216. LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS
DAROCENSES (SIGLO XV. DAROCA)
Discurría un día del mes de junio de
1444. La fama de los Corporales era ya tal que el Papa había
concedido un jubileo, que fue pregonado a los cuatro vientos, tanto
que a Daroca llegaron gentes de todo el mundo. Había cristianos,
moros y judíos; gentes sencillas y guerreros; reyes, prelados,
caballeros...
Las calles eran un auténtico hervidero, un constante ir y venir.
Las calles eran un auténtico hervidero, un constante ir y venir.
Aquel día llegó también un
enigmático peregrino, que logró hospedaje en la casa de una
linajuda familia darocense, la del barón Francisco de Ezpeleta. En
sus estancias, reinaba la alegría, pero la dueña de la casa, al ver
al joven romero, que estaba totalmente callado, quedó entristecida
dado el parecido que el muchacho tenía con su hijo desaparecido.
Notaron sus huéspedes el cambio de humor de la dueña de la casa e
inquirieron el porqué. Contó la dueña cómo su hijo —enamorado
de la hija de un potentado judío, llamado Manasés y no pudiendo
soportar el confinamiento y la muerte de ésta por su padre— mató
al joven hebreo que deseaba casarse con ella, por lo que tuvo que
huir. Ahora, el joven romero que se hospedaba en su casa, que
permanecía en silencio, le recordaba a su hijo Alvarado. Todos
volvieron los ojos hacia él, pero el peregrino siguió callado.
Francisco de Ezpeleta, para romper la
tensión creada, invitó a todos a salir a la calle y escuchar la
palabra del fraile Vicente Ferrer, en una de sus múltiples
intervenciones para tratar de atraer a los judíos al cristianismo.
En la plaza, la voz majestuosa y los argumentos del dominico
valenciano lograron que ciento diez judíos solicitaran la
conversión, destacando entre ellos Manasés.
Naturalmente, cuando regresaron todos a
casa, todo lo visto y oído fue objeto de nueva y animada
conversación. Más que nunca la anciana y el barón estaban
pendientes del peregrino, cada vez más triste, tanto que no pasó
desapercibido para todos los demás. Le invitaron a hablar, y el
joven, entre lloroso y emocionado, se confesó ser un gran pecador.
Poco a poco fue contando la historia de la bella hebrea muerta por su
padre, el asesinato de su rival y su huida y peregrinar como romero.
Alvarado se abrazó a su madre y todos
celebraron el reencuentro.
[Beltrán, José, «Los cien mil
peregrinos», en Tradiciones y leyendas..., págs. 105-113.]