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domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XIX.


CAPÍTULO XIX.

De la venida de los Cimbrios a España, y del uso de las cimeras que de ellos ha quedado.

Dejaré los sucesos de España y cosas de ella, acontecidas después de la presa de Arbeca, que aunque fueron muchos, pero como no tocan a cosas de los pueblos ilergetes, Livio, y Ambrosio de Morales y el padre Juan de Mariana, de la Compañía de Jesús, los cuentan largamente; y diré la venida de los cimbrios a España, que fue el año 103 antes del nacimiento del Señor. Eran estas gentes de lo postrero y más alto de Alemania; y Sedeño, en la vida de Mario, dice que eran de Zelanda. Solían aquellas gentes septentrionales muy a menudo salir de su tierra juntos en grandes ejércitos, para ganar por fuerza de armas lugares donde parasen. En esta ocasión salieron por fuerza, porque el mar saliendo de madre, les cubrió sus campos, y se los anegó todos, como acontece muchas veces en algunas partes de Flandes, (Niederlanden, Holanda, tierras bajas) y lo hiciera mucho más, si con aquellos reparos que ellos llaman diques no lo previnieran y estorbaran; y en tiempo de nuestros abuelos, se extendió el mar por los campos de Holanda y Zelanda, y dejó anegado gran término de tierra, y en él muchos lugares y villas, y tres grandes ciudades, que hoy están debajo de aquellas aguas. Así les aconteció a estos cimbrios: discurrieron hasta Italia y Francia, de donde les echaron Cayo Mario, que fue el que les persiguió más que ninguno, y Quinto Luctacio Catulo, que eran cónsules de Roma, y mataron más de ciento y veinte mil de ellos, y cautivaron más de sesenta mil; porque era tan grande el número de esta gente, que dice Plutarco ser treinta miriadas de hombres que llevaban armas, que contados diez mil hombres por cada miriada, serían trescientos mil hombres, sin las mujeres y niños: eran gente feroz, bárbara y muy arriscada, y dieron tanto que pensar a los romanos, que temieron que no acabasen aquella su república y nombre; y dice Plutarco, que las otras veces que los romanos pelearon con otros bárbaros, fue para gozar de la gloria y honra del triunfo, pero con estos solo pelearon para echarlos de si, librarse de tal gente y conservar a Italia. Tenían lenguaje particular, cuyo idioma duró en España hasta el año de Cristo Señor nuestro 514: así lo dice Flavio Dextro, hijo de San Paciano, obispo de Barcelona: praeter linguas latinam, cymbricam, goticam in Hispania erat lingua cantabrica, et politior latina, hispana, quae copia verborum, elegantia et tumore, à cantabrica differebat. De esta gente quedó el uso de los timbres, que por otro nombre llamamos cimeras, vocablo derivativo de ellos, como de sus inventores. Usábanlas, como dice Plutarco, para mostrar ferocidad y braveza, con gran estatura de cuerpo, trayendo sobre sus celadas diversas figuras y formas de animales fieros, en aquella figura que podían mostrar mayor ferocidad; y esta invención ha sido tan acepta, que se ha conservado hasta nuestros días, que apenas hay caballero que sobre sus armas no traiga su timbre o cimera; aunque en esto hay hoy tantas usanzas, que apenas se guardan las reglas de armería, porque cada uno lo hace como mejor le parece. Pero pues ha venido esta materia en este lugar, diré lo que en orden a esto hay, y es que por cimera se debe poner el animal, ave, pez u otra cosa viviente, que trajere el caballero dentro de su escudo, en la forma más fiera y principal que, conforme a su naturaleza, pudiera estar, y del mismo color que estuviere dentro del escudo; y si no hay animal, ave o pez, puede servir de cimera el cuerpo más principal de él, como un castillo, una torre, etc. Bien es verdad que hay algunos caballeros que no observan esto, como los Girones, que tienen por cimera un caballo, sin traerlo en el escudo, y el escudo de las armas de Cataluña, que lleva por timbre un murciélago, (lo rat penat del rey de Aragó) sin haberlo en el escudo. Pero no es lícito hacer todos lo que hacen, los Girones e hicieron los dueños del escudo de las armas de Cataluña, salvo si fuesen los tales iguales a ellos. Hoy usan poco los soldados de estas cimeras encima de las celadas, como antiguamente, porque son cosa pesada y dan embarazo al soldado, y en lugar de ellas traen plumas, que á mas de ser muy vistosas, no son tan pesadas como eran estas cimeras, que solo sirven de adornar los escudos y armas y los reposteros de los señores, y las plumas las cabezas o celadas que ellos traen. Cuando estas cimeras se ponen en los escudos, han de salir de ellas los follajes que caen por el lado del escudo y entorno, y llegan abajo de él, y han de ser del mismo color que las armas; y dice Don Antonio Agustín, arzobispo de Tarragona, en unos diálogos manuscritos que tratan de esta materia, que estos follajes eran hojas de la yerba acanto, que son muy grandes y nacen en los pantanos y suelen también servir de adorno en los capiteles de las columnas corintias, y en latín a estos follajes llamamos stemmata y blasones en romance, de donde quedó que de uno que se alaba y jacta mucho de sus pasados y de los hechos de él, le decimos que blasona mucho.
Bien es verdad que hay algunos que quieren que cimera sea derivativo de chymera o quimera, y también puede ser; pero lo más cierto es que se tomó de los cimbrios, que no de la chymera, animal inventado de los poetas, que puesto sobre las celadas, podía también servir de cimera, por ser de feroz y extraña invención, y tener cabeza y pecho de león, vientre de cabra y cola de dragón.
Estos cimbrios no solo infestaron la Italia y Francia, mas también llegaron a nuestra España, que parece que siempre fue el fin y paradero de las peregrinaciones de los bárbaros, que no cabiendo o siendo echados de sus tierras, han buscado mansion y morada en ella. De esta vez entraron por la parte de Francia y Alvernia (dialecto occitano Auvernhat), y de aquí vinieron a España, cubriendo gran parte del reino de Aragón (que no existía aún, como otros nombres que usa el autor en este libro) y toda la región de los ilergetes; y el poder de estas tierras no era tal que pudiese resistir a tanta gente, y para valerse contra ellos, llamaron en su favor a los celtíberos, y unidas las fuerzas de los unos y de los otros, resistieron tan valerosamente, que los desbarataron, vencieron y pusieron en huida, y libraron a España de esta plaga y calamidad, y ellos se volvieron otra vez a Italia, donde les aconteció lo que cuenta Plutarco; y después del año 102 o cerca, antes de la venida del Hijo de Dios al mundo, después de haber infestado a Francia e Italia, volvieron también otra vez a España y quisieron entrar por los pueblos ilergetes, y fueron resistidos de los mismos ilergetes y celtíberos, y otras gentes que se habían juntado contra ellos. Y creo que Tito Livio debía contar muchas cosas de estas gentes según se echa de ver del epítome de Lucio Floro; pero como faltan estas décadas, Plutarco suple por ellas en muchas cosas.

sábado, 27 de julio de 2019

LA FUERZA DE LAS ARMAS


147. LA FUERZA DE LAS ARMAS (SIGLO XIV. SÁSTAGO)

LA FUERZA DE LAS ARMAS (SIGLO XIV. SÁSTAGO)


El señor de Sástago, Blasco de Alagón, y Gastón de Ayerbe, abad del vecino monasterio cisterciense de Rueda, situado junto a Escatrón, aunque a la otra orilla del Ebro, habían heredado y venían sosteniendo un largo pleito por cuestiones territoriales relacionadas con sus colindantes haciendas. Arbitrajes diversos no habían logrado acercar a las partes y el conflicto se recrudecía de cuando en cuando.

Corría el año 1393, en pleno Cisma de Occidente, cuando el fraile fue invitado un día a acudir al castillo de Sástago para tratar de solventar las diferencias que les separaban. Aunque receloso, don Gastón avió sus mulas, llevando en una arqueta de madera los pergaminos que, según él, acreditaban la razón de sus pretensiones.

El viaje se desarrolló sin incidencias, aunque siempre observado a prudente distancia por hombres armados del conde. Una vez en el castillo, todo parecía desarrollarse en un clima tenso, pero cortés, y nada hacía presagiar el giro que iba a tomar la entrevista.

En efecto, los acontecimientos se desarrollaron vertiginosamente. Una vez finalizada la cena, varios servidores del señor de Sástago iluminaron más la estancia, prendiendo varios hachones que se apoyaban en las paredes o colgaban del techo. Parecía que iba a tener lugar una fiesta en honor de su huésped. Sin embargo, el conde, rodeado de varios oficiales de su pequeña corte, y abusando de su poder y hospitalidad, ordenó colocar en la cabeza del religioso una especie de capacete calentado al rojo vivo, a modo de mitra, mofándose del fraile, que pugnaba por deshacerse de tan mortífero instrumento. Don Gastón, indefenso, terminó muriendo.

Aunque era de noche, los soldados pusieron el cuerpo inerte y sin vida del abad cruzado sobre una mula, arreando a la bestia que, aun sin guía, puso rumbo hacia el monasterio. Al amanecer, los relinchos del bruto alertaron al fraile portero, que pronto descubrió el macabro espectáculo.

Los monjes protestaron ante el rey, que intentó hacer justicia, pero el conde, como solía ocurrir en estos tiempos del Cisma, viajó a Roma, no a Avignon, como peregrino para implorar y conseguir el perdón pontificio.

[Beltrán, Antonio, De nuestras tierras..., III, pág. 115.]

domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XVIII.


CAPÍTULO XVIII.

Estado de las cosas de España, y de los gobernadores que vinieron a ella; presa de Corbins y Arbeca, pueblos ilergetes.

La pérdida de las décadas de Tito Livio ha oscurecido casi lo mejor de los hechos de nuestros ilergetes y de los demás españoles, y puesto en olvido lo que aconteció por estos reinos; de donde viene que todos los que escriben de estos tiempos, pasan tan de corrida, como cosa de que no tienen nada que decir ni afirmar con certeza. No dudo yo que después de haber pasado todo lo que queda dicho, quedarían herederos y descendencia de Belistágenes o de su hijo, príncipes de los ilergetes, que poseerían en devoción del pueblo romano aquellos pueblos; pero tengo también por cierto, que esta devoción no sería de mucha durada, porque estaban los romanos tan deseosos de tener guerra con Ios españoles, y por ocasión de ella merecer triunfos, ovaciones, coronas, adquiriendo riqueza y reputación, que ellos mismos aborrecían la paz y sosiego; y eran tantas las sobras y tiranías que usaban con los españoles, que ellos mismos eran causa y ocasión que cada día hubiese levantamientos y tomasen las armas contra ellos, para librarse del yugo tan pesado en que estaban metidos; pero el fruto y provecho de estos levantamientos y empresas no era para ellos, sino para los romanos, que, con título de rebeldes al senado y pueblo romano, de fementidos y perjuros, les quitaban la hacienda, tomaban los pueblos, y a veces los vendían por esclavos, y ellos quedaban ricos, atrayendo a si todo el oro y plata que podían, para meterlo en Roma en sus triunfos y ovaciones, ganando reputación entre los suyos y buen nombre en aquella ciudad; y lo que más era de lamentar fue, que jamás tuvieron los romanos guerra en ninguna provincia de España, que, para sojuzgarla, no se valiesen de la gente de otra provincia de España; y era tal la desdicha de los nuestros, que jamás se supieron unir y juntar todos, y hacer un cuerpo para echar a los romanos, porque si así lo hicieran, es cierto que quedaran libres de enemigos tan continuos, codiciosos y pesados; pero la poca confederación y discordias de los nuestros, admitió los extranjeros, y aún los engrandeció: y esta ha sido siempre la felicidad de las naciones bárbaras que han llegado a España, de cartagineses, romanos, godos, moros y otros, que nunca les ha faltado el favor y socorro de los naturales, que son los que después lo han llorado, cuando la experiencia les ha enseñado ser imposible el remedio.
Sucedió a Marco Catón en el gobierno de Cataluña, que era provincia de la España Citerior, Sexto Degio y de la Ulterior Publio Scipion Nasica, que era hijo de Cayo Neyo Scipion, aquel de quien queda dicho que murió a manos de Mandonio e Indíbil y sus ilergetes. Sexto Degio tuvo algunos encuentros con los vecinos del Ebro que, cansados de los inmoderados y excesivos tributos que les pedía, tomaron las armas diversas veces con gran daño de sus romanos; y si no le valiera Scipion, que estaba en Portugal, quedara del todo perdido y acabado. a estos sucedieron, Cayo Flaminio en la Citerior, y Marco Fulvio Flavio Nobilior en la Ulterior; y respetando Flaminio el valor de los españoles, porque no tenía el ejército ni el poder que los otros procónsules habían tenido, no solo conservó la paz con ellos, sin hacerles sobras ni agravios, pero a sus armas más presto volvió las espaldas que la cara. Después de estos vino Lucio Emilio Paulo y el mismo Marco Fulvio fue confirmado otra vez, y gobernaron los años 189 y 188 antes de Jesucristo señor nuestro. Al año siguiente tuvimos a Publio Junio y Plaucio Hipseo: a estos fueron sucesores Lucio Manlio Acidino y Cayo Atinio, que gobernaron los años 186, 185; y los años siguientes de 184 y 183 fueron nombrados en Roma Lucio Quincio Crispino para la Ulterior, y Cayo Calpurnio Pisón para la Citerior; y en el entretanto hubo algunas revoluciones en Portugal, do murió Cayo Atinio que gobernaba aquella provincia (Lusitania), y Acidino tuvo guerra con los celtíberos, junto a Calahorra; y si no
llegara un poderoso ejército de tres mil soldados de a pie y doscientos de a caballo, todos romanos, y veinte mil infantes y trescientos caballos latinos, lo pasaran mal.
En el año siguiente fueron nombrados Aulo Terencio Varron para la Citerior, y P. Sempronio Longo para la Ulterior: a estos dio el senado cuatro mil soldados de a pie y cuatrocientos de a caballo, todos romanos, y cinco mil infantes y quinientos caballos latinos, para que con esta gente y caballos reformasen los ejércitos de España, y enviasen los soldados viejos a descansar, según era estilo de aquella república, que nunca olvidaba el premio ni descanso de los que bien habían servido. En tiempo de este Varron, los vecinos de Corbins, pueblo de los ilergetes, que está en un alto donde se juntan Segre y Noguera Ribagorzana, cansados de los romanos y de su insaciable codicia, tomaron las armas para librarse de ellos, y lo mismo hicieron otros pueblos vecinos, aunque lo calla Livio, y solo dice de Corbins. Sus palabras son estas (1: Liv., lib. 39, c. 42. ): Aulus Terentius in Suessetanis oppidum Corbionem vineis et operibus expugnavit, captivos vendidit; quieta deinde hiberna et citerior provincia habuit. Dice que Aulo Terencio, por fuerza de armas, con torres y cavas que hizo alrededor de ellas, tomó la villa de Corbion y vendió por esclavos todos los que tomó vivos. Por haber hecho mención en este lugar de la palabra vineis, explica lo que es este instrumento y dice fray Gerónimo Román en su República, que hoy llaman gato y los latinos vinee o vineas,
y era hecho de esta manera: tomaban madera lijera y delgada y tablas, y armaban una como tumba ancha, de ocho pies de altura, y de largo diez y siete; estaba muy llena de aldabas y asas; cercábanla y guarnecíanla por los lados de mimbres, porque aunque tirasen muchas pedradas y golpes, no se rompiese. Iba guarnecida y cubierta de pieles de animales recién muertos, y estos muy doblados, porque si acaso viniese fuego, no lo pasase fácilmente; y puestos dentro muchos hombres, iban con sus artificios muy apriesa, y llegando a los muros, los minaban y daban con ellos en tierra. Hacen mención de esta máquina Propercio, Vegecio, Lipsio y otros. Asímismo dice Livio, que vendió por esclavos a todos aquellos que cogió vivos en aquella ciudad. El modo como se hacían estas ventas era, que sacaban en lugar público a los que habían de ser vendidos, y les ponían guirnaldas en las cabezas, y con esta señal daban a entender que eran cosa de la república, para que los comprasen de mejor gana, por la seguridad grande que había en la venta; y esto era lo que dice Livio en otro lugar sub corona vendere. Asímismo a estos esclavos, para que fuesen más vistosos, les ponían en pie sobre una piedra algo levantada, y a los que eran vendidos así, decían que erant de lapide empti, esclavos comprados de encima la piedra; y si los tales eran ultramarinos, les pintaban los pies de una pintura o engrudo blanco, para que el que compraba supiese lo que compraba; y asímismo, cuando vendían otras cosas, hincaban una lanza en el lugar donde se hacía una almoneda, y a este tal modo de vender las cosas llamaban subhastare (sub+hasta o asta), que es lo mismo que ponellas debajo de la lanza o vendellas debajo la lanza o debajo la guirnalda. Con esta presa de Corbins quedó muy sosegada esta parte de Cataluña, y en todos los pueblos ilergetes nadie le osaba mover, escarmentados todos con el castigo que había hecho Terencio con los de aquella villa, el cual se quedó en Cataluña, donde invernó (se dice que dijo: recullòns, quína rasca fot), aunque después no le faltaron encuentros con los celtíberos, junto a Ebro, donde les tomó algunos pueblos.
Lo que aquí se puede dudar es, si este pueblo Corbion es Corbins; porque de las palabras de Livio se echa de ver claro que era en los suesetanos, región diferente, aunque muy cercana de los ilergetes, y Corbins, como hoy se ve, está entre Lérida y Balaguer, a la orilla de los ríos Segre y Noguera Ribagorzana, que es en medio de los pueblos ilergetes. Seguiré en esto la opinión de Gerónimo Pujades (1: Lib. 3, cap. 52. ), que siente ser Corbins, y siguiendo a Florián de Ocampo, halla que los ilergetes y suesetanos eran muy vecinos y rayaban en la vuelta del septentrion con los vascones, en cuya región moraban las suesetanos, que tomaron el nombre del pueblo de Sangüesa, que antes se llamaba Suesa, según parece en cartas públicas y privilegios que dice haber visto aquel autor, concedidos por el rey de Aragón y Navarra, donde está aquel pueblo; y así fue muy posible por razón de la vecindad, como vimos a Indíbil valerse de los suesetanos, como de vecinos que le eran, siempre que quisiese; y fue fácil cosa a Livio meter a Corbins en los suesetanos, extendiendo los límites de ellos hasta Segre, entendiendo que Corbion estaba en su distrito; y hácese más creíble esto, porque, entre los pueblos del reino de Navarra y merindades de ella no hallo ninguno que se llame Corbion, ni aun le sea semejante en el nombre, y es muy fácil a los autores forasteros, como era Tito Livio, alargar o estrechar los términos de las provincias, escusados de no haber estado en ellas.
Esta presa de Corbins fue año de 181, y el año después entró Varron triunfando en Roma, y llevó en el triunfo gran tesoro. Terentius, qui ex Hispania decesserat, ovans urbem iniit. Translatum, argenti pondo IX millia CCCXX; auri LXXX pondo, et duae coronae aureae pondo LXVII, que, según el traductor de Livio, eran mil trescientas libras (pondo, pound) de plata, ochenta y dos de oro, y sesenta y siete que pesaban las coronas del mismo metal; y Ambrosio de Morales, que lo reduce a la moneda de ahora, dice que las dos coronas de oro pesaban valor de setecientos ducados, y lo demás subía a valer poco menos de cien mil ducados; do se echa de ver la riqueza que había en España, pues no habiendo hecho otras conquistas, ni tenido otras victorias, sino esta de Corbins y otras de los celtíberos, llevó tanto tesoro a Roma.
En este mismo año fueron pretores en la España Citerior Quinto Fulvio Flaco, y en la Ulterior Publio Manlio. La primer cosa que hallamos haber hecho Fulvio Flaco, fue poner cerco en un lugar fuerte en los pueblos ilergetes llamado Urbicua, que hoy llamamos Arbeca, a fines del llano de Urgel (lo pla de Urgell), no lejos de los montes de Segarra, muy señalado por el insigne alcázar (alcássar, al-qasr árabe, que vinieron después) que tenían en él los duques de la casa de Cardona, señores que fueron de aquel pueblo y baronía. Los de este pueblo debían haber hecho algún gran movimiento, pues obligó a Flaco que luego diera sobre él: túvolo cercado muchos días, y le dio muy recios combates, y en ellos perecieron muchos romanos, y vinieron para socorrerle muchos celtíberos; pero no fueron poderosos para hacer alzar el cerco, aunque hubo muchas peleas y escaramuzas, porque siempre hallaron brava resistencia, y perecieron muchos romanos y otros quedaron heridos; y los celtíberos de cansados se volvieron, porque no se sentían con fuerzas para valer a los cercados, aunque hicieron todo lo que les fue posible, y así la ciudad fue tomada, saqueada y del todo destruida, y los despojos de ella dio el pretor a los soldados. Así lo cuentan todos, sacándolo de Tito Livio (1: Liv., lib. 40, c. 16. ), cuyas palabras son estas:
Fulcium Flaccum, oppidum hispanum, Urbicuam nomine, oppugnantem, Celtiberi adorti sunt: dura ibi proelia aliquot facta; multi romani milites et vulnerati, et interfecti sunt. Victi perseverantia Fulvii, qui nulla vi abstrahi ob obsidione potuit, Celtiberi, fessi proeliis variis, abcesserunt. Urbs, amoto auxilio eorum, intra paucos dies capta et direpta est; praedam militibus praetor concessit. Ha parecido traer estas palabras, para deshacer la opinión de algunos, que han afirmado que Arbeca era en la Celtiberia, lo que no dice Livio, sino que los celtíberos la socorrieron, aunque Pujades no quiere que Urbicua sea Arbeca, sino un pueblo llamado Ciutat, que está más abajo de la Seo de Urgel, en la ribera del Segre, en un alto, o Ciutadilla, que está (a) dos leguas de Arbeca, no muy lejos del monasterio de Poblet (1).
Alcanzada esta victoria, prosiguió este pretor su gobierno, que para la España tarraconense fue harto peor que una peste; pues en algunas batallas que tuvo con los españoles, afirma Paulo Orosio (2), natural de Tarragona, autor muy antiguo y grave, que en la España tarraconense mató veinte y tres mil hombres y cautivó cuatro mil; y Ambrosio de Morales, que lo saca de Tito Livio, dice haber muerto treinta y dos mil celtíberos, presos diez mil y novecientos caballos y ciento sesenta y dos banderas, lo que no hubiera sido, si no le hubieran favorecido otros españoles amigos suyos, que esta fue, como dije, la desdicha de estos reinos, que siempre tuvieron los romanos de su parte españoles por amigos, con cuyas fuerzas vencieron y destruyeron a los otros que estaban en desgracia de los romanos, y siempre salió de nosotros mismos el astil con que fuimos cortados.

(1) Pujad., lib 3, c. 53.
(2) Oros., lib. a, c. 20, in fine.

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XL.


CAPÍTULO XL.

De los últimos reyes godos, y de la pérdida de España.

Los dos hermanos Acosta y Rodrigo (que) reinaron después de Vitiza, no se sabe si juntos o uno después de otro, lo cierto es que Costa murió luego en el primer año, y Rodrigo, que era el menor, se quedó con el reino. Era Rodrigo hombre sabio y valiente, pero en los vicios y costumbres muy semejante a su antecesor Vitiza. Fue cruel, injusto y deshonesto, y con sus depravadas costumbres acabó de corromper y estragar todo lo que había quedado sano, solicitando con toda prisa el castigo de las culpas de los míseros españoles y el azote de Dios. Acontecieron prodigios que anunciaron la pérdida de España que tan cerca estaba, y los mayores eran los pecados públicos y poco cuidado del remedio de ellos. La torre encantada de Toledo fue vaticinio cierto de estos males, pues dio las efigies de los ejecutores de la ira de Dios: es muy sabido esto, y como cosa apartada de los pueblos ilergetes, la dejo.
San Isidoro, obispo de Sevilla, en sus Varones ilustres, el venerable Beda y san Metodio, de quien hace memoria san Gerónimo, lo habían muchos años antes profetizado, y Merlín, mágico inglés, también lo dijo. El demonio, ufano de estas desdichas, se publicó autor de ellas, y por boca de una endemoniada, en el mes de octubre de 713, que fue pocos días después de perdida la primera batalla, respondiendo al exorcista que la conjuraba, dijo que acababa de llegar de España, donde había causado grandes muertes y derramamiento de sangre.
No creía el rey don Rodrigo que estas profecías tuvieran cumplimiento en sus días, ni gustaba que los súbditos lo creyesen, para continuar con más libertad el pecado; antes en vez de aplacar la ira de Dios con ruegos, penitencia y enmienda de costumbres, añadía cada día males a males, amontonando ofensas a Dios, y lo mismo hacían los hijos imitando a su rey. No había mujer segura a sus deseos, ni reparaba en el estado o calidad de la que le caía al ojo; enamoróse de la Cava, hija del conde don Julián, caballero español descendiente o hijo de romanos; Criábase esta señora en el palacio real con la reina, porque era costumbre de los godos criar las hijas de los grandes en el palacio real con la reina. Con halagos no acabó nada el rey con ella: usó de la fuerza, que fue despeñarse a si y a sus reinos. Estaba el conde ausente y supo el estupro de la hija; la venganza que propuso en su corazón le sirvió de alivio y consolación en la afrenta: volvió a España, y con buena maña dio traza que el rey desmantelara los pueblos y las armas se convirtieran en instrumentos rústicos, acomodados al labor de las tierras; porque, en tanta paz, decía que mejor era gozar de los frutos de la tierra, que usar de las armas que podrían volverse contra el rey y quitarle el reino; que por haber sido poco prevenidos en esto los reyes pasados, las armas se eran vueltas contra ellos mismos, porque faltaban enemigos con quien pelear, como antiguamente. Estas y otras aparentes razones parecían al rey consejos buenos, que, como el pecado le tenía ciego ya no conocía lo bueno ni lo malo. Creyó al conde don Julián, y ejecutando lo que él le decía, preparó al enemigo la entrada. Trató Julián sus venganzas con Opas, intruso arzobispo de Toledo, y otros tales, y en sus ánimos halló el aparejo para lo que él maquinaba, porque todos aborrecían al rey y no eran poderosos para derribarle del trono real, y por eso se valieron de la gente de África: fingió que allá tenía enferma la mujer, y para consolación de la madre, pidió al rey la hija, que no se la negó, porque había ya el rey cogido lo mejor de ella, y todos se pasaron a África. Gobernaba aquella provincia Muza, como teniente del Miramamolin Ulit, (Olite?) señor de ella. Era Muza hombre feroz, prudente y de gran ejecución; con este trató Julián el agravio recibido del rey, la disposición del reino imposibilitado a toda resistencia y defensa, y dióle noticia de los amigos que le quedaban que, para rebelarse contra el rey, solo aguardaban que él entrara en España. Estas cosas, y más
los pecados de todos, llamaron los moros: pasaron acá en diversas veces gran número de ellos, alojáronse en la Andalucía, y no hallaron resistencia; apoderáronse de todo; hizo el desdichado Rodrigo lo que pudo para resistirles, pero no lo alcanzó, porque el ocio e impericia de las armas hacía inútiles a los españoles, que habían perdido aquel antiguo valor con que triunfaron de los romanos. Quiso el rey salir en campaña; salieron con él cien mil combatientes, topó con el enemigo, pelearon ocho días sin conocerse la victoria más por los unos que por los otros, hasta que el postrer de ellos, que fue a 11 de noviembre de este año 713, se puso el último esfuerzo en la pelea, y estando los moros para huir, que estaban de vencida, el traidor Opas, (Oppas) capitán del ejército del rey, que hasta este punto le había traído engañado, como traidor, se pasó a los moros, según entre ellos estaba concertado, y todos juntos dieron sobre el ejército que había quedado al rey, y de vencedor quedó vencido, y de señor esclavo, y al último se salió de la batalla, y hasta hoy no se sabe de cierto qué fue de él, porque ni vivo ni muerto jamás pareció. 

Fue este el más triste y lamentable suceso que España haya tenido jamás y la pérdida mayor que en el mundo se haya visto, que aunque es verdad haberse perdido otros reinos y provincias, ha sido con largas angustias y guerras, acometimientos, prevenciones y avisos, así que de lejos se echaba de ver su declinación y fin; pero en España, en un punto, sin poderse prevenir ni aún pensar, cuando más descuidada estaba y olvidada, le vino su ruina y calamidad. Pereció aquel día el nombre ínclito de los godos, el esfuerzo militar de España, la fama gloriosa del tiempo pasado; y el imperio y monarquía que duró cerca de trescientos años con guerras y valor, se vio en un solo día perdido y acabado. El caballo del rey don Rodrigo, corona, sobrevesta y calzado fueron hallados a la orilla del río Guadalete, y muchos años después, en Viseo, (Viseu) ciudad de Portugal, su sepulcro. Los soldados españoles que se hallaron vivos huyeron sin hallar quién los acaudillase, y cada uno se salvó donde mejor pudo.





jueves, 14 de marzo de 2019

Libro séptimo

Libro
séptimo.

Capítulo primero. Como el Rey fue a poner cerco
sobre la ciudad de Mallorca, cuyo asiento y postura se describen.


Reducida ya la Isla al bando y devoción del Rey, y puesta
buena guarnición de gente en los puertos de mar, y otros lugares
necesarios para la defensa y conservación de ella: convirtió luego
el Rey todo su pensamiento y cuidado en la conquista de la ciudad, en
la cual se resumían el poder y fuerzas de Retabohihe con todo el
peso de la guerra. Partió pues de la Real, adonde poco antes hizo
alto el ejército, y fuese derecho para la ciudad a poner cerco sobre
ella. Mas para que mejor se entienda el apercibimiento que hizo para
cercalla,
será bien hacer una breve descripción de su asiento y postura. Está
la ciudad, que mira hacia el mediodía, puesta casi medio de la Isla:
desta manera, que entre los dos ángulos, como dijimos, de la
Palomera que mira a Septentrión, y el cabo de las Salinas, que mira
a medio día, se abre en la mitad de la ladera, la tierra, y entra un
gran seno de mar de XV millas de largo hacia lo mediterráneo de la
Isla, por entre los dos cabos que llaman de Capblanc, y cabo de
Calafiguera, que también distan entre si otras XV millas, el uno del
otro. El cual seno llega hasta batir con la ciudad, y le sirve de
puerto seguro de todos vientos, sino del Lebeche, que lo descubre del
todo. Pero defiende de su fuerza e ímpetu con el Muelle grande que
está hecho a manos y entra DC pasos dentro en la mar: con el cual: y
el promontorio, o cabo de Portopi que le responde, no muy lejos hacia
el poniente, se hace muy abrigado puerto contra todos vientos. Y se
halla que por las muchas cosechas de la Isla, y mercadurías que
entran y salen de la ciudad, suele siempre haber en él tan grande
concurso de naves, que cuando solía estar el mar libre de corsarios,
se veían (vian) en él, de LXXXX a C naves juntas. Es el asiento de
la ciudad llano, con algún tanto de recuesto hacia la parte de la
fortaleza, a donde después por mandado del Rey se edificó la
iglesia mayor, y la casa obispal, con el paseo, o mirador, del cual
se descubre tan larga y alegre vista por mar y por tierra, que es
este el mejor asiento de toda la ciudad. Pasa por medio de ella un
río que se hace del concurso de muchas fuentes que cerca de allí
nacen, y aunque luego se mete en la mar, todavía aprovecha mucho
para la salud y limpieza de las casas, llevándose todas las
inmundicias de ella: pues para lo que toca al sustento de los
hombres, y regar las huertas, y también para las comodidades del
puerto, y aguada de las naves, se vale del arroyo que el capitán
Infantillo quiso cegar (como está dicho) que pasa por la Real, y
viene a dar en la ciudad. La cual es harto espaciosa dentro de la
cerca: pues demás de los jardines y huertas que en si contiene, se
hallan VII mil casas de población en ellas con tan buena traza y
labor de edificios así grandes como pequeños: que en su tanto se
puede comparar con cualquier otra de Europa. Y tanto más por estar
agora por orden y mandado del invictísimo gran Rey Philippo II,
cercada y fortalecida de inexpugnable muro, y bastiones (
bestiones)
hechos a toda prueba de artillería, el cual se abre por diez
puertas: aunque en tiempo de la conquista no eran más de cinco, con
sus torres de guarda fortificadas, con mucha munición de gente y
armas, y tan puesta, como se verá, en defensa.








Capítulo II.
Como el Rey puso el cerco sobre la ciudad y de las diversas máquinas
que se armaron contra ella, y de la diligencia y obediencia de los
soldados para con un religioso.


Llegado ya el Rey con todo
el ejército a un tiro de ballesta de la ciudad enfrente de la puerta
que llaman Pintada, y extendiéndose a una mano y otra a igual
distancia de la ciudad, luego se plantaron las tiendas, y se asentó
el Real, cercado de un bravo palenque con su foso y cestones por
todas partes fortificado. Y lo primero que se determinó fue hacer
reseña general de todo el campo, en el cual se hallaron hasta II mil
caballos y XXX mil infantes. Porque con la gente que de nuevo pasaba
de los dos reynos a la Isla, se acrecentaba el ejército de cada día,
demás de los cautivos Cristianos. Lo segundo, que se comenzase a
batir la ciudad con las máquinas y trabucos, así por mejor abrir el
camino para los asaltos, como para con el continuo dispararlos, y
llover noche y día piedras sobre ella, para más inquietar y
atemorizar su gente. Por esto sacaron de las naves la materia e
instrumentos para fabricarlas, de nuevo que estaban todas en piezas,
y con grandísima diligencia y destreza armaron cuatro de ellas: sin
la quinta que por si armaron los patrones y Pilotos, de las cinco
naves, que el Conde Berenguer de la Proença había enviado al Rey su
primo con mucha munición de gente y armas para esta jornada. Ya que
él no pudo venir a ella en persona por no tener pacífico su estado,
y temerse de alguna rebelión en volviendo las espaldas: la cual se
siguió después, como adelante diremos. Estaban surgidas estas naves
con la mayor parte de la flota en el puerto de Porraças dentro del
gran seno de mar que, como dijimos, hace entrada hacia la ciudad, a
la parte de Poniente. Y así con grandes barcos traían todos estos
instrumentos a Portopi, donde también había algunas naves surgidas,
para de allí suplir y proveer las necesidades del campo. Fue también
por los de la guarda del Rey armada la gran machina que ya antes
llamamos Foneuol, con mayor arte y grandeza que nunca, como se vio
por los muchos y desmesurados tiros de piedras que noche y día
echaba en lo alto, por que cayesen dentro en la ciudad, y que ninguno
se tuviese por seguro dentro de ella, según la casa y techo sobre
donde caía la piedra la hundía de alto
abaxo.
De donde se tiene por muy cierto destas machinas antiguas, haber sido
tan importantes y de tanta eficacia para derribar muros y casas
dentro dellos, y también para amedrentar mucho más la gente que no
menos fortalezas se tomaban con esta artillería hecha de madera y
tierra, que se toman agora con la vaciada (
vaziada)
de metal: puesto que es esta más penetrante, y que como rayo imprime
en lo más firme y macizo. También Gisberto Barberán capitán de
las machinas, y un otro armaron otras dos como mantas que en Latín
llaman testudines, encarándolas para el muro, porque apegadas a él
podían muy bien agujerearlo. Acabadas estas machinas tuvieron
grandísimo trabajo y peligro en el moverlas y pasarlas adelante, por
lo bien que los de la ciudad desde el muro se encaraban con las
saetas contra los que las movían y andaban en torno. Pero fue tanto
el valor destos con ir bien adargados y tanto el daño que hacían en
los del muro los que iban secretos dentro de las máquinas, que los
asaetaban uno a uno, que poco a poco llegaron a juntarlas con el
foso. Con esto ganó el ejército todo aquel espacio de tierra que
dejaban atrás las máquinas: y pasaron adelante las
trincheras,
para que más se allegase a la ciudad todo el campo. Así mismo acabó
su máquina el Conde de Ampurias: pero sobre todas fue la que el Rey
mandó hacer como suya: la cual porque en grandeza y fortificación
se aventajaba a todas las demás, la contrapusieron a lo más
fortificado de la ciudad. Lo que se acabó con ellas, y su continua
batería fue, que demás de no quedar casa en toda la ciudad que no
fuese casi desmantelada, ni persona que no temblase de temor por tan
grandes y tan continuas piedras como sobre ellos caían: pudo el
ejército más a su salvo hacer espaldas a las máquinas y fortalecer
mucho más su Real de muy buena estacada de cestones y terraplenes
(
terraplanos)
para estar tan al seguro como dentro de una ciudad murada. Lo que fue
muy necesario hacer, a causa de que (según el Rey cuenta) quedaron
algunos soldados de los que se hallaron en la rota del Vizconde, tan
atemorizados de los Moros, temiéndose de algunas emboscadas de los
de la ciudad: que las noches secretamente se salían del campo, y
acobardados se iban a dormir y estar en centinela en los montes más
enriscados y cercanos. Y aun de los marineros no quedaba hombre que
por este recelo no se fuese a dormir a las naves que estaban en
Portopi. Lo cual se remedió luego con el bando que el Rey mandó
echar contra los tales, castigando muy bien a los que de nuevo se
salían del campo. Y así fue cosa admirable ver la diligencia y
competencia con que los soldados se aplicaban al trabajo y
fortificación del Real, y la afición y asistencia de los señores,
barones, y capitanes hasta verla acabada: pero sobre todo la continua
vigilancia y presencia del Rey a cuanto se hacía. Aunque (según él
mismo refiere) fue muy más ardiente para encender los ánimos de
todos, la eficacísima exhortación de un religiosísimo y
elocuentísimo varón llamado fray Miguel, primer lector nombrado en
la religión y orden de los Predicadores. El cual tomó el hábito en
Tortosa por manos de santo Domingo: y después fundó el insigne
monasterio de su orden en la ciudad de Valencia. Este con la virtud y
predicación de la palabra de Dios, y su gran ejemplo de vida
aprovechó tanto en esta jornada y conquista, y para con los
soldados ganó tanta opinión y crédito, que no solo con su
presencia y autoridad los movía, pero con su superioridad como a
religiosos los gobernaba y mandaba, porque muchas veces no pudiendo
los capitanes a voces y amenazas, ni el mismo Rey con su presencia y
ruegos, moverlos para los asaltos, y otros acometimientos, en
acudiendo fray Miguel, con su exhortación, sin más réplica los
incitaba y se disponían para acometer cualquier hecho por arduo y
muy peligroso que se ofreciese. Para que se entienda claramente, que
el omnipotente Dios era el que guiaba esta empresa, y que por su
palabra y ministros se acababa, lo que con humanas fuerzas no podía.






Capítulo III. De
la grande batería que se dio a la ciudad con las máquinas, y de las
minas y contraminas, y escaramuzas y arremetidas que los Moros
hacían.

Puestas ya por orden las máquinas y proveídas
de infinidad de piedras para continuar su ejercicio, començose a
batir la ciudad con tanta furia y espesura de tiros, que la pusieron
en toda confusión y temor: porque no había casa, calle, ni plaza
segura donde no cayesen como lluvia del cielo las piedras que se
tiraban. Por donde viendo los de la ciudad tan irreparable daño, y
que venía todo de las máquinas, comenzaron a salir a escaramuzar
por divertir del combate a los Cristianos, haciendo sus arremetidas,
aunque en vano, contra las machinas, por haber gran cuerpo de guardia
puesto en defensa dellas. En este medio viendo el Rey muy puestos los
Moros en dar contra las machinas, sin que se temiesen de ningún otro
daño, determinó secretamente hacer una mina que llegase a
desquiciar los fundamentos de cierta torre, de donde los nuestros
recibían daño en las baterías. Y vino a que ya la mina por su
parte y las machina por otra, llegaron muy junto a ella, que estaba
muy fortificada de gente y armas. Con todo eso llegada la mina,
comenzose a dar fuego de alquitrán en los fundamentos, y como había
en ellos mezclada paja con lodo, se apegó de manera que hizo
sentimiento la torre y mostró que se abría. A la misma sazón otras
tres torres batidas de las machinas se iban cayendo. Pero lo que
impedía a los nuestros para no dar luego el asalto con la ocasión
de las torres
caydas,
era el foso ancho y hondo que cercaba el muro, puesto que estaba sin
agua, y no impedía a las minas. Por donde con la industria de dos
soldados de Lerida, hinchieron de presto de tierra, leños y
faxina
la cava en los puestos más convenientes para dar el asalto enfrente
de las torres medio caidas, hasta que se igualase con el suelo de
arriba, y quedase paso hecho para la arremetida. Lo cual visto por
los de la ciudad, y descubierto el fin a do tiraba, hicieron con
mucha diligencia sus contra minas al foso hasta llegar a la fajina, a
la cual pusieron fuego, y se quemara toda, sino que acudieron los
nuestros, y con el agua del arroyo que venía a la ciudad, y pasaba
por allí junto, lo apagaron con diligencia y doblaron la fajina con
grandes piedras y tierra: y con encarar las machinas sus tiros a los
del muro, porque no impidiesen la obra a los de fuera, y así el foso
fue cegado, y quedó hecho paso llano para el asalto. De suerte que
como a los de la ciudad les salía todo al revés, determinaron de
hacer otras contraminas para llegar a poner fuego por debajo de las
machinas. Y para que esto lo hiciesen más a su salvo y que no fuesen
sentidos, disimuladamente hacían sus algaradas contra las mismas
machinas, peleando tan valerosamente y con tan gran tropel
de gente de a caballo, que casi las tenían ya rendidas. Pero
sobrevino de refresco el Rey delante de todos, y pelearon de manera,
que se cobró lo que se había perdido, y dio tal apretón a los
Moros, que fueron forzados a retirarse para la ciudad con gran
pérdida de gente, muriendo los más a la entrada de ella, por la
espesura de piedras que la machina mayor encarada a la entrada les
tiraba.












Capítulo IV. Como
por las razones que propusieron los suyos al Rey de Mallorca, trató
de partidos con el Rey.


Visto por los
capitanes y principales de la ciudad la ruina manifiesta de las
torres y muralla, y que estaba toda quebrantada de los continuos
tiros de las machinas, y en algunas partes agujereada, y que ni por
las escaramuzas, ni por el continuo tirar de sus
contramachinas,
habían perdido los Cristianos palmo de tierra de lo ganado: demás
que fuera de la ciudad ya no había en toda la Isla cosa que no
estuviese por ellos: de común voto, se fueron para su Rey, a quien
el más anciano capitán de todos habló de esta suerte. Justo es,
Rey y señor nuestro, que sepáis en cuan grande peligro está
vuestra ciudad y todos nosotros con ella, cuan en víspera de ser
entrada y destruyda: así por estar casi por tierra la muralla como
por tener ya cegado el foso, y hecho paso llano para el asalto de los
enemigos. Los cuales están contra nosotros tan indignados, que si a
sus manos venimos, no solo no nos tomarán a merced, pero es cierto
lo llevarán todo a fuego y a sangre, como nos han
sobre
ello
muchas vezes
amenazado. De los cuales se puede bien creer tienen sobrado poder y
fuerzas para cumplirlo: pues vemos que de cuantas escaramuzas y
batallas hemos tenido con ellos, a una que hemos vencido, nos han
ganado ciento, hasta que como carneros nos han del todo acorralado.
De manera que ninguna esperanza de reparo nos queda: ni para huir por
tierra, pues están ya por los enemigos tomados los pasos: ni para
escapar por mar, pues no hay en toda la Isla puerto que no esté por
ellos: ni hay para que esperar el socorro de Túnez, pues cuando no
pudiéramos valer del no vino ni venga agora, sino para dar en mano
de los Cristianos. Si confiamos en la Isla, demás de no ser ya
nuestra, y que del todo se ha rendido al enemigo, en cuanto puede le
sirve contra nosotros. Pues si esperanza alguna tenemos en el capitán
Infantillo, no vimos ya su cabeza cortada de sus miembros y a
nuestros pies derribada? Tampoco hay que confiar del Rey enemigo, que
desistirá de la empresa. Porque siendo mozo y valiente como es, y
codicioso de gloria, desengañaos señor, que no dejará de acabar lo
que con tanta prosperidad ha comenzado: y que no parará hasta
degollarnos a todos, y poner fuego a la ciudad, por vengar los
principales de su ejército, que murieron a nuestras manos para que
sojuzgada la ciudad y Isla, se haga señor de todo. Por estas y
muchas otras causas que callamos, nos parece que conviene, o que
ofrezcamos al Rey Cristiano nuestros partidos de paz, o que tomemos
los que nos diere: que sin duda los dará tolerables, por ser hombre
piadoso y justo, y muy obediente a su ley: la cual manda perdonar a
los humildes, y no permite sean perseguidos por armas, sino los
soberbios y rebeldes, y así a cualquier partido que pidamos nos
acogerá. Lo cual oído por Retabohihe, conoció ser manifiesta
verdad, lo que por los suyos se le representaba, y respondió que
estaría a todo lo que los de su consejo sobre esto determinasen.











Capítulo
V. De las treguas que pidió Retabohihe para tratar concierto de paz,
y como fue don Nuño a la ciudad, y de los diversos partidos que le
ofrecieron.


Entró Retabohihe en consejo con los suyos y
con acuerdo de todos determinó de enviar sus embajadores al Rey,
rogándole que, otorgadas treguas por tres días, le enviase algunas
personas de confianza con quien seguramente pudiese tratar de
concierto entre los dos. Con esta embajada fueron algunos principales
Moros de la ciudad, a los cuales recibió el Rey con mucha
benignidad, y entendida la embajada, mandó luego otorgar las
treguas, y que fuese don Nuño con diez de a caballo a la ciudad,
llevando, consigo un hebreo Zaragozano llamado Bachiel por faraute,
que
entendía la lengua arábiga (
Arauiga).
Y como entró en la ciudad,
hallola
que estaba muy puesta en orden, y a punto de guerra, cada uno con sus
armas y caballo, y cómo lo mandó Retabohihe, fue don Nuño llevado
por toda ella, para que viese y
hiziesse
relació al Rey, del aparato de guerra, y tan
luzida
gente como para su defensa tenía (
sudefentenia).
Hecho por don Nuño el paseo, le entraron en el palacio Real, que
estaba riquísimamente adornado de paños de oro y seda, con muchos
pajes
y eunucos (
eunuchos)
ataviados de lo mesmo, y el Rey puesto en una
bellissima
cuadra echado sobre una cama tendida en tierra, cubierta de raso azul
sembrado de estrellas de oro, y hecho su acatamiento, don Nuño como
llamado, esperó que le hablasen primero: y así comenzó la plática
Retabehihe.
Mas aunque estuvieron hablando grande rato, o porque disimulase el
Rey, o por falta del faraute Bachiel que no entendía bien la lengua
Arauiga de Mallorca, no se pudo collegir ninguna cosa cierta de su
plática, sino todo oscuro, y dudoso. Desta manera pasaron tantas
horas, que viendo el Rey lo mucho que don Nuño se detenía, envió
allá a don Pedro Cornel, a quien entrado en la ciudad vino al
delante un Gil de
Alagó
Aragones
, el cual en días pasados
navegando por aquel mar, fue cautivado por los corsarios
Mallorquines, y presentado a Retabohihe, y por su desgracia había
renegado la fé de Christo. Este comprendiendo mejor la intención de
su Rey, claramente dixo a Cornel, lo que en suma significaban las
palabras de Retabohihe. Que recompensaría al Rey todos los gastos
por él, y por los grandes, y barones de sus reinos en esta jornada y
empresa hechos: con tal que el Rey con todo su ejército saliese
luego de la Isla, y se volviese a Barcelona. Como Cornel (dejando
allí a don Nuño) volviese al Real con esta respuesta: mandó el Rey
se le respondiese, que dejase de hablar cosas tan fuera de propósito,
y con tan vanos, y
impertinentes
medios
excusarse
de entregarle libremente la ciudad, con su persona: o pensar en como
se habían de defender de él, él y los suyos: que por eso había
ganado toda la Isla, y puesto cerco a su ciudad por tierra: para
cogerla de paso, y llevarse a él y a ella por mar a Barcelona. Dado
este recaudo por respuesta y última resolución a Retabohihe, como
descubriese por ella la determinación, y gran valor del Rey, propuso
en su ánimo de hacer una cosa bien nueva, pensando atraer de esta
manera al Rey a su propósito. Y fue que el día siguiente salió con
grande majestad y Corte de la ciudad por la puerta Pintada que estaba
enfrente de las tiendas del Rey, y a vista de todo el ejército, hizo
plantar en medio del campo
una riquísima y muy grande tienda de
paño de fina grana, con sus entornos y divisas (
deuisas)
de oro y plata, y su guarnición y cubierta de brocado tan hermosa y
bien compuesta, que en verla luego se enamoraron de ella los
soldados. Entrado pues Retabohihe con ella, mandó llamar a don Nuño
pa
tratar de los conciertos de paz: proponiéndolos (
proponié
los)
Retabohihe, harto más
tolerables
que los pasados. Los cuales en suma eran, que partiría
a medias la Isla y ciudad con el Rey. A esto le respondió don Nuño
muy a la clara, que se engañaba, si pensaba que su Rey, siendo ya
señor de toda la Isla, se contentaría con la mitad: ni con otro
cualquier partido, por aventajado que fuese
sino con el libre y
total
entrego
de la ciudad con cuanto en ella había, a toda merced suya. Porque no
era más posible quedar Mallorca con dos Reyes, que el mundo con dos
Soles. Este dicho lo entendió luego muy bien, y sin faraute,
Retabohihe: y con despedirse ya don Nuño del, rogó con
importunidad, se detuviese, prometiendo de mover partido con más
honestas y apacibles condiciones que las que antes había propuesto.
Como era, que le dejaría libremente la ciudad y la Isla, con las
circunvecinas, y se iría de todas ellas, solo que el Rey le prestase
su armada con la cual pudiese seguramente pasar en África con toda
su casa y familia, y llevar consigo cuantos seguirle quisiesen,
pagando por cada uno de los que con él fuesen cinco
besantes
(que valía cada uno tres
sueldos Barceloneses) con que la gente
que quedase en la Isla fuese bien tratada. Con esto concluyó su
dicho Retabohihe, y porque se acababan aquel día las treguas, se
entró en la ciudad y despidió a don Nuño.


Capítulo VI.
Como don Nuño volvió al Real y hecha relación de los partidos de
Retabohihe los abonó mucho, y del razonamiento que hizo don Alemany
contra ellos.

Vuelto para el Real don Nuño, mandó el Rey
convocar todo el consejo de guerra con los Prelados y grandes para
oírle. El cual relató muy por extenso los primeros, segundos y
últimos partidos, que Retabohihe le había propuesto, y como por
remate de todos, ofrecía salirse de la ciudad, y Isla, con toda su
gente, que según era mucha y bien
lucida,
sería salud del ejército no venir a manos con ella,
con que se
le prestase el armada para pasarse en África, pagando v. besantes
por cada uno de cuantos consigo llevaría. Y añadió don Nuño, que
él siempre sería de opinión que pues la Isla y ciudad quedasen
libres en poder del Rey se escuchase el partido de Retabohihe, y se
le hiciese puente de plata, con todas las comodidades que pedía:
solo que saliese de la Isla. Porque si la ciudad se había de tomar
por fuerza de armas, supiese que había de ser con tan grande estrago
y pérdida del ejército, y con tanto derramamiento de sangre: cuanto
de tanta y tan bien armada gente, que había de pelear en defensa de
sus personas padres mujeres. hijos, secta y patria, se podía
esperar. Acabada de explicar por don Nuño su embajada y parecer,
todos fueron de contraria opinión. Y concluyeron a voces, que ningún
partido de los propuestos se escuchase. Fueron los que mucho más que
todos contradijeron el partido el Conde Ampurias don Ramón Alamany,
Ceruellon y Claramunt, Barones principales de Cataluña, cercanos
parientes del Vizconde muerto, y Moncadas, que aun los lloraban. De
manera que había sobre ello grandes alborotos y alteraciones por
todo el campo, quien por vengar los Moncadas, quien por saquear la
ciudad, abominaba todo género de partido, y con él a don Nuño por
que lo había propuesto y esforzado. Entre todos don Ramón Alamany
hombre de gran experiencia y valor pidió silencio, y vuelto al Rey,
habló por todos desta manera. Difícil es por cierto, y las más
veces intolerable (señor y Rey nuestro) la compañía de la venganza
con la benignidad. Porque la venganza parece que lleva consigo las
veces y voces de la justicia, y la benignidad el oficio de una simple
y piadosa equidad, que tira a misericordia: de la cual si se usase,
señaladamente en la guerra que siempre suele emprenderse con fin de
alguna venganza: sería muy a la clara pervertir su orden, que sigue
aunque riguroso de justicia. Pues a no seguir esta, la guerra que se
había de hacer contra los enemigos, se
conuertira
contra los propios. Porque a los ejércitos y su gente, moza,
insolente y pecadora, ninguna cosa le puede ser más perniciosa, que
pecando, usar con ella de benignidad, y misericordia: antes que por
pequeño que sea el
delicto,
conviene darle su merecida pena, y castigo. Para que cuanto más
grave fuere la ofensa, tanto mayor y más irremisible sea la
punición
que la justicia pide por la recompensa y venganza de ella. Pues como
señor? Tan ilustre sangre como la del Vizconde de Bearne, y de don
Guillé su hermano, y de los otros Moncadas que por vos se han
derramado, que aun hierve y da voces de bajo tierra, no alcanzara la
justicia que ante vos pide, con venganza de los derramadores de ella?
No será más justo que la ocasión que se ofrece para bañarnos en
la sangre de estos perros infieles, que vertiéronla de tan
principales caballeros la
emplemos,
para librarnos de la perpetua obligación que a todos nos quedara
para haberlos de vengar cuando ya no podremos? Siquiera para que
viendo todo el mundo lo bien que vengays las muertes de los vuestros,
obligueys
a todos para que con más afición empleen sus vidas en vuestro
servicio? Dad señor lugar a que la justicia haga su oficio, y no
tengáis lástima de quien a vos y a todos tanto nos ha lastimado: ni
escucheys
partido alguno del, que todo será para más burlaros. Creedme
(
crehed me),
que aquel raposo viejo quiere engañar al león Real, y no sabe cómo.
Que otro
pensays
que fabrica Retabohihe pidiendo que pueda irse, y llevar consigo
cuantos quisiere, si no dexar desierta y robada la ciudad de todo el
oro y plata con la demás riqueza, para que la
halleys
vazia, y defraudeys
a vuestros soldados
del premio que esperan de sus trabajos con el saco de ella? A qué
fin pide le dejen (
dexé)
llevar los soldados y gente que quisiere, sino para escoger la más
lúcida y valiente, porque juntada esta con la de África, a do tira,
haga un invencible ejército y revuelva sobre la Isla para cobrarla,
y echaros de toda ella? Cortad, señor, de raíz esta cabeza de la
Isla, si queréis pacíficamente gozar del cuerpo de ella. Y pues la
ciudad está batida, y abierta por tantas partes, y dentro tan llena
de miedo, como de despojos y riquezas, dejadla entrar y dar a saco a
vuestros soldados. No temáis el peligro dellos, que las han con
hombres ya rendidos, pues vemos que han desamparado los muros, y
andan como encorralados para ser víctimas del infierno.


Capítulo
VII. Como ningún medio de paz se tomó con Retabohihe, y de lo mucho
que sintieron esto los Moros, y del juramento que hicieron los
Cristianos, y cómo fue armado caballero Carroz señor de Rebolledo.


Oído con muy grande atención y gusto del ejército, el
razonamiento de don Ramón Alemany: al Rey y a todos pareció muy
bien lo dicho, sino a don Nuño, que como dijimos, era de contrario
parecer. Y hecha la determinación de que no se escuchase partido
alguno, mandó luego el Rey, sin más ceremonia, sino por un trompeta
notificarla a Retabohihe. Sintieron esto los de la ciudad en tanta
manera, que como desesperados se conjuraron de nuevo, o para
defenderse, o para perder la vida ante su ciudad, con el mayor
estrago y matanza que pudiesen de los Cristianos: y cobraron tan gran
coraje y fuerzas de la desesperación animándose unos a otros, para
tener en poco sus vidas solo que apocasen las del ejército
Cristiano: que no faltaron muchos de los nuestros después de
entendido esto, que quisieran harto escusar el asalto: y aun algunos
de los que más resistieron a don Nuño, cuando a punto la concordia
(según que estando para dar el asalto se entendió) se
arrepintieron, y con harto temor se dolieron porque fueron de
contrario parecer. Pero si mucho creció el ánimo a los Moros, por
la desesperación, mucho más se aumentó el de los Cristianos con la
buena esperanza de la victoria, y saco de la ciudad, señaladamente
en la persona Real, cuyo fin era echar la mala secta de Mahoma de la
Isla para introducir la religión Cristiana: que por sola esta buena
intención tenía gran certidumbre de la victoria. Continuando pues
el cerco, y puestas las machinas y trabucos a punto, todos se
prepararon para el asalto. Y para que con mayor ánimo y porfía se
continuase la batería, pareció a los Prelados y principales del
ejército, que congregados todos hiciesen voto con juramento, que
durante el asalto, ninguno volvería las espaldas, ni el pie atrás,
ni perdería un punto del lugar que una vez tuviese ganado: sino
fuese por hallarse herido de muerte, quien lo contrario hiciese,
fuese habido por traidor y rebelde. Fue cosa rara y de admirable
magnanimidad, la del Rey, que fue el primero que alargó la mano para
jurar lo dicho sobre los Evangelios: pero ni los Prelados, ni los
demás se lo consintieron. Esto se hizo en el día y fiesta solemne
de la natividad del Señor, que celebró el Rey con todo el ejército
muy devotamente. Y en el mismo día un caballero de sangre nobilísima
llamado Carroz (según lo refiere Asclot) descendiente de los grandes
de Alemaña, que seguía al Rey en la guerra a su propia costa, fue
armado caballero por el Rey públicamente, y con muy grande
solemnidad: al cual por los grandes servicios que al Rey hizo en esta
guerra, y en la de Valencia, que se siguió, llegó a ser Almirante
de Mallorca, y en el Reyno de Valencia fue señor de Rebolledo, que
entonces era villa, y fue fundador de otro pueblo llamado la font den
Carroz. Cuyos hijos y descendientes que siguieron la guerra deste Rey
y sus sucesores los Reyes de Aragón, alcanzaron destos muchas
mercedes en Cataluña, Valencia, y Cerdeña.





Capítulo VIII. Como los de la ciudad determinaron morir antes que
darse, y de la diligencia que el Rey hacía en guardar el Real, y las
causas por que no se dio de noche el asalto.






Habiendo ya el Rey
cerrado la puerta a los conciertos que se habían movido, y desechado
todo género de partido, quedó determinado por todos de dar el
asalto. Lo cual entendido por la gente de la ciudad, vista su
perdición al ojo, comenzó de tal manera a obstinarse y embravecerse
contra los Cristianos, que nunca se vieron ciudadanos más aparejados
para morir por su patria que estos: confiando mucho en la gente de la
Isla, que se había recogido por los montes y cuevas, de los que no
habían querido entregarse al Rey, y eran tantos que casi podían
hacer ejército por si. Y así creían que en comenzar los Cristianos
a dar el asalto, bajarían los de la montaña a dar sobre ellos, y
que los de la ciudad y ellos los tomarían en medio, y los hundirían.
De donde vino que discurriendo por lo mesmo los nuestros comenzaron a
temer, y a no tener en poco, como antes, tantos enemigos, como tenían
delante y a las espaldas, recelando de ser acometidos por ambas
partes. Considerado todo esto por el Rey, procuró con mayor
curiosidad de allí a delante reconocer el Real, y poner mucha gente
de los más fieles y escogidos en guarda del: para lo qual mandó
estuviesen a punto tres bandas de caballos, de a ciento cada una, que
anduviesen rondando el Real toda la noche con sus fuegos y estruendo
de
atambores,
puesta la una en defensa de las machinas y artillería: la segunda
enfrente de la puerta de Barbolet, que está al pie de la fortaleza:
la tercera a la puerta de Portopi (porque ya no se mandaba la ciudad
por otras puertas) para entretener el primer ímpetu de los Moros, si
saliesen, hasta que el campo acudiese, pues para los de las montañas,
ya tenía puestas sus centinelas y cuerpos de guarda. Mas como fuese
en lo recio del invierno, y aquel año más frío que otro, no
pudiendo los de a caballo sufrir el excesivo frío toda la noche,
dejando uno o dos en el puesto, para que avisasen del rebato, los
demás secretamente se acogían a sus tiendas. Como el Rey entendió
esto, lo sintió mucho, y no fiando más dellos, encomendó la
centinela y guarda a los Almugauares de su guarda Real, que eran
valientes y fidelísimos, y muy hechos a sufrir calor y frío, como
adelante diremos. En lo cual estuvo el Rey tan puesto y tan solícito,
que en los cinco días que señalaron para preparar el asalto, apenas
le vieron dormir, ni comer, sino muy
de
priessa
, y mucho más porque por el
mesmo tiempo fue tanta la necesidad y falta que hubo de dinero, que
le fue necesario, para dar algunas pagas a los soldados, valerse de
LX mil besantes, que apenas son diez mil ducados de Barcelona, de los
mercaderes que habían acudido de Cataluña con gran suma de dinero
para hallarse en el saco de la ciudad, y comprar la presa y despojos
de los soldados, a ciento por uno, como entonces se usaba.
Finalmente, en la siguiente noche que fue a los XXX de
Deziembre,
mandó el Rey hacer un pregón por todo el campo, que por la mañana,
oída misa, y recibido devotamente el Santísimo cuerpo de Iesu
Christo, casa uno estuviese armado y puesto en orden en su lugar,
para dar el asalto. Pues como viniese la mañana y hubiesen
comulgado, y después diesen sustento a sus personas, que con el
deseo de entrar en la ciudad fue todo hecho en un punto, aguardando
ya la señal para arremeter, don Lope Ximen de Huesca, caballero
Aragonés y capitán de



la guarda, vino al
Rey, y le dixo como él había enviado secretamente a la ciudad dos
escuderos suyos a saber lo que en ella pasaba, y le referían, que de
noche había poca gente de guarda por toda ella, y que en todo aquel
lienzo de muralla de la quinta torre hasta la sexta, a la siniestra
de la fortaleza, ninguna gente de guardia había. Y más que por las
plazas y calles todo estaba lleno de cuerpos muertos, y la ciudad
aunque con mucha gente, pero muy acobardada, que solo las casas
estaban proveídas de canteras y otras armas defensivas, que por todo
ello sería mejor asaltarla de noche. Holgó el Rey de entender esto:
pero considerando prudentísimamente en lo que más convenía a la
honra y salud del ejército, no determinó de aventurar de noche una
tan importante empresa. Diciendo que la condición y uso del soldado
en la guerra, era semejante al del león, que cuando piensa que nadie
le ve, y siente que los cazadores le buscan, huye a toda furia, y en
esto no hay más cobarde animal que él: por lo contrario si se sale
al delante alguno, o muchos, se para y hace rostro a todos, y puesto
en la pelea es un león. Así
acahesce
al soldado, por valiente que sea, peleando de noche: que como no ve
delante de si al capitán que alabe sus hechos, ni otros soldados a
quien imite, ni a sus mayores a quien tenga respeto, ni finalmente
vea a quien le descubra: teme con la oscuridad mucho más, y lo que
hace es huir cuanto puede del peligro, y anteponiendo sus salud y
vida a toda honra y juramento hecho, hiere más presto la sombra que
al enemigo. Y así fue de parecer, y en esto vinieron todos, que
pasada aquella noche en centinela, luego por la mañana se diese el
asalto: como se hizo así, y fue el postrero de Deziembre del año de
la Natividad del Señor MCCXXX.





Capítulo
IX. Del razonamiento que el Rey hizo a los soldados antes del
asfalto, y como se entró en la ciudad con grande estrago de ambas
partes, y que se vio pelear un caballero extraño y se creyó ser S.
Iorge.

Venida la mañana, mandó el Rey que dos ba*das de
caballos quedaran por guarda del Real por si los Moros de la montaña
hiciesen algunas correrías contra él, y tomando cada uno su
refresco, todos volvieron a su puesto, con el mismo orden que el de
antes para dar el asalto. Con esto se subió el Rey en un lugar algo
eminente sobre el ejército, de donde vio y entendió cuan ganosos
estaban todos para dar el asalto: y los caballeros, Barones, y
grandes, para vengar a los muertos sus deudos. Pero antes de dar la
señal que todos aguardaban para arremeter, les habló desta manera.
Valerosos capitanes y soldados míos, aunque conozco muy bien, que
según los trabajos que conmigo habéis padecido, y las victorias que
por mano vuestra he alcanzado, si os diese todos mis Reynos, no
bastaría con ellos a igualar lo mucho que me tenéis obligado, ni
con lo mucho más que deseo hacer por vosotros: todavía, porque no
parezca que con sola buena voluntad y palabras os quiero pagar lo que
debo: veis aquí que os ofrezco a la vista una de las más ricas y
principales ciudades de cuantas yo poseo: así para que hartéis
vuestros ánimos con la venganza de vuestros parientes y amigos que
perdistes, lo que tanto y con razón deseáis, como por el saco que
haréis, y riquezas que cogeréis en ella, para que os volváis
prósperos y triunfantes a gozar entre los vuestros. Por donde pasad
adelante, y con tan buen ánimo y generoso esfuerzo como habéis
siempre acostumbrado, emplead vuestro valor en este asalto: pues
demás que tendréis (
terneys)
al omnipotente Dios nuestro (de cuyos enemigos tomáis hoy venganza)
muy de vuestra parte: y lo mucho que a mí me obligaréis por la
victoria que de ellos espero haber por vuestra mano, también para
vosotros no solo quedará fama perpetua en la tierra, pero confiad
muy de veras que en el cielo hallaréis inmortal gloria aparejada.
Diciendo esto, y dando dos veces con su estoque la señal, a la
tercera arremetieron todos a una, la gente de a pie primero,
siguiendo la de a caballo, por las partes que ya de antes estaba
batido el muro y el foso cegado, y se entraron por el sin hallar
resistencia, porque ninguno osó quedar en la defensa del muro:
confiando que con la preparación que había por las calles de
cadenas y palenques, y dentro y en lo alto de las casas de canteras y
fuegos artificiales, así hombres como mujeres se defenderían mucho
mejor. Mas los nuestros divididos por las calles de quinientos en
quinientos iban poco a poco ganando la tierra con sus
empavesadas
sobre las cabezas. Y porque la estrechura de las calles era grande y
la lluvia de piedras de los tejados muy espesa, se redujeron
(
reduzieron)
a pelear de treinta en treinta y con todo eso la resistencia era
mucha, y la batalla de ambas partes muy sangrienta, y la victoria
dudosa: hasta que atravesando los de a caballo por las calles, y
tomando a los enemigos las espaldas, los atropellaban y hacían meter
por las casas, y desta manera comenzaron a ganarles las plazas y
calles, y llevarlos de vencida. Fue fama cierta y confirmada, así
por el dicho de los Moros, como de los Cristianos, que fue visto en
esta jornada entre los de a caballo, un caballero armado de armas muy
resplandecientes, sobre un caballo blanco, de cuya vista y fervor en
el pelear, los Moros quedaron tan espantados y amedrentados que huían
de él a toda furia y daban como ciegos y turbados en manos de los
Cristianos que los hacían pedazos. Creyeron todos (según el Rey
dice en su historia) que sin duda era aquel caballero el glorioso
mártir sant Iorge, que como a defensor y patrón antiguo de los
Reynos y corona de Aragón, apareció aquel día favorable a sus
soldados Cristianos, contra los infieles moros. Señaladamente para
los que llevaban su
deuisa,
que era una cruz llana colorada. Porque en esta figura de hombre
darmas, el
santo apareció no solo en esta batalla, pero en otras como adelante
mostraremos.


Capítulo X. Que los Moros de vencidos se
huyeron a la montaña, y saquearon la ciudad los Cristianos, y como
fue Retabohihe preso por mano del Rey.

Ganaba pues de cada
hora el ejército Cristiano a los Moros las calles y plazas de la
ciudad, aunque a muy gran costa suya, porque cuanto más ellos se
encerraban por las casas para mejor defenderse del ímpetu de la
caballería, tanto mayor guerra hacían, cerrando sus puertas y
echando por las ventanas y tejados infinidad de piedras, canteras,
leños, hasta tejas, con muchas saetas de fuego de alquitrán y
calderas de aceite hirviendo, con las demás armas que su furor con
la rabia y desesperación les traía a las manos: y con el ayuda de
las mujeres que hacían en este género de pelea, tanto como los
hombres. Todo esto pasaban los Cristianos con muy gran peligro y
pérdida suya, rompiendo puertas y entrando por las casas a robar y
degollar cuantos encontraban. De manera que los Moros dejaban ya las
casas, y se salían a las plazas, para hechos un cuerpo mejor
defenderse. Lo cual era mejor para los Cristianos, que peleaban más
al seguro que por las calles. Puesto que lo que más entretenía a
los Moros, no era tanto la muchedumbre dellos, cuanto la vida y
presencia de Retabohihe su Rey, porque el mismo en persona andaba
entre los suyos armado sobre un caballo blanco, de los primeros, que
los animaba, y en tanta manera les movía su presencia que claramente
decían querer más presto morir ante su Rey, que vivir después de
él muerto, o vencido. Y así como abejas se amontonaban delante de
él, y de tal suerte le defendían puestos en el escuadrón, que los
nuestros no podían llegar a él. En este medio después de haberse
metido toda la caballería dentro de la ciudad, y tomado todos los
pasos, comenzando los nuestros a apellidar victoria victoria, luego
les faltó el ánimo a los Moros y se pusieron en huida con sus hijos
y mujeres por las puertas de Barbolet, Portopí, sin que los nuestros
que estaban ya todos en la ciudad, se lo estorbasen, y también por
ser tanta la gente que huyó, que se halla (según la historia dice)
que fueron de XXX mil arriba los que entre hombres y mujeres se
acogieron a la montaña. A los cuales ninguno de los nuestros quiso
seguir, tan metidos andaban en el saco y despojo de la ciudad. Y así
fue causa la codicia de los soldados de la cruel y larga guerra que
después hubo con los de la montaña, por no haberlos seguido y
deshecho antes que se rehiciesen. Procuraron los Moros al tiempo que
huyeron, llevar consigo a su Rey, pero no quiso ir, ni desamparar la
ciudad, antes se recogió en un palacio viejo con solos tres o cuatro
de sus íntimos privados. A esta sazón entró el Rey en la ciudad,
porque le fue necesario quedar antes fuera, por defender el Real de
los de la montaña, y también para hacer rostro a los que huyeron de
la ciudad, no saqueasen al Real de paso. Entrando el Rey en la ciudad
con su guarda de a caballo, a la cual permitió ir a saquear con la
otra gente, y él se fue con pocos para la fortaleza pensando hallar
allí a Retabohihe, porque entendió de algunos capitanes como se
había quedado en la ciudad. Y llegando a la fortaleza, halló que se
habían hecho en ella fuertes algunos principales de la tierra. Estos
viendo al Rey y conociéndole luego se ofrecieron de rendírsele a
toda misericordia con la fortaleza, solo que dejase algunos de su
gente a la puerta de ella para que los defendiese de los soldados que
saqueaban la tierra. Como el Rey entendió que Retabohihe no estaba
allí dejoles un capitán con algunos soldados en guarda dellos, y de
la fortaleza, y llevando consigo a don Nuño, entendió en buscar a
Retabohihe, al cual halló luego en aquel palacio viejo, que dijimos:
y por las armas resplandecientes y su buena disposición
conociéndole, arremetió para él, y le tomó de la barba, según
que mucho antes lo había jurado, y le dijo. No temas, que pues eres
mi prisionero, vivirás: y entregándole a su gente de guarda que ya
era vuelta a él, volvió a la fortaleza, la cual luego se le
entregó: a donde halló al hijo único de Retabohihe de edad XIII
años, el cual después fue bautizado y tomó nombre don Iayme, y
cuando el Rey fue a Aragón le llevó consigo en triunfo, y le hizo,
como se dirá, largas mercedes. Puesto que de Retabohihe, su padre,
ni en la historia del Rey, ni en otras se hace de él más mención,
como no se halle que el Rey lo trajese a España, ni en triunfo ni
fuera de él. Se tiene por más cierto que le dejó encarcelado en
Mallorca, a donde de tristeza y pensamiento murió luego. Finalmente
fue tanta la matanza y estrago que se hizo en los moros de la ciudad,
que sin los que huyeron, se tuvo por cierto murieron a cuchillo
(
guchillo)
hasta X mil de ellos, y no fue tan a salvo de los nuestros que no
muriesen también muchos. Y porque se engendraba muy gran corrupción
y hedor intolerable de los cuerpos muertos por toda la ciudad, mandó
el Rey hacer muchas hogueras para quemar los Moros muertos, y hacer
muy grandes hoyos para enterrar los Cristianos en lugares que después
fueron consagrados para cementerios. Desta manera fue toda la Isla de
Mallorca conquistada por el gloriosísimo Rey don Iayme, y entrada la
ciudad en el último del mes de Deziembre del año MCCXXX.











Capítulo XI. Como por la
codicia de los soldados en saquear la ciudad no se prosiguió la
victoria contra los Moros, y de la repartición que se hizo de la
presa conforme a las capitulaciones.

Tomada la ciudad, y dada
a saco a los soldados fue tanta la codicia dellos en coger la presa,
que hasta pasados tres días no pudo el Rey hacerlos retirar a sus
banderas. Puesto que por manifiesta providencia de Dios el saco se
hizo con harto menos ofensa suya, por haberse huído juntamente con
los hombres las mujeres y niños a la montaña. Porque si en los
soldados, con la cólera del robar, se juntara el ardor de la
concupiscencia, no hubiera leones tan fieros, ni más desconocidos
(como suele) entre si que ellos, y así con no hallarse mujeres, fue
más pacífico el saco y menos sanguinolento, para que las
particiones de los despojos después se hiciesen con menos ruido. La
suma del oro y plata labrada, que se halló, la infinidad de vasos,
armas, caballos con sus arreos, todo género de jumentos, ganados
mayores y menores, no tuvo comparación. Demás desto las joyas,
piedras preciosas, sedas, con otros mil aderezos de palacio, que se
hallaron en la recámara del Rey y en las mezquitas, con lo cual se
tuvo gran cuenta porque viniese a manos del Rey, fue cosa
innumerable, y de increíble estima. Luego el Rey, por cumplir los
conciertos y capitulaciones que en Barcelona se habían jurado,
entendió en mandar que de toda la presa, excepto el oro, plata y
piedras preciosas (cosas que fácilmente se podían esconder, y
negar, y que no era muy seguro el sacarlas por fuerza del seno de los
soldados) de todo lo demás se hiciese un montón, y pública
almoneda. A la cual acudieron muchos mercaderes que aposta vinieron
de muchas partes, por no perder tan buen barato, y con gran suma de
dinero rescataron toda la presa. Aunque por venderse en común fue
más cara de lo que pensaban. Y luego se entendió en hacer la
división por los capitanes, Barones, y grandes, según los servicios
y gastos de cada uno hechos en esta guerra, y para los soldados que
solo un tanto viniese a cada uno. Y porque se repartiese con más
fidelidad y menos queja de todos, fue el cargo de esto encomendado a
los jueces nombrados en esta capitulación, los Obispos de Barcelona,
y Lerida, don Nuño, el Conde de Ampurias, don Ramón Alemany, y
Berenguer de Ager. Con los cuales don Ximen Vrrea, y don Pedro Cornel
Aragoneses, en lugar del Vizconde de Bearne y los que murieron,
fueron nombrados para el repartimiento. Puesto que (como suele
acaecer en las particiones que casi ninguno queda contento) se
levantó un súbito motín entre los soldados contra los
repartidores, y fueron saqueadas algunas casas suyas. Mas luego
acudió el Rey, y con echar mano de los amotinadores, y castigar
algunos de ellos se quietó el alboroto y motín. Quiso el Rey que en
esta división se tuviese gran cuenta con fray Bernaldo Champany
Comendador de Miravete, y vicario del maestre del Temple en los
reynos de la corona, por los muchos gastos que en esta guerra
hicieron él, y los comendadores de su orden, y por eso les dio
campos, caserías y tierras para fundar un templo junto a la ciudad,
y dotarlo de tanta renta que pudiesen mantener XXXX caballeros de su
orden en la isla. Con estas tan justas y bien reguladas
reparticiones, y otras muchas liberalidades que el Rey hacía con los
que bien le servían en la guerra, ganaba de cada día mucha
autoridad para con la gente, y con gran renombre de franco y liberal,
atraía a si los ánimos y afición de todos, para que en paz y en
guerra le siguiesen y sirviesen fidelísimamente.


Capítulo XII. De las
reparticiones que el Rey hizo de las casas y campos de la ciudad
entre los soldados, capitanes y oficiales del ejército.






Demás de los
repartimientos que se hicieron entre los del ejército de la presa y
despojos que se cogieron dentro de la ciudad, conforme a lo arriba
dicho, hizo el Rey otro repartimiento de las casas y habitaciones de
ella, a efecto que se poblase luego de Cristianos, y se echasen a
fuera los Moros con su secta. Lo que vino bien para los soldados
viejos y cansados de seguir la guerra, los cuales por sus antiguos
servicios que habían hecho al Rey en todas las jornadas pasadas, le
pidieron por premio los dejase habitar en aquella ciudad, por ser tan
buen pueblo, y el aire tan templado para pasar su vida, y estar
siempre en defensa de la tierra. De lo cual fue el Rey muy contento,
y aun les proveyó de lo que más importaba para más presto poblar
la ciudad: y fue de mujeres, de las cautivas Cristianas que se
hallaron en la ciudad, y aunque habían renegado, no quisieron huir
con los Moros a la montaña, sino que se convirtieron a la fé, y las
recibió y dio por mujeres a los soldados, que las tomaron de buena
gana. Y así gozando de los privilegios e inmunidades que el Rey les
concedió, con algunos gajes para mejor vivir y estar en defensa de
la tierra, se dieron a edificar a gran prisa,y como hombres prácticos
que habían ido por el mundo hicieron nuevas trazas de edificios muy
bien labrados, y con ellos ennoblecieron mucho y ensancharon la
ciudad, deshaciendo la mala hechura de casas que tenía antes. Assi
mesmo, para los capitanes, y demás oficiales del ejército también
hizo repartición de los campos y predios del territorio de la
ciudad. Así que sobre esto hubo recias alteraciones, y muy grande
importunidad en el demandar, tanto que según las muchas jugadas y
cahizadas (
cahiçadas)
de tierra que cada uno pedía, conforme al tiempo y servicios que
pretendía haber hecho, no llegaban con mucho los campos con la
demanda de ellos. Y se entiende, por lo que después el Rey reveló a
los que hicieron semejante repartición que esta, en la conquista de
Valencia (como lo veremos en el libro XII) fue aconsejado, que como a
nuevo señor y conquistador de la Isla, hiciese nueva ley, y redujese
las jugadas a la mitad, haciendo de una dos, y así hecho desta
manera sobró para todos quedando por esto obligados a la defensa de
la Isla. También se hizo otra repartición de villas y castillos
para los principales señores que siguieron al Rey, de la cual se
hablará más adelante.











Capítulo XIII. De la gran peste que en la ciudad y Isla hubo donde
murieron los principales del ejército y fue necesario enviar a hacer
gente en Aragón.






En este medio don
Nuño, por mandado del Rey por asegurar la costa de la Isla, y
descubrir si quedaban algunos enemigos de quien defenderse fuera de
ella, por lo que a los principios amenazaron los Moros al campo del
Rey con la venida del de Túnez en socorro dellos, entendió en
juntar dos galeras bien armadas, y con gente escogida, a efecto de ir
a correr la costa de Berbería, por ver si algunos Reyes de África
se aparejaban con gente y armada para venir sobre Mallorca. Pero le
fue forzado dejar la empresa, por causa de la grandísima peste que
se había encendido en la ciudad, y de allí por toda la Isla, a
causa de haberse inficionado el aire por tantos cuerpos muertos como
por la ciudad y toda la Isla habían quedado sin sepultura, y aunque
por la Isla fue grande, se engendró mayor en la ciudad: donde no
solo fue infinita la gente plebeya que murió de ella, pero aun en
los principales capitanes del ejército, y del consejo real hizo
cruelísimo estrago. Porque entre otros dentro de un mes murieron los
capitanes Claramunt, don Ramon Alamany, Perez Mirtaz Aragonés
nobilísimo, Cerbellón, y el buen Conde de Ampurias con grandísimo
dolor y sentimiento del Rey, y de todo el ejército. Pues ningunos
más que estos,y los que murieron antes en la batalla, que fueron el
Vizconde de Bearne y don Guillé su hermano, con los de su linaje de
Moncada, ayudaron al Rey en esta jornada. Porque no solo con gente y
armas y sus personas, pero aun con su consejo y fidelidad fueron muy
gran parte para el buen éxito (
successo)
desta conquista. Por cuyas muertes y falta de tantos capitanes y
soldados, quedó el Rey tan solo, y tan huérfano el ejército, que
así por esto, como por hacer guerra a los Moros que se habían
retirado a las montañas, y hecho allí fuertes, mandó a don Pedro
Cornel capitán de la caballería que tomando del tesoro del Rey suma
de cien mil sueldos pasase a Aragón para hacer una compañía de CL
hombres de armas, y que con ellos volviese luego a la Isla, también
con alguna gente de Infantería. Y que entre otros trajese a don Atho
de Foces, su antiguo mayordomo mayor, y a don Rodrigo Lizana, para
que viniesen con fin de asistir allí por todo el tiempo que durase
la guerra, pues gozaban de las caballerías de honor y gajes reales:
y era necesario y muy
concedente,
que el Rey acrecentando de reynos, aumentase la guarda de su persona,
y doblase el ejército. Lo cual hizo Cornel con mucha presteza:
porque demás de los caballeros ya dichos, pasaron muchos otros con
él a servir al Rey, por la gran fama que de sus hazañas se
derramaba por todas partes. Con esto se rehizo el ejército de la
gran pérdida que se siguió por la pestilencia, y por los muchos que
hallándose ricos del saco, se habían ido a sus tierras, y con
achaque de la peste salido de la Isla.











Capítulo
XIV. De la nueva guerra que se ofreció al Rey con los Moros que se
habían hecho fuertes por la Isla: y de las mercedes que hizo a los
caballeros del
Ospital.







Luego que Cornel
volvió de Aragón con la gente de a caballo, y los demás allegados,
reforzado el ejército, y aplacada la peste, el Rey movió guerra
contra los Moros que huyeron de la ciudad, y se recogieron en las
montañas, y otros lugares en lo llano de la Isla, señaladamente en
las villas de Sollar, Almaruich, y Bayalbufar, de donde hacían
muchas correrías, y cabalgadas contra los Cristianos, en sus campos
y heredades, hasta llegar a las puertas de la ciudad, y cerrar el
paso y contratación que había de ella con la ciudad de Pollença.
La cual aunque por entonces era de muy gran trato a causa del puerto,
de presente está muy perdida y despoblada, por estar ya todo el
trato de la Isla resumido en la ciudad principal. Por esto partió el
Rey con el ejército para la val de Buñola a la montaña, donde se
habían hecho fuertes muchos dellos, y como yendo ya de camino
entendiese que se habían descubierto ciertos escuadrones de los
mismos a lo llano, dejó la villa de Buñola, a la mano izquierda, y
del castillo de Alarò, que (según fama) es de las más
inexpugnables fortalezas del mundo, por ser naturalmente fortificada:
de la cual brevemente relataremos las causas de su inexpugnabilidad.
Porque está hecha una muela de monte altísimo, alrededor todo
peñatajada: y su cumbre tan espaciosa y llana que se podría un
ejército formado recoger en ella. Demás que su entrada y subida
viene a ser tan inhiesta, tan áspera y estrecha, que bastan diez
hombres a defenderla de 50 mil. Y así fue maravilla de Dios que los
Moros como se fueron a guarecer en las cuevas, no se recogieron a
esta fortaleza porque sola la hambre, y no otro fuera bastante a
rendirla. Tomó pues por la falda de la montaña, y mandó al
ejército que se detuviese en cierto puesto hasta que él descubriese
la campaña. Como para esto se subiese a un pequeño monte, el
ejército no curó de parar en el puesto donde el Rey le ordenó,
sino irse derecho a una aldea llamada Inca, que agora es una
principal villa. El Rey que los vio ir desmandados, dejando a don
Guillen de Moncada hijo de don Ramón (este fue después, como lo
dice la historia, señor de la villa de Fraga en los confines de
Aragón y Cataluña) con la retaguardia que le seguía, puso piernas
al caballo, y con algunos caballeros, pasó de la otra parte del
monte, dándose prisa por alcanzar el ejército y detenerle, teniendo
los enemigos a la vista. Mas como el ejército hubiese ya pasado muy
adelante, y llegado al valle cerca del pueblo para donde marchaba sin
ninguna orden, no fue a tiempo de tenerle. Por donde los Moros viendo
de lo alto del monte que los escuadrones de los Cristianos se
dividían, y que iban desordenados DC de ellos, por no perder tan
buena ocasión, arremetieron la retaguarda: pero hallándola muy
apercibida y en defensa, quedaron burlados, y fueron forzados a huir
por el monte arriba. Entonces el Rey tomó consejo con don Guillén,
y don Nuño y Cornel, a los cuales pareció que no era bien que su
Real persona anduviese por lugar tan desierto, y propincuo a los
enemigos que eran de III mil arriba: y que pues la provisión y
bagaje del campo estaba ya en Inca, a donde había hecho alto el
ejército, se debía juntar con él. Con esto pasó casi por medio de
los enemigos, hacia el pueblo, con solos XXXX de a caballo, tan en
orden y bien puestos, que no les osaron acometer los Moros. Lo que
fue por todos más atribuido a temeridad que a valentía: osar tan
pocos pasar por medio de tantos enemigos. Y aun con todo esto, visto
el poco ánimo dellos y falta de armas que tenían, no dejara el Rey
de acometerlos, si los hallase en campaña rasa, fuera de aquellos
riscos y aspereza de monte adonde se habían recogido, y estaban tan
fuertes, que era necesario armar nuevos ingenios y artes para
tomarlos. Llegado a Inca reprendió mucho a los capitanes por el poco
miramiento, y respeto que a su persona se tuvo. Porque dándoles
voces para que hiciesen algo, no curaron de él, sino de pasar
adelante. Mandó pues a todos volviesen a la ciudad con las tiendas y
vituallas del campo. En este tiempo Vgo Folcalquier maestre del
ospital en
Aragón, aportó en Mallorca en una galera con XV caballeros de su
orden, al cual recibió el Rey con mucho amor, tratando con tanta
honra a él y a los de su orden, que habiéndose ya hecho la división
y partición del territorio y campos de la Isla con los del ejército,
y no quedando nada por repartir: todavía les sacó porción
(
portion)
para XXX caballeros del Ospital, sin tocar en las porciones
(
portiones)
ya dadas y repartidas de la misma manera que poco antes les había
cabido a los caballeros del Temple. Lo cual le tuvieron a muy sobrada
y excesiva merced, porque habiendo sido los postreros que llegaron a
la conquista, y que no se hallaron en la presa de la ciudad, fuesen
iguales en el premio con los del Temple. También les hizo merced de
las atarazanas viejas (
del
ataraçanal
viejo) del
puerto de la ciudad, para que aquí edificasen iglesia, y casa.




Capítulo XV. De la
extraña guerra que el Rey tuvo con los Moros en los montes, y
trabajos que padeció en sacarlos de las cuevas, y de la gran
fertilidad de las montañas de la Isla.

Era muy grande la
pena y afán que el Rey sentía viéndose ya pacífico señor de la
ciudad, y de toda la costa, con lo llano de la Isla, quedarle por
acabar la guerra de las montañas, la cual le impedía el paso y
vuelta para tierra firme, habiendo tanta necesidad de su presencia en
los reynos de Aragón y Cataluña, para atender a negocios muy
graves, que sin su persona y decreto, no se podían resolver, y la
dilación los gastaba más de cada día. De suerte que no tanto se
holgaba por los enemigos que había vencido, cuanto se dolía y
afligía por los que le quedaban por vencer. Con esto no sufriendo
más dilación, juntando el ejército, y hecho general del a don
Nuño, con el Obispo de Barcelona, don Ximen de Vrrea, y el Maestre
del ospital, volvieron al mismo pueblo de Inca: a donde, y por sus
contornos hacia la montaña, se entretenían los Moros. De allí
subiendo a un collado muy alto llamado Artana, entendieron por
las
espías, que los Moros se habían metido en unas cuevas muy profundas
que estaban en los más altos montes de la Isla no muy lejos de allí:
señaladamente en una, cuya subida hacia la boca de ella, era de las
ásperas y enriscadas del mundo, y dentro profundísima y anchísima,
con muchas cavernas, o bóvedas, de manera que podían de allí los
cercados fácilmente defenderse de cualquier acometimientos y armas
que contra ellos se hiciesen, y aun podían ofender a los que
tentasen la entrada, sin que se viese de quien ni por donde, y a los
que subiesen a lo más alto derribarlos con saetas por sus secretos
agujeros y rendijas. De manera que cercada por el ejército la peña
de todas partes, y subiendo los soldados que apenas podían de dos, o
de tres en tres, ayudándose los unos a los otros: en llegando a lo
alto en derecho de los agujeros, no solo eran por los de dentro con
lanzas y saetas atravesados, pero aun por los de arriba en lo alto de
la boca eran con muchas canteras derribados y muertos. Pues como en
este cerco se hubiese entretenido mucho el ejército, y sin hacer
efecto, gastado el tiempo por algunos días, determinó el Rey con el
consejo de los capitanes, que se diese fuego en aquellas chozas y
cabañas que los Moros tenían enfrente de aquellos agujeros. De lo
cual doliéndose mucho ellos, y fatigándose con el grande humo que
les entraba: demás que se hallaban todos dolientes a causa de la
mucha agua que destilaba, de cuando llovía, en la cueva, y estar
tanto tiempo encerrados: determinaron de salir y darse a merced del
Rey: pues sabían la misericordia y acogimiento que hacía a cuantos
se le rendían llanamente. Y así trataron con él que si dentro de
ocho días, los otros compañeros de los montes y cuevas vecinas, no
les socorrían, que se entregarían. Les fue (
fueles)
concedido el plazo con mucha razón, porque con impedirles el paso y
socorro de los compañeros, se excusaban los cristianos de perder más
tiempo y gente en combatir la cueva, cuya conquista tenían por
imposible. En este medio quedando una parte del ejército sobre la
cueva para estorbar el socorro, si viniese, don Pero Maza (Maça)
capitán muy experto, se fue con la otra parte discurriendo por
aquellos montes, a donde halló otra semejante peña enriscada con
una grandísima cueva dentro, y muy llena de Moros. La cual como no
estuviese así bien en defensa como la otra, por tener muchas bocas y
aperturas grandes por los lados, y muy fácil de acometer la entrada
con buena empavesada (
empauesada),
la tomó con poca dificultad, hallando quinientos Moros dentro, los
cuales trajo a todos al Rey, con la mucha provisión de pan y carnes
que halló en ella. Cumplido ya el plazo del entrego, y no les
acudiendo socorro, se rindieron al Rey los de la primera cueva, y de
ella salieron mil y quinientos Moros, los cuales echándose a los
pies del Rey y pidiendo perdón, le ofrecieron dar luego X mil
bueyes, y treinta mil cabezas de carneros. Tanta era la fertilidad y
abundancia de la Isla, que en los montes, como en un rincón de ella,
se pudieron criar y apacentar tan grandes rebaños de ganados.







Capítulo XVI. Como
se determinó que los Moros no fuesen echados de la Isla, y venido el
socorro y gente de Aragón, lo que proveyó el Rey para el gobierno
de ella.

Con tan buena presa y jornada que el Rey
hizo en la guerra de las montañas, se volvió con el ejército a la
ciudad, y entró en ella triunfando (
triumphando)
con muy grande alegría y aplauso de todos. Luego tuvo consejo
general donde concurrieron, Prelados, grandes, Barones, y los
capitanes del ejército: ante quien propuso algunas cosas tocantes a
los Moros de la Isla. Conviene a saber, si sería mejor llevarlos a
tierra firme, o dejarlos en la Isla. Porque siendo tanta la
muchedumbre de ellos, podría ser que viniendo en su ayuda los de
África se rebelasen, y juntos pusiesen en aprieto a los Christianos,
y fuese ocasión de perderse la Isla. O si convenía más, para
beneficio y aprovechamiento de la Isla, quedarse en ella, a fin que
los Christianos se valiesen de ellos como de esclavos para culturar
las tierras, y trabajar en las obras públicas de la Isla que se
hacían para fortalecerla. También porque con la falta de
labradores, no quedase yerma. ni desierta la tierra, para que
volviese como solía a poder de corsarios. Acabada el Rey su plática,
fueron de parecer la mayor parte de todo el consejo y junta hecha,
que los Moros se quedasen en la Isla. Señaladamente aquellos que a
los principios voluntariamente se rindieron, y ayudaron con toda
provisión y avituallamiento a los Christianos y se quedaron con sus
campos y heredades que tenían. Esta determinación se puso en
efecto, aunque como luego después se siguió la nueva rebelión de
los Moros contra los Christianos, se halló no haber sido este
parecer provechoso. A esta sazón aportó a la Isla don Rodrigo
Lizana
, trayendo consigo treinta hombres de armas, y dos compañías
de infantería, con don Atho de Foces y don Blasco Maça, que los
seguían con otra compañía de soldados. Mas estos por una tormenta
fueron forzados a volver al puerto de Salou, aunque en siendo mar
bonanza luego tomaron la derrota a aportaron a la ciudad. Hallándose
ya el Rey absoluto señor de toda la Isla, acabó de asentar algunas
diferencias que se ofrecieron acerca de la división de los campos y
heredamientos, y sobre los suelos y sitios de la ciudad, para
edificar casas: en todo lo cual se mostró muy liberal y justo.
Finalmente dejando puesta muy buena guarnición de gente, por toda la
costa de la Isla, principalmente en la ciudad y puertos, con expreso
mandato se atendiese a las obras públicas y fortificación de ella,
determinó embarcarse, y volver a Cataluña, después de solos XIV
meses que con toda la armada partió de allá, y comenzó la
conquista de la Isla. En la cual dejó por Visorrey y gobernador
general a don Bernaldo Sentaugenia, nobilísimo y fidelísimo
caballero Catalán: mandándole que aparejase todo lo necesario para
la conquista de Menorca, y de las demás Islas conjuntas y tocantes a
la señoría y Reyno de Mallorca: porque determinaba volver presto, y
con el favor divino conquistarlas. Y para más obligarle al buen
gobierno de la Isla, y aparato de guerra, le hizo merced de otras
villas y castillos por su vida, sin la villa de Torrella con su
distrito, que era de lo bueno de la Isla, y le había cabido a su
parte en el general repartimiento de tierras que el Rey hizo. Proveyó
también que ni armas, ni caballos, ni máquinas, ni trabucos, ni
cosa que fuese necesaria para defensa de la Isla sacase de ella:
considerando lo mucho que importaba conservar lo ganado. Y así se
vio, que si grande fue su diligencia y cuidado en conquistar la Isla,
mayor le tuvo en conservarla.










Capítulo
XVII. De lo mucho que el Rey se aventajó a todos los conquistadores
pasados de la Isla, y del largo discurso que de los ingenios y
costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines se hace.

No
se puede callar aquí, ni pasar por alto la ventaja que este buen Rey
hizo a todos los de España, señaladamente a sus antepasados Reyes
de Aragón y Cataluña
, en haber sido el primero de todos que
emprendió salió con la conquista destas Islas, y con ellas añadido
un tan opulento y esclarecido Reyno a la corona de Aragón, con el
cual no solo alcanzó el Imperio y señorío absoluto del mar
mediterráneo Ibérico, pero mereció con esto no menos loor y
triunfo (
lohor y triumpho),
que Quinto Cecilio Merello cónsul Romano, el cual sojuzgó estas
Islas, y se tuvo en tanto el haber alcanzado la victoria y posesión
de ellas, que se le concedió por ello triunfé en Roma, y se
intituló Balearico.
El cual título harto más se debió a este
Rey, no solo porque las conquistó, mas porque después de
conquistadas, las conservó para sus descendientes, y desarraigó de
ellas la impía secta de Mahoma, e introdujo la verdadera fé y
religión Cristiana. La cual los nuevos pobladores que puso en ellas,
y sus descendientes de aquel tiempo acá, han mantenido y conservado
tan verdadera e inviolablemente, que jamás han desviado ni padecido
ningunos naufragios de errores en ella: antes ningunos han sido tan
continuos perseguidores de los Moros como ellos. Lo que se ve
(vehe),
por las terribles escaramuzas y batallas que con los corsarios de
África ha siempre tenido, y tienen de cada día. Y que sin duda les
ha venido de tan continuo ejercicio de armas ser ellos los más
belicosos de cuantos hay en las Islas del mar mediterráneo: puesto
que de aquí les queda ser deseosos de venganza. Porque así como
para con los enemigos de fuera, en defensa
(defensión)
de la patria, ningunos hay más bien avenidos entre si, ni más
conformes que ellos, así por lo contrario, entre si mismos, ningunos
solían ser más fieros, ni crueles. Porque de lo mucho que tienen de
coléricos, fácilmente caen en contiendas y rencillas, de donde les
nace el odio con el deseo de la venganza, a la cual son naturalmente
inclinados, y que la ejecutaban no menos que animales fieros. Porque
como sea natural cosa los hombres siendo ofendidos, como a todos los
otros animales, apetecer la venganza la cual propiamente señalamos
con los dientes, que son armas ofensivas y más próximas (
propincas)
al corazón donde está la fragua y ardor de la ira, y esta no tanto
con las manos, cuanto con la boca abierta, levantando el labio, y
sacando los dientes afuera, la significamos: así los Mallorquines
antiguamente, la venganza que no podían tomar con sus manos y
dientes propios, la ejecutaban valiéndose de las zarpas y dientes de
los animales. De esta manera, que entre otras armas para pelear, y
defenderse de sus enemigos, criaban unos canes ferocísimos cuales
los hay en la Isla, que de pequeños los cebaban con sangre humana:
para que en los hombres como contra lobos y fieras se encarnizasen: a
fin que viendo con los dientes de estos despedazar sus enemigos, y
beberles la sangre, aplacasen su rabia e ira contra ellos, y hartasen
su corazón viendo de sus ojos tan fiera venganza dellos. Y así se
tiene por cierto que este tan embravecido acometer de los canes, y el
tan valiente tirar de las hondas (dos principalísimas armas de
Mallorquines) fueron inventadas por ellos, y que al principio usaron
dellas y no contra si mesmos, sino contra los corsarios, que muy de
continuo entraban a robar y cautivarlos en la Isla: porque viniendo a
las manos, fácilmente eran vencidos y cautivados de los corsarios.
Por esto ninguno de los Isleños salía por la tierra, que no llevase
consigo una honda, y un lebrel, o alano destos canes / can alano: catalano, ca alà: català/ por compañero:
para que en encontrando con algún corsario y no pudiéndole hacer
retirar con las pedradas de la honda, soltándole el perro, o lo
despedazase, o lo entretuviese, hasta tanto que su dueño se pusiese
en cobro. De aquí es que Aristóteles llama a estas Islas en Griego
Gymnasias que que quiere decir ejercitadas, por el continuo ejercicio
que los Mallorquines tenían de pelear con los corsarios.
Puede
que también los mismos Griegos las llamaron Baleares que significan
tierras de desterrados, y se prueba, porque según dice Pausanias
autor Griego, los Cernios, que son gente Griega llaman Balàros a
los desterrados, y cuadra con la verdad. Porque los Romanos que
regían a España, y eran enemigos de condenar a muerte a los
hombres, desterraban a los malhechores, a estas Islas. Los cuales
puestos en ellas, como gente holgazana que huían del trabajo de la
agricultura, solo vivían y se mantenían de la caza, ni tenían
casa firme, sino como fieras andaban por las cuevas, con la honda y
canes defendiendo a si y a las Islas. Los cuales (como refiere el
mismo Aristóteles) eran tan dados a mujeres, que si a dicha venían
a tratar con los corsarios, ninguna otra mercadería les compraban
sino mujeres, tan inclinados eran a ellas, o por alguna influencia
del cielo, y ardor de la tierra: o por los alimentos grasos de
carnes, y de mucho queso,
azeytuna
y tocino, de que tanto abundaba. Fueron estas Islas mucho tiempo
antes que el Rey las conquistase, algunas veces saqueadas y
destruidas por los Condes de Barcelona, y por los Pisanos de Italia,
y también por los corsarios de Normandía, que pasaban de la Francia
occidental por el estrecho de Gibraltar con su armada al mar
mediterráneo: pero haber sido conquistadas del todo, y con entero
dominio para siempre retenidas de ningún otro se halla que del
invencible Rey don Iayme. El cual no solo las conquistó y conservó
para si, pero las perpetuó para sus descendientes y sucesores Reyes
de España, que pacíficamente hasta hoy las gozan y poseen.











Capítulo XVIII.
Como el Rey se partió de Mallorca, y desembarcando junto a Tortosa,
pasó a
Poblete:
donde se determinó lo de la iglesia y obispado de
Mallorca.

Asentados ya por el Rey todos los negocios de
Mallorca, excepto lo que tocaba a la religión y asiento de las
iglesias, que por haberse de tratar con el Obispo de Barcelona y su
cabildo en tierra firme, lo remitió para cuando allá se llegase.
Con esto salió de la Isla con viento próspero, y a tercero día
arribó a Cataluña, y tomó puerto en los Alfaches cerca de Tortosa.
Y aunque su voluntad era desembarcar en Tarragona: pero como después
de entrado en el puerto, se levantase gran tormenta, no pudo pasar
adelante, y por esto desembarcó allí, y se fue derecho al
monasterio de Poblete, para hacer gracias a nuestra Señora por el
felice
successo
que le había dado en la conquista pasada. De donde se envió orden a
todas las iglesias de los dos Reynos para que se hiciesen las mismas
a nuestro señor. También visitó los sepulcros magníficamente
labrados de sus antepasados Reyes que allí estaban sepultados, y se
holgó mucho del ordinario y continuo sacrificio que los religiosos
hacían por sus almas. Estando pues allí juntos el Obispo de
Barcelona, que era venido de Mallorca con el Rey, y los otros
Prelados de la provincia de Tarragona, que fueron para esta jornada
convocados, trataron del nuevo Obispo que se había de nombrar para
la nueva iglesia y distrito de Mallorca, y de las partes y
suficiencia de ella para ser erigida en iglesia catedral, y obispado.
A lo cual se opuso el Obispo de Barcelona con su cabildo y canónigos
que fueron para esto congregados. Diciendo que la iglesia de
Mallorca pertenecía a su jurisdicción, y que era dependiente de su
iglesia. Porque un Rey Moro de Mallorca señor de Denia, la había
dado a la iglesia de Barcelona, y que esta donación se confirmó por
autoridad Apostólica, a petición del Conde que entonces era de
Barcelona, de consentimiento del Arzobispo de Tarragona. Con todo
eso, vista la grandeza de la Isla, y ser ya toda poblada de
Cristianos, junto con la muchedumbre de gente y comercio de la
ciudad, pareció que era necesario tuviese propio Obispo por si, para
que con su autoridad y presencia animase a los Moros de las Islas
dejasen su mala secta, y se convirtiesen a la fé y religión
Cristiana, y para apacentar como buen pastor a las almas con su
doctrina y ejemplo de vida: y para esto tuviese muchos ministros
hábiles, e idóneos que le ayudasen a predicar la palabra de Dios, y
fuese el superintendente de todos. Mayormente ayudando el Rey con
tanta liberalidad a la iglesia, cumpliendo el voto que hizo de dar la
décima parte de lo que se ganase, o la renta dello para la fábrica
y sustento de la iglesia mayor de la ciudad, demás de sus diezmos y
primicias ordinarias, con los cuales tenía competente dote y renta
así para el sustento de ella, como del Prelado, Canónigos,
Dignidades y ministros. Por tanto los Abades de Poblete y Santes
Creus
, principales conventos de una mesma orden y regla de
Cistels,
a los cuales el Rey había nombrado por jueces árbitros en este
negocio, dieron por sentencia. Que con decreto y autoridad de la Sede
Apostólica fuese en la iglesia mayor de la ciudad de Mallorca
fundada la silla cathedral, y se le diese propio Obispo. Cuya primera
elección, o nominación tocase al Rey, y de los venideros sucesores,
al Obispo y canónigos de Barcelona, y que fuese del gremio dellos
escogido, y no hallándose entrellos tal, se eligiese el más digno
de los canónigos de Mallorca: y que se guardase el mismo orden en
las iglesias de Menorca, e Iuiça, si
acaeciesse
alguna
dellas
llegar a ser obispado. Hecho esto el Rey escribió al gobernador de
Mallorca lo dicho y determinado, y que por eso se diese tanto mayor
prisa en pasar muy adelante la obra del templo mayor de la ciudad,
con los demás que había mandado hacer en cada pueblo grande, y
capillas en los pequeños, valiéndose para la fábrica dellas, de
las rentas reales, y del ministerio de cada pueblo. Concluido esto se
partió el Rey del monasterio, y pasando por Lérida llegó a Aragón,
a donde fue recibido con grandísima alegría, pero mucho más en
Zaragoza donde le recibieron triunfalmente y con grande regocijo de
todo el pueblo.


Fin del libro séptimo.