ALGUNAS
OBSERVACIONES
ACERCA
DEL
ESTADO
ACTUAL DE LAS LETRAS
EN
ESPAÑA.
I.
Cuando
una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia
que
debe
favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas
civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel
sello característico que constituye su personalidad; entonces
inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades
morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de
si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la
consideración general. Por esto, siempre que las literaturas,
perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el
sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en
lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que
heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que
ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de
baldón eterno.
Distamos
mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un
sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto,
junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar
semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren
únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo
brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos
nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no
bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos,
sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países,
les impongan las condiciones especiales de la suya.
El
buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen
más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera
lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales
recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando
necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo,
acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el
indeleble cuño de su originalidad histórica.
Los
anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de
ambos métodos fundamentales de viabilidad.
La
influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente
avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en
los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector
en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su
antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre
sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se
ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería
encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la
independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán.
Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento
intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y
sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito
de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección
a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y
gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece
con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano
Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de
inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron
simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron
sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y
desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello
evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las
tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno
manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.
La
segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da
también resultados felicísimos.
Recordemos
de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que
acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto
con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo
suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la
patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas
modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no
contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso
aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia
derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el
sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el
italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos,
cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más
peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.
Por
último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito
pasar por alto la última de las que en España se han verificado.
El
genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras
por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba
secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada
estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación
plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes
deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido
resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no
pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se
inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente
generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve
respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de
Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo,
Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott,
Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.
La
literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió
admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la
nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común
parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con
férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la
oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa
exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos
discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético
de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica
historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad,
mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la
púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que
encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y
rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es
eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de
inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como
testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la
sociedad española que atravesaba entonces un período de transición,
que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de
nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por
mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el
blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la
retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus
miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de
discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora
llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica,
profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y
respeto la brillante pléyada de escritores que en estos
distintos ramos dieron muestras de su alto talento y bellísimas
dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus
producciones, sino en el sello nacional que las avalora.
Al
olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar
principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se
halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.
Otras
causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.
Años
hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos
políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas,
ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones
del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de
egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda
del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de
pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico
desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que
mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las
ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es
visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y
las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de
estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con
risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de
personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se
reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas
para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la
ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus
verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes
de vitalidad intelectual que entraña.
Si
por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de
que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente
malogra en flor los ingenios más bien dotados de España,
desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora
carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo,
apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá
entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las
misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad
relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.
A
medida que su educación artística se formalice, rechazará
instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario
que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña,
y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes
que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus
superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un
martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados
por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la
existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de
gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de
la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen
todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento
de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las
batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala
y luz de la humanidad.
Descendamos
al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más
árido y desagradable que sea.
Nuestros
gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera,
han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les
humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda
suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de
ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco
de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético
que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la
frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que
ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído
benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas
oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar
cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un
poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier
filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros
lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema
protector.
A
simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a
matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos,
y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a
propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa
complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración,
para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más
exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona
las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima
trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido
homenaje a este principio filosófico, no está todavía
completamente probado que baste ser un literato distinguido para
sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse
humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de
comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se
aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero
o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una
de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el
alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia
con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste
con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer
supuesto la protección del gobierno sería mortal para la
literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los
literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación
literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de
excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla
general.
Sin
embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su
propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a
saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del
común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la
lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo
de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a
menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido
siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos
aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.
Demos
un sesgo más formal a la cuestión.
No
es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando
son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la
impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el
de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala
como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda
los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan,
atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las
reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se
consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias.
Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele
encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más
imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que
aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad,
gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y
el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia
suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han
de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los
agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de
redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de
todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda
alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.
Dejando
aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía
nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los
gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino
poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su
alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento.
Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las
encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha
con los principios más elementales de la civilización.
¿De
qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes
sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida,
las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?
Respecto
al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado
siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes
de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición
desaforada.
Pocos
años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad,
poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus
amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa,
tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de
limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.
¿Qué
resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha
dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente
morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste
orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación,
en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil
infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez
de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no
tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar
estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de
la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de
la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta
gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta
inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial,
porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque
todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No:
Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su
querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y
de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su
ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los
intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba
y enaltecía.
Por
lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal,
constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí
lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos
han regido hasta ahora:
1.°
Plagiar torpemente un plan de estudios francés.
2.°
Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico,
irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas,
causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus
familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la
requiere.
3.°
Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial,
vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su
valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo
gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores,
disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los
profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente
inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.
4.°
Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan
sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al
ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso
revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que
manifestaremos si a darlas se nos provoca.
5.°
Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal
retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas
por devotos y paniaguados de varios gobiernos.
6.°
Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas
consideraciones personales.
7.°
Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno
parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que
implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.
8.°
Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy
reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo
que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.
¡Oh
musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las
frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.
¡Oh
Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad
cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia
trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado
mausoleo!
Agréguese
a las concausas capitales que acabamos de borrajear los
móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores,
y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que
deploramos.
Quejábase
con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España
faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo
español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su
entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los
numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los
inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza
intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le
inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas
del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia,
no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué
en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos
que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras
literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que
vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el
literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable
derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y
pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?
¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de
nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles
célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los
editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando
una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas
mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos
libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen
algún capricho pasajero del reducido público leyente o las
traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte,
querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de
ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo,
pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer
sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras
sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas
por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido
chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería
justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin
comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese
después el privilegio exclusivo de una bella invención a los
míseros seres de que hablamos.
Demos
el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando
que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la
escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y
estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones
literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte
los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la
universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de
elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la
crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de
la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto
y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya
existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista,
aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe
Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los
barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de
las provincias entre sí?
¡O
terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú
comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la
conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y
risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los
redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la
pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para
holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando
corren. ¡Bendita seas!
II.
Indicadas
en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir,
han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos
dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus
distintos géneros se hallan.
Por
lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que
no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede
afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.
Una
juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios
principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus
esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su
gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en
la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al
lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en
un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan
vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la
universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con
su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única
palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas
consiguen despertar la atención del público, obtener algunas
probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir
de hambre, que es peor.
Por
esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa
chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones
esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a
disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las
artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor
de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre
ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar
el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las
exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece
siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos
por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.
Nos
duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un
año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra
original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta
de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela
en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate.
Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas
bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus
estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal
apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente
sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba
más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y
está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos
engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la
escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran
vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita:
recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si
llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.
Para
colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del
impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en
día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su
conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en
billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado
baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los
que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus
materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que
derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente
endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o
menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento
insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento
a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas
melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con
retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media
docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el
aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de
Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con
las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona
en caló acatalanado el tan deploramente
(deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco
confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó
azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y
desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem
furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que
generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es
nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la
preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver
algún día completamente extinguidas entre nosotros las más
sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las
teatrales.
A
estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro,
a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos
pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra
estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la
ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con
el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles.
Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los
desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito
depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes,
que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los
teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les
arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en
emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían
comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a
la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes
aspiraciones, a ser directores de escena.
Y
no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices
ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad
realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros,
que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de
esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene
un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del
público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno,
no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que
baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces
a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos
todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos
servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del
líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan
escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una
pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las
nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los
primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un
verano extra-sazón.
¿Y
qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral?
Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la
verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que
tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad
decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más
que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a
reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta
clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de
calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados
otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.
Si
atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los
revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a
indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y
reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por
vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo,
faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente
personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso
sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones
del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos
fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni
parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la
magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra
cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa
primera de su misión.
Respecto
a la novela, no pecaremos de prolijos.
La
de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un
legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los
críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour
han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las
envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de
Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado
Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en
Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma.
La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo
dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras
venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el
entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe
interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su
patria!
De
novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos
cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de
combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a
verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus
futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana,
Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de
pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien
admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara
fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.
Poco
diremos también de composiciones poéticas.
Aparte
del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos
romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el
simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado
la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable,
los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua
con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos
ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.
A
todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de
los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial
gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de
conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos
campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil
vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la
crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto,
y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además,
¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas
de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán
pocas entran en la esfera literaria!
Añádase
que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha
arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía
en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado
papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de
Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de
la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso,
como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en
Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de
Galicia.
Consecuencia
final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que
reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha
retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a
nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la
citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No
contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las
personalidades. El tiempo contestará por nosotros.