domingo, 14 de junio de 2020

195. LA CONSTRUCCIÓN DEL CASTILLO DE TRASMOZ


195. LA CONSTRUCCIÓN DEL CASTILLO DE TRASMOZ
(SIGLO XI. BORJA/TRASMOZ)

Paseaba un día el walí moro de Borja por sus territorios cuando llegó cerca de la pequeña aldea de Trasmoz. Admirado por el paisaje que se divisaba desde el montículo en el que estaba extasiado, con el Moncayo al fondo, exclamó ante quienes le acompañaban cuánto le gustaría tener una fortaleza allí.
Por casualidad, como suelen suceder estas cosas, pasaba cerca del walí y de los suyos en aquel momento un viejo hombre mal vestido y desaseado, con aspecto de vagabundo y tan extraño que casi rayaba en lo ridículo. Al oír las palabras del mandatario moro, el anciano, dirigiéndose a él, le dijo que sería capaz de construir un sólido e inexpugnable castillo en una sola noche si, a cambio de ello, el walí le nombraba alcaide perpetuo.
Tales palabras provocaron la risa de todos, que tomaron al vagabundo por loco. Incluso el walí, al que aquellas palabras le habían divertido y causado regocijo, le dio al buen hombre una moneda de plata y, por no desairarlo, le prometió la alcaldía en caso de que cumpliera su palabra.
Se despidió el viejo y siguió adelante, hasta llegar a la orilla de un riachuelo donde descansaban del trabajo de la jornada unos pastores. Entabló conversación con ellos y les propuso que fueran sus servidores y guardas en el castillo que pronto iba a construirse sobre el montículo cercano a Trasmoz. Los pastores, naturalmente, tomaron aquello a broma y sólo pudieron burlarse del anciano y de su locura.
Pero el extraño hombre no parecía inmutarse por tanta chanza y, erguido sobre una voluminosa roca, tomando un viejo libro en su mano derecha y una vela verde encendida en la izquierda, leyó una serie de conjuros ininteligibles y misteriosos: en ese preciso instante se desató una violentísima tormenta, con grandes truenos y rayos y un fortísimo huracán. Cuando terminó, la noche cubría ya los campos y el monte.
Al día siguiente, con la luz tenue del amanecer, los habitantes de la zona, entre ellos los pastores, pudieron observar una colosal fortaleza con cinco esbeltas torres que desafiaban al cielo. Ante la puerta, un hombrecillo de aspecto ridículo se declaraba su alcaide.
[Beltrán Martínez, Antonio, Leyendas aragonesas, pág. 155.]

194. EL TORO DE ORO QUE ESPERA OCULTO


194. EL TORO DE ORO QUE ESPERA OCULTO (SIGLO XI. AYERBE)

Avanzado ya el siglo XI, el empuje de los ejércitos cristianos, apoyado en los cercanos e inexpugnables castillos de Marcuello y de Loarre, obligó a los musulmanes a abandonar su tradicional fortaleza de Ayerbe, que había servido durante tres siglos de vigía frente al paso natural que el río Gállego abre hacia el corazón del viejo Aragón.
Como el empeoramiento de la situación fue progresiva, la preparación de la huida o de la rendición (pues muchos musulmanes optaron por quedarse) no fue precipitada. Se discutió entre todos qué hacer y, entre las decisiones adoptadas antes de emigrar, una llama poderosamente la atención: la de fundir todos los tesoros y objetos que llevaran oro y modelar un hermoso y grande toro dorado, que decidieron ocultar en uno de los pasadizos subterráneos del castillo ayerbense, en espera de que, una vez que mejorara la situación, volverían a recuperarlo.
Lo cierto es que el castillo moro de Ayerbe pasó unos meses después a manos de los cristianos para siempre y el paradero del toro de oro celosamente escondido se convirtió en un secreto. Su existencia estaba fuera de toda duda, y la noticia despertó la codicia de los nuevos señores cristianos, que contrataron a varios adivinos para que les indicaran el lugar exacto de su ubicación, pues los moros que permanecieron en la villa jamás dieron pista alguna sobre el paradero exacto del toro dorado.
Se contrataron, asimismo, jornaleros para que excavaran por turnos en el aljibe donde habían vaticinado los augures que se hallaba la res dorada.
Y aparecieron armas, utensilios varios y bellos vasos de cerámica, pero del toro de oro no había ni rastro, y eso que se había profundizado más de treinta metros. Tras varias semanas de ahondar en la tierra, se abandonó al fin la búsqueda con la burla de todos y la satisfacción íntima de los nuevos mudéjares ayerbenses.
El caso es que todavía en la actualidad, de cuando en cuando, surge alguien que trata de huronear en torno al derruido castillo que fuera de los moros, buscando un toro de oro que los musulmanes ayerbenses enterraron en espera de tiempos mejores.
[Proporcionada por Anusca Aylagas, Manuel Bosque y Juncal Mallén, del Colegio Nacional «Ramón yCajal». Ayerbe.]