martes, 23 de junio de 2020

310. LA ABSOLUCIÓN DE LOPE FERNÁNDEZ DE LUNA


310. LA ABSOLUCIÓN DE LOPE FERNÁNDEZ DE LUNA (SIGLO XIV. VILLARROYA DE LA SIERRA)

Don Lope Fernández de Luna, nombrado arzobispo de Zaragoza en 1352, era un genuino representante de la casa de los Luna, influyente familia dentro del contexto del reino de Aragón e incluso fuera de él.

Al nuevo arzobispo zaragozano le vemos interviniendo, en un momento u otro, en los principales asuntos públicos: trata sobre la paz y la guerra, sobre leyes y sobre embajadas...

Con motivo de la cruel «guerra de los dos Pedros» —el de Aragón y el de Castilla—, de tan nefastos resultados para los aragoneses, a Lope Fernández de Luna se le encomendó, en calidad de capitán general, la defensa de las fronteras comunes entre Castilla y Aragón, para lo cual dividió y distribuyó las fuerzas y fortificó la ciudad de Calatayud, así como varias plazas ubicadas en estos confines.

En medio de tales afanes, se le ocurrió visitar la imagen de Nuestra Señora de Villarroya. Despachó por delante a sus criados, mientras él cabalgaba detrás junto con un capellán amigo. Iban ambos hablando y rezando cuando, desde un pinar cercano, les llegó una voz lastimera y quejumbrosa. Desmontaron de sus cabalgaduras, las ataron y se internaron entre los pinos en dirección a los lamentos.

Sorprendidos, en un claro del pinar, vieron la cabeza de un hombre que estaba separada de su cuerpo. La cabeza, volviendo los ojos hacia don Lope, le dijo a éste: «Arzobispo, confesión». Aunque un tanto confundido, el religioso confesó a aquel penitente, y, cuando hubo acabado, continuó diciendo que «la causa de haberle favorecido el cielo con el confesor que pedía había sido por la devoción que siempre tuvo a san Miguel, al cual se había encomendado cuando una cuadrilla de castellanos le habían herido de tal suerte, conservando milagrosamente la vida en la cabeza, y que el santo le había ofrecido su asistencia hasta que se confesase». Dicho esto, expiró.

El arzobispo, confundido por el prodigio que acababa de vivir, mandó sepultar el cadáver y, años después, cuando la guerra llegó a su fin, comenzó a edificar la capilla que lo conmemoraría para siempre.

[García Ciprés, G., «Ricos hombres de Aragón. Los Luna», Linajes de Aragón, II
(1911), 245-246.]