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domingo, 17 de octubre de 2021

CUATRO PALABRAS SOBRE LA ORATORIA SAGRADA

CUATRO
PALABRAS


SOBRE
LA ORATORIA SAGRADA




I.


La
literatura nacional conserva un preciosísimo tesoro de producciones
místicas que han sido siempre alimento regalado de las almas
piadosas y deleite de los amadores de la lengua castellana. Si bien,
empero, las obras de Ávila, León, Granada, Chaide, Márquez y Roa
entrañan la esencia más pura, lo más sublime, delicado y verdadero
de los afectos religiosos, ningún orador sagrado, digno de este
nombre, cuentan las letras españolas entre aquellos ilustres
varones.


Capmany
achaca tan singular anomalía a la humildad de los predicadores
nacionales, que les indujo, no sólo a esquivar toda pompa mundana,
toda magnificencia y ornato en sus sermones, sino a improvisarlos.
«Me inclino a creer, - dice el crítico citado, - que aquellos
oradores cristianos, tal vez persuadidos de que en manos del Altísimo
todos los instrumentos son iguales, que la sola idea de Dios cuyos
ministros eran, debía producir mayor impresión que los vanos
socorros del hombre, y que en el menosprecio de una gloria mundana,
entraba el menosprecio del arte oratorio; descuidaron los adornos
esenciales de la elocuencia, temiendo injuriar la verdad y humildad
religiosa y debilitar la causa del cielo defendiéndola con las armas
de la tierra.»


Sin
embargo, mal se pueden conciliar aquel alarde faustuoso (→
fastuoso)
de ciencia de nuestros escritores místicos, aquel su
resplandeciente lujo de metáforas y toda suerte de retóricos
aliños, con la modestia y humildad que el eminente Capmany les
atribuye como única razón de su falta de elocuencia.
Mucho más
fundada y valedera me parece la explicación que del fenómeno
literario que me ocupa, consigna D. Alberto Lista en uno de sus
concienzudos artículos críticos.


«Nuestros
predicadores -dice- deseaban acomodarse a la capacidad del vulgo,
generalmente muy poco instruido en España.


Bossuet
y Massillon, predicando en la corte de Luis XIV, tenían por oyentes
a los hombres más sabios de su siglo. Nuestros Granadas y Chaides no
tuvieron un teatro tan ventajoso, pero leían sus obras las personas más instruidas de España. Por eso escribieron mejor que
predicaron


Los
escritores ascéticos mencionados florecieron bajo reinados gloriosos. Pero cuando la monarquía exhausta, desangrada por sus
continuas guerras, embrutecida con sus hábitos de esclavitud política y religiosa, dejó arrancar uno a uno de su antes indómita
frente aquellos laureles inmortales conquistados en Lepanto, Pavía y
San Quintín, las artes y ciencias abandonaron también poco a poco
la miserable nación española. Bajo el bochornoso reinado de Carlos II, las envilecidas inteligencias de nuestra patria no acertaban a
producir más que monstruosidades, que universalmente aplaudidas por el pueblo, estragaban su gusto y hacían más y más incurable su
enfermedad intelectual. Nadie ignora que en aquella edad llegó a su
apogeo el conceptismo, extraña y grotesca manía que cifraba el
bello ideal literario en adelgazar los conceptos, hasta que de puro
sutiles y afiligranados, ni su mismo autor a comprenderlos acertaba.
La elocuencia sagrada no pudo escapar al general contagio.
Convirtiéronse los púlpitos en jaulas de locos. Los ministros del
Señor, infatuados por su ridícula vanidad у por los encomios de la
multitud imbécil, desdeñaban el estudio de la Biblia y de los
santos Padres, y consultaban mil disparatados y estrambóticos
sermonarios, embutidos de toda suerte de necedades, que de ingenio en
ingenio y de boca en boca, llegaban a un grado inconcebible de
extravagancia.


A
pesar de la inveterada depravación del gusto literario y de la
elocuencia sagrada, no faltaban algunos españoles discretos y sabios
que hacían resonar su voz indignada por tan escandalosos abusos. Mas
nada conseguían sus esfuerzos, y sus clamores morían desautorizados
sin eco alguno.


Pero,
afortunadamente para el porvenir de la oratoria del púlpito, poco
después de promediar el siglo pasado, apareció una obra que dio el
golpe decisivo a la elocuencia de guirigay, y cuya sazonadísima
oportunidad hizo que fuera recibida con extraordinario aplauso.


El
docto y juiciosísimo P. José Francisco de Isla, conocedor de cuán
desestimados eran los esfuerzos de una franca y enérgica oposición
a los abusos indicados, y acordándose de las armas esgrimidas por
Cervantes para destruir la manía caballeresca de su siglo, enristró
su bien cortada y festiva péñola, y arremetió denodadamente contra
la chillona muchedumbre de predicadorzuelos de relumbrón.


Su
Historia del famoso predicador Fray Gerundio de Campazas, si bien
sobrado prolija y monótona, es un modelo de sátira, viva,
chispeante y mordaz, al paso que demuestra el profundo conocimiento
que de su idioma tenía aquel distinguidísimo escritor.


II.


A
pesar de lo dicho, no se crea que los Frays Gerundios han
desaparecido por entero de los púlpitos españoles. En villorrios,
aldeas y hasta en populosas ciudades se conservan aún rancios y
vergonzantes partidarios del conceptismo oratorio. Pero, gracias a
los progresos del buen gusto, son escuchados, en general, con el
menosprecio que merecen. Abusos no menos capitales que los
ridiculizados por el padre Isla, cunden actualmente en la oratoria
sagrada. Indicaré los que me han parecido de más relieve y
trascendencia. Uno de los errores más arraigados y generales es
considerar el ejercicio de la palabra divina como un certamen pueril
donde debe hacerse gala y alarde ostentoso de retóricos atavíos,
que muchos confunden lastimosamente con la verdadera elocuencia.
Cuando alguna pasión vivaz y poderosa enardece y arrebata nuestro
ánimo, los tropos y figuras brotan con espontaneidad y brío en el
discurso; pero esforzarse con el corazón mudo y helado en urdir una
tela retórica recamándola tranquilamente de adornos baladíes,
arguye la falta completa de todo instinto de lo bello en literatura.
Lejos de mí condenar en los sermones el ornato cuando nace del fondo
mismo del asunto; pero siempre desdecirá de la majestad sencilla de
nuestra religión, toda gala importuna, todo lujo postizo, toda
exornación frívola o sobrado artificiosa. Por otra parte, ¿cómo
acertarán los fieles a descubrir tal cual pequeño grano de
provechosa doctrina entre tanta paja revuelto? Lo que sí descubrirán
será la vanidad de quien tan sacrílegamente hace servir el
ministerio de la divina palabra de hincapié para adquirir un aplauso
que los necios tan sólo le pueden prodigar.


Abuso
mucho más trascendental que el anterior, y opuesto diametralmente al
verdadero espíritu del cristianismo, es el inmiscuir en las
oraciones del púlpito alusiones políticas, unas veces bajo
apariencias puramente religiosas, y otras con más desembozo y
claridad. No se necesita gran dosis de perspicacia para ver de dónde
nacen en algunos pocos predicadores españoles estas tendencias
profanas. Entusiastas de una causa moralmente perdida en la opinión
pública, se afanan en despertar en el ánimo del pueblo pasiones
aletargadas ya por el tiempo y los desengaños, pareciéndoles el
púlpito lugar oportuno para hacer estallar sus rencores políticos
con mengua de una religión cuya esencia es la caridad, y que tan
maravillosamente transige y se aviene con todas las formas posibles
de gobierno. ¡Ojalá conozcan algún día estos pocos sacerdotes,
cuán contraria es semejante conducta a los verdaderos intereses del
catolicismo!


Achaque
también es de muchos predicadores el convertir el púlpito en
trípode sibilítico, desde donde fulminan amenazas e improperios
contra la muchedumbre consternada. Óyeseles (se les oye)
apostrofar al pecador con las más tremebundas expresiones, y parece
que, como los hijos de Zebedeo, anhelarían que bajase fuego
celestial sobre sus oyentes y les redujese a pavesas. Con voz
tonante, con ademanes energuménicos, esos terroristas del púlpito
no encuentran palabras bastante atroces para anatematizar a los
mundanos. ¿Cuándo conocerán esos predicadores que en el siglo en
que vivimos la palabra de Dios no debe caer como arremolinado
pedrisco sobre la frente del pecador, sino que debe posarse en su
alma como un suave y regalado rocío?


Acostumbran,
por el contrario, otros oradores sagrados excitar la hilaridad de sus
oyentes, con chistes, con arranques extemporáneos de buen humor, que
de ningún modo pueden hermanarse con la dignidad y decoro que
requieren para tratados los asuntos religiosos.


Donde
suele hacerse alarde de esta jovialidad de mal gusto es en los
novenarios y otras funciones sagradas por el estilo. Allí entablan
los predicadores unos diálogos chabacanos entre el penitente y el
confesor, atestados de dichos groseros y de toda suerte de necedades.
Este sainete forma una parte del discurso, que después suele tomar
un giro serio y formal, y es de ver cómo muchos devotos alegres y
beatas casquivanillas se largan bonitamente apenas se concluye la
parte cómica del sermón.


III.


De
prolijos pecaríamos si enumerásemos todos los defectos que bajo el
doble aspecto literario y artístico afean la predicación


¿A
quién no ha chocado la estrambótica manía de algunos flamantes
oradores, de trasplantar en las pláticas religiosas las frases más
en boga entre los novelistas transpirenaicos? (traspirenaicos en
el original
)


Otros
presentan en sus sermones un copioso arsenal de conocimientos
improvisados, con el laudable fin de deslumbrar a la multitud con
alardes pomposos de una erudición tan pronto olvidada como
adquirida. Cuán socorrido y obvio sea proveerse de esa joyería
falsa, es por demás encarecerlo; y cualquiera conoce lo incongruo y
profano de semejante proceder.


Predicadores
hay también, que fiando todo el efecto de su elocuencia en la
robustez de sus pulmones, hacen retemblar los templos con sus gritos
estentóreos y desaforados.


Bueno
es advertir que los dos y res de pecho que tan frenéticos aplausos
suelen arrancar en teatros y coliseos, en nada pueden contribuir a la
eficacia de la palabra divina. De otra manera, no hay duda que
Cristo, al elegir sus apóstoles, hubiera buscado los más férreos
pulmones de la Judea, y esto no consta en el Evangelio. ¿Qué
necesidad hay de asordar al pecador para convertirle? Por otra parte,
es tan miserable la condición humana, que muchos desgraciados
preferirán tal vez condenarse con sus cinco sentidos que salvarse
con pérdida de alguno.


En
extremo desatinada suele ser también la mímica de los predicadores.
Unos se agitan convulsos, y descargan manotadas atronadoras sobre la
baranda del púlpito; costumbre grotesca que Walter Scott llama tocar
el tambor eclesiástico. Otros, por el contrario, se mantienen en una
completa inmovilidad cual la estatua del Comendador. Predicador
conozco, que recita sermones de hora y media con los puños cerrados
delante el pecho como un bóxer (boxeador) en actitud
defensiva.


Muy
útil fuera que los oradores sagrados procurasen no descuidar la
parte mímica, que Cicerón llama felizmente quasi corporis quædam
eloquentia. Creo de gran provecho en la materia el precioso capítulo
que a la acción oratoria dedica el ilustre Capmany en su Filosofía
de la elocuencia.


IV.


De
intento no hemos querido entrar en el fondo de la cuestión, acerca
de la cual acabamos de apuntar algunas ligerísimas observaciones.


Sin
embargo, no soltaremos la pluma sin indicar a los predicadores
españoles la urgentísima necesidad que tienen de no ponerse frente
a frente de la moderna civilización, de no combatir el progreso a
todo trance; en una palabra, de no hacerse odiosos a la sociedad en
cuya marcha desean legítimamente influir, cuyos vicios tratan de
extirpar. Lejos de anatematizar sin apelación las tendencias y
aspiraciones de nuestro siglo, procuren enardecer los pocos
sentimientos nobles que, bajo una capa de cinismo glacial, hierven en
su seno. Lejos de encarnizarse contra la filosofía, procuren
estrechar sus vínculos con la religión. Que siempre esté llena su
boca de palabras de sublime y verdadera caridad, que estudien el
corazón humano, compadezcan sus extravíos, y con mano blanda
cicatricen sus llagas. Así serán elocuentes y encontrarán, sin
buscarlas, bellezas literarias de incalculable valor, siendo a la par
médicos de almas y maestros de la elocuencia más importante de
todas, la elocuencia sagrada.

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DEL ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS EN ESPAÑA.

ALGUNAS
OBSERVACIONES


ACERCA
DEL


ESTADO
ACTUAL DE LAS LETRAS


EN
ESPAÑA.


I.


Cuando
una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia
que


debe
favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas
civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel
sello característico que constituye su personalidad; entonces
inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades
morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de
si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la
consideración general. Por esto, siempre que las literaturas,
perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el
sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en
lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que
heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que
ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de
baldón eterno.


Distamos
mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un
sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto,
junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar
semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren
únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo
brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos
nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no
bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos,
sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países,
les impongan las condiciones especiales de la suya.


El
buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen
más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera
lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales
recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando
necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo,
acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el
indeleble cuño de su originalidad histórica.


Los
anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de
ambos métodos fundamentales de viabilidad.


La
influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente
avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en
los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector
en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su
antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre
sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se
ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería
encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la
independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán.
Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento
intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y
sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito
de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección
a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y
gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece
con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano
Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de
inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron
simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron
sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y
desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello
evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las
tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno
manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.


La
segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da
también resultados felicísimos.


Recordemos
de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que
acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto
con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo
suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la
patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas
modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no
contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso
aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia
derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el
sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el
italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos,
cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más
peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.


Por
último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito
pasar por alto la última de las que en España se han verificado.


El
genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras
por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba
secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada
estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación
plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes
deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido
resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no
pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se
inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente
generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve
respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de
Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo,
Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott,
Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.


La
literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió
admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la
nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común
parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con
férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la
oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa
exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos
discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético
de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica
historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad,
mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la
púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que
encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y
rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es
eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de
inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como
testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la
sociedad española que atravesaba entonces un período de transición,
que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de
nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por
mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el
blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la
retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus
miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de
discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora
llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica,
profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y
respeto la brillante pléyada de escritores que en estos
distintos ramos dieron muestras de su alto talento y 
bellísimas
dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus
producciones, sino en el sello nacional que las avalora.


Al
olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar
principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se
halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.


Otras
causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.


Años
hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos
políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas,
ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones
del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de
egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda
del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de
pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico
desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que
mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las
ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es
visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y
las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de
estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con
risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de
personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se
reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas
para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la
ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus
verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes
de vitalidad intelectual que entraña.


Si
por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de
que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente
malogra en flor los ingenios más bien dotados de España,
desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora
carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo,
apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá
entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las
misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad
relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.


A
medida que su educación artística se formalice, rechazará
instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario
que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña,
y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes
que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus
superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un
martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados
por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la
existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de
gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de
la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen
todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento
de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las
batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala
y luz de la humanidad.


Descendamos
al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más
árido y desagradable que sea.


Nuestros
gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera,
han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les
humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda
suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de
ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco
de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético
que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la
frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que
ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído
benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas
oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar
cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un
poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier
filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros
lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema
protector.


A
simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a
matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos,
y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a
propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa
complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración,
para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más
exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona
las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima
trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido
homenaje a este principio filosófico, no está todavía
completamente probado que baste ser un literato distinguido para
sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse
humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de
comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se
aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero
o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una
de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el
alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia
con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste
con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer
supuesto la protección del gobierno sería mortal para la
literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los
literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación
literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de
excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla
general.


Sin
embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su
propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a
saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del
común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la
lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo
de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a
menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido
siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos
aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.


Demos
un sesgo más formal a la cuestión.


No
es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando
son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la
impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el
de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala
como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda
los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan,
atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las
reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se
consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias.
Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele
encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más
imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que
aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad,
gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y
el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia
suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han
de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los
agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de
redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de
todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda
alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.


Dejando
aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía
nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los
gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino
poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su
alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento.
Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las
encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha
con los principios más elementales de la civilización.


¿De
qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes
sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida,
las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?


Respecto
al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado
siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes
de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición
desaforada.


Pocos
años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad,
poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus
amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa,
tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de
limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.


¿Qué
resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha
dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente
morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste
orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación,
en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil
infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez
de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no
tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar
estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de
la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de
la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta
gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta
inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial,
porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque
todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No:
Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su
querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y
de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su
ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los
intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba
y enaltecía.


Por
lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal,
constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí
lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos
han regido hasta ahora:


1.°
Plagiar torpemente un plan de estudios francés.


2.°
Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico,
irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas,
causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus
familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la
requiere.


3.°
Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial,
vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su
valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo
gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores,
disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los
profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente
inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.


4.°
Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan
sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al
ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso
revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que
manifestaremos si a darlas se nos provoca.


5.°
Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal
retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas
por devotos y paniaguados de varios gobiernos.


6.°
Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas
consideraciones personales.


7.°
Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno
parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que
implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.


8.°
Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy
reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo
que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.


¡Oh
musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las
frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.


¡Oh
Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad
cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia
trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado
mausoleo!


Agréguese
a las concausas capitales que acabamos de borrajear los
móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores,
y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que
deploramos.


Quejábase
con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España
faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo
español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su
entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los
numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los
inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza
intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le
inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas
del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia,
no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué
en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos
que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras
literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que
vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el
literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable
derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y
pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?

¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de
nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles
célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los
editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando
una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas
mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos
libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen
algún capricho pasajero del reducido público leyente o las
traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte,
querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de
ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo,
pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer
sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras
sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas
por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido
chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería
justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin
comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese
después el privilegio exclusivo de una bella invención a los
míseros seres de que hablamos.


Demos
el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando
que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la
escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y
estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones
literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte
los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la
universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de
elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la
crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de
la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto
y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya
existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista,
aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe
Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los
barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de
las provincias entre sí?


¡O
terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú
comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la
conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y
risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los
redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la
pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para
holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando
corren. ¡Bendita seas!




II.


Indicadas
en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir,
han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos
dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus
distintos géneros se hallan.


Por
lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que
no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede
afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.


Una
juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios
principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus
esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su
gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en
la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al
lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en
un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan
vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la
universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con
su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única
palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas
consiguen despertar la atención del público, obtener algunas
probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir
de hambre, que es peor.


Por
esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa
chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones
esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a
disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las
artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor
de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre
ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar
el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las
exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece
siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos
por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.


Nos
duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un
año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra
original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta
de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela
en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate.
Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas
bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus
estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal
apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente
sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba
más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y
está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos
engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la
escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran
vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita:
recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si
llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.


Para
colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del
impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en
día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su
conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en
billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado
baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los
que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus
materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que
derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente
endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o
menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento
insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento
a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas
melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con
retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media
docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el
aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de
Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con
las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona
en caló acatalanado el tan deploramente
(deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco
confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó
azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y
desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem
furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que
generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es
nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la
preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver
algún día completamente extinguidas entre nosotros las más
sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las
teatrales.


A
estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro,
a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos
pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra
estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la
ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con
el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles.
Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los
desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito
depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes,
que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los
teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les
arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en
emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían
comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a
la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes
aspiraciones, a ser directores de escena.


Y
no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices
ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad
realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros,
que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de
esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene
un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del
público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno,
no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que
baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces
a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos
todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos
servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del
líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan
escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una
pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las
nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los
primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un
verano extra-sazón.


¿Y
qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral?
Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la
verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que
tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad
decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más
que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a
reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta
clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de
calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados
otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.


Si
atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los
revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a
indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y
reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por
vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo,
faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente
personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso
sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones
del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos
fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni
parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la
magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra
cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa
primera de su misión.


Respecto
a la novela, no pecaremos de prolijos.


La
de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un
legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los
críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour
han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las
envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de
Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado
Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en
Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma.
La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo
dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras
venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el
entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe
interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su
patria!


De
novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos
cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de
combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a
verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus
futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana,
Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de
pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien
admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara
fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.


Poco
diremos también de composiciones poéticas.


Aparte
del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos
romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el
simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado
la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable,
los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua
con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos
ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.


A
todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de
los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial
gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de
conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos
campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil
vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la
crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto,
y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además,
¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas
de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán
pocas entran en la esfera literaria!


Añádase
que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha
arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía
en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado
papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de
Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de
la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso,
como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en
Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de
Galicia.


Consecuencia
final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que
reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha
retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a
nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la
citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No
contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las
personalidades. El tiempo contestará por nosotros.

INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

INFLUENCIA


DE
LA


NOVELA
EN LAS COSTUMBRES.


(Nota
del editor: Aquí pego el texto suelto que edité antes; podría
haber alguna ligera variación respecto al del libro que estoy
editando.)


DE
LA INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES;
POR D. GUILLERMO
FORTEZA.

MEMORIA PREMIADA
POR LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS,
EN EL CERTAMEN PÚBLICO DE 1857.

PRECÉDELA
UN
DISCURSO SOBRE EL MISMO TEMA
LEÍDO
POR EL SEÑOR DON JOSÉ
FERNÁNDEZ-ESPINO,
Vice-Director de dicha Real Academia,
EN LA
SOLEMNE ADJUDICACIÓN DEL PREMIO.
___
SEVILLA.

FRANCISCO
ÁLVAREZ y Ca
Impresores de SS. AA. AR.
y honorarios de Cámara de
S.M.
1857.



SEÑORES:

Siempre
fue la modestia símbolo de los triunfos literarios, así como de la
política la pompa y adoraciones. Ora el Estadista en benéfico
sistema de mando inculque en las Naciones los sagrados deberes del
orden y de la justicia, ora llevado por cálculos de bastarda
ambición desate en ellas el espantoso aliento de las tempestades,
siempre escúchanse alrededor suyo los plácemes de la lisonja
y sírvenle de cortejo la grandeza y el sumiso homenaje de los
poderosos. Y sin embargo, ha podido deber gran parte de la gloria que
le ensalza, a inteligencias felices que le sirvieron, a maravilla, en
la realización de sus concepciones, y sobre todo al poder
incontrastable de la Fortuna, de esa dominadora y árbitra de los
sucesos humanos.
Mas el triunfo del hombre de Letras que ni
recibe fuerza de ajena inspiración, ni el auxilio de la Fortuna, que
sirve de solaz y encanto y a la vez de provechosa enseñanza a la
culta humanidad, suavizando las costumbres de la inculta, apenas
aparece en su apacible carrera, cuando ya la envidia, enemiga
terrible de cuanto es noble y generoso, comienza a marchitar sus
laureles, para robarle hasta una mísera recompensa, si es que alguna
le aguarda.
No hay que dudarlo, Señores: desde que un cambio en
las costumbres romanas trajo la separación de las Armas y las
Letras, sólo el consorcio casual de unas y otras, ha dado alas
últimas, raras veces, las altísimas consideraciones que recibieron
en la civilización antigua. Fuera de esto preséntanos la historia
con lamentable frecuencia tristes ejemplos de abandono, y aun de
marcada injusticia hacia el genio literario. Considerad, sinó, esta
Academia creada por la munificencia de nuestro augusto Monarca D.
Fernando VI. En ella resonaron las voces elocuentes de Jovellanos, de
Forner, de Arjona, de Reinoso, de Lista y de tantos otros egregios
varones, legítimo orgullo de la Patria y gloria de Europa entera:
ella al lado de la de Letras Humanas, (1) contribuyó a la
destrucción de los perversos estudios filosóficos, y al
renacimiento de las sacras musas de Herrera y de Rioja. Ella, en fin,
en medio de las perturbaciones de la edad presente, ha conservado
pura la llama encendida por tan ilustres sabios.

(1) Fundada
en 1793 por Arjona, Reinoso, Lista y otros estudiosos jóvenes. Su
vida fue tan fugaz como rica en excelentes frutos.
Se extinguió
en 1801.

¿Pero cuál ha sido su recompensa? ¿cuáles las
consideraciones debidas rigurosamente a su mérito y sus esfuerzos
bienhechores? Retirada, no largos años después de su
establecimiento, la modesta pensión que el Gobierno le concediera;
privada del recinto que su excelso Fundador le otorgó en el regio
Alcázar, se vio obligada a mendigar otro en que guarecerse. Reducida
desde entonces, por falta de recursos y de asilo propio a vagar de
edificio en edificio, según le faltaba el que debía a la
generosidad de alguna Corporación, arrastró una existencia pobre e
insegura, hasta que la Academia de Medicina le sirvió, con el que
hoy ocupa, de amparo generoso. Sin este auxilio, sin la constancia
nunca bastantemente plausible, de algunos de nuestros compañeros, y
de nuestro dignísimo Director que les secundó en la meritoria
empresa de sostener abiertos estos penetrales al saber, sólo
quedaría memoria de su existencia.
Mas lejos de abatirse con tan
repetidos infortunios, ha rendido en su olvidado albergue constante
culto a las Ciencias y las Letras; concediendo con el escaso producto
de la cuota mensual de sus Individuos, premios a los que, aun sin
pertenecer a la Corporación, han desenvuelto más acertadamente los
teoremas que anualmente publica. La humildad de estos premios tan
desproporcionada al trabajo, contribuye sin duda, a que los más
afamados ingenios españoles se alejen de tan noble liza, y a que uno
de los dos lemas del Certamen actual quede sin expositores. Para
premiar el otro, se reúne hoy la Academia. Empero son mis acentos
demasiado humildes para esta solemnidad literaria; otros más
autorizados y dignos, los de nuestro respetable Director, debieran
resonar ante tan imponente concurso. Nadie además, entre nosotros,
con más títulos ni con mayores merecimientos que el que en las
Armas, en el Profesorado, en altos oficios administrativos y en la
Representación Nacional, ha servido a su Patria con rara
inteligencia, dejando en su dilatada carrera pura y esclarecida fama.

Mas los padecimientos físicos y el grave peso de los años
impídenle gozar de esta merecida honra, que viene a recaer en mí,
aunque indigno de ella, por el cargo de Vice Director que, más por
benevolencia extremada conmigo que por mis escasas prendas
literarias, debí a esta Real Academia.
Al examinar la misma los
puntos, cuya crítica pudiera prestar halago a la fantasía, interés
a la razón y provecho a la sociedad, comprendió que la Novela,
verdadera historia de las pasiones y de los móviles secretos del
corazón humano, era por lo mismo asunto digno de severo y detenido
examen. Determinar, pues, hasta qué punto influye en las costumbres,
sin olvidar las cualidades literarias que pueden embellecerla es el
objeto que se propuso en su teorema, expuesto acertadamente y con
gran copia de escogida erudición en la Memoria premiada.
No se
crea que un espíritu de ciega pasión hubo de infundir en la
Academia el pensamiento de examinar este género literario y de
calificarle de tan trascendental importancia. Lo remoto de su
existencia anterior a su antiquísima historia, y la propensión
natural del hombre a crearse en la idealidad de sus deseos un mundo
más perfecto que el existente son prueba segura de la necesidad de
su estudio y hasta de su indisputable mérito. Parece que el
Omnipotente, ya que la culpa de nuestros primeros padres nos arrebató
en la tierra las delicias del Paraíso, dejó de intento a nuestro
espíritu facultades para comprenderlas. ¿Qué alma, aun la más
ruda, no se ha conmovido alguna vez dulcemente a la deslumbradora
ilusión de una vida de mayores atractivos que la real, ni ha
vislumbrado situaciones y personajes más perfectos que los que le
cercan? ¡Ah! sean o no sueños del alma esas aspiraciones ingénitas
en el hombre, esas aspiraciones son una necesidad en el idealismo de
su imaginación. Por eso la Novela que la satisface, y anima en sus
cuadros la naturaleza con irresistible encanto, es el recreo del
sabio y del ignorante: por eso a su seductor influjo no suelen
escapar ni los más adustos caracteres, ni la helada decrepitud de
los años.
Cierto es que arrebata a la ficción sus pinceles;
pero también le presta la verdad sus más bellos colores. Principia
ordinariamente donde acaba la Historia; en el seno de la vida
privada, resucitando en ella personajes y sucesos que pasaron. En
esas pinturas, donde reconoce el corazón humano su verdadera imagen,
que son expresión fiel de sus sentimientos y pasiones y de los usos
y las costumbres, y en cuyos risueños o terribles cuadros aparecen
con indeleble marca los rasgos inalterables de la humanidad, si falta
la verdad histórica contienen, en cambio, la moral y la poética tan
interesantes, por lo menos como las narraciones históricas.
Ya
coloque la Novela a sus personajes en humilde y reducido teatro, ya
en el de la vida común, ya en el de elevada esfera, la entonación
de su estilo puede ser tan varia como las situaciones que presenta.
Como le es familiar cuanto a la sociedad pertenece; como puede reunir
en sólo un punto cualidades que en ella aparecen diseminadas; como
su dominio es más extenso y libre que el del Drama y le es lícito
prodigar los detalles y las descripciones y mezclar el lenguaje de la
imaginación al de la crítica, y pintar y explicar al propio tiempo,
puede también mostrar, con tan poderosos auxilios, más clara y
vivamente los resortes secretos que agitan el corazón del hombre.
No
oculta la Novela el designio de instruir a sus lectores. Sin las
pretensiones del Filósofo enseña con el halago deslumbrador de la
Poesía toda clase de verdades, inclusas las abstractas, aun al
alcance de inteligencias débiles o frívolas, y máximas sociales de
grave interés para la vida práctica sin el aparato sentencioso del
Moralista. Por este artificioso medio nos convierte en observadores,
hácenos ver lo que diariamente pasa delante de nuestros ojos,
desapercibido antes para ellos: y reuniendo la verdad a la invención
ofrece al juicio el espectáculo de lo existente y a la fantasía el
de la idealidad embellecida por la verosimilitud en costumbres y
pasiones. No es, pues, extraño, con tan preciosas cualidades, que
fijando sus escenas poderosamente nuestra atención, obtengan ventaja
sobre las observaciones que puede sugerirnos la vida real: porque,
sereno y libre el ánimo de la parcialidad o el interés que suelen
inspirarnos en ella los afectos, permítenos un examen más
tranquilo, y por consiguiente menos expuesto a peligrosos errores.
Más aún: la lectura de algunas horas, no sólo derrama purísimo
deleite en el ánimo, sino que a veces produce en él mayor enseñanza
que la que suele adquirirse en el mundo, tras la amarga experiencia
de los años y quizás a precio de prolongados infortunios.
La
Novela, pues, que participa de la verdad histórica en alguna de sus
narraciones; que, como la Filosofía enseña verdades especulativas,
y como la Moral las que sirven al hombre de consejo en el mar
proceloso de la vida; que no extraña al incentivo de la Poesía
admite en sus cuadros desde el Entremés hasta el Drama, y desde el
Epigrama hasta la elevación y sublimidad de la Epopeya; que se sirve
de todos los géneros literarios, sin confundirse con ninguno, merece
de justicia un lugar importante en la república de las Letras, y que
se la considere por su mérito y sus tendencias sociales con madura
atención por la crítica ilustrada.
Aún merece interés más
grave, Señores, considerada bajo su inevitable influencia en las
costumbres. Ningún ramo literario la iguala en este punto. Sólo el
Drama es el único que se eleva a su altura; pero jamás en tan
amplio horizonte como ella, por lo mismo que su voz ni es tan
constante, ni suele llegar hasta las poblaciones humildes.
Desde
que apareció en tiempos remotos por primera vez la Novela entre los
Asiáticos, (1) ora en forma de Apólogo, ora en la de Alegoría, se
la ve presentando un fin moral, aunque la rica imaginación de
Oriente, como acontece en los cuentos de Pilpai (2) busque más bien
el agrado en la ficción que en la pintura de caracteres y afectos.
Si exceptuamos los ligeros Cuentos Milesianos que respiran la vida
muelle del dulce clima de la Jonia, de una manera más filosófica y
elocuente comenzó a brillar en la civilización helénica.
(1)
Hüe en su historia de la Novela atribuye su origen a los pueblos
Asiáticos.
(2) Pilpai era indio. Su famosa novela titulada
Calila y Dimna es una colección de Novelas y Apólogos.
En la
Ciropedia de Xenofonte la invención histórica de las situaciones
hállase hábilmente dispuesta para producir instrucción moral, así
como en la Atlántida de Platón, la tradición y las narraciones
fabulosas de los viajeros sirvieron al gran Filósofo de agradable
resorte para alcanzar idéntico resultado.
No debe extrañarse
que este género brille como fugaz relámpago en estos dos preclaros
escritores, con raras y poco felices excepciones durante la
República, hasta que ya en el Cristianismo volvió a aparecer con
luz diversa en la preciosa Novela pastoral, de Longo, titulada Dafnis
y Cloe y en la de Teágenes y Cariclea del Obispo de Trica, que tanto
sedujo el delicado corazón de Racine en su tierna juventud. Los
Griegos veían en su ingenioso politeísmo las ficciones que
deleitaban más hondamente su viva y versátil fantasía,
satisfaciendo además en ellas esa propensión del alma a lo ideal y
a las maravillas de la fábula. Cada solemnidad teatral o religiosa
traíales a la memoria las aventuras más interesantes de los dioses
y los héroes. No cabía distracción en la soledad por que duraba
breves instantes: la vida pública que agitaba casi exclusivamente al
pueblo, lo mantenía de continuo reunido en las Asambleas políticas,
o en las Academias de Retórica y de Filosofía, y para recrear su
ánimo en los Juegos Olímpicos y en el teatro. La forma de aquella
sociedad, por otra parte, era poco a propósito para el estudio e
imitación de la vida privada. De un lado la igualdad republicana y
la esclavitud doméstica, de otro las creencias materialistas, de
otro, en fin, la condición triste y oscura de la mujer, hacían que
ni pudieran presentarse intrigas fundadas en la variedad de
caracteres o en la diversidad de condiciones sociales, ni la lucha
entre el deseo y el deber, ni la pasión espiritual del amor, que
son, las dos últimas con especialidad, el agente más poderoso de la
Novela en la civilización cristiana.
Perdidas las Comedias de
Menandro no puede calcularse con seguridad hasta qué punto en los
tiempos de este Poeta, extinguido ya el Gobierno popular, ofrecía el
interior de la familia Griega asuntos interesantes para el teatro. A
juzgar por lo que de ellas se refiere, y más que todo por las de
Terencio su imitador, hasta el punto de ser apellidado por Julio
César, medio Menandro, aunque se proponía un fin moral y lo
desenvolvía con admirable ingenio, la ficción de la intriga y de
las situaciones en la vida común es de tan severa sencillez que
suele rayar en pobreza de inventiva. El amor en Terencio se dirige
siempre a cortesanas, y el nudo cómico, que suele consistir en la
pérdida o el robo de un hijo, termina por hallar este a sus padres.

De creer es, cuando así se expresaba el Teatro, que también
recibiese nuevo aliento la Novela; y que revestida con modestas pero
interesantes galas, mostrase en personajes fingidos o por medio de
alegorías las verdaderas costumbres de la época del mismo modo que
aparecían pintadas en la Comedia. Plutarco refiere que Heráclidas
escribió un libro bajo el nombre fabuloso de Abaris, en el cual
alternan los cuentos con las doctrinas de los Filósofos sobre la
naturaleza de nuestro espíritu. Las Novelas milesianas vienen a
robustecer con irrecusable prueba la veracidad de esta opinión.

Apareció entonces, con motivo de la victoriosa expedición de
Alejandro a la India, una clase de fábulas inverosímiles por la
exageración y extrañeza de las aventuras que fingen, pero digna de
crítico examen por la afinidad que entre ellas existe y las que
produjo la institución de la Caballería en la Edad Media. Para que
no se crea, Señores, que atraído por el aliciente de la novedad
procuro ver semejanzas soñadas, citaré las Babilónicas, en cuya
obra, después de robos de doncellas, de mil extraordinarios combates
y de increíbles aventuras, algunos de los héroes llegan a ser
Emperadores o Reyes de extensas y poderosas naciones. La historia de
Luciano, fue al parecer, escrita para dar muerte con el puñal del
ridículo a tan detestables invenciones favorecidas entonces por la
ignorancia o por el mal gusto de los Griegos. Exagerada horriblemente
la pasión amorosa en este linaje de Novelas, faltas de veracidad en
las costumbres y presentando en extraña caricatura la naturaleza
humana, sólo algunos rasgos de imaginación pueden hacer
momentáneamente tolerable su lectura. Un extravío parecido en la
Novela Caballeresca Española puso la pluma en manos de Cervantes.
Ocultando en el Quijote bajo la máscara risueña de la locura una
filosofía dulce y grave, ningún libro ha contribuido tanto a calmar
las penas y recrear el corazón de la especie humana. Cervantes supo
ridiculizar admirablemente su héroe sin hacerle perder nunca la
estimación de los lectores. De corazón sano y generoso, de valor
sin peligro que le arredre, de acrisolada discreción y de clara y
docta inteligencia, tiene, sin embargo, la desgracia de que le domine
una singular idea que a manera de anteojo mágico le cambia la forma
y la naturaleza de las cosas, hasta el punto de ver fieros gigantes
en humildes molinos de viento. Su escudero Sancho, con excelente
juicio y viendo el mundo en su desnuda realidad, conserva los
groseros resabios de su clase: y aunque procura disipar las exaltadas
ilusiones de su Señor, y es la personificación del buen sentido que
sigue al genio extraviado y pretende iluminarlo en sus errores,
déjase, por interés o debilidad, seducir muchas veces de las mismas
quimeras que combate.
En una palabra D. Quijote, presa de su
locura, es la exageración de la poesía, Sancho la exageración de
la prosa, el Caballero del Verde Gabán, el símbolo de la razón y
de las virtudes sociales. Los unos en sus yerros producen esa risa
eterna que sólo, según Homero, era concedida a los Dioses en el
Olimpo; el otro, ejemplo felicísimo del hombre sensato y bueno,
inspira respeto y admiración: y todos juntos, y la riqueza
inagotable de incidentes, y la asombrosa perfección en los detalles
y la diversidad de bellísimos caracteres, forman el libro más ameno
y filosófico de cuantos ha producido el mundo.
Con ariete tan
poderoso, habiendo largo tiempo hacia desaparecido el espíritu
antiguo caballeresco, y no hallándose, lo que de él restaba, en
armonía con las formas políticas y sociales de aquella edad, cayó
fácilmente a sus terribles golpes con la ignorante Literatura que lo
sostenía.
Una variedad de la Novela Caballeresca es la Pastoral,
invención facticia, pero favorecida del mundo ilustrado en el siglo
XVI y parte del XVII. Sábese que la Literatura es reflejo constante
de la sociedad en que vive, y que la Novela, como ramo suyo
importantísimo ha seguido la misma senda, procurando ser reflejo de
sus ideas y pasiones. Mas no debe olvidarse que según Virgilio
«habitarum di quoque silvas» y que en siglos de refinada cultura
social de la propia agitación humana nace el irresistible deseo de
una vida más dulce y pacífica, y menos sujeta a tormentosas
vicisitudes que la que alienta al hombre en el torbellino de las
ciudades. De aquí, en esa tendencia instintiva al idealismo, el
haberse complacido en describir la amenidad risueña de los campos,
la transparencia y frescura de sus aguas, la vida apacible de los
pastores, la pureza casi angelical de sus afectos. El Novelista
pastoral no retrata una época, al contrario, busca el contraste de
lo que pasa a su vista y atormenta su corazón. En el mundo que
finge, si no pinta la sociedad que le rodea, descubre, al menos, las
dulzuras o los tormentos de su amor y las aspiraciones de su alma.

Monte-Mayor es buen testimonio: a la manera de Sannázaro en su
Diana, Novela pastoral de subido precio, refiere y canta al par, en
expresivo y elegante estilo, su amor y la facilidad liviana con que
la ausencia robóle el de su querida. Si en ella y las de su género
no se pintan, en verdad, las costumbres del tiempo en que escribe el
Poeta contribuyen, de ordinario, a esclarecer su vida, cualidad
importante 
para
la Historia Literaria, y enseñan, una moral apacible y seducen el
ánimo con la belleza de los cuadros campestres que fantasean.

A
este género sucedió, especialmente en la Corte de Francia, otro a
modo del de los
Amadíses, vivo remedo de los libros de Caballería,
no menos falso y absurdo que ellos y siempre menos interesante y
menos rico en sus ficciones. Prestando a los héroes de la antigua
civilización Griega y Romana cualidades y aliento parecidos a los
que la Literatura muerta a manos de Cervantes daba a los de la Edad
Media, tuvo algún tiempo la inmerecida fortuna de excitar la
admiración de los caballeros y las damas de París en el siglo de
Luis XIV.

Mas estas desatentadas producciones dieron lugar a la
Novela histórica, fruto de doctos y lozanos entendimientos. No me
atrevo, como hacen otros, a colocar en esta clase El Telémaco del
sapientísimo Fenelón; la crítica le ha concedido alto asiento
entre las más ilustres Epopeyas, y no seré yo quien le haga
descender de su merecido solio. Los Viajes de Antenor y sobre lodo
Los del joven Anacársis de Barthelemy, bellos productos de tan
generosa Escuela, en quienes compite la dulzura del agrado, con la
riqueza de provechosa instrucción abrieron ancho camino a la
prodigiosa pluma del gran Novelista Escocés. Si en nombre de los
fueros debidos al Arte y a la Historia, deben mirarse con justo
desvío los géneros antes mencionados por falta de colorido local y
de ajustada exactitud a los usos y costumbres en los sucesos que
refieren, la Novela basada en fondo histórico, que, sin alterar los
hechos, transfórmalos con habilidad de manera que vienen a
contribuir a la perfección y magia del conjunto, cumple
nobilísimamente con su objeto y seduce, con razón, lo mismo a los
espíritus ignorantes que a las más profundas inteligencias. Walter
Scott a quien me he referido, no falsea la Historia: complétala unas
veces en la vida privada, coméntala otras, y hace circular en sus
escenas la animación y el encanto, como Prometeo en su estatua con
el fuego que robó al Olimpo. Entre los caracteres históricos que
aparecen en el fondo de sus pinturas coloca en relieve otros de pura
ficción que reciben de su ingenio la vida y la inmortalidad.
Destinados a personificar las virtudes, los vicios, los placeres y
dolores de lo pasado revelan lo mismo la vida interior de las cabañas
que el movimiento y agitación de suntuosos edificios, ante los
cuales pasa la Historia sin juzgarlos y aun sin dirigirles una mirada
indiferente. Imitadores y dignos émulos suyos son Bulwer y Manzoni.
En ellos la Novela histórica, nutrida de copiosa erudición y dotada
del envidiable instinto que penetra en los corazones y llega hasta el
fondo de una época, no sólo no desmiente el título que lleva, sino
que se convierte en complemento y en intérprete de la Historia.

No
es cierto que la Novela de costumbres haya sido patrimonio exclusivo
del siglo anterior y del presente, por más que se le deban los
adelantos y aun la perfección con que se la ha visto salir bella y
profundamente filosófica de varias insignes plumas. Conocíase entre
nosotros en los tiempos y después del ilustre Soldado de Lepanto,
especialmente en el género picaresco. Este imponderable escritor con
quien la Providencia fue avara para la fortuna, pero largamente
generosa para el genio, prueba en sus preciosas Novelas ejemplares
que su pincel no se circunscribe a una clase social determinada; por
el contrario que alcanza a todas y en todas dejó inmortal y
provechosa muestra de su casi divino entendimiento.

Efectivamente
en la Novela de costumbres, más todavía que en la histórica,
ofrécese al ingenio el estado social entero con sus infinitos
accidentes, con caracteres de inagotable variedad y con aplicaciones
de utilísima enseñanza, si el error o un fin perverso no le conduce
a degradar la inteligencia que le dio el Cielo. Un género literario,
donde pueden aparecer los sentimientos de la humanidad limpios de
toda mancilla por el espectáculo benéfico de las virtudes o por el
retrato de su dignidad y grandeza, donde si hallamos también el
cuadro de nuestros vicios y debilidades le vemos corregido por
inevitables penas, si no por el arrepentimiento mostrado en
ejemplares sacrificios, es de mayor precio, sin duda, que las otras
clases novelescas, y tal vez que la histórica, en que si su lectura
no es perdida para la virtud, tiende más al recreo e instrucción
del espíritu que a nuestra perfección moral en el escabroso camino
de la vida.

No disimularé, aunque con pena, que algunos
Novelistas de esta última centuria abusando de las envidiables
prendas de su fantasía: ora por corrupción del alma, ora por el
deseo de hallar más fácil acceso en la muchedumbre, enseñan una
Moral tanto más peligrosa, cuanto que la ostentan, dorada con
apariencias de indudables virtudes: otros de conocida perversión
social calumnian la santidad de la fé cristiana y despiertan en el
alma del hombre locos pensamientos que después le producen larga y
terrible cosecha de amarguras. ¡Cuántos horribles desastres han
llevado esos aleves escritores al seno de familias virtuosas,
seduciendo el corazón de la inocente juventud, siempre ligera y
fácil para beber el tósigo que halaga sus instintos! Otros, en fin,
arrebatando a los
utopitas sociales sus absurdas elucubraciones
sembraron (
sembra+ron al revés y efecto espejo) semillas de
eterna perdición. Cuando leíamos no ha muchos años en Tomás Moro,
Owen, Saint Simon y Fourrier sus delirantes sueños, que no teorías
deben llamarse las creaciones de su desatentada inteligencia sobre la
igualdad social, lamentábamos el extravío del ingenio que busca al
hombre por desusada vía una perfección imposible en la tierra. ¡Ah
salir del Evangelio y de la Caridad preceptuada por Jesucristo, es
engolfarse en un mar de tempestades y zozobras. Mas la extrañeza de
la doctrina y el reducido número de sus lectores alejaban el
peligro. No así en la Novela: el interés que inspira y el talento
dramático con que sus autores presentan la igualdad, la apariencia
de justicia con que la revisten, la natural conmiseración que
despierta la desgracia, y la admirable rapidez con que se ha
extendido su lectura basta los míseros tugurios, de tal manera ha
producido apóstoles y prosélitos en las clases que lisonjean, que
ya comenzaron a rendir frutos abominables. Y eso que no siempre sus
autores siguieron la misma senda, semejantes a un espacioso campo en
que junio a la maleza brillan flores de oloroso y suave aroma.

Por
fortuna otros nunca mancillaron su fama tiñendo la pluma en el
veneno de la inmoralidad. Richardson, aunque a veces demasiado lento
en la acción, píntanos en seres verdaderamente celestiales una
virtud purísima y la ejemplar resignación del infortunio;
Godmisth
(
Goldsmith) sus retratos morales; la casta musa de Saint
Pierre, la ternura apasionada de un amor inocente; Madame Staël, las
ardientes y poéticas concepciones de Corina; Chateaubriand, la
pureza y augusta majestad del Cristianismo; el humorista Richter, la
exaltada idealidad de sus sentimientos; y Silvio Pellico el corazón
humano venciéndose a sí mismo en los accesos del encono y de la
ira. En este vario y delicioso espectáculo de situaciones y de
caracteres interesantes, aparece la humanidad purificada del grosero
egoísmo de la materia y transfigurado el hombre en la verdadera
imagen del Todopoderoso que le inspiró su aliento soberano. ¿Quién
no ve en nuestro célebre compatriota Fernán Caballero ese pincel
tan feliz para los rasgos bellos del cuerpo, como para los divinos
del alma, en cuyos cuadros retrata con viva y candorosa naturalidad
nuestros usos y costumbres, aun los de las clases humildes; en que el
horror de la miseria se dulcifica por el trabajo y la tranquilidad de
una fé resignada; en que el furioso embate de las pasiones se
estrella en el respeto al deber y en el ejercicio de las virtudes y
en que si halla colores para el vicio encuentra consejos que lo
templen, o arrepentimiento que lo destruya, o penas que lo castiguen?

¡Oh! La Novela en tales plumas y en otras que he omitido por no
fatigar más la atención de tan ilustre auditorio, después de
mostrarse como verdadero trasunto de la sociedad en que vive, es
dulcísimo recreo del alma, lenitivo al enojo y penalidades de la
tierra, estímulo constante al noble y generoso anhelo de las
virtudes. Si su abuso trae el mal, el uso legítimo de inspirados
ingenios infunde en nuestro corazón la idea purísima de la verdad,
del bien y de la belleza. Y puesto que nació con el hombre, y es su
compañera inseparable y no puede morir mientras él exista, si
extraviada se prostituye corríjanla el Gobierno y la crítica; él
impidiendo su circulación, ella con la inflexible severidad de sus
censuras. La influencia, pues, que ejerce en las costumbres, la
claridad con que la comprenden aun los más limitados entendimientos,
la facilidad con que circula por todas las jerarquías sociales, y su
mérito e importancia, como género literario, muestran ampliamente
la razón de la Academia en juzgarla digna de imparcial y profundo
examen.


____

INFLUENCIA
DE LA NOVELA EN LAS
COSTUMBRES.


La Literatura no es sólo un pasatiempo, es
una gran potencia social, y debiera ser un sacerdocio.


I.

Cuentan de un Matemático, que,
concluida la representación de un drama sublime, exclamó con
desdeñoso acento: «¿Y esto qué prueba?»
- No faltan, si bien
escasean por fortuna, pensadores rastreros que, como aquel mal
avisado varón, creen insignificante o nula la influencia de la
imaginación y del sentimiento en el progreso de la humanidad.

Espíritus mutilados, antes que confesar sus cualidades
negativas, prefieren desacreditar las que no poseen: bien así como
ciertos desalmados egoístas escarnecen el amor verdadero, porque son
incapaces de sentir sus vivificadoras emociones. Encaprichados por
las deducciones de un análisis inflexible, no aciertan a descubrir
la íntima unidad que resplandece en el mundo intelectual, ni el
parentesco y armonía de las facultades humanas, y venden por
fortaleza metafísica la

estrechez y corto alcance de sus
entendimientos. ¿Qué son para ellos las bellezas artísticas de más
subido quilate? ¿Qué el lirismo profundo y trascendental de
Schiller, de Lamartine, de Ulhand (Uhland)? ¿Qué los dramas de Shakespeare,
las comedias de Molière, las novelas de Dikens (
Dickens), las
baladas de Richter y Schubart
(Schubert)?...
Golosinas
del alma, frívolo pasatiempo, ocupación
entretenida de los verdes años.

Oficioso, cuando menos, fuera
demostrar la injusticia notoria de semejante opinión. Baste recordar
que muchas verdades se deben a la maravillosa inspiración del
sentimiento, guía luminoso e infalible de la razón, siempre
ocasionada a extravíos y aberraciones. Baste proclamar que la
imaginación no sólo ha esparcido flores, sino semillas preciosas
que han fecundado y embellecido el campo de la Filosofía.
La Loca de la Casa se ha llamado a la imaginación: enhorabuena; pero
confiésese que si esta admirable facultad merece tan acerba
calificación, ha tenido intervalos lúcidos copiosos.

Preciso es
afirmar que si es condición ordinaria, ya que no imprescindible, de
la influencia de una cosa, su importancia, la tienen en grado
superlativo la imaginación y el sentimiento. Por otra parte la
universalidad de estas facultades y la instantaneidad con que obran
hacen
inconmensurable su
esfera de acción. Obvio y socorrido es raciocinar, en extremo raro y
difícil aplicar provechosamente el raciocinio. Además, una imagen
queda con eléctrica rapidez daguerrotipada, la explosión de un
afecto verdadero, levanta, conmueve, agita, arrebata con portentosa
celeridad; al paso que las operaciones lógicas del entendimiento son
laboriosas y tardías, y penetran en él con la penosa lentitud de
una cuña.

El consorcio de los mencionados elementos es un minero
inagotable de producciones literarias, que adquieren toda la
apetecible perfección (
perfecion en el original) cuando las
sazona el buen sentido y el arte puro las acrisola.

Las más
trascendentales son sin disputa el Drama y la Novela. En tanto está
reconocida la influencia del primero en las costumbres, en cuanto
hacerlas saludable ha sido su objeto filosóficamente originario. Es
incuestionable que las composiciones teatrales disponen de poderosos
recursos que dan extraordinaria viveza y energía a las impresiones
que producen. Prescindiendo de la Ópera, síntesis sublime de las
Bellas Artes, el atractivo palpitante de la mímica, la ilusión de
trajes y decoraciones, los mil matices de la entonación y casi
siempre la melodía del ritmo, y la primorosa ornamentación poética,
avasallan con su unidad el entendimiento, y con su variedad
regaladamente señorean la fantasía. Sin embargo, el buen efecto de
estas composiciones no sólo estriba en su bondad filosófica y
literaria, sino en un mecanismo complicado que comúnmente malogra la
ilusión dramática, sutil y quebradiza de suyo. Bastan para
desvanecerla, la voz indiscreta del apuntador, la torpeza de un
tramoyista, una distracción leve, un
anacronismo
chocante: a cuyos inconvenientes se agrega el conocer de antemano a
los actores y hasta el prurito incorregible de lucir que, más que el
cariño al arte escénico, reúne en nuestros teatros a una sociedad
casquivana y antojadiza. Además: por enemigos que seamos de las
cadenas que aherrojan al ingenio; preciso es aceptar las tradiciones
clásicas en consonancia con los principios inmutables de la
Estética: y no concebimos el efecto dramático sin la unidad de
acción y hasta creemos indispensable la de tiempo en muchas
ocasiones. Estas concausas neutralizan las inapreciables ventajas que
tiene el género dramático en su abono. La Novela, al contrario: no
ceñida a determinadas proporciones, los episodios artísticamente
incrustados en su trama imaginativa realzan y suben de punto la
acción principal, cosa de muy difícil logro en el Drama. En este la
personalidad del autor se anula por completo: el interés debe ser
superlativamente activo, debe brotar con enérgica viveza de las
situaciones, no entorpecerse con las prolijidades de la palabra cuyas
más inefables bellezas suelen escapar al público.

El Novelista
teje descansadamente su tela narrativa, bordándola de mil primorosos
detalles: retarda o precipita, a su sabor, el vuelo del tiempo;
cambia con desahogo de lugares; retrata, pinta, describe con
minucioso y sosegado pincel; observa, filosofa, perora, moraliza. Es
un Cicerone entretenido e ingenioso que ameniza su relación con
toda clase de ocurrencias. He aquí
porque las impresiones que
engendra la Novela
sino
tan eléctricas y
subitáneas son tan poderosas, al menos, y
duraderas como las que el Drama produce. Y si naturalmente influye en
nosotros lo que con fuerza nos impresiona, claro está que las
composiciones novelescas, han de ejercer en las costumbres una
influencia real. A estas consideraciones generales se agrega otra de
actualidad no poco valedera y atendible; y entiéndase que cuanto
distamos de la influencia social de la Novela es implícitamente
aplicable al Drama por ser géneros literarios que tienen idéntico
origen filosófico y próximo parentesco.

Gran sembrador de
ilusiones nuestro siglo (
XIX), ha saludado todas las ideas,
todas las teorías, todas las causas y apostolados con arranques de
entusiasmo espasmódico: gran cosechador de desengaños, a sus
idolatrías y apoteosis han sucedido el cansancio, la recelosa
suspicacia, el desprecio burlón o la más glacial indiferencia. Por
otra parte conserva muy vivos aún en su memoria los acerados
epigramas de Voltaire y Beaumarchais, la terrible ironía de Göethe,
los sarcasmos de Byron, las risas lúgubres de Heine y las cínicas
bufonadas de tantos espíritus escépticos, más o menos
superficiales, más o menos superiores, más o menos implacables. Por
esto escasean de día en día los lectores de buena voluntad, los
corazones entusiastas, los pensadores reflexivos que en el silencio
de la meditación solitaria estudien imparcialmente las ideas nuevas
o remozadas que cruzan en el mundo intelectual. Por esto se vuelve la
espalda o se acoge con sarcástico desdén a los dogmatizadores de
toda especie. Semejante desvío por la propaganda doctoral y
ex-cátedra, acrecienta de una manera portentosa la importancia de
las obras de imaginación y sentimiento y en particular la de las
Novelas, cuya perenne popularidad les presta suma influencia. Así lo
han reconocido numerosos escritores que han mirado este género
literario como un vehículo poderoso para transmitir hasta las
regiones más ínfimas de la sociedad, toda clase de ideas,
principios y teorías, económicas, sociales, metafísicas, morales,
fisiológicas, religiosas y hasta estéticas.


II.

Tan
inoportuno como superior a nuestra erudición desmedrada fuera trazar
aquí una historia crítica de la Novela: nos ceñiremos simplemente
a indicar su influencia respectiva en las costumbres.

Cuando
Roma, cansada de producir héroes, apenas acertaba a producir
hombres, estalló en el Norte una tempestad de guerreros, asolando el
ya caduco Mediodía. El primer género de Novela que encontramos
después de tan inmensa transformación, es el
caballeresco
que, fielmente histórico al principio, va tomando proporciones
maravillosas, fantásticas y absurdas, a medida que se aleja de su
primitivo manantial. Llegado a su
máximun de exageración,
lejos de mantener ileso y pujante el espíritu poético de la Edad
Media, producidor de belleza moral y literaria, desanuda los vínculos
que a la verdadera y alta poesía le ligaban; lejos de envalentonar
los bríos no domados del valor heroico, infunde un ardor infecundo a
las imaginaciones, y deja frías las almas; lejos de inspirar el amor
cristiano que da al juicio lo que es del juicio y al corazón lo que
es del corazón, endiosa a la mujer, sin tributar a sus buenas
prendas un homenaje práctico y positivo. Y como el absurdo en
Literatura es señal infalible de disolución y muerte, he aquí
porque la Novela caballeresca estaba ya mortalmente herida
cuando el insigne autor del
Quijote le asestó su rudo golpe
de gracia. No se achaque, pues, a esta obra una influencia sobrado
lata, ni una intención anti-poética, incompatible con el alma
nobilísima de Cervantes, que rendía un culto altamente acrisolado
por sus inmortales proezas, al honor, al valor y a la Religión,
principios fundamentales del sistema caballeresco.
En horabuena
que se considere el Quijote como un símbolo a posteriori de la
eterna lucha entre el espíritu de la Poesía y el de la Prosa: pero
creer que Cervantes tuvo intención de crear este símbolo, para
entregar a la risa del vulgo las aspiraciones ideales de un corazón
hidalgo, es una suposición gratuitamente injusta y una metafísica
aberración de la crítica moderna. El Quijote tuvo una inmensa
influencia literaria y social. Basada en la moral práctica de un
buen sentido lleno de serenidad y fortaleza, anatomizadora risueña y
benévola de los sentimientos humanos, no su disecadora feroz, esta
obra inmortal es una continua y maravillosa fiesta para la
imaginación y un alimento sano para la inteligencia que nutre y
satisface con todo género de saludable doctrina y enseñanza. En
ella Cervantes no desencanta ni desilusiona; alecciona sí, y con
apacible sátira blandamente castiga a la vanidad, enfermedad crónica
de corazones flacos, y a la inmoderada sed de ideal, dolencia de
fantasías extraviadas: enemigas irreconciliables ambas del trabajo
modesto, del resignado y humilde deber, de la santa monotonía de las
fruiciones domésticas y de todo sosiego del alma. Aunque nos sea,
pues, imposible señalar con datos positivos la influencia histórica
del Quijote en las costumbres populares, racionalmente hablando debió
tenerla real y efectiva si se atiende a la curiosidad inmensa que
despertó en lodos los ámbitos del mundo civilizado y a la avidez
con que fue en todas partes leída. La influencia literaria del
Quijote es incuestionable: fue la llave de oro que abrió las puertas
del templo de la belleza moderna.

«Cervantes fue para Europa,
dice Enrique Hallam, lo que Ariosto para Italia y Shakespeare para
Inglaterra.» Con su insigne producción no sólo inauguró la Novela
cómica, sino la de costumbres en toda su latitud y
perfección concebibles.

En la misma época nació la Novela
pastoral y un siglo después la heroica, baturrillo
informe
(batiburrillo), abigarrada mezcolanza de las
reminiscencias caballerescas y de las pastorales. Géneros ambos
puramente convencionales, estriban en un orden de cosas falso,
inverosímil y absurdo. Frutos enfermizos del mal gusto impotente,
pudieron, a lo más, tener un éxito de boga, pero no influencia
alguna en las costumbres, y ahora sólo pueden servir para conciliar
agradablemente el sueño.

Contemporáneo de estos géneros
ficticios fue el género de Novela más verdadera e importante de los
tiempos modernos: la Novela histórica, a la cual imprimió
Fenelón
el sello característico de su exquisita elegancia y delicadísimo
buen gusto. Imitaciones del Telémaco fueron Los Viajes de Antenor,
El Filoctétes y Los Viajes del joven Anacársis, obra trascendental
del Abate Barthelemy.

Pero quien fijó definitivamente las
condiciones literarias de la Novela histórica fue Walter Scott que
realizó el consorcio dificilísimo entre la erudición amiga de
pormenores, analítica y minuciosa; y la fantasía esencialmente
sintética y generalizadora. Pocos imitadores dignos de él ha tenido
el insigne Escocés. Entre ellos descuellan Fenimore Cooper y

Manzoni
(
Mauzoni en el original, Manzoni anteriormente). No hablaremos
de otros ingenios fecundos que con una mano hojean la Historia y con
otra tejen sus Novelas históricas; que hacen figurar siglos en lugar
de épocas y generaciones en lugar de personajes. Su inventiva es
portentosa; su fuerza dramática sin igual; su estilo lleno de
primores, pero calumnian los tiempos, exageran el colorido local, o
lo anulan, y estos son defectos capitales sin compensación cuando de
Novela histórica se trata.

Este precioso género novelesco tiene
grande influencia moral. Es el archivo de las tradiciones que
mantienen el amor patrio, así como el respeto a los hechos de los
antepasados acrecienta y enardece el cariño a la familia. Y urge
sobremanera en nuestro siglo presuntuoso, olvidadizo y tan aferrado
a lo presente, equilibrar el desatentado egoísmo o las aspiraciones
locas hacia un porvenir de felicidad inasequible, con el santo amor a
las tradiciones, con el respeto imparcial, no ciego, a los tiempos
pasados.


III.

La Novela que ejerce sobre las costumbres
más directa y poderosa acción, es sin disputa la de
costumbres
contemporáneas
puesto que de ellas saca su alma, su vida, su
influencia.

El trato habitual con la sociedad influye en nosotros
de una manera superficial e imperceptible. Ni la sagacidad
observadora es don otorgado al común de las gentes, ni las
costumbres sociales se presentan a menudo bajo un punto de vista
plástico, o digamos, convergente, como los rayos solares que se
reúnen y unifican en un foco de cristal, para que causen en nosotros
una impresión enérgica y profunda. Raras veces la observación
cotidiana y vulgar acierta a descubrir los resortes internos que
mueven a la sociedad; rarísimas logra ver pintorescamente
contrastados los caracteres que en ella resaltan y agrupados de una
manera típica los rasgos, perdidos entre la multitud, de la infinita
variedad de fisonomías morales que aquella sin tasa ni agotamiento
ofrece. Esta percepción analizadora al principio y sintética
después, pertenece al dominio del artista y del escritor, y en ella
se cifra su mayor y más preciada gloria. No se nos tilde, pues, de
paradojales (paradójicos) si afirmamos que una Novela
de costumbres briosamente escrita por un genio observador puede
impresionarnos con más viveza que el espectáculo ordinario y frío
de las costumbres mismas.

Estas indicaciones bastan para
evidenciar la grande importancia que tienen las composiciones
novelescas de un género esencialmente social, conocido ya de la
Antigüedad griega y romana (1) bajo la forma candorosamente
descarada peculiar a sus respectivas civilizaciones; cronista rudo en
la edad media; completamente literario, aunque superficial, en los
siglos XVI y XVII, y que en la actualidad ha adquirido proporciones
alarmantes, y una popularidad excesiva: gracias al carácter esencial
del siglo que corremos. En efecto: preciso es que confiesen los más
encaprichados optimistas actuales que nuestro siglo está
sobradamente pagado de sus luces y enamorado de sí mismo. He aquí
porque huelga tanto de verse retratado y reproducido de mil
diferentes maneras. He aquí
porque los escritores de todos
calibres, ansiosos de acariciar sus antojos y presuntuosa manía,
multiplican al infinito bocetos, esbozos y estudios íntimos de su
fisonomía moral.

(1) Así lo atestiguan el Asno de Oro del
Filósofo platónico Lucio Apuleyo (
Apuleio, Apuleius) y el
Satiricon (Satiricón) de Petronio: cuadro libidinoso
de las costumbres corrompidas del tiempo de Neron
(Nerón).
Dos
escuelas diametralmente opuestas dominan en la Novela de costumbres
contemporáneas: la idealista y la realista, cuyo exclusivismo
conduce o a la abstracción sobrado metafísica o poética o al
prosaísmo enemigo de toda artística belleza. El porvenir fecundo de
ambas escuelas estriba en su discreto consorcio y armonía; realizado
ya por los modernos Novelistas Ingleses y Alemanes, por algunos
Franceses, desgraciadamente pocos, y por la ilustre
Andaluza
que vanamente quiere achicarse y escapar a sus legítimos triunfos
con su modestia ejemplar y falta absoluta de pretensiones,
Fernán Caballero.
Tan variadas y de tan diversa índole son las
Novelas de costumbres que se hace cuesta arriba agruparlas bajo
clasificaciones naturales. Sin embargo, no es difícil formar
algunas, fijándose en los caracteres que más especialmente
distinguen a aquellas. Víctor Hugo y Balzac, imitadores a su manera
de Göethe, han dado formas tangibles a un género de Novela que
podemos llamar psicológica y que tiene infinitos adeptos. Los
Novelistas de esta escuela bajan al fondo del corazón humano, como
los
buzos al fondo del mar, y
lo anatomizan y disecan. Pero, casi todos pesimistas, calumnian al
constante objeto de sus inexorables observaciones, o traspasan los
límites y alcance de su propia sagacidad: achaque común de
sistemáticos y exclusivos ingenios. El defecto capital de estos
anatómicos morales suele ser un descarado escepticismo que corroe
las costumbres como la gangrena devora la carne, y una adoración sin
límites a los placeres sensuales y al gigantesco orgullo. Novelistas
hay sin pudor ni conciencia que prostituyen dotes intelectuales de
muy subido precio arrancando a las almas bien nacidas su preciada
corona de sentimientos puros, su aureola santa de candor y
honestidad. Si se castiga con la pena capital a los envenenadores
públicos, ¿qué pena será proporcionada al inmenso crimen de estos
asesinos de almas? ¿Puede compararse tal vez la muerte del cuerpo,
con la vida infernal del cancerado cínico que nada cree, que nada
espera, que devora su existencia, que lucha y forcejea dentro del
vacío y las tinieblas: que reniega de lo pasado, se hastía de lo
presente y cierra los ojos a lo porvenir, inmenso y desolado como un
desierto sin límites cubierto con un sudario de nieve? Vale más
morir con esperanza que vivir sin ella. Y a no pocos la han hecho
perder muchas Novelas semejantes. En ellas se endiosa el egoísmo, la
más ruin de las flaquezas humanas; se escarnecen los inviolables
vínculos de familia; se ponderan los placeres del lujo más
insolente, de la sensualidad, del juego, de la embriaguez. ¿Y
cuántos jóvenes magnetizados por un Novelista de esta especie no
han soñado la vida como una continua y desenfrenada orgía de
voluptuosidad y materiales fruiciones? ¿A cuántos la impotencia de
realizar sus sueños, no ha puesto el veneno o la pistola en la mano?
Y no son estas frases de melodrama; no. Una lógica fatal conduce al
suicidio al que concibiendo sólo la existencia como una fiesta
suntuosa y oriental, síntesis de todos los goces corporales, tiene
que tascar el freno del trabajo, luchar con la miseria o estrellarse
contra la cárcel angosta del deber, que es para otros un paraíso de
escondidos y regalados deleites. Si los Novelistas escépticos y
cínicos meditasen las terribles consecuencias que pueden ocasionar
sus producciones; las tempestades vertiginosas que pueden levantar en
las almas tranquilas y honestas, no tendrían valor seguramente para
abandonarlas a la curiosidad pública, que engolosinan con la
popularidad de su nombre y el poderío seductor de su ingenio.
Variedad original de la Novela escéptico-psicológica y cínica es
la humorística: hija del Norte y que tiene pocos representantes en
el Mediodía.

Género esencialmente contrario por su tendencia
moral y literaria a los indicados es el conocido bajo el nombre de
Novela Casera o Familiar, nacida en el seno tranquilo de la buena
sociedad Inglesa, trasplantada con éxito felicísimo a Alemania, y
que tiene ya estimabilísimos imitadores en Francia y en España.

Sus argumentos son sencillos y sobrios: suelen ser delicadísimos
cuadros que tienen por marco el sagrado recinto del hogar doméstico,
y las pasiones que en estas preciosas novelas hierven no turban el
alma ni la conciencia, no ocasionan vértigos ni alucinamientos. Se
parecen a la sangre fresca y pura que lozanea en un cuerpo bien
constituido y sano. Los personajes que en ella figuran están
diseñados con la exquisita verdad y maestría que resplandece en las
telas delicadas de Miéris y Van Ostade.

Por la índole misma de
la Novela familiar puede conocerse lo saludable y provechoso de su
influencia en las costumbres. Himnos de bendición salidos de todas
las inteligencias sanas y de todos los corazones honrados saludan los
crecientes triunfos de la Novela casera: protesta generosa de
ingenios inmaculados y esclarecidos que no conciben la Literatura y
el Arte sin los principios vivificadores y eternos de la Moral: que
desestiman el talento, cuando el dulce calor de la buena conciencia
no le nutre y robustece.


IV.

Como en la primera juventud la
lectura de Novelas tiene un atractivo extraordinario, y en ella
cabalmente adquieren las costumbres un desarrollo, si no definitivo,
aproximado, creemos oportunas algunas indicaciones sobre la
conveniencia de la mencionada lectura en la edad juvenil, que darán
fin y remate a este informe y desaliñado bosquejo.

Piensa el
ilustre Bacon (
Francis) que el placer instintivo que las
historias ficticias nos hacen experimentar, patentiza con esplendidez
la dignidad y grandeza del entendimiento humano. En efecto: mal
hallada la razón con la multitud monótona de intereses ruines, de
chocantes injusticias, de pequeñeces y miserias que suelen formar la
urdimbre de nuestra vida, apetece un orden social más que el común,
poético, variado y agradable. De aquí el regalo y deleite que a
nobles almas proporciona el desplegar de cuando en cuando sus
vagorosas (vagarosas) alas y cruzar a sus
anchuras los dominios inmensos de la fantasía. En esta aspiración y
en el placer que satisfaciéndola sentimos, debemos buscar el origen
primordial de las fruiciones novelescas.

Sentado el principio de
que tan importante género literario no es postizo ni convencional,
sino que se funda en una necesidad soberana de almas bien nacidas,
atemperada por el mayor o menor predominio de la imaginación y del
sentimiento, veamos hasta qué punto es racional el prohibir a la
juventud la lectura de novelas.

Funesto achaque de la educación
doméstica suele ser el exclusivismo. Los Padres de familia, unos por
ineptitud, otros por hábitos inveterados, y casi todos por
desconocer la importancia de sus deberes, creen haber cumplido su
misión sagrada promulgando para sus hijos una especie de ordenanza
sucinta, uniforme e inexorable, en cuyo riguroso cumplimiento cifran
toda la educación paternal. El Padre cuya existencia está absorbida
por gananciosas especulaciones, no inculca a sus hijos sino ideas de
economía y de cálculo mercantil. Aquel otro que ha encanecido en
las investigaciones laboriosas de una infatigable erudición, sólo
mira en sus hijos los continuadores de sus estudiosas tareas. El que
se halla imbuido en ideas de exaltado misticismo y cuya alma pura y
tierna se alimenta del rocío celestial de la comunicación divina
habla siempre a sus hijos el lenguaje de León y de Granada. El
código de educación del primero dirá: «ganad.» El del segundo:
«estudiad.» El del tercero: «orad.» De aquí resulta que la
educación doméstica peca generalmente de exclusivista y manca, por
no atender al desarrollo armónico de las facultades humanas; de
absurda y desproporcionada, por no variar los medios de aplicación
según las circunstancias intelectuales, morales y hasta físicas de
los hijos.

Indudablemente existen principios invariables, y, por
decirlo así, dogmáticos, que deben servir de base a toda educación;
pero la mayor parte de ellos deben amoldarse al carácter,
inteligencia y temperamento de los educandos.

Olvidan este axioma
de Filosofía moral los padres timoratos que suelen anatematizar
inflexiblemente la lectura de Novelas. No advierten que esta
prohibición absoluta, cuando recae sobre imaginaciones fogosas, a
fuer de juveniles, y sobre corazones sedientos de emoción, puede
originar, ya una languidez intelectual progresiva y enervadora, ya
una aquiescencia hipócrita a la orden paterna, o bien una descarada
rebelión contra ella. De todas maneras siempre será peligroso el
sistema de educación que prescinde del corazón y de la fantasía,
justamente en una edad en la cual suele ser su esclavo el juicio más
prematuro. Porque peligroso es poner los deberes de la juventud en
abierta contradicción con sus instintos reales y buenos, con sus
necesidades verdaderas.

No desconocemos hasta qué punto
deplorable ha prostituido la Novela su misión moral. Muchos jóvenes
debemos confesar paladinamente que si las flores purísimas y
virginales de nuestra alma se han marchitado, cabe de ello no escasa
culpa a la acción paulatina y letal de las Novelas escépticas
francesas, por desgracia las más populares en la Nación Española.
Pero los mismos estragos que este género bastardeado
escandalosamente ha producido en las costumbres sociales, patentizan
que, encarrilado dentro de los límites de la moral, puede servir de
elemento poderosísimo para purificar y perfeccionar la naturaleza
humana. La cuestión principal se reduce al tino necesario para
escoger las Novelas cuya moderada lectura debe producir en los
jóvenes tan lisonjeros resultados. Cervantes, Fenelón, Richardson,
Walter Scott, Saint Pierre, Madame
Genlis,
Chateaubriand, Manzoni, Daniel de Foé (
Defoe : ejemplo Robinson Crusoe),
Dikens, Julio Sandeau, Fernán Caballero y algunos otros han
hecho esfuerzos sublimes para mezclar en sus inmortales novelas la
moral más sana y castiza con una erudición sólida y variada, con
una sagacidad de observación maravillosa, con lo sabio, ameno y
deleitable de la invención y con todas las gracias, primores y
magnificencias del estilo. ¿Por qué privar a la juventud de un
tesoro tan inestimable de observaciones exquisitas, de saludable
instrucción, de sabroso y mágico entretenimiento? ¿Por qué
ponerla en la alternativa de anular una necesidad o deseo
irresistible, o de abandonarse a hurtadillas a una desenfrenada
lectura de Novelas, sin discernimiento ni tino, con riesgo inminente
de que pervierta de consuno su inteligencia y su corazón? Vale más,
pues, que los Padres concedan a sus hijos facultad limitada de leer
Novelas, que no que se la tomen ellos desmedida.

Ni por trivial
es menos exacto y atendible el principio de que el más sabroso
aliciente de un goce cualquiera, es su prohibición. Si pernicioso en
alto grado sería adoptar sin restricción alguna este axioma, triste
prueba de nuestros instintos aviesos y rebelde condición,
desestimarlo por completo fuera exponerse a crueles y tardíos
desengaños; y el no tomarlo en cuenta en la educación privada y
pública, pudiera acarrear, sobre todo en nuestra época,
consecuencias lamentables. Aunque sea doloroso consignarlo, preciso
es confesar que los hábitos de sumisión ciega son, en la juventud
actual, sumamente débiles y escasos. Hierve en su seno el orgullo,
hierve la rebeldía: y sólo con la dulce violencia de la persuasión,
con miramientos exquisitos y delicados, con mañosas y oportunas
concesiones, puede reducírsela a la docilidad y mansedumbre.
Ilusorio, sobre inútil, es empeñarse en aislar la educación en
medio del siglo, cuya vida, cuyo aliento debe infiltrarse por
precisión en la existencia más retraída y sigilosa. He aquí
porque si rechazamos desembozadamente toda 
transacción con el siglo en materia de Ortodoxia católica,
y de aquellos soberanos principios de Moral esculpidos por la
Omnipotente diestra en el corazón humano, creemos, no ya provechoso
sino indispensable amoldarse a ciertas exigencias de la sociedad
actual que no traspasan los linderos de lo lícito y de lo honesto.
Tal es, sino en todas sus aplicaciones, al menos en su esencia, la
necesidad estética que ha dado origen a las composiciones teatrales
y a las novelescas: géneros literarios igualmente puros y
nobilísimos en épocas de gloriosa recordación; igualmente
bastardeados en la nuestra, más aficionada a fruiciones vivas y
pasajeras que al culto sosegado e incesante de la belleza artística,
inseparable compañera de la verdad. Ciñéndonos a la Novela, objeto
principal de estas observaciones, nadie desconoce cuán general es su
lectura hasta en las clases menos cultas e instruidas de la sociedad.
Como hemos dicho antes y ha observado felizmente un profundo
pensador, D. José Maria Quadrado, con la certera sagacidad que
resplandece en sus inestimables escritos: «El siglo décimonono, a
fuer de vanidoso y enamorado de sí mismo, huelga de ver retratada su
múltiple fisonomía, sus costumbres, su vida moral.»

La Novela
moderna con sus formas holgadas, sus vastos argumentos, su asombrosa
variedad de situaciones y localidades, su estilo no sujeto a traba
alguna, su facilidad en echar mano de todos los recursos narrativos,
dramáticos, poéticos, pintorescos y hasta musicales, reúne cuantas
condiciones puede apetecer el escritor de costumbres para retratar al
siglo-Protéo.

He aquí porque desde el vergonzante folletín de
los periódicos, hasta las publicaciones lujosas de los más afamados
Editores, las Novelas de Costumbres son el entretenimiento cotidiano,
el favorito solaz de innumerables personas. ¿Bastará una simple
prohibición para que la juventud, ávida de emociones, aparte su
curiosa vista de aquellas páginas apetitosas, y cierre el oído a
los acentos del mágico narrador que quiere a todo trance hechizar su
fantasía? ¿No será obrar más cuerdamente permitir a los jóvenes
la lectura de buenas Novelas, como esparcimiento honestísimo del
alma, como recompensa de los adelantos hechos en los estudios severos
y laboriosos? Una vez formado el buen gusto moral y literario, más
emparentados de lo que generalmente se cree; una vez arraigado en el
corazón impresionable de la juventud el amor sacrosanto de la
verdadera belleza, no lo duden los Padres de familia, este doble
instinto de sus hijos rechazará infaliblemente toda lectura
peligrosa. Por otra parte es en extremo necesario, particularmente en
un siglo tan sensual como el nuestro, cultivar con ahínco todas las
facultades intelectuales de la juventud para que en este cultivo
llegue a cifrar algún día sus más preciados deleites. En la lucha
encarnizada y perenne del alma con los sentidos, fuera enorme
desbarro despojar a la primera de ninguna de sus armas
defensivas. No se olvide nunca que, después de la virtud, el deber
más alto del hombre es su perfeccionamiento intelectual; y que en la
economía moral, lo mismo que en la física, ninguna función es
inútil y todas tienen su origen en Dios.


FIN.