquel sello clásico, mezcla preciosa de verdad en el fondo y
de exquisita naturalidad en la forma, que las hace contemporáneas de
todos los siglos, y que sobrevive a todas las vicisitudes literarias.
Contribuye en gran manera a esta falta, la poca felicidad de muchos
en la elección de materias. Por otra parte, en la mayoría de
nuestros escritores en prosa abundan las bellezas de estilo al par
que escasean la variedad y originalidad en los pensamientos, que a
menudo pertenecen, menos a su caudal propio, que a un cierto modo de
discurrir, oficial, por decirlo así, de su tiempo.


Pasa
en seguida Capmany a recorrer las fases y varia fortuna de la
elocuencia de España, Italia, Francia, Inglaterra y Portugal. Con
suma concisión y viveza, con estilo que se engrandece al compás del
asunto, con excelente criterio, y, en algunos pasajes, con un calor
muy cercano de la elocuencia, examina los oradores de aquellas
naciones. Una erudición cuerda, una concisión tanto más difícil
cuanto que reduce en un sucinto cuadro vastas proporciones; y, por
fin, su lealtad en indicar las fuentes donde había bebido al juzgar
la oratoria extranjera, son las principales dotes que dominan en este
discurso preliminar, digno del examen más detenido y concienzudo.


Viene
después un curiosísimo capítulo, que inspiraron a Capmany sus
frecuentes correrías por la Mancha, las Andalucías, Murcia y
Estremadura (Extremadura; el nombre viene del verbo estremar :
pastar el ganado
). Es un arranque de españolismo que raya en
candidez, como dice atinadamente el Sr. Milá. Chispean en él
innumerables rasgos de festivo y garboso decir. Pudiera, es verdad,
tildarse de acre y descomedida alguna expresión alusiva a los
pueblos extranjeros, si no fuese parte a disculpársela su ardiente
amor patrio, fuego que no pocas veces empaña la razón. Siguen las
observaciones críticas arriba mencionadas.


Ilustrado
suficientemente el juicio del lector con el examen analítico de la
organización del castellano, entra Capmany de lleno en la
apreciación de nuestros prosistas, desde los preludios de aquel en
el siglo XIII, hasta su decaimiento en el XVII.


Los
escritores críticos pueden agruparse bajo una clasificación
fundamental. Los hay que desmenuzan pacientemente una obra; y,
enamorados con exceso de sus pormenores, ho aciertan a justipreciar
en globo su espíritu y tendencias generales. Este proceder analítico
adolece de mezquino y estrecho en su esencia, y de minucioso en su
aplicación. Otros, al contrario, desdeñando las apreciaciones
detalladas por rastreras y pueriles, examinan sintéticamente las
dotes de un autor, y con miras más altas, con más vasto plan,
buscan el enlace histórico y filosófico de las obras con el
espíritu general de su época, y sus relaciones con la belleza
literaria.


Excelente
escuela crítica, si no pecase a menudo de vaga y paradojal
(paradójica), si fuese menos ocasionada a convertir sus
juicios en abstracciones, si su objeto principal no le sirviese con
frecuencia de pretexto para formular teorías más deslumbradoras que
certeras y aplicables.


Ni
la educación literaria de nuestro autor ni la índole de su obra le
permitían emplear este último proceder crítico en toda su
elevación filosófica.


Sin
embargo, no se puede dudar que ha generalizado las calidades de
estilo de nuestros clásicos con inimitable seguridad, pulso práctico
y suma franqueza. En esto sobresale Capmany, pudiéndosele colocar,
bajo este concepto, en primera línea, no sólo entre los escritores
nacionales, sino también entre los extranjeros. Su escalpelo crítico
descarna briosamente la expresión, y penetra hasta sus nervios más
ocultos y microscópicos. Si bien es verdad, empero, que Capmany no
se propuso en su Teatro más que apreciar las bellezas de forma de
nuestros prosistas, como el medio más perentorio de popularizar su
estudio, no pocas veces involucra en esta crítica de estilo la de
los pensamientos.


Las
apreciaciones más notables que contiene el Teatro son las de
Granada, León, Mariana y Cervantes.


Véase
con qué imagen tan admirablemente exacta pinta Capmany el clausulado
espacioso y lleno de atajos del primero. «Sufren (los lectores),
dice, un género de molestia en la detenida lectura de estas
cláusulas graves y sosegadas y llenas de grandes palabras, que les
desconsuela y adormece; a la manera de lo que acontece a los
viajantes por la Mancha llana, que padecen la pena de ver desde que
salen de la posada, el campanario del lugar a donde han de ir a hacer
noche.» A pesar de este defecto, bastante común en nuestros
prosistas antiguos, Granada fue el verdadero creador, y es el
principal dechado de la grandilocuencia mística española. Capmany,
que profesaba una especie de culto a aquel escritor, se enfervoriza
al mencionar sus bellas cualidades; y con pinceladas elocuentes le
ensalza de esta manera: «(Granada) es en la clase de los místicos
lo que el célebre Bossuet entre los oradores: un sólo primor de
estos grandes escritores borra veinte defectos. Jamás autor alguno
ascético ha hablado de Dios con tanta dignidad y alteza como
Granada, quien parece descubre a sus lectores las entrañas de la
Divinidad, y la secreta profundidad de sus designios, y el insondable
piélago de sus perfecciones. El Altísimo anda en sus discursos como
anda en el universo, dando a todas sus partes vida y movimiento.
Cuando se coloca entre Dios y el hombre, esto es, cuando pinta
nuestra fragilidad y miseria en contraposición de su omnipotencia y
misericordia; cuando encarece su infinito amor, y nuestra ingratitud
y rebeldía; es grande, es sublime, es incompatible.»


En
el juicio crítico de León es precioso el paralelo que establece
Capmany entre él y Granada, «por la que puedo juzgar en general de
la prosa del maestro León, hallo que sus pensamientos son menos
vagos y comunes que los del maestro Granada, y ciertamente más
poéticos. Sus símiles también son más propios y expresivos, las
comparaciones más nobles y adecuadas, y los contrastes estriban más
en las ideas que en las palabras. En la elocuencia tiene más nervio
y originalidad que Granada; pero tiene menos redondez, grandiosidad y
dulzura. Sus pinceladas tienen más colorido, y sombras más fuertes;
bien que no tanta corrección y asiento. En la grandeza y alteza de
las ideas son iguales; pero León respira más fuego, y menos
artificio retórico.


Sublime
es también éste como Granada, pero más en las imágenes que en los
sentimientos. Y como Granada exhortaba, persuadía y reprendía en
sus escritos, por esto va derecho al corazón del lector: y esta es
la causa de tener más unción; sobre todo en lo patético, que no
pertenecía al género de escribir, ni a los asuntos de León. Este
podía no sentir tanto como Granada; pero pintaba con más vigor lo
que sentía; y así hablaba más a los sentidos, porque se servía
más de su imaginación, rica y fecunda. Por último, he advertido
que la pluma de Granada era más suelta, más ejercitada, y su estilo
más fácil y suave; pues el esmero particular que confiesa el mismo
León que puso en la medida, peso y examen de cada palabra, se había
de sentir después. Sin embargo, a pesar de este cuidado, únicamente
consiguió dar cierto número y colorido a las frases; porque sólo
Granada fue criador de la armonía y elegancia castellana.»


Obsérvese
de paso cuánto dista el concienzudo paralelo transcrito de la manera
como solían comparar a los autores los críticos franceses
contemporáneos de Capmany. Sus parangones, relumbrantes mosaicos de
antítesis simétricamente incrustadas, más son deleite para el
ingenio que provecho para el juicio. En nuestro escritor nada de
comparaciones vagas, nada de abrillantamiento. Su crítica es sobria
de colores retóricos, clara, sesuda y vigorosa. La apreciación de
Mariana es la más briosamente escrita de la obra que me ocupa. Con
una sola pincelada caracteriza Capmany el estilo de nuestro
historiador. «No por esto carece su estilo, dice, de cierta valentía
y vigor; bien que las más veces se confunde con un género de dureza
y aspereza a que han querido algunos dar nombre de precisión. Yo
mejor Ilamaríalo robustez de carácter; como la de aquellos cuerpos
membrudos, señalados más por los músculos y nervios que por la
gentileza y gallardía.»


En
el juicio crítico de Cervantes hay cierto tono irreverente, poco
laudable en un buen español que habla de la mayor gloria de su país.
Sin llevar el amor patrio a un extremo de ridículo fanatismo, creo
que hay en cada nación un arca santa de gloriosos recuerdos, que no
es lícito tocar sin respeto.


Tampoco
es para aplaudida la nimiedad con que Capmany enumera los defectos de
estilo de Cervantes. «¿Quién, dice Piferrer... repara en los
despojos que arrastra la corriente de un río caudaloso, cuando el
majestuoso movimiento con que serpentea, el suave sonido y la tersura
de sus ondas, el verdor y la frondosidad de que viste las márgenes
cerca y lejos, la vida que desde su nacimiento hasta su fin derrama
por todas partes, hinchen el alma de bienestar dulcísimo, la
arroban, o la sobrecogen con cierto temeroso respeto sublimándola a
otra alteza de ideas y de sentimientos?»


A
propósito del malogrado autor de los Clásicos españoles, no creo
inoportuno advertir que esta inestimable obrita se puede considerar a
la vez como consecuencia y complemento del Teatro. El detenido
estudio que Piferrer hizo de esta obra, le inspiró la suya, que si
no aventaja a la primera en perspicacia observadora, la sobrepuja en
sentimiento estético, y en regularidad y belleza de forma. Por otra
parte, llena con noticias copiosas de nuestros escritores del siglo
XV un vacío notable que ha observado en la de Capmany el Sr. Milá.
Entrambas producciones, forman una historia crítica completa de los
prosistas castellanos.


CAPMANY
HISTORIADOR.
--------


La
manera más útil de escribir la historia consiste en basarla sobre
documentos irrefragables, y ponerlos íntegros a la vista del lector
para que pueda apreciar con exactitud el espíritu general y local de
los distintos tiempos. Verdad es que este método necesita un grande
esfuerzo de arte para no rayar en desabrida narración. Pero tampoco
es ocasionado a extraviar el juicio con paradojas, donde a menudo,
brilla el ingenio a expensas de la verdad histórica, ni a convertir
los hechos en esclavos de los sistemas.
La historia documentada
requiere además una infatigable diligencia, un espíritu
instintivamente metódico, y, casi diré, una vocación para esta
clase de estudios.


Desconocida
era en España esta manera tan provechosa como difícil de escribir
la historia, antes que Capmany diese de ella un grandioso ejemplo con
sus Memorias
históricas sobre la marina, comercio y artes de la
antigua ciudad de Barcelona, impresas en Madrid por D. Antonio de
Sancha, año de 1779 y 1792.


No
contento con haber mostrado las riquezas inagotables de nuestro
idioma, y, despertado la afición al estudio de sus esclarecidos
cultivadores, quiso Capmany patentizar las antiguas glorias de su
país para estímulo nacional y desengaño de la extranjera
arrogancia.


El
objeto de las Memorias fue dar a conocer el gran pueblo barcelonés
de la edad media, cuya robusta organización, cuya independencia
democrática
, cuyo carácter de recio temple y genio laborioso y
emprendedor, le hicieron capaz de rivalizar en opulencia y poderío
con las repúblicas más pujantes del Mediterráneo. Capmany,
armonizando la severidad del relato estrictamente histórico con un
estilo grave, regular y sostenido, describe el principio y progresos
de la marina mercante de Barcelona, las crudas y sangrientas batallas
que sus ejércitos navales sostuvieron con las flotas genovesas, y
cuanto atañe a su preponderancia marítima en aquellos tiempos.
Investiga después el origen y progresivo desarrollo del comercio
antiguo de la ciudad condal, sus relaciones mercantiles con las islas
y costas del Archipiélago, con las tierras de Romanía, reinos de
Sicilia, ciudades y puertos de Italia, provincias de Languedoc y
Provenza; amontonando, por fin, cuantas noticias pueden dar una idea
clara de su importancia comercial. Resucita después aquella inmensa
población manufacturera de la antigua ciudad, reorganiza los cuerpos
gremiales donde tan vivo se mantenía el espíritu de corporación,
utilísimo para la dignidad del trabajo manual en unos tiempos en que
era este tan generalmente menospreciado (VI), y hace, en fin, una
circunstanciada reseña de los diferentes oficios que constituían
uno de los caracteres más especiales de aquel gran pueblo rebosante
de vitalidad y energía.


Ni
mis escasas fuerzas, ni la premura del tiempo me permiten apreciar
por completo el valor de una obra tan voluminosa, tan especial, y
fruto de tan prolijas y concienzudas investigaciones. Basta, empero,
el sentido común para ver que el mayor mérito de las Memorias
estriba en su originalidad; pues felizmente dijo don Nicolás de
Azara, escribiendo al autor desde Roma «que había tenido que
crearse, por decirlo así, la materia.» En efecto, preciso fue
caminar sin guía por un laberinto de hechos incoherentes,
clasificarlos después, generalizarlos, y construir, finalmente, con
tan distintos materiales un edificio grandioso, donde la regularidad
y el método resplandecen (VII).


Para
dar mayor autoridad y asiento a la narración histórica, recopiló
el autor en número de más de trescientos sus testimonios
justificativos. «La presente colección, dice Capmany, es tan rara
por la novedad de las piezas originales o inéditas que encierra,
como preciosa por la naturaleza de las materias y asuntos que en ella
se tratan. Así, se puede afirmar que hasta ahora ninguna nación ha
dado a la prensa una recopilación de documentos de igual antigüedad,
y variedad de objetos relativos a la marina, comercio y artes.»


En
el tomo tercero de la obra hay algunas consideraciones sobre la
arquitectura gótica, palpitantes de aquel sentimiento íntimo de la
belleza que, según otro escritor barcelonés muy profundo e
intuitivamente estético, hizo a Capmany «superior a su tiempo y
adivinador de lo futuro:»


Finalmente,
si bajo el aspecto histórico pueden considerarse las Memorias como
el fruto más natural y sazonado y el más glorioso blasón de las
letras catalanas, son bajo el aspecto del lenguaje y del estilo una
obra clásica de la moderna literatura española.


Débense
a Capmany otras producciones históricas además de la mencionada.
Tales son: I.a el Compendio histórico de los soberanos de
Europa (1786). - 2.a La vida del falso profeta Mahoma
(1792). -3.a 4. El Compendio histórico de la real
Academia de la Historia de Madrid, que precede al tomo primero de las
Memorias de esta ilustre corporación (1796). - 4.a Las
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar, donde amplía algunas especies que se hallan en
los capítulos IV, V, VI y VII de las Memorias (tomo III): y añade
otras no menos importantes. En todos estos trabajos campea la
amenidad en medio de las más áridas materias, en todos abunda la
vasta erudición de Capmany, el método y las dotes de su dicción
siempre correcta, castiza y elegante.






CAPMANY
HUMANISTA.






El
análisis más acabado y bello de elocución prosaica que posee
nuestra nación, es, a no dudarlo, la obra de Capmany intitulada
Filosofía de la elocuencia. Sin embargo, el estudio prematuro de
ella podría traer consigo un inconveniente capital; pues las
producciones didácticas de esta naturaleza que se ciñen al estilo,
sólo aprovechan a los escritores que poseen aquel grado precioso de
sazón, solidez y buen gusto necesarios para no sacrificar el alma de
una producción literaria a su envoltura.


Indudablemente
el hábito de acariciar con exceso la forma en los escritos, no sólo
conduce a una especie de materialismo literario, sino que funde en
una turquesa general y uniforme los rasgos característicos y
especiales de cada escritor. Lo que constituye la verdadera belleza
literaria es la solidaridad del pensamiento y de su expresión.
Cuando aquel es brioso y espontáneo, nace siempre vestido de todas
armas, como diz que nació Minerva del cerebro de Júpiter.
Indudablemente los principios tradicionales y eternos del buen gusto,
las reglas esenciales de toda elocución, tienen una influencia
vivificadora hasta en la misma concepción literaria, y con mayor
razón en las formas que esta reviste. Mas para que esta influencia
sea acertada debe coincidir con la incubación intelectual, no
divorciarse de ella.


Capmany,
como la generalidad de humanistas contemporáneos suyos, adolece en
teoría de sobrado amante de la forma. Este defecto es, en mi humilde
concepto, el más radical de su Filosofía de la elocuencia que con
más propiedad pudiera llamarse Filosofía de la elocución.
Exclusivamente dedicada a desentrañar la estructura material de la
dicción y del estilo, y a descubrir las riquezas, a menudo baladíes,
de la exornación oratoria, no revela un verdadero sistema
filosófico; y las consideraciones estéticas que acá y acullá
derrama en ella su autor, se encuentran desencadenadas, no sujetas a
una teoría general. Por otra parte, y a pesar de la intención
laudable de Capmany para dotar a su patria de un tratado original de
retórica, su modo de ver en el arte no se eleva en general sobre el
común de su época. La tendencia más innovadora de su Filosofía
consiste en haber desembarazado la parte didáctica de reglas
inútiles que abruman con su peso la memoria, sin esclarecer el gusto
ni la razón (VIII).


Lo
que resalta principalmente en ella es la misma intención que dictó
a Capmany su Teatro histórico-crítico; esto es, el deseo de poner
un dique a los galicismos, que desfiguraban la dicción castellana.
De ahí que su pluma no acierte a despedirse de los escritores
nuestros, cuyos pasajes de buena prosa traslada y encarece con
amoroso afán y siempre igual complacencia:


La
Filosofía de la elocuencia bajo el aspecto de la forma literaria es
indisputablemente una de las obras más bellas y artísticas de su
autor.


Fue
impresa en Madrid por Sancha. - (1777), reimpresa con notabilísimas
modificaciones en Londres. -(1812), y finalmente en Gerona, según
esta última edición, por Antonio Oliva, impresor de Su Majestad. -
(1836).


En
la reimpresión, Capmany perfeccionó su obra, invirtiendo el orden
de algunas materias, añadiendo otras, ampliando las más, y
esclareciéndolas todas con abundancia de ejemplos de autores, en su
mayor parte nacionales. Las ideas descarnadas de la primera edición
se hallan en la segunda vestidas, y las frases acicaladas con
particular esmero; por esto la edición matritense debe considerarse
como el esqueleto de la inglesa. Sin embargo no se puede calificar a
la última de nueva en todo, menos en el título y en la forma (*):
pues, con muy raras excepciones, entraña todas las ideas matrices de
la primera, y, sobre todo, es idéntico en ambas el modo general de
ver el arte. Más todavía: las variaciones notables de la edición
posterior me parece que consisten cabalmente en perfección de forma,
prescindiendo de algunas pocas materias añadidas, entre las cuales
ocupa un lugar distinguidísimo el inspirado capítulo final que
redondea y completa la obra. Por estas razones me he ocupado de ella
tal como la dejó su autor en la edición de Londres.






(*)
Filosofía de la elocuencia: prólogo de la segunda edición.



CAPMANY
SATÍRICO.






Una
de las cualidades más instintivas de nuestro autor fue su propensión
a la sátira. La de Capmany no chispea medio velada por un estilo
artificioso; es fogosa y francamente agresiva, es todo fuerza. Rompe
a menudo las trabas de la etiqueta científica; y cuando puede a sus
anchuras desenfrenarse, y si le sirve de botafuego el patriotismo,
adquiere una violencia asombrosa.


Aparte
de los rasgos epigramáticos sembrados en varias producciones suyas,
dos de ellas revelan en Capmany una verdadera disposición para el
género satírico.


Intitúlase
la primera Comentario con glosas satíricas y jocoserias sobre la
nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada
en la Gaceta de Madrid de 15 de mayo de 1798. - Imprenta de Sancha.


El
despecho de ver tan maniatada a la lengua española por la descreída
turba de traductores, debía ser muy profundo en quien, como Capmany,
la idolatraba. Nada, pues, de extraño tiene que un escrito destinado
a vengar en uno los ultrajes hechos al castellano por todos aquellos,
adolezca alguna vez de sobrado, virulento y descomedido. Tampoco
fuera justo tildarle de chocarrero en algún pasaje. El Comentario es
un desahogo en estilo familiar, no una producción con pretensiones
literarias. Admírese más bien el brío y soltura con que está
escrito, y la exactitud de las observaciones filológicas que le
prestan un interés general.


Vino
una época en que el patriotismo de Capmany rayó en verdadero
frenesí.


Fascinado
un momento el león de las Españas por la fulminante mirada del gran
dominador del siglo, dobló humilde su brava cerviz ante las gradas
del trono imperial. Pero al ver correspondida con ultrajes su
respetuosa mansedumbre, pudo más su altiva condición que el asombro
involuntario que Bonaparte le inspiraba. Entonces, sus rugidos
despertaron de su estúpido letargo a la patria del Cid, y tuvo
principio la más heroica revolución que han visto las edades
modernas.


Capmany
se encontraba ya en aquella edad en que las pasiones, sangre del
alma, se congelan, las fibras del corazón se aflojan, y toda la vida
se concentra en un solo y obstinado deseo, el de prolongarla. Nuestro
insigne patricio sintió, al contrario, enardecerse más y más en su
noble pecho el fuego sacrosanto, que era el alma de su alma. Y bien
puede decirse que en Capmany brotó una segunda juventud en medio de
su vejez achacosa, y que renació vivaz de entre sus mismas cenizas.


Su
mano trémula no podía empuñar el acero; pero quedábale su
valiente y guerrera pluma. Ofrecióla con leal franqueza al
generalísimo Godoy en 8 de noviembre de 1806. Repitió sus ofertas
en 12 del mismo mes y año en un escrito vigoroso, en el que
aconsejaba al Príncipe de la Paz que enardeciese a todo trance el
espíritu nacional, preparando a la influencia moral extranjera un
camino cabrero de preocupaciones; y al efecto, le encarece el fomento
de las corridas de toros (*).






(*)
Da noticia en este memorial de un escrito suyo en defensa de los
toros contra los españoles de nuevo cuño, que no me ha sido posible
encontrar. Fuera curioso contraponerle al célebre folleto Pan y
toros, atribuido a Jovellanos.






Desea
también que para mantener vivo el entusiasmo patriótico, se
encargue a los poetas la composición de letrillas, jácaras y
romances, que recuerden las gloriosas hazañas de nuestros
antepasados.


La
indiferencia o el desprecio de Godoy por tan sinceras y patrióticas
demostraciones hicieron estallar la mal reprimida indignación del
fervoroso patricio. Entonces publicó su folleto, Centinela contra
franceses (* 1808.); tempestad de sarcasmos, de chocarrerías, de
sangrientas pullas, de gritos de alerta y de himnos guerreros,
interrumpida de cuando en cuando por animadísimas pinturas,
reflexiones llenas de buen sentido y rasgos de verdadera elocuencia.
Es imposible leer esta producción, retrato genuino del alma de
Capmany en aquellos azarosos días de lucha, sin experimentar la
misma embriagadora impresión que causa alguna de estas marchas
guerreras que el espíritu de las batallas ha inspirado a la
naciones. Es imposible leerla sin que la imaginación enardecida se
trasporte a aquella época, en que España toda palpitaba de santo
denuedo, como un solo corazón (*).


(*)
Entre los pasajes bellos del Centinela, destaca el siguiente en que
Capmany pinta uno de los rasgos más característicos del pueblo
francés: su culto ciego a la gloria militar.
«Si le sacan
llorando, dice, de la casa paterna, vuelve a ella cantando o echando
bravatas:... la guerra parece que es su elemento y prescinde del fin
por que pelea: ya muere por coronar reyes, ya por destronarlos, hoy
por la libertad, mañana por el despotismo. Va a la guerra como el
caballo; el clarín le alienta, y corre con el jinete cristiano, cae
éste, móntalo el moro y parte con el nuevo dueño contra el
cristiano.»






Además
de las obras mencionadas publicó Capmany un interesante trabajo
sobre los cuerpos gremiales, y dos traducciones.


Intitúlase
el primero: Discurso económico-político en defensa del trabajo de
los menestrales, y de la influencia de sus gremios en las costumbres
populares, conservación de las artes y honor de los artesanos. -
Madrid. - Imprenta de D. Antonio de Sancha. - 1778. -(IX).


Es
una de las producciones más filosóficas de nuestro autor, si bien,
literariamente hablando, es algo floja y desaliñada. Los capítulos
más notables del Discurso son los intitulados: - Apología del
trabajo de los artesanos, y - Honor del trabajo mecánico.


En
1785 publicó Capmany en Madrid los Antiguos tratados de paces y
alianzas entre algunos reyes de Aragón y diferentes príncipes
infieles del Africa y del Asia.


Amat
no hace mención de otra obra cuyo título es el siguiente:


Ordenanzas
de las armadas navales de la corona de Aragón aprobadas por el rey

D. Pedro IV, año 1354. Van acompañadas de varios edictos y
reglamentos promulgados por el mismo rey sobre el apresto y
alistamiento de armamentos reales y de particulares, sobre las
facultades del almirante, y otros puntos relativos a la navegación
mercantil en tiempo de guerra: copiadas por D. Antonio de Capmany por
orden de S. M. del archivo del maestre racional de Cataluña, y del
real y general de la corona de Aragón, y vertidas literal y
fielmente por el mismo, del idioma latino y lemosino al
castellano, con inserción de los respectivos textos
originales. - Madrid. - En la imprenta Real. - 1787.


Es
notable el prólogo, como todos los de Capmany, interesantísimo y
desnudo de frivolidades y elogios personales, tan comunes a esta
clase de escritos. En él Capmany hace la apología de las leyes
traducidas, disculpando la severidad que en ellas domina, y
estableciendo que «entonces la suerte y gloria de la corona dependía
de la marina.» Filosofa después sobre la naturaleza y causas del
valor guerrero, con su solidez acostumbrada, y concluye con estas
notables palabras llenas de franqueza y desenfado.
- «He hablado
del imperio de la disciplina militar, porque he tenido muchas veces
que obedecer y algunas que mandar en la carrera de las armas: he
tratado del espíritu de la ordenanza marcial, porque he tocado en
paz y en guerra sus efectos: en fin he definido el valor y he
filosofado sobre sus causas porque conozco el miedo; y jactarme de no
conocerlo sería confesar que no soy ni hombre ni bestia; por esto el
gran Duque de Alba, cuando al volver de su conquista de Portugal le
mostraron el epitafio fanfarrón de un portugués, que decía: «Aquí
yace quien nunca tuvo miedo;» respondió aguda y discretamente:
«este no habría despavilado ninguna vela con los dedos.» A la
verdad nadie puede responder de su valor, si no se pone en las
ocasiones de probarlo» (X).



Capmany
tiene una fisonomía moral vigorosa y completa. Al contrario de otros
ingenios que tienen, cual los actores, dos existencias diferentes, la
una ficticia y la otra real; que separan su vida como hombres de su
vida como escritores; la pasión dominante del ilustre catalán se
halló casi siempre de acuerdo con su inteligencia. El cariño al
trabajo, y el patriotismo, elementos tan puros como poderosos de
actividad, se confundieron en su alma a manera de dos llamas en una
sola; y formaron un principio vital único, lleno de fecundidad y
energía. De aquí este lazo íntimo y común de unidad que eslabona
sus varias producciones. Por otra parte, se puede afirmar
fundadamente que las facultades mentales de Capmany llegaron a su
grado definitivo de alcance y desarrollo. Y existe algo tan venerable
como la virtud, en el hombre que ha llenado cumplidamente su destino
intelectual. ¿Quién no ha meditado, con deseos de perfeccionar su
espíritu o con honda amargura por haberlo descuidado, la parábola
de Jesucristo que santifica esta parte preciosa de nuestra misión
acá en la tierra? Sin duda que el noble placer de haberla cumplido
iluminó con un rayo de serenidad apacible la turbulenta y achacosa
vejez de Capmany; sin duda que el más provechoso obsequio que
podrían tributar a su querida y respetada memoria los ingenios
catalanes, fuera el de continuar las tareas literarias del que tanto
anhelaba el engrandecimiento de su nación. Y permítase al más
humilde y oscuro admirador de los talentos esclarecidos que encierra
Cataluña, el deplorar su inacción, hija, a no dudarlo, de una
exagerada modestia. ¿Por qué la patria de Capmany, de Balmes y de
Piferrer no ha de ser la primera en reanimar la literatura patria,
ella que atesora tan ricos elementos de vitalidad intelectual?
___


ADVERTENCIA.


Debidos
no pocos lunares de la precedente Memoria a ser de índole diversa
las producciones en ella examinadas, costoso trabajo para un juicio
inexperto a fuer de bisoño; algunos encuentran disculpa en la
escasez de datos críticos y biográficos de que pude disponer. Para
llenar en lo posible los notorios vacíos del escrito mencionado, la
Academia de Buenas Letras, con una benevolencia que vivamente
agradezco, me ha permitido la formación de un Apéndice. He recogido
en él varios documentos que me ha proporcionado mi estimable amigo
D. Mariano Aguiló, (mallorquín) bibliotecario segundo
de esta Universidad y Provincia, y archivero de la Academia. El
primero de ellos, aparte de las interesantes noticias genealógicas y
nobiliarias que contiene, revela en Capmany un esmero por mantener
ileso su apellido, que tildarse pudiera de nimio y sobrado a ser
menos sólida y bien sentada su reputación y menos digno de lauro
eterno su nombre.
El segundo es un testimonio irrecusable de su
acrisolado cariño al trabajo; pues de él se desprende que ya en
1802 sufría una dolorosa fluxión en los ojos que no le retraía de
consagrarse a sus tareas literarias con aquella paciencia suya, que
en alguna de sus obras, acertadamente califica de alemana. El tercero
es un folleto inestimable que todos los admiradores del esclarecido
Capmany leerán con gusto. Escasísimas son las notas que de propia
cosecha he añadido con el objeto de amplificar algunos puntos,
tratados en la Memoria con sobrada ligereza. - G. F.


APÉNDICE.


I.


Excmo.
Sr.: - D. Antonio de Capmany, con la más respetuosa veneración a V.
E. expone; que necesitando sacar del Real y General Archivo de la
Corona de Aragón
copia de un privilegio militar concedido por el
Sr. Rey D. Carlos segundo en treinta de noviembre de 1671 en favor
del Dr. en ambos derechos Gerónimo Capmany, Ciudadano Honrado de
Gerona; y respecto de hallarse registrado en el Real Archivo el
referido Privilegio con la equivocación de la primera sílaba del
apellido, convirtiendo en Camp lo que debiera ser Cap,
desea que se corrija este yerro casual de ortografía mediante la
superior autoridad de V. E. Para dar a V. E. el necesario
conocimiento a fin de proveer con la más formal instrucción lo
conducente, exhibe el exponente algunos documentos de la mayor
autenticidad, en falta del Privilegio original que se perdió, que
probarán convincentemente el yerro involuntario que se cometió al
extender su apellido, y cuál debe ser su legítima, original y
característica ortografía. En dicho Real Privilegio es llamado el
nuevo agraciado (mi segundo abuelo), Dr. en ambos derechos y
Ciudadano Honrado de Gerona, y pariente consanguíneo de la antigua y
noble casa de Montpalau. Además en las armas parlantes que se le
conceden en dicho Real Privilegio, se figura una cabeza de un
mancebo en campo de gules que es la propia significación de
Capmany, esto es, cabeza grande, lo que de ningún modo
puede convenir al equivocado apellido Campmany, que suena
campo grande. En el documento que presenta el exponente de n.°
I.°, y es la certificación del Barón de Serrahí, de hallarse
registrado en los Libros del Brazo el susodicho Privilegio, se lee el
apellido Capmany y no Campmany, y que lo hizo registrar
D. Narciso Sampsó, apoderado de dicho nuevo agraciado Dr. Gerónimo,
lo que comprueba una gran conformidad con leerse nombrado el mismo D.
Narciso como primo hermano del sobredicho Dr. entre los albaceas que
elige este en su testamento del año 1672 que se presenta n.° 3.°
Otro documento que acompaña n.° 2.° es el testamento de María
Camps, mujer del mismo D. Gerónimo el nuevo agraciado, su fecha
también en 1672 y en él se lee constantemente el apellido Capmany y
se nombra Dr. en ambos derechos y caballero, pues lo era desde el año
anterior. Otro documento que se presenta número 3.° es el
testamento de dicho nuevo agraciado, su fecha 1672, y en él se
nombra doctor Gerónimo Capmany, y se lee que era caballero,
descendiente de los Montpalaus, y de Ciudadanos Honrados de Gerona,
que son cabalmente las tres circunstancias que caracterizan al nuevo
agraciado en el tenor del Real Privilegio. El documento que se
presenta n.° 4.° son los capítulos matrimoniales de los padres de
dicho nuevo agraciado, su fecha en 1628: y allí se lee que el padre
era Pablo Capmany, Ciudadano Honrado de Gerona, y la madre era D.a
Esperanza de Montpalau. A mayor abundamiento presenta el exponente la
fé de su bautismo y la de su padre, donde sigue clara la filiación
con el apellido de Capmany unido al de Montpalau y la calificación
en todos de caballero. Si en vista de las pruebas que ofrecen todos
estos documentos justificativos, juzgare V. E. por escritura legítima
el apellido de Capmany y por yerro de pluma del copiante el de
Campmany, que de ningún modo tiene identidad con su familia;


Suplica
a V. E. se sirva ordenar al Archivero Real interino, que hallando
conformes las circunstancias que expone el suplicante con las que
exprese el tenor de aquel Real Privilegio, anote en el Registro y
lugar correspondiente del margen o de otra forma autorizada la debida
corrección que corresponda al equivocado apellido Campmany,
para salvar todo yerro en lo sucesivo con esta providencia en
beneficio del exponente y de sus sucesores que quieran hacer uso de
aquel instrumento regio: Gracia que espera de la notoria
justificación de V. E. Barcelona I.° de setiembre de 1785. -
Antonio de Capmany.


II.


Muy
Sr. mío: Agradeciendo en el alto grado que debo la singular honra
que se ha servido dispensarme esa Real Academia de Buenas Letras
nombrándome por uno de sus individuos, más por un efecto de su
benignidad hacia un patriota zeloso que por algún mérito
verdaderamente literario que se reconozca en mí, digno de tan
distinguida demostración, contesto a la muy apreciable carta de V.
S. en la que me participa esta plausible noticia, suplicándole haga
presente a ese ilustre Cuerpo los vivos deseos que me animan de darle
las más solemnes pruebas de mi júbilo y reconocimiento por medio de
la oración gratulatoria que acabaré de trabajar luego que quede
libre de cierta fluxión de ojos que me ha mortificado muchos días y
me ha obligado a dilatar hasta hoy la debida contestación.


Con
este motivo me ofrezco a la disposición de V. S. siempre agradecido
a las finas y 
honoríficas
expresiones que merezco a su bondad, mientras ruego a Dios le guarde
V. S. los muchos años de vida que le deseo. - B. L. M. de V.
S. su más atento y afecto servidor, Antonio de Capmany: - Sr.
marqués de Llió.


III.





Para
esta breve reseña biográfica me serví del Diccionario de autores
catalanes publicado en 1836 por el diligentísimo Amat, que copió al
pie de la letra la mayor parte de datos relativos a Capmany, del
Diccionario Histórico o Biografía Universal compendiada, por F. Mh.
Q. y S. - Barcelona 1830. -Librería del editor Francisco Oliva. -
Tomo tercero. Mas, apenas presentada la precedente Memoria, vino a
mis manos un folleto precioso por las abundantes noticias que
contiene; cuyo título es el siguiente: Fallecimiento de D. Antonio
de Capmany y Montpalau,--publicado en Londres el año 1814. - Dalo a
luz en esta corte un amigo suyo. - B. L. - Con licencia, en Madrid -
en la imprenta de D. Francisco de la Parte. - 1815. - La importancia
biográfica de este documento, el catálogo detallado que contiene, y
lo esmerado de su redacción, me mueven a trasladarlo íntegro:


«La
misma combinación de circunstancias desgraciadas que privó a España
de los talentos y virtudes del amable Vega, cuya muerte anuncié en
mi número anterior, la despojó días después de uno de los mejores
ornamentos de su literatura en D. Antonio de Capmany. La enfermedad
epidémica acometió a ambos casi al mismo tiempo: el primero fue
víctima de ella durante el ataque de la fiebre aguda: Capmany pudo
vencerla; pero oprimido del peso de sus años, faltáronle las
fuerzas necesarias para la convalecencia, y falleció al cabo de un
padecer lento y penoso. (I.°)


«Los
títulos de D. Antonio de Capmany a la admiración y agradecimiento
de su patria como ciudadano y como literato a pocos cederán, si es
que hay quien pueda alegarlos mayores en nuestra era. Una
circunstancia hay en ellos que seguramente debe encarecerlos para
España en estos tiempos, y es que el carácter y literatura de
Capmany le pertenecen exclusivamente: que cuanto fue y cuanto supo
era legítimamente español, y que en el contagio casi universal de
francesismo literario con que está plagada la península española,
tan lejos estuvo de contraerlo, que como si la naturaleza le hubiera
dotado de un contraveneno, cuanto aprendió en los escritores
franceses, otro tanto se españolizó entre sus manos. Si las
antipatías nacionales pueden alguna vez convertirse en virtudes
públicas (de lo cual España presenta un ejemplo cual pocos se
encontrarán en la historia), Capmany nació con este estímulo de
patriotismo en un grado supremo.
Su provincia y sus abuelos se
habían sacrificado en odio de los franceses, y Capmany reconcentró
en su corazón todo el fuego de antifrancesismo que había devorado a
su familia y sus paisanos. Cuando la España no sospechaba la
horrible traición de sus vecinos que la ha inundado en sangre, el
odio de Capmany a los franceses dando pábulo a su vehemente y
fecunda imaginación, era materia de solaz y entretenimiento entre
todos los que tuvieron el placer de su trato. Al punto que los
acontecimientos de España convirtieron en el más exaltado
patriotismo lo que hasta allí había sido mirado como un divertido
capricho, Capmany apareció entre los más atrevidos defensores de la
causa de España, sellando su odio a la usurpación de Buonaparte
en el periódico titulado: Centinela contra franceses, (*) que fue su
última obra literaria, y el papel más característico y nacional de
cuantos se han publicado de esta clase durante la revolución
española.


Pero
antes de hablar de los escritos de este ilustre literato, insertaré
una noticia de su vida y familia, que él mismo publicó (2.°) en
Cádiz cuando temió que todos sus papeles habían perecido en
Madrid. Sólo omitiré algunos pormenores que por domésticos no
pueden tener interés para el público.


El
carácter literario (3.°) de D. Antonio de Capmany tiene una
circunstancia no común en España, y es el haberse dedicado al
estudio sin ser lo que allá se llama hombre de carrera. Destinado a
las armas desde sus primeros años, sin más educación que el escaso
saber que se adquiere por lo común en las escuelas de gramática
latina
en España, sólo su estraordinaria disposición y
sus talentos pudieron llevarlo al estudio a que después debió su
vida.


(*)
Es un librito en 12.°: el autor se equivocó. Véanse los números
11 y 12 del catálogo de las obras que publicó el Sr. Capmany,
impreso de su orden en Cádiz en el año de 1812.


La
afición a la entonces ignorada historia de su patria lo puso en la
carrera en que tanto se ha distinguido. Parece que al mismo tiempo se
aficionó al estudio de la elocuencia, y que como requisito
indispensable se empleó por bastante tiempo en el estudio de los
mejores escritores de la lengua española. Algún lugar hubo de dar
desde muy temprano en su plan de propia educación a la economía
política, porque siendo muy joven publicó con nombre fingido un
tratado sobre aprendizajes, gremios, etc.; materia que volvió a
tratar más profundamente en su obra maestra: Historia de las artes,
comercio y marina de Barcelona.


Para
escribir este apreciable libro tuvo a su disposición los archivos de
aquella famosa ciudad: tesoro inmenso, cuyas riquezas no podían
sacarse a luz a no ser por un hombre de la comprehensión y
laboriosidad de Capmany. Esta obra da mucha luz para la historia
general del comercio del mediterráneo en los siglos medios, y mucho
más para la particular del estado de España en aquella época.
Capmany fue el primero que hizo ver el poco fundamento de la opinión
generalmente recibida sobre la opulencia de Castilla en fábricas y
comercio por los siglos XV y XVI.


Como
continuación de la antecedente publicó después otras dos: Leyes
marítimas de Barcelona en los siglos medios; y una colección de
tratados entre los antiguos reyes de Aragón y los estados de
Berbería.


Aunque
contra el orden cronológico, haré aquí mención de otra obra que
publicó en 1805, que por ser sobre puntos históricos tiene conexión
con las anteriores. Su título es Qüestiones críticas. En
ellas incluye una multitud de noticias que había recogido en el
discurso de sus estudios para la formación de sus obras anteriores,
y trata a fondo cuestiones importantes y curiosas que sólo se
hallaban indicadas en sus otros escritos.


Sus
obras filológicas fueron escritas en épocas muy distantes. Una de
las primeras que publicó siendo aun joven, fue la Filosofía de la
Elocuencia. En sus últimos años la refundió enteramente, y en el
pasado de 1812 se imprimió en esta capital por orden de su autor, y
según sus manuscritos originales.


El
Teatro de la Eloqüencia Española es una colección de
extractos de los mejores escritores castellanos, dispuestos en orden
cronológico, y acompañados de una noticia de sus autores, y algunas
observaciones críticas sobre su estilo.


En
Madrid publicó un Diccionario Francés-Español, que es
infinitamente superior a cuantos existen de esta clase.


Muchas
otras inéditas (4.°) deben quedar en poder de sus herederos, si es
que escaparon sus papeles de manos de los franceses. Yo he visto
algunos manuscritos que compuso para la comisión de Cortes, que como
todas sus obras, abundan en saber, y dan, cuando menos, llamaradas
del gran talento de su autor.


El
formar un juicio crítico de todas y cada una de las obras de D.
Antonio Capmany sería un empeño superior a mis fuerzas, y ajeno de
un breve artículo necrológico. Baste decir que en todas sus
producciones se encuentra un fondo inagotable de erudición y una
eloqüencia peculiar y
característica (5.°) del autor. El vigor y animación que le
distinguieron hasta su edad más avanzada dan vida a cuanto salió de
su pluma. Capmany, como todos los hombres de carácter vehemente y
talentos extraordinarios, llevaba ciertos gustos y opiniones al
exceso. Tal era a mi parecer su idolatría (que tal puede llamarse)
de la lengua española, su admiración de la elocuencia de los
escritores castellanos del siglo XVI, y su empeño en conservar la
lengua en el mismo estado que tenía en aquel tiempo. Pero si esto
(como creo) debe ponerse en la clase de preocupaciones, no puede
negarse que es una preocupación laudable en su principio, y en
perfecta armonía con el carácter castizo de Capmany.»


_____


DOCUMENTOS.



I.°


AQUÍ YACE


EL
FILÓLOGO


DON
ANTONIO CAPMANY Y MONTPALAU


DIPUTADO
POR CATALUÑA
EN LAS CORTES GENERALES Y EXTRAORDINARIAS.


SUS
OBRAS LITERARIAS Y SUS ESFUERZOS


POR
LA INDEPENDENCIA Y GLORIA


DE
LA NACIÓN


PERPETUARÁN
SU MEMORIA.


MURIÓ
EL 14 DE NOVIEMBRE DE 1813,


A
LOS 71 AÑOS DE SU EDAD.


R.
I. P. A.




2.°


RELACIÓN
SUCINTA


del
nacimiento, patria, ascendencia, estudios, servicios, méritos,
trabajos y actual estado de don Antonio de Capmany, para noticia, en
lo venidero, de sus hijos y sucesores hoy prófugos, destituidos de
todos los documentos y manuscritos originales, que tuvo que abandonar
en Madrid en 4 de Diciembre de 1808, con motivo de su repentina
emigración de aquella corte, donde tenía su domicilio.


Don
Antonio de Capmany nació en Barcelona en 24 de noviembre del año
1742, y fue bautizado el día siguiente en la catedral de dicha
ciudad. Fueron sus padres Don Gerónimo de Capmany, caballero
domiciliado en Barcelona, y doña Gertrudis Suris, ambos naturales de
la villa de San Feliu de Guixols en la costa de Cataluña.


Su
padre, aunque nacido en dicha villa, y bautizado en aquella
parroquial iglesia en 1708, descendía de la ciudad de Gerona, en la
cual tenía la casa solar su antiquísima familia de Ciudadanos, en
cuya honorífica clase estaba inscrita desde el año 1495, según
consta en las matrículas del archivo municipal.


Su
abuelo, llamado también Gerónimo, nació en Gerona en 1660: fue
Lugar-Teniente de Bayle general de Cataluña por real cédula de
Carlos II en 1694; y hallándose de primer Jurado de aquella ciudad
en 1710, y comandante de la milicia urbana en el sitio que sufrió de
los franceses mandados por el duque de Noailles, se resistió a la
capitulación; y por tanto tuvo que emigrar a Génova, quedando sus
casas y haciendas confiscadas, y reducida su familia a la indigencia,
como las de otros partidarios de la causa del Archiduque. Murió en
1744.


Su
segundo abuelo, llamado también Gerónimo, que asimismo nació en
Gerona en 1630, fue capitán del tercio de Nobles que levantó dicha
ciudad en 1655 contra la invasión de los franceses y se halló en la
defensa de Palamós de 1660 la de Rosas, sirviendo a sus expensas;
por cuyos méritos fue creado y armado caballero con Real Privilegio
de Carlos II en 1671 para él y sus hijos y descendientes varones, y
consta en los registros del real y general archivo de la Corona de
Aragón. Murió en 1684.


Su
tercer abuelo fue Pablo Capmany y de Montpalau, por ser hijo de D.
Miguel Capmany y de D.a Esperanza de Montpalau, presunta
heredera de la noble familia de este nombre, señores de la casa y
castillo de Montpalau en el lugar de Argelaguer, corregimiento de
Gerona. Nació en 1592 y murió en 1640.


Esta
familia de Capmany poseía antes de las guerras de sucesión varias
casas en Gerona, y haciendas en el Ampurdan, sin contar otras en la
villa de San Feliu de Guixols, como también el dominio de la Notaría
de esta villa, y cinco feligresías del valle de Aro, el Guardianage
del puerto, llamado hoy Capitanía, y el patronato de muchos
beneficios fundados en la catedral de Gerona y parroquia de Palamós.
La tumba propia de la familia está en la colegiata de San Félix de
Gerona en la capilla de Santa Ana.


Dicho
D. Antonio estudió la gramática, las humanidades y la lógica en el
colegio Episcopal de Barcelona. Entró de cadete en los dragones de
Mérida, y de allí pasó a subteniente del segundo regimiento de
tropas ligeras de Cataluña, y con él se halló en la guerra de
Portugal en 1762. Después de nueve años de servicio se retiró en
1770, hallándose en la villa de Utrera, reino de Sevilla, en
cuya capital había el año anterior casado con D.a
Gertrudis de la Polaina y Marqus, natural de dicha villa. Allí
tuvo una comisión Real para traer a las nuevas poblaciones de
Sierra-Morena una colonia de familias catalanas, así de
artífices como de hortelanos; la que desempeñó bajo la dirección
del superintendente
D. Pablo Olavide, (da nombre a la
universidad de Sevilla
) a cuyo lado vivió un año entero en la
Carolina, hasta que por la desgracia que padeció aquel magistrado,
se retiró a Madrid a procurarse otra fortuna. Allí fue admitido en
la Real Academia de la Historia en 1776, y en 1790 fue elegido su
Secretario perpetuo. En los 35 años de su residencia en la corte
hasta el día en que tuvo que emigrar a la Andalucía con motivo de
la invasión de los franceses en ella, además de las muchas
producciones de su pluma que dio a luz pública sucesivamente, tuvo
varias comisiones y encargos del Gobierno, así literarios como
políticos. Fue nombrado secretario con voto de una junta de
arbitrios que de orden de
S. M. presidía el marqués de las
Hormazas, del consejo de Estado, compuesto de los fiscales de
Castilla y Hacienda, del Director general de rentas, y de dos
comerciantes.


También
fue nombrado secretario con voto de otra Junta que de orden Real
presidió D. Bernardo de Iriarte, del consejo y Cámara de
Indias, compuesta de un Ministro de cada uno de los consejos para el
examen del nuevo plan de fomento de la isla de Ibiza, que presentó
al Rey, D. Miguel Cayetano Soler.


Fue
también nombrado Colector y Editor de los tratados de paz de los
reinados de Felipe V, Fernando VI, Carlos III y IV, que publicó en
1800 en tres tomos en folio, con la traducción castellana, para cuya
comisión se le franquearon los archivos del antiguo Consejo de
Estado, y de la primera secretaría del Despacho. Por este trabajo, y
por los demás que se ofreciesen en este Ministerio, se le señalaron
sobre la renta de correos 12000 rs. anuales.


En
1785 tuvo la comisión por S. M. para el reconocimiento de los Reales
Archivos de Barcelona y formación de una historia diplomática.


En
1802 tuvo otra Real comisión para el reconocimiento y arreglo de los
Archivos del Real Patrimonio en Cataluña, que estaban abandonados.
Los arregló y planteó en oficina formal, con reglamento para su
custodia, despacho y uso público, gozando título de Director de
ellos con una asignación anual de 6000 reales.


Últimamente
fue nombrado por la Superintendencia de imprentas del Reino, con Real
aprobación, Censor de los periódicos que se publicaban en la corte,
con la asignación de 4440 rs. anuales.


En
este estado de paz y tranquilidad, gozando del aprecio del Gobierno y
de la estimación de las gentes, disfrutaba de 48000 reales entre
sueldos y pensiones, ganados por sus servicios en los encargos que
desempeñó; y eran 24000 sobre la renta de correos, los 12000 por el
mérito de sus obras publicadas bajo los auspicios del Gobierno; y
los otros 12000 por los tratados de paz: 4400 por secretario jubilado
de la Real Academia de la Historia: 6000 por Director de los Archivos
del Real Patrimonio: 5000 pagados por el Consulado de Barcelona por
las obras que publicó del antiguo Comercio y Marina de aquella
ciudad: 4400 por censor de periódicos; y 4200 por Diputado del
Ayuntamiento de Barcelona.


Todas
estas rentas, sueldos y asignaciones, las perdió gustoso, huyendo a
pie, a los 68 años de su edad, de Madrid, y de la vista y dominación
francesa, con sola la ropa que traía encima en aquel momento,
abandonando su casa, sus libros, sus manuscritos y trabajos medio
concluidos, sus haberes, sus conveniencias, y hasta su mujer y nuera,
enfermas, que no pudieron seguirle. Llegó a Sevilla el día I.° de
enero de 1809 casi desnudo: se presentó al Gobierno Supremo
manifestando su indigencia; y hecho cargo este de los méritos,
servicios y patriotismo del prófugo, le señaló 18000 reales
anuales sobre la renta de correos, a cuenta de los 24000 que gozaba
en Madrid sobre la misma. Allí se le encargó la redacción de la
Gaceta del Gobierno, que estaba interrumpida desde que entraron los
franceses en Madrid.


Fue
nombrado en Sevilla vocal de la Junta consultiva de Cortes. Tuvo la
comisión de examinar los discursos presentados a la Junta Suprema de
Cortes y formar un análisis de su contenido, y dar un informe
general sobre esta materia, y un compendio histórico de la
celebración de estos congresos en la corona de Castilla y en las de
Navarra y Aragón, y así lo ejecutó con gran diligencia y trabajo.


Actualmente
se halla refugiado en Cádiz desde que huyendo de la invasión de los
franceses en Sevilla, vino a buscar un asilo en esta ciudad bajo la
sombra del nuevo Gobierno. Este le encargó la segunda restauración
de la Gaceta, interrumpida con este nuevo acontecimiento, y se
continua bajo el título de Gaceta de la Regencia de España e
Indias.


Cádiz
10 de junio de 1810.



3.°


CATÁLOGO


de
las obras que ha publicado D. Antonio de Capmany, individuo de varias
Academias de bellas letras, y secretario jubilado de la Real de la
Historia, hoy Diputado en Cortes por 
Cataluña.


I.


Discurso
económico-político sobre la influencia de los gremios de artesanos
para la conservación de las artes, honor de los oficios, y de las
costumbres populares bajo el nombre supuesto de D. Ramón Palacio,
porque en aquella época no podía su verdadero autor descubrirse
defendiendo la industria de Barcelona, su patria, que tenía
descontenta al Gobierno después del motín de 1774. En la imprenta
de Sancha: un volumen en 4.°, en 1777.


2.
Filosofía de la eloqüencia. Un volumen en 8.° en la imprenta de
Sancha, año de 1776.


3.
Memorias históricas sobre la antigua marina, comercio y artes de la
ciudad de Barcelona. Cuatro volúmenes en 4.° con viñetas
alegóricas, en la imprenta de Sancha, año de 1783.


Esta
obra abraza la historia naval y mercantil de toda la Europa en los
cinco siglos de la baja edad: asunto que en ninguna nación se ha
tratado hasta ahora.


4.
Costumbres marítimas de Levante, o leyes conocidas vulgarmente bajo
del título de Libro del Consulado de Mar desde el siglo XII,
traducido al castellano, con el texto original lemosin
restituido a su primitiva y pura escritura; ilustrado con un discurso
preliminar y notas histórico-críticas, y acompañado de una
colección de antiguas leyes y estatutos náuticos mercantiles y
consulares de las dos coronas de Aragón y de Castilla en los siglos
XIII, XIV y XV. Son dos volúmenes en 4.°, en la imprenta de Sancha,
año de 1783.


5.
Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, con las vidas
de los autores más célebres en la locución castellana, y un
análisis de sus escritos, de donde se han extractado los trozos más
excelentes y selectos.


Comprende
la historia crítica de la lengua española y sus escritores clásicos
desde el siglo XII hasta el XVII inclusive. Son cinco volúmenes en
8.°, en la imprenta de Sancha, año de 1787.


6.
Ordenanzas navales de las armadas de la Corona de Aragón,
promulgadas por el Rey Don Pedro IV en Barcelona en 1354 para el
servicio de la marina militar. Es un volumen en 4.°, en la imprenta
Real, año de 1787. Llevan la traducción castellana, y el texto
lemosin
copiado del antiguo códice original, ilustrado
con varios apéndices de noticias raras sobre los bajeles de aquella
edad.


7.
Antiguos tratados de paces y alianzas entre los reyes de Aragón y
príncipes infieles del África y Asia en los siglos XIII, XIV y XV:
traducidos al castellano de los códices originales lemosinos,
y adornados con varias notas históricas, geográficas y políticas.
Un volumen en 4.° En la imprenta Real, año de 1786.


8.
Nuevo diccionario francés y español. Un volumen en 4.°, en la
imprenta de Sancha, año de 1805.


9.
Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica,
política y militar. Un volumen en 8.° Madrid en la imprenta Real,
1807. Primera cuestión, de la antigua industria, agricultura y
población de España. Segunda, de la invención y uso de la brújula.
Tercera, del descubrimiento y origen del mal venéreo y su
propagación en Europa desde fines del siglo XV. Cuarta, de la
invención de la pólvora y su primer uso en la guerra. Quinta, de
las trirremes de los antiguos. Sexta, de la clase y magnitud de los
bajeles de la edad media.


10.
Compendio histórico de la Real Academia de la Historia de Madrid:
precede al tomo primero de las Memorias de este cuerpo, impresas en
la oficina de Sancha, en cuatro tomos en 4.° mayor.


11.
Centinela contra franceses: un librito en 12.°, impreso y publicado
en Madrid por octubre de 1808. Cuando Napoleón ocupó a Madrid se la
hizo leer traducida al francés. Fue luego reimpresa en varias
ciudades de España, y ha corrido traducida en alemán, inglés y
portugués.


12.
Centinela de la patria: sin nombre de autor: impresa y publicada en
Cádiz periódicamente en números sueltos hasta el 5.° en 1810 en
la imprenta Real.


13.
Carta primera y segunda de un patriota disimulado en Sevilla, a un
antiguo amigo suyo domiciliado en Cádiz: en la imprenta Real en
1811.


14.
Manifiesto en respuesta al folleto intitulado: Contestación de D.
Manuel José Quintana a varios rumores y críticas etc.


15.
Cartas de Gonzalo de Ayora, que tratan de la guerra del Rosellón en
1503: publicadas la primera vez en Madrid en 1794, en la imprenta de
Sancha. Esta edición fue costeada por la Real Academia de la
Historia, en cuya biblioteca se guardaba el manuscrito original, y
promovida y propuesta por D. Antonio de Capmany, entonces su
secretario, quien cuidó de la corrección: trabajó la vida del
autor y otras noticias preliminares, y el vocabulario militar para la
inteligencia de la obra. Ni la Academia ni el secretario manifestaron
su nombre, contentándose con las iniciales de D. G V., esto es, D.
Gregorio Vázquez, escribiente del mismo Real Cuerpo.


16.
El diccionario geográfico de Echard: corregido, aumentado, o por
mejor decir, refundido: publicado en Madrid en 1783, a costa de la
Real Compañía de libreros, tres tomos en 4.°


17.
Compendio histórico de los soberanos de Europa: publicado en el
mismo año a costa de la expresada Compañía: dos tomos en 4.°


18.
Comentario joco-serio de la nueva traducción castellana de las
aventuras de Telémaco, que publicó D. José Covarrubias en Madrid
en 1797. El autor omitió su nombre con las iniciales A. C. por
decoro del mismo traductor. Es un cuaderno en 4.° de..... páginas,
en la imprenta de Sancha.


19.
En la obra intitulada: Epítome de las vidas de varones ilustres de
España, que por orden del gobierno se publicó con retratos en
Madrid en la imprenta Real y por cuadernos en folio máximo, tuvo el
dicho Capmany por encargo superior que continuar esta empresa, que
había quedado suspensa con la caída del conde de Florida-blanca,
primer secretario de Estado.


Los
epítomes cuya formación se debe a su pluma son los de los varones
siguientes: en el cuaderno 5.° los de Martín de Azpilcueta,
D. Luis de Góngora, D. Bernardino de Revolledo, Pedro Chacón.
- En el 6.° de D. Diego Saavedra Faxardo (Fajardo). - En el
7.° de Fray Luis de León. - En el 8.° del Maestro Juan de Ávila.
- En el 9.° de Antonio Pérez, D. Antonio Covarrubias y D. José Pellicer. - En el 10.° de Hernando de Alarcón, del Arzobispo D.Rodrigo, de Fr. Juan de Torquemada.
(No debe confundirse con el conocido inquisidor Tomás)


20.
Gritos de Madrid cautivo a los pueblos de España: un cuaderno en
8.°, impreso y publicado en Sevilla en la imprenta de Hidalgo, año
de 1803, después de haber emigrado de Madrid el autor.


Las
seis vidas del cuaderno 7.° del Epítome de las vidas de varones
ilustres de España, esto es, de Fray Luis de León, de D. Luis
Requesens, de Francisco Vallés, del Patriarca Ribera, de Bartolomé
Leonardo Argensola y de D. Juan de Palafox, extendidas por
D.
Manuel José Quintana, salieron corregidas, retocadas y aumentadas
por dicho Capmany por encargo y súplica de Don Juan Facundo
Caballero, entonces subdelegado de la Real imprenta, y fiscal de la
Renta de Correos.


22.
Es autor también de varias proclamas del Supremo gobierno, que sin
nombre de autor se publicaron el año pasado de 1810 en la imprenta
Real, como son: Días de Fernando VII. - Otra: A los pueblos de la
Mancha y Alcarria. - Otra: A los españoles vasallos de Fernando VII
en las Indias.


23.
En 1773. Contestación al papel: Los eruditos a la violeta (*).


(*)
En este catálogo, se hace caso omiso de los Discursos analíticos
etc. - Madrid 1776, de La vida del falso profeta Mahoma: 1792, y del
Arte de traducir etc. - 1776. - G. F.


Obras
manuscritas, hasta ahora inéditas por carecer de auxilios y de
proporciones para su impresión desde que emigró de Madrid en 4 de
diciembre de 1808.


1.
Filosofía de la elocuencia, aumentada, corregida, ilustrada, y en
una palabra, refundida enteramente: ocupará triple volumen del de la
primera edición de 1778. (Se imprimió en Londres en 1812, y se
vende en Cádiz y en Madrid.)


2.
Clave general de ortografía castellana: será un tomo en 8.°


3.
Plan de un diccionario de voces geográficas de España, dividido en
topográficas, corográficas, civiles, políticas, físicas, rurales,
hidráulicas, con una metódica nomenclatura.


4.
Diccionario fraseológico de la lengua francesa y española
comparadas. Será un tomo grueso en 4.°




4.°
Continúan
las obras inéditas que se hallaron a su muerte, y se entregaron a
sus herederos en Madrid.





5.
Colección de cartas escritas a varias personas. Empiezan desde el
año 1772, y son 48.


6.
Varios paquetes de octavas y cuartillas de papel que contienen cada
uno o más refranes ordenados por el abecedario, y son dos mil
trescientos veinte y dos.


7.
Ensayo de un diccionario portátil castellano y francés. Borrador.


8.
Artículos nuevos para un nuevo apéndice. Son de ganadería de lana.


9.
Apuntaciones para el diccionario filosófico de la lengua castellana.


10.
Plan alfabético de un diccionario de sinónimos castellanos. Son
1645.


11.
Diccionario de los nombres o voces con que se conocen las partes de
que se compone un barco, desde la A hasta la G.


12.
Pruebas de la filiación latina de la lengua castellana. Apuntes.


13.
Frases metafóricas y proverbiales de estilo común y familiar. Son
3644.
14. Reforma del diccionario galo-castellano, o Gramática
patriótica. Apuntes.


15.
Arte de la elocución castellana, y el estilo en general. Apuntes.


16.
Ensayos poéticos a que quiso dedicarse.
17. Colección de
seguidillas y tiranas.
18. Libertades del estilo poético.
Apuntes.


19.
Adiciones al Teatro histórico crítico de la elocuencia española
(*).


(*)
Esto prueba que Capmany conocía lo incompleto de su Teatro: defecto
que le han achacado el Sr. Galiano y el Sr. Milá - G. F.


20.
Cuestión. Observaciones sobre la arquitectura gótica (*).
* Es
muy probable que estas observaciones las incluyese Capmany en el tomo
3.° de sus Memorias históricas. - G. F.


21.
Extracto analítico de las leyes Rhodias.


22.
Noticias de los tribunales supremos, dignidades superiores, y otros
empleos de la corona dentro y fuera del continente. Divídese este
número en otros once.
Entre una infinidad de papeles que se
encontraron con referencia a la Academia de la Historia, de que fue
secretario, están los siguientes:


23.
Prólogo del tomo primero de Memorias, por Cornide: reformado por
Capmany.


24.
Expediente sobre la formación del diccionario histórico geográfico
de España.


25.
Censura del manuscrito titulado: Don César Sátiro.


26.
Discurso de gracias y entrada en la Real Academia en el año 1775.


27.
Varias censuras puestas de orden del Consejo a otras que remitía a
la Academia desde agosto de 1790 hasta enero de 1801.


28.
Introducción a la historia de Clemente Libertino.


29.
Estado de la literatura en España a mediados del siglo XVI.


30.
Catálogo de los autores de las ciencias diplomática y numismática.


31.
Idea de la cultura española: catálogo de los autores clásicos,
griegos y romanos, traducidos en lengua castellana desde el siglo XIV
al XVII.


Como
secretario de la Comisión superior de Cortes, nombrado por la Junta
Central, escribió los papeles siguientes:


32.
Informe político-histórico presentado a la Comisión superior de
Cortes.


33.
Espíritu de las opiniones varias de los autores de memorias sobre
Cortes, con notas de D. Antonio Capmany, presentado a la misma
Comisión.


34.
Práctica y estilo de celebrar cortes en el reino de Aragón etc.,
presentado a la misma.

35.
Su voto como vocal de la misma Junta superior de Cortes sobre la
admisión de la nobleza y clero en las Cortes (*).




(*)
Por este catálogo se ve que las obras inéditas de nuestro autor no
van en zaga a las publicadas, en importancia; llevándose la
preferencia los trabajos filológicos, como más análogos a su
talento analítico y minucioso. - G. F.




5.°


AL
REY NUESTRO SR. DON FERNANDO VII


EN
SUS DÍAS.


LA
NACIÓN.


Día
30 de mayo, ¡día memorable en el calendario de la iglesia y de la
patria! ¡día de luto у de júbilo por lo que padeces y por lo que
mereces, ínclito y desgraciado FERNANDO!
¡O nombre glorioso,
nombre grande, nombre de inmortal y feliz memoria para España! Son
atributos de este real nombre los excelsos títulos de Magno, de
Santo, y de Católico, que el valor y la virtud granjeó a tres
insignes príncipes tus progenitores, que con la espada y la justicia
restauraron, ampliaron y ensalzaron esta vasta monarquía, a cuyo
trono te destinó el cielo, y te llamó y aclamó nuestra universal
voluntad.


En
este día, en que los soldados del alevoso y cruel tirano de la
Europa que manchan nuestro sagrado territorio, mirarán con desprecio
tu corona, y harán público escarnio de tu púrpura y majestad: en
este mismo te saludan y te aclaman veinte y cuatro millones de
españoles en uno y otro hemisferio: hoy renuevan su amor y su
juramento de defender tus derechos, tu nombre augusto, y la libertad
y gloria de la patria. Tú nos mandas, FERNANDO, desde ese retiro de
tu cautiverio, sin usar de tu poder, de tu voz ni de tu pluma. Tú
callas, y te oímos lo que nos quieres decir. Tú eres ahora
invisible, y te vemos con los ojos de la compasión y del amor. Tú
reinas, y no imperas: tú estás cautivo, y nosotros somos siervos
tuyos. Eres rey de España y de las Indias, y lo serás mientras
vivas. Te han querido arrebatar la corona de tus padres, y te han
dado otra más gloriosa, la del martirio que padeces de no poder ver
de cerca los sacrificios de tus hijos.


Pero
consuélate, Príncipe amado, con saber que padecemos por ti, así
los que peleamos, como los que no podemos pelear en tu desagravio.
Consuélate y gloríate de que ningún soberano en el
continente tiene nación que le ame y le defienda sino tú: todos han
sido desamados o despreciados, porque ninguno ha sabido sostener su
propio honor, ni ha querido que sus súbditos sostuviesen el suyo.
Todos se han hecho esclavos del Gran Tirano sin esperar que los
cautive: ¡desdicha y miseria inaudita! Sólo tú reinas en los
corazones: nosotros pelearemos, y tú triunfarás. Llora, Fernando,
tu desventura, y no llores nuestros males, que el amor los hace
suaves, la justicia de la causa gloriosos, y nuestra fidelidad
honrosos.


Tu
memoria vivirá de generación en generación mientras haya hombres
que se llamen españoles. Patria y vasallos tienes en las cuatro
partes del mundo; en ellas reinarás, en ellas será adorado tu
nombre, y será ensalzado el de España entera. No desconfíes,
señor, de nuestro valor y constancia, cada día más firme cuanto
más sean los peligros y las adversidades. En estas se labran y se
prueban los hombres que trabajan por la común libertad: la fortaleza
es la virtud de los que sufren y vencen los trabajos. Perecerán los
animales, se asolarán nuestras casas, se yermarán los pueblos, se
secarán los campos, no nacerá yerba en ellos, y renacerá de las
cenizas de cada mártir de la patria un español armado de furor que
respirará venganza y sangre contra el impío y alevoso tirano.
Desnudo entonces, y a solas con la naturaleza, abrazará y besará a
la tierra que le dio el ser de español, y con animoso ruego le dirá:
dame aquel vigor y virtud que no niegas a los animales y a las
plantas, para que no me falte jamás el aliento y brío de hijo de
tan noble suelo.


Carecemos
del dulce consuelo de tu presencia, mas no de tu representación. Tu
soberana autoridad está depositada, con fé y unión indisoluble, en
el Consejo de Regencia, que representa tu Real Persona, y bajo de tu
sagrado nombre hoy rige felizmente el Estado, le repara, le sostiene
y le vuelve con nuevos esfuerzos y esperanzas el vigor perdido. Para
solemnizar este día establece hoy su silla y residencia en esta
invicta, poderosa y leal ciudad de Cádiz, delante del enemigo
insolente, para que el ruido de las salvas de artillería de la plaza
y de las escuadras, y al ver desplegadas al viento las insignias y
banderas de Fernando VII y de Jorge III, caros hermanos y aliados
eternos, abra sus sangrientos ojos, y se los tape de confusión y de
despecho.


Recibe,
Rey amado, el obsequio y veneración que te tributarán en este día
las dos naciones libres de la tierra, la española y la inglesa, que
desde hoy formarán una sola para defender su independencia, su
dignidad y su honor contra el enemigo de entrambas, monstruo y
deshonra de la humana naturaleza. - Por Don Antonio de Capmany.


Cádiz
30 de mayo de 1810. (*)


(*)
Si es mal prisma el presente para juzgar el pasado, no podemos
censurar sin injusticia el tierno entusiasmo que excitaba Fernando
VII durante la revolución nacional por antonomasia. He aquí por qué
me parece muy dulce y patética la idea de dar la nación los días a
su cautivo monarca. La producción transcrita, aparte de alguna
antítesis rebuscada y de alguna reminiscencia retórica, está llena
de ternura casi paternal. Duele recordar lo desgraciado que ha sido
el pueblo español en sus idolatrías. - G. F.



IV.


Un
crítico autorizado, si bien algo pesimista, Don Antonio Alcalá Galiano, dice, hablando de Capmany, en su Historia de la literatura española, francesa, inglesa e italiana en el siglo XVIII: «Capmany
dio en presumir de purista, y aun se arrepintió de haberlo sido poco
en sus primeras obras, dedicándose en sus últimos días con
particular empeño a combatir la corrupción introducida en el idioma
castellano. Para esta empresa tenía no pocos conocimientos; pero
carecía de disposición natural para poner en práctica lo que
recomendaba. Siendo catalán, y habiendo aprendido a hablar y aun a
pensar en su dialecto lemosino, manejaba en cierto modo como
extranjero el lenguaje castellano, de lo cual se seguía ser
escabroso en su estilo y nada fácil en su dicción. Este juicio se
presta a algunas observaciones que no creo inoportunas.


Prescindiendo
de algunos desmañados defensores de la antigua dicción castellana,
cuya exaltada parcialidad, lejos de favorecer a la causa que
sostenían la echaba a perder; débese a los que se dio en llamar
puristas, la conservación de nuestro idioma. ¿A qué extremo de
vilipendio no hubiera llegado la lengua española, sin el loable
esfuerzo de los pocos escritores castizos del siglo pasado y
comienzos del presente? Lejos, pues, de merecer calificaciones
desdeñosas los que se empeñaron en sostener los fueros de la pureza
indígena del habla castellana, dignos son, al contrario, de
recordación agradecida y fervoroso aplauso. Nuestro Capmany, si
alguna vez se dejó llevar de carrera por su buen celo, si por aquel
acendrado españolismo suyo anduvo en varias ocasiones sobrado,
conoció los verdaderos intereses de la causa que tan vigorosamente
defendía. En las Observaciones críticas sobre la excelencia de la
lengua castellana que preceden a su Teatro histórico-crítico dice
categóricamente: «Adonde este (nuestro idioma) no alcance,
adóptense voces nuevas, enhorabuena.» Lo que hacía salir de quicios a Capmany no era la introducción de aquellos vocablos
(generalmente técnicos o facultativos) de que nuestra lengua carece,
sino el que se mendigase de los idiomas extranjeros lo que el nuestro
posee en abundancia. Cierto que fuera empeño asaz ridículo preferir
prolijas e inexactas redundancias, a la adopción urgente de voces
expresivas de adelantos científicos, industriales y comerciales que
nuestra civilización naciente no ha inventado todavía; pero no es
menos cierto que indigna e indignará siempre a todo buen español el
ver como se menosprecia estúpidamente ese tesoro riquísimo, inmenso
e inagotable que se llama: romance castellano.


En
cuanto al estilo de Capmany, si bien no se recomienda por la
regularidad artificiosa, es fruto espontáneo y robusto de su
pensamiento, y esto hace su más completo elogio. Si a su dicción le
falta armonía, le sobra nervio; y bueno es advertir que la primera
cualidad, lo es secundaria del estilo; y la segunda deriva
inmediatamente de la fuerza del pensar o del sentir. Un escritor
fríamente armonioso halaga el oído con sus frases rotundas, pero
también suele conciliar muy regaladamente el sueño. El Sr. Galiano,
con su acostumbrada y magistral imperturbabilidad, asegura que la
dicción de Capmany era nada fácil. Lo que faltaba afortunadamente a
nuestro autor era aquella facilidad agradable, que no pocas veces
raya en hueca verbosidad. Por lo que atañe a si pudo influir en la
dicción de Capmany el país en donde nació, sírvale esta
circunstancia de mérito, no de excusa: pues tiene muy subido el
primero, y de la segunda no necesita. Creo del caso recordar, con el
debido respeto, al Sr. Alcalá Galiano, que si bien Capmany aprendió
a hablar y aun a pensar en su dialecto lemosino (vulgarmente
llamado
lengua lemosina), su permanencia en la
corte por espacio de 35 años, sus largos viajes por el interior de
España, su constante y tenaz estudio de los clásicos y su eminente
sagacidad filológica, bastan y sobran para vencer una «falta de
disposición natural» que pongo muy en duda, con perdón sea dicho
del Sr. Alcalá Galiano. De lo contrario sería preciso confesar que
el «arte de escribir bien el castellano» es un don infuso, o una
gracia gratis data. - G. F.


V.


He
tenido ocasión de ver el Prospecto del Teatro histórico crítico de
la elocuencia castellana; notable por la manera solemne y casi
oficial con que empieza. Dice así:


D.
Antonio de Capmany, individuo del número de la Real Academia de la
Historia y Honorario de la de Buenas Letras de Sevilla y Barcelona,
deseoso de dar a los extranjeros y a sus patricios una general y
perfecta idea de la abundancia, hermosura, majestad y armonía de la
lengua castellana, presentándoles excelentes modelos de la mejor
elocución prosaica en todos los géneros de estilo, ofrece al
público, bajo el título de Teatro histórico-critico de la
elocuencia castellana, una copiosa colección de pedazos escogidos de
las obras, discursos, o tratados más acreditados de los escritores
españoles que florecieron con mayor celebridad en el transcurso de
cuatro siglos desde el XIII hasta concluido el XVII. El plan de la
presente obra que hasta hoy parece no ha sido ni deseada, ni
prometida, ni cumplida por ningún amante de la literatura española,
comprende tres épocas principales, que son las tres edades del
romance castellano por orden de reinados. Todas las muestras que se
presentan anteriores a los Reyes Católicos, más pertenecen a la
historia crítica del idioma castellano, que a la enseñanza del
perfecto lenguaje para nuestra imitación. Desde aquel glorioso
reinado hasta principios de este siglo, se manifiestan los progresos,
la perfección y la decadencia del estilo, de la lengua y del gusto
entre nosotros con muestras entresacadas de cuarenta y cinco Autores,
los más señalados que reconoce la nación; cuya lectura y estudio,
facilitados por medio de una discreta e imparcial elección de los
más dignos trozos de sus escritos, podrá contribuir a la
restauración de la verdadera locución castellana, tan desfigurada
en estos últimos tiempos con pésimas traducciones; al crédito de
los mismos escritores antiguos, hoy tan poco conocidos y leídos no
sólo de los extraños, mas aun de los mismos nacionales; y a la
propagación de nuestro idioma en los países extranjeros, puesto que
primero los Ingleses y últimamente los Franceses en el nuevo
establecimiento de su Museo público en París, el año pasado de
1784, han manifestado particular afición al estudio de esta
nobilísima lengua que en el siglo XV fue codiciada como adorno de
moda entre sus cultos cortesanos. Esta colección se dividirá en
cinco tomos en 8.° de grueso volumen; los cuatro últimos contendrán
los autores desde el reinado de Carlos I hasta el de Carlos II; y en
el primero se colocarán las muestras de los mejores escritos de los
siglos precedentes, hasta subir a la primitiva infancia del romance
castellano, que empezó a mostrar alguna armonía, gracia y gravedad
cuando las demás lenguas vulgares de la Europa aún no habían
salido de su grosera rusticidad. Precederá a toda la obra un
Discurso preliminar, en que se persuade la necesidad de buenos
modelos del estilo prosaico para adquirir y conservar el perfecto
lenguaje castellano; y la preferencia de la prosa sobre la poesía
para llegar a este fin. Se señalan las causas porque nuestros
insignes escritores antiguos no son conocidos ni leídos; el juicio
que se debe hacer del mérito de ellos en las diferentes épocas; los
defectos y el gusto que han reinado en nuestra prosa en cada siglo.
Trátase después del modo de aprovecharnos de los mejores escritos
de nuestros autores; desde qué época estos deben proponerse por
modelos de buen lenguaje, y cuáles son los más sobresalientes; de
las causas de los pocos progresos que ha hecho la elocuencia civil
entre nosotros; del atraso que casi siempre hemos padecido en la
elocuencia del púlpito, y de sus causas; del renacimiento, progreso
y declinación de este género de literatura en las demás naciones
modernas, en comparación con la española. Por último concluye un
análisis crítico e histórico de la formación, perfección y
decadencia de la lengua española, comparando su riqueza, hermosura,
dulzura e índole excelente, para todos los estilos y materias, con
las calidades que acompañan a los demás idiomas vivos de Europa. Al
fin de cada edad del romance se pondrá un vocabulario de las voces
desconocidas, anticuadas o desusadas que se leen en las varias
muestras de los Autores antiguos para instrucción de los lectores. A
los tratados o discursos escogidos de cada autor, precederá una
noticia de su vida y escritos, con el juicio de su mérito en orden a
la elocución y al estilo.


El
autor dará esta obra al público por suscripción en los términos
siguientes: Los cinco tomos en 8.° de marca mayor, de letra e
impresión escogida de la Imprenta Real, se entregarán a la rústica
a los sujetos que anticipen setenta reales vellón, a razón de
catorce por cada tomo, en la librería de D. Valentín Francés en
esta corte calle de las Carretas, y en la de Francisco Rivas en
Barcelona plaza de San Jaime: de quienes recibirán el
correspondiente resguardo impreso para recoger la obra al tiempo de
sus entregas, que se verificarán en lo que queda del presente año
hasta julio del siguiente: previniéndose que los que no hayan
subscrito en el término de tres meses desde I.° de julio próximo
dentro de España, y de cinco en los países extranjeros, pagarán
por la obra, al fin de su total impresión, noventa reales vellón,
que será su precio venal a la rústica.
El Exmo. Sr. Conde de
Floridablanca, enterado del mérito de esta obra, y bien persuadido
de su importancia y utilidad, ha querido dar un nuevo ejemplo de su
amor a las letras y gloria de su nación, tomando el primer lugar en
el catálogo de los subscriptores, que se imprimirá en el tomo
primero.


VI.


En
el tomo primero, parte tercera de las Memorias, reproduce Capmany los
argumentos en pro de las corporaciones gremiales que contiene su
Discurso económico-político publicado en 1778, bajo el pseudónimo
de D. Ramón Miguel Palacio.


El
trabajo mecánico que la batalladora Esparta relegó a la raza
embrutecida de los ilotas, y que Roma juzgó siempre incompatible con
sus preciados derechos de ciudadanía, vegetó en la más humillante
oscuridad, objeto de odiosas vejaciones; hasta que la riqueza
mobiliaria de la clase media empezó a competir con la riqueza
territorial de la aristocracia. Los reyes vieron entonces con placer
el naciente poderío de la clase manufacturera, que debía servir de
contrapeso a la nobleza mal domeñada, insaciable monopolizadora de
franquicias y ocasionada siempre a turbulentas usurpaciones. San
Luis, sabiendo que vis unita fortior, y tomando ejemplo de las
ciudades populares de Italia, hizo redactar a Esteban Boyleau los
Establecimientos de París, que comunicaron vida legal a las
comunicaciones obreras. Popularizóse entonces la organización
jerárquica de los trabajadores bajo el régimen de los cuerpos
gremiales. Pero como sea fatalidad inevitable de las instituciones
humanas descastarse lastimosamente cuando se personifican, poco a
poco el monopolio y la tiranía se entronizaron en los talleres, y se
cometieron abusos escandalosos. El ilustre Blanqui cita dos hechos
que parecen increíbles. En Ruan, el que no hubiese sido aprendiz por
espacio de un quiennio y oficial por espacio de otro, debía cursar
otra vez el aprendizaje para entrar en los gremios de París y de
Burdeos, «exigencia tan absurda,- dice el mencionado escritor, -
como la que obligase a un oficial a convertirse en soldado para
cambiar de regimiento.» En Inglaterra la ley castigaba con pena
capital al artesano que abandonaba su país, aunque hubiese en él
falta de trabajo.


Estos
abusos movieron a algunos Gobiernos a abolir un sistema industrial
tan decantado en su nacimiento y cuyo arraigado planteamiento tantos
beneficios produjo. La Toscana vio abolidos los gremios por dos
edictos de 1.° y 3 de febrero de 1770, confirmados nuevamente con
otro de 25 de noviembre de 1775. Mr. Turgot destruyó de un golpe el
sistema gremial por las letras patentes de 12 de febrero de 1776. La
caída del ilustre ministro lo restableció de nuevo, pero la
revolución y el Imperio lo borraron completamente. En España
quedaron definitivamente abolidas las corporaciones gremiales con el
decreto de Cortes de 8 de junio de 1813 que establece:


Art.
1. Todos los españoles y extranjeros avecindados, o que se avecinden
en los pueblos de la monarquía, podrán libremente establecer las
fábricas o artefactos de cualquiera clase que les acomode, sin
necesidad de permiso ni licencia, con tal que se sujeten a las reglas
de policía adoptadas o que se adopten para la salubridad. Art. 2.°
También podrán ejercer libremente cualquiera industria u oficio
útil, sin necesidad de examen, título o incorporación a los
gremios respectivos, cuyas ordenanzas se derogan en esta parte.”


Las
ventajas incontrovertibles que produce el sistema gremial, son las
siguientes:


I.a
Comunicar dignidad y nobleza al trabajo.
2.a
Nacionalizarlo.
3.a Fomentar las buenas costumbres de
los artesanos.
4.a Suplir y simplificar la acción
gubernativa.


5.
a Impedir la adulteración y falsificación de las
manufacturas.


Capmany,
al reproducir y parafrasear estas ventajas que el vulgo de los
economistas, que pudiéramos llamar conservadores, reconoce y
pondera, ha refutado muy de ligero las objeciones poderosas que otros
economistas ilustres han hecho a la organización gremial. Tales son:


1.a
El feudalismo de taller.
2. a El monopolio.
3.
a El enervamiento de las capacidades precoces.


He
aquí el motivo por qué el sistema de defensa seguido por Capmany
carece de relevante importancia científica. Hubiérala tenido
incuestionable si, no ceñido a una peroración animada en favor de
los gremios, hubiese reconocido inconvenientes innegables
anatematizados por la conciencia pública y por el buen sentido. Una
defensa, por razonada que sea, pierde mucha parte de su valía si
cierra los ojos a hechos consumados. Para solventar
satisfactoriamente el importantísimo problema de los gremios, es
ante todo necesario, en mi humilde concepto, examinar con
detenimiento concienzudo las bases fundamentales de aquella
organización, y deslindar los vicios esencialmente orgánicos de los
abusos puramente locales. Por fin: la verdadera incógnita de esta
ecuación es el medio de armonizar el sistema de los gremios con el
espíritu de cuerda libertad industrial, quitando al antiguo régimen
lo que tenía de opresor y tiránico, y moderando la fuerza expansiva
del moderno. Por otra parte, si bien han caducado las ventajas
sociales del sistema gremial, que fueron el objeto originario de su
institución, preciso es no ser ingratos con los beneficios inmensos
que reportó, ni desconocer la necesidad palpitante de regularizar y
encarrilar por buen camino las aspiraciones y necesidades de
sociabilidad de la clase trabajadora. - G. F.



VII.


El
Excmo. Sr. D. José Caveda en su Discurso sobre el desarrollo de los
estudios históricos en España desde el reinado de Felipe V hasta el
de Fernando VII, leído en sesión pública en la Real Academia de la
Historia el 18 de Abril de 1854 emite el siguiente juicio sobre las
Memorias históricas:


«No
son ya objeto de las investigaciones del autor, ni las guerras y
conquistas, ni la serie de los reyes ni aquellos acontecimientos
brillantes que deslumbran y fascinan sin ejercer influencia alguna en
el destino de las naciones. La vida entera de un pueblo; el
desarrollo de su riqueza y su cultura, de su industria y su comercio;
el espíritu que le alienta, y vigoriza, y le hace laborioso y
emprendedor; las causas y los resultados de sus empresas 
marítimas
y de las negociaciones que le ponen en contacto con los países más
cultos y apartados de la tierra, presentan a Capmany un cuadro más
filosófico, más consolador, más fecundo también en provechosas
enseñanzas. Comprende que es necesario indagar los elementos de la
civilización y la estructura de la sociedad que sabe desarrollarla;
que mayor bien procurará el escritor con el examen de la prosperidad
emanada de las luces y el trabajo, que con la pomposa narración de
muchos hechos brillantes y ruidosos, pero estériles en resultados
útiles, y primero a propósito para halagar la fantasía, que para
esclarecer el entendimiento. Esta convicción le obliga a separarse
de la senda trillada por sus antecesores; a buscar en los antiguos
pergaminos de nuestros archivos, los datos que ellos despreciaron por
humildes y vulgares; a reconocer en su conjunto y en mil
circunstancias en que no reparó el anticuario, la fisonomía de la
ciudad de la edad media que se propone reanimar, devolviéndole la
vida, los talleres y las fábricas, las flotas y las negociaciones
que realzaron su nombre y su fortuna.”


VIII.


«Como
los tratados que se han publicado hasta ahora, - dice Sempere, -
abundan más de preceptos que de buenos ejemplos analizados, los
cuales hacen sentir más bien la fuerza de la elocuencia que las
reglas estériles y secas con que regularmente se suele cargar la
memoria sin ejercitar el juicio, el Sr. Capmany se propuso dar una
retórica filosófica en la cual se trata más por principios que por
definiciones ni reglas, el arte de persuadir y de ejercitar los
afectos.»


IX.


Publicó
Capmany esta obra bajo nombre supuesto, no juzgando conveniente
descubrir el suyo verdadero hasta que lo reveló en sus Memorias
históricas, tomo primero, parte tercera, como es de ver en la nota
siguiente:


«Como
aquí se repiten, dice, muchos pensamientos frecuentísimos en un
escrito publicado en 1778 en la imprenta de Sancha con el título de
Discurso económico-político etc..., por D. Ramón Miguel Palacio;
el autor de estas Memorias, temiendo la nota de plagiario grosero,
advierte que debiendo tocar la misma materia en este lugar, no podía
dejar de adoptar mucha parte de las ideas de aquel escrito, en cuya
publicación tuvo entonces por conveniente ocultar su nombre.”


X.


En
la obra titulada: Espíritu de los mejores diarios literarios que se
publican en Europa, número 97 y 98, se copió el juicio de los
diaristas de Roma acerca de las Ordenanzas de las armadas navales de
la Corona de Aragón y de los Antiguos Tratados de paz y alianza.
Dice así:


«Todo
lo que recuerda la antigua gloria de las naciones y los medios de que
se valieron para adquirirla, merece sin duda alguna la atención del
público ilustrado. Este siempre corresponde con elogios y estimación
al celo de los autores que, sacando del olvido los ramos más
importantes de la legislación civil y militar, nos presentan en
compendio las causas del engrandecimiento y decadencia de los
pueblos. Tal es la obra que anunciamos, la que, aunque al parecer
sólo mira a la España, sin embargo, no por eso deja de ser digna de
la atención de los sabios, de los filósofos y de los militares de
Europa. Los primeros hallarán en ella muchas noticias sobre el modo
de armar y de tripular los navíos, entre el ataque y la defensa, en
los tiempos antiguos; sobre el estado de las artes relativas a la
marina, y sobre otros objetos que tienen conexión esencial con la
historia, o que pueden interesar a toda clase de lectores. Los
filósofos podrán discurrir tanto sobre las opiniones que reinaron
en aquella sazón, como sobre las ideas que se tenían del valor, del
pundonor y del heroísmo militar; de cuyas reflexiones podrán sacar
consecuencias no poco útiles para el conocimiento del hombre. Los
militares, y en particular los empleados o que tienen algún destino
en la marina podrán ilustrarse comparando el antiguo sistema de la
legislación de marina con el actual, hoy en que la mayor parte de
las potencias europeas se esfuerzan más en perfeccionar, y otras en
crear su marina.


La
nación española debe estar sumamente agradecida a D. Antonio de
Capmany por haber publicado un monumento tan precioso de la
industria, de la sagacidad y del valor de sus mayores, monumento que
haría honor al siglo más ilustrado, y que asombra al considerar que
estas Ordenanzas se publicaron en el año de 1354. Jamás hemos sido
del parecer de muchos de nuestros escritores que, poco versados en la
historia literaria de España, dieron una idea no muy ventajosa de
sus luces; y por lo mismo tenemos especial gusto en referir en
nuestros papeles con la mayor imparcialidad cuanto podemos adquirir
sobre la literatura española.


En
caso de que tuviéramos una idea poco favorable de las luces de los
españoles (no nos avergonzaríamos de decirlo), bastaría esta obra
para que mudáramos de opinión; y a la verdad, ¿no nos manifiesta
con evidencia que la España fue la que formó una colección tan
preciosa, tan justa y análoga a las circunstancias del tiempo, que
entre las naciones más famosas no hay una sola que pueda gloriarse
de haber dado otra mejor?
Si por los efectos hemos de juzgar de
las causas, es preciso confesar que fue muy grande el mérito de
dicha colección, pues produjo en las tropas aragonesas aquella
exacta disciplina, aquel valor intrépido y guerrero que hizo tan
respetable su pabellón en todo el mediterráneo, con el que
derrotaron varias veces las armadas de los genoveses y venecianos,
sujetaron a las Baleares, conquistaron la Córcega y la Cerdeña, se
apoderaron de la Sicilia, hicieron amistad con los sultanes del
Egipto; y, finalmente, contuvieron a esas potencias berberiscas que
hoy son el azote de los cristianos.


No
es fácil extractar esta colección porque se reduce a 34 ordenanzas
o capítulos, que 
tienen
por objeto las obligaciones del general y de los subalternos, la
disciplina, la subordinación y la conducta de los soldados, tanto en
la navegación como en los combates. También se hallan en ellas las
leyes penales relativas a los que en las expediciones faltasen a su
deber, y es tal su severidad que parece se hicieron para una clase de
hombres diferentes de la nuestra. El general Bernardo Cabrera, que
por orden de Pedro IV formó este código, sin duda alguna estuvo
íntimamente convencido de la opinión de uno de los más célebres
filósofos de este tiempo sobre la fuerza de la educación, es decir,
sobre que «se hallan en nosotros ciertos rencores que para hacer
prodigios sólo necesitan que los mueva un sabio legislador.» Y en
efecto: ¿Qué dirían nuestros generales si se les prescribiera este
precepto: pero si el enemigo llegase a apoderarse de su galera,
deberá retirarse al lugar en que se halla la bandera, para
defenderla o morir cerca de ella? Luego para el general no había
medio entre desconfiar de la victoria y morir, y. si el comandante de
una expedición había de cumplir con tan estrechas obligaciones
¿merecerán más indulgencia los subalternos? Los capitanes que
cometían algún delito, eran, como los soldados, arrastrados con
ignominia, sin que pudiesen los cobardes alegar por excusa la
superioridad del enemigo, ni los contratiempos del mar. En el
capítulo XXIV se manda expresamente que dos galeras se batan con
tres del enemigo; tres contra cuatro y contra siete, imponiendo pena
de muerte al capitán que contraviniese a esta disposición. Los que
quieran formarse una idea exacta de la obra, podrán leerla sin
omitir la introducción juiciosa del Editor: en ella hallarán con
qué espíritu filosófico, con qué nervio expone dichas Ordenanzas,
y muy bellas reflexiones sobre la disciplina militar y sobre otros
puntos relativos a las Ordenanzas que publica. El Sr. Capmany acaba
la obra comparando las ordenanzas navales de la Gran Bretaña, que
van insertas, traducidas del inglés al español, con las de los
aragoneses, como en otro tiempo comparó Robertson en su Historia de
Carlos V las dos constituciones políticas de uno y otro pueblo. Si
fuera permitido formar juicios de comparación entre ciertos objetos,
diríamos que en ambas reina un mismo espíritu; que las segundas se
parecen a las primeras por el pequeño número de preceptos, por su
laconismo, por la conformidad de las penas impuestas a los capitanes
acusados de cobardía, y, finalmente, por su energía y precisión,
cualidades esenciales para la excelencia de las leyes. En cuanto a
las Ordenanzas de Aragón añadiremos que infundían valor con más
sencillez y menos estorbos; que presentaban al pundonor como el móvil
del valor, y que mandaban que no se saliese de los combates sino con
la victoria; dejando a la industria y valor de cada uno los medios de
triunfar del enemigo.


El
infatigable Capmany ha publicado varias obras que han merecido el
aprecio de sus paisanos. Sería de desear que algunos de los
españoles ilustrados establecidos en Italia las tradujeran; tanto
por la utilidad que resultaría a nuestra literatura, como para
engrandecer la esfera de nuestros conocimientos. Acabamos de recibir
otra obra muy apreciable de dicho autor que contiene los tratados
antiguos de paz y de alianza entre varios reyes de Aragón y muchos
príncipes de Asia y África, desde el siglo XIII hasta el XV. En
ellos se ve el poder de aquellos monarcas españoles, cuya amistad y
protección buscaban a porfía los príncipes berberiscos, para lo
cual pasaban a Barcelona con este motivo. No podemos menos de elogiar
la sabia conducta de Carlos III, que actualmente reina, entre cuyas
acciones memorables admirará la posteridad la paz concluida con los
musulmanes. La humanidad, la filosofía, la religión y la política,
aguardaban desde mucho tiempo un hecho tan glorioso, el que siempre
será una prueba de la mayor ilustración del gabinete de Madrid, al
mismo tiempo que asegura, o, a lo menos, prepara un nuevo sistema de
paz entre los dos hemisferios. ¡Ojalá sirva este ejemplo de modelo
a los demás de Europa! ¡Ojalá pueda algún día nuestra Italia,
hasta cuyas costas llegan los beneficios de Carlos III, deber a un
rey tan grande la perfecta seguridad de su comercio y de su
navegación!»
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