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lunes, 18 de noviembre de 2019

LOS MARCILLA Y LOS SEGURA, FRENTE A FRENTE


167. LOS MARCILLA Y LOS SEGURA, FRENTE A FRENTE
(SIGLO XIII. TERUEL)

Vivían en Teruel dos familias ilustres, la de los Marcilla, muy noble, y la de los Segura, muy rica. Pertenecía Juan Martínez, un joven apuesto, a la primera de ellas, y, desde su más tierna infancia, sentía un profundo amor por Isabel, algo menor que él e hija de los Segura, quien correspondía a su amor.

Lamentablemente, por ser Juan hijo segundo no podía aspirar a la fortuna familiar para ofrecérsela a Isabel. Así lo veía don Pedro Segura, quien se oponía a la boda que tanto deseaban los enamorados por la desigualdad de fortuna, de modo que viendo que el único modo de casarse con Isabel era aportando riquezas al matrimonio, decidió Juan marchar a las cruzadas a hacer fortuna, no sin antes obtener la promesa de su amada de que lo esperaría al menos durante cinco años.

Pasaba el tiempo y el joven Marcilla no regresaba, por lo que don Pedro Segura aconsejó a su hija que aceptara como marido al acaudalado Pedro Fernández de Azagra, hermano bastardo del señor de Albarracín. Pero Isabel, aun sabiendo que iba contra la voluntad de su padre, se negaba a casarse hasta que no hubieran transcurrido los cinco años de ausencia de Juan, su prometido. No obstante, llegado el día en que se cumplía el término fijado, Isabel no tuvo más remedio que aceptar el matrimonio con el rico pretendiente de Albarracín.

El mismo día de la boda, cuando aún sonaban las campanas, entraba don Juan en Teruel. Nada más enterarse de la noticia, corrió en busca de Isabel tratando de evitar lo que ya era irremediable: Isabel se había casado. Al caer la noche, Juan consiguió acercarse a la muchacha, manteniendo ambos una breve y clandestina conversación. Juan, a pesar de verse perdido, solicitó de ella un beso en prueba de amor. Pero Isabel, convertida en una mujer casada, se lo negó, pues no podía faltar a su palabra. En ese mismo instante el joven cayó muerto.

Cubierta con un velo, asistió Isabel al entierro de Juan. De pronto, se acercó para darle el beso que la noche anterior le negara, quedando muerta en el acto sobre el cuerpo del joven. El pueblo entero, en medio de un gran dolor, decidió enterrar juntos a quienes habían muerto verdaderamente de amor.

[Beltrán, Antonio, Leyendas aragonesas..., págs. 62-64.]

LOS MARCILLA Y LOS SEGURA, FRENTE A FRENTE  (SIGLO XIII. TERUEL)




http://www.bodasdeisabel.com/


sábado, 27 de julio de 2019

PEDRO FERNÁNDEZ DE AZAGRA, MILAGROSAMENTE ILESO


145. PEDRO FERNÁNDEZ DE AZAGRA, MILAGROSAMENTE ILESO
(SIGLO XIII. PIEDRA)

PEDRO FERNÁNDEZ DE AZAGRA, MILAGROSAMENTE ILESO  (SIGLO XIII. PIEDRA)
Imagen de Traveler (cascada del ángel)


Un monje estaba arrebujado en el camastro de su celda y rezaba por quienes pudieran estar a la intemperie. Era una noche oscura y el ruido en el exterior era infernal, fruto de la tormenta que se había desatado al caer la tarde, al que se sumaba el rumor de las cascadas del río Piedra. Mientras, el señor de Albarracín, don Pedro Fernández de Azagra, que iba desde Molina camino de Calatayud, se hallaba perdido en el fondo de un barranco. El caballero daba voces para localizar a sus escuderos, pero todo era en vano: ni Diego, ni Beltrán ni Garci-Pérez le contestaban. Estaba completamente solo en medio de la tempestad.

Azuzó don Pedro al asustado caballo en los ijares y el bruto respondió. En medio de grandes relámpagos y truenos, subió por la ladera de una loma hasta llegar a la cumbre. Desde allí pudo oír el ruido tumultuoso de un torrente, aunque no lo veía, a pesar de los destellos continuos. Cabalgó perdido por el monte durante mucho rato, quizás horas, hasta que oyó el tañido de una campana que debía tocar a maitines, lo que le situó hacia las dos de la mañana. Guiado por sus sones, dirigió hacia allí a su montura, mas hubo un momento en el que el caballo se negó a caminar en aquella dirección, dando una vuelta en redondo.

De repente, se encendió delante de él una trémula luz. Estaba tan cerca de ella que casi parecía que la podía tocar con la mano, pero el caballo se negaba a andar en aquella dirección. Ante la actitud de su montura, se guareció al calor de una oquedad y decidió esperar al alba. Cuando despertó de su inquieto sueño despuntaban ya las primeras luces y pudo situarse: estaba en el monte de la Lastra, que conocía bien, con el monasterio de Piedra en frente, pero separado de él por un profundo valle y las aguas tumultuosas del río Piedra crecido por la tormenta.

Acarició agradecido al animal que le había salvado la vida y rezó fervoroso a la Virgen en el convento, pues sin duda había intercedido por él, decidiendo que cuando muriera lo enterraran allí.
El monje que rezaba en el camastro de su celda por los caminantes se sintió reconfortado.

[Juan Federico Muntadas, El monasterio de Piedra.]