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domingo, 21 de julio de 2019

EL NACIMIENTO DE LOS ESPARZA

141. EL NACIMIENTO DE LOS ESPARZA (SIGLO XI. PAMPLONA)

EL NACIMIENTO DE LOS ESPARZA (SIGLO XI. PAMPLONA)


En el año 1076, tuvo lugar en el limítrofe reino pamplonés una grave y profunda crisis política, en cuyo origen estaban involucrados los hermanos de su rey Sancho IV, los llamados infantes Ramiro y Ramón. La actitud belicosa de ambos fue tal que acabaron despeñando a su hermano en Peñalén, con la pretensión de sucederle en el trono. Ante aquel criminal proceder, los pamploneses sopesaron las distintas alternativas posibles para tratar de salir de la crisis, aunque ninguna de las barajadas pasaba por nombrar como sucesor a alguno de los hermanos asesinos.

Por fin, tras largas deliberaciones, decidieron proponer como rey de Pamplona al monarca aragonés Sancho Ramírez, descendiente directo de la familia real pamplonesa. Aceptó éste y cuando le alzaron como rey, a la manera que acostumbraban los navarros, tenía veinticinco años y hacía seis que gobernaba en Aragón. Ambos reinos permanecerían unidos y caminarían juntos hasta la muerte de Alfonso I el Batallador.

Juró el rey Sancho Ramírez, como era preceptivo, que guardaría y haría guardar los fueros, las observancias y las costumbres vigentes en Pamplona, e inmediatamente adoptó medidas encaminadas a tratar de cortar de raíz cualquier posible brote de resistencia, de modo que expulsó de sus tierras tanto al infante fratricida don Ramón como a todos aquellos que se habían declarado de su parcialidad.

Fueron momentos tensos y difíciles, pero, según la tradición, de este momento histórico concreto arrancan aquellos que se llamaron y tuvieron por sobrenombre el de Esparza, origen posterior del apellido Esparza, porque fueron echados y «esparcidos» del reino pamplonés para que en él se recuperara la paz perdida, como así sucedió en efecto.

[Ubieto, Agustín, Pedro de Valencia: Crónica, págs. 101-102.]

El Reino de Pamplona en su auge bajo Sancho el Mayor (de 1029 a 1035)
El Reino de Pamplona en su auge bajo Sancho el Mayor (de 1029 a 1035)









  • Besga Marroquín, Armando (Julio de 2003). «Sancho III el Mayor, un rey pamplonés e hispano»Historia 16 (327).

      • Collins, Roger (1989). Los vascos. Madrid: Alianza Editorial.
        ISBN 84-206-2592-2.
      • Jimeno Jurío, José María (2004). ¿Dónde fue la Batalla de "Roncesvalles"?. Pamplona: Pamiela. ISBN 84-7681-392-9.
      • Fortún Pérez de Ciriza, Luis Javier (1993). «El Reino de Pamplona y la Cristiandad Occidental». Historia Ilustrada de Navarra. Pamplona: Diario de Navarra. ISBN 84-604-7413-5.
      • Lacarra y de Miguel, José María (1972). Historia política del reino de Navarra: Desde sus orígenes hasta su incorporación a Castilla. Pamplona: Caja de Ahorros de Navarra. OCLC 626529586.
      • Martín Duque, Ángel J. (1993). «Génesis del reino de Pamplona». Historia Ilustrada de Navarra. Pamplona: Diario de Navarra. ISBN 84-604-7413-5.
      • Martínez Díez, Gonzalo (2005). El Condado de Castilla (711-1038): la historia frente a la leyenda. 2 tomos. Valladolid. ISBN 84-9718-275-8 (obra completa), isbn 84-9718-276-6 (vol. 1), ISBN 84-9718-277-4 (vol. 2) |isbn= incorrecto (ayuda).
      • — (2007). Sancho III el Mayor Rey de Pamplona, Rex Ibericus. Madrid: Marcial Pons Historia. ISBN 978-84-96467-47-7.
      • Miranda García, Fermín (1993). «Del apogeo a la crisis». Historia Ilustrada de Navarra. Pamplona: Diario de Navarra. ISBN 84-604-7413-5.
      • Serrano Izko, Bixente (2006). Navarra. Las tramas de la historia. Pamplona: Euskara Kultur Elkargoa. ISBN 84-932845-9-9.


      El reino de Pamplona fue una entidad política creada en el Pirineo occidental en torno a la ciudad de Pamplona en los primeros siglos de la Reconquista. Su nombre se menciona en los Annales regni Francorum.​ La expresión se siguió utilizando hasta que Sancho VI de Navarra cambió su título de Pampilonensium rex (en español o castellano: rey de los pamploneses) por el de Navarrae rex (en español, rey de Navarra).
      Historiográficamente también se emplean las expresiones condado de Pamplona (durante la época de los reyes navarro-aragoneses) y reino de Nájera o reino de Pamplona-Nájera (a partir de 925, tras la conquista de Nájera, la consolidación del reino de Nájera y el reinado de García Sánchez I de Pamplona).

      La civitas romana de Pompaelo había sido la principal ciudad del impreciso territorio atribuible al pueblo de los vascones, hasta la fundación de Victoriacum por los visigodos (581). Durante el último tercio del siglo VIII, Carlomagno, el rey de los francos, llevó a cabo expediciones en el territorio surpirenáico para crear una marca fronteriza meridional (la posteriormente denominada Marca Hispánica) en el territorio entre los Pirineos y el Ebro que contrarrestara al emirato de Córdoba. Tras el fracaso inicial de tales intentos de expansión, se logró a principios del siglo IX la creación en la parte occidental de los Pirineos de un condado que subsistiría unos diez años. A partir de entonces, de nuevo bajo el control de las autoridades cordobesas (ya con la denominación de emirato de Córdoba), se organizó hacia 824 el reino de Pamplona bajo la dirección de Íñigo Arista, su primer rey, y con el apoyo de sus aliados muladíes de los Banu Qasi, señores de Tudela, y del obispado de Pamplona.

      En el siglo X el reino de Pamplona rompió con Córdoba e inició su expansión tanto militar como diplomática con alianzas selladas con matrimonios de los monarcas y nobles. De esta forma tenía lazos familiares muy próximos con el vecino reino de León. La dinastía Arista-Íñiga, fundadora del Estado, terminó con Fortún Garcés (870-905) quien, según la tradición, abdicó y se retiró al monasterio de Leyre. Fue sustituida por la dinastía Jimena, que comenzó con Sancho Garcés I de Pamplona (905-925) y cuyo reino se denomina tanto reino de Pamplona como reino de Navarra

      Sancho Garcés I y su hijo, García Sánchez I, desarrollaron una labor de repoblación y favorecimiento de las nuevas tierras y de los monasterios allí existentes.
      Sancho Garcés II y García Sánchez II el Temblón se vieron obligados a capitular ante Almanzor y a pagar tributos al califato de Córdoba.

      Con Sancho III el Mayor (1004-1035) el reino de Pamplona alcanza su mayor extensión territorial abarcando casi todo el tercio norte peninsular. Antes de morir (1035) dividió sus territorios entre sus hijos:
      su primogénito, García Sánchez III, reinó en Pamplona y heredó algunas tierras en Aragón y Castilla;
      Fernando I de Castilla obtuvo gran parte del condado de Castilla;
      Ramiro I de Aragón recibió tierras en Aragón y Navarra; y Gonzalo en Sobrarbe y otros puntos distantes de Aragón.
      De este reparto surge la nueva estructura política del siglo XII con los reinos de Navarra, Aragón y Castilla.

      El reino de Pamplona estuvo incorporado entre 1076 y 1134 a los territorios aragoneses. Se segregó en el reinado de García Ramírez y en el de Sancho VI de Navarra (1150-1194) pasó a llamarse reino de Navarra.

      Como recuerda el hispanista Roger Collins, los testimonios que se conservan de la época son muy escasos, de manera que no existe un consenso entre los especialistas para discernir el número preciso de monarcas y la duración de sus mandatos, como tampoco sobre la extensión de su territorio e influencia.

      Si bien durante mucho tiempo se ha afirmado que el germen del Reino de Pamplona es el Ducado de Vasconia, hoy esta afirmación parece descartable, en primer lugar, porque la misma existencia histórica del supuesto ducado es puesta en tela de juicio.​
      Este ducado, transcrito también en latín como Wasconiae, fue -suponiendo que fue real- una entidad de la Alta Edad Media constituida hacia el 601-602 por los reyes francos merovingios sobre la base territorial de la circunscripción o ducatus de la provincia bajoimperial romana de Novempopulania, en la antaño provincia augustiniana de Gallia Aquitania, y que se extendía desde el sur del curso bajo del río Garona hasta la vertiente continental de los Pirineos.

      Pero parece inverosímil que una población tan abrumadoramente rural y dispersa como la vasca de la época fuera capaz de articular formas políticas tan complejas. En este sentido, es significativo que el reino de Pamplona surgiera a partir de una ciudad cuyo propio nombre en vascuence -Iruña, "la ciudad"- da fe de que se trataba de la única ciudad de toda la región. Así pues, parece más acertado afirmar que el futuro reino de Navarra fue el resultado de un indudable origen indígena vasco, pero también de una base urbana y heredera de la Hispania romana (conviene recordar que Pamplona fue fundada por Pompeyo el Grande, de quien toma el nombre). A partir de la alianza entre estas dos realidades históricas y culturales o de la lenta asimilación de ambas, la tradición rural de los vascones y la tradición urbana e hispanorromana -y más tarde hispanogoda- de la ciudad de Pamplona, se fue decantando con el tiempo la personalidad del reino pamplonés. La evidencia indica que esa alianza entre dos mundos enfrentados -el agro vascón y la ciudad hispanogoda- fue posible por la necesidad de sumar fuerzas frente a un poderoso enemigo común: Al-Ándalus.



      Carlomagno, con el proyecto de defender y dilatar el orbe cristiano, realizó una expedición con la intención de ocupar Zaragoza y debilitar al emir cordobés. Esta expedición fue un fracaso y en su retorno destruyó los muros y la ciudad de Pamplona​ para que no se pudiera rebelar. Al pasar por el Pirineo, su retaguardia fue sorprendida y aniquilada por los vascones en la llamada batalla de Roncesvalles el 15 de agosto del 778. El emir cordobés con sus fuerzas armadas recuperó su poder en Zaragoza en el 781, luego en la comarca de Calahorra, dirigiéndose a tierras vasconas y en Pamplona fue acatado por Jimeno el Fuerte. En el 806 la aristocracia pamplonesa se fue organizando en oposición al califato e incorporándose al Imperio carolingio de Ludovico Pío, sin conocer los términos de esta mutación política. La marca hispánica carolingia de la "Navarra nuclear" era un condado de unos 4000–5000 km² y sólo debió de tener un único conde, Velasco al-Yalasqí, ya que en el 816 se produjo el derrumbamiento de estas marcas en el Pirineo occidental, siendo por tanto efímera y sin cambios profundos. Mientras, Álava entró en la órbita de la monarquía asturiana cuando el príncipe Fruela I venció a los rebeldes vascones, capturó a la que sería su futura esposa, Munia y convirtió este territorio en el baluarte oriental de la monarquía asturiana y manteniendo la descripción de vascones para sus habitantes.

      Tras la enérgica reacción sarracena, se volvió a instaurar el sistema de obediencia indirecta a Córdoba, considerándose que se establece el Reino de Pamplona con su primer rey Íñigo Arista, que contaba con el apoyo de los Banu Qasi de la ribera. Debía tributar al emir de Córdoba, pero mantenía su propio gobierno y la religión cristiana.
      En los testimonios árabes lo presentan como «señor, conde o príncipe de los vascones (bashkunish)» y, por tanto, es dudoso que fuera considerado en la época como rey (al igual que sus dos descendientes primeros), dado que el territorio era pequeño, como el de un condado, y con una única sede episcopal.​ Esta sumisión era mantenida mediante expediciones armadas punitivas, sin intención, al parecer, de querer mantener una ocupación permanente.​ El territorio era de unos 5000 km² entre las cumbres del Pirineo occidental y los límites que daban las sierras exteriores. En el 824, tras la "Segunda batalla de Roncesvalles", Navarra y los territorios al sur del Pirineo se separan definitivamente del Ducado e inician su propio recorrido. Tras sofocar las revueltas de las fuerzas nobiliarias en Gascuña, el poder carolingio envía sus tropas a Pamplona capitaneadas por dos de sus condes, con el objeto de restaurar su soberanía sobre el territorio. En el retorno de su misión fueron sorprendidos y capturados en los Pirineos tras perder a su guardia armada de vascones o gascones a manos de los "pérfidos montañeses" (vascones cispirenaicos). El conde Eblo fue enviado a Córdoba como trofeo, y el conde Aznar fue puesto en libertad por ser gascón y ser considerado consanguíneo. En 853, el duque de Vasconia jurará por última vez lealtad a un soberano carolingio, iniciando posteriormente una dinámica regional fuera de los poderes centrales carolingios. Los títulos de duque de Vasconia y Aquitania se reunieron definitivamente en la figura de Guillermo VIII de Aquitania a partir de 1063.

      El hijo de Íñigo Arista, García Iñiguez (851-882) y su nieto, Fortún Garcés (882-905), mantuvieron el mismo territorio sin realizar conquistas.

      Tras arrebatar el poder a Fortún Garcés, Sancho Garcés I (905-925), hijo de Dadilde, una hermana del conde de Pallars Ramón I, y de García Jiménez, se alzó como rey,​ rompió los compromisos con Córdoba y extendió sus dominios por las tierras de Deyo, el curso del río Ega hasta el Ebro y más allá las comarcas de Nájera y Calahorra, éstas con la ayuda del rey leonés Ordoño II que produjeron la decadencia de la dinastía Banu Qasi

      rey leonés Ordoño II
      rey leonés Ordoño II


      La respuesta del emir cordobés Abderramán III fue inmediata y realizó dos expediciones con la victoria en la batalla de Valdejunquera (Valjunquera en Teruel no). Aunque no pudo llegar a la cuenca de Pamplona, sí logró ocupar casi todo el territorio de la Rioja (923). En la siguiente campaña del emir en 924 llegó y arrasó Pamplona. El territorio de Calahorra se adjudicó íntegramente a Sancho Garcés, y por ese motivo casó a su hija Sancha con Ordoño II. Bajo su tutela también quedaron los condados de los valles de los ríos Aragón y Gállego hasta llegar al Sobrarbe.​
      El límite occidental era con el reino ovetense de Álava y Castilla. Todo ello conformaba un territorio de unos 15 000 km².


      Julio Asunción, mapa, batalla, Valdejunquera



      A su muerte le sucedió García Sánchez I (925-970), menor de edad y tutelado por Jimeno Garcés, hermano del monarca y esposo de una hermana de Toda, la reina viuda. Se establecieron lazos matrimoniales con el reino de León, ya que la reina Toda casó a su hija Oneca con el rey Alfonso IV (924-931) y luego a Urraca con Ramiro II

      Por otra parte, el enlace matrimonial de García Sánchez I con Andregoto enlazaba el condado de Aragón. Sin embargo, este matrimonio fue disuelto por parentesco (primos hermanos), aunque Andregoto siguió ostentando el título de reina. Tras la ruptura, García Sánchez I se casó con Teresa Ramírez, posiblemente hija de Ramiro II de León. También se emparentaron con familias de nobles de los territorios dependientes del de León (Castilla, Álava y Vizcaya), como el conde castellano Fernán González casado primero con una hija de Sancho Garcés I y luego en nuevas nupcias con Urraca Garcés, hija de García Sánchez I; y Urraca Fernández, viuda de los reyes Ordoño III y Ordoño IV, que se casará con el primogénito y futuro heredero del reino.


      https://es.wikipedia.org/wiki/Urraca_Fern%C3%A1ndez

      Urraca Fernández, viuda de los reyes Ordoño III y Ordoño IV


      Su heredero Sancho Garcés II (970-994) estuvo asistido por su hermanastro Ramiro. Siguió la política matrimonial con la dinastía gascona con el matrimonio de Urraca Garcés, ya viuda, con el conde Guillermo Sánchez, y para frenar las incursiones de Almanzor a una de sus hijas en 982.​ 

      Campañas militares de Almanzor. En verde oscuro, territorios hostigados por el militar árabe. El mapa muestra las principales aceifas de Almanzor y las fechas en que se llevaron a cabo.

      Campañas militares de Almanzor


      Al finalizar el siglo X, Almanzor lanzaba incursiones en los reinos cristianos y al menos en nueve ocasiones entraron en territorio pamplonés. En el 966 se reanudaron los enfrentamientos, con la pérdida de Calahorra y el valle del río Cidacos.
      Sancho Garcés II en coalición con las milicias del Condado de Castilla sufrió una derrota en Torrevicente (981), y tras ello intentó negociar con el fin de firmar la paz, primero entregando a una de sus hijas y posteriormente a su hijo. Tras el fallecimiento de Sancho Garcés II, en 994, Pamplona tuvo que rendirse tras realizar el califato una expedición. Otras incursiones se producirían con su sucesor García Sánchez II (994-1000), como la efectuada en el 999 en que Pamplona fue completamente arrasada,​ y en una de ellas se produciría su muerte, posiblemente en el año 1000.

      La sucesión fue para el primogénito de unos ocho años de edad Sancho Garcés III (1004-1035), y ésta posiblemente estuvo tutelada por el Califato.​ Los primeros años parece que el reino fue dirigido por su tíos Sancho, y García Ramírez de forma sucesiva,​ y ya en el 1004 asumiría el trono con el asesoramiento de su madre Jimena Fernández. Las relaciones con Castilla se fueron fortaleciendo mediante lazos familiares. La muerte de Almanzor en 1002 y de su sucesor Abd al-Malik en 1008 iniciaron la decadencia del Califato de Córdoba con su división en taifas que Castilla aprovechó para aumentar su territorio, mientras que Sancho aseguró las posiciones en al frontera de la taifa de Zaragoza, en las comarcas de Loarre, Funes, Sos, Uncastillo, Arlas, Caparroso y Boltaña.​

      https://es.wikipedia.org/wiki/Muniadona_de_Castilla

      Antes de 1011 se casó con Muniadona, hija del conde de Castilla Sancho García.​ En 1016 realiza con su tío y suegro Sancho García un acuerdo en cuanto a límites entre el Condado de Castilla y el Reino de Pamplona y los ámbitos de expansión, quedando para Pamplona la expansión hacia el sur y el este, la zona oriental de Soria y el valle del Ebro, incluidas las comarcas zaragozanas.​ No hay documentación directa en cuanto a estos límites exactos.​ El territorio heredado del reino de Pamplona (regnum Pampilonensis) estaba formado por 15 000 km² de Pamplona, Nájera y Aragón con dos círculos de vasallos reales los señores pamploneses y los aragoneses tradicionalmente diferenciados.​

      En 1017 apoyó a su tía la condesa Mayor de Ribagorza en litigios con su antiguo marido el conde de Pallars, que le aseguró los dominios y se expandió hacia la Ribagorza. En 1025, la condesa renunció al título, traspasándoselo al rey pamplonés, e ingresó en un monasterio.​ Tras la muerte del conde Sancho García, Alfonso V de León intentó restablecer su autoridad en la franja de los ríos Cea y Pisuerga.

      Sancho III realizó un arbitraje casando a su hermana Urraca con Alfonso V (1023). En 1029 fue asesinado el García, conde de Castilla y sobrino de Muniadona, por lo que Muniadona se hizo depositaria del condado castellano que sería gobernado por su esposo Sancho III. La herencia del reino de León fue para un menor de edad, Bermudo III (1028), que implicó a Sancho III en la gobernabilidad de este reino, interponiéndose entre las discordias existentes entre el condado de Castilla y el Reino de León, mediante acuerdos matrimoniales. Así una hija de Sancho III, Jimena, se casó con el rey leonés, mientras que la hermana de éste, Sancha se casó con Fernando, segundo hijo de Sancho III y el que tenía encomendado el condado castellano.​ Para ayudar en esta gobernabilidad estuvo durante el año 1034 en tierras leonesas.


      https://es.wikipedia.org/wiki/Labort

      En la reorganización del reino, se supone que creó el vizcondado de Labort,​ entre 1021 y 1023, con residencia del vizconde en Bayona y el de Baztán hacia 1025, si bien no hay constancia documental de ello, ya que no hay ninguna mención ni alusión al vizcondado de Labort o a las tierras de la Baja Navarra en la documentación expedida por Sancho el Mayor.​

      José María Lacarra escribía esto sobre esta teoría:

      Pero debo confesar que para esta teoría tan bien forjada, no encuentro ninguna base documental. Si bien los nombres de los primeros vizcondes de Labourd pueden ser tenidos por navarros, no está comprobado su entronque con ninguna familia conocida de "seniores" navarros; ni en los documentos de Pamplona se cita nunca el vizcondado de Labourd o de Bayona, ni en los documentos de estas tierras se hace ninguna alusión a las "tenencias" o gobiernos que pudieran tener sus vizcondes en el reino de Pamplona. En resumen, ni hay pruebas de que Sancho el Mayor apoyara militarmente al duque de Gascuña contra el conde de Tolosa, ni que luego le despojara del vizcondado de Labort para entregárselo a su mayordomo, ni de que en vida de Sancho Guillermo realizara el menor acto de hostilidad contra él ni se atribuyera autoridad alguna sobre el ducado de Gascuña. Las relaciones entre ambos debieron ser de amistad, más estrecha que con el conde de Barcelona, dados los antecedentes y los lazos de parentesco que les unían.

      Algunos autores defienden que, a la muerte del duque Sancho Guillermo, duque de Vasconia, el 4 de octubre de 1032, extendió su autoridad sobre la antigua Vasconia ultrapirenaica comprendida entre el Pirineo y el Garona, como comenzó a ser mencionado en sus documentos.​ Otros autores, como José María Lacarra, Gonzalo Martínez Díez o Armando Besga opinan lo contrario.​

      Por el Norte, la frontera del reino pamplonés está clara, los Pirineos (caso de haberse extendido la autoridad de los reyes navarros hasta el Baztán, lo que es lo más probable, pero que no se puede acreditar hasta el 1066), y no se modificó. No es cierto, pese a todas las veces que se ha dicho, que Sancho III lograra el dominio de Gascuña (la única Vasconia de entonces, es decir, el territorio entre los Pirineos y el Garona, en el que la población que podemos considerar vasca por su lengua sólo era una minoría).
      El rey navarro únicamente pretendió suceder en 1032 al duque de Gascuña Sancho Guillermo, muerto sin descendencia, lo que bastó para que en algunos documentos se le cite reinando en Gascuña. Pero la verdad es que la herencia recayó en Eudes.


      https://es.wikipedia.org/wiki/Od%C3%B3n_II_de_Vasconia

      Francia al inicio del siglo XI, cuando nació Eudes


      Se puede decir que Sancho III realizó el primer Imperio Hispánico y fue denominado Rex Ibericus y Rex Navarrae Hispaniarum.

      A su muerte en 1035 el reino de Pamplona había alcanzado su máxima extensión. Realizó un testamento que ha tenido una gran polémica historiográfica, considerando que repartió todo el territorio en tres reinos. Sin embargo Sancho III el Mayor siguió la tradición sucesoria reservando al primogénito García el reino de Pamplona, con el título real con todo su patrimonio a él anejo hasta entonces, Pamplona, Aragón y tierras de Nájera. El legado de su esposa Muniadona se debió de entregar de forma repartida entre los hijos legítimos. De esta forma García también recibió el territorio noreste del Condado de Castilla (Castella Vetula, la Bureba, Oca...) y el condado de Álava (las tierras vizcaínas, duranguesas y alavesas). Por parte de la herencia materna para Fernando, que ya tenía encomendado el condado de Castilla, recibió el resto de este territorio; Gonzalo el de Sobrarbe y Ribagorza, que debió estar supeditado al hermano primogénito, procedentes de los derechos de familia materna y de conquistas de su padre; y, por último, para el hermanastro Ramiro el condado de Aragón y ciertas poblaciones dispersas por la geografía pamplonesa, supeditado a García. La muerte precoz y poco aclarada de Gonzalo hizo que los territorios correspondientes pasaran a Ramiro. Por tanto, el patrimonio que ostentaba al subir al trono se concentraron en el primogénito García, mientras que el resto, herencia de su esposa Mayor o derecho de conquista, era de más libre disposición.

      La política exterior del reino de Pamplona con García Sánchez III (1035-1054) estuvo marcada por la relación con sus hermanos. El conflicto armado de su hermano Fernando I, al que apoyó, con su cuñado Bermudo III de León produjo la muerte de este último en la batalla de Tamarón consiguiendo Fernando I la corona leonesa. Esta colaboración se mantuvo durante algunos años. Con el hermanastro Ramiro I de Aragón fue mejor y mantuvo la dependencia teórica del pamplonés, excepto un mal conocido enfrentamiento en Tafalla en 1043 y que fue favorable a García. La alianza entre ellos, y con Ramón Berenguer I, fue eficaz para presionar a la taifa de Zaragoza. Tras la toma de Calahorra en 1044, la frontera pasó a un periodo pacífico en las que se iniciaron relaciones comerciales con la dividida taifa.

      Al conseguir Fernando I el reino de León, convirtió teóricamente a García Sánchez III vasallo de su hermano en lo relativo a los territorios del condado de Castilla que habían sido repartidos por parte de la herencia materna. Sin embargo, el pamplonés probablemente interpretó que esos territorios habían pasado a ser una extensión de su reino, colocando a distintos tenentes de su círculo nobiliario, desplazando a los locales que tenían intereses relacionados con Fernando I, además de realizar otras medidas políticas.​ Las relaciones se deterioraron hasta el punto de enfrentarse los dos hermanos en la batalla de Atapuerca en septiembre de 1054, donde murió el rey de Pamplona.​ La derrota en esta batalla hizo perder a Pamplona las tierras de Castella Vetula, la Bureba y parte de la cuenca del Tirón.

      Sancho Garcés IV (1054-1076) fue proclamado rey y reconocido por su tío Fernando I, rey de León, en el mismo campo de batalla de Atapuerca. Tenía catorce años y fue tutelado en el gobierno por su madre Estefanía, que tenía gran habilidad política, y parece que también por sus tíos Fernando y Ramiro. Cuando murió la madre en 1058 empezó a destacar el difícil carácter del soberano que le granjeó la enemistad de la nobleza que para 1061 provocó un conato de rebelión

      La muerte de Ramiro I de Aragón se produjo en 1063, y su hijo Sancho Ramírez inició un progresivo alejamiento del rey de Pamplona, haciéndose vasallo del papa en 1068, rompiendo, de esta forma, la soberanía del reino de Pamplona, para posteriormente proclamarse rey. Mientras tanto Sancho Garcés IV se alió con Al-Muqtadir de Zaragoza.​ Finalmente se produjo un complot que llevó al asesinato de Sancho Garcés IV al ser despeñado en Peñalén, junto a Funes, el 4 de junio de 1076, por parte de su hermano Ramón y su hermana Ermesinda. En el mismo también debieron de participar los dos reinos vecinos.​ Hasta el momento de su muerte el reino de Pamplona contaba con los territorios de Vizcaya, Álava y la Tierra Najerense.

      Inmediatamente después el reino se lo repartieron sus dos vecinos.
      El rey de León y Castilla Alfonso VI, primo de todos ellos, pasó a controlar La Rioja; el Señorío de Vizcaya, atrayéndose a Lope Iñiguez, a cambio de aceptar el señorío hereditario de Haro;​
      Álava;
      el Duranguesado;
      una gran parte de Guipúzcoa y la orilla derecha del bajo Ega, al parecer con el apoyo de los linajes de la zona.​ Por su parte el rey aragonés, Sancho Ramírez, primo también por línea bastarda, hizo lo propio con el resto del territorio pamplonés, con el apoyo de la nobleza nuclear pamplonesa que le aceptó como rey.
      De esta forma, el río Ega fue la frontera en la que quedó dividido el reino.​ Las pretensiones de Alfonso VI que se alentaron con la conquista de Toledo (1085), fueron frenadas por la derrota en la batalla de Zalaca (1085) contra los almorávides, lo que le llevó a reconocer a su primo Sancho Ramírez como rey de Pamplona, consiguiendo que le prestara vasallaje por un territorio del núcleo originario del reino, denominado "condado de Navarra".
      Sancho Ramírez se centró entonces en expandirse al territorio musulmán en la zona de Ribagorza y con la toma de Arguedas (1084), con el que controlaba gran parte de las Bardenas. A la muerte de Sancho Ramírez, paso el reino a Pedro I (1094-1104) que siguió con la presión al Islam, tomando el Somontano, en cuanto al territorio aragonés, y en cuanto al pamplonés mantuvo el acoso a Tudela con la toma de Sádaba (1096) y de Milagro (1098).

      Su sucesor, Alfonso I el Batallador (1104-1134), rápidamente llevó la frontera con el Islam al río Ebro. En 1109 se esposó con la hija de Alfonso VI de León, Urraca, con la intención de un gobierno conjunto de los reinos acordado en las capitulaciones matrimoniales. La incompatibilidad de caracteres de los cónyuges condujo a una guerra civil en Castilla.
      Urraca y sus partidarios se hicieron fuertes en Galicia y en la parte occidental, coronando en 1111 al primer hijo del primer matrimonio de ésta, Alfonso Raimúndez. Gran parte de la nobleza castellana apoyó a Alfonso el Batallador que, al ver que era imposible unificar los dos reinos, se retiró conservando los territorios que le apoyaron, como fueron Vizcaya, Álava (reunidos en la junta de Argote​), Rioja y otros de Burgos.
      Diego López I en 1116 se rebelará contra Alfonso I por la tenencia de Nájera y manteniendo de nuevo una posición pro castellana.
      Alfonso I había designado a Fortún Garcés Cajal para retener dicha plaza en 1112, que la mantuvo hasta 1134. De nuevo el señor de Vizcaya, Diego López I, junto con el conde Ladrón Íñiguez, se rebelaron en 1124, por lo que el rey sitió Haro y Diego López I se exilió a Castilla, mientras que Ladrón Íñiguez se reconcilió con el Batallador convirtiéndose en señor de Álava. Cuando murió Diego López I, su hijo, Lope Díaz, en 1126 reconoció al nuevo rey de Castilla, Alfonso VII, que estaba reivindicando los territorios vascos y la Rioja.

      Por otra parte se tomó Zaragoza (1118) con apoyo de nobles y tropas procedentes del Mediodía francés y de todo el territorio del reino pamplonés, incluidos los territorios occidentales, y aragonés. Inmediatamente después cayó Tudela, el 25 de febrero de 1119, y Tarazona, y luego Calatayud y Daroca.

      Tras el fallecimiento de Urraca en 1126, su hijo Alfonso VII concentró sus pretensiones en el territorio de Alfonso el batallador. En 1127 mediante mediación se acordó el Pacto de Támara, con el fin de evitar el enfrentamiento de las tropas de Pamplona y Aragón con las castellano-leonesas. En este pacto Alfonso el Batallador renunciaba al título de emperador y se delimitaron las fronteras entre los reinos de Castilla y los de Pamplona y Aragón con devolución de alguno de los territorios a Castilla, retirada ésta que Alfonso I efectúo con lentitud.​ En este pacto quedaba en territorio pamplonés los de Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Belorado, Soria y San Esteban de Gormaz.

      Asedió Bayona, que estaba en manos de Inglaterra, en los años 1130-1131 sin llegar a tomarla. Por otra parte, en Aragón tras conquistar Mequinenza (1132) se centró en la toma de Fraga, que fracasó tras un asedio de un año de duración, gravemente herido se retiró y murió dos meses después por complicaciones de las heridas, el 7 de septiembre de 1134. El territorio por él controlado había pasado de 24 000 km² a unos 52 000 km², de ellos 8 000 ante Castilla para la monarquía pamplonesa y más de 20 000 km² a los almorávides. La muerte sin hijos legítimos y con un testamento que dejaba a las órdenes militares los dos reinos, era algo imposible de cumplir tanto por la nobleza aragonesa como por la pamplonesa ​y esto marcaría la separación de nuevo entre el reino de Pamplona y Aragón.​ En Aragón se coronó a Ramiro II, un hermano de Alfonso el Batallador, mientras que en el territorio pamplonés la nobleza optó por García IV Ramírez (1134-1150), vástago de la dinastía Jimena.
      García Ramírez tuvo que someterse al vasallaje del rey castellano, pero su hijo Sancho VI de Navarra aprovechó la minoridad de Alfonso VIII de Castilla para sacudirse el vasallaje y se intituló como Rex Navarre.


      Batalla de Valdejunquera:

      La batalla de Valdejunquera o Campaña de Muez fue un combate librado el 26 de julio del año 920 entre el ejército del emir cordobés Abderramán III y el formado por las fuerzas conjuntas de los reyes Ordoño II de León y Sancho Garcés I de Pamplona, que tuvo lugar en la fortaleza de Muez en el valle de Junquera, situado a unos 25 km al suroeste de Pamplona.

      No confundir con Valjunquera, Teruel.

      Abderramán salió de Córdoba el 4 de julio, para dirigir una campaña de castigo por la derrota musulmana por parte de la coalición navarro-leonesa en la batalla de Castromoros, y tras tomar la plaza de Calahorra se dirigió hacia la capital del reino navarro. El rey de Navarra aguardaba dentro de Arnedo, pero viendo que las tropas musulmanas, después de tomar Calahorra, se dirigían hacia su capital, se apresuró a ir al norte y unir sus tropas con las del rey de León, quien venía en su ayuda. Los moros siguieron a Viguera, donde derrotaron a las primeras fuerzas conjuntas que les opusieron Ordoño y Sancho, llegando por fin a Muez, en el valle de Junquera, lugar situado a unos 25 km al suroeste de Pamplona. En la subsiguiente batalla, el 26 de julio de 920, el emir cordobés derrotó nuevamente a las escasas huestes reunidas por leoneses y navarros, quedando cautivos los obispos de Tuy y Salamanca, Dulcidio y Hermogio. Los supervivientes se refugiaron en las fortalezas de Muez y Viguera, que fueron cruelmente asediadas por el emir andalusí. Tras tomar las plazas, todos los cautivos fueron degollados, y, finalmente, arrasó los campos antes de volver a Córdoba.

      De tal descalabro se culpó a los condes castellanos Nuño Fernández, Abolmondar Albo y su hijo Diego, y Fernando Ansúrez, por no haber acudido al combate. Convocados por el monarca en el lugar de Tejar, a orillas del Carrión, los condes fueron apresados y encarcelados (aunque según la tradición fueran muertos). En cualquier caso, debieron ser liberados poco tiempo después, ya que la documentación los presenta actuando con normalidad.

      El emir logró una incuestionable victoria el 26 de julio, procediendo seguidamente a devastar los territorios próximos hasta que el 26 de agosto dio la orden de regresar al emirato.

      El historiador y experto en castillos Iñaki Sagredo hace referencia a esta batalla en un trabajo relacionado con las defensas del reino de Pamplona publicado en el 2008. En sus conclusiones anota que hay un claro error a la hora de situar el lugar de la batalla en Muez, localidad situada en el valle de Güesalaz, zona próxima a la Cuenca de Pamplona. Analizando las etapas, zona del combate y toponimia, este autor sitúa el lugar de la batalla en las proximidades de Mues, no lejos del desfiladero del Congosto, en las campas de la Berrueza o en las cercanías de Los Arcos.

      Pérez de Urbel, Justo (1945). Historia del Condado de Castilla. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
      Sagredo Garde, Iñaki (2008). Navarra. Castillos que defendieron el Reino. Tomo IV. Ed. Pamiela. ISBN 978-8476815991.

      https://www.txalaparta.eus/es/libreria/autores/inaki-sagredo-garde

      domingo, 17 de octubre de 2021

      LA CAMPANA DE LA ALMUDAINA, DRAMA ORIGINAL DE DON JUAN PALOU Y COLL.

      LA


      CAMPANA
      DE LA ALMUDAINA,


      DRAMA
      ORIGINAL DE


      DON
      JUAN PALOU Y COLL.


      I.


      Isla
      dorada llaman a Mallorca sus naturales, y bien pudieran llamarla Isla
      de oro. Una sonrisa de Dios la hizo brotar llena de hermosura en
      medio de las aguas del Mediterráneo. La cobija con amor un cielo de
      azul claro, la orean aires puros y deleitables y sus entrañas
      dadivosas pagan con usura la solicitud del hombre.
      En las cumbres
      de sus montañas altísimas crecen el romero, el boj, el tomillo, el
      lentisco, el brezo, el enebro y la alhucema, cual si quisiesen
      aromatizar de cerca el trono del Señor: más abajo se asientan y
      fortalecen espesos bosques de pinos y encinas; en las laderas los
      olivares hacen ostentación de su fruto bendecido, y en las faldas
      mil viñas, huertas y jardines lujosamente desplegan su
      pomposa ufanía. El marinero percibe desde lejos el olor suavísimo
      de los limoneros y naranjales que piadosas le traen las auras del
      mar. Corren por todas partes las aguas, ora sueltas y libres entre
      olmos y álamos blancos, ora aprisionadas en multitud de acequias
      toscas vestidas de yedra y musgo. El caserío de pueblos y aldeas,
      tan pronto se encarama desparramándose por los riscos y pendientes,
      cual bandada de palomas que hacen alto, como se ajunta y recoge en
      hondos valles a manera de ovejas que se apiñan a los gritos del
      pastor. El frecuente contraste que forman las magnificencias del
      cultivo con los horrores más sublimes de la naturaleza salvaje, da a
      los paisajes de la isla un carácter maravilloso de originalidad.

      ¿Qué mucho que trinen ruiseñores en un vergel tan floreciente
      y deleitoso?
      ¿Qué mucho que en tan poético país haya poetas
      de valía?


      Rigurosa
      justicia es, y nada más, dar entre ellos el asiento de preferencia a
      uno de los restauradores más beneméritos del habla
      lemosina
      , Mariano Aguiló, que ha versificado siempre en
      este antiguo y glorioso idioma, en menoscabo de la extendida
      celebridad que merece, pero con singular provecho de sus propias
      concepciones. Digno rival, a veces, de Tomas Moore, deslumbra
      con la esplendidez de su fantasía exuberante, otras parece inspirado
      por la musa de Schiller; tal es la profunda intención de su lirismo
      y la magistral sobriedad que en sus baladas históricas y
      tradicionales resplandece. Quien haya leído Esperanza, Una visita a
      los muertos, El entendimiento y el amor, A un ciprés, A Dios, D.
      Alfonso de Castelnegro y las poquísimas composiciones poéticas que
      ha dado a luz aquel escritor, no encontrará ciertamente sobrado
      nuestro elogio. - José María Quadrado, que goza de indisputable
      nombradía en España como apologista católico, historiador y
      publicista, es entrañablemente patético en El último Rey de
      Mallorca, ideal y levantado en Aspiración, y revela gran fuerza
      dramática en Armadans y Españols. Los verdaderos amantes de las
      letras patrias deploran que ingenio de tanto valer no cultive
      la poesía con ahínco y constancia. - Tomás Aguiló, aleccionado
      tempranamente en la dura escuela del desengaño, toma por inspiración
      su quejumbroso aburrimiento y traduce en estrofas la flojedad y
      cansancio de su alma. Unas veces se entusiasma con las pueriles
      ilusiones de un amor petrarquista, otras imita con notable acierto, y
      no pocas se encumbra a muy altas esferas, circunstancia inconcebible
      en quien tiene a Renjifo por maestro. Paciente joyero del ritmo,
      infatigable buscón de consonantes difíciles y más disertador que
      poeta, ha sabido llorar con todas las reglas del arte y enardecerse
      sin soltar nunca las andaderas gramaticales. Debemos añadir, sin
      embargo, a fuer de justos, que algunas de sus Rimas varias y sus
      Baladas mallorquinas son joyas de subido quilate y felicísimas
      excepciones de la soñolienta monotonía que por lo general distingue
      sus composiciones. - Miguel Victoriano Amer no ha necesitado más que
      rimar los latidos de su corazón para encontrar en los ajenos dulce y
      tierna consonancia. Con dos alas de oro se eleva su musa a las
      regiones de luz; con la caridad y la esperanza. Sencillo, apacible,
      resignado, sus versos son, por decirlo así, la respiración
      tranquila de su alma. ¡Feliz quien la tiene tan hermosa con Miguel
      Victoriano! ¡Feliz quien, como él, no sabe cantar sin mirar el
      cielo, ni mirar el cielo sin cantar! - Las poesías de Gerónimo
      Rosselló se caracterizan por lo delicadas y primorosas. En sus Hojas
      y flores hay sonetos de admirable contextura, romances lindísimos,
      odas de robusta entonación y elegías llenas de sentimiento.
      -
      Victoria Peña y Joaquín Fiol debieran dedicarse con empeño a la
      poesía. Dotada la una de bastante imaginación y de exquisita
      sensibilidad el otro, la modestia excesiva de sus pretensiones
      literarias les impide utilizar debidamente dotes de tan alto precio.


      No
      hace mucho tiempo que el menos conocido de los poetas baleáricos era
      Don Juan Palou. Los celadores de la literatura mallorquina no se
      habían dignado extenderle pasaporte para el Parnaso. Su nombre era
      el de un simple mortal para aquellos semidioses. Ahora todos le
      conceden un puesto de honor en su olimpo. Ahora el deslumbrante
      resplandor de su gloria eclipsa las demás. Las nieblas del desdén y
      de la duda se han disipado. El drama de Palou se pasea triunfalmente
      por todos los teatros de España, con la tranquila seguridad del que
      ha hecho prisionera a la victoria. ¿Por qué La Campana de la
      Almudaina ha obtenido un éxito tan asombroso y universal?


      Aparte
      de las dotes extraordinarias que lo avaloran, debe a circunstancias
      especialísimas la unanimidad, sin ejemplo, con que ha sido
      aplaudida. Para señalarlas no se necesita ser un fenómeno de
      sagacidad; basta conocer superficialmente los vicios radicales de que
      adolece la escuela dramática de más reciente boga (voga en el
      original
      ) en el teatro español, y las necesidades estéticas que
      el público sentía cuando se puso en escena La Campana de la
      Almudaina.


      El
      drama romántico se inauguró en España con una obra memorable que,
      siendo producto del espíritu más irresistible de imitación que en
      la literatura europea modernamente se ha enseñoreado, conserva un
      sello profundo de nacionalidad. Concepción tan original y grandiosa
      ha tenido una prole bastarda, en mengua de la escena española,
      nodriza de las demás en épocas de gloriosa recordación. Los
      mancomunados esfuerzos de la cultura social y del buen gusto lograron
      arrojar al crimen del teatro que cedió completamente el
      puesto al vicio cuya indulgente condición y dorado libertinaje le
      rodean siempre de simpatías. Más tarde, temeroso el drama de que su
      negra reputación la malquistase para siempre con la gente sesuda,
      determinó formalmente moralizar su conducta hasta entonces
      escandalosa, llevando a todo trance en la boca virtud y buena
      doctrina. Por fin, dando un paso más, ha lavado sus iniquidades con
      una confesión general en regla, ha entrado seriamente en
      negociaciones con Dios, y de sirena pecaminosa, se ha convertido en
      misionero apostólico.


      Desde
      entonces su devoción edifica, fervor religioso le hace acreedor, en
      concepto de muchos, a la borla de doctor seráfico. ¡Oh milagros de
      la gracia! Algunos ascetas de quevedos y guante blanco, aspirando sin
      duda a los honores póstumos de la beatificación, ocupan nuestro
      teatro, y no está lejano el día en que veremos poner en escena Los
      diez mandamientos de la ley de Dios y Los cinco de la Iglesia, Los
      soliloquios de San Agustín, y El Flos Sanctorum por añadidura. ¿Y
      quién sabe si tendremos la fortuna de ver a la entrada de los
      teatros españoles una pila de agua bendita y de ganar, asistiendo a
      ellos, indulgencia plenaria?


      Lejos,
      muy lejos estamos de ridiculizar la reacción saludable que ha sido
      la causa primordial de nuestro drama religioso; lo que conceptuamos
      absurdo es la forma


      que
      actualmente se da a un impulso tan bello y regenerador. Cualidad
      esencial de las composiciones teatrales es la acción, no la
      oratoria. La moral debe brotar espontáneamente de la acción
      dramática, o mejor, flotar en ella como una celeste aureola. En las
      producciones a que aludimos acontece lo contrario. Su acción es nula
      o desaparece en un océano de disertaciones en verso asonantado,
      campanudas, huecas, interminables; y su moraleja o quod erat
      probandum, cuando no de falsa, peca de enojosamente trivial y se
      prepara, se anuncia, se discute, se motiva con impertinentísima
      minuciosidad. Por otra parte, ¿cuántas máximas heterodojas,
      cuántos desvaríos, cuántas blasfemias pueden escaparse a
      escritores de sospechosa piedad, cuya fé es puramente question d‘
      argent, cuya bandera religiosa es una bandera mercantil!


      Cansado
      el público español de no oír en el teatro más que sermones en
      romance destartalado, discreteo lírico, diálogos sempiternos y
      sentenciosas majaderías; mal hallado también desde mucho tiempo con
      las fechorías del melodrama que sólo acertaba a producirle ataques
      nerviosos; y sediento de verdaderas emociones, no pudo menos de
      acoger con frenético entusiasmo la obra de Palou que tan
      cumplidamente llenaba sus deseos. Acontecíale a este público, el
      más desorientado y acomodaticio de Europa, lo que a un catador que
      detesta tanto los licores azucarados y flojos que su mala estrella le
      depara, como las bebidas alcohólicas que sólo convienen a groseros
      y estragados paladares. El drama de Palou ha sido para él un vino
      generoso de exquisito sabor y fortaleza, igualmente distinto de los
      licorcillos ruines que despachan los flamantes evangelizadores del
      teatro, como de las repugnantes pociones melodramáticas.


      Indicada
      esta circunstancia extrínseca que tan poderosamente ha contribuido
      al éxito extraordinario de La Campana de la Almudaina, examinemos
      ahora sus cualidades intrínsecas hasta donde alcance nuestro juicio
      inexperto y bisoño.


      Palou,
      con no menos atrevimiento que fortuna, ha fundido en la producción
      que


      nos
      ocupa, la historia, en el crisol de su poderosa fantasía,
      trasformándola a su antojo. Si tal ejemplo se generalizase, no sólo
      quedaría bruscamente anulado el drama histórico y rota la cadena de
      sus legitimas tradiciones, sino que popularizaríanse ideas falsas de
      las edades que fueron, acrecentándose más y más la desapoderada
      anarquía que reina en la actual escena española. Sin hablar de
      aquellos sublimes Ezequieles del arte, Shakespeare, Goëthe, Schiller
      y otros genios inmortales, cuyas creaciones son más verdaderas que
      la historia misma; Corneille, Racine y Voltaire que ajustaron sus
      concepciones imperecederas a principios convencionales y a una
      etiqueta dramática, ceremoniosa y glacial; Victorio Alfieri, que
      hizo cómplices a los tiempos pasados de su pasión demagógica у de
      su odio elocuente contra todas las tiranías; hasta los mismos
      melodramaturgos que han sido y son los falsificadores más descarados
      de la historia, nunca han variado radicalmente los sucesos ni
      creádolos a su sabor, por más que hayan desfigurado los caracteres
      que intentaban retratar. Palou, cuya alteza de juicio raya tan alto
      como su ilustración, no desconoce seguramente cuán perniciosa sería
      esta libertad, aunque con su drama la haya, en cierto modo,
      autorizado. Fútil de todo punto sería la excusa de que La Campana
      no lleva el título de drama histórico, pues, sabido es que: le nom
      ne fait rien a la chose.


      En
      compensación de este defecto radical, la obra de Palou tiene un
      valor dramático a todas luces subido. Su cualidad predominante es
      aquella fuerza avara de sí misma que suele constituir el sello
      característico de la verdadera potencia intelectual. Tan genuina
      robustez artísticamente moderada por cierto instinto secreto y
      maravilloso, se armoniza en este drama con una delicadeza suave de
      sentir sobre manera exquisita. ¡Consorcio admirable que recuerda
      aquel panal de miel que encontró el más fuerte de los hebreos en la
      boca del león! En La Campana los caracteres se desarrollan con
      vigorosa espontaneidad, estalla el diálogo con reconcentrada
      energía, la palabra hierve sin soltar el freno a su expansivo
      impulso, y la acción camina con paso firme y seguro a su
      originalísimo desenlace. Imponderable es su mérito psicológico; si
      se atiende a la doble y complicada lucha que traban entre sí
      pasiones llevadas a su apogeo de exaltación y sentimientos
      intensísimos. Para aquilatar dote de tanta valía basta analizar
      ligeramente las dos grandes figuras fundamentales del drama: Doña
      Constanza y el gobernador Centellas. El carácter de la primera nos
      parece trazado con maestría y es sin duda uno de los más bellos que
      se han visto en la escena.


      Hay
      un amor de amores inmenso, profundo, inagotable como las entrañas de
      la divina misericordia; esencia suya son la ternura y la fortaleza;
      lágrimas, abnegación y sacrificio perenne lo nutren, y también
      misteriosas venturas y alegrías inefables; todos los idiomas lo
      apellidan santo, y su símbolo inmortal está en el cielo.
      ¡Bendito
      sea el amor de madre! Este sentimiento llevado a su grado superlativo
      de tensión, señorea despóticamente el alma de la reina viuda. Su
      Jaime es a un tiempo para ella recuerdo vivo de su desventurado
      esposo y esperanza de la dinastía cuyas glorias y blasones cubre el
      luto con su gasa funeral. El ardiente deseo de contemplar a su hijo
      sentado algún día en el trono ensangrentado de sus mayores, infunde
      a Doña Constanza, sin igual heroísmo y bizarría, y da a su
      sentimiento maternal el portentoso alcance y tenacidad de la pasión.
      En este bellísimo carácter entran como elementos constitutivos su
      amor de madre, su orgullo de reina, su ambición de reina y de madre,
      y la ternura que siente por Isabel, hija adoptiva suya.


      Centellas
      tiene el corazón labrado al fuego de una lealtad indomable. Pero el
      amor que le inspira una hija largos años buscada con afán, y cuyo
      inesperado encuentro coincide con el peligro terrible, inminente de
      perderla, si su lealtad no entra en vergonzosas capitulaciones, hace
      bambolear su berroqueño corazón con tremendas sacudidas. Por otra
      parte una irresistible simpatía mezclada de gratitud le atrae
      involuntariamente hacia Doña Constanza.


      Esta,
      lucha a brazo partido con la voluntad del gobernador. Ora sagaz y
      astuta, ora radiante de centelladora energía, busca afanosamente en
      el corazón del aragonés la misma poderosa cuerda que en el suyo
      propio vibra, para socavar los cimientos de su constancia y poner su
      planta victoriosa sobre el cuello de su obstinada lealtad. ¡Qué
      sublime terror, cuando los dos llegan a tener pendientes las vidas de
      sus hijos idolatrados de la vibración de aquella campana cuya cuerda
      pasa alternativamente a sus manos crispadas!


      El
      instinto de madre hace ver a Doña Constanza que, enardeciendo hasta
      el frenesí el cariño paternal de Centellas con la amenaza terrible
      de asesinarla él mismo si toca la campana, le vencerá sin remedio.
      Por esto da el golpe de gracia a la moribunda lealtad de Centellas
      gritando con voz aterradora:


      ¿No
      quieres? ¿No?


      ¡Pues
      bien, tocarela yo!
      Movimiento de suprema exaltación, grito más
      de victoria que de lucha. Ninguna intención tiene de tocar aquella
      campana cuyo tañido llevaría la muerte al seno de su hijo. Lo único
      que quiere es acabar de una vez su triunfo haciendo estallar a
      pedazos el corazón de Centellas, bajo la presión de la más
      horrorosa angustia.


      Sobre
      manera lógico nos parece este bellísimo carácter, circunstancia de
      incalculable mérito si se atiende a lo que suben en él de punto las
      pasiones que lo forman y animan. No brilla esta preciosa cualidad en
      el carácter de Centellas. ¿Cómo se comprende que este milagro de
      lealtad se crea irresponsable del crimen de traición que pesa sobre
      él en concepto de su soberano, por el abrazo de una hija que antes
      se conceptuaba capaz de sacrificar en el ara de su honor? Recuérdese
      aquel arranque salido del fondo de sus entrañas:


      ¡Si
      por azar


      en
      ser traidor yo soñara,


      la
      existencia me arrancara


      por
      no volverlo a soñar.


      ::::::::::::::


      Mas
      ved:


      (Vuélvese
      de improviso y dice señalando el cuadro de mujer de la izquierda.)


      Si
      ella respirara


      y
      el fruto de nuestro amor,


      en
      holocausto a mi honor,


      conmigo
      las inmolara.


      Estos
      rasgos, unidos a otros muchos, quedan desmentidos altamente con su
      conducta final. Por demás intenta justificarse con la frívola
      excusa formulada en estos versos:


      Yo
      a mi rey no soy traidor:


      ¡mi
      rey es traidor a mí!
      ¿Qué noble de aquella época, en la que
      el monarca siempre tenía razón, hubiera juzgado la conducta de su
      soberano de potencia a potencia como lo hace el espejo de lealtad
      Centellas, que tan alto ha hecho sonar en el drama la suya?
      Sentimos
      que haya escapado a la certera sagacidad de Palou, que, vista la
      frescura con que el gobernador se disculpa de lo que debía
      forzosamente ser en concepto suyo el mayor de los atentados posibles,
      las bellas expresiones con que blasona de su acrisolada fidelidad, se
      rebajaban al nivel de fanfarronadas. Los demás caracteres son de
      insignificante o nula importancia, menos el simpático Tornamira que
      en un sólo rasgo da a conocer su hidalga condición. Dice así:
      TORN. ¿Y le habéis curado? (a Centellas.)
      CONST. ¡Sí! Y esta
      tarde a Palma torna.
      TORN. ¿Y podrá reñir?


      Qué
      hábito de sentir limpiamente, qué nobleza revela esta pregunta:
      ¿Y
      podrá reñir?


      Un
      lirismo sobrio y de gran valía enaltece a La Campana. Recuérdese la
      admirable comparación del sol que dora las nubes que quieren tapar
      su luz, los versos en que pinta Doña Constanza el cariño que
      profesa a Isabel, y los ardorosos arranques de amor filial de Don
      Jaime.


      Lunares
      nacidos de las mismas cualidades que en La Campana resplandecen,
      hacen resaltar con más viveza las perfecciones que la adornan. El
      lenguaje peca algunas veces de incorrecto y de poco castizo. La
      robustez y energía del estilo rayan a menudo en aspereza.


      Palou
      ha pasado en un sólo día de la oscuridad a la luz, encontrándose
      de súbito frente a frente al sol de su gloria que ni aurora ha
      tenido. España ha saludado al joven dramaturgo con hurras de
      universal admiración y aplauso.
      Mallorca, sacudiendo sus hábitos
      de vida material, ha dado el tierno espectáculo de una madre
      cariñosa que llorando de gozo ciñe las sienes de un hijo amado con
      la corona de laurel que le granjearon sus triunfos. Desde el fondo de
      nuestro corazón enviamos la enhorabuena más entrañable a la Isla
      dorada que tan hermosamente ha galardonado las fatigas de uno de sus
      hijos que más la honran!
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