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martes, 26 de octubre de 2021

XIII. LA TARDE DEL CORPUS EN 182...

XIII. 

LA TARDE DEL CORPUS EN 182... 

EMILIO B... A RICARDO M... 

Fuerte conjuro es el de que te vales para arrancarme un secreto que he podido guardar más de tres años sin merma ni perjuicio de nuestra antigua amistad. 

A tratarse únicamente de mis flaquezas puede que me hubiera conducido con menos reserva; pero constituirme en narrador de mis buenas acciones tiene ciertos visos de inmodestia, y creo que llegaría a ruborizarme si no estuviese de por medio el mar, y no fueses tú el único que va a recibir mis confidencias. Has querido que rompiese el silencio, deja pues correr mi pluma a su sabor, que hoy me siento con vena de escribir, y me disgustaría que pecases de impaciente cuando estoy predispuesto a pecar de prolijo y minucioso. Los grandes pintores saben concentrar todo el interés de sus composiciones en la viva expresión de las figuras principales, yo pobre embadurnador de lienzo crudo suelo ingeniarme con accesorios de capricho, y procuro encubrir la falta de inspiración con la exactitud de los pormenores y la verdad del colorido. 

Lo que voy a contarte podría titularse “historia de dos minutos de mi vida" y en tan corto espacio bien ves que no caben grandes sucesos ni complicadas vicisitudes. El drama, si drama te empeñas en llamarlo, es de una sencillez extremada, y así no extrañes que lo encabece con un prólogo de mayores dimensiones que el cuerpo de la obra. He visto libros de este jaez, y en conciencia no puedo reclamar el privilegio de invención. 

Dos veces has estado en Palma, y en ninguna has visto la procesión del Corpus. Pronto hará cuatro años que estaba sumamente hermosa la tarde de aquel día. Supongamos que le hubiese dado por llover de una manera insólita y desapoderada, cuántas horas de agitación y desasosiego! qué de ilusiones y esperanzas me hubiera ahorrado el cielo! Pero tampoco habría experimentado la noble satisfacción que proporciona un sacrificio oculto, ni la paz interior que tarde o temprano sigue a la victoria que uno alcanza de sí mismo. 

Todo lo que hice aquella tarde lo recuerdo perfectamente. Tantas veces he traído a la memoria sus impresiones que han llegado a conservarse como los rasgos del buril en una lámina de cobre: así es que me atrevo a contarte uno por uno los vagos pensamientos que me ocupaban, precediendo a las vivas emociones que en mi corazón se sucedieron. Tan libre y exento de amorosos cuidados salí de casa, que hubiera vuelto sin la competente provisión de avellanas con que obsequiar a alguna joven de mis conocidas. A ninguna distinguía lo bastante para hacerla objeto de esta vulgar e inocente galantería; y si tal costumbre puede pasar como rasgo característico de ciertas festividades en nuestro país, el fallar a ella pudiera tomarse también como rasgo característico de mi soberana indiferencia. 

Entré por la calle de Santo Domingo y empecé a recorrerla en sentido inverso del que debía seguir la procesión. A espaldas de su iglesia levantan los padres dominicos un altar con magníficos relicarios y soberbios candeleros de plata, y tengo muy presente que cerca de allí se me ocurrieron estas ideas: Van a cumplirse seis siglos que se extendían por aquí los muros y torreones de un alcázar moruno, que se ocultaban en su recinto los patios y jardines de un harem voluptuoso, y ni vestigios han quedado de esas fábricas que esperaban desafiar la saña del tiempo, y la mano del hombre las ha derruido. Si de aquí a trescientos años me fuese dado salir de mi tumba y volver a este sitio, cómo también lo encontraría todo cambiado! Grupos de pequeñas casas se habrán transformado en un solo palacio, y mansiones señoriales desmenuzado en pequeños pisos: cuántos balcones tapiados y cuántos nuevamente abiertos! 

los edificios habrán cambiado de fachada y los arquitectos de gusto, si es que entonces tengan alguno. Difícilmente podría reconocer el punto que ahora ocupan mis plantas a no ser por este magnífico templo que subsistirá incólume y robusto, semejante a esos fenómenos de longevidad, patriarcas olvidados por la muerte que continúan su existencia en medio de una generación de bisnietos y resobrinos. 

Detúveme en la plaza de Cort a examinar por centésima vez los retratos, que en las grandes solemnidades cívicas o religiosas decoran el frontispicio de las casas consistoriales. Prefiero a todos el de D. Gregorio Gual, obra del primero de nuestros pintores. Aparte el de S. Sebastián de Van-dick, preciosa joya es aquella de Mesquida. Si a mi ambición se le propusiera por blanco la gloria del retratante o la del retratado, de fijo daba en la extravagancia de escoger la primera; mas por mi desgracia me veo tan lejos de ella como de la segunda. Cuán triste es, amigo mío, sentir un inmenso deseo de volar y reconocer al mismo tiempo que se ha nacido sin alas! Eso no obsta para que me dijese: 

No sería justo que al lado de este militar esclarecido figurase también el que supo dar tanta expresión y vida a su fisonomía? No debieran tener cabida en este sitio todas las glorias de nuestro país? Acaso lo ilustran únicamente aquellos de sus hijos que ascienden a Generales u Obispos? Cornelia hija y esposa de Cónsules se envanecía de los suyos que no debían llegar a más que Tribunos. Según andan los tiempos de temer es que ya no aumenten mucho, (y gracias a Dios si no se eliminan), los retratos de los que esparcieron el balsámico aroma de las virtudes cristianas, ¿no sería pues lo más equitativo que, siquiera por vía de sustitución, la ciencia y el genio, que son la segunda de las excelencias humanas, heredasen el privilegio de la santidad que es la primera? 

Algo de intempestivo, si se quiere, tenían estas reflexiones, y no era cosa de estarme parado en contemplación artística en medio del movimiento general que de una a otra parte me impelía. Mi afición a los pinceles no añade ni un día más a mis veinte y ocho abriles, y si me gusta examinar los primores de un bello retrato no me disgusta admirar los atractivos de un original hermoso. Hasta entonces había existido un largo, muy largo camino de mis ojos a mi corazón. Por lo mismo si no interesante para este, agradable para aquellos era el espectáculo que se me ofrecía. El largo y corrido balcón de las casas consistoriales atestado de señoras luciendo sus galas y sus joyas, y sirviéndoles de dosel, que pudiera envidiar una reina, el magnífico voladizo: la plaza irregular de Cort, poco grata a los arquitectos pero ofreciendo a los pintores variadas perspectivas, con sus numerosas ventanas y balcones colgados de rojo damasco, y coronados de airosos bustos como los palcos de un teatro: aquel mar de cabezas en continua ondulación, sobre el cual descuellan las puntas de las bayonetas, como plateadas escamas de fantástica serpiente, al reflejar los últimos destellos del día. 

A manera del que remonta el curso de un río fui siguiendo mi camino, abriéndome paso por entre la doble fila de soldados, y la doble hilera de sillas en que sentadas las jóvenes disfrutan el doble placer de mirar y ser miradas. Hecho un inspector de bellezas, destino que carece de sueldo y al que nunca faltan aspirantes, pasaba revista a las ricas señoritas con sus brazaletes de perlas, a las graciosas menestralas con sus trajes de muselina, y a no escaso número de lindas payesitas con su nevado rebociño, su jubón de raso y enaguas de seda, sus botonaduras de oro y patenas de filigrana; pero a todo esto mi corazón no añadía una más a sus acostumbradas pulsaciones. Con esta flema de filósofo en ciernes parábame a ver las capillitas adornadas de luces, flores y colgaduras por la devoción y piedad de los vecinos, o ya los empujones y el afán de situarse no lejos de las banderas, que pronto debían desplegarse y servir de alfombra al Rey de los reyes. 

De esta suerte, llevado unas veces por el impulso ajeno y forcejeando otras para seguir adelante, llegué hasta salir de la calle que da vista a la puerta de Almoyna. Allí me detuvo el movimiento ocasionado por la escolta de caballería que precede a los atambores del Ayuntamiento. Aire de gravedad y colorido local dan a nuestras procesiones su antigua tocata y particular vestimenta: es cosa tan mallorquina que sentiría mucho verla suprimida. Al ver desfilar uno por uno los gigantescos pendones de los gremios, interpolados por seis u ocho maestros de cada profesión, parecíame que los santos de sus cúspides iban a volar hacía el cielo, o las doradas águilas a batir sus alas por el espacio, y entretanto me proponía el curioso problema de si produciría un efecto más pintoresco el que fuesen de colores diferentes, en lugar de aquella serie de colosos encarnados sólo interrumpida por el pendón verde que distingue a los hortelanos. 

Precediéndoles una sencilla cruz de madera en medio de los ciriales llevados por dos angelitos y guarnecidas de blancos y rojos claveles, vienen los capuchinos con su hermoso tabernáculo de la divina Pastora. Inspíranme estos hombres que parecen restos vivientes de los primeros siglos del cristianismo, trasplantados de la Tebaida a nuestras sociedades corroídas por malas ideas y no mejores sentimientos, un no sé qué de simpático y respetuoso que no es fruto exclusivo de mi educación cristiana. Para dejar de sentirlo paréceme que no basta ser descreído, es menester un corazón depravado. 

Siguiendo el orden de su antigüedad, vela en mano y ojos en el suelo, iban pasando las demás comunidades religiosas, sobresaliendo por su crecido número los observantes, y por la riqueza y primorosas labores de su Cruz los dominicos. No forman estos ya pareja con los franciscanos como antiguamente sucedía: tampoco en esta procesión van juntas las dos órdenes redentoras, ni los carmelitas con los agustinos como en las otras de nuestra Catedral sucede actualmente. Cada comunidad separada lleva al frente su cruz, y acompaña a su tabernáculo seguido de un preste con pluvial y con dalmáticas sus ministros. 

Taches o no de pueriles mis gustos confiésote ingenuamente que participo del que da a los niños la vista de lo que llamamos lledánias, y el metálico rumor de sus doradas banderillas. Grandes armazones circulares graciosamente caladas ostentan sus perfiles todos cuajados de flores de cera, cuya diversidad de colores imita el efecto de una movible claraboya herida por los rayos del sol naciente. Así como a las imágenes de los santos gústame verlas descollar sobre las cabezas de los espectadores, sirviendo de guión al clero de cada parroquia. Sobria de colores en su arabesca cenefa se presenta la de San Nicolás, y ninguna vence en hermosura a la de gótico estilo que precede al numeroso clero de  la santa Iglesia. En medio de sus filas van doce sacerdotes revestidos de ricas y uniformes casullas quienes representando a los doce apóstoles, llevan en la mano el instrumento de su respectivo martirio. 

Momento solemne, grandioso, indescriptible es aquel en que, como el arca santa en hombros de los levitas, aparece la magnífica e imponente custodia, en hombros de cuatro canónigos bajo del rico palio que sostiene el Ayuntamiento. 

Envuelta en el humo del incienso, rodeada de ministros del santuario que visten preciosos ornamentos, escoltada por colosales gastadores con sus negras barbas destacando sobre el blanco delantal, sus gorras de pelo echadas a la espalda, sus palas y azadones relucientes como plata, avanza lentamente al majestuoso compás de la marcha real en que prorrumpe la música militar apagando las modulaciones del órgano y sobreponiéndose a los cantos de la iglesia. Y luego el redoble de los tambores, el vibrante sonido de cornetas y clarines, la gigantesca voz de n‘ Aloy a cuyos acompasados golpes responde una salva de artillería. En medio de esta sublime discordancia, superior al más vigoroso efecto que puedan producir las reglas de la armonía, ¿quién no siente una impresión desusada, y latir su pecho con las emociones del más profundo respeto? Sería necesario ser incrédulo rematado para no rendir su orgullo como rinden los soldados sus armas, para no doblar espontáneamente la rodilla como la doblan todos los fieles a quienes absorbe entonces un solo pensamiento. 

Y bien, vas a decirme, a qué conduce esta relación que será todo lo verídica que tú quieras; pero que para el caso no tiene visos de oportuna? Respondo, es un boceto de costumbres, y conociéndote aficionado a este género preparo así tu ánimo a la indulgencia, puesto que no sabré trazar el siguiente cuadro con toda la valentía que yo quisiera. Es además valerme de un rodeo, bien que un poco largo, para que te formes un cabal concepto del tranquilo posesorio en que estaba de mi libre albedrío, de la perfecta calma que disfrutaba al hallarme tan en vísperas de perderla. 

Habíase internado la procesión por la angosta calle cuando un repentino y tumultuoso desorden agitó el apiñado concurso que acababa de verla. Algunos confusos gritos esparcieron el miedo y la zozobra. Ocasionaba este movimiento el de la sección de caballería cerca de allí situada, y las corvetas de un caballo que se resistía al freno y a la voluntad de su jinete. Temerosos de un atropello los más cercanos se hicieron a la espalda, echando unos a correr y aglomerándose otros en el sitio que yo ocupaba. La furia de esta oleada no era para resistida. Todos quedamos desalojados, y merced a este súbito trastorno vino a ser casi arrojada a mis brazos una señorita tan linda... tan linda...! 

Por poco que tenga yo de artista tengo muchísimo más que de literato, ¿cómo pues podría bosquejarte su hermosura con palabras cuando me siento incapaz de hacerlo con mis pinceles? Era aquello la miniatura de un serafín trabajada por mano de un ángel. Tontería! Era una obra de Dios, artífice infinitamente más hábil y entendido. Y esa extremada beldad se había escapado a mi revista! Y lo más extraño es, que vislumbrando en ella cierto aire mallorquín, nunca, nunca hubiesen tropezado mis ojos con semejante fisonomía. 

La impresión que produjo en mi pecho, si no la comprendes por sus efectos, no sé de qué modo te la describa. Te he dicho que tenía antes el corazón tan apartado de los ojos, ahora te digo que en aquel momento lo tenía encerrado en mis pupilas. Y estas por un magnetismo tan grato como irresistible permanecían fijas en aquel lindo rostro, admirando la transparencia de su tez sonrosada, la suavidad y delicadeza de sus contornos, la candorosa expresión de la virginal belleza que me trastornaba y enloquecía. 

Tan pronto como la hube sostenido, y hecho de mi cuerpo una especie de parapeto con que defenderla, se repuso y me dijo en castellano muy bien acentuado y con una voz soberanamente deliciosa, "gracias, caballero." 

Levantó en seguida sus ojos hacia los míos, y los más vivos colores relampaguearon en sus pudorosas mejillas. Parecióme entonces que había comprendido todo el valor de mi ardiente mirada, y que mi alma se trasladaba a la suya como la suya se había trasfundido en la mía. Deslumbrado, conmovido, perturbado no sabía qué decir y le pregunté: Se ha asustado V. mucho?

- Un poquito. La gente nos empujaba, y como no sabía lo que era... 

- Algún caballo poco acostumbrado a esta clase de funciones.

- Ay qué miedo me dan los caballos! Pero allí veo a mi mamá...

- Me permitirá V. que se la entregue sana y salva? iba a decir. Medio minuto más y ¿quién sabe lo que de su contestación hubiera dependido? Pero un violento empellón me obligó a ladearme un poco, y al mismo tiempo se interpuso entre nosotros un compacto grupo impelido por una segunda oleada debida al maldito caballo. Perdí de vista a mi refulgente estrella, y no me fue ya posible descubrirla de nuevo. Si hubiese llevado un traje chillón y extravagante! Si hubiese descollado entre las demás por su elevada estatura! Pero, nada! se confundió en la espesura como una espiga en su gavilla, siguió su camino, y yo sin duda empezaría por tomar el opuesto. No hay que decirme si recorrí el curso de la procesión, si entré en la Catedral, si me fui al paseo. Todo en valde. 

Lo que anduve aquella tarde! Me retiré a las altas horas de la noche molido y asendereado, y con la imaginación más fatigada que mi cuerpo. Habíaseme puesto en ella que mi casual aventura era precisamente la piedra angular de mi felicidad venidera, y mi corazón ardía como una rama de pino seco. Pasaron días y semanas y meses, y yo acudiendo a todas partes, así al teatro como a las iglesias, introduciéndome en las tertulias, solicitando amistades, y esperándolo todo de la casualidad o de la Providencia. Triste era no tener el más leve indicio para rastrear el objeto de mi insensato anhelo, pero seguía tenaz en la confianza de que el día de mañana me otorgaría la dicha que todos sus anteriores me habían rehusado. 

Tantas contrariedades, tantas tentativas frustradas, tantas esperanzas fallidas enardecían mi pasión en vez de amortiguarla. Luchaba yo, pero vencido no desfallecía. No buscaba recursos para olvidar, y a tenerlos a mano los hubiera rechazado. A mis solas recordaba aquella dulce mirada suya, y la traducía en todos los idiomas gratos al corazón: mis largas meditaciones no eran más que una interpretación gratuita, una paráfrasis extensa, un comentario prolijo de aquel brevísimo texto. Fígurábaseme que ella debía de ocupar su pensamiento en mí como yo lo tenía clavado en ella. 

Estaba desconocido para mis amigos, y de tus cartas se deduce que notaste la agitación que me traía desasosegado. Algunas veces me daba por volverme misántropo, por arrojar los pinceles y correr calles y mirar los balcones, otras por combinar proyectos matrimoniales con planes rentísticos, y me aplicaba al trabajo con una actividad calenturienta. Lo raro es, que conservando tan bien grabado en la fantasía el original, no lograba nunca hacer un retrato suyo que me dejara satisfecho. Qué de croquis! qué de bocetos! de lápiz, de pluma, de frente, de perfil... qué se yo? y al hacerlos seguía inmediatamente el destruirlos. Antes que llegara su turno al bosquejo de uno que estaba a punto de concluir, entró de improviso mi primo Manuel y viendo la tela en el caballete exclamó: Está parecida. - Quién? pregunté azorado. - La Carmencita. - Y quién es esta muy señora mía? - Toma! la hija de D. N. N. de Artá. - Pues te engañas, es un boceto para una Santa Eulalia. - Si tendré cataratas en los ojos! A la legua se conoce que es... o que quiere ser ella. 

Qué salto de alegría me dio el corazón! Y cómo me ingenié para cortar la plática y desorientar a mi primo! 

Al día siguiente me hubieras encontrado camino de Artá aguantando, con un valor digno de mejor causa, doce o trece mortales horas de un horrible traqueteo. Cené mal y dormí peor en un mesón tal como los sabía retratar Cervantes, entablé conversación con los hostaleros, y sonsacándoles un poco averigüé de fijo que el día del Corpus no estaba en Palma la dichosa Carmencita. Dijéronme que era un tipo de hermosura; pero a mí qué me importaba? Ni siquiera quise verla: y a poco de salido el sol me tenías otra vez montado en un carro primitivo y dando la vuelta a mis abandonados lares. 

Entonces me ocurrió la idea de que era posible, ya que no probable, que mi hermosa desconocida fuese hija de alguno de los ricos propietarios domiciliados en los pueblos de la isla, y me entró la súbita afición de viajar y recorrerlos. 

Y héteme aquí, amigo mío, transformado en artista errante, ya que no en caballero andante; pero como estos en busca de una princesa encantada. Qué de hermosas vistas y pintorescos paisajes recogí para mi cartera! pero también, qué de amarguras y decepciones para mi corazón! 

En dónde, en dónde estaban mis antiguas y tranquilas horas de estudio o de recreo? Y con todo mi vida no era un infierno, porque ardía en mi pecho el amor y se mantenía indeleble mi esperanza. 

Estábamos a principios de cuaresma cuando me sorprendió en mi taller la visita de un oficial que daba el brazo a una señora. Es ella! gritó mi corazón sin que mis labios pudiesen articular una sola palabra. 

- Veníamos por si tenía V. la bondad de hacer nuestros retratos, me dijo aquel caballero. 

- Con muchísimo gusto, respondí inmediatamente. 

Y para ocultar mi turbación les ofrecí asiento, y me puse a quitar chismes y desembarazar muebles como si me importara gran cosa el arreglo de mi estancia. Retratarla! Retratarla! oh dicha inesperada! Contemplarla a mi sabor, pasar largas horas con ella, percibir la celeste melodía de su voz, respirar la fragancia de su aliento, embriagarme en las delicias de una pasión tan locamente acariciada! Cómo no había de ser tremenda la explosión de un fuego subterráneo tanto tiempo comprimido? Más de ocho meses sin haber dejado de pensar en ella un solo día: más de ocho meses de esperar en vano sin haberse reducido a polvo mis esperanzas, y verla aparecer de improviso como una visión celeste y no fugitiva! Verla dentro de mi propia casa sin mengua de su recato, verla dispuesta a ser el objeto de mil pequeñas y minuciosas atenciones, verla resignada a ser el blanco de mis ardientes miradas sin tener que reprimirme por miedo a su sonrojo! Oh! magnífica recompensa de tan larga agonía. El cielo me otorgaba más de lo que me hubiera atrevido yo a pedirle. Qué corona de artista, qué condecoración no hubiera desdeñado si entonces me la ofrecieran en cambio de no retratarla? El oro de Creso, la gloria de Murillo no me hubieran parecido una compensación equivalente. Y sin embargo, qué horrible puñalada! Aquel hombre..? Podía ser su hermano... pero no, no: una voz interior me dijo que era su marido. Su marido! 

Ay amigo mío, me encuentro en el capítulo de mis flaquezas. Aquella situación era terriblemente dramática. Clavé en ella una rápida y furtiva mirada, y por el rubor de sus mejillas parecióme que me había conocido. Si conservará mi recuerdo! A qué locas esperanzas no daba ocasión la de retratarla, y la de poder hacer para mí un segundo retrato que sin duda hubiera sido mi obra maestra? Pero, qué es esto? me dije. Voy por ventura a comenzar una carrera de libertino? He de exponerme a turbar la felicidad de estos esposos? Qué importa que la mía haya perecido? He soñado, y ya despierto. No, no he de dar ya pábulo a pensamientos hasta hoy legítimos e inocentes, de hoy más villanos y criminales. Retratarla, no es delito, no es un acto culpable... pero es ponerme en peligro de serlo. Mi pasión es pura... lo ha sido hasta ahora, tanto mayor razón de conservar su pureza. Si cedo a la tentación, si hoy no venzo en esta lucha, quién me garantiza que venceré mañana? No he de retratarla. 

Tomada esta resolución me senté, bien que con aire taciturno y pensativo, no sabiendo cómo retroceder del compromiso. Era forzoso un medio que no dejase entrar la más mínima sospecha en el corazón del marido, que tal vez era receloso por demás y sombrío. Pero el cielo que me había inspirado un buen pensamiento me abrió el camino para llevarlo a cabo. 

- Será V. tan amable, me dijo ella, que quiera decirnos antes el precio que ha de poner a su trabajo? 

- Deja, mujer, respondió el oficial, el señor sabrá lo que valga y nos hará pagar lo que sea justo. 

- El señor sabe que en bellas artes el talento nunca obtiene sobrada recompensa, y como por otra parte no hemos de ir regateando... 

- Cinco mil y quinientos reales, dije entonces yo con una frialdad heroica. 

- Santa Bárbara bendita! debió de exclamar para sus adentros el oficial; pero solo me dijo: Algo caro es. 

- Ni un maravedí menos. 

- Pues en este caso, continuó volviéndose a la joven, partamos la diferencia; comenzará por el tuyo y dejaremos para otra ocasión el mío. 

- Esto nunca, saltó ella. Pobre retrato mío sin la compañía del tuyo! Juntitos los dos como nuestros corazones. Este caballero ha pedido una cosa que sin duda será muy justa, pero la paga de capitán no es suficiente para alcanzarla. Qué le haremos? Aplazar nuestros deseos hasta que lleves los tres galones. 

- Largo me lo fías. 

- Todo se andará, hijo. 

- Pero, querida, y el recuerdo que pensábamos dejar a la familia? 

- Nada, me haré retratar de coronela. V. añadió volviéndose a mí, dispense la molestia. 

Cogiendo luego del brazo a su marido me dirigió una dulce mirada en que parecía expresarme el más vivo agradecimiento. Yo también clavé en ella, pero ya en sus espaldas, mi triste y postrimera mirada. 

Casada! exclamé golpeándome la cabeza y midiendo a largos pasos mi aposento. Casada! Tantas ansias de verla, y tanta amargura por haberla visto! Quién trocara mi despecho de hoy, por la excitación y la incertidumbre y el desasosiego de ayer! Y casi lloraba como un niño. Pero, qué? me dije, he tenido valor para ser hombre y me arrepentiré de haberlo sido? He cumplido un deber, he hecho un sacrificio, que no será comprendido, que tal vez sera mal interpretado, qué importa? Es la opinión del mundo o la justicia de Dios quien ha de darme la recompensa? 

Cinco o seis días después entró Manuel diciendo: 

- Cuando digo que a veces tienes la cabeza a pájaros... 

- Vaya un ex-abrupto. 

- Hombre, murmuran de ti y lo siento. 

- Y dicen? 

- Que sobre ser brusco y poco sociable tienes unas rarezas... que, o bien te has metido en los cascos que eres un segundo Velázquez, o bien tratas de saquear al prójimo como si fuese real de enemigos. 

- De modo que o soberbia o avaricia o... No me faltaba más sino que fuesen subiendo la escala! 

- Pues si Viedma aseguró que por un retrato habías pedido tres o cuatro veces lo que piden los demás pintores? 

- Y quién es Viedma? 

- El hombre feliz, y no es el del P. Almeyda. Un bello sujeto que tiene un fortunón deshecho: acaba de casarse con una niña hermosísima, con un ángel. 

- Siempre andas tropezando con ángeles, como si los arrojaran a granel por esos mundos de Dios. Y quién es ella? 

- Matilde la hija del Gobernador de Bellver. 

- Teníala tan cerca y buscábala yo tan lejos! pensé, y dije luego: No tengo presente haberla visto en paseo, ni... 

- Y cómo habías de verla si no venía a Palma tres veces en un año? Su madre que es mallorquina tiene una hermana paralítica a quien la niña cuidaba como si fuese su enfermera y no la abandonaba ni un momento. Es una santa. 

- También santa! prorrumpí con una intención mucho más profunda de lo que mi primo podía figurarse. Y ahora? añadí con voz algo temblorosa. 

- Ahora se marcha a Burgos con su marido que acaba de recibir el ascenso a Comandante

- Gracias, Dios mío! gracias, exclamé no con los labios sino con el corazón. 

miércoles, 21 de julio de 2021

XXII, LA SEU

XXII

LA
SEU.

SONET.

Non est hìc aliud, nisi domus De
(Dei)

et porta coeli. (Gen. Cap. 28)



Lo
vot del Rey Conqueridó á María
Los ángels de les arts
efectüaren,
Y á Morey y á Salvá los inspiraren
Aquexos murs
de cèlica harmonía.



Alta,
sublim, com la pregaria pía
Que en Santa Ponça los guerrers
alçaren;
Ampla, espayosa com la Fe que´ns daren,
Y l´ardent
Caritat qui los movía.

Les ones de la mar á sos peus
baten;
Lo Sol en gòtich torreonat flameja;
S´hi alberga baix
ses naus la nostra historia.

Oh majestat d´un Temps qu´ara
combaten,
Tu faç que exclame l´extranjer que´t veja:
¡Ésta
es Casa de Deu; ésta es la gloria!

Agost de 1881.





XXII



LA
CATEDRAL.

SONETO.



El
voto que, en medio de los revueltos mares, hizo á la Vírgen el Rey Conquistador, fué realizado en Palma por los ángeles de la Belleza:
éstos inspiraron a los maestros Morey y Salvá, la edificacion de
tan soberbios muros.
Alta es la Catedral, sublime, como la piadosa
plegaria que, en la batalla de Santa Ponza, elevaron á Dios los
guerreros peninsulares; ancha, espaciosa, como la Fe que nos dieron,
y la ardiente Caridad que los movía.



El
oleaje del Mediterráneo se retuerce á sus piés; el Sol flamea en
sus galerías de góticos torreones; bajo sus naves alberga la
historia mallorquina.
Oh esplendor de una Época hoy neciamente
despreciada, tú haces que el Extranjero artista exclame, al verte:
¡Ésta es Casa de Dios; ésta es la Gloria!


(V. nota 17.)

jueves, 9 de mayo de 2019

LA RECONQUISTA DE MALUENDA, siglo XII


2.56. LA RECONQUISTA DE MALUENDA (SIGLO XII. MALUENDA)

A lo largo y ancho del valle del Ebro, algunas poblaciones como Belchite, por ejemplo, decidieron capitular sin lucha nada más caer Zaragoza en manos de Alfonso I el Batallador, pero no ocurrió así en otros núcleos importantes del reino moro sarakustí, como son los conocidos casos de Calatayud, Daroca o Tarazona que, dada la tenaz e importante resistencia que opusieron, tuvieron que ser tomadas por la fuerza de las armas.

En efecto, el rey aragonés, crecido por el éxito logrado ante los imponentes muros de Zaragoza y auxiliado por varios caballeros franceses, como el conde Guillermo de Poitiers, se dirigió hacia Calatayud —amparada en su magnífico castillo y considerada como la auténtica llave del Jalón— y la sitió. Luego, una vez asegurado su cerco, partió inmediatamente siguiendo el curso del río Jiloca para tratar de salir al paso de los almorávides, quienes, por fin, se decidieron a socorrer a sus correligionarios del valle del Ebro, y a los que Alfonso I vencería en Cutanda en 1120.

LA RECONQUISTA DE MALUENDA (SIGLO XII. MALUENDA)


Pero el camino de los expedicionarios desde Calatayud a Daroca y Cutanda no fue nada fácil, puesto que cerca de la primera, en el lugar de Maluenda —donde se habían concentrado moros de otras poblaciones aledañas— tuvo lugar un encarnizado e inesperado combate campal en el límite con las casas del poblado, circunstancia que no sólo retrasó la expedición hacia su principal objetivo sino que, según la leyenda, originó importantes pérdidas humanas en la hueste de los cristianos aragoneses.

restos, castillo, Maluenda
Restos del Castillo de Maluenda, sitiado en el siglo X por Abderramán III.


Aunque acabó saliendo victorioso Alfonso el Batallador de la contienda y la guarnición mora de Maluenda tuvo que entregar al fin las llaves (lo cual significaba un problema menos para Calatayud que seguía sitiada), una partida de soldados aragoneses tuvo que retrasarse del resto de expedicionarios para enterrar a sus muertos, asistir a los heridos y hacerse cargo de los
prisioneros. Fue entonces cuando los canteros que formaban parte de la expedición labraron y erigieron la Cruz Blanca —todavía existente como testigo de aquel suceso— y la colocaron enhiesta en el mismo sitio en el que tuvo lugar la batalla, en conmemoración y recuerdo de quienes cayeron allí.
[Recogida oralmente.]


https://es.wikipedia.org/wiki/Maluenda

Maluenda es un municipio español en la provincia de Zaragoza, perteneciente a la Comunidad de Calatayud, comunidad autónoma de Aragón. Tiene un área de 40,09 km² con una población de 989 habitantes (INE 2016) y una densidad de 26,94 hab/km².

Maluenda está situada en el Sistema Ibérico a orillas del Jiloca a 581 msnm. Comprende una superficie de 4 037 hectáreas, de las cuales 400 son de regadío y 2 000 de secano, correspondiendo el resto al casco urbano y al monte público. Dista 9 km de la capital comarcal, Calatayud, y 90 km de Zaragoza.

Límites:
Noroeste: Paracuellos de Jiloca
Norte: Paracuellos de Jiloca
Noreste: Villalba de Perejil
Oeste: Munébrega
Este: Belmonte de Gracián
Suroeste: Olvés
Sur: Alarba

Sureste: Velilla de Jiloca y Morata de Jiloca

Aunque los orígenes de Maluenda no están completamente esclarecidos, se sabe que existió un asentamiento en la Edad de Bronce, situado en el cerro detrás del Castillo, en donde aún se perciben restos de muros y otras edificaciones. En él se han encontrado diversos materiales como molinos barquiformes, cerámicas de tipología diversa y utillaje lítico en sílex, hoy expuestos en el Museo arqueológico de Calatayud.

En cuanto a época indígena, el hallazgo más notable es un tesoro de denarios ibéricos, junto a un número importante de denarios romanos republicanos que se fechan entre los años 90 y 79 a.C., por lo que su ocultación se relaciona con la Guerra de Sertorio, tan determinante en este territorio. Asimismo, hasta hace pocos años se conservaba un puente romano que permitía cruzar el río Jiloca.

En la Edad Media Maluenda fue una importante plaza militar, como así lo atestiguan sus importantes restos fortificados, y el hecho de ser mencionada por fuentes árabes en las luchas de la Marca Superior contra el poder central de Córdoba. La fortaleza de la plaza existía ya en el siglo X, y es que, según el geógrafo al-Udri, el califa Abderramán III acampó ante los muros del castillo de Malonda, nombre con el que aparece nombrada la villa en documentos de la época. Ello sucedió en los años 933-934, durante la primera campaña de castigo contra el rebelde Muhammad al-Tuyibí de Zaragoza, y luego en (937), cuando la fortaleza, defendida por el propio al-Tuyibí, fue definitivamente ocupada por los ejército califales.

En 1120, Maluenda fue reconquistada para los reinos cristianos por Alfonso I el Batallador y en 1255 pudo ser el escenario de una reunión secreta mantenida entre Jaime I de Aragón y Enrique de Castilla —hermano de Alfonso X el Sabio—, narrada en el Libro de las tres razones del Infante Don Juan Manuel. Posteriormente, en la Guerra de los dos Pedros, desempeñó un importante papel en la defensa del corredor del Jiloca, entre Daroca y Calatayud.​ Tropas castellanas se apoderaron del castillo en 1363. En Maluenda se encontraba el Archivo de la Comunidad de aldeas de Calatayud que en el día de hoy aún no se ha localizado.

Ya en el siglo XIX, el historiador Pascual Madoz, en su Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España de 1845, describe a Maluenda en los términos siguientes: «Tiene 150 casas de mala fábrica y 100 cuevas de peor calidad, que se distribuyen en calles estrechas y 2 plazas; casa de ayuntamiento; escuela de niños». Menciona también la existencia de tres iglesias parroquiales: la de la Asunción de Nuestra Señora, la de San Miguel y la de las Santas Justa y Rufina, así como seis ermitas. Refiere que «Los vecinos se surten para sus usos de las aguas del río Jiloca, de buena calidad» y resalta la producción de trigo, cebada, vino, cáñamo, legumbres y hortalizas, indicando que había «1 fábrica de papel de estraza, batanes, tintes y 2 molinos harineros».

El Castillo, actualmente en ruinas, es una de las pocas fortalezas auténticamente musulmanas de tapial. De acuerdo a La Chanson de Roland, cuando Carlomagno organizó su marcha contra Zaragoza, era Blancandrín su alcaide, lo que indica que fue una de las primeras fortalezas construidas por los musulmanes en Al-Andalus.

La fortaleza se alza sobre una pelada muela oblonga desde donde se domina el pueblo. Tiene planta alargada, cuyo eje mayor era de unos 80 m, adaptada a la cumbre del monte. Consta de dos torreones y un recinto amurallado, parcialmente conservado en el lado orientado hacia la población, pero prácticamente desaparecido en el lado opuesto. Los torreones se sitúan en el lado oeste, son rectangulares y de gran volumen.

http://www.castillodemaluenda.com/vinos/index.php



jueves, 21 de noviembre de 2019

LA DEFENSA DEL CASTILLO DE BÁGUENA


176. LA DEFENSA DEL CASTILLO DE BÁGUENA (SIGLO XIV. BÁGUENA)

LA DEFENSA DEL CASTILLO DE BÁGUENA (SIGLO XIV. BÁGUENA)


Estamos en 1363, en plena «guerra de los dos Pedros» y las tropas de Pedro I el Cruel, rey de Castilla, acababan de levantar el sitio de Daroca para proseguir su camino hacia Teruel, tratando de encerrar en un círculo las cuatro comunidades aragonesas o buena parte de ellas.

En ese itinerario, la aldea de Báguena contaba entonces con un importante castillo, cuyas ruinas se pueden observar todavía hoy. Y es históricamente cierto que, ante sus muros, el ejército castellano encontró una resistencia numantina que exasperó a los jefes castellanos que vieron entorpecido su triunfal paseo.

Mandaba la defensa del castillo de Báguena su alcaide, Miguel de Bernabé, quien no sólo tuvo que soportar el asedio sino también la flaqueza de algunos de los suyos que le aconsejaban la rendición. Pero lo cierto es que antes de que llegara el enemigo habían hecho acopio de víveres y se aprestaron a defenderse.

Las tropas castellanas —tras no obtener la rendición que esperaban— formalizaron el sitio. Seis días duró el asedio, aunque al final los sitiados prácticamente no daban señales de vida, excepto para lanzar las piedras de sus propias almenas y torreones, las únicas armas que les quedaban. Pedro I el Cruel decidió, por fin, rodear la fortaleza de leña y prenderle fuego. Ardió el castillo y Miguel de Bernabé, con los pocos hombres que le quedaban, se refugió en la torre del homenaje.

Ante la petición de rendición del castellano, el alcaide extendió su brazo, asiendo en su mano las llaves de la fortaleza. Al poco tiempo, murieron todos los defensores abrasados.

Cuando los soldados castellanos entraron, por fin, en lo que había sido un castillo encontraron todo absolutamente calcinado excepto, ahora ya según la leyenda, el brazo y la mano de Miguel de Bernabé que todavía tenía asidas las llaves de la fortaleza.

[Gisbert, Salvador, Glorias de la Provincia. Gil de Bernabé.
Esteban, Rafael, Estudio..., págs. 106-106.
Monterde Juste, Eusebio, La villa de Báguena..., págs. 74-77.]


Báguena es un municipio y población de España, perteneciente a la Comarca del Jiloca, al noroeste de la provincia de Teruel, comunidad autónoma de Aragón a 89,9 km de Teruel, y a una altitud de 793 metros por encima del nivel del mar. Tiene una superficie de 25,17 km² que se reparte en 1.788 hectáreas de superficie cultivada, de las cuales 278 hectáreas son de regadío, 15 hectáreas de prados y 171 hectáreas de superficie forestal. Tiene una población de 442 habitantes (INE 2008) y una densidad de 17,56 hab/km². El código postal es 44320.


En un principio su nombre se escribía con v. Vaguena. Proveniente del adjetivo latino vacuus, vacío, desocupado, desierto, que al castellanizarse perdió la terminación del acusativo del que salieron los nombres y adjetivos, conservando la consonante muda suave inicial, “v,” y la “a” tónica, al tiempo que la consonante muda fuerte “c”, en virtud de la ley de debilitación se cambió en su correspondiente suave “g” al encontrarse entre dos vocales. Así se tendría:

Vacuum > vacu > vagu, más el sufijo “ena”, muy común en Aragón, y de significado desconocido.

En el siglo XVIII, comenzaron las dudas entre las grafías “v” y “b”, hasta que en el XIX se impuso la “b”. Báguena.

Los primeros moradores se establecieron en el tercer cuarto del siglo XII.

En el año 1142, Ramón Berenguer IV, en un nuevo intento de repoblar Daroca y su amplio alfoz le concedió un fuero de población, convirtiéndola en “señora” de todo su término con plenos poderes jurisdiccionales y fiscales sobre él y los núcleos habitados ya existentes.

El concejo de Daroca era quien repartía los lotes de tierra a los que venían a establecerse en tierras vacías de su dominio. Los nuevos asentamientos eran considerados barrios de Daroca, y adscritos a una de sus parroquias.

La primera mención de su nombre se halla, en el año 1205, en el documento en que el obispo de Zaragoza, D. Raimundo de Castrocol, distribuía los diezmos y primicias de los lugares entre las parroquias de Daroca. Báguena lo fue a la de Santa María.


En el año 1248, por privilegio de Jaime I, las villas y lugares se desligaron de la dependencia de Daroca, y se vertebraron en una organización superior con la creación de la Comunidad de Aldeas de Daroca. Pese a llevar su nombre, Daroca no formaba parte de la Comunidad, y ésta celebraba sus plegas sin representantes de ella e, incluso, con la prohibición expresa de celebrarlas allí.

Las villas y lugares que formaron la Comunidad, se agruparon en cinco distritos menores, denominados sesmas, cada una de ellas compuesta por núcleos variables de población. Báguena formaba parte de la Sesma del Campo de Gallocanta, que la componían Anento, Báguena, Balconchán, Bello, Castejón de Tornos, Ferreruela, Gallocanta, Manchones, Murero, Odón, Retascón, San Martín del Río, Santed, Torralba de los Sisones, Used, Val de San Martín, Valdehorna, Villanueva del Jiloca y Vilarroya del Campo.

En un primer momento, los lugares estuvieron regidos por cinco hombres buenos u hombres honrados según disponían las primeras Ordenanzas de la Comunidad. Con el paso del tiempo y la creciente complejidad de los servicios y prestaciones asumidos por la incipiente administración concejil, ésta pasó a estar formada por los Jurados 1.º y 2.º, un procurador, encargado de las finanzas, y un número variable de Oficiales, según su población.

El desempeño de estos cargos estaba limitado a un año. Su renovación tenía lugar el día de San Miguel, el 29 de septiembre. Para su nominación, por insaculación, era preciso estar inscrito, al menos, en la regla de medio postero. Estaban excluidos para el desempeño de estos cargos los pertenecientes al estamento noble y los que ejercieran alguno de los oficios considerados como viles: herrero, zapatero, sastre, tejedor, pelaire, carpintero, tendero, carretero, carnicero, esquilador, hornero, albéitar, mesonero y adulero.


A partir de los Decretos de Nueva Planta, tras la Guerra de Sucesión, el concejo cambió su denominación por la de Ayuntamiento, y a ser regido por el Alcalde, Teniente alcalde, dos Regidores y el Síndico Procurador. En el siglo XIX, pasó a serlo con los cargos y nombres que se conocen hoy: Alcalde, Teniente alcalde y Concejales.

sábado, 20 de junio de 2020

211. LOS AMORES DE JUAN EL HERRERO Y LA BELLA HEBREA


211. LOS AMORES DE JUAN EL HERRERO Y LA BELLA HEBREA
(SIGLOS XII-XIII. VERUELA)

211. LOS AMORES DE JUAN EL HERRERO Y LA BELLA HEBREA  (SIGLOS XII-XIII. VERUELA)


La construcción del monasterio de Veruela congregó —como era habitual en casos similares— a una importante multitud de canteros, ebanistas, caleros, vidrieros y conocedores de los más diversos oficios llegados de todos los confines, por lo que no es extraño que fuera a parar allí también el herrero Juan, un extranjero venido al pie del Moncayo de no se sabe qué latitudes, un hombre solitario y huidizo de todos los demás y que, al poco tiempo de llegar, acabó por enamorarse de una joven y bella muchacha judía que vivía con sus padres en el vecino pueblo de Trasmoz.

Aunque jamás llegó a cruzar ni una sola palabra con la muchacha de sus sueños, y menos para declararle el amor que sentía por ella, el hecho de que Juan merodeara constantemente en sus ratos de asueto y por las noches en torno a su casa acabó por alertar al padre, que, sin más dilación, utilizó toda su influencia para conseguir que el capataz responsable de las obras del monasterio le despidiera sin darle ningún tipo de explicaciones.

Coincidió el despido de Juan de la obra con la propagación del rumor de que la joven hebrea iba a casarse con un muchacho de origen francés, así es que el herrero Juan, movido sin duda alguna por los celos, logró alcanzar aquella misma noche la alcoba de su amada con intención de quitarle la vida para tratar de evitar así que fuera de otro hombre, pero afortunadamente la muchacha ya había abandonado la casa y andaba de camino.

La decepción de Juan fue tal que decidió quitarse la vida allí mismo clavándose en el corazón su propio puñal. Y si el hallazgo de su cuerpo sin vida ya constituyó una auténtica sorpresa, pues nadie podía esperar algo así de un hombre tan retraído y pacífico, mayor asombro causó todavía el hecho de que de su cuerpo sin vida no saliera ni una sola gota de sangre.

El cadáver de Juan, el herrero de Veruela, un hombre solitario y huidizo, que murió por amar a una muchacha judía, fue enterrado fuera del terreno sagrado del monasterio, al pie de uno de los torreones del recinto murado que se estaba levantando entonces. Y su alma en pena gime lastimeramente todavía con cada tormenta que rasga el cielo de Veruela en las noches sin luna.

[Serrano Dolader, Alberto, El Moncayo..., págs. 56-57.]