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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro XIX

Libro XIX.





Capítulo primero. Como
partió el Rey para el Concilio a la ciudad de Leon de Francia, cuyo
asiento y excelencias se describen.






Como el Rey
fuese de nuevo rogado por cartas del sumo Pontífice abreviase su
venida para el Concilio de Leon, a donde ya era llegado con los
Cardenales y toda la corte de Roma, y por esto muchos de los Obispos
Abades y Priores de España que estaban convocados para él,
aguardasen en Barcelona su partida por no perder la ocasión de tan
alta compañía: diose toda la prisa que pudo hasta ponerse en
camino, y llevando consigo algunos señores principales de los dos
Reynos partió de Barcelona. Y pasando por Perpiñan, llegó a
Mompeller, donde se detuvo ocho días, y recibido el servicio que la
ciudad le hizo para ayuda de costa de su viaje, pasó adelante hasta
llegar a Viana en el Delfinado villa muy principal por su hermoso
templo y bien labrados edificios, y más por la vecindad del río
Ródano, uno de los mayores de la Europa que le pasa por delante y
estar ella a media jornada de la ciudad de Leon. Donde como entendió
haber llegado el Rey, fueron luego a Viana los embajadores del
Pontífice a rogarle se entretuviese en sant Saforin a tres leguas de
Leon, porque no solo de los Prelados del Concilio y cortesanos del
Papa: pero también por mandato del Rey Philipo su yerno había de
ser el Senado y pueblo de Leon muy suntuosa y realmente recibido.
Tuvo también cartas del mismo Philipo y de la Reyna su hija
excusando su venida para bien hospedarle, por importantísimos
negocios del Reyno, a causa de ciertos alborotos populares en la
Picardia a los confines de Flandes, a los cuales había de hacer
rostro con su persona, pero que la ciudad de Leon haría muy bien lo
que debía, y le era mandado para todo servicio y regalo de su Real
persona y de los suyos: como lo mostró muy bien en este recibimiento
y entrada. Es Leon una de las más poderosas y bien pobladas ciudades
de toda la Francia en el extremo de la Gallia céltica, hacia el
oriente situada, la cual es de su propio sitio y asiento naturalmente
fortificada. Porque tiene un monte al poniente con su alcázar
fortísimo y muy puesto en defensa. De la otra parte al levante la
cerca el Ródano que con su gran profundidad de aguas le defiende la
entrada, pues no hay otra de la que hace una muy fuerte y hermosa
puente de piedra. Está por todas partes no solo ceñida de muralla
fortísima, pero también la atraviesa por medio el río Araris, que
vulgarmente llaman la Sona, y viene de hacia el Septentrión del
ducado de Borgoña, por el cual está de toda cosa abundantísimamente
prouehida.
Es este río muy grande y navegable y se junta al cabo de la ciudad
con el Ródano: y así dicen que por el grande concurso de aguas el
nombre de Leon está corrupto, y se llamó vulgarmente Leau que
significa las aguas. De manera que la corriente de la Sona, en
encontrar con la corriente del Ródano se vuelve tan lenta y mansa, y
la hace como regolfar de arte, que realmente viene a ser tan
navegable río arriba como río abajo. Pero puesto que parece que no
se mueve el agua (como lo notó Iulio Cesar en sus comentarios) en el
moler muestra bien su brava corriente. Por estas comodidades, así
por la parte de arriba con las dos riberas: como por la oportunidad
del mar Mediterráneo río abajo, es la ciudad muy fácil de proveer
de toda cosa, y para el comercio de la mercaduría más acomodada de
cuantas hay en toda la Francia. Además que por su propio campo, que
es fertilísimo y bien cultivado, la ciudad tiene muy grande hartura
de pan y vino, de carnes y volatería con la mucha cogida de cáñamo
y lino. Lo cual ajuntado con el incomparable trato de la mercaduría,
y expedición de ella, muestra que fue entonces Leon lo que ahora es,
una de las más opulentas ciudades de la Europa. Como se vio por la
experiencia, pues por todo el tiempo que duró el Concilio, que fue
poco menos de dos años, pudo a la fin mantener con igual abundancia
que al principio, al summo Pontífice y collegio de Cardenales con
toda la Corte Romana, a los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de toda
la Cristiandad con su gente y familia, Abades, Generales, y Priores
de todas las órdenes con los Embajadores de Príncipes y síndicos
de todas las iglesias Catedrales. Finalmente el mismo Rey de Aragón,
con otros muchos señores de la Francia, sin las demás gentes, que
no solo por el Concilio general, mas aun por ver en él la persona
del mismo Rey, movidos por su gran fama y renombre, acudieron de toda
la Galia, Inglaterra, Italia, y Alemaña.



Capítulo II. De la
solemnísima entrada y recibimiento del Rey en Leon, y como se vio
con el Papa, y de las tres grandes cosas de que mucho se maravilló.






Como el Rey
por orden del Papa se detuviese dos días en san Saphorin donde le
tuvieron muy ricamente hospedado los de Leon, llegaron allí muchos
señores de los grandes de Francia por mandato del Rey Philipo a
visitarle y ofrecerle el mando y señorío de toda Francia y a poner
en sus manos el absoluto tribunal de la justicia, de la cual se valió
para librar a muchos de las cárceles y salvar la vida a algunos
condenados a muerte, y perdonar a otros desterrados, que no había
quien no perdonase a su contrario por complacer al Rey que con tanta
benignidad se los rogaba. Llegado pues a una legua de Leon, encontró
con un grande escuadrón de gente de a caballo armada muy a punto de
guerra con sus caballos encubertados, y sus trompetas y añafiles:
los cuales se dividieron e hicieron delante de él una bien
concertada escaramuza que al Rey pareció muy bien, y fueron muy
alabados por ella. Luego llegaron los del regimiento y Senado de
Leon, y por su orden besaron las manos al Rey y fueron de él con
grande afabilidad recibidos. Tras ellos llegaron todos los Prelados
Arzobispos Obispos, y Obispos del Concilio con los Embajadores de los
Príncipes Cristianos que asistían en él excepto los Cardenales. Al
embocar una puente salieron gran muchedumbre de doncellas con sus
dorados cabellos y guirnaldas puestas sobre ellos, danzando muy a
compás y haciendo su acatamiento con cierto presente al Rey: cuya
recompensa bastó para casar todas las doncellas pobres y huérfanas
que se hallaron entre ellas. Al entrar de la puerta volvieron a salir
los del regimiento, y le ofrecieron las llaves de la ciudad con muy
graciosa ceremonia y entrado dentro halló al Arzobispo de Leon con
toda su clerecía y religiones que le recibieron y prestaron la
obediencia y ceremonia como a Rey jurado. De allí yendo por la
ciudad que estaba toda entoldada riquísimamente con muchos arcos
triunfales y otras invenciones adornada, causó en la gente grande
admiración su presencia con tan extraña grandeza y tan bien
proporcionada compostura de su persona, con su barba larga y de
venerables canas esparcida, su aspecto y rostro, no solo suave y
alegre, pero muy grave y lleno de majestad: iba sobre un grande y
hermoso caballo blanco ricamente aderezado y él tan bien puesto en
la silla que no le estorbaba la grandeza de su persona y años para
seguir con todos sus miembros el compás de los
corcobos
y gentilezas que el caballo hacía, como aquel que por cincuenta años
y más, con las armas a cuestas se había en ello bien ejercitado. De
esto venía a decir la gente que cierto no era indigna su persona de
la grande fama y renombre que de sus hechos y valor corría por todo
el mundo. Con el mismo acompañamiento fue llevado hasta la iglesia
mayor para dar gracias a nuestro Señor, como tenía de costumbre, y
de allí pasó al palacio Pontifical donde apeado fue recibido por el
colegio de los Cardenales y subió con ellos a la sala del Concilio
donde estaba el Pontífice: el cual se levantó de su Silla y llegó
a la puerta a recibirle, y el Rey se postró a sus pies y le besó el
derecho, mas el Pontífice lo levantó y abrazó y bendijo muchas
veces. Y luego para el día siguiente, para el cual se había
publicado sesión del Concilio, fue con muy grande ceremonia
convocado. Y pasada de pies alguna plática con el Pontífice, se
despidió de él para irse a reposar ya noche: y fue llevado por los
del regimiento y señores con infinito concurso de gente al palacio
real de la ciudad y en él con todos los suyos aposentado y regalado
como si fuera su propio Rey. El siguiente día por la mañana
acudieron a palacio los mismos gobernadores y regidores de la ciudad,
con los señores y grandes de Francia, y todos los Embajadores de los
Reyes y Príncipes como el día antes, y lo acompañaron al palacio
pontifical hasta dejarlo en la gran sala del Concilio. Le salieron a
recibir a la puerta de palacio los Priores, Abades, Obispos, y
Arzobispos, Patriarcas, y Cardenales por su orden hasta que subido a
la sala y hecho su debido acatamiento al Pontífice le fue dado
asiento por el maestro de ceremonias y puesta allí su silla la más
propinca de todas a la Pontifical. Salidos fuera los señores con los
del regimiento y los demás que le acompañaron, cerrada la puerta de
la sala y vueltos a sentarse cada uno de los del Concilio por su
orden: estuvo el Rey muy admirado de ver un tan principal y nunca por
él visto espectáculo. Y hecha ante él la sesión que por aquel día
fue breve, aunque con igual ceremonia que las otras: fue por el
Pontífice preguntado qué le parecía de aquel tan bien ordenado
ejército y real de Ecclesiásticos, a esto respondió el Rey, que de
tres cosas quedaba sumamente maravillado. La primera de la persona y
tan encumbrada majestad Pontifical. La segunda del espectáculo de
tantos Cardenales vestidos de púrpura, como de muchos Reyes juntos.
La tercera de la congregación de tantos prelados la mayor que nunca
vido
ni creyó. Porque (según él mismo refiere en su historia) entre
Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos, Abades, y Priores con
los generales de las órdenes, pasaban de Quinientos. Mas porque fue
este uno de los muy célebres Concilios que hubo en la iglesia de
Dios, y para las mayores y más importantes cosas que se podían
ofrecer, congregado en aquella ciudad, no será fuera de propósito
de nuestra historia, si quiera por haberse hallado el Rey presente en
él, contar brevemente la ocasión y causas que hubo para celebrarle:
pues no fueron menos que para la reducción de la iglesia Griega, y
hacer concordancia de ella con la Latina. Y más sobre la empresa y
conquista de la tierra santa, con la admisión de los Tártaros a la
fé Catholica.








Capítulo III. De las
causas por que se congregó el Concilio, y de la gran embajada que el
Emperador Paleologo envió a él con título de reducir la iglesia
Griega a la obediencia de la Romana.







Como el valeroso capitán
Miguel Paleologo, tuviese muy perseguida y oprimida la gente y
familia de los Lascaras, a la cual de derecho pertenecía el Imperio
de la Grecia, y hubiese echado de él a Baldouino Emperador, cuyos
antepasados le poseyeron hasta Philipo su hijo que le había sucedido
en él: para que más a su propósito pudiese, después de haber ya
echado a Philipo, gozar tiránicamente del Imperio, y quitar de sobre
si por mar y por tierra los ejércitos y armadas de Gregorio
Pontífice, del Rey de Francia, y de Carlos de Anjou Rey de Nápoles,
y de Sicilia el cual por haber casado con hija de Philipo había
emprendido con más calor esta guerra contra Paleologo: usó de este
admirable, perverso, y nunca visto artificio, mezclando la fé Griega
con el color y achaque de religión, y de reducir la iglesia Griega a
la obediencia de la Latina, siendo todo falso y fngido, con fin de
engañar a todos por hacer su hecho como aquí se dirá: pues al fin
sucedió en cruel y bien merecido azote de toda la Grecia. Porque
cuanto a lo primero sobornó Paleologo a ciertos Príncipes del
Imperio y Prelados más principales de la misma iglesia Griega, para
que en nombre suyo fuesen a Roma con suntuosísima y muy pomposa
embajada al sumo Pontífice Clemente IV, a notificarle, como prometía
reducir la iglesia Griega, que de algún tiempo antes se había
apartado de los sagrados Cánones e institutos de la iglesia católica
Latina, y había degenerado de la verdadera religión de sus
antepasados, a fin que conviniese en un mismo sentido y verdad con la
sacrosanta iglesia Romana, y que en todo obedeciese a sus canónicos
decretos y sanciones. Para certificación y seguridad de lo cual
interponía su fé con la del Patriarca de Constantinopla, y de la de
todos los demás Prelados Eclesiásticos y de los Príncipes y
pueblos del Imperio: si se congregaba Concilio general para hacer en
él pública profesión de todo lo propuesto. Y más para que
entendiesen el fruto que de esta reducción había de nacer, se
ofrecía de favorecer con todo su poder y fuerzas del Imperio la
empresa de la tierra santa para la cual entendía se aparejaban los
Príncipes de la iglesia Latina. Esta embajada y promesa del
Emperador tan autorizada, oída en Roma, levantó en grande manera
los ánimos del Pontífice y Cardenales con los de toda la iglesia
Latina, para dar gracias a nuestro Señor, y suplicar trajese a
perfección obra tan felizmente comenzada. Porque mayor beneficio y
consuelo no se podía alcanzar por entonces, de que habiendo estado
tantos años la iglesia Griega (siendo tan principal miembro del
cuerpo místico de la universal iglesia) separada de la cabeza
Romana, se volviese a juntar con ella. Por donde el Pontífice de
parecer y común voto de todos los Cardenales, después de consultado
con todos los Príncipes y Reyes Cristianos, publicó luego Concilio
general para la ciudad de Leon en Francia. Pero antes de comenzarlo,
ni partir de Roma para hallarse en él, quiso que esta profesión de
la fé, que ante todas las cosas habían de hacer el Emperador con el
estado Eclesiástico y pueblo de los Griegos, se notificase por
escrito en forma y con las cláusulas que se requerían. Y así puso
por expresa resolución y condición en este convenio, que para venir
a tratar de esta reducción que los Embajadores pedían, lo primero
que se había de hacer era, quitar todas las superfluas y
contenciosas disputas de la religión: y que por los Griegos se
hiciese una pura y expresa profesión de la fé, en la cual
conviniesen todos, conforme a la fórmula que se enviaba. Juntamente
con la santa admonición del Pontífice dirigida al Emperador
Paleologo, la cual sacada de la bulla que sobresto se le escribió,
vuelta en Romance dice de esta manera:






Capítulo IV.
De la respuesta y exhortación que el Pontífice envió al Emperador
y como por la muerte del Pontífice no pudo por entonces pasar la
reduction
adelante.








La purísima, certísima y
solidísima verdad de la fé santa, que en todo cuadra con la
doctrina Evangélica cual nos han dejado escrita y declarada los
santos padres doctores de la iglesia, y tan confirmada con la
definición y decretos de los sumos Pontífices en sus Concilios
generales por ellos celebrados, decimos que por estas y otras causas
no es cosa decente sujetarla a nueva disputa ni definición, ni
someterla contra toda razón, a que se pueda dudar sobre ella. Y así,
puesto que por la bula de la convocación del Concilio que se publicó
antes, parezca que se da lugar a disputas, y dado que por vuestras
letras imperiales habéis pedido que el Concilio se convocase dentro
de vuestras tierras, nosotros no determinamos de convocar Concilio
para reducir la sobredicha verdad a nueva definición y disputa, no
porque nos espante el venir a ella ni porque recelemos que la santa
iglesia Romana ha de ser suprimida por el gran saber de la Griega,
sino porque sería cosa muy indecente y de perniciosísimo ejemplo,
poner en disputa, como en duda, la verdad de la fé, pues la tenemos
por tantos lugares de la sagrada escritura probada, por tantas
autoridades y sentencias de doctores santos declarada, y finalmente
por definición y decretos de los sumos Pontífices y de los sagrados
Concilios confirmada. En cuya defensión, si necesario fuere, estamos
aparejados a poner nuestra persona y miembros a cualquier suplicio y
pena de martirio. Y así no determinamos por ahora ayudar a esta
santa verdad con autoridades de la divina escritura, que se nos
ofrecen muchas al propósito: sino que con verdadera simplicidad,
pura y claramente explicada, os la enviamos: para que por vuestra
Imperial persona y por vuestros súbditos sea enteramente creída y
profesada.


Pero como en este medio
que se enviaba esta exhortación juntamente con la forma y cédula de
la profesión de la fé al Emperador Paleologo, muriese el Pontífice,
paró este negocio, y de muchos días no se habló más en él, ni se
comenzó el Concilio.













Capítulo V. Como Paleologo volvió a solicitar los Príncipes
Cristianos porque se tuviese el Concilio, y congregado que fue por
Gregorio Papa volvió a enviar sus embajadores, los cuales hicieron
la profesión de la fé.






Visto por
Paleologo que por la muerte del sumo Pontífice Clemente IV había
parado su negocio y traza, y que su
inica
y secreta máquina en gran perjuicio suyo se deshacía, y sus
adversarios a gran prisa entendían en su aparato de guerra para ir
contra él, determinó de solicitar de nuevo a algunos Príncipes
Cristianos (mucho antes que el Concilio se congregase) con diversas
embajadas diciéndoles, como se maravillaba mucho de ellos, y del
poco celo y cuidado que del servicio de Dios, y del aumento y honra
de su iglesia tenían. Pues ofreciendo él tan grandes ocasiones para
la reducción de la iglesia Griega, con todo su imperio, al gremio de
la Latina, y habiendo para esto hecho sus embajadas a los Pontífices
Romanos, a quien más este negocio tocaba, para que congregasen
Concilio universal, a efecto de dar salida a una cosa tan deseada, y
tan dedicada al servicio y honra de Dios y de su iglesia, se curaban
tan poco de ello, y ni le daban la mano para proseguirla, ni
solicitaban a los Pontífices para acabarla. Entre otros a quien dio
parte de su queja fue al Rey Luys santo de Francia, poco antes que
falleciese en la guerra y campo que tuvo sobre la ciudad de Túnez en
África, cuya santidad de vida y celo Cristianísimo era por aquel
tiempo muy celebrado (según en el libro XV habemos hecho mención de
su vida y muerte) a este pues envió Paleologo embajada formada,
rogándole, con encarecimiento, no dejase de favorecer esta su
empresa, y reducción de la iglesia Griega, la cual pues tan
felizmente había comenzado a tratarse por el Pontífice Clemente IV
y por su muerte paraba el negocio que en todo caso exhortasen al
nuevo Pontífice para que lo pasase adelante. Que de cobrar esta
oveja perdida se serviría más nuestro Señor que de ir a buscar las
que no son suyas. Por donde el buen Rey percibiendo las palabras que
eran muy santas, y creyendo que la intención de Paleologo conformaba
con ellas, envió luego su embajador a los Cardenales, que por la
sede vacante, y distensiones que había entre ellos, sobre la nueva
elección, estaban por la mayor parte retirados en la ciudad de
Viterbo a una jornada de Roma, rogándoles no perdiesen la
oportunidad grande que se les ofrecía para el aumento de la
universal iglesia con la reducción de la Griega, siendo el mismo
Emperador de Grecia el que sobre ello tanto les solicitaba. Y así
acabó con ellos que pasarían este negocio adelante por haberle ya
felizmente comenzado el Papa Clemente por cuya muerte había parado.
Para este efecto eligieron con mucha
digencia
personas muy doctas y de santa y moderada vida, las cuales
reconociendo de nuevo las memorias y diligencias por Clemente hechas,
y los términos a que había llegado este negocio: después de estar
muy bien instruidos de todo, fueron por el sacro colegio enviados a
Constantinopla al Emperador, para que en presencia de ellos, así por
él, como por todos los prelados de la Grecia, se hiciese público y
solemne acto de la profesión de la fé, conforme a la minuta o
fórmula que en escrito había dejado trazada el mismo Pontífice,
según que arriba se ha referido. Pues como luego después de
partidos estos fuese electo Pontífice Gregorio X, volvió a convocar
el Concilio para la misma ciudad de Leon, del cual hablamos. Y así
viendo la mucha constancia de Paleologo que en estos negocios
mostraba, entendió en procurar muy de veras se hiciesen treguas por
algunos años entre Philipo y Carlos Rey de Nápoles y Sicilia, con
el Emperador Paleologo, las que él tanto deseaba, por echar fuera el
armada y ejército de Sicilia, que andaba ya por el Archipiélago, y
comenzaba a poner en estrecho las tierras del Imperio. De manera que
pudo tanto la exhortación y persuasión del Papa Gregorio con
Philipo y Carlos, que mandaron retirar su ejército y armada de
Grecia por tiempo de un año. Entendido esto por Paleologo, con la
seguridad de las treguas llevó adelante su entretenimiento: y envió
cuatro embajadores de los más principales señores de la Grecia,
personas de muy gran cuenta y autoridad, al Concilio de Leon, donde
congregados ya todos los llamados por el Pontífice, comenzaba a
celebrarse. Llegados estos fueron muy principalmente recibidos del
Papa y Cardenales, y de todo el Concilio. Y luego uno de ellos, así
en nombre del Emperador, como de Andronico su hijo y sucesor del
Imperio, como de XXVI iglesias Metropolitanas Arzobispales sujetas al
Patriarca de Constantinopla, con infinitas otras sufraganeas
catedrales, y de todo el orden y estado Eclesiástico de la Grecia,
abjuró públicamente en medio de todo el Concilio, la Cisma
(
Schisma),
palabra por palabra, conforme a la fórmula escrita que el Papa
Clemente ya antes les envió, de esta manera.
Yo Gregorio
Acropolita, y gran Logotheta, embaxador de nuestro señor el
Emperador de la Grecia, Miguel Angeli Príncipe de Commini Paleologo,
teniendo poderes suyos suficientes para esto, abjuro todo Schisma, y
la suscrita verdad de la fé según que cumplidamente se ha leído,
fielmente reconozco, y confieso en nombre del dicho nuestro Emperador
y señor, ser la verdadera santa católica y recta fé, y por tal la
acepto, y de corazón y boca la profeso: según que verdadera y
fielmente la tiene, enseña y profesa la sacro santa yglesia Romana.
Así prometo que el dicho Emperador inviolablemente la guardará, y
que en ningún tiempo se apartará: ni en modo ninguno declinará, ni
discrepará de ella. También, según en la dicha escritura se
contiene, en nombre suyo y mío, y de las iglesias de la Grecia
confieso, reconozco, y acepto por supremo de todos el Primado de la
sacrosanta iglesia Romana, para mayor obediencia de ella, y que el
dicho señor nuestro observará todo lo dicho, así en lo que toca a
la verdad de la fé, como en reconocer por supremo al primado de la
iglesia Romana, y que hará siempre bueno este su reconocimiento,
aceptación, y observancia perseverando en ello, y jurándolo
corporalmente en su alma y la mía lo prometo y confirmo. Así Dios a
él y a mí ayude, y estos santos Evangelios. Añadió el embajador,
a lo profesado, el pío y grande ánimo que el Emperador su señor
tenía, para que acabada la reducción de la iglesia Griega, se
entendiese en la conquista de la tierra santa de Hierusalé: para lo
cual ofrecía de valer con todo su poder y fuerzas del Imperio,
siempre que por los Príncipes, o Reyes de la iglesia Latina fuese
comenzada la empresa. Oída la pública profesión hecha por los
embajadores de Paleologo, juntamente con la larga y magnífica
promesa para la conquista de la tierra santa, fue por el Papa y todo
el Concilio muy alabada y bien recibida esta embajada. A esta sazón
ya después de hecha la abjuración, hizo su entrada en la ciudad de
Leon y en el Concilio nuestro Rey, como está dicho. Mas porque se
entienda lo que adelante pasó acerca del Concilio, con las engañosas
máquinas de que usó Paleologo para hacer su hecho, sin que se
efectuase cosa de lo que había prometido, contaremos en el capítulo
siguiente el sucesso y fin infelice de la comenzada reducción de los
Griegos.













Capítulo
VI. De la
abiuracion
personal que hizo Paleologo, y de las excesivas demandas que propuso,
y que por no poderlas cumplir el Concilio se salió de lo prometido,
y de la abjuración hecha por los Tártaros.






Después de
haber hecho los embajadores de Paleologo la abjuración y profesión
de la fé arriba puesta, tuvo su primera sesión el Concilio. Y se
determinó en ella, que no bastaba la profesión hecha por los
embajadores para asegurar al sacro Concilio del verdadero propósito
y ánimo del Emperador Paleologo que por eso requerían que el mismo
Emperador y su hijo y sucesor Andronico, la hiciesen de nuevo por si
mismos, y de su propia boca la profesase. De lo cual avisado
Paleologo, vino bien en ello, por llevar más su disimulación
adelante, y gozar de las treguas hechas con sus enemigos. Y así no
en el Concilio, como algunos autores dicen (porque nunca vino a él
ni estaba tan confirmado en el imperio, que osase apartarse de él)
sino en Constantinopla públicamente, y en presencia de los
embajadores que sobre esto le envió el Papa, y de los prelados
Griegos, hizo la abjuración con aquellas mismas palabras que su
embajador la había hecho en el Concilio, y también confirmó la
promesa por él hecha para la empresa de la tierra santa. Como
después abjurasen los prelados con todo el estado Eclesiástico,
solo el Patriarca de Constantinopla no quiso abjurar: puesto que se
dice por algunos, que abjuró después. Hecha por el Emperador y los
demás la abjuración, con el cumplimiento que dicho habemos, luego
envió a proponer ante el Papa y Concilio una muy terrible demanda y
requerimiento, con expreso protesto que si no se lo otorgaban y
ofrecían de mandar tener y cumplir, haría lo contrario de lo que
había abjurado y prometido. El cual fue que antes que se acabasen
las treguas que tenía firmadas por un año con Philippo, y Balduino
su hijo, y con Carlos Rey de Sicilia, se obligase el Papa a recabarle
perpetua y universal paz con los dichos, y con todos los Príncipes
Cristianos de la iglesia Latina, a fin que con toda libertad gozase
de su imperio, y pudiese acabar los dos negocios tan importantes que
había prometido de la reducción de la iglesia Griega, y conquista
de la tierra santa: donde no, que se apartaba de todo. Como el Papa
oyó esta demanda, in pleno Concilio, la cual era imposible cumplir:
porque ya antes lo había procurado de alcanzar, y aunque en los
demás Príncipes Cristianos se hallaba facilidad, pero en Philipo y
Balduino, no había remedio de acabarse conoció el inicuo y doblado
ánimo de Paleologo, y descubrió su dañado intento y fingida
religión, que no tiraba a otro que atar las manos a sus enemigos
para más establecerse en el imperio y permanecer en su tiranía. Y
así con la
proteruia
y
renitencia
del Patriarca de Constantinopla, y falsedad del Emperador volvió la
tierra y nación Griega a su antiguo ingenio y naturaleza, revocando
todas las promesas y sumisiones que en el Concilio ante el Papa, y en
Constantinopla con su Emperador y prelados había hecho. De donde
envuelta de nuevo en los errores de su
inueterada
malicia, y en los torpísimos (
turpissimos)
vicios de la concupiscencia, permitió Dios que con el tiempo se
acabase de perder, juntamente con la estirpe y prosapia de los
Paleologos, y con ellos el imperio de la Grecia entrase so el impío
yugo, y cruel servidumbre de los pérfidos Mahometicos, debajo de la
cual vemos, siglos ha, que vive miserablemente. Por este tiempo antes
que el Concilio se concluyese, vinieron a él algunos principales
hombres de la Tartaria. Los cuales delante del Pontífice, y de todos
los padres del sacro Concilio de parte de su nación y suya abjuraron
sus errores en la forma que se les dio y profesaron la verdadera fé
Cristiana, y con gran contento y alegría de todos recibieron el agua
del santo bautismo (
baptismo).














Capítulo VII. Como se trató en el Concilio con el Rey sobre la
conquista de Jerusalén, y lo que ofreció para ella, y como se
confesó con el Papa, y de la penitencia que le dio, y por qué no
quiso coronarlo Rey.







Volviendo pues a nuestra
historia, como el Rey hubiese llegado al Concilio, antes que la mala
intención y ánimo de Paleologo fuese descubierto, y se tratase de
la conquista de la tierra santa, y guerra contra Turcos que se habían
apoderado de ella, por las grandes ofertas que Paleologo hacía para
proseguirla, y también el Emperador de los Tártaros, como sus
embajadores que allí estaban y se bautizaron lo ofrecían: también
el Rey por su parte prometió de estar a punto y en orden siempre que
fuese llamado para seguir la empresa: como aquel que ya antes la
había emprendido, y puesto por obra por si solo, si la tormenta
(como está dicho) no se lo estorbara. Pues como sobre ello fuese
consultado del Pontífice, dio en ello su parecer y consejo tal, que
a todos pareció muy sano, y bueno, y añadió a lo dicho, que así
viejo como era, no faltaría con su persona de acompañar al
Pontífice, yendo personalmente a la conquista y le seguría con buen
ejército. Y no yendo su Santidad enviaría mil caballos
escogidísimos para la jornada, pagados por todo el tiempo que durase
la guerra. Asimismo pues Dios le había puesto en parte donde pudiese
gozar de tan deseada oportunidad, dijo determinaba confesar sus
pecados al mismo pontífice por alcanzar su bendición y absolución
generalísima. Pues como hincado de rodillas se hubiese confesado y
fuese por el Pontífice plenísimamente absuelto, diole en señal de
penitencia, dos cosas. La una que se apartase de lo malo, la otra que
siguiese lo bueno, y en esto perseverase. Finalmente tratando ya de
su partida, pidió al Pontífice que pues él no había hecho menos
servicios a la sede Apostólica que todos sus antepasados, antes bien
procurado con su vida y persona el aumento de la religión Cristiana,
habiendo conquistado tres Reynos de Moros e introducido la fé de
Cristo en ellos, le hiciese favor de darle las insignias y corona
Real por sus sagradas manos. Respondió el Pontífice que las daría
de muy buena gana, con que primero saliese de la obligación que por
semejante negocio tenía puesta sobre sus Reynos, confirmando de
nuevo el tributo que por el Rey don Pedro su padre les fue impuesto,
cuando fue coronado Rey en Roma por el Pontífice Innocencio su
predecesor, y ante todo pagase el tributo corrido de muchos años,
que no se había pagado. Diciendo que era cosa muy indigna de la
magnanimidad y conciencia de un tan alto Príncipe como él,
defraudar de su derecho, y deuda a la santa sede Apostólica, que tan
liberalmente honró a su padre con las insignias de majestad Real.
Mas el Rey como esperase mayores gracias y retribución del
Pontífice, por sus servicios hechos a la sede Apostólica (como
arriba se ha dicho) y viese que sin tener cuenta con ellos aun le
pedían el tributo de su padre: determinó más presto desistir de la
demanda, que disminuir en nada la inmunidad y franqueza de sus
Reynos. Solamente rogó al Pontífice por la libertad de don Enrique
hermano del Rey de Castilla, a quien Carlos Rey de Nápoles y Sicilia
tenía preso por negocios del mismo Pontífice, el cual prometió que
lo haría.













Capítulo VIII. Como se despidió el Rey del Papa y volvió a
Perpiñan, y de lo que pasó con el Vizconde de Cardona y de la
guerra que el Príncipe movió contra don Fernán Sánchez su
hermano, y otros.







Pasados XXII días después
que el Rey entró en Leon y asistió en el Concilio sin concluir cosa
alguna de las que trató, se despidió con mucha gracia del Papa y
Cardenales y los demás de todo el Concilio, y haciendo particular
agradecimiento al senado y pueblo de Leon por el magnífico y
regalado servicio que le hicieron, se volvió a Perpiñan: donde de
nuevo mandó notificar al Vizconde de Cardona, que por lo ya antes
determinado le entregase la principal fortaleza de Cardona, dentro de
cierto término donde no, entendiese que se la tomaría por fuerza de
armas. Como entendieron esto los señores y barones de Cataluña, se
congregaron en la villa de Solsona. Y porque el negocio era común y
no menos tocaba a cada uno de ellos que al Vizconde, respondieron al
edicto del Rey, que no solo al Vizconde pero a todos los señores y
Barones de Cataluña tocaba defender la fortaleza de Cardona, que por
eso le rogaban todos juntos tuviese por bien de no hacer esta fuerza,
ni abusar de la tan probada y conocida fidelidad del Vizconde, y de
todos ellos, para con su real persona. Entonces el Rey se vino a
Barcelona a donde hizo publicar guerra contra el Vizconde y sus
secuaces, con apellido que el Vizconde receptaba y defendía en sus
propios lugares a Beltrán Canelian que había cometido un gravísimo
crimen lesae magestatis, por haber muerto a Rodrigo de Castellet
justicia de Aragón, sin tener cuenta con aquella poco menos que real
dignidad del Reyno. Y así para mejor perseguir al Vizconde el Rey se
pasó a la villa de Terraça, a donde luego fueron con él don
Berenguer Almenara Vicario del Maestre del Hospital, y Mauniolio
Castelauli, los cuales le rogaron que prorrogase el día del Plazo al
Vizconde y los demás. Lo cual hizo el Rey de buena gana por
contentarles. Pero como pasado el último término no compareciese
ninguno, sino que iban alargando la venida de día en día, hasta que
concertasen con don Fernán Sánchez hijo del Rey de rebelarse todos
a un tiempo: entonces el Príncipe don Pedro movió guerra manifiesta
contra todos los barones de Cataluña, y contra su hermano, que se
había hecho cabeza y caudillo de ellos. Puesto que por entonces fue
necesario disimular con ellos, por la nueva ocasión que se ofreció
de la ida para Navarra, por la nueva que tuvo de la muerte de don
Enrique Rey de ella.







Capítulo IX. De la muerte
de don Enrique Rey de Navarra, y lo que se siguió de ella, y como
fue el Príncipe don Pedro allá y de la plática que tuvo con los
principales hombres de Navarra.







Tuvo el Rey nueva estando
en Terraça como don Enrique Rey de Navarra era muerto y que a lo
último de su vida, hizo testamento por el cual dejaba heredera del
Reyno a doña Iuana única hija suya de edad de dos años la cual
hubo de la hija de Roberto Conde de Artues (Artois) hermano del Rey Luys de
Francia: y acabó con los Navarros la jurasen por sucesora. De manera
que muerto don Enrique, como hubiese contienda entre los Navarros,
los unos pedían que a doña Juana por su menor edad la encomendasen
al Rey de Castilla, otros que la llevasen a Francia al Rey Felipe su
tío: los más que se entregase al Rey de Aragón para que por tiempo
casase con su nieto sucesor en los Reynos de la corona: y con esto se
cumplirían las obligaciones del prohijamiento hechas por el Rey don
Sancho, y el Reyno quedaría defendido, como hasta allí lo había
sido siempre por los Aragoneses. Estando en esto la Reyna viuda,
considerando que de estas contiendas se le podía seguir algún daño
a su hija, determinó pasarse con ella en Francia a entretenerse con
el Rey su tío. Por donde estando juntados los Navarros en la villa
llamada la Puente de la Reyna, para tratar sobre el asiento y quietud
de las cosas del Reyno, que estaba con la muerte del Rey, e ida de la
Reyna con su hija alterado, vino el Príncipe don Pedro a Tarazona
con buena parte de su ejército, y de allí envió sus embajadores a
los congregados para notificarles, como venía por el Rey su padre a
pedir el derecho del Reyno, que por la adopción y prohijamiento del
Rey don Sancho hecho de consentimiento de todo el Reyno le
pertenecía, sin otros más derechos que por los pactos y condiciones
tratados entre el mismo Rey su padre y la Reyna doña Margarita mujer
de Tibaldo y madre de Enrico se le había recrecido: y mucho más
porque todas las veces que el Rey de Castilla hacía entradas en
Navarra con fin de echar a doña Margarita y a Theobaldo del Reyno,
acudiendo con su persona y ejército los defendía: en tanto que por
valerles a ellos se olvidaba de su yerno el Rey de Castilla y lo
echaba a punta de lanza de toda Navarra. También porque en estas
defensas el Rey había gastado de su hacienda hasta sesenta mil
marcos de plata: pero que ninguna otra cosa les pedía, sino que doña
Juana hija del Rey Enrique casase con don Alonso su hijo y nieto del
Rey que había de heredar todos sus Reynos.







Capítulo X. De la
respuesta que dieron los Navarros al Príncipe don Pedro: y de la
conjuración de don Sancho con otros de Aragón y Cataluña.







Oída la demanda del
Príncipe don Pedro por los Navarros, habido acuerdo sobre ello,
respondieron harto tibiamente, que ellos trabajarían cuanto en si
fuese, casase doña Juana con don Alonso nieto del Rey. Y que si por
ser ella tan niña, no podían doblar a ello la voluntad de su madre
por haberse puesto debajo la potestad del Rey de Francia, a cuyo
amparo madre e hija se habían recogido, procurarían casase con una
sobrina del Rey Enrrico. Más adelante prometieron que por los gastos
hechos en la defensa del Reyno le pagarían los sesenta mil marcos, y
que más de treinta principales barones de Navarra, además de los
procuradores y síndicos de las villas y ciudades reales se
obligarían a cumplir lo sobredicho. Los cuales pactos y promesas
fueron vanas y de ninguna fuerza, por la industria del Rey Philipo a
quien luego la Reyna entregó las principales fortalezas de Navarra,
y fue puesta en ellas buena guarnición de gente y armas, y también
la niña sucesora antes de tiempo casada con el hijo del mismo Rey
Philipo, y poco a poco vino de esta manera a apoderarse de todo el
Reyno de Navarra. Sabido esto por don Pedro, le pareció disimular
por entonces, y no hacer sentimiento de ello, antes agradeció mucho
a los Navarros su buena voluntad y bien compuesta respuesta. Y
teniendo aviso que los negocios de Cataluña se iban de cada día
gastando, partió con prisa para salir al encuentro a la conjuración
de don Sánchez su hermano con muchos otros contra el Rey y él,
porque se conjuraron con él en Aragón casi todos los nobles, con
muchos aficionados suyos que tenía en el pueblo: a quien también se
allegaron los que en vida del Príncipe don Alonso le siguieron por
estar todos estos mal no con el Rey, sino con don Pedro. Finalmente
se rebelaron el Vizconde con la mayor parte de los Barones de los dos
Reynos, a quien era muy pesado el nuevo dominio de don Pedro, y
también la demasiada codicia del Rey, por enriquecerle y
engrandecerle. Y porque (como todos decían) mostraba querer juntar
con la corona real todas las villas, tierras, y estados de los
señores y barones de los Reynos, de donde procedía el estar todos
tan unidos y confederados en sus conjuraciones.













Capítulo XI. Que don Pedro fue sobre las tierras de don Sánchez y
como los señores de Cataluña se apartaron del Rey, y que el Conde
de Ampurias saqueó y quemó la villa de Figueres, y el Rey otorgó
treguas para tratar de concierto.







No le espantaron a don
Pedro las conjuraciones de Aragón y Cathaluña, y así para comenzar
a dar por las cabezas determinó de ir con ejército formado a
conquistar ciertas villas fuertes de don Sánchez las cuales con el
ayuda y favor de don Pedro Cornel suegro de don Sánchez, que con
sobrada afición seguía la parcialidad de su yerno, se pusieron en
defensa. En este tiempo el Vizconde con don Vgo Conde de Ampurias, y
casi todos los señores y barones de Cataluña se apartaron del
servicio del Rey, y osaron conforme a la costumbre de la tierra,
desafiarle. Pero al Rey, a quien no faltaba el servicio y favor de
las ciudades y villas con todo el pueblo, y secreto socorro de
algunos señores, además de su ejército bien fiel y formado, no se
le daba mucho de ello. Con todo eso procuraba de venir a honestos
partidos por excusarse de proceder con todo rigor contra ellos, como
aquel que no ignoraba los inconvenientes y desatientos que de
semejantes discordias suelen seguirse en los Reynos. Pero todavía
perseveraron ellos en su mal propósito y dañada intención. Y como
fuese mucho mayor la ira y rencor de los Catalanes contra don Pedro
que contra su padre, después que el Conde de Ampurias acabó de
fortificar su villa y fortaleza de Castellon junto a Ampurias y de
tenerla muy bien avituallada y guarnecida de gente y armas, tomó
algunas compañías de infantería y fuese para la villa de Figueres
pueblo mediano de buen asiento a media jornada de Girona, el cual el
Príncipe don Pedro preciaba mucho y era todo su regalo y recreación:
y así para más ensancharlo y ennoblecerlo, había hecho venir gente
de otras partes a vivir en él, concediéndoles muchas más
libertades y franquezas que a ningún otro pueblo de Cataluña. Llegó
pues el Conde con su gente y cercando el pueblo de improviso le entró
y no hallando resistencia lo saqueó, y asoló la fortaleza hasta los
cimientos, y no contento de eso le taló los campos. Finalmente dando
lugar a la gente para que se fuese, mandó quemar todas las casas sin
dejar una en toda la villa. Esto hizo el Conde con tanta celeridad y
presteza, que con llegar ya el Rey a Girona, no fue a tiempo de poder
defender la villa, ni para coger al Conde, porque luego con toda su
gente se recogió en Castelló. Entre tanto que el Rey estaba en
Girona, también Pedro Berga principal barón de Cataluña, de la
manera que los otros, le envió sus cartas de desafío, y otros
barones hicieron lo mismo. Porque, o lo desafiaron, o se apartaron de
servirle, y así llegó Cataluña a estar toda en armas, con
alborotos y confusión de toda la tierra. Lo mismo era en Aragón, y
el mal iba poco a poco tomando fuerzas de cada día. Entendido esto
por el Rey, se partió para Barcelona, donde el Obispo juntamente con
el gran Maestre de Vcles, que allí se hallaba, viendo puesto el
Reyno en tanta confusión y aparejo de perderse, se pusieron muy de
propósito a entender en remediarlo, procurando de atraer a los
señores y barones a nuevo trato en que todas las diferencias y
pretensiones de ambas partes se dejasen al juicio y determinación de
los Prelados, y de algunos barones menos apasionados para que
juntamente las juzgasen con ellos. Le pareció esto al Rey bien, y
dio comisión al Comendador de Montalbán, y a Vgon Mataplana
Arcidiano de Vrgel, que en su nombre otorgasen treguas por tiempo de
diez días al Vizconde y a Berga con sus secuaces, porque se
entendiese en tratar de concierto.













Capítulo XII. Como en Aragón se rebelaron muchos de los señores y
barones, y el Rey concibió ira mortal contra don Fernán Sánchez su
hijo, el cual con otros enviaron a desafiar al Rey y de lo que
respondió.







En tanto que en Barcelona
se entendía en lo del concierto, llegaron al Rey cartas de Zaragoza
con aviso que las cosas de Aragón llevaban el mismo camino que las
de Cataluña: y que la tierra estaba toda en armas y parcialidades.
Porque don Fernán Sánchez su hijo había juntado gente de guerra
con muchos señores y barones que le hacían espaldas y favorecían
su empresa. Y que su apellido ya no era por solo defender su persona
de las manos de don Pedro su hermano, sino por ofenderle y
perseguirle muy de veras: y que con esta querella se allegaban a él
muchos que también se quejaban del Rey y le llamaban cruel y
quebrantador de fueros y leyes, que no cumplía con ninguno lo que
prometía. Sintió muy mucho el Rey ser notado e infamado de esto, y
mucho más que su propio hijo fuese cabeza y receptador de los
infamadores. Y así desde aquel punto que entendió tal, acabó de
agotar de su pecho todo el amor paternal que le tenía como a hijo, y
en su lugar le hinchió de muy justa ira y terrible odio y
aborrecimiento. Por esto determinó de ser presto en Aragón, y
convocar cortes para satisfacer en ellas con buenas razones a las
quejas que de él había, antes de venir a las manos con los suyos.
Pero como el término de las treguas se acabase, y se había de dar
audiencia al Vizconde con los barones, fue necesario detenerse, y
cometer a don Pedro las fuese a tener por él: y que se celebrasen
dentro de los límites de Aragón, para que le pudiesen obligar a
estar a juicio conforme a los fueros. De manera que el mismo día que
se acababan las treguas otorgadas al Vizconde, despachó sus patentes
y poderes para que don Pedro tuviese las cortes (la historia no dice
dónde) y todas las quejas de don Fernán Sánchez y de los otros
resolviese y echasen a un cabo los convocados, teniendo el Rey fin de
pasar por lo que ellos ordenasen, solo que los Reynos se apaciguasen.
Mas los negocios sucedieron muy al revés de lo que el Rey pensaba,
porque don Fernán Sánchez con sus secuaces, se recelaban de cada
día tanto de don Pedro (por lo cual tanto más determinaban
perseguirle) que por esta causa se concertaron en enviar al Rey un
gentil hombre Provenzal llamado Ramon Andres, para que en nombre de
don Sancho, de Ferrench, Iordan, Pina, don Ximen de Vrrea, don Artal
de Luna, y don Pedro Cornel principales señores de Aragón,
propusiese ante él las quejas y agravios particulares que de él y
de don Pedro tenían: y que en haber hecho la proposición, en nombre
de todos se despidiese y apartase de su obediencia y mando. Pues como
Ramon Andres despachado por todos llegase a Barcelona ante el Rey, y
dada audiencia, públicamente en presencia de muchos declarase todas
estas querellas, y concluyese con que si no le daba cumplida
satisfacción de ellas, luego en nombre de sus principales se
apartaría de él y de su obediencia y mando. Respondió el Rey muy
cuerda y mansamente, que él nunca se apartaría de lo justo y
razonable, puesto que podría fácilmente y con mucha razón, las
quejas que de él tenían atribuirlas a cada uno de ellos. Mas como
la principal de ellas era, porque él y don Pedro se encaraban contra
la persona de don Fernán Sánchez al cual todos seguían, supiesen
que no era sin justa causa, por la mucha culpa que don Fernán
Sánchez en esto tenía. La cual había de cada día con nuevas
ocasiones aumentado en tanta manera, que no solo le había incitado a
muy justo y perpetuo odio contra él: pero aun a su hermano había
provocado a mayor enemistad, por lo que en muchas maneras como
enemigo mortal contra los dos había intentado. Por tanto les decía
que en sus quejas, o estuviesen al juicio y deliberación de los
Prelados y buenos hombres del Reyno, o por fuerza de armas se
averiguasen todas sus diferencias: porque estaba tan aparejado para
lo uno como para lo otro, y que en ninguna manera faltaría a si
mismo. Como oyó esto Ramon, y no se le dio lugar para replicar,
volvió a Zaragoza e hizo cumplida relación a Fernán Sánchez y a
los demás, de todo lo que había pasado con el Rey.













Capítulo XIII. Como los de la parcialidad del Vizconde vinieron a
pedir perdón al Rey, y que nombrase árbitros para sus diferencias,
y los nombró, y como por la venida del Rey don Alonso celebró la
fiesta de Navidad solemnísimamente.






En este medio
que andaban las cosas del Rey y Reynos tan turbadas, el Obispo de
Barcelona y el Maestre de Vcles (como arriba dijimos) procuraban por
todas vías, en que antes que las cosas de Cataluña se revolviesen
con las de Aragón y se doblasen los males, se concertase el Vizconde
con el Rey, y se atajasen las diferencias. Y como el Rey partiese de
Barcelona para Tarragona a recibir al Rey don Alonso su yerno con la
Reyna su hija, que ya estaban en Villafranca de Panades a medio
camino, don Ramon de Cardona, y Berenguer Puiguert con otros Barones
de la parcialidad del Vizconde, vinieron al Rey a pedirle perdón con
mucha humildad, y le rogaron muy de veras que nombrase jueces
árbitros que juzgasen las diferencias de ambas partes. Agradó al
Rey su demanda, y por que conociesen su benignidad y sana intención,
y también el deseo que tenía de contentarles, les nombró por
jueces árbitros al Arzobispo de Tarragona, y a los Obispos de
Barcelona y Girona y al Abad de Fontfreda, con sus amigos y parientes
de ellos don Ramon de Moncada, Pedro Verga, Ianfrido Rocaberti, y
Pedro Cheralt, y así pasó adelante su camino. Y como le pidiesen
del tiempo y lugar para juzgar de esto, respondió que en el mes de
Março por quaresma, y asignó el lugar en Lérida, a donde por solo
este negocio mandó convocar cortes, para que en presencia del
Príncipe don Pedro se pronunciase la sentencia. De esta manera se
quietaron por entonces las cosas de Cataluña: proveyendo nuestro
Señor en que quando más se encendían las cosas de Aragón se
apagasen y quietasen las de Cataluña, como lo merecían las buenas
intenciones del Rey. El cual por la venida del Rey don Alonso y la
Reyna su hija a Barcelona, celebró la fiesta de Navidad con mayor
solemnidad que nunca, porque esta con la Pascua de Resurrección, y
día de Santiago celebraba con muy grande regocijo y Christiandad:
saliendo en público de púrpura y brocado, haciendo mercedes junto
con muchas limosnas, asistiendo con mucha devoción a los oficios
divinos, y convidando a comer a los Prelados y grandes del Reyno,
donde quiera que se hallaba: sin eso mandaba adereçar y henchir los
aparadores y mesas de riquísimas vajillas (
baxillas)
de oro y plata, y tener abiertas las puertas de palacio, y de sus
recámaras para que entrase todo el pueblo con sus invenciones y
fiestas, y todos se alegrasen y regocijasen con ver el rostro y tan
graciosa presencia de su Rey y señor. El cual se comunicaba también
con mucha afabilidad y humanidad con todos: por lo que entendía que
no había cosa que tanto se ganase y conservase la voluntad y ánimo
de los súbditos, como ver y contemplar la alegre cara y presencia de
su Rey.














Capítulo XIV. Pone las causas de la venida del Rey don Alonso de
Castilla, a verse con el Papa en la Guiayna.






Como el Rey y
toda su corte estuviesen admirados de la repentina y tan improvisa
venida de don Alonso Rey de Castilla con la Reyna su mujer, y
deseasen mucho saber las causas de ella, y el Rey se las pidiese:
serviría de respuesta, la breve relación que aquí haremos de lo
que antes pasó para bien entenderlas. Y porque son varias y dignas
de saber, no será fuera del caso el referirlas aquí con toda
brevedad. Muerto el Emperador Federico, y convocados los electores
del Imperio para hacer primero la elección de Rey de Romanos,
viniendo a dividirse los votos en dos partes, la una que eligió a
Richardo Conde de Cornubia y hermano del Rey Enrrico III de
Inglaterra, procuró luego coronarle en la ciudad de Aquisgran donde
se acostumbra recibir la primera corona del Imperio. La otra parte
eligió a don Alonso X Rey de Castilla que también era descendiente
de los duques de Sueuia. Por donde teniéndose cada uno de los
elogios por verdadero Rey de Romanos, alegando sus causas y razones
para ello: como a esta sazón muriese Richardo, todos los electores
excepto el Rey de Bohemia volvieron a juntarse, y sin consultar, ni
dar parte de lo que determinaban hacer, a don Alonso, eligieron a
Rodolfo Conde de Aspurch, hombre de gran suerte y merecedor del
Imperio: al cual luego coronaron en Aquisgran. Como entendió esto
don Alonso, envió sus embajadores a Roma para requerir al Papa y
Cardenales diesen por nula la elección de Rodolfo, y confirmasen la
suya que fue primera. Y como en este medio se hubiese convocado el
Concilio para Leon de Francia, por las causas al principio de este
libro referidas, y el Papa Gregorio X, que le convocó viniese a él,
envió nuevos embajadores para solicitar la misma causa. Entonces el
Pontífice que estaba muy bien informado por las dos partes, después
de haber muy bien consultado los mayores letrados de Italia y con los
Cardenales y Prelados del Concilio, pronunció que la elección de
Rodolfo, que últimamente se hizo de común voto de todos o de la
mayor parte de los electores, no se podía anular ni invalidar, por
haber sido legítima y canónicamente hecha, y por eso se había de
preferir a la primera elección, como dudosa y litigiosa. Por lo cual
volviéndose los embajadores de don Alonso con esta sentencia, luego
el mismo Pontífice envió tras ellos por embajador a Fredulo Prior
de Lunel, para que en todo caso procurase de sacar al Rey don Alonso
de la pretensión del Imperio, y que apartándose de ella le
ofreciese la décima parte de las rentas Eclesiásticas de Castilla
por tiempo de tres años para ayuda de la guerra de Granada. Pero don
Alonso no mirando que la sentencia del sumo Pontífice y de los
Cardenales se había dado con tanto acuerdo y consejo, respondió
harto flojamente, que tenía por buena la sentencia del Pontífice,
pero que en ella no se había tenido cuenta con su honra,
determinando una cosa de tanto peso con tanta facilidad y brevedad, y
que sobre esto se vería muy presto con su Santedad en Mompeller, o
en otro pueblo de la Proença. Con esta sola palabra que entendió el
Papa de don Alonso, sin más consultar con él, aprobó con la
autoridad del Concilio que para ello interpuso, la elección de
Rodolfo, y la confirmó, y envió la bula áurea de esta confirmación
a Alemaña al electo, y electores del Imperio. Esta tan prompta y
repentina sentencia y determinación del Pontífice, sin haber sido
de nuevo llamado ni oído sintió tan de veras don Alonso, y tomó
tan recio, que aunque se le había pasado la ocasión por no haber
acudido con tiempo para decir y alegar: determinó ir en persona a
verse con el Pontífice, pareciéndole que con la presencia
negociaría mejor, y que con su mucha ciencia (porque fue doctísimo
en todo) espantaría al Concilio, y revocarían la sentencia dada
contra él. Y así prosiguió su viaje, sin dejar bien asentadas las
cosas de sus Reynos, ni apaciguados los grandes y Barones, por las
diferencias que ellos entre si, y todos contra él tenían: ni
tampoco dejando orden para las necesidades de la guerra, teniéndose
ya por muy cierta la pasada de Abenjuceff Miramamolin Rey de
Marruecos con mayor ejército que nunca se vio sobre el Andalucía
(como en el siguiente libro se contará) pareciéndole que
pus
dexaua

a don Fernando su hijo el mayor, aunque muy mozo, por general
gobernador de sus Reynos quedaba todo a buen recaudo. Y con esto se
puso en camino con la Reyna y don Manuel su hermano, y los demás
Infantes pequeños: y así llegó de paso a verse con el Rey en
Barcelona con quien pasó lo que hasta aquí se ha dicho.








Capítulo XV. De la muerte
y sepultura de fray Ramon de Peñafort, y de su gran doctrina y
santidad de vida.






Estando los
dos Reyes en Barcelona, acaeció que el día de la Epiphania del
Señor, murió fray Ramon de Peñafort tercer maestro general de la
orden de santo Domingo. Este fue varón de tan grande ser, que no
hubo en aquella era otro de mayor erudición y doctrina, ni de más
entera santidad de vida y religión. El cual siendo de nación
Catalan, y perirísimo en ambos derechos y Theologia, llegó a tanto
su autoridad y favor con los sumos Pontífices de su tiempo que fue
confesor del Papa Gregorio IX, también doctísimo, y fue por el
hecho sumo Penitenciario. Por cuyo mandado emprendió la recopilación
del libro y orden de las Decretales, que son el verdadero directorio
y gobierno de la iglesia de Dios: y que no solo fue valentísimo
defensor de la libertad Cristiana contra los judíos que en su tiempo
la impugnaban y ponían en disputa: pero también perseguidor
acérrimo de los herejes que en el mismo tiempo se levantaron por
toda la Guiayna y parte de la España. De este confesaba el Rey que
siguiendo su consejo y parecer, siempre le sucedieron bien sus
empresas, y se libró de muchos inconvenientes y peligros, por los
muchos avisos, con advertimientos y secretos que le descubría para
la salud de su persona y ejército. Finalmente fue tan santo en la
vida, que partido de ella para la gloria fue muy esclarecido en
milagros. Tanto que a instancia de dos Concilios Tarraconenses, se
pidió a los sumos Pontífices, que atentos sus milagros fuese
canonizado por santo. Lo cual puesto que no se alcanzó, o por
ventura se dilató para otra ocasión: es cierto que en nuestros
tiempos Paulo III Pontífice en el año 1542, concedió a los frailes
Dominicos de la Provincia de Aragón,
viue
vocis oraculo, que le venerasen con solemne
ritu
de santo, De suerte que se hallaron en sus obsequias Reyes y
Príncipes con muchos señores de título y Prelados y pueblo
infinito que concurrió a ellas.








Capítulo XVI. Que no
siendo el Rey parte para estorbarlo, pasó don Alonso a verse con el
Papa, y de cuan mal despachado se partió de él, y de lo que hizo
vuelto a Toledo.







Hechas las obsequias de
fran Ramón de Peñafort luego entendió el Rey don Alonso en
despedirse del Rey para proseguir su camino a verse con el Pontífice
en la Guiayna, de lo cual procuró mucho el Rey divertirle y
estorbárselo, porque entendidas las causas de su empresa con las
razones frívolas que alegaba para más abonarlas, todavía le
parecía muy superfluo llegar a tratar más de ello con el Papa, por
haber ya con todo el Concilio declarado contra él, y dada por nula
su pretensión y demanda: y así quedó el Rey muy sentido de esto, y
de que en tiempos de tantas revoluciones y alborotos como en Castilla
había, y ser tan cierta la venida del Miramamolin con infinito
ejército quedase tan desamparada. Pues como todavía insistiese el
Rey en divertir a don Alonso de su viaje con muy buenas razones,
poniéndole delante estos y mayores inconvenientes que se podrían
seguir ausentándose de sus Reynos, y ningunas aprovechasen: porque
él siempre abundaba de réplicas, y más razones por salir con la
suya, le dejó ir a toda su voluntad, y envió a mandar a todos los
pueblos por donde había de pasar hasta Mompeller, se le hiciese toda
fiesta y recogimiento que a su propia persona, y aunque quiso detener
en Barcelona a la Reyna doña Violante su hija no lo pudo acabar con
él: que la quería llevar consigo hasta Leon: puesto que de paso la
dejó en Perpiñan, como luego diremos. Causaron todos estos
despropósitos el ingenio y terrible condición de don Alonso, que
fue siempre en sus deliberaciones muy precipitado, y pertinaz en
proseguirlas por hallarse más sobrado de ciencias que de
consideración y asiento para el gobierno de sus Reynos. Y así no
queriendo regirse por los avisos y consejos del Rey, porfió de pasar
a tratar con el Papa, del cual no alcanzó cosa de cuantas le pidió,
y dio mucho que decir de si a las gentes. De manera que partido de
Barcelona llegó a Perpiñan donde le pareció dejar a la Reyna con
sus hijos, y a don Manuel con ellos. De allí envió un embajador por
notificar al Papa su llegada a la Guiayna, que le suplicaba mandase
señalarle lugar y jornada donde pudiese besar el pie a su Santidad y
haber audiencia para sus negocios: le fue respondido que le aguardase
en la villa de Belcayre de la misma Guiayna y que en saber era
llegado a ella sería luego con él. Con esto se partió luego don
Alonso, y pasando por Narbona, fue allí por mandado del Papa por el
Arzobispo espléndidamente aposentado. El cual acompañó con mucha
gente de lustre hasta Belcayre, no lejos de Aviñón, y luego fue el
Pontífice con él, a quien don Alonso besó el pie, y fue recibido
de él con muy gran fiesta y alegría. Se detuvo allí don Alonso
casi dos meses, sin que pudiese con sus razones doblar al Pontífice
para revocar cosa de lo hecho y pronunciado cerca lo del Imperio. Y
sin duda que debía don Alonso tomar aquello por pasatiempo, y gustar
mucho de no tener más de un negocio, y que le sobrase ocio para
entender en su ejercicio, y ordinario estudio de Astrología. Y aun
es de creer que el Papa gustaría mucho de tan docta conversación
pues se detuvo con él allí el tiempo que dicho habemos, hasta que
le fue forzado volver al Concilio. Lo cual como entendió don Alonso,
se resolvió en perdirle cuatro cosas. La primera que el Ducado de
Sueuia, que por la muerte del Emperador Conrradino le pertenecía de
derecho, y se lo había ocupado Rodolfo el electo competidor suyo, le
fuese restituido. La segunda, que el derecho que tenía al Reyno de
Navarra, que se lo había usurpado el Rey Philipo de Francia,
reteniendo cabe si a doña Juana hija del Rey Enrique, y jurada
Reyna, se le estableciese. La tercera, que don Enrique su hermano a
quien el Rey Carlos de Sicilia tenía preso, fuese puesto en
libertad. La postrera, que una gran suma de dinero que le debía el
mismo Rey Carlos se la hiciese pagar. De todo lo propuesto, como de
cosas que no tocaban al Pontífice, ni tenía porque poner mano en
ellas, tuvo mal despacho don Alonso. De suerte que entendida con
buenas razones la negativa del Pontífice, se despidió, y partió
muy desabrido de él. Vuelto a Perpiñan se vino con la Reyna y sus
hijos a Barcelona, donde se detuvo poco y se volvió para Castilla.
Mas luego que entró en Toledo volvió a usar de las mismas insignias
y sello de Emperador, o Rey de Romanos, que acostumbro después de
ser electo, y con el mismo título Imperial también mandó divulgar
todos los edictos, decretos, y fueros que hacía. De donde han
pensado algunos, que de ahí le cupo a la ciudad y Reyno de Toledo
tener por blasón y armas un Emperador con su corona y cetro
Imperial, por haber sido uno de sus Reyes electo Rey de Romanos.
Puesto que lo más cierto es que don Alonso VIII abuelo de este, dio
estas armas a Toledo para significar que fue siempre esta ciudad el
solio principal de los Reyes de España, y así fue llamada Imperial.
Finalmente no contento don Alonso con esto de tratarse como Rey de
Romanos, escribió a los Príncipes de Alemaña e Italia sus amigos,
como determinaba de pasar adelante su demanda y derecho al Imperio, y
que había de salir con ella. Como supo esto el Pontífice escribió
al Arzobispo de Sevilla acabase con don Alonso dejase de gloriarse de
cosas tan indignas de su autoridad y persona: y que si le complacía
en esto, le concedería otra vez la décima de las rentas
Ecclesiasticas de Castilla para la misma guerra de Granada por seis
años. Con esta concesión cesó don Alonso entonces de proseguir su
demanda y negocios del Imperio.













Capítulo XVII. Como se intimó al Rey la sentencia de Roma dada en
favor de doña Teresa, y se apeló de ella, y de lo que por mandato
del Papa dio a ella y a sus hijos.







Por este tiempo que ya el
Rey entraba en años, pasando de los sesenta, y se hacía pesado para
seguir las empresas, deseando dejar sus Reynos pacíficos, por
heredar al Príncipe don Pedro, al cual amaba tanto que por él
aborrecía a los demás hijos, determinó a solo él con el Infante
don Iayme hijos de doña Violante, declarar por sus hijos legítimos
y de legítimo matrimonio procreados, excluyendo a todos los otros y
dándolos por bastardos e inhábiles para heredar. Y así se entendió
luego, que por hacer esto bueno dejaría de condescender con la
pretensión de doña Teresa Vidaure, de quien hemos hablado. La cual
como poco antes hubiese alcanzado de la sede Apostólica sentencia en
favor, con declaración que muerta doña Violante, casase el Rey con
ella, tuvieron ánimo sus hijos don Iayme y don Pedro de hacerla
intimar públicamente al Rey en la ciudad de Barcelona: lo cual no
dejó de sentir mucho el Rey, y habido consejo sobre ello, determinó
por justas y necesarias causas que concernían a la quietud y
pacificación de sus Reynos, de apelarse de la sentencia, y suplicar
de ella al sumo Pontífice. Por cuanto declarando por legítimos a
los hijos de doña Theresa, se podía claramente seguir cruelísima
discordia, y de ahí perniciosísima guerra de hermanos contra
hermanos para total destrucción y pérdida de todos sus Reynos y
señoríos: por haber de dar, a causa de esto, en bandos y
parcialidades, y volver por cabezas a dividirse los Reynos, y
apartarse de la unión y corona real. Y mucho más porque habiendo ya
sido admitido y jurado Príncipe y sucesor en los Reynos don Pedro, y
estar tan apoderado de ellos, había porque recelar de su valor y
grandeza de ánimo, no dejaría de defender muy bien su parte, y
morir, o hacer morir cualquier de sus hermanos que en su tan pacífica
y confirmada posesión le tocase, y que ser esta razón, aunque
universal, muy sana, y eficacísima, por evitar grandes y muy
evidentes males, prevalecía a las demás en contrario, estando las
cosas en los términos que estaban: y por esto se había de seguir, y
tomar como de dos males el menor por mejor: pues a doña Teresa y a
sus hijos les dejaba competente estado para vivir como señores. De
manera que el Rey, o porque en conciencia supiese que doña Teresa no
estaba tan adelante en su pretensión y derechos, como ella pensaba,
interpuesta la apelación, difirió el negocio. Además que por las
mismas razones le pareció no tener cuenta con el testamento que hizo
antes en Mompeller, después de muerta doña Violante, por el cual
declaraba ser legítimos los hijos de doña Teresa, pues a ellos y a
ella por mandato del Pontífice, que también consideró los
inconvenientes arriba dichos, había ya hecho donación de las
baronías de Xerica en el Reyno de Valencia, y la de Ayerbe en el de
Aragón, con otras villas y castillos, como en el siguiente libro se
dirá. En lo demás solo contentó a doña Teresa, en que de allí
delante, ni se casó más el Rey con otra mujer, puesto que se le
ofrecían Princesas para ello, ni estorbó el respeto y honra que
todos a doña Teresa hacían como a Reyna, y a los hijos acogió
siempre en su familiaridad y jornadas de guerra.













Capítulo XVIII. Como el Vizconde y los de su parcialidad vinieron a
las cortes de Lérida, y de lo que pasó en ellas, y que don Pedro
fue con ejército contra don Fernán Sánchez.






Llegado el
término de la cuaresma mediado Marzo, para cuando prometió el Rey a
los del Vizconde que tendría cortes en Lérida para los dos Reynos,
vinieron a ellas el Arzobispo de Tarragona, con los Obispos de
Girona, Zaragoza, y Barcelona con muchos otros señores y barones de
los dos Reynos, y los síndicos de las ciudades de Zaragoza,
Calatayud, Huesca, Teruel, y Daroca. Llegó también el Rey con don
Pedro a Lérida, y se aposentaron en la fortaleza de la ciudad. Los
postreros de todos fueron el Vizconde de Cardona, y los Condes de
Ampurias y de Pallàs, y don Fernán Sánchez, don Artal de Luna, don
Pedro Cornel, y otros sus allegados. Los cuales llegando cerca de la
ciudad, no quisieron entrar en ella, por no tenerse por seguros, y
temerse del Rey y de don Pedro: por esto se recogieron en una aldea
de Lérida llamada Corbin: ni fiaron del Rey, aunque les daba por
salvo conducto su palabra. Enviaron estos sus embajadores a las
cortes ya comenzadas, a Guillè Castelaulio, y a Guillen Rajadel,
para que de parte y en nombre de todos requiriesen al Rey, que ante
todas cosas, restituyese a don Fernán Sánchez su hijo todas las
villas y castillos que don Pedro le había tomado por fuerza de
armas. A lo cual satisfizo el Rey, tratándolos de alevosos y
quebrantadores de fé, pues prometiendo él y humanándose a querer
tratar por vía de compromiso todas las diferencias hubiesen debajo
de esta fé desafiado a don Pedro, y
tomadole
ciertas villas suyas, las cuales tenía don Fernán Sánchez, y no se
las restituía. Por donde declarando los árbitros de las Cortes, no
ser legítima, ni conforme a derecho, la excepción puesta por los
embajadores, y estos reclamando de la declaración, y juntamente
apelando para cualquier otro juez superior, comenzaron a despedirse
las cortes, y don Pedro se fue de la ciudad con buena parte del
ejército, porque halló que don Fernán Sánchez rompió primero las
treguas entre ellos hechas, perjudicando a sus vasallos, sin haberlas
querido tener por firmes. De manera que despidiendo ya el Rey a los
convocados, en nombre suyo y de don Pedro hizo avisar al Vizconde que
las treguas hechas con él y los suyos de allí adelante las tuviese
por deshechas. Y entendiendo muy de cierto que de don Fernán Sánchez
nacía todo el daño que se le hacía, y era la causa de la rebelión
del Vizconde y de los demás para no cumplir lo que le prometían,
mandó a don Pedro que se metiese dentro de Aragón con el ejército,
e hiciese guerra a fuego y a sangre a don Fernán Sánchez con todos
sus amigos y valedores. Ordenó que Pedro Iordan de Pina con parte
del ejército se pusiese en los confines de los dos Reynos, para
acudir a cualquier necesidad y revuelta que de ambas partes se
ofreciese: y él se quedó en Lérida, y luego envió a rogar a los
concejos de las villas, y a los señores y barones que no habían
entrado en la parcialidad de don Fernán Sánchez ni del Vizconde, le
acudiesen con la gente a cada uno asignada para cierto día, porque
determinaba hacer toda guerra contra los arriba dichos con los demás
rebeldes.














Capítulo XIX. De lo que dijeron al Rey los buenos hombres de Lérida
por estorbar la guerra contra don Fernán Sánchez y de los avisos
que el Rey envió a don Pedro.







No faltaron algunos buenos
y desapasionados hombres de Lérida, que viendo al Rey tan indignado
y puesto en arruinar la persona de don Fernán Sánchez su propio
hijo, movidos de un celo bueno, procuraron con vivas razones
divertirle de tan cruel propósito: poniéndole al delante, que para
el beneficio y conservación de los Reynos, y para que ellos tuviesen
el respeto debido a los Reyes, era necesario más presto aumentar el
número de los hijos, y dilatar la real estirpe y generación suya,
que no disminuirla. Y que estando los hijos entre si diferentes, su
propio oficio de padre era reconciliarlos y pacificarlos. Porque si
el padre es el que los divide, y con tan horrible ejemplo siembra
discordias entre ellos, qué harán los hermanos entre si, sino
concebir común odio contra el padre? Qué hará aquella mala
simiente, muerto el padre, sino producir entre los hermanos una
miserable mies de cizaña? Por esto le suplicaban dejase de ser no
menos cruel contra si mismo que contra sus hijos, enviándolos a ser
verdugos los unos de los otros, y que la clemencia con que siempre
había tratado con los extraños, usase ahora con los suyos: para que
de este buen ejemplo de concordia naciese la universal paz para todos
sus vasallos. Mas como el Rey tuviese el pecho muy llagado, y se le
representasen de cada hora las justas causas que para perseguir a don
Fernán Sánchez tenía, aprovecharon poco las buenas razones de los
de Lérida: antes envió a mandar a don Pedro que lo persiguiese, y a
las villas y castillos de sus amigos y valedores los saquease y
asolase del todo, y a ninguno perdonase la vida: mas que llevase esta
guerra con tanta celeridad y presteza, discurriendo de una en otra
parte de manera que en el cerco de las villas y fortalezas no se
detuviese mucho en un lugar, no pareciese que esperaba, sino que
burlaba al enemigo. También le encargó que mandase luego por horas
a doña María Ferrench madre de don Lope Ferrench uno de los mayores
amigos de don Fernán Sánchez que se recogiese a Zaragoza, y su
villa de Magallón la secuestrase en manos del Tesorero general del
Reyno. También envió patentes con su sello y mano firmadas a las
ciudades y villas de Aragón, mandando que a don Pedro le acudiesen
con gente, armas y vituallas como a su propia persona: ni se puede
encarecer con cuanto cuidado y solicitud procuraba pasase adelante
esta guerra por vengarse de don Fernán Sánchez más que de todos
los otros rebeldes.










Capítulo XX. Como don Pedro fue contra don Fernán Sánchez, y le
cogió y mandó ahogar en el río Cinca, y del gran contento que el
Rey tuvo de esta nueva, y causas para tenerla.






No se vio
jamás de ningún capitán saliendo a dar batalla a los enemigos que
tan animosamente exhortase a sus soldados por la victoria, cuanto el
Rey y común padre animó en esta guerra al hijo contra el hijo y
hermano. Puesto que había necesidad de pocas espuelas para don
Pedro, que deseaba tintarse en la sangre de don Fernán Sánchez: y
así fue que saliendo a visitar ciertos castillos suyos don Fernán
Sánchez para poner en ellos gente de guarnición y armas, por
defenderlos de don Pedro, teniendo nueva que venía con ejército
formado contra sus tierras, y fuese avisado don Pedro de esta salida,
y que venía al castillo de Antillon hacia el término de Monzón,
hizo una emboscada de cien caballos ligeros por donde había de pasar
don Fernán Sánchez: el cual de paso dio en mano de ellos, y se
escapó a uña de caballo, metiéndose en otro castillo suyo llamado
de Pomar: adonde llegó luego don Pedro con su gente y puso cerco
sobre él, tomando todas las entradas y salidas: para luego ese otro
día dar asalto y cogerle allí. Y así desconfiado don Fernán
Sánchez de poderse defender (según lo cuenta Asclot) no habiendo
lugar para escaparse: determinó por no venir a manos de don Pedro,
salirse del castillo disfrazado. Y
pa
esto dijo a su escudero, ven acá, ármate con mis armas, y lleva mi
divisa y caballo, y échate por medio del ejército como que huyes, y
defiéndete cuanto pudieres, hasta que yo vestido como pastor pase
por medio de ellos, y los burle. El escudero hizo lo que su señor le
mandó, y en asomar fue luego cogido por los de don Pedro, y visto no
ser él, fue compelido por tormentos a descubrir do quedaba su señor,
del cual dijo le seguía a pie en hábito de pastor. Luego fueron en
seguimiento de él, y descubierto fue preso y traido a don Pedro: el
cual no le quiso ver: sino que preciando más de incurrir en fama de
cruel, que no de piadoso con un tan impío y público enemigo suyo y
de su común padre, de presto mandó cubrirle el rostro, y meterle
dentro de un saco y echarle en el río Cinca, aguardando hasta que
fuese ahogado. Sabido esto luego se rindieron todas sus villas y
castillos a don Pedro. Pues como llegase la nueva de esta infeliz
muerte al Rey, no se pudiera creer, si él mismo no lo relatara en su
historia, como no solo no se dolió de ella, pero que se holgó y
regocijó tanto, que con la grande ira que le tenía quedó
naturaleza vencida, y el amor paternal con la impiedad y rebelión
del hijo contra el Padre, del todo sobrepujado del odio su contrario.
Quedó un hijo de don Fernán Sánchez y de doña Aldonça de Vrrea
pequeño, llamado don Felipe Fernández, que después cobró todas
las villas y lugares con toda la demás hacienda que fue del padre,
del cual descienden la Ilustre familia de los Castros, que tomaron la
denominación de la casa de Castro que hoy poseen en Aragón.







Capítulo XXI. Que sabida la muerte de don Fernán Sánchez el
Vizconde y los suyos desafiaron al Rey, el cual fue sobre ellos, y
los sojuzgó, y perdonó, y cómo juraron al Príncipe don Alonso
nieto del Rey.







Venido el Rey, ya cortada
una de las dos cabezas de la rebelión, se dio grande prisa por
cortar la otra que era el Vizconde con el Conde de Ampurias. Estos
fueron los que viendo lo sucedido en don Fernán Sánchez, de nuevo
desafiaron al Rey públicamente. El cual tomando parte del ejército
de don Pedro que le quedaba en Aragón, con la gente que el Infante
don Iayme había hecho en el condado de Lampurdan y se entretenían
en el cerco puesto sobre la Rocha villa muy fuerte del Conde de
Ampurias, fue a juntarse con él, y comenzó a talar los campos y
saquear las tierras del Condado. De donde fue a Perpiñan por más
armas: y al tiempo que salía de él para dar sobre el Condado, le
llegaron las compañías de infantería que había mandado hacer en
Barcelona. Con estas puso cerco sobre la villa de Calbuz, a la cual
mandó dar asalto, y aunque con algún daño de los suyos, a la
postre fue tomada, y no solo saqueada pero también asolada del todo:
por corresponder a lo que el Conde hizo en Figueras. De ahí a poco
llegando de Barcelona el otro tercio del ejército con las galeras,
puso cerco por mar sobre la fortaleza de Roda, que hoy llaman Rosas,
puerto famosísimo que estaba muy fortificado de gente, y por estarse
el Conde a la mira de lo que el Rey haría, se había retirado en
otra villa suya llamada Castellón, que tenía muy bien proueyda de
gente y armas para semejantes necesidades: a donde también se
retiraron el Vizconde y Berga. Como fue de esto avisado el Rey, mandó
alzar el cerco de Rosas, y marchar con todo el ejército para
Castelló. Lo cual entendido por el Conde y Vizconde viendo cuan a
las veras tomaba el Rey esta guerra, y que no pararía hasta
cogerlos, por ejecutar su ira en ellos mejor que contra don Fernán
Sánchez: tuvieron su acuerdo y determinaron de no provocarle a mayor
ira contra si mismos. Pues había llegado a tal extremo que a su
propio hijo no había perdonado: y siendo la culpa igual, la pena y
castigo contra ellos como extraños sería doblada. Por donde de
común parecer se vinieron todos a Rosas muy pacíficos antes que el
Rey levantase el cerco. Y como tuviesen muy conocida su natural
benignidad y Clemencia para con los que voluntariamente, y con
humildad se le rendían, mayormente cuando se hacía libremente y sin
condición alguna, se atrevieron a entrar en forma de paz por la
tienda del Rey, y se le echaron a los pies, entregándosele a toda
merced suya. Solo le rogaron que mandase convocar cortes en Lérida
para Catalanes y Aragoneses, y se tratase de asentar de una todas
cuantas diferencias había entre ellos, y que lo determinado por las
Cortes fuese sentencia definitiva, sin más réplica, ni facultad de
apelar de ella. Esto pareció bien al Rey, y las mandó luego
publicar para la fiesta de todos Santos siguiente. Admirable
magnanimidad con invencible paciencia de Rey: pues ni por mucho que
los grandes y barones sus vasallos, con palabras falsas le burlaron,
ni por lo que tomando armas contra él, y revolviéndole sus Reynos
le ofendieron: ni por haberle obligado a poner su persona en trabajo
y peligro de guerra para perseguirlos: no por eso quiso, cuando muy
bien pudo, prenderlos y castigarlos: sino que preció más hacerles
guerra con la razón y derecho, y con esto sojuzgarlos: de arte que
los trajo poco a poco a su voluntad. Porque llegado el plazo de las
cortes, hallando en ellas congregados al Vizconde y conde con algunos
Prelados de Cataluña, y algunos señores y Barones con los Síndicos
de las ciudades y villas Reales de los dos Reynos, y también con los
de Valencia que seguían con el ejército al Rey, vinieron a tratar
de sus diferencias: y puesto que no se concertaron del todo en el
asiento de ellas: pero en proponer el Rey que don Alonso su nieto
hijo del Príncipe don Pedro fuese declarado por sucesor en los
Reynos y señoríos del Rey (fuera lo asignado al infante don Iayme)
le aceptaron y juraron todos sin discrepar ninguno con mucho aplauso
y contentamiento.







Fin del libro XIX.