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sábado, 14 de marzo de 2020

CARTA DE UN ARAGONÉS, AFICIONADO A LAS ANTIGÜEDADES DE SU REYNO

CARTA DE UN ARAGONÉS, 
AFICIONADO A LAS ANTIGÜEDADES DE SU REYNO
A OTRO ADICTO
A LAS OPINIONES POCO FAVORABLES
DE ALGUNOS ESCRITORES EXTRAÑOS
ZARAGOZA:
EN LA OFICINA DE MEDARDO HERAS. 

Con las licencias necesarias,

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Editado por Ramón Guimerá Lorente. Ortografía actualizada con excepciones en cursiva.
Fuente: https://archive.org/stream/bub_gb_X2JZAAAAcAAJ/#mode/2up (se puede descargar en pdf y otros formatos)

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Pág. III

Sine ira, et sine odio, quorum
Causas procul habeo.
CIC.

Muy Señor mío: En un respetable Congreso de Literatos desvió V. su discurso con estudio premeditado contra nuestras antiguas Cartas desacreditándolas sin otro fundamento, que el de la opinión de un Escritor del día, cuyos talentos venero sin poder deferir de manera alguna a su dictamen, no obstante la escasez de mis luces. No puedo disimularlo, sentí vivamente la injuria que V. renovó a nuestros mayores, y al sagrado lugar donde se guardan los monumentos de nuestros antiguos trofeos, y las cenizas de los héroes
Aragoneses; y si mi particular posición, y las circunstancias del Congreso no me permitieron vindicarla allí mismo, no puedo menos de hacerlo ahora , según me lo propuse desde luego.

La Invasión y dominación arábiga, su sacudimiento, la formación y establecimiento de la Monarquía en Aragón son obras que por su magnitud, y por el largo espacio de cuatro siglos que ocuparon, suponen y envuelven una multitud de hechos interesantes, y dignos de la posteridad. Mas por desgracia la historia de esta época ha quedado en gran parte sepultada por siempre en el olvido, y otra bien considerable lo está todavía bajo el polvo de nuestros archivos. Los nacionales coetáneos, o casi coetáneos, o no cuidaron de perpetuarla con sus escritos, u otros monumentos históricos, o debemos suponer que estos perecieron muy pronto, porque apenas se tiene noticia de una sucinta e informe crónica del siglo X y de muy pocas inscripciones del mismo, y siguientes. Lo propio puede decirse de los de otras Provincias vecinas, pues solo tocan por incidencia algunas de nuestras cosas, y esto con aquella concisión y oscuridad que generalmente caracteriza sus escritos. En este apuro, para formar un cuerpo regular de historia, era preciso buscar los miembros esparcidos, y casi confundidos en dichas obras, y otros que de la misma manera se hallan en nuestros Diplomas, Cartas, Instrumentos, y recogidos cuantos se pudiese, combinarlos, y unirlos con el mejor orden para lo cual se requería un largo estudio, y juicio acendrado.

Ya habían pasado cerca de doscientos años cuando alguno pensó en indagar y escribir la serie de los acontecimientos de aquella época, y otros después hasta el siglo XV, hicieron lo mismo; pero como los objetos estaban tan distantes, el semblante de las cosas muy demudado, y estos espectadores no podían ser muy perspicaces en una edad escasa de luces, propensa a lo maravilloso, y en que se carecía de archivos, y otros recursos necesarios para su empresa, estaba para ellos obstruido el medio por donde solamente podían conseguirla, y era inevitable que intentándola por otros adquiriesen ideas y noticias nada seguras, y a veces tan encontradas como se ve en sus crónicas. Sin resolver, no obstante el problema sobre si son de mayor consecuencia los adelantamientos, o los atrasos que han ocasionado a nuestra historia, no puedo dejar de oponer a la presunción, que para con algunos favorece a estos primeros Cronistas, de haber podido disfrutar, y aun disfrutado mejor la antigüedad que sus sucesores, el hecho positivo, y fácilmente demostrable, de que no vieron muchas memorias que todavía se conservan y no combinaron, ni entendieron bien algunas que vieron.

Después de estos se siguieron otros amantes de nuestra historia, que no hallándola corriente en otras fuentes que en las citadas crónicas bebieron allí sin recelo alguno los varios sistemas y opiniones que daban de si, según los parajes o Provincias de donde habían emanado. Prevenidos de esta manera a favor de ellas, debía suceder, que consultando después la antigüedad en si misma no siempre la entendieran en el sentido genuino, y también que empeñados, y muchas veces con ardor en contrarios sistemas, y partidos nacionales, se excediesen a impugnar la verdad, y a rebajar el crédito de los documentos que se les oponían en tono tan claro y decisivo que no admitía tergiversación. Así estos Escritores, lejos de corregir y arreglar sus sistemas por el
norte de las Cartas, como dicta la sana y verdadera crítica, intentaron todo lo contrario.
Zurita, que floreció en el siglo XVI, y que entre los Historiadores nacionales se ha merecido el más distinguido lugar, no quiso entrar en una empresa a la cual le llamaba su genio y talentos. Ansioso y apresurado hacia el rico caudal que le ofrecían con abundancia, aunque no sin grande trabajo, los siglos más luminosos, corrió de priesa y superficialmente por los cuatro primeros y más oscuros, confesando de paso, que se estaba en la mayor incertidumbre de ellos; y los abrazó en solas cincuenta y ocho páginas (1), aunque cada uno requiere un volumen no pequeño.

Creían nuestros Literatos más imparciales y estudiosos, que una gran parte de nuestra antigua historia se mantenía todavía para nosotros en el informe errado que he dicho, y dudaban que jamás saliese de él, cuando algunos Escritores extraños, afectando aquella satisfacción propia que inspira la verdad cuando nos favorece con su rostro, han combatido y ridiculizado las opiniones anteriores, notando su contradicción, inconsecuencia y falta de apoyo en la antigüedad, y nos han delineado el plan histórico que debemos seguir. Todavía han hecho más: han condenado a descrédito y destierro perpetuo de la Provincia de la historia muchísimos diplomas, y otras cartas, y memorias de nuestros archivos, y de los vecinos, porque sus copias o extractos publicados en las obras de sus antecesores, no se conforman a las ideas y opiniones que tienen de
nuestras cosas. Aún han hecho más, y lo sumo que puede hacerse, lo han desacreditado alguna vez en general, dándolos por sospechosos o apócrifos, y por falsarias, a las personas que por largos siglos se han esmerado en su conservación y custodia, creyendo prestar un obsequio muy importante al Estado. Tal ha sido la suerte de nuestras antigüedades, y especialmente de las cartas que se han hecho servir de adminículo a nuestra historia.
Mas si debe perdonarse a los autores de la primera y segunda clase que he señalado, por las circunstancias en que escribieron, nada favorece a nuestros coetáneos para disculparles de haber deferido tan ciegamente a las copias o extractos de nuestras cartas publicados por autores de una edad en que nuestra diplomática estaba todavía en la cuna, y a quienes al mismo tiempo entre otros muchos defectos notan de ciegamente apasionados por la glorias de la patria. No puede disculpárseles tampoco de haber juzgado de la legitimidad o falsedad de las cartas, sin haberlas examinado por si mismos en sus originales, ni de haber intentado escribir nuestra historia sin recorrer antes nuestros archivos, siendo indispensable en el estado en que se halla,ni en fin de haberse gobernado para uno y otro por los conocimientos diplomáticos adquiridos en otras Provincias, siendo indudable que cada una respecto a la otra, y aun respecto a si misma en diversos tiempos, ha variado notablemente en los estilos, escritura, datas y lenguage, así como en sus demás usos y costumbres. Por lo mismo no dudo que si semejantes Censores hubiesen inspeccionado nuestros instrumentos y memorias originales hallarían desmentidos a primera vista muchos hechos, anacronismos, contradicciones y defectos, que ya la violencia, ya el imperfecto conocimiento de la antigüedad, les ha imputado. Para convencer, así esto como lo demás que llevo dicho, bastará por ahora examinar las objeciones que se han hecho contra los documentos de que V. hizo particular mención, ya que en mi actual posición y designio no me sea posible empeñarme en las largas discusiones que exige la materia.

Un Concilio del siglo XI, celebrado en el Real Monasterio de San Juan de la Peña, es el que primeramente reputó V. por apócrifo, sin producir para esto otra razón que la de haberlo dicho así un Literato de primera nota. A cinco pueden reducirse hs objeciones que este propone. La primera la toma de la data del Concilio, suponiéndola de la Era MLXII, a la cual corresponde el año cristiano de 1024, en que no se verifica el reynado de Don Ramiro I. de Aragón, que según las actas se encontró en él.
El fragmento de estas se conserva en el Libro o Cartulario gótico del mismo Monasterio, de donde lo copió y publicó su Abad Don Juan Briz Martínez con la expresada data, (2) como lo habían hecho otros antes que él; pero la que verdaderamente tiene es de la Era MLxII, y a ella corresponde el año cristiano de 1054, en que no se duda reynaba Don Ramiro I. Si V. no quiere creerme sobre mi palabra podrá pasar armado de todo el rigor y nimiedad de la implacable crítica a cerciorarse por si mismo en el citado Cartulario, pero entretanto, para los que me favorezcan, debo manifestar la causa de la equivocación que han padecido los editores del Concilio, El uso de la x (es una x con un signo arriba, una coma horizontal: vírgula, rayuelo) numeral con vírgula o rayuelo empezó a cesar entre nosotros desde fines del siglo XII: en el XIV ya generalmente se había perdido el conocimiento de su valor, que es de quarenta y no se volvió a recobrar hasta mediado el XVII, en cuyo intervalo son innumerables los anacronismos, y otros yerros que se han cometido por esta ignorancia en las copias y en las obras de nuestros historiadores.
Briz Martínez, apurado muchas veces por la misma en la combinación de las cartas, recurrió como otros a desatar el nudo gordiano, tomando la Era española por año de Cristo; mas aunque este arbitrio disminuía la dificultad se defraudaban, no obstante, veinte y dos años a la verdadera data, y por esto entre otras equivocaciones padeció
dicho autor la de triplicar los Abades Paternos del citado Monasterio en el siglo XI, que solo fueron dos, la de hacer dos Abades Blasios de solo uno, y finalmente la de fixar la muerte del Abad Paterno, segundo de nombre, en el año 1042, con cuya fecha mortuoria se forma otro argumento infundado sobre que no pudo el Abad Paterno asistir al Concilio Pinatense, como se lee en sus actas.
En segundo lugar se objeta que es increíble que a un Concilio convocado por el Rey de Aragón por asunto de poca monta, y solo interesante al Monasterio, concurriesen muchísimos Obispos, no solo aragoneses, pero aun los castellanos y navarros, súbditos de otros Reyes, que no tenían relación alguna con Don Ramiro.

Las actas del Concilio, y cuantas copias se han publicado de ellas nos dicen con uniformidad, que solo concurrieron los Obispos Sancho, Garcia y Gomesano, pero como en las mismas se hace mención de otro Concilio celebrado en tiempo del Rey Don Sancho el Mayor, y de varios Obispos que a él concurrieron, se ha confundido uno con otro incorporando las cláusulas y trocando el sentido, y de este trastorno se ha originado sin duda una dificultad que hace poco favor a un mediano latino, y que pudiera haberse realzado del mismo modo con la concurrencia del Rey Don Sancho el Mayor, que así mismo resultaría (3). No es menos de admirar que quien presuma alguna versación en la historia ignore que los Reyes de Castilla y Pamplona, después Navarra, tenían con Don Ramiro las estrechas relaciones de parentesco y vecindad. Con lo dicho queda igualmente desvanecida la inverosimilitud imaginaria de que muchos de los Obispos que asistieron al Concilio de Pamplona en el año de 1023 viviesen y concurriesen al Pinatense en 1062, pues ni éste ce celebró en dicho año, ni concurrieron los Obispos que se supone.
La tercera objeción es más seria: no puede creerse, dicen, que se congregase un Concilio solo para conceder al Monasterio de S. Juan de la Peña el exorbitante Privilegio de que los Obispos de Aragón se nombrasen perpetuamente de sus individuos. Las actas hacen mención de cánones nicenos, de ordinaciones y decretos de un Concilio, celebrado en tiempo de Don Sancho el Mayor, y así deja conocerse que no se congregaría solamente para expedir el expresado Privilegio; y por esto sin duda algunos autores han dicho que aquellas actas solo son un fragmento de las originales. Parece también inferirse que en el Concilio que mencionan de tiempo del Rey Don Sancho el Mayor, y que en alguna manera puede llamarse nacional, se había determinado que en lo sucesivo se celebrasen con alguna frecuencia estos sínodos provinciales en Aragón, Castilla y Pamplona, o Navarra, sin duda por la necesidad que había de ellos en días tan desgraciados para la religión y disciplina eclesiástica, y que concurriesen los Obispos de aquellas Provincias en atención a su corto número en cada una. Son muchos los ejemplares de semejantes Concilios en aquel tiempo por las mismas causas, y basta recordar por ahora el que los impugnadores del Pinatense admiten, y que se celebró pocos años después en la Ciudad de Jaca, con asistencia de los Obispos de Pamplona o de Leire, como en él se dice, de Aux, de Bearne, &c. Pero cuando en el Pinatense únicamente se hubiese tratado del insinuado Privilegio, este solo podrá parecer exorbitante a quien no conozca nuestro estado civil y eclesiástico en aquella época, ni la pía afección de Don Ramiro I al Monasterio, ni su frecuente residencia en él, ni sus liberalidades para con el mismo, ni el ascendiente que en su real ánimo tenía el Obispo de Aragón D. Sancho, ni el empeño que éste tomaría habiendo sido individuo del mismo Monasterio, ni en fin la precision casi inevitable de recurrir a esta escuela de virtud y letras en un Reyno ceñido a la corta extensión de las Montañas. A todo esto podrá añadir quien quisiere la ignorancia de aquellos tiempos, a la cual se atribuyen mayores exorbitancias. Mas si una de las pruebas incontrastables a favor de las cartas antiguas es ciertamente la de haber tenido efecto, ningún sensato podrá dudar de la verdad del Privilegio, siendo constante que desde entonces los Obispos de Aragón fueron electos entre los individuos de la Real Casa Pinatense, hasta la unión de nuestro Reyno con el Condado de Barcelona, prescindiendo de ulterior investigación.
La cuarta objeción se funda en el supuesto de haberse decretado en el Concilio de Jaca del año 1060, que los Obispos no se intitulasen de Aragón, y sin embargo así lo hace Don Sancho en el Pinatense.
Este argumento podría hacer alguna fuerza a quien admitiese tres errores de data del Concilio Pinatense, de la del Jacetano, y del hecho que se enuncia. Se ha visto que aquel se celebró en el año de 1054. Es cierto que éste fue en 1063, y no en 60, como por mala inteligencia de las notas numerales de la Indiccion, y contra las expresas de la Era y año, han entendido algunos; y también lo es que en sus actas originales, en sus copias antiguas, y en las publicadas por diversos autores, no se halla una sola palabra de la cual pueda inferirse la inhivicion del título de Aragon a sus Obispos; por lo contrario en ellas, y en el Breve Pontificio que las confirmó, se habla de Obispo y Obispado de Aragon como de cosa la más sabida y recibida en uso.

La objeción quinta y última se deduce de la impropiedad del título de Obispo de Aragon, como si todo Aragón fuese un Obispado.
Así discurren los que no conocen la antigua corografía de nuestro Reyno, que baxo el nombre de Aragon solo comprehendia entonces las que hoy se denominan Montañas de Jaca o poco más hacia la parte oriental y occidental; y que aun después de haberse dilatado grandemente tardó a dar su nombre a los paises conquistados; mas en fin cuando bajo él se comprendían ya varios Obispados se sustituyó al de Aragón el título de Jaca. que antes se le había dado también, y que después se usó juntamente con el de Huesca, que era el primitivo. Lo mismo puede responderse con proporción al reparo que se hace del título de Obispo de Castilla, mencionado en las actas del Concilio Pinatense, y nunca oido por sus impugnadores, quienes antes de haberlo propuesto debieran haber demarcado rigurosamente el pais, que entonces se denominaba Castilla, haciendo ver que no comprehendia más de un Obispado, y aun en este caso, si ellos se han tomado la licencia de nombrar castellanos y navarros algunos Obispos del tiempo que se trata, no alcanzo porque han de negarla a nuestros mayores, que por su parte podrían reconvenirles de no haber oido jamás el título de Obispos navarros, ni aun de Reyno de Navarra.
Satisfecho cuanto se ha dicho contra el Concilio de San Juan de la Peña voy a examinar del mismo modo lo que se objeta a los documentos, que acreditan la introducción de la reforma o disciplina monástica cluniacense en España hacia el año de 1020, a solicitud del Rey Don Sancho el Mayor, que también reputó V. por apócrifo citando al mismo autor, el cual tiene este hecho por fabuloso, y admira, no tanto que los franceses (de cuyo carácter moral hace una pintura terrible) lo hayan inventado, cuanto el que se haya adoptado tan fácilmente por nuestros Escritores, aun los más insignes. De los tres documentos que se impugnan los dos se han hallado y hallan en España, y aunque el tercero que se encontró en Roma llevaba, según se dice, la nota de ser natural de Aragón, pero en la Parroquia que se le asigna, ni se halla su partida, ni el más leve vestigio de su nombre.
El primero es un Diploma del Rey Don Sancho el Mayor a favor del Real Monasterio de Oña, contra el cual se proponen nada menos que doce indicios de falsedad; pero debo prevenir desde luego, que la versión castellana publicada por su impugnador es bastante libre, y que recayendo algunas dificultades sobre el sentido de las palabras y fuerza de las expresiones debiera haberse exhivido el texto original latino para satisfacer al lector imparcial. El primer indicio de falsedad se funda en no verificarse la data de la Era 1071, año de la Encarnación 1033, a 27 de Junio día Sábado, porque el 27 fue Miércoles en dicho año.
Las circunstancias en que me hallo no me permiten recurrir por ahora al original, ni a mis papeles, donde acaso con data más segura quedaría luego desvanecida la objeción: mas como quien la propone no ha visto sino la copia del Privilegio, que publicó el P. Yepes (4), ignoro si el defecto está en el autógrafo, o en el copiante. Sin embargo las repetidas observaciones que he hecho sobre los errores de datas en las copias, y en caso idéntico en las publicadas por el M. Yepes, me persuaden que este padeció equivocación. En efecto no conoció este autor, ni otros, el uso que los antiguos hicieron del secundo calendas notándolo en esta manera: II. Kalendas, en vez de pridie, y tomó las dos unidades por V numeral, pues no comprehendiendo su verdadera significacion, y valor, no podía acomodarlas de otra manera; y resultó el quinto kalendas en lugar del secundo, y la diferencia de tres días. Yepes pues copia la data del Diploma Oniense: Era MLXXI noto die Sabbato V. Kalendas Iulii; y en el original debe ser: //. Kalendas Iulii, esto es a dos de las calendas de Julio, que es el día treinta de Junio, que en el año 1033 fue ciertamente Sábado. Mas en fin, cuando en la Carta se hallase aquel ligero anacronismo tampoco sería suficiente para desacreditarla, pues mayores se ven en otras antiguas, y modernas, sin que pueda dudarse de su legitimidad.
El segundo indicio de falsedad se toma de la importunidad de dirigirse el Diploma a todos los Obispos y fieles del mundo, tratándose principalmente de la fundación o reforma de una Casa religiosa, lo cual solo pudo parecer objeto digno y suficiente al Compositor francés para ensalzar su nacion y Monasterio.
La fórmula de la direccion del Diploma (5) con las mismas palabras o equivalentes es común, y como decimos de caxon en muchísimas de nuestras antiguas cartas, aun tratándose asuntos de menos importancia, y así, lejos de ser un indicio funesto a su verdad, la comprueba en grande manera. Pero dado de barato, que el Compositor fuese francés, y que se señalase por su amor a la patria, y a la congregación de Cluni, parece natural el pensar que tratándose de establecer la observancia Cluniacense concurriese algún Monge de Cluni, y también que se le encargase, o se ofreciese a la confección del Diploma, pues aunque no se conceda a los Cluniacenses que fuesen más santos que los españoles, no será fácil negarles que entonces eran mejores latinos. Esto supuesto nada le sirven al Impugnador las repetidas sospechas que forma de ser el Diploma de composición galicana, y por el contrario se convierten a favor de los que sostienen la introducción de la disciplina Cluniacense en España.
El indicio tercero contra el Diploma son en la opinión contraria las expresiones de salud y felicidad en la presente vida y en la futura, las cuales tienen resabio de pluma extranjera, que no supo imitar los formularios de nuestros antiguos Reyes.
Podía dar por satisfecha esta dificultad con lo que acabo de decir; pero debo añadir todavía, que en otros diplomas auténticos se hallan las mismas o semejantes expresiones que en el original latino, y que en éste no se encuentra la de salud, ni en rigor el concepto de las castellanas para el caso en cuestión (6).
Tampoco puede argüirse por los formularios de los Reyes de Asturias sobre los de nuestros Reyes de Aragón, quienes imitaron muchas veces las fórmulas y estilos franceses, especialmente hasta mediado el siglo XI, como verá el que quiera cotejar sus diplomas con los de los Duques, y Condes de las Provincias francesas vecinas, o no muy distantes de la nuestra. (Nota: la Occitania, con la lengua occitana, langue d´Oc).
Se objeta por cuarto indicio contra la verdad del Diploma el estilo sobrado culto para aquel siglo, y diferente de las otras escrituras de la misma edad.
Reproduzco lo dicho sobre los dos indicios antecedentes, añadiendo, que nuestras escrituras acaso podrán graduarse de un mismo estilo miradas muy a bulto, pero si se las observa en particular se reconocerá, que el estilo tiene no solo en un mismo siglo, sino también en un mismo año y día, tantos grados como el termómetro, según la cultura, o incultura de los compositores.
Indicio quinto: la falsa, y aun inverosímil gloria que se apropia el Rey Don Sancho de haber arrojado a todos los sacrílegos herejes, que inficionaban con su pestífero aliento
a religiosidad de nuestra nacion.
Los sentimientos, que solo por el nombre de hereges en España se manifiestan impugnando el Diploma son ciertamente laudables de buen español, y de buen católico, que también debe sentir los haya en cualquiera pais, pero el Historiador no debe disimular el hecho, y de este se trata. Ya se reconoce de contrario, que por desgracia de nuestra nacion los hubo por entonces hacia las playas de Valencia o de Cataluña, aunque se quiere les convenga más bien el nombre de locos o fanáticos, y puede que las expresiones del Diploma les acomoden también baxo este concepto (7). Ya sea pues que se propagasen desde aquellas costas y llegasen a nuestro pirineo, o que viniesen de otra parte, lo cierto es, que en los dominios de Don Sancho el Mayor se insinuó esta terrible epidemia, como lo comprueba, entre otras , una apreciable memoria de aquel tiempo, en la cual se elogia a Pamplona por su zelo contra los hereges, dando a entender que no estaban muy lejos de allí, aunque sin especificar su casta; pero gracias al cielo desaparecieron pronto.

El sexto indicio es: que la fundación o reforma de San Juan de la Peña, según todos los documentos en que se funda la fábula francesa, sucedió por los años 1020, cuando el
Rey Don Sancho el Mayor no había humillado todavía su altivez y poder de los Agarenos, como se dice en el Diploma.
En este solo se lee: Que oprimida y sojuzgada la mayor parte de España por los Agarenos, el Rey Don Sancho había extendido más que medianamente los confines de sus Estados y Provincias (8); y en efecto los había dilatado por la parte del Ebro, aunque después volvieron a perderse algunas de sus conquistas, y también había arrojado a los Árabes de una parte de la Ribagorza; pero no se dice que hubiese humillado su altivez y poder; expresiones que no solo sobrepasan mucho, sino además se oponen al concepto de las originales.
E1 séptimo indicio se toma de decirse en el Privilegio, que el Orden Monástico es el más perfecto de todos los Órdenes de la Iglesia de Dios, lo cual no merecía la aprobación y firma de los Obispos, cuyo estado de perfección es mucho más alto.
Me parece que cualquiera que examine el Diploma (9) entenderá que habla del Orden Monástico con respecto a los demás regulares, de los cuales es más perfecto el que se dedica a la vida contemplativa, y no en comparación absoluta de todos los Estados de la jerarquía eclesiástica; y que cuando el concepto del Compositor hubiese sido tan excesivo, como se interpreta de contrario, es de creer que los Obispos que firmaron, o no hicieron atención a aquellas pocas palabras vertidas, por incidencia, o las entendieron en el sentido obvio y natural. Mas en ningún caso sería responsable la verdad del Diploma, respecto a los hechos que estaban a la vista de los que intervinieron en su confección, y expedición, y que forman el asunto a que se dirige.

Indicio octavo: la falsa suposición de que en Navarra, u otras Provincias de España no había Monasterios, ni casas de perfección religiosa, ni era conocido absolutamente el Orden Monástico.
Dos veces se insinúa en el Diploma la falta de la perfección monástica por estas palabras: Cuya perfección viendo que faltaba en el Reyno, que Dios me había dado, &c.: el Orden Monástico era entonces desconocido en toda nuestra patria, &c.
En el primer pasaje se contrae sin duda a los Estados de la dominación del Rey Don Sancho la falta del Orden Monástico perfecto, y tampoco lo dudará en el segundo quien sepa, que en el idioma constante de nuestros mayores las palabras: nuestra patria, equivalen a nuestro Reyno, Estados de nuestra dominación, o nuestra Provincia; y en efecto solo se habla de aquel pais donde el Rey, al paso que sentía vivamente que no se conociese el Orden Monástico, quería establecerlo, lo cual conviene solamente a sus Estados. En ellos no se conocía la verdadera observancia monástica, y los que entonces se llamaban Monasterios se componían de Clérigos dedicados a la vida activa, y residentes por la mayor parte en las Iglesias Parroquiales unidas a sus Casas en calidad de Curas o Priores, que independientemente disfrutaban sus rentas: se componían también de seglares, que se retiraban por gusto, o por provecho, sin estar obligados con orden, o profesión alguna. Esto eran entonces los Monasterios de Leire, y de San Zacarías, que se citan de contrario (aunque con equivocación de la situación, y denominación verdadera del segundo) y otros de los Estados del Rey D. Sancho el Mayor, Los muchos Monasterios, y autores de reglas monásticas de las demás Provincias de España, que florecieron en diversos siglos, y que recuerda el Impugnador para probar, que no era desconocida la disciplina monástica, ni aun la Benedictina en nuestra Península, de nada sirven para el caso, en que se trata solamente del Reyno de Don Sancho el Mayor, y en tiempo determinado.


Indicio nono: Es proprio, se dice, de un Escritor francés el desprecio con que se habla de España, como si en materia de religión y piedad viviese sumergida en las tinieblas.
Las palabras del Privilegio son: Para alumbrar las tinieblas de nuestra patria con la perfección del Orden Monástico, (10) y acabo de decir, que por nuestra patria solo se entienden los paises sometidos a la dominación del Rey Don Sancho, y que en ellos había tinieblas; ni esto puede dudarlo quien sepa los aciagos sucesos que acababan de acarrearlas, por los cuales los Monasterios habían decaído necesariamente de su primer instituto: pero en fin las tinieblas en expresión del Diploma, no son tan densas como en concepto del intérprete contrario.

Se propone por décimo indicio de falsedad el empeño con que se representan los Monges de Cluni como los más santos y perfectos de todo el orbe, lo cual manifiesta el espíritu galicano.
Si se meditan las palabras del Diploma se verá, que su espíritu es muy diferente del que se las presta de contrario : Por consejo de varones prudentes, dice el Rey D. Sancho,entendí que el Monasterio Cluniacense, que sobresalía entre los demás Benedictinos, podía proporcionarme mejor que ninguno la enseñanza la disciplina monástica para establecerla en mis Estados; la comparación pues y la preferencia del Monasterio Cluniacense solo se hace respecto a los demás Monasterios Benedictinos, que estaban proporcionados al intento, y de los cuales tenía noticia el Rey Don Sancho por medio de los varones religiosos que le informaron. No es posible que el Rey y sus Consejeros estuviesen informados, no digo de la observancia mayor o menor de todos los del orbe, pero ni aun de sus nombres; ni puede creerse que intentasen graduar el mérito
de los que de ninguna manera conocían, o que no eran concernientes a sus fines. Se podría además entrar en una larga discusión, así sobre las circunstancias de los que informaron, como sobre el modo de pensar del Rey Don Sancho, y sus relaciones en otros países, para ver de qué Monasterios se pudo tener la noticia necesaria para el objeto, y porquè el de Cluni era más adecuado; pero sería en vano, pues aunque las expresiones de la Real Carta tuviesen el sentido que las de su Impugnador, no perjudicarían a la verdad del objeto principal y hechos presentes que se narran; y de
ellas deberían responder solamente las personas que inspiraron al Rey Don Sancho aquel concepto, o el que lo vertió al componer la Carta.

Indicio undécimo: el suponerse fundado el Monasterio de Oña en el año de 1010, reformado en 1029, muerta en este intermedio la Abadesa Trigidia en concepto de santidad, y pervertida hasta la disolución una comunidad dirigida por una santa, y en los primeros años de su fervor.
Aun concedido cuanto se supone, para fundar este argumento, nada convence no pudiendo negarse que el mal a veces gana mucho en poco tiempo, y que esta pudo ser una de las que no deja dudar una deplorable experiencia.
¿Pero acaso es cierto que el Monasterio de Oña se fundase en el año de 1010, y no antes? ¿que la Trigidia fuese propiamente Abadesa? ¿que esta congregación fuese de Monjas, y no de Monges, y la disolución tan grande como se pondera? Cada uno de estos puntos exige una profunda investigación imposible de hacerse en mis actuales circunstancias y fuerza de mi propósito; pues para éste basta decir por ahora, que en las inmediaciones u oficinas del Monasterio Oniense había algunas mujeres más bien ofrecidas a prestar algunos servicios a la Casa por particular devoción, que dedicadas al Señor por profesión religiosa, como se veía entonces en otras Casas semejantes, y que el Diploma habla del poco recogimiento y amortiguado fervor de las mismas en general, o por la mayor parte; por lo cual pareció preciso, como se hizo en otros Monasterios, apartarlas del de Oña. Con esto es componible la existencia de un Monasterio simple, o dúplice, cuyos Individuos no estuviesen tan relaxados como sus sirvientes o adherentes.
Indicio duodécimo: inverosimilitud en las fechas y firmas del Diploma, ya porque hecha la reforma en 1029, y dirigiéndose al Papa, y a todo el Orbe se retardase el aviso cuatro contra la práctica ordinaria y común de nuestra nacion, ya en fin, porque es muy notable que entre tantos Obispos que firmaron este Diploma ruidoso no firmen los de Navarra, Reyno primitivo y principal de dicho Soberano.

La primera razón de inverosimilitud que se alega queda satisfecha, con la respuesta al indicio segundo, donde dije cuán común era entonces aquella fórmula de direccion, de la cual en los siglos siguientes, hasta el nuestro, se hallan todavía algunos vestigios aun en las escrituras particulares; y por lo tocante al atraso de la expedición del Diploma pueden exhivirse muchos de mayor importancia, expedidos tantos o muchos más años después de las fundaciones o asuntos que los motivaron.
La segunda razón tiene también contra si muchísimos ejemplares, especialmente antes de mediado el siglo XI, y en diplomas del mismo Don Sancho el Mayor; y todavía podría dudarse si la inversión de las subscripciones en la copia del Oniense ha provenido de descuido y confusión de las columnas, en que se hallan distribuidas en el original, como ha sucedido tantas veces.

Por lo que respecta a la tercera razón es muy notable se llame ruidoso un Diploma, porque lo firman varios Obispos, siendo estilo corriente de nuestros antiguos Monarcas y otros Señores, hacer subscribir sus cartas por todos los sujetos de algún carácter que se hallaban en la Corte al tiempo de la expedición; y que se echen de menos las firmas de los Obispos de Navarra (prescindo de la impropiedad de esta denominación) como si hubieran tenido precisa obligación de asistir y firmar, o como si aún en tal caso no hubieran podido tener motivo para dejar de hacerlo, o no se hubiera encontrado vacante ninguna Sede.
Concluye el Impugnador del establecimiento de la reforma Cluniacense en España refutando una vida de San Iñigo, que se supone pertenecer al Real Monasterio de S. Juan de la Peña, y hallada en Roma entre los papeles del Cardenal de Santa Severina, y una
inscripción del siglo XV que se lee en el Real Monasterio de Oña; pero como al mismo tiempo reconoce que ni una ni otra es muy antigua, solo queda el cargo de defenderlas a los que en ellas funden su parecer a favor de la introducción de dicha reforma.
Entre tanto no puedo omitir, respecto a la primera, el reparo de que habiendo conservado en su larga peregrinación la nota de Pinatense no haya quedado en esta Casa vestigio alguno de sus actas, que ya se confiesa de contrario haber perecido, ni si quiera de su anterior existencia, y por tanto el Monasterio Pinatense no debe prohijarla, sino substituir a su apellido el de Romana o Severinense.
Queda en fin convencido el ningún fundamento de las objeciones con que se ha intentado desacreditar los documentos expresados, y los hechos que contienen, y que se comprueban además con otros testimonios fidedignos, que no es de mi propósito recordar por ahora. He demostrado con las pocas pruebas que indirectamente resultan de mi contextacion las freqüentes y casi inevitables equivocaciones que se han padecido en las copias, trabajadas en tiempo tan escaso de conocimientos diplomáticos, como abundante de tropiezos para no acertar en la investigación e inteligencia de la antigüedad: se deja conocer, que es muy arrojada la empresa de juzgar de la legitimidad de las cartas originales por semejantes copias, y con solas las nociones adquiridas en los archivos de otras Provincias; y es consiguiente, que estos juicios no satisfagan a los lectores imparciales y sensatos, ni puedan hacer decaer su fé a los respetables testimonios de la antigüedad. Ellos son la prueba de mayor autoridad y peso que puede producirse en los tribunales de justicia, y entre los sabios y hombres de bien. Induputabile testimonium vox antiqua cartarum: en ellos interesan comunmente los particulares, las Comunidades, las Provincias, el Estado, y la Regalía; y por tanto las leyes civiles y canónicas los han protegido siempre con toda su fuerza y autoridad, y han considerado como un atentado contra el derecho común, contra el Estado, y el Príncipe, el atacarlos sin aquel fundamento y convicción que exige la razón bien meditada, es decir, sin argumentos invencibles.
Pero no admira tanto, que no obstante se hayan hecho algunas censuras tan infundadas y amargas contra nuestras cartas por unos rivales implacables, cuanto que muchos de nuestros aragoneses ciegos y olvidados enteramente de la justicia e intereses de la patria, hayan celebrado con aplauso los sangrientos despojos de nuestro crédito, de nuestras glorias, y de nuestro común y particular interés. Tales han sido en efecto los que sino se hallaban satisfechos por las copias publicadas debían haber trabajado por su parte en apurar la verdad en sus originales, y por el contrario han convenido en esparcir también sobre nuestros archivos las negras manchas del descrédito e impostura: tales los que seducidos por la aparente congruidad de unos sistimas convinados a gusto han abandonado del todo a nuestros Historiadores nacionales, como si no hubieran dicho una sola verdad en todas sus obras. Es preciso, sí, reconocer que en ellas no se encuentra propuesta nuestra historia con aquella convicción necesaria que satisface y tranquiliza al lector sabio e imparcial, y que se observan varias equivocaciones, contradicciones y defectos; pero al mismo tiempo es muy cierto que contienen la verdad, aunque desfigurada en su aspecto, y como dividida y descompuesta en sus verdaderos miembros, por la agregación e interpolación de otros heterogéneos; y también son bien conocidas las causas imperiosas que han influido en este desorden, y que disculpan sobremanera a nuestros Escritores. Pero ni la verdad, ni la disculpa, favorecen a los sistemas que nuevamente se han subrogado, y por los cuales se nos retarda el establecimiento de nuestra Monarquía hasta fines del siglo IX, se nos propone a Iñigo Arista por primer Rey feudatario de los de Asturias, se nos disminuye la gloria de muchos Soberanos, reduciéndolos a solos cinco desde el mismo Arista hasta D. Sancho el Mayor, se defrauda la pertenencia de sus peculiares trofeos, y respectivos derechos a las Provincias de Aragón y Pamplona, o Navarra, confundiendo los principios de la soberanía en cada una; y finalmente se vierten otras muchas opiniones destituidas asímismo de todo fundamento, y en menoscabo de nuestras verdaderas glorias.
Mas volviendo a mi propósito, para dar por último una prueba cabal del furor censorio con que se ha tratado hasta la sombra de nuestras antigüedades, y de la desconfianza que deben inspirarnos, a pesar de su erudición, los que nos hablan por relaciones ajenas, basta recorrer brevemente lo acaecido con unas inscripciones, que como pertenecientes al Real Panteón de San Juan de la Peña publicó el M.R.P.M. Yepes en el tom. III, Cent. III, f. 14 y 15 de la Crónica general de la Orden de S. Benito. Yepes, pues, que por muchas leguas no se acercó al Monasterio Pinatense, pidió una razón de su fundación, y demás objetos conducentes a su Crónica. El Abad, a quien se dirigió, y que se hallaba ausente, pasó este encargo a uno de sus Individuos, y éste para desempeñarlo luego, y sin molestia, recurrió a un MS. trabajado pocos años antes por otro llamado Barangua, y con él satisfizo la comisión.
Este MS. es una miscelánea tan singular, y con tan enormes anacronismos, que apura
la paciencia del lector. Entre muchas cosas trata de la fundación de San Juan de la Peña, propone un catálogo de sus Abades, copia dos inscripciones verdaderas de su antiguo atrio, que son la décimasexta y décimaséptima publicadas por Yepes; de las cuales la primera pertenece a Doña Ximena muger de Rodrigo el Cid, mas pereció la lápida donde se leía, aunque se conserva una copia auténtica, y la segunda que todavía existe es del Senior Fortunio Enneconis, ò Iñiguez. Ambas inscripciones han merecido la aprobación en la censura de que voy a hablar, y esto no obstante, que la segunda se ha publicado con un enorme anacronismo, como puede verse cotejándola con la original. Pero el principal objeto en el citado MS. parece fue formar un compendio o memoria histórica de los Reyes, y otras personas Reales, que el autor creyó ser de Aragón, y estar enterrados en el Panteón de dicho Monasterio, y lo hizo componiendo un elogio más o menos breve de cada uno. A estos elogios, que por la mayor parte terminan en castellano, se dio principio con un epígrafe o texto latino a manera de inscripción sepulcral con fecha mortuoria en números arábigos, y estos textos se copiaron y enviaron al P. M. Yepes. ¿Con qué satisfacción y vanidad no habría muerto su autor si hubiera previsto que en fin sus textos se publicarían un día en letras de molde, se colocarían después en una colección de lápidas y medallas del tiempo de los Árabes, y ocuparían la férula de un ilustre Censor, aunque para volverlos más negros que la tinta con que los escribió?

En efecto, tal es el origen, y tal el fin de las quince primeras inscripciones publicadas por Yepes, y censuradas y ridiculizadas en nuestros días de un modo que ofende gravemente a uno de los Monasterios más insignes y venerables de España. ¡Qué tiempo tan bien empleado en publicar las inscripciones de los espacios imaginarios, y en azotar el ayre con la férulacensoria! Tal vez se me dirá, que de todo esto son responsables los que enviaron a Yepes aquella relación. Prescindo de que la conducta, o errores de uno o dos Individuos, jamás debe convertirse en oprobio de un cuerpo, y menos en asunto de literatura; y también de que no sirve de disculpa a un crítico la deferencia que no debió conceder a otras personas, ya sospechosas en su concepto, ya según el que generalmente se forma de su edad poco seguras, y versadas en la materia; y prescindo en fin de que esta exigía examinarse al ojo, o por lo menos comprobarse nuevamente por testimonio de persona instruida. Mas por ventura ¿fue sorprendido Yepes en su buena fé, o se iludió a si mismo? No es posible en esta parte disimular su poca atención a las palabras que copia de la carta o razón con que el Dr. D. Diego Juárez acompañó aquellas memorias: Los epitafios o memorias, dice este, de personas eminentes y principales que están enterradas en esta cueva, sin meterme en averiguar los años en que murieron por las disputas que hay entre los autores Zurita, Garibay, y Blancas y otros, y yo no ser buen Juez, pondrelos puntualmente, como entiendo que es la verdad, de la manera que aquí los tenemos y leemos, dexando para quien más supiere que los ajuste. Síguense a estas palabras quince textos del MS. a manera de inscripciones, y las dos verdaderas que ya he notado, y dice luego Yepes: Concluye la memoria de los epitafios puestos en las sepulturas de esta manera: Praedicti Reges dederunt Monasterio praedicto multa loca, montes et redditus quibus in hunc diem sustentantur. A primera vista se descubre en las palabras de Juárez una incertidumbre y ambigüedad sobre la existencia y verdad de aquellas memorias, capaz de suspender el juicio más precipitado, y si luego se reflexiona con alguna detención sobre el sentido y concepto que envuelven se encuentra que no se habla de verdaderas inscripciones, sino de un catálogo o lista de las personas principales que se creían enterradas en la Real Casa de San Juan de la Peña, y que por tal se envió a Yepes. La denominación de epitafios es lo único por donde podría persuadirse que lo eran, pero luego se descifra por las palabras inmediatas, que por la conjunción disyuntiva ò, y por el propio significado de memorias, manifiestan ser unas apuntaciones o razón de las personas enterradas. Lo mismo declaran las palabras siguientes sobre las encontradas opiniones de los autores, respecto al año de la muerte de dichas personas, pues ni esto es componible con las datas de inscripciones verdaderas, que serían superiores a la opinión de aquellos Historiadores, ni estos disputaron de inscripciones, sino de la existencia de algunas personas Reales, y lugar de su entierro. Por último declara el Dr. Juárez abiertamente su concepto, diciendo, que así entendía ser, que así se tenían y leían, y que dexaba el ajustarlos y corregirlos a quien lo entendiese mejor, lo cual solo puede convenir a unas memorias escritas, y a su parecer ciertas, sobre las personas enterradas, y de ninguna manera a inscripciones que él hubiera visto en sus lápidas, o copiadas de manera que hiciese fé.
En efecto, no solo no las vio así el Dr. D. Diego Juárez, pero ni pudo inspeccionar los diez y ocho Sepulcros Reales de los veinte y siete que se hallan en el Panteón de S. Juan de la Peña. Desde el siglo XII tienen estas veinte y siete urnas de piedra la misma disposición que hoy: están distribuidas en tres órdenes: sobre las nueve del primer orden descansan nueve del segundo; y sobre estas las nueve restantes, sin dexar medio o hueco alguno por donde inspeccionar las cubiertas de las diez y ocho primeras: a todas sirve de cimiento, respaldo y dosel la grande peña que ha dado nombre al Monasterio, y que antes de haberse dilatado por aquella parte (cuando de orden y a expensas del católico y piadoso Monarca Don Carlos III, augusto Padre del que felizmente reyna, se reedificó el Panteón) de tal manera ceñía y encerraba los Sepulcros Reales, aun por su frente y costados, que quasi venía a parecer una grande urna de los mismos. Es natural pensar que los diez y ocho primeros tendrán respectivamente sus inscripciones, mas de ellas no ha quedado alguna noticia del siglo XII, en que se completó la linea superior que los cubre, ni de los siglos inmediatos. Pero estuvo tan lejos de andar en estas averiguaciones D. Diego Juárez, o por mejor decir el autor del MS., que ni si quiera copió las inscripciones que tenía a la vista en las urnas del orden superior, y basta para convencerlo el testimonio nada sospechoso para el caso del M.R.P. Fr. Josef Moret, ilustre Cronista del Reyno de Navarra, y autor de las Investigaciones de sus antigüedades. En esta obra dice, que inspeccionó por si mismo los Sepulcros Reales del Panteón Pinatense, y que de los del orden superior copió las inscripciones que publica, que si bien me acuerdo son de D. Ramiro I, Don Sancho Ramírez, Don Pedro I, y su hija la Infanta Doña Isabel; y cotejadas éstas con las memorias correspondientes en la Crónica de Yepes se verá que no son las mismas, ni en ellas hay números arábigos, datas de años, u otros defectos que se notaron en estotras. Es pues, de admirar que quien ha leído a Moret haya preferido a la autoridad de este testigo de vista la de Yepes, que habla baxo palabra de otro, y con tan grave equivocación en el concepto, como he manifestado.

En fin, señor Adicto, si de una parte he renovado con grande sentimiento la memoria de los insultos que impunemente se han hecho a nuestro Reyno, y a nuestros monumentos más respetables, por otra veo con indecible satisfacción que no está ya muy lejos el momento en que una noble emulación excitará la larga indolencia de los talentos, para ofrecer a nuestra patria un obsequio de la mayor necesidad e importancia, poniendo a cubierto de los golpes de la ignorancia y envidia los preciosos depósitos de sus grandes y antiguas glorias.
Entre tanto B.L.M. De V.
As. Cs. y Ts.
Zaragoza y Diciembre 3 de 1800.



Notas.

(1) Anales de Aragón, tom. I

(2) Historia de San Juan de la Peña y del Reyno de Aragon, lib. II, c. 45.

(3) Praesidente glorioso Principe Ranimiro una cum veneralibus Episcopis Sanctio, et Garsia, et Gomesano, et Abbatibus S. Ioannis .... ita Sanctius Episcopus Aragonensis exorsus ets loqui: Pro disciplina...tractaremus ea, quae ad ordinationis tenorem pertinent iuxta Nicenorum Canonum instituta .... ac mansura solidemus, sicut EST PRAEDESTINATUM ET CONSTITUTUM AB INCLITO REGE SANCTIO totius Hisperiae domino in praesentia Episcoporum Subscriptorum, Mantii Episcopi Aragonensis, et Sanctii Pampilonensis, et Garsiae Naiarensis, et Arnulphi Ripacurtiensis, et Iuliani Casteliensis, et Pontii Ovetensis, et aliorum plurimorum Episcoporum, nomina quorum longum est dicere.

(4) Crónica general de la Órden de San Benito, tom. V, Apend. , Escrit. XLV.

(5) Sanctius gratia Dei Hispaniarum Rex .... Domino Papae S. Romanae Sedis, et Apostolicae Ecclesiae, et totius Orbis Archiepiscopis, et omnibus ecclesiastici ordinis, coeterisqie populis christianis, &c.

(6) Prospera vitae praesentis, et gaudia super mae felicitatis.

(7) Omniumque sacrilegorum haereticorum, quomdam religiosi tamen patricae pestifere opprimentium versutiis canonicali disciplina resecatis, &c.

(8) Magna ex parte oppresa Hispania, et expugnata a spurcissima gente Agarenorum, decentissime fines nostrarum provinciarum ampliavi.

(9 y 10) Incidit mae menti summa christianae perfectionis, quam Dominus iuveni salvationem animae suae quaerenti: demonstrans ait: Si vis perfectus esse, &c .... Quam perfectionem dum imperio mihi a Deo comisso deesse comperi vehementer dolui, nam ordo monasticus omnium ecclesiasticorum ordinum perfectissimus tum temporis omni nostrae patriae erat ignotus .... et perfectione monastici ordinis tenebras nostrae patriae illuminare, tandem inspirante Deo a prudentibus, ac religiosis viris salubre reperi consilium, quibus referentibus didici, quia perfectionem huius sanctae, quam requirebam prefessionis, nemo perfectius ostendere poterat, quam congregatio Monasterii Cluniacensis, quae in eodem tempore clarius coetiris Monasteriis S. Benedicti perfecta florebat regulari religione, auxiliante Deo, et venerando Abbate Odilone administrante, &c.

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO


Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a
la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de
Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar)
la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de
todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte
de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de
Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey
reconocerla, y
aprestarla
de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército
que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij
galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos
bergantines (
vergantines)
y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para
todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que
llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás
del bagaje (
vagage),
bastimentos y
xarcias
de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás
barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían
número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la
historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que
se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de
la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de
los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença
vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los
contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil
infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de
la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona,
hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado
en el arte de navegar. Los principales señores y barones que
siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según
cuenta Desclot (
Asclot)
antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de
Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de
Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como
adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent,
y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del
Lampurdan,
gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue
el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de
armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de
Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos
caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que
también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la
presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena
gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en
orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy
devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de
Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el
Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército,
recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo
de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla
junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les
ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron
muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a
todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y
como la ropa y
bagaje
estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho
que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con
buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la
mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera.
La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de
todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne,
iba por capitán, llevándola a
vanguarda.
Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará
después) que también venía muy en orden, iba postrera en
retaguarda,
tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad
acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el
tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue
tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la
mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por
aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de
Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos
venían, para embarcarlos en ciertos
barcones
ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las
naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban
derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando
a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos,
y comenzaron todos a navegar juntos.




Capítulo II.
De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen
sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de
Mallorca
.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con
mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la
Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron,
súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de
ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego
Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse
del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con
otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a
esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se
desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no
quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran
trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban
unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con
los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos.
Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar,
que
rosciado
por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como
siempre suele) tan grandes vómitos (
gomitos)
y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la
representada muerte era lo que más les confundía. Por donde
comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal
agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una
empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé
Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan
súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde
quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los
soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que
cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y
levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas
con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían
tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en
efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios
omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y
por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les
atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el
temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con
todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo
descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado
espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan
de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera
religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del
mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que
para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el
cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande
temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal
afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de
haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos
todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho
mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y
así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste,
e infelice
aguero
para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y
empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues
habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de
cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su
navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando
pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de
la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y
se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno
cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la
tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y
constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a
desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a
tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y
tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo
se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen
en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy
en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al
caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de
manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun
pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la
armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso
atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera
en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel
del
armada
. Tanto que sobre este paso dice
la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra
Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la
ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la
Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un
edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora
que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el
Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto
toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque
muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença,
Sollar,
y
Almarauich
(como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los
marineros prácticos (
platicos).
Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que
no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se
entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol
salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de
ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y
postura.





Capítulo
III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el
Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma
cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los
senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse
de manera que parece quedar en forma de una y
unque.
Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda
ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el
puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una
pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones,
sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de
Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al
Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el
Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que
esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por
los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del
Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo
es, volviendo de oriente a medio día
porfino
o
porsino,
el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas
pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran
infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera,
casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que
se mete hacia lo
meditarraneo
dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que
dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la
Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa
(montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura
alguna nacen, y
fructifican
entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene
abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en
mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y
grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que
naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza
de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes
del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para
todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está
torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como
las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas
al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle:
súbitamente se levantó el viento
Prohençal
con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla:
alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario
pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente,
y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en
frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él
a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey
puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar
la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer
día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a
salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo
infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las
mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de
Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más
reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la
vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los
puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al
seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa
Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario,
no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con
esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había
acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para
impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y
domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el
puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que
está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así
entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta
pasada.










Capítulo IV.
De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado
por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y
de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el
puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y
de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más
del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un
Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la
mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a
grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado
fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la
lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes,
había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para
impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los
ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes
estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus
manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer
en el arte
mágica
de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan
XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso
que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en
tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza

de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que
lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan
buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su
servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de
espía y (traductor o intérprete
faraute
en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se
allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes
comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje
en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por
los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con
grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros
alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la
diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves
hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y
piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron
retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de
todos que tomó tierra, fue
Bernaldo Ruy
de mago
Alférez valentísimo, porque
en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le
siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que
acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las
máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó
delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo
en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos,
volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más
seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y
despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha
alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por
haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa
escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que
después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue
Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra,
acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras
de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño,
don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles,
Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el
puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro
encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se
los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el
desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la
torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos.
Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto,
ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y
diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para
ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros
huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan
grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el
Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo
pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto
hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de
santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable
escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de
oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos,
por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió
mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las
primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el
Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los
Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.



Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don
Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus
proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al
día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se
rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su
ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo
XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído
misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los
siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por
ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada,
siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como
no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta
CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para
ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no
viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron
a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se
retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al
caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan
aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de
nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a
furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se
escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros
Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles
para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro
Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance
aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual
como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los
demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros
caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por
el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a
pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual
mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo
semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el
mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de
Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y
con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego
el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera
con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba
sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro.
Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de
tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la
llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy
contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos
salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey,
entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y
aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de
los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en
mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro,
cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas
de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había
igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se
regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas
dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco
los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas
de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los
Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos
son mansos, mas cada uno por si muy bravo.





Capítulo VI.
Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la
ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue
proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan
prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los
demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de
la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el
real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre
la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había
salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los
nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en
campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado
Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía
por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta
demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el
ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un
mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey,
que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan
puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el
campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a
desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se
entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la
armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la
tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente
de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos
y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus
campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones
en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban
surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC
caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo,
como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros,
que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie,
bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la
gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón
caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que
entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los
otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se
pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer
encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la
conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en
su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la
Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar
en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con
esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más
adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha
gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho
esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar
luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al
Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.






Capítulo
VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de
los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue
muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana
acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual
hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron
fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y
sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en
consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto
parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa,
donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería:
o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión
del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron
de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir
a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con
los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para
honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del
ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde
andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de
guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el
camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no
pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en
esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en
su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió)
y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre
quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros.
Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio
ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros
esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin
orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los
enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a
perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero
Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al
delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando
menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana
de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron
esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del
ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a
tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre
una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado,
y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con
poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales
salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con
grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó
una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de
Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército
arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su
gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien
fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este
medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos
en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del
Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros
sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces
hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen
tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a
hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban
otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y
volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás
que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los
nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas
partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue
avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto,
de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con
entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto
muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear,
también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus
secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que
estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas.
Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado
derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don
Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron
los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que
eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos
sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada
hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a
dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que
más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don
Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos
cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido
bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy
cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y
Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con
ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos,
viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de
Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque
también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y
heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos
cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su
Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose
por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey,
en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro
ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido.
Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de
los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los
Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los
muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus
parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común
concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al
Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque
aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en
las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.





Capítulo
VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con
don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del
otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que
fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de
ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a
don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba
desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a
ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con
los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los
Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que
escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y
juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo
apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta
escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas
partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se
recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar
cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de
estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do
había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo,
encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se
había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el
rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le
conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo
(
lienço),
diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese
de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo
(tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso,
sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al
caballo, y fuese a todo correr a
meter
en
la batalla y nunca más pareció.
Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta
del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía,
subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo
el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo
bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo
alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los
Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte
echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más
alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y
colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del
Vizconde
, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de
los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin
duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran
mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin
respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer,
diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y
los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto
Barberán
capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos
ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la
infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase
escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de
llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así
con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas
persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan
gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los
siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales
viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer
rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus
tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien
hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos
que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo
arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas,
cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los
caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día,
dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y
cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros.
Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo:
porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida
de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar
la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de
alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se
rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos,
y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie
hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que
faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser
curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y
don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad,
y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a
la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el
Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo
disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los
capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por
las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el
Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo
el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos
escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que
la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes
que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las
tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado
los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada.
Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le
puso (
púsosele)
delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy
valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a
detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que
sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde
había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos
para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo.
Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se
detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño
duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando
en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante
para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara
como los Moros habían roto (
rompido)
los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don
Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran
sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la
pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en
este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de
guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes
había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había
sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado
dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de
los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso
morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás.
Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario
divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde
se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y
ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para
todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los
Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y
hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor
tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los
soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos
sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que
reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se
recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y
aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó
con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue
al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual
le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto.
De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le
esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la
cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días
pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa,
como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó
el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz
que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el
mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy
suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la
villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver
los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron
los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el
campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a
don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la
tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón,
con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas
hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos
entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de
brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que
de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían,
se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes
y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse
della. Porque
además
(
de mas)
que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos,
miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas
palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera
que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que
él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por
haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de
todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que
otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en
muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener
mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y
de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto
los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los
buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta
perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente
pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y
pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas,
llevarlos por todo él con la pompa y
cerimonia
real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por
cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por
aquel enderecho y ladera. muchas telas y
alhombras
de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no
pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el
real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a
sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y
lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla,
para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes
arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de
Sacerdotes
reuestidos,
y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían
luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias
por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los
muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los
demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no
siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de
xerga
como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos
(
deximos),
donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados
los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a
Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos
tenían dedicadas sepulturas.





Capítulo XI.
Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de
paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran
crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos
Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió
en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la
ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca
le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás
que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los
Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no
determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró
con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran
bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que
tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy
cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy
prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar
el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la
mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde
no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo
monesterio
y convento de
frayles
Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el
campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (
proueydo)
de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (
nascia
vn)
grande arroyo que pasaba por medio
del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días,
a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad:
la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la
artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y
asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la
muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los
asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen
descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de
la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los
nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra
los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron
uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se
viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de
ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro
campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey
parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los
asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia
donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los
cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a
que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por
todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que
juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el
cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la
barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo
ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el
terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad
recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de
pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y
por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se
vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos
avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.






Capítulo
XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y
fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se
echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al
Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en
la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos
de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los
rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil
infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían
estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen,
garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y
campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua
más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por
medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la
ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través
contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro,
y quitar el agua al
exercito,
mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla
por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército.
De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita
sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo
alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva,
mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a
descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente
don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a
caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba
Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo
sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera
que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al
capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no
podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla
consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de
poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la
fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua.
Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de
los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna
pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general
contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y
gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don
Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la
nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el
campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el
Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto
fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la
ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza
muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese
pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó
hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen
desparar
trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el
aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y
desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no
faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán
Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de
remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto
sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa.
Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio
era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a
su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su
acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano,
antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno
serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda
la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban
prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced,
confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían
jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad
de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos
tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido
en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los
proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de
vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la
Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus
tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre
ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde
el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus
graneros y
troxes,
y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester
fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar
la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y
ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro
de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien,
prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya
ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla,
excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron
doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.



Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la
Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de
ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y
poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en
ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a
don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo,
a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las
cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de
vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al
cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del
campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había
servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a
causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la
Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir
con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo
necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más
arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa
fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar
meditarraneo,
que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de
diámetro más de cien mil pasos, y de
circuytu
CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y
castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es
muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal,
azeyte,
vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de
bolateria,
de
cysnes,
y otras aves
aquatiles,
sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no
solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las
tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares
fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay
tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos:
de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus
menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de
sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que
los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha
copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y
odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y
por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante
diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda
Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV
villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres
ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy
deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres
antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros,
impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de
la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de
santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la
presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de
los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines,
cosas bien dignas de notar.





Fin del libro sexto.