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lunes, 18 de noviembre de 2019

EL PRÍNCIPE DE VIANA ESCAPA DE MALLÉN


163. EL PRÍNCIPE DE VIANA ESCAPA DE MALLÉN (SIGLO XV. MALLÉN)

Es de todos conocido cómo las relaciones entre Juan II, rey de Aragón, y su primogénito don Carlos, príncipe de Viana —nacido de su primer matrimonio con doña Blanca de Navarra— fueron difíciles y generalmente hostiles, tanto como para cambiar el signo de la propia Historia de haber heredado a su padre en los reinos navarro y aragonés.

EL PRÍNCIPE DE VIANA ESCAPA DE MALLÉN (SIGLO XV. MALLÉN)


Buena parte de su vida —hasta que muriera quizás envenenado por orden de su propia madrastra, doña Juana Enríquez, segunda esposa de Juan II— la pasó don Carlos confinado o prisionero de su padre en lugares diversos (Lérida, Aytona o Morella), contándose entre ellos el zaragozano pueblo de Mallén, situado en el límite fronterizo entre Aragón y Navarra, reino este último en el que el príncipe contaba con bastantes adeptos inquebrantables, aglutinados en el bando llamado de los beamonteses.

En su forzoso destierro de Mallén, para tratar de sobrellevar mejor el confinamiento, el príncipe se hizo enviar a la estancia del castillo donde estaba cautivo algunas de sus más preciadas pertenencias personales (libros, alhajas, objetos de arte mueble) que, sin duda alguna, le aliviaron el transcurrir tedioso del día a día mientras esperaba una vez más su liberación.

Pero como considerara injusta la sanción impuesta por su padre, el príncipe de Viana decidió fugarse del castillo de Mallén, tramando la manera de hacerlo con sus partidarios, que eran muchos. Como la ocasión de evadirse se presentara de manera súbita, mucho antes de lo esperado, apenas tuvo don Carlos tiempo para ir sacando disimuladamente sus pertenencias sin levantar sospechas, de modo que, convenientemente guarecidas, se decidió a enterrarlas con todo sigilo y secreto en el edificio y solar que había sido su cárcel, tarea para la que sólo contó con su paje de confianza.

Llegado el momento convenido, amparado en la ayuda que se le prestaba desde el exterior, en la oscuridad de la noche y en una cierta permisividad por parte de sus carceleros, don Carlos huyó, dejando al parecer tras de sí un importante tesoro que él nunca recuperó y que generación tras generación de Mallén han buscado infructuosamente hasta hoy.

[Transmitida oralmente.]


Príncipe o princesa de Viana es el título que ostenta el heredero o heredera del Reino de Navarra. Fue instituido por Carlos III el Noble para su nieto Carlos, llamado desde entonces de Viana, nacido del matrimonio entre su hija Blanca y Juan, príncipe de Aragón. Tras la conquista del Reino de Navarra por Castilla en 1512, dicho título se transmitió a dicha Corona y posteriormente a los monarcas españoles, unido al de príncipe de Asturias, Gerona, duque de Montblanc, conde de Cervera y señor de Balaguer.


Actualmente ostenta el título la heredera de la Corona española, Leonor de Borbón.

Fue un reflejo de lo que venía ocurriendo en Europa, donde los príncipes herederos recibían un título que los dotaba de unas rentas para su beneficio personal. Así existen, entre otros, el príncipe de Asturias, en Castilla; el príncipe de Gerona, en Aragón; el delfín, en Francia; el príncipe de Gales, en Inglaterra; o ya en épocas más recientes, el príncipe de Beira, en Portugal o el príncipe de Orange en Holanda.

El documento que instauró dicho título está fechado en Tudela el 20 de enero de 1423 y dice así:

Carlos, por la gracia de Dios, rey de Navarra, duque de Nemours: a todos los presentes, y advenir, que las presentes letras verán, salud. Como el linage humano sea inclinado, y apetezca, que los hombres deban desear pensar en el ensalzamiento del estado y honor de los hijos, y descendientes de ellos, y poner y exaltar aquellos en acrecentamiento y supereminencia de dignidad y honra, y por gracia, y bendición de nuestro Señor Dios, nuestros muy caros y muy amados hijos el infante D. Juan de Aragón y la reina D.ª Blanca, nuestra primogénita y heredera, hayan habido entre ellos al infante D. Carlos, lur hijo nuestro muy caro y muy amado nieto, hacemos saber, que Nos por el paternal amor, afición y bienquerencia, que habemos, y haber debemos al dicho infante D. Carlos nuestro nieto, queriendo poner, constituir, y ensalzar en honor y dignidad, según somos, tenidos y lo debemos hacer, movidos por las causas, y razones sobredichas, y otras que luengas serán de exprimir, y declarar, de nuestra cierta sciencia, y movimiento proprio, gracia especial, y autoridad real, al dicho infante D. Carlos habemos dado y damos, por las presentess, en dono y gracia especial, las villas y castillos y lugares que se siguen. Primo, nuestra villa y castillo de Viana con sus aldeas. Ítem nuestra villa y castillo de Laguardia con sus aldeas. Ítem nuestra villa y castillo de Sanct Vicente con sus aldeas. Ítem nuestra villa y castillo de Bernedo con sus aldeas. Ítem nuestra villa de Aguilar con sus aldeas. Ítem nuestra villa de Uxenevilla con sus aldeas. Ítem nuestra villa de Lapoblación con sus aldeas. Ítem nuestra villa de Sanct Pedro, y de Cabredo, con sus aldeas y todas nuestras villas, y lugares, que habemos en la Val de Campezo; y assí bien nuestros castillos de Marañon, Toro, Ferrera y Buradón; y habemos erigido y erigimos, por las presentes, nombre y título de Principado sobre las dichas villas y lugares, y le habemos dado, y damos título y honor de Príncipe; y queremos, y ordenamos, por estas presentes, que de aquí adelante se intitule y nombre Príncipe de Viana, y todas las dichas villas, castillos, y lugares, hayan de ser y sean del dicho Principado, y de su pertenencia. Ítem ultra, al dicho infante nuestro nieto, ultra las villas de Corella y Cintruénigo, que le dimos antes de ahora, habemos dado, y damos por las presentes, en herencio perpetuo, nuestra villa de Peralta y Cadreita con sus castillos; y queremos que de aquí adelante él se haya de nombrar señor de las dichas villas de Corella y Peralta. Y todas
nuestras dichas villas, castillos, y lugares, habemos dado y damos, por las presentes, al dicho infante D. Carlos nuestro nieto, con todos sus vasallos, que en ello son, y serán, para que los tenga, possida, y espleite y defienda, como cosas suyas propias. Toda vez por cuanto, según fuero, y costumbre del dicho reyno de Navarra, aquel es indivisible, y non se puede partir, por esto, el dicho infante, non podrá dar en caso alguno, vender, y alienar, empeynar, y dividir, ni distrayer, en ninguna manera, las dichas villas y castillos, y lugares en todo, ni en partida, en tiempo alguno en alguna manera; antes aquellas quedaren íntegramente, é perpetualmente, á la corona de Navarra.

Y así mandamos á nuestro tesorero, y procuradores, fiscal y patrimonial, y qualesquiere nuestros oficiales, que las presentes verán, que al dicho infante D. Carlos, ó a su procurador por él, pongan en possession de las dichas villas, castillos, y lugares, y le dexen, sufran, y consientan possidir, y tener aquellos, como cosas suyas propias; car assi lo queremos, y nos place. En testimonio de esto Nos habemos fecho sellar las presentes en pendientes de nuestro gran sello de chancillería con lazo de seda en cera verde. Dada en Tudela en veinte de jenero l'aynno del nacimiento de nuestro Señor mil quatrocientos y veinte y tres. Por el Rey: Martín de San Martín, secretario.

Tras la conquista del reino de Navarra peninsular por Fernando el Católico (Medio hermano del fallecido Carlos, príncipe de Viana), a principios del siglo xvi, y al proclamarse Fernando rey de Aragón y Navarra, el título de príncipe de Viana quedó vinculado al heredero de la Corona de Aragón primero, Castilla después y finalmente, España.

Tanto la dinastía de los Albret como su sucesora, la dinastía Borbón, también siguieron usando los títulos de rey de Navarra y de príncipe de Viana en Ultrapuertos (Baja Navarra), convirtiéndose más tarde en la dinastía reinante en Francia.

Escudo de Carlos I en la muralla de Viana, con las armas de Navarra en 1. En 2 Castilla y León; en 3 Aragón y Dos sicilias y en 4 Aragón.


Escudo de Carlos I en la muralla de Viana, con las armas de Navarra en 1. En 2 Castilla y León; en 3 Aragón y Dos sicilias y en 4 Aragón.

miércoles, 8 de mayo de 2019

LA CAPITULACIÓN DE LOS MOROS ZARAGOZANOS, siglo XII


2.49. LA CAPITULACIÓN DE LOS MOROS ZARAGOZANOS (SIGLO XII. ZARAGOZA)

Alfonso I el Batallador se había adueñado de Zaragoza y se aprestó a organizar la vida de la ciudad, en la que todavía permanecía la mayor parte de los musulmanes vencidos. Dio facilidades para que se quedaran quienes quisieran pagando los mismos impuestos que antes abonaban a las autoridades moras. Además, conservarían sus propias autoridades, legislación y religión, aunque reglamentaba el procedimiento a seguir en las causas entre ambos pueblos. Estas y otras condiciones de amparo tan benevolentes constituían una clara política de captación de los vencidos para que no abandonaran sus casas, si bien les obligaría a concentrarse en un barrio aparte, el de la morería, para evitar cualquier tipo de problema.
No obstante, aún no habían entrado los cristianos en la ciudad cuando había comenzado el éxodo. Alfonso I, preocupado por la sangría humana que este hecho suponía, además de las medidas indicadas, quiso tener un rasgo humano que pudiera convencerles para no huir.
Nada más tomar la ciudad, salió de ella y ordenó detenerse a la larga comitiva de moros, obligando a todos a que mostraran los bienes que cada uno llevaba consigo. Aparte de enseres útiles, aparecieron numerosos tesoros de todo tipo, pero el rey no cogió ni un solo anillo o copa de oro, siendo consciente de que aquella riqueza desaparecería con sus dueños.
No sólo no utilizó la fuerza que le proporcionaba su victoria inapelable, sino que les dijo: «Si no hubiera pedido que me enseñaseis las riquezas que cada cual lleva consigo, hubierais podido decir: «El rey no sabía lo que teníamos; en otro caso, no nos hubiera dejado ir tan fácilmente». Ahora podéis ir a donde os plazca, en completa seguridad». Y les puso una escolta especial para garantizar su integridad hasta los confines de sus dominios, cobrándoles sólo el «miqal» que cada persona estaba obligada a pagar antes de salir.
El cronista moro que narra estos hechos, en los que reconoce generosidad y caballerosidad por parte de Alfonso I, admite que muchos de los que pretendían abandonar Zaragoza, ante aquel gesto del rey cristiano, decidieron quedarse en las casas que sus familias habían poblado durante siglos, acogiéndose al estatuto de mudéjares.
[Lacarra, José María, Vida de Alfonso el Batallador, pág. 67.]



José María Lacarra y de Miguel (Estella, 24 de mayo de 1907-Zaragoza, 6 de agosto de 1987) fue un historiador, filólogo, medievalista y heraldista español, cuya especialidad fue el estudio de la historia de Aragón y de Navarra. Fue asimismo catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Zaragoza, puesto que desempeñó durante más de cuarenta años hasta su muerte.
En 1923 viajó a Madrid, donde realizó simultáneamente estudios de Derecho e Historia. Alumno de Gómez Moreno, Millares Carlo y Sánchez-Albornoz, en 1930 se graduó e ingresa ese mismo año al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con destino en el Archivo Histórico Nacional. En 1933 obtiene su doctorado en Historia y su licenciatura en Historia. Pudo obtener una beca para estudiar en París de 1933 a 1934.


Durante la Guerra Civil Española, Lacarra realiza una fecunda labor de salvar el tesoro bibliográfico español. Una vez concluida la guerra, marchó a Zaragoza. En 1940 se le asigna la cátedra de Historia Medieval en su Universidad, que impartiría hasta su muerte. Ese mismo año es nombrado primer secretario general de la recién creada Institución Príncipe de Viana, cargo en el que permanecerá durante cuatro años1​. Ese mismo año lanzan el primer número​ de la revista en la cual él mismo colabora asiduamente.

En 1941 funda el Centro de Estudios Medievales de Aragón. Por llamamiento de la Diputación Foral de Navarra organizó excavaciones arqueológicas y restauraciones, las que recogería en su revista Príncipe de Viana.

Para 1945 fundó una revista titulada Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón. Entre 1949 y 1967 dirige la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, donde reorganizó el sistema creando incluso nuevos departamentos. Estuvo al frente de otras instituciones, como la Escuela de Estudios Medievales, la Universidad de Verano de Jaca y el Archivo de Protocolos de Zaragoza.

Destaca su labor como conferenciante a lo largo de su carrera, no sólo en España sino en el resto del mundo. Presentó sus estudios sobre la Edad Media española en Roma, Estocolmo y Texas. Fue invitado como profesor a varias universidades, entre ellas la Universidad de Berkeley. Fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Deusto en 1982 y por la de Zaragoza en 1985; la Universidad de Navarra, su tierra natal, le confirió tal distinción a título póstumo en 1989.

Los libros de Lacarra se centran principalmente en el estudio de Aragón y Navarra en la Edad Media, desde la conquista de Zaragoza por Alfonso I el Batallador hasta los honores y tenencias de Aragón en el siglo XI. Brindó especial importancia al desarrollo urbano de los núcleos aragoneses de población, sobre todo a Jaca. Como biógrafo, Lacarra analizó la vida y la psicología del Batallador, personaje que siempre le cautivó.

Principales trabajos de Lacarra:

Historia política del reino de Navarra (Caja de Ahorros de Navarra, Pamplona, 1972)5​
Aragón en el pasado (Col. Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1972)
Historia del Reino de Navarra en la Edad Media (Caja de Ahorros de Navarra, Pamplona, 1975)6​
Zaragoza en la Alta Edad Media (Historia de Zaragoza, I, Zaragoza, 1976)
Alfonso I el Batallador (Guara editorial, Zaragoza, 1978)
Colonización, parias, repoblación y otros estudios, 1981
Documentos para el estudio de la Reconquista y repoblación del valle del Ebro, 1981-1985
Investigaciones de Historia navarra, 1983
Estudios dedicados a Aragón, 1987




  •  (Jusué Simonena, 1993, p. 514)
    1.  «Príncipe de Viana - Número 1».
    2.  Doctores Honoris Causa (Universidad de Navarra)
    3.  Véase el prólogo a su libro Alfonso el Batallador, Zaragoza, Guara, 1978. ISBN 84-85303-05-9.
    4.  Lacarra De Miguel, José María (1972). Historia Política del Reino de Navarra 3. Pamplona: Caja de Ahorros de Navarra. ISBN 9788450056990. Archivado desde el original el 2015.


    domingo, 17 de noviembre de 2019

    EL TROVADOR DE LA ALJAFERÍA


    162. EL TROVADOR DE LA ALJAFERÍA (SIGLO XV. ZARAGOZA)

    En la Zaragoza de mediados del siglo XV, dividida políticamente entre los partidarios del rey Juan II y los del príncipe de Viana, dentro, pues, de un clima enrarecido, el noble Lope Artal de Azlor no tuvo conmiseración para con la gitana Estrella, a la que condenó a ser quemada viva en la hoguera porque había ahogado a su propio primogénito.

    EL TROVADOR DE LA ALJAFERÍA (SIGLO XV. ZARAGOZA)


    En vano le imploró clemencia Azucena, hija de Estrella, y al no obtenerla juró vengarse de don Lope, de modo que, amparada por la oscuridad, raptó a un hijo del noble para arrojarlo también a la misma hoguera en la que su madre iba a morir. Sin embargo, la fatalidad y el error hizo que fuera el propio hijo de Azucena el que muriera quemado, mientras el descendiente de Lope Artal de Azlor, don Manrique de Lara, se salvaba. El caso es que en el joven y apuesto Manrique, a la sazón celebrado trovador y poeta, creció por todo aquello un ardiente odio contra don Lope Artal de Azlor, ignorando que era su propio padre.

    Sucedió por entonces que, enamorado rendidamente de una de las damas de la reina, Leonor Sesé de Urrea se llamaba, tras una justa poética celebrada en el palacio de la Aljafería, donde estaba la Corte, el trovador Manrique (partidario del príncipe de Viana) hubo de enfrentarse a Antonio Artal, del bando realista e hijo de don Lope, y, por lo tanto, hermano suyo, quien también la amaba. Amor y política, pues, enfrentaron a ambos jóvenes, que desconocían su condición de hermanos.

    Con el fin de resolver la oposición de la doncella, enamorada del trovador, el realista Antonio Artal recurrió a la ayuda de su hermano Guillén para apresarla contra su voluntad y encerrarla en un convento, de donde la raptó una noche de luna el apasionado Manrique. Por un breve espacio de tiempo, la fortaleza del Castellar, donde se refugiaron, fue escenario de la felicidad de Leonor y Manrique, hasta que éste fue apresado. Durante un tiempo, que se hizo eterno, el torreón de la Aljafería fue prisión inhóspita del trovador, hasta ser condenado a muerte. Se suicidó Leonor a la vez que también moría de remordimiento Antonio Artal, tras conocer demasiado tarde la verdad de su parentesco con don Manrique de labios de Azucena, quien acabó, asimismo, enloqueciendo ante tanto infortunio.


    jueves, 11 de febrero de 2021

    24 DE JUNIO.

    24 DE JUNIO.

    Constituido personalmente en la mañana de este día, y cerca hora de tercia, el Ilustre don Cárlos, príncipe de Viana, en la catedral de Barcelona, ante el altar mayor de la misma, presentes los señores Diputados y los Concelleres de la ciudad, junto con los prelados, barones, militares, generosos y demás personas que allí acudieron en copiosa multitud, teniendo delante la santa cruz del señor, y el misal donde había escritos los santos evangelios, puesta la mano sobre los mismos, juró lo que contiene la siguiente cédula, que fue leída por Bartolomé Sellent, notario y escribano mayor del General, como comisionado por la persona a quien tocase leerla, por haberse sucitado. en aquel acto, una cuestión de competencia entre el protonotario del señor Primogénito y el del Rey.

    Lo lllustrissimo Senyor don Carles primogenit Darago e de Sicilia e Princep de Viana loctinent general del Illustrissimo Senyor Rey son pare jura per nostre Senyor Deu e la creu de Jesuchrist e los seus sants quatre evangelis ab les sues mans corporalment toquats tenir e inviolablament observar e fer observar e tenir als prelats religiosos clergues richs homens barons nobles cavallers homens de paratge e o ciutats viles e altres lochs de Cathalunya e a ciutadans burgesos e habitadors de les ciutats viles e lochs tots los usatges de Barchinona constitucions e capitols de les corts de Cathalunya libertats privilegis usos costums segons mills e pus plenament ne han usat del qual jurament mana lo dit Senyor esserne feta carta publica una e moltes liuradores als deputats de Cathalunya e al llur consell representants (se lee represeutants) lo dit Principat e a la ciutat de Barchinona e altres de qui sera interes e les volran.

    Leída la cedula antedicha y prestado el juramento, el abad de Montserrat, junto con los otros Diputados, entregaron al propio Sellent otra cédula, requiriéndole que la leyese y continuase al pie del mencionado juramento, cuyo contenido es como sigue.

    Los diputats de Cathalunya e consell lo dit Principat de Cathalunya representants accepten la jura per lo molt Excellent Senyor don Carles primogenit de Arago e de Sicilia loctinent general del molt alt e molt Excellent lo Senyor Rey feta. Protesten empero per la present acceptacio no puixa esser treta consequencia en lo sdevenidor ans totes inmunitats libertats usatges constitucions capitols e actes de corts privilegis usances e altres drets al dit Principat e staments de aquell axi universalment com particular pertanyents romanguen salvos e illeses plenissimament e que en manera alguna no sia en aquells o algu de aquells derogat en lo sdevenidor tacitament o expressa directament o indirecta. Requerint la present esser inserta e continuada a la fi de la dita jura et alias esser ne feta carta publica una e moltes per vos notari etc.

    Lo propio que los señores Diputados, hicieron, en seguida, los Concelleres de Barcelona, entregando, por el mismo estilo y con igual requirimiento, la siguiente cédula.

    Los Consellers de la ciutat de Barchinona accepten la jura per lo molt Excellent Senyor don Carles primogenit Darago e de Sicilia etc. loctinent general del molt alt e molt Excellent lo Senyor Rey a present feta e en quant per la dita ciutat e singulars de aquella e encara per les ciutats viles e lochs reyals del Principat de Cathalunya e per privilegis libertats inmunitats e usances lurs faça e no en altra manera. Ne entenen los dits consellers en comu o en singular als dits privilegis libertats inmunitats e usances per aquesta present acceptacio en alguna manera derogar ans protesten que les coses dessus dites totes e sengles e les altres disposades per constitucions als dessus dits axi en comu com en singular romanguen salves e illeses ab tots sos universals e particulars drets. E mes avant sie en quant la predita jura e privilegis dels prelats religiosos e altres ecclesiastiques persones magnats barons nobles cavallers e homens de peratge del dit Principat axi en comu com en singular deroguen o prejudiquen o seran vists o vistes prejudicar o derogar ara o en sdevenidor tacitament e expressa directament o indirecta a la dita ciutat de Barchinona e altres ciutats viles e lochs reyals del dit Principat e als ciutadans burgesos e habitadors de aquells axi en comu com en singular e als dessus dits lurs privilegis inmunitats e usances expressament contradien e discenten ab la present e protesten que la present acceptacio en algun temps no puixa esser treta a consequencia. E supliquen e requeren la present cedula esser inserta e continuada a la fi de la dita jura et alias esserne feta una e moltes cartes per vos notari etc.

    Siguen los nombres de las personas que fueron testigos en todos los actos que anteceden.

    Testimonis foren a les dites coses los reverends senyors En Johan bisbe de Barchinona En Guillem bisbe Dosca En Cosma bisbe de Vich.
    Los nobles don Galceran de Pinos vezcomte de Illa e de Canet don Johan senyor Dixar.
    Don Johan de Cardona camerlench del dit Senyor Primogenit don Jayme Darago senyor de la baronia de Arenos en regne de Valencia.
    Frare Jacme de la Jaltruu (Geltrú, Geltru, etc ) prior de Cathalunya.
    En Bernart Çapila en Bernart Fivaller ciutadans de Barchinona qui apres lo jurament foren fets cavallers.

    E moltes altres de quiscun stament.
    E En Johan Cinebret notari de la ciutat de Barchinona.

    jueves, 14 de marzo de 2019

    Libro XIX

    Libro XIX.





    Capítulo primero. Como
    partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo
    asiento y excelencias se describen.






    Como el Rey
    fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su
    venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los
    Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos
    Abades y Priores de España que estaban convocados para él,
    aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan
    alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en
    camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos
    Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a
    Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la
    ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta
    llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso
    templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río
    Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y
    estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió
    haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del
    Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de
    Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del
    Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de
    ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido.
    Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija
    excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos
    negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la
    Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer
    rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo
    que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real
    persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento
    y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades
    de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el
    oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente
    fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar
    fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la
    cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la
    entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa
    puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla
    fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que
    vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del
    ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente
    prouehida.
    Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad
    con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el
    nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que
    significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en
    encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y
    la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan
    navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no
    se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el
    moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así
    por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad
    del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer
    de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de
    cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que
    es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura
    de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo
    y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría,
    y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es,
    una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la
    experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue
    poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia
    que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con
    toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda
    la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores
    de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos
    de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón,
    con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que
    no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona
    del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda
    la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.



    Capítulo II. De la
    solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio
    con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.






    Como el Rey
    por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le
    tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos
    señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a
    visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner
    en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió
    para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos
    condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había
    quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta
    benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró
    con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de
    guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles:
    los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien
    concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy
    alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de
    Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con
    grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados
    Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los
    Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al
    embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus
    dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a
    compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya
    recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas
    que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir
    los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy
    graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con
    toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la
    obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la
    ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos
    triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande
    admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien
    proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de
    venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y
    alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y
    hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en
    la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para
    seguir con todos sus miembros el compás de los
    corcobos
    y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años
    y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De
    esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de
    la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo
    el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia
    mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y
    de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el
    colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio
    donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó
    a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el
    derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas
    veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había
    publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia
    convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se
    despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los
    del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio
    real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado
    como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana
    acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad,
    con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los
    Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio
    pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a
    recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y
    Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a
    la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado
    asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más
    propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los
    del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de
    la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su
    orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por
    él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día
    fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el
    Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado
    ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de
    tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y
    tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de
    tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos.
    La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca
    vido
    ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre
    Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con
    los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue
    este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de
    Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían
    ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito
    de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en
    él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle:
    pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y
    hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y
    conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la
    fé Catholica.








    Capítulo III. De las
    causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el
    Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia
    Griega a la obediencia de la Romana.







    Como el valeroso capitán
    Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y
    familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio
    de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos
    antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido
    en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya
    echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre
    si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio
    Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles,
    y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había
    emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este
    admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega
    con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a
    la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de
    engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin
    sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque
    cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del
    Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para
    que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa
    embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía
    reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había
    apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica
    Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus
    antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la
    sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos
    decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual
    interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de
    todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y
    pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en
    él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que
    entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se
    ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la
    empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los
    Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del
    Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera
    los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia
    Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a
    perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y
    consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado
    tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del
    cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza
    Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de
    parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado
    con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio
    general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo,
    ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de
    la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el
    estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por
    escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso
    por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir
    a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero
    que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y
    contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se
    hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual
    conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente
    con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador
    Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió,
    vuelta en Romance dice de esta manera:






    Capítulo IV.
    De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador
    y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la
    reduction
    adelante.








    La purísima, certísima y
    solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la
    doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los
    santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la
    definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios
    generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas
    no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni
    someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así,
    puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó
    antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras
    letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro
    de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio
    para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no
    porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa
    iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega,
    sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo,
    poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos
    por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas
    autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente
    por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados
    Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos
    aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y
    pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta
    santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos
    ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad,
    pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra
    Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y
    profesada.


    Pero como en este medio
    que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de
    la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice,
    paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se
    comenzó el Concilio.













    Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes
    Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por
    Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron
    la profesión de la fé.






    Visto por
    Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había
    parado su negocio y traza, y que su
    inica
    y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus
    adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir
    contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes
    Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas
    embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del
    poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra
    de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para
    la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de
    la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices
    Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen
    Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y
    tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban
    tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni
    solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio
    parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que
    falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en
    África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel
    tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de
    su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada,
    rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su
    empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan
    felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV
    y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al
    nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta
    oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las
    que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que
    eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba
    con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la
    sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva
    elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de
    Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la
    oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la
    universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo
    Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así
    acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya
    felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado.
    Para este efecto eligieron con mucha
    digencia
    personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales
    reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas,
    y los términos a que había llegado este negocio: después de estar
    muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a
    Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por
    él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y
    solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o
    fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice,
    según que arriba se ha referido. Pues como luego después de
    partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar
    el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así
    viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios
    mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por
    algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con
    el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el
    armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y
    comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que
    pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con
    Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de
    Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la
    seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió
    cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia,
    personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde
    congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a
    celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del
    Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así
    en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del
    Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al
    Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas
    catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia,
    abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma
    (
    Schisma),
    palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa
    Clemente ya antes les envió, de esta manera.
    Yo Gregorio
    Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el
    Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo,
    teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y
    la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído,
    fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador
    y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la
    acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y
    fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana.
    Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y
    que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni
    discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se
    contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia
    confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la
    sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el
    dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a
    la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la
    iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento,
    aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo
    corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a
    él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador,
    a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor
    tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se
    entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo
    cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio,
    siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese
    comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los
    embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica
    promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo
    el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón
    ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de
    Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se
    entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas
    máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se
    efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo
    siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los
    Griegos.













    Capítulo
    VI. De la
    abiuracion
    personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso,
    y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido,
    y de la abjuración hecha por los Tártaros.






    Después de
    haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión
    de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se
    determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los
    embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito
    y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo
    Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si
    mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado
    Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación
    adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no
    en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él
    ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él)
    sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los
    embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados
    Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su
    embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la
    promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como
    después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico,
    solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se
    dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los
    demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego
    envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y
    requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y
    ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que
    había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen
    las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino
    su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle
    perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes
    Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase
    de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que
    había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista
    de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa
    oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir:
    porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los
    demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y
    Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado
    ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida
    religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos
    para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y
    así con la
    proteruia
    y
    renitencia
    del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la
    tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando
    todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en
    Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde
    envuelta de nuevo en los errores de su
    inueterada
    malicia, y en los torpísimos (
    turpissimos)
    vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se
    acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los
    Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío
    yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la
    cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes
    que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales
    hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos
    los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron
    sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé
    Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua
    del santo bautismo (
    baptismo).














    Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la
    conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se
    confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no
    quiso coronarlo Rey.







    Volviendo pues a nuestra
    historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala
    intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de
    la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían
    apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para
    proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus
    embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también
    el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que
    fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la
    había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta
    (como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese
    consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que
    a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así
    viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al
    Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen
    ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos
    escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase
    la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese
    gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus
    pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución
    generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y
    fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de
    penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que
    siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de
    su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos
    servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien
    procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana,
    habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de
    Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona
    Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría
    de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por
    semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de
    nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto,
    cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su
    predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años,
    que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la
    magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él,
    defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan
    liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real.
    Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del
    Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como
    arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le
    pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la
    demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus
    Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique
    hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia
    tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que
    lo haría.













    Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a
    Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la
    guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su
    hermano, y otros.







    Pasados XXII días después
    que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa
    alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y
    Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular
    agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y
    regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de
    nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes
    determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de
    cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de
    armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se
    congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y
    no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al
    edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y
    Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por
    eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza,
    ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de
    todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a
    Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus
    secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus
    propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo
    crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet
    justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real
    dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se
    pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don
    Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio
    Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al
    Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por
    contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese
    ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que
    concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos
    a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta
    contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se
    había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue
    necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció
    de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don
    Enrique Rey de ella.







    Capítulo IX. De la muerte
    de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como
    fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los
    principales hombres de Navarra.







    Tuvo el Rey nueva estando
    en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo
    último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del
    Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual
    hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de
    Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera
    que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros,
    los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen
    al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su
    tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo
    casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se
    cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don
    Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había
    sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda,
    considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño
    a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con
    el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa
    llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud
    de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la
    Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona
    con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a
    los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a
    pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del
    Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le
    pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones
    tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer
    de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más
    porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en
    Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno,
    acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por
    valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo
    echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas
    defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil
    marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña
    Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del
    Rey que había de heredar todos sus Reynos.







    Capítulo X. De la
    respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la
    conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.







    Oída la demanda del
    Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello,
    respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si
    fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por
    ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre
    por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo
    amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una
    sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos
    hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y
    que más de treinta principales barones de Navarra, además de los
    procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se
    obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas
    fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a
    quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra,
    y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también
    la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey
    Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el
    Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular
    por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho
    a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y
    teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día
    gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración
    de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él,
    porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con
    muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se
    allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por
    estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente
    se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos
    Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y
    también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y
    engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar
    con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los
    señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos
    tan unidos y confederados en sus conjuraciones.













    Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y
    como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde
    de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó
    treguas para tratar de concierto.







    No le espantaron a don
    Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar
    a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a
    conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el
    ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con
    sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en
    defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y
    casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del
    servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra,
    desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de
    las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de
    algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se
    le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos
    partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como
    aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de
    semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía
    perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como
    fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro
    que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de
    fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de
    tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó
    algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres
    pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el
    Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación:
    y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente
    de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más
    libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó
    pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró
    y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los
    cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando
    lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin
    dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y
    presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder
    defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su
    gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en
    Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la
    manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros
    barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de
    servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con
    alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y
    el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto
    por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con
    el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el
    Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de
    propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los
    señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y
    pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de
    los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que
    juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y
    dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana
    Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de
    diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se
    entendiese en tratar de concierto.













    Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y
    barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su
    hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que
    respondió.







    En tanto que en Barcelona
    se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza
    con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las
    de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades.
    Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra
    con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían
    su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona
    de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y
    perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él
    muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y
    quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que
    prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y
    mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los
    infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de
    agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y
    en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y
    aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y
    convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las
    quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos.
    Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar
    audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y
    cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen
    dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a
    estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que
    se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes
    y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice
    dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros
    resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de
    pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen.
    Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba,
    porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada
    día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban
    perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un
    gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de
    don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal
    de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón,
    propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y
    de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre
    de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como
    Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y
    dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas
    estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida
    satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se
    apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy
    cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y
    razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las
    quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como
    la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra
    la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen
    que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán
    Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas
    ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a
    muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había
    provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como
    enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía
    que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los
    Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se
    averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para
    lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si
    mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar,
    volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a
    los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.













    Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a
    pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias,
    y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la
    fiesta de Navidad solemnísimamente.






    En este medio
    que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de
    Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por
    todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen
    con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde
    con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de
    Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la
    Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio
    camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones
    de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con
    mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces
    árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al
    Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención,
    y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por
    jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de
    Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes
    de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y
    Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen
    del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de
    Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo
    este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del
    Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se
    quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro
    Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se
    apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas
    intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la
    Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor
    solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y
    día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad:
    saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto
    con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios
    divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno,
    donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los
    aparadores y mesas de riquísimas vajillas (
    baxillas)
    de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus
    recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y
    fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan
    graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también
    con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que
    no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo
    de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de
    su Rey.














    Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de
    Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.






    Como el Rey y
    toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa
    venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y
    deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese:
    serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo
    que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas
    de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda
    brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores
    del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos,
    viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a
    Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de
    Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde
    se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte
    eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente
    de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los
    elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones
    para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores
    excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni
    dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a
    Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del
    Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto
    don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y
    Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la
    suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el
    Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este
    libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él,
    envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el
    Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después
    de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los
    Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de
    Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la
    mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por
    haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de
    preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual
    volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego
    el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior
    de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso
    de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le
    ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla
    por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don
    Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los
    Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió
    harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice,
    pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra,
    determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y
    que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o
    en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el
    Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la
    autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de
    Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación
    a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y
    repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido
    de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó
    tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber
    acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a
    verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia
    negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo
    en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada
    contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las
    cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las
    diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni
    tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose
    ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de
    Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía
    (como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que
    pus
    dexaua

    a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general
    gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se
    puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás
    Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en
    Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.








    Capítulo XV. De la muerte
    y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y
    santidad de vida.






    Estando los
    dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del
    Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la
    orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no
    hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más
    entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación
    Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto
    su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue
    confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el
    hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación
    del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio
    y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo
    defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo
    la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor
    acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por
    toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que
    siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus
    empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los
    muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para
    la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la
    vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en
    milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se
    pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese
    canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por
    ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros
    tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes
    Dominicos de la Provincia de Aragón,
    viue
    vocis oraculo, que le venerasen con solemne
    ritu
    de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y
    Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo
    infinito que concurrió a ellas.








    Capítulo XVI. Que no
    siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el
    Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo
    vuelto a Toledo.







    Hechas las obsequias de
    fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en
    despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice
    en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y
    estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las
    razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le
    parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por
    haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula
    su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y
    de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla
    había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito
    ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el
    Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones,
    poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían
    seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque
    él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la
    suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los
    pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda
    fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener
    en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con
    él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la
    dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos
    despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que
    fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en
    proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de
    consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no
    queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar
    a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió,
    y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de
    Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con
    sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por
    notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase
    señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y
    haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase
    en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era
    llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don
    Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el
    Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha
    gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el
    Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido
    de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso
    casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice
    para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y
    sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar
    mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para
    entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun
    es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación
    pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que
    le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso,
    se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de
    Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de
    derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le
    fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de
    Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia,
    reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada
    Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a
    quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en
    libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el
    mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de
    cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en
    ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con
    buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió
    muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus
    hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla.
    Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias
    y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de
    ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar
    todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han
    pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo
    tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro
    Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos.
    Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio
    estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el
    solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial.
    Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de
    Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos,
    como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y
    que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió
    al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de
    cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía
    en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas
    Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis
    años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su
    demanda y negocios del Imperio.













    Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en
    favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato
    del Papa dio a ella y a sus hijos.







    Por este tiempo que ya el
    Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para
    seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por
    heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él
    aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante
    don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos
    y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y
    dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió
    luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la
    pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual
    como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en
    favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con
    ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla
    intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no
    dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó
    por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y
    pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar
    de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a
    los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima
    discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra
    hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y
    señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y
    parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y
    apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya
    sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y
    estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y
    grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y
    morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica
    y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque
    universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy
    evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las
    cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y
    tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a
    sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De
    manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no
    estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba,
    interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las
    mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo
    antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual
    declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a
    ella por mandato del Pontífice, que también consideró los
    inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las
    baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de
    Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se
    dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí
    delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le
    ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que
    todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió
    siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.













    Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a
    las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro
    fue con ejército contra don Fernán Sánchez.






    Llegado el
    término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a
    los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos,
    vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de
    Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de
    los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza,
    Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don
    Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los
    postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de
    Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don
    Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la
    ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y
    temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea
    de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por
    salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las
    cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel,
    para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante
    todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las
    villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de
    armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y
    quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer
    tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo
    de esta fé desafiado a don Pedro, y
    tomadole
    ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se
    las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no
    ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los
    embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente
    apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse
    las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del
    ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las
    treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas
    querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los
    convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que
    las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese
    por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez
    nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión
    del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían,
    mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército,
    e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos
    sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte
    del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para
    acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se
    ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los
    concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían
    entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le
    acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque
    determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás
    rebeldes.














    Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida
    por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos
    que el Rey envió a don Pedro.







    No faltaron algunos buenos
    y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado
    y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio
    hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones
    divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para
    el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen
    el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el
    número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya,
    que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su
    propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si
    el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra
    discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino
    concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala
    simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una
    miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no
    menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser
    verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre
    había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que
    de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos
    sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le
    representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don
    Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los
    de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a
    las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y
    asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta
    guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra
    parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se
    detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que
    burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas
    a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores
    amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su
    villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del
    Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las
    ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen
    con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede
    encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante
    esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos
    los otros rebeldes.










    Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le
    cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el
    Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.






    No se vio
    jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que
    tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el
    Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y
    hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don
    Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y
    así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán
    Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por
    defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército
    formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida,
    y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón,
    hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar
    don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se
    escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado
    de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco
    sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro
    día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán
    Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo
    lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro,
    salirse del castillo disfrazado. Y
    pa
    esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi
    divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y
    defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase
    por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le
    mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no
    ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor,
    del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en
    seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el
    cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de
    cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y
    de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle
    dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que
    fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y
    castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz
    muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su
    historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y
    regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó
    naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión
    del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario.
    Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea
    pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas
    las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre,
    del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la
    denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.







    Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el
    Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y
    los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso
    nieto del Rey.







    Venido el Rey, ya cortada
    una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por
    cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos
    fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo
    desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército
    de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante
    don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían
    en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de
    Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y
    saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más
    armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le
    llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en
    Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual
    mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la
    postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo:
    por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco
    llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras,
    puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas,
    puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse
    el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en
    otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de
    gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se
    retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó
    alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para
    Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a
    las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta
    cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán
    Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor
    ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su
    propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y
    castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de
    común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el
    Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural
    benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con
    humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin
    condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la
    tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda
    merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida
    para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas
    cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las
    Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de
    apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego
    publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable
    magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que
    los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron,
    ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos
    le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo
    y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy
    bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles
    guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que
    los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las
    cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos
    Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos
    de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los
    de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar
    de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el
    asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto
    hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los
    Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme)
    le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso
    y contentamiento.







    Fin del libro XIX.