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martes, 26 de octubre de 2021

XIII. LA TARDE DEL CORPUS EN 182...

XIII. 

LA TARDE DEL CORPUS EN 182... 

EMILIO B... A RICARDO M... 

Fuerte conjuro es el de que te vales para arrancarme un secreto que he podido guardar más de tres años sin merma ni perjuicio de nuestra antigua amistad. 

A tratarse únicamente de mis flaquezas puede que me hubiera conducido con menos reserva; pero constituirme en narrador de mis buenas acciones tiene ciertos visos de inmodestia, y creo que llegaría a ruborizarme si no estuviese de por medio el mar, y no fueses tú el único que va a recibir mis confidencias. Has querido que rompiese el silencio, deja pues correr mi pluma a su sabor, que hoy me siento con vena de escribir, y me disgustaría que pecases de impaciente cuando estoy predispuesto a pecar de prolijo y minucioso. Los grandes pintores saben concentrar todo el interés de sus composiciones en la viva expresión de las figuras principales, yo pobre embadurnador de lienzo crudo suelo ingeniarme con accesorios de capricho, y procuro encubrir la falta de inspiración con la exactitud de los pormenores y la verdad del colorido. 

Lo que voy a contarte podría titularse “historia de dos minutos de mi vida" y en tan corto espacio bien ves que no caben grandes sucesos ni complicadas vicisitudes. El drama, si drama te empeñas en llamarlo, es de una sencillez extremada, y así no extrañes que lo encabece con un prólogo de mayores dimensiones que el cuerpo de la obra. He visto libros de este jaez, y en conciencia no puedo reclamar el privilegio de invención. 

Dos veces has estado en Palma, y en ninguna has visto la procesión del Corpus. Pronto hará cuatro años que estaba sumamente hermosa la tarde de aquel día. Supongamos que le hubiese dado por llover de una manera insólita y desapoderada, cuántas horas de agitación y desasosiego! qué de ilusiones y esperanzas me hubiera ahorrado el cielo! Pero tampoco habría experimentado la noble satisfacción que proporciona un sacrificio oculto, ni la paz interior que tarde o temprano sigue a la victoria que uno alcanza de sí mismo. 

Todo lo que hice aquella tarde lo recuerdo perfectamente. Tantas veces he traído a la memoria sus impresiones que han llegado a conservarse como los rasgos del buril en una lámina de cobre: así es que me atrevo a contarte uno por uno los vagos pensamientos que me ocupaban, precediendo a las vivas emociones que en mi corazón se sucedieron. Tan libre y exento de amorosos cuidados salí de casa, que hubiera vuelto sin la competente provisión de avellanas con que obsequiar a alguna joven de mis conocidas. A ninguna distinguía lo bastante para hacerla objeto de esta vulgar e inocente galantería; y si tal costumbre puede pasar como rasgo característico de ciertas festividades en nuestro país, el fallar a ella pudiera tomarse también como rasgo característico de mi soberana indiferencia. 

Entré por la calle de Santo Domingo y empecé a recorrerla en sentido inverso del que debía seguir la procesión. A espaldas de su iglesia levantan los padres dominicos un altar con magníficos relicarios y soberbios candeleros de plata, y tengo muy presente que cerca de allí se me ocurrieron estas ideas: Van a cumplirse seis siglos que se extendían por aquí los muros y torreones de un alcázar moruno, que se ocultaban en su recinto los patios y jardines de un harem voluptuoso, y ni vestigios han quedado de esas fábricas que esperaban desafiar la saña del tiempo, y la mano del hombre las ha derruido. Si de aquí a trescientos años me fuese dado salir de mi tumba y volver a este sitio, cómo también lo encontraría todo cambiado! Grupos de pequeñas casas se habrán transformado en un solo palacio, y mansiones señoriales desmenuzado en pequeños pisos: cuántos balcones tapiados y cuántos nuevamente abiertos! 

los edificios habrán cambiado de fachada y los arquitectos de gusto, si es que entonces tengan alguno. Difícilmente podría reconocer el punto que ahora ocupan mis plantas a no ser por este magnífico templo que subsistirá incólume y robusto, semejante a esos fenómenos de longevidad, patriarcas olvidados por la muerte que continúan su existencia en medio de una generación de bisnietos y resobrinos. 

Detúveme en la plaza de Cort a examinar por centésima vez los retratos, que en las grandes solemnidades cívicas o religiosas decoran el frontispicio de las casas consistoriales. Prefiero a todos el de D. Gregorio Gual, obra del primero de nuestros pintores. Aparte el de S. Sebastián de Van-dick, preciosa joya es aquella de Mesquida. Si a mi ambición se le propusiera por blanco la gloria del retratante o la del retratado, de fijo daba en la extravagancia de escoger la primera; mas por mi desgracia me veo tan lejos de ella como de la segunda. Cuán triste es, amigo mío, sentir un inmenso deseo de volar y reconocer al mismo tiempo que se ha nacido sin alas! Eso no obsta para que me dijese: 

No sería justo que al lado de este militar esclarecido figurase también el que supo dar tanta expresión y vida a su fisonomía? No debieran tener cabida en este sitio todas las glorias de nuestro país? Acaso lo ilustran únicamente aquellos de sus hijos que ascienden a Generales u Obispos? Cornelia hija y esposa de Cónsules se envanecía de los suyos que no debían llegar a más que Tribunos. Según andan los tiempos de temer es que ya no aumenten mucho, (y gracias a Dios si no se eliminan), los retratos de los que esparcieron el balsámico aroma de las virtudes cristianas, ¿no sería pues lo más equitativo que, siquiera por vía de sustitución, la ciencia y el genio, que son la segunda de las excelencias humanas, heredasen el privilegio de la santidad que es la primera? 

Algo de intempestivo, si se quiere, tenían estas reflexiones, y no era cosa de estarme parado en contemplación artística en medio del movimiento general que de una a otra parte me impelía. Mi afición a los pinceles no añade ni un día más a mis veinte y ocho abriles, y si me gusta examinar los primores de un bello retrato no me disgusta admirar los atractivos de un original hermoso. Hasta entonces había existido un largo, muy largo camino de mis ojos a mi corazón. Por lo mismo si no interesante para este, agradable para aquellos era el espectáculo que se me ofrecía. El largo y corrido balcón de las casas consistoriales atestado de señoras luciendo sus galas y sus joyas, y sirviéndoles de dosel, que pudiera envidiar una reina, el magnífico voladizo: la plaza irregular de Cort, poco grata a los arquitectos pero ofreciendo a los pintores variadas perspectivas, con sus numerosas ventanas y balcones colgados de rojo damasco, y coronados de airosos bustos como los palcos de un teatro: aquel mar de cabezas en continua ondulación, sobre el cual descuellan las puntas de las bayonetas, como plateadas escamas de fantástica serpiente, al reflejar los últimos destellos del día. 

A manera del que remonta el curso de un río fui siguiendo mi camino, abriéndome paso por entre la doble fila de soldados, y la doble hilera de sillas en que sentadas las jóvenes disfrutan el doble placer de mirar y ser miradas. Hecho un inspector de bellezas, destino que carece de sueldo y al que nunca faltan aspirantes, pasaba revista a las ricas señoritas con sus brazaletes de perlas, a las graciosas menestralas con sus trajes de muselina, y a no escaso número de lindas payesitas con su nevado rebociño, su jubón de raso y enaguas de seda, sus botonaduras de oro y patenas de filigrana; pero a todo esto mi corazón no añadía una más a sus acostumbradas pulsaciones. Con esta flema de filósofo en ciernes parábame a ver las capillitas adornadas de luces, flores y colgaduras por la devoción y piedad de los vecinos, o ya los empujones y el afán de situarse no lejos de las banderas, que pronto debían desplegarse y servir de alfombra al Rey de los reyes. 

De esta suerte, llevado unas veces por el impulso ajeno y forcejeando otras para seguir adelante, llegué hasta salir de la calle que da vista a la puerta de Almoyna. Allí me detuvo el movimiento ocasionado por la escolta de caballería que precede a los atambores del Ayuntamiento. Aire de gravedad y colorido local dan a nuestras procesiones su antigua tocata y particular vestimenta: es cosa tan mallorquina que sentiría mucho verla suprimida. Al ver desfilar uno por uno los gigantescos pendones de los gremios, interpolados por seis u ocho maestros de cada profesión, parecíame que los santos de sus cúspides iban a volar hacía el cielo, o las doradas águilas a batir sus alas por el espacio, y entretanto me proponía el curioso problema de si produciría un efecto más pintoresco el que fuesen de colores diferentes, en lugar de aquella serie de colosos encarnados sólo interrumpida por el pendón verde que distingue a los hortelanos. 

Precediéndoles una sencilla cruz de madera en medio de los ciriales llevados por dos angelitos y guarnecidas de blancos y rojos claveles, vienen los capuchinos con su hermoso tabernáculo de la divina Pastora. Inspíranme estos hombres que parecen restos vivientes de los primeros siglos del cristianismo, trasplantados de la Tebaida a nuestras sociedades corroídas por malas ideas y no mejores sentimientos, un no sé qué de simpático y respetuoso que no es fruto exclusivo de mi educación cristiana. Para dejar de sentirlo paréceme que no basta ser descreído, es menester un corazón depravado. 

Siguiendo el orden de su antigüedad, vela en mano y ojos en el suelo, iban pasando las demás comunidades religiosas, sobresaliendo por su crecido número los observantes, y por la riqueza y primorosas labores de su Cruz los dominicos. No forman estos ya pareja con los franciscanos como antiguamente sucedía: tampoco en esta procesión van juntas las dos órdenes redentoras, ni los carmelitas con los agustinos como en las otras de nuestra Catedral sucede actualmente. Cada comunidad separada lleva al frente su cruz, y acompaña a su tabernáculo seguido de un preste con pluvial y con dalmáticas sus ministros. 

Taches o no de pueriles mis gustos confiésote ingenuamente que participo del que da a los niños la vista de lo que llamamos lledánias, y el metálico rumor de sus doradas banderillas. Grandes armazones circulares graciosamente caladas ostentan sus perfiles todos cuajados de flores de cera, cuya diversidad de colores imita el efecto de una movible claraboya herida por los rayos del sol naciente. Así como a las imágenes de los santos gústame verlas descollar sobre las cabezas de los espectadores, sirviendo de guión al clero de cada parroquia. Sobria de colores en su arabesca cenefa se presenta la de San Nicolás, y ninguna vence en hermosura a la de gótico estilo que precede al numeroso clero de  la santa Iglesia. En medio de sus filas van doce sacerdotes revestidos de ricas y uniformes casullas quienes representando a los doce apóstoles, llevan en la mano el instrumento de su respectivo martirio. 

Momento solemne, grandioso, indescriptible es aquel en que, como el arca santa en hombros de los levitas, aparece la magnífica e imponente custodia, en hombros de cuatro canónigos bajo del rico palio que sostiene el Ayuntamiento. 

Envuelta en el humo del incienso, rodeada de ministros del santuario que visten preciosos ornamentos, escoltada por colosales gastadores con sus negras barbas destacando sobre el blanco delantal, sus gorras de pelo echadas a la espalda, sus palas y azadones relucientes como plata, avanza lentamente al majestuoso compás de la marcha real en que prorrumpe la música militar apagando las modulaciones del órgano y sobreponiéndose a los cantos de la iglesia. Y luego el redoble de los tambores, el vibrante sonido de cornetas y clarines, la gigantesca voz de n‘ Aloy a cuyos acompasados golpes responde una salva de artillería. En medio de esta sublime discordancia, superior al más vigoroso efecto que puedan producir las reglas de la armonía, ¿quién no siente una impresión desusada, y latir su pecho con las emociones del más profundo respeto? Sería necesario ser incrédulo rematado para no rendir su orgullo como rinden los soldados sus armas, para no doblar espontáneamente la rodilla como la doblan todos los fieles a quienes absorbe entonces un solo pensamiento. 

Y bien, vas a decirme, a qué conduce esta relación que será todo lo verídica que tú quieras; pero que para el caso no tiene visos de oportuna? Respondo, es un boceto de costumbres, y conociéndote aficionado a este género preparo así tu ánimo a la indulgencia, puesto que no sabré trazar el siguiente cuadro con toda la valentía que yo quisiera. Es además valerme de un rodeo, bien que un poco largo, para que te formes un cabal concepto del tranquilo posesorio en que estaba de mi libre albedrío, de la perfecta calma que disfrutaba al hallarme tan en vísperas de perderla. 

Habíase internado la procesión por la angosta calle cuando un repentino y tumultuoso desorden agitó el apiñado concurso que acababa de verla. Algunos confusos gritos esparcieron el miedo y la zozobra. Ocasionaba este movimiento el de la sección de caballería cerca de allí situada, y las corvetas de un caballo que se resistía al freno y a la voluntad de su jinete. Temerosos de un atropello los más cercanos se hicieron a la espalda, echando unos a correr y aglomerándose otros en el sitio que yo ocupaba. La furia de esta oleada no era para resistida. Todos quedamos desalojados, y merced a este súbito trastorno vino a ser casi arrojada a mis brazos una señorita tan linda... tan linda...! 

Por poco que tenga yo de artista tengo muchísimo más que de literato, ¿cómo pues podría bosquejarte su hermosura con palabras cuando me siento incapaz de hacerlo con mis pinceles? Era aquello la miniatura de un serafín trabajada por mano de un ángel. Tontería! Era una obra de Dios, artífice infinitamente más hábil y entendido. Y esa extremada beldad se había escapado a mi revista! Y lo más extraño es, que vislumbrando en ella cierto aire mallorquín, nunca, nunca hubiesen tropezado mis ojos con semejante fisonomía. 

La impresión que produjo en mi pecho, si no la comprendes por sus efectos, no sé de qué modo te la describa. Te he dicho que tenía antes el corazón tan apartado de los ojos, ahora te digo que en aquel momento lo tenía encerrado en mis pupilas. Y estas por un magnetismo tan grato como irresistible permanecían fijas en aquel lindo rostro, admirando la transparencia de su tez sonrosada, la suavidad y delicadeza de sus contornos, la candorosa expresión de la virginal belleza que me trastornaba y enloquecía. 

Tan pronto como la hube sostenido, y hecho de mi cuerpo una especie de parapeto con que defenderla, se repuso y me dijo en castellano muy bien acentuado y con una voz soberanamente deliciosa, "gracias, caballero." 

Levantó en seguida sus ojos hacia los míos, y los más vivos colores relampaguearon en sus pudorosas mejillas. Parecióme entonces que había comprendido todo el valor de mi ardiente mirada, y que mi alma se trasladaba a la suya como la suya se había trasfundido en la mía. Deslumbrado, conmovido, perturbado no sabía qué decir y le pregunté: Se ha asustado V. mucho?

- Un poquito. La gente nos empujaba, y como no sabía lo que era... 

- Algún caballo poco acostumbrado a esta clase de funciones.

- Ay qué miedo me dan los caballos! Pero allí veo a mi mamá...

- Me permitirá V. que se la entregue sana y salva? iba a decir. Medio minuto más y ¿quién sabe lo que de su contestación hubiera dependido? Pero un violento empellón me obligó a ladearme un poco, y al mismo tiempo se interpuso entre nosotros un compacto grupo impelido por una segunda oleada debida al maldito caballo. Perdí de vista a mi refulgente estrella, y no me fue ya posible descubrirla de nuevo. Si hubiese llevado un traje chillón y extravagante! Si hubiese descollado entre las demás por su elevada estatura! Pero, nada! se confundió en la espesura como una espiga en su gavilla, siguió su camino, y yo sin duda empezaría por tomar el opuesto. No hay que decirme si recorrí el curso de la procesión, si entré en la Catedral, si me fui al paseo. Todo en valde. 

Lo que anduve aquella tarde! Me retiré a las altas horas de la noche molido y asendereado, y con la imaginación más fatigada que mi cuerpo. Habíaseme puesto en ella que mi casual aventura era precisamente la piedra angular de mi felicidad venidera, y mi corazón ardía como una rama de pino seco. Pasaron días y semanas y meses, y yo acudiendo a todas partes, así al teatro como a las iglesias, introduciéndome en las tertulias, solicitando amistades, y esperándolo todo de la casualidad o de la Providencia. Triste era no tener el más leve indicio para rastrear el objeto de mi insensato anhelo, pero seguía tenaz en la confianza de que el día de mañana me otorgaría la dicha que todos sus anteriores me habían rehusado. 

Tantas contrariedades, tantas tentativas frustradas, tantas esperanzas fallidas enardecían mi pasión en vez de amortiguarla. Luchaba yo, pero vencido no desfallecía. No buscaba recursos para olvidar, y a tenerlos a mano los hubiera rechazado. A mis solas recordaba aquella dulce mirada suya, y la traducía en todos los idiomas gratos al corazón: mis largas meditaciones no eran más que una interpretación gratuita, una paráfrasis extensa, un comentario prolijo de aquel brevísimo texto. Fígurábaseme que ella debía de ocupar su pensamiento en mí como yo lo tenía clavado en ella. 

Estaba desconocido para mis amigos, y de tus cartas se deduce que notaste la agitación que me traía desasosegado. Algunas veces me daba por volverme misántropo, por arrojar los pinceles y correr calles y mirar los balcones, otras por combinar proyectos matrimoniales con planes rentísticos, y me aplicaba al trabajo con una actividad calenturienta. Lo raro es, que conservando tan bien grabado en la fantasía el original, no lograba nunca hacer un retrato suyo que me dejara satisfecho. Qué de croquis! qué de bocetos! de lápiz, de pluma, de frente, de perfil... qué se yo? y al hacerlos seguía inmediatamente el destruirlos. Antes que llegara su turno al bosquejo de uno que estaba a punto de concluir, entró de improviso mi primo Manuel y viendo la tela en el caballete exclamó: Está parecida. - Quién? pregunté azorado. - La Carmencita. - Y quién es esta muy señora mía? - Toma! la hija de D. N. N. de Artá. - Pues te engañas, es un boceto para una Santa Eulalia. - Si tendré cataratas en los ojos! A la legua se conoce que es... o que quiere ser ella. 

Qué salto de alegría me dio el corazón! Y cómo me ingenié para cortar la plática y desorientar a mi primo! 

Al día siguiente me hubieras encontrado camino de Artá aguantando, con un valor digno de mejor causa, doce o trece mortales horas de un horrible traqueteo. Cené mal y dormí peor en un mesón tal como los sabía retratar Cervantes, entablé conversación con los hostaleros, y sonsacándoles un poco averigüé de fijo que el día del Corpus no estaba en Palma la dichosa Carmencita. Dijéronme que era un tipo de hermosura; pero a mí qué me importaba? Ni siquiera quise verla: y a poco de salido el sol me tenías otra vez montado en un carro primitivo y dando la vuelta a mis abandonados lares. 

Entonces me ocurrió la idea de que era posible, ya que no probable, que mi hermosa desconocida fuese hija de alguno de los ricos propietarios domiciliados en los pueblos de la isla, y me entró la súbita afición de viajar y recorrerlos. 

Y héteme aquí, amigo mío, transformado en artista errante, ya que no en caballero andante; pero como estos en busca de una princesa encantada. Qué de hermosas vistas y pintorescos paisajes recogí para mi cartera! pero también, qué de amarguras y decepciones para mi corazón! 

En dónde, en dónde estaban mis antiguas y tranquilas horas de estudio o de recreo? Y con todo mi vida no era un infierno, porque ardía en mi pecho el amor y se mantenía indeleble mi esperanza. 

Estábamos a principios de cuaresma cuando me sorprendió en mi taller la visita de un oficial que daba el brazo a una señora. Es ella! gritó mi corazón sin que mis labios pudiesen articular una sola palabra. 

- Veníamos por si tenía V. la bondad de hacer nuestros retratos, me dijo aquel caballero. 

- Con muchísimo gusto, respondí inmediatamente. 

Y para ocultar mi turbación les ofrecí asiento, y me puse a quitar chismes y desembarazar muebles como si me importara gran cosa el arreglo de mi estancia. Retratarla! Retratarla! oh dicha inesperada! Contemplarla a mi sabor, pasar largas horas con ella, percibir la celeste melodía de su voz, respirar la fragancia de su aliento, embriagarme en las delicias de una pasión tan locamente acariciada! Cómo no había de ser tremenda la explosión de un fuego subterráneo tanto tiempo comprimido? Más de ocho meses sin haber dejado de pensar en ella un solo día: más de ocho meses de esperar en vano sin haberse reducido a polvo mis esperanzas, y verla aparecer de improviso como una visión celeste y no fugitiva! Verla dentro de mi propia casa sin mengua de su recato, verla dispuesta a ser el objeto de mil pequeñas y minuciosas atenciones, verla resignada a ser el blanco de mis ardientes miradas sin tener que reprimirme por miedo a su sonrojo! Oh! magnífica recompensa de tan larga agonía. El cielo me otorgaba más de lo que me hubiera atrevido yo a pedirle. Qué corona de artista, qué condecoración no hubiera desdeñado si entonces me la ofrecieran en cambio de no retratarla? El oro de Creso, la gloria de Murillo no me hubieran parecido una compensación equivalente. Y sin embargo, qué horrible puñalada! Aquel hombre..? Podía ser su hermano... pero no, no: una voz interior me dijo que era su marido. Su marido! 

Ay amigo mío, me encuentro en el capítulo de mis flaquezas. Aquella situación era terriblemente dramática. Clavé en ella una rápida y furtiva mirada, y por el rubor de sus mejillas parecióme que me había conocido. Si conservará mi recuerdo! A qué locas esperanzas no daba ocasión la de retratarla, y la de poder hacer para mí un segundo retrato que sin duda hubiera sido mi obra maestra? Pero, qué es esto? me dije. Voy por ventura a comenzar una carrera de libertino? He de exponerme a turbar la felicidad de estos esposos? Qué importa que la mía haya perecido? He soñado, y ya despierto. No, no he de dar ya pábulo a pensamientos hasta hoy legítimos e inocentes, de hoy más villanos y criminales. Retratarla, no es delito, no es un acto culpable... pero es ponerme en peligro de serlo. Mi pasión es pura... lo ha sido hasta ahora, tanto mayor razón de conservar su pureza. Si cedo a la tentación, si hoy no venzo en esta lucha, quién me garantiza que venceré mañana? No he de retratarla. 

Tomada esta resolución me senté, bien que con aire taciturno y pensativo, no sabiendo cómo retroceder del compromiso. Era forzoso un medio que no dejase entrar la más mínima sospecha en el corazón del marido, que tal vez era receloso por demás y sombrío. Pero el cielo que me había inspirado un buen pensamiento me abrió el camino para llevarlo a cabo. 

- Será V. tan amable, me dijo ella, que quiera decirnos antes el precio que ha de poner a su trabajo? 

- Deja, mujer, respondió el oficial, el señor sabrá lo que valga y nos hará pagar lo que sea justo. 

- El señor sabe que en bellas artes el talento nunca obtiene sobrada recompensa, y como por otra parte no hemos de ir regateando... 

- Cinco mil y quinientos reales, dije entonces yo con una frialdad heroica. 

- Santa Bárbara bendita! debió de exclamar para sus adentros el oficial; pero solo me dijo: Algo caro es. 

- Ni un maravedí menos. 

- Pues en este caso, continuó volviéndose a la joven, partamos la diferencia; comenzará por el tuyo y dejaremos para otra ocasión el mío. 

- Esto nunca, saltó ella. Pobre retrato mío sin la compañía del tuyo! Juntitos los dos como nuestros corazones. Este caballero ha pedido una cosa que sin duda será muy justa, pero la paga de capitán no es suficiente para alcanzarla. Qué le haremos? Aplazar nuestros deseos hasta que lleves los tres galones. 

- Largo me lo fías. 

- Todo se andará, hijo. 

- Pero, querida, y el recuerdo que pensábamos dejar a la familia? 

- Nada, me haré retratar de coronela. V. añadió volviéndose a mí, dispense la molestia. 

Cogiendo luego del brazo a su marido me dirigió una dulce mirada en que parecía expresarme el más vivo agradecimiento. Yo también clavé en ella, pero ya en sus espaldas, mi triste y postrimera mirada. 

Casada! exclamé golpeándome la cabeza y midiendo a largos pasos mi aposento. Casada! Tantas ansias de verla, y tanta amargura por haberla visto! Quién trocara mi despecho de hoy, por la excitación y la incertidumbre y el desasosiego de ayer! Y casi lloraba como un niño. Pero, qué? me dije, he tenido valor para ser hombre y me arrepentiré de haberlo sido? He cumplido un deber, he hecho un sacrificio, que no será comprendido, que tal vez sera mal interpretado, qué importa? Es la opinión del mundo o la justicia de Dios quien ha de darme la recompensa? 

Cinco o seis días después entró Manuel diciendo: 

- Cuando digo que a veces tienes la cabeza a pájaros... 

- Vaya un ex-abrupto. 

- Hombre, murmuran de ti y lo siento. 

- Y dicen? 

- Que sobre ser brusco y poco sociable tienes unas rarezas... que, o bien te has metido en los cascos que eres un segundo Velázquez, o bien tratas de saquear al prójimo como si fuese real de enemigos. 

- De modo que o soberbia o avaricia o... No me faltaba más sino que fuesen subiendo la escala! 

- Pues si Viedma aseguró que por un retrato habías pedido tres o cuatro veces lo que piden los demás pintores? 

- Y quién es Viedma? 

- El hombre feliz, y no es el del P. Almeyda. Un bello sujeto que tiene un fortunón deshecho: acaba de casarse con una niña hermosísima, con un ángel. 

- Siempre andas tropezando con ángeles, como si los arrojaran a granel por esos mundos de Dios. Y quién es ella? 

- Matilde la hija del Gobernador de Bellver. 

- Teníala tan cerca y buscábala yo tan lejos! pensé, y dije luego: No tengo presente haberla visto en paseo, ni... 

- Y cómo habías de verla si no venía a Palma tres veces en un año? Su madre que es mallorquina tiene una hermana paralítica a quien la niña cuidaba como si fuese su enfermera y no la abandonaba ni un momento. Es una santa. 

- También santa! prorrumpí con una intención mucho más profunda de lo que mi primo podía figurarse. Y ahora? añadí con voz algo temblorosa. 

- Ahora se marcha a Burgos con su marido que acaba de recibir el ascenso a Comandante

- Gracias, Dios mío! gracias, exclamé no con los labios sino con el corazón. 

VII. LA TRAPA DE ANDRAITX.

VII.

LA TRAPA DE ANDRAITX. (Andratx)

I.

Al sumergirse en las aguas del Mediterráneo baña el sol con sus moribundos resplandores las miserables ruinas de este pequeño cenobio, donde en tiempos no muy remotos se ocultaban a las miradas del mundo actos heroicos de virtud 

entre las prácticas austeras del más rígido ascetismo. Situado al abrigo de una elevada sierra en la costa occidental de nuestra isla, permanecía envuelto en la sombra durante los primeros albores de la mañana, por lo que pudiera decirse que cotidianamente asistía a la muerte y nunca al nacimiento del día. Y es que para familiarizarse con las ideas del trance postrero buscaban allí un asilo hombres de fé ardiente y de corazón sencillo, ora fuese para resguardar su inocencia, ora fuese para acreditar su arrepentimiento. Peregrinos que ni un momento olvidaban el término de su viaje no temían escoger el más escabroso con tal que fuese el más seguro camino. 

Los que hayan visitado esa Tebaida en miniatura no habrán olvidado fácilmente la impresión que debió de causarles la soledad y aspereza de un desierto que tanta armonía guarda con la soledad y aspereza de la vida que llevaban sus silenciosos moradores. Bástales que trace el lápiz de un artista algunos rasgos en el álbum de un curioso viajero, o que indique la pluma los principales lineamientos de tan grandiosa imagen, para que se reproduzca en su memoria, como en un espejo, el aspecto imponente de aquella ruda naturaleza, y se renueven las gratas emociones que sintieron al contemplarla. Para los demás mejor que una descripción minuciosa sería invitarles a pasar algunas horas en aquel sitio donde sorprende lo salvaje, anonada lo grandioso y deleita lo pintoresco. Mejor que admirar ese cuadro sería considerarse, frutando en él, siquiera por breves momentos. Frialdad de corazón y aridez de fantasía se necesitan para permanecer insensible, tendiendo los ojos desde la cumbre de la empinada sierra sobre la inmensa alfombra que tejen las copas de millares y millares de pinos que cuentan su vida por siglos, vagando por entre los espesos matorrales de sus escarpadas vertientes, o contemplando desde el formidable peñasco, que sirve de pedestal al derruido edificio, las olas que a sus pies se estrellan con acompasado y monótono rugido. Y ¿cómo no sentir una viva impresión al ver los restos de aquel huertecillo incrustado en una vasta red de  breñales y espinos, testimonio sobreviviente de la frugalidad más extremada, de la abstinencia más rigurosa? ¿Cómo aspirar la fragancia de sus plantas silvestres sin percibir como un rastro del suave olor que exhalaban las virtudes que allí florecieron? Ocúltanse en la maleza las flores que allí brotan y mueren sin ser vistas más que del supremo Criador, asemejándose a las santas emociones de la vida contemplativa: clávanse los ojos en el mar, desierto que confina con otro desierto, como seguía allí la soledad del sepulcro a la soledad de la existencia: en el cielo, término de las esperanzas del hombre: en el polvo y las ruinas, imagen de la muerte que tan presente se hallaba a todas horas en la imaginación de aquellos piadosos anacoretas. Removiendo estas ideas no sería empresa por demás dificultosa hacer interesante el bosquejo de aquel sitio, ya que no despertase el deseo de visitarlo, como lo hicieron algunos jóvenes del continente. 

Hace ya algunos años que hallándome en Barcelona, entré en una tienda de sederías, cuyo dueño era para mí, si algo menos que amigo, algo más que mero conocido. Aunque hombre de negocios tenía cierta afición a la literatura, y me demostraba un cariño digno cuando menos de mi agradecimiento. De cosas indiferentes estábamos hablando cuando apareció en el umbral de la tienda un grupo compuesto de una señorita, hermosa como un ángel, dos o tres niñas que el aire de familia acreditaba de hermanas suyas, y una señora a quien llevaba del brazo un joven a todas luces acreedor al título de bello y arrogante mozo. No puede decirse que esta pareja presentase a los ojos un contraste repugnante, pero se experimentaba al verla una sensación parecida al efecto de una disonancia mal colocada. Estaba tan lejos ella de la Venus de Médicis como cerca el otro del Apolo de Belvedere. Saludóle el tendero con el nombre de Federico, a lo que este contestó: Venimos aquí para hacer algunas compras. Quiero que estas niñas honren la memoria de su pobre papá celebrando el día de su santo, y ya sabe V. amigo mío, que las mujeres para la celebración de una fiesta nada ven mejor que el estreno de un vestido. Este es el bello ideal del sexo femenino. - Pues yo tendré en servirlas muchísimo gusto, y confío en mi buena estrella que he de adivinar el suyo, replicó el otro, y volviéndose a mí añadió: V. dispense que por esta vez he de usurpar el oficio a mis mancebos. 

- Es verdad que ningún motivo tenía para quedarme; pero no sé qué vaga curiosidad me retuvo hasta que, después de revolver una multitud de géneros, dar y pedir recíprocamente pareceres, sostener e impugnar calificaciones, escocieron los compradores unos cuantos artículos y se retiraron dejando sobre el mostrador mayor número de onzas: El júbilo de aquellas chicas resplandecía en su rostro; pero no era menos visible la satisfacción interior del joven que parecía haberlo ocasionado. Era un cuadro de felicidad doméstica que a ningún pintor se le hubiera ocurrido.

- Amigo mío, dije al tendero, hoy no podrá exclamar V. como Tito diem pérdidi. Con galanes de esa estofa no suelen hacerse malos negocios. Si todo el mundo fuese tan liberal como este caballero la fortuna de V. sería eminentemente progresista. 

- Me basta moderada como mis ideas políticas.

- Pues se me figura que no todos los moderados han de ser de la opinión de V. Pero volviendo a mi asunto, no ha dejado de chocarme un poco que la cualidad de futuro autorice a llevar de presente el bolsillo.

- Futuro, de qué?

- Ese D. Federico, que si se llamara Alfonso pudiéramos apellidarle el de la mano horadada, no es el novio de la jovencita? 

- Novio de su hijastra!  

- Cómo! aquella respetable matrona es su mujer? A mí se me figuraba que era la suegra in pectore. 

- Su mujer en haz y en paz de la santa madre Iglesia. 

- Y hace mucho tiempo?  

- Cosa de dos años.

- Diablo de hombre, tenía los ojos en el colodrillo? Yo no diré que la tal señora sea una harpía: para rostro de suegra el suyo es pasadero; mas en la época que V. dice la niña debía de ser ya bastante espigadita; y me parece cosa harto dura apechugar con la madre saltándole a los ojos el palmito de la hija. 

- No cabe duda; pero hay hechos que parecen fenómenos inexplicables y sin embargo tienen su razón de ser en alguna de las combinaciones que ofrecen la variedad de los acontecimientos y la multiplicidad de los resortes del corazón humano.

No se eche V. a volar por esas nubes. Con toda esa filosofía trascendental qué es lo que V. quiere decirme? ¿Que estaba perdidamente enamorado? 

- Quizás no tanto como ahora. 

- Pues, señora esfinge, si se empeña V. en que he de ser yo su Edipo, medrados estamos. Acláreme V. el enigma. 

- Es muy sencillo. Federico era un joven atolondrado con sus puntas de libertino, pero no un mal corazón. Por fortuna le cogió un buen cuarto de hora, y reconociendo sobre su conciencia una sarta no maleja de acciones nada canonizables quiso poner término a sus mocedades con una buena acción.

- Con que es una buena acción casarse con una señora de cierta edad, y de hermosura no muy cierta? 

- Según y conforme...

- Ah! ya comprendo. 

- No, no comprende V. No forme V. juicios temerarios. 

- Pues si no es esto será que ella tendría un buen patrimonio, y en este caso la moral de aquella acción pertenecería a la escuela utilitaria. 

- Rica ella? se equivoca V. Lo fue durante su primer matrimonio; pero cuando se vio solicitada para contraer el segundo sus riquezas se habían ya desecho como la sal en el agua. De infortunio en infortunio se había visto obligada a bajar escalones desde una regular opulencia hasta los confines de la miseria. Si no moraba en el seno de esta, bien se podía decir que vivía en sus alrededores. Ella es de la montaña, como lo era también su primer marido, un tal D. Lorenzo Capdevila, a quien no cuadraba mal este apellido por ser la persona principal, la más acaudalada e influyente de su pueblo. Poseía bienes territoriales de alguna consideración, y se decía que no lo eran menos las cantidades en metálico que apilaba en sus gavetas. Hombre de costumbres pacíficas y de recia complexión vivía contento con su mujer y sus niñas, su escopeta y sus perros, sus trojes y sus mozos de labranza. El encarnizamiento de la guerra civil vino a dar al traste con esa tranquilidad, que pudiera dar pie a un idilio de la vida campestre. Empezó a susurrarse que las onzas de oro, que se suponían dormidas en las gavetas como gusanos de seda en los capullos, despertaban para tomar el aire y pasaban a manos del Pretendiente. Calumnia o no, las notorias simpatías de D. Lorenzo a la causa carlista eran un mal medio para desvanecer esta especie que hizo de sus adversarios políticos enemigos enconados. De nada le valió el haber obedecido hasta entonces de bueno o mal grado, las órdenes del gobierno existente, ni el haberse abstenido de apoyar sus opiniones con hechos ostensibles. Quizás no había pecado más que de palabra; pero teníase ya a la mano el pretexto, y las más ruines pasiones se desbordaron con toda la violencia que engendran los odios de partido. Se le tuvo preso, se le formó causa, y aunque no resultaron probados los actos de rebeldía que se le imputaban, ni la opinión pública cesó de acusarle, ni él de dar pie y fundamento a sus malévolos rumores. Así las cosas, cuando más ufano estaba con las esperanzas de una recolección abundante, amaneció un día en que le noticiaron que tropas de la Reina habían incendiado sus mieses y talado sus olivares. La destrucción era completa, y aparecía con bastantes visos de agresión directa y premeditada. D. Lorenzo perdió entonces los estribos, y antes de que las tropas fuesen a pernoctar en su pueblo se escapó abandonando a su mujer y a sus niñas. No pasaron dos semanas y ya le teníamos dominando las gargantas y vericuetos de la montaña al frente de una partida carlista levantada a sus expensas. Batíase como un desesperado, porque hacía la guerra por venganza, y el instinto de la pasión suplía su falla de conocimientos militares. La atrocidad y la valentía se confundían en sus hazañas, hasta que saliendo herido de una refriega murió miserablemente despeñado. Por un rasgo peculiar de su carácter sacaba de su propio bolsillo las pagas de sus soldados, y remitía escrupulosamente al cuartel general todo el fruto de su pillaje. Así no es de admirar que en poco menos de un año consumiese todos sus caudales y el producto de varias fincas, mal vendidas unas y empeñadas otras para sostener su vengativa empresa. Confiscadas las demás sirvieron para indemnización de los perjuicios ocasionados, de modo que terminada la guerra civil, la viuda Capdevila y sus niñas, sin hacienda y sin hogar, eran objeto de compasión para los mismos pobres que poco antes las habían mirado con ojos de envidia.

- Y ese D. Federico habrá sido también algún cabecilla que por simpatía a la causa carlista...

- Hombre, no diga Vd. disparates. Este es Federico Miravalls. No ha leído V. nunca este nombre en los periódicos? 

- Me parece que sí, y como que tenga una idea de que ha sido siempre liberal y de los calientes. 

- Caliente, no diré que continúe siéndolo; pero sí súbdito leal y decidido partidario de Isabel II. 

- Pues señor, conciérteme V. esas medidas. Él isabelino, y ella que no podrá menos de tener sus ribetes de carlista...

- No busque Vd. opiniones políticas en mujeres consagradas exclusivamente a la felicidad de su marido y a la educación de sus hijos. Para ellas las paredes de su casa son los términos de su jurisdicción, las fronteras de un mundo desconocido. 

- Pero, vamos al grano y dejémonos de acertijos. Cuál fue el origen, la causa eficiente, la razón misteriosa de tan singular y extraño matrimonio? 

- Un viaje de recreo que Federico hizo a Mallorca con su amigo Romualdo Belsolell. ¿No conocía V. a Romualdito? 

- El poeta dramático? De vista no, pero he leído su único drama que levantó tal tempestad de aplausos en el coliseo y otra no menos deshecha de truenos y relámpagos en la prensa periodística. La crítica pudiera haber sido más 

indulgente, y los aplausos debían ser más justificados. 

- Y qué le parece a V. de su talento? 

- Para mí tiene más imaginación que discernimiento. Carece de sólidos estudios como la mayor parte de los que borrajean estrofas y más estrofas. Su musa le sopla a ráfagas como el viento. Es desigual con frecuencia, incorrecto siempre, estrambótico a veces; pero se conoce a la legua que participa de un temperamento vivamente impresionable, y de un corazón susceptible de grande entusiasmo.

- Y V. no sabe en qué ha parado este joven? 

- Nada sé.

- Pues en este caso es preciso que todo se lo cuente a V. por menudo.


II.

Con los datos y precedentes que me suministro mi larga conversación con el tendero puedo ofrecer a mis lectores, no las dramáticas peripecias de una complicada historia, sino las inesperadas consecuencias de un hecho extravagante, que parecía limitado a la efímera condición de broma carnavalesca. Mi historia apenas tiene nudo, todo consiste en su desenlace, que de seguro se tachara de imposible si de antemano se hubiese imaginado. 

Los que recuerden el famoso Nec Deus intersit alegarán tal vez que infrinjo las prescripciones literarias; pero ni es tan absoluto el axioma del sabio preceptista que él mismo no autorice ciertas excepciones, ni la poética cristiana debe atenerse en todo y por todo a la poética de los gentiles. Existe una lógica superior a la lógica puramente humana, que ni deja de tener algunos comprobantes en la experiencia, ni puede ser atacada sin temeridad por la vana filosofía. 

Federico Miravalls poseía una fortuna considerable. Tendría a duras penas unos veinte años cuando nuestras discordias intestinas le dieron lugar a distinguirse por su valor y por su entusiasmo. Alistado en la milicia nacional sus compañeros le contaron desde luego entre sus más bravos oficiales. Sabía enardecerlos con la palabra y más aún con el ejemplo. Movilizado se aficionó a las bruscas sensaciones de una villa llena de peligros, y como su ambición le aguijoneaba y sus ardientes opiniones le favorecían, no paró hasta verse jefe de una columna volante que era el terror de las bandas carlistas. En una de sus correrías por las montañas de Cataluña, hizo noche en una alquería, cuyo dueño, le dijeron, pasaba fuertes sumas de dinero a D. Carlos: la cena había sido opípara, los vinos generosos y abundantes, las lenguas carecían de frenillo, y excitado por sus camaradas y subalternos, en un rapto de ferocidad que él achacaba tal vez a patriotismo, dio orden que se pegase fuego a las mieses y se cortase una infinidad de pies de olivo que cubrían aquella vasta llanura. Remedo lastimoso fue del supuesto banquete de Alejandro en Persépolis, y por ventura no faltaba quien representase el papel de la impúdica Tais; pero Federico acostumbrado a escenas de desolación y de sangre apenas hizo alto en aquel suceso. Considerábalo cuando más como una de las  necesidades de la guerra, y ni siquiera se propuso inquirir el nombre del propietario a quien con tanta ligereza había arruinado. Hacía la guerra en amateur y se comprende que no fuese de las más benignas. Hecha la paz se encontró como un pez fuera del agua, y disgustado del servicio militar trató de distraerse con otro género de campañas. La elegancia de sus modales, la bizarría de su porte, el gracejo de su conversación, y sobre todo la varonil belleza de su figura le proporcionaban bastante número de victorias. 

Compañero suyo de aventuras y orgías era el poeta Belsolell, cursante de medicina, cuya aversión a los estudios serios defraudaba las esperanzas que hicieran concebir sus más que medianos talentos, y sin embargo no carecía de noble ambición, ni miraba con horror cierta clase de libros. Yacían los de texto arrinconados en su gabinete de estudio y llorando su soledad, como extranjeros en aquella Babilonia de versos, dramas y novelas: porque la poesía era el tema favorito de Romualdo, que devoraba con afán calenturiento, fuesen sublimes o detestables, cuantas producciones de la escuela romántica venían a caer en sus manos. Hombrear con sus autores era su bello ideal, y estaba tan seguro de alcanzarlo como si fuera este el horóscopo de su nacimiento. Llevado de su natural propensión escribió un drama que fue muy bien representado y estrepitosamente aplaudido: pero, sea el público un juez tan respetable como se quiera, su infalibilidad es muy problemática, y los fallos de la prensa vinieron a turbar las glorias de Romualdo, y a derramar zumo de ajenjos en su copa de ambrosía. No se desanimó por esto ni cejó de su propósito: siguió publicando versos en los periódicos, hasta que su crecido número, y los rasgos que brillaban por acá y acullá esparcidos, le conquistaron el renombre de poeta. 

Y en efecto, a vueltas de sus excentricidades y chocarrerías, daba a conocer que era hombre de originalidad en sus concepciones, y de grande fuerza y energía en sus sentimientos. Pertenecía por supuesto a la escuela byroniana; pero, imitador en esto, no sólo tomaba a lord Byron por modelo en el arte sino también en las costumbres. Creía o aparentaba creer que el sello del genio se revelaba con el insaciable anhelo de placeres y galanteos, el escepticismo de la creencia, el cinismo del lenguaje, y en las vehementes emociones de una conducta desarreglada. Tomado se le hubiera por un volteriano completo, si de vez en cuando no se descolgara con algunas elegías de un sabor místico tan pronunciado que podían equivocarse con las fervientes jaculatorias de un pecador arrepentido. Y en esto había más candidez que hipocresía. Aparte de su carácter versátil y de su manía imitativa, la viveza de su imaginación no le permitía andar, le obligaba a correr siempre, fuese cualquiera que fuese el camino de antemano escogido.

Con estos dos solía juntarse un caballero valenciano que en el primer año de matrimonio abandonó a su esposa por seguir a una actriz contratada en el teatro de Barcelona. Su loca pasión le tenía completamente ciego, y ni la publicidad del escándalo, ni la triste situación de la pobre señora, relegada a la casa paterna, bastaron a romper los lazos que le tenían miserablemente cautivo. Las lágrimas que debían ablandar sus entrañas sirvieron sólo para más endurecerlas. Separarse un momento de su ídolo era para él un sacrificio harto penoso, y sólo a fuerza de vivas instancias y de importunos ruegos pudieron comprometerle sus dos amigos a que les acompañase por quince días en un viaje que tenían proyectado a la isla de Mallorca.

Ejecutáronlo efectivamente, y después de haber invertido algunos días en la capital, trataron de recorrer los principales pueblos de la isla. Por demás estaría el señalar aquí su itinerario: basta decir que Andraitx fue el último punto de sus placenteras excursiones. Durmieron en la población, y la mañana siguiente se propusieron visitar las ruinas de la Trapa. Con una acémila cargada de abundantes y exquisitas provisiones se dirigieron allá riendo y bromeando como colegiales en día de asueto. Eran jóvenes dispuestos para cualquier travesura de muchachos. Llegaron, almorzaron, treparon por aquellos andurriales, hasta que cansados descendieron y fueron a guarecerse de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Enfrente de ellos se veían las ruinas del eremítico edificio: Federico estaba sentado en una roca, el valenciano tendido en el césped, y Romualdo de pie, con una voz que remedaba la de un sochantre, empezó a declamar exageradamente: 

Oh montes de Nitria y Egipto poblados 

De santos varones al mundo ya muertos, 

Do estando los cuerpos caídos y yertos 

Los ánimos arden... 

- Oye tú, sol hermoso, le interrumpió el valenciano, no te nos vengas con esos plagios que son harto conocidos. Si no tienes ocurrencias más originales, bien puedes romper tu lira y hacer escabeche de tus laureles. 

- Sí que las tengo, saltó inmediatamente el poeta. 

- Véamoslas, respondió el otro. 

- Pues, dum Romae fueris romano vivito more. 

- Otra te pego. Eso es más antiguo que un par de huevos estrellados. Lo original sería ponernos a buscar la glándula pineal del que inventó ese refrancito. 

- No está el busilis en el refrán, sino en la nueva aplicación que se me ha ocurrido. Estamos en la Trapa, vivamos a lo trapense. 

- Me gusta la idea. Buscaremos algunas yerbezuelas a falta de legumbres para que no anden del todo los cuerpos caídos y yertos. Pero, y nuestras provisiones quién se las come?

- Y nuestros vinos quién se los bebe? añadió Federico. 

Oh corvas almas! Oh facinerosos, 

Que no veis más allá de las narices! 

Coman yerba las cabras y los osos, 

Coma el hombre faisanes y perdices. 

Continuó Romualdo con su entonación teatral y grotesca. No hemos de ser trapenses a lo Rancé, sino trapenses Heliogabálicos y Luculianos. Voy a hacerme el fundador de ese instituto. 

En seguida con una prontitud que ponía de manifiesto la travesura de su imaginación, empezó a dictar las reglas que debían observarse durante las tres o cuatro horas que pensaban permanecer en aquel sitio. No hay para qué advertir que en ellas se daban la mano lo pueril y lo truhanesco. Era una cosa más disparatada que las décimas que estuvieron en boga a fines del siglo pasado: una bufonada de mal género; pero tan estrambótica que sus oyentes se desternillaban de risa.

Romualdo concluyó diciendo: Artículo último. Durante el intervalo consabido se permite a los hermanos desde las semínimas de la sonrisa hasta la carcajada máxima y superlativa. Se podrán hacer gestos y visajes, muecas, mohines et alia fúrfuris ejusdem; pero se les queda secuestrado el uso de la palabra, no podrán servirse de la humana locuela en ninguno de los idiomas conocidos y por conocer, so pena de ser declarados reos de leso trapismo, habladores incorregibles, buenos únicamente para aprendices de peluquero o secretarios de la academia barcelonesa. 

Reíanse los otros a más no poder, y levantándose con una seriedad altamente cómica, cruzaron las manos y doblaron todo el cuerpo bajando la cabeza, en señal de que adoptaban la idea y empezaba la broma. 

Esta farsa que tuviera mucho de sacrílega si no tuviese tanto de ridícula, a los quince minutos había ya perdido todo el encanto de su novedad. La risa iba degenerando en tedio cuando se levantó el valenciano, y después de algunas zalemas se fue al edificio y volvió cargado de una botella y tres copas. Derramó en ellas un precioso marrasquino, y ofreciéndolas a sus compañeros con voz nasal y gangosa exclamó: Hermanos, morir tenemos. 

La ocurrencia pareció chistosa. Era aquello un apéndice al consabido programa, una especie de posdata que suplía el descuido, y caricaturaba al mismo tiempo la aterradora fórmula que tan poco parecía prestarse a las exigencias de una parodia. Romualdo acogió ese nuevo rasgo de truhanería con el entusiasmo del poeta satírico a quien se le sugiere un consonante difícil que realza la agudeza de su concepto, y levantando su copa con grotesca majestad y prosopopeya exclamó también: Comedamus et bibamus cras enim moriemur. 

Pero, qué es lo que sucedió en el pequeñísimo intervalo de pasar aquel licor desde la copa a los labios? Qué pensamientos cruzaron por la mente, qué emociones perturbaron el sosiego del corazón de Romualdo? Vio dibujarse en su viva imaginación el espectro de la muerte con su horrible catadura? Comprendió súbitamente que en la frase aquella se encerraba, si no la probabilidad, la posibilidad de una profecía? Le apareció con toda su tétrica grandeza una pavorosa imagen de lo que existe más allá del sepulcro? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que el licor se le quedó como atragantado, y que arrojó al suelo más de la mitad de la copa como si hubiera sospechado que estuviese envenenado. 

Muchas veces ha sucedido, aun a los más diestros, juguetear con un acero y sin pensarlo darse una profunda herida. Romualdo estaba taciturno y pensativo, quizás por motivos más graves que por la burlesca ley del silencio que se había impuesto. Observábanla los otros a regañadientes, porque la broma se iba haciendo pesada a sus mismos autores, y sin embargo como puntillo de honra nadie quería ser el primero en faltar a lo convenido. Así mal que bien llevaron adelante su juego de niños hasta la hora de la comida, que anticiparon un buen rato de común acuerdo; pero en ese intermedio, ¿cuántos pensamientos no debieron de inspirarles su forzado recogimiento, la soledad y los recuerdos de aquel sitio?

Ocasiones hay en que el hombre se halla al parecer sumergido en una ociosidad completa, y entonces cabalmente es cuando emplea su natural actividad de la manera más digna y provechosa. Se le ve mano sobre mano, con la cabeza algo inclinada, los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, ora inmóvil a semejanza de un tullido, ora andando maquinalmente a guisa de un autómata, y bajo de esa aparente inercia no se distingue la acción incesante del ser inmaterial que en él predomina. Los sentidos externos reposan, las facultades interiores trabajan. Así bajo la áspera corteza del tronco va circulando la savia que reviste de tiernas hojas las desnudas ramas, y produce con el tiempo el sazonado fruto. Merced quizás a la quietud del cuerpo el espíritu sale de la suya, se agita, se rebulle, sacude sus alas y despliega escondido su vital energía. De este movimiento brota una luz que da calor al corazón y enrarece cuando menos las nieblas de la inteligencia. Entonces es cuando el poeta se enseñorea de un mundo imaginario y descubre en él los seres típicos que ofrece después al mundo real para poner de bulto la intensidad o el acrisolamiento de los afectos humanos: entonces es cuando el artista remontándose a regiones ideales concibe la belleza en abstracto para reproducirla concreta con el esmero de la forma: cuando el sabio busca afanoso y tropieza con la solución de los arduos problemas que ensanchan de cada día el vasto círculo de la ciencia: cuando el estadista examina con el microscopio de la prudencia, y pesa en las balanzas de la justicia los medios que conducen a la cultura y engrandecimiento de los pueblos. Y es por ventura escasa la suma de bienes que reporta a la sociedad ese trabajo invisible? 

Pero, ha nacido el hombre únicamente para procurarse toda suerte de goces materiales haciendo servir a este objeto sus adelantos en las artes y en las ciencias? Es su más noble privilegio el de ser sabio, poeta o legislador? No ha venido al mundo con una misión más importante, más personal y privativa? 

No se le ha señalado un blanco más alto adonde tener puestas de continuo sus miras? Trate enhorabuena de sondear los arcanos de la naturaleza; sea empero después de sondeados los de su corazón y de su destino. Cuando la pupila de sus ojos, si se nos permite esta expresión, se vuelve hacia adentro, y al destello de una luz superior registra las profundidades del pecho: cuando se aplica el oído a los latidos del corazón y en el silencio de las pasiones se percibe no ya el grito sino el más leve murmullo de la conciencia: cuando el alma fabrica, por decirlo así, un espejo inmaterial en que se está contemplando detenidamente; entonces es cuando el hombre se entrega a la más seria, más útil y más trascendental de sus ocupaciones. Liviano pasatiempo son los otros al lado de ese indispensable ejercicio: frívolos o perniciosos los estudios que de este no van precedidos Y será que de ellos la sociedad no reporte beneficio alguno? Será que nada tenga de contagioso el vicio, nada de edificante la virtud? 

Será que sin el perfeccionamiento individual se espera llegar el perfeccionamiento, colectivo? Los que tan mal avenidos se hallan con la vida contemplativa es porque miran con igual desdén la enseñanza que de ella procede, y sus declamaciones económicas no son más que un disfraz especioso para encubrir la deformidad de su vergonzante materialismo.

La comida fue poco alegre y menos su regreso al pueblo de Andraitx. En el camino promovió Romualdo una discusión religiosa: sus compañeros la rehuían, pero él volvía a la carga con obstinado empeño. Yo quiero conceder, decía, que el catolicismo tenga puntos vulnerables; pero dónde está el sistema que no los tenga? Él dice: yo soy la verdad, y no le creemos: pero, quién es el otro que posea tantos derechos para decirlo? Será mi razón que está en desacuerdo 

con la vuestra, o la vuestra que contradice a la mía? Será mi razón de la mañana que dice sí, o mi razón de la tarde que dice no? La filosofía contestáis? La discordia de los relojes de Iriarte? Yo quiero la meridiana. Dadme, dadme repetía con febril insistencia, la verdad pura, completa, incontrastable. Dadme una base sólida en que pueda reposar mi cabeza. Dudar? dudar? Se puede seguir viviendo y dudando? 

La mañana siguiente regresaron a la capital, y Romualdo anduvo casi todo el día separado de sus compañeros. Al anochecer los encontró en la fonda que se disponían para ir al teatro: 

- Amigos míos, les dijo, esta noche me embarco. 

- Para dónde? preguntó Federico. 

- Para la Argelia. 

- Y eso? 

- Voy a pedir el hábito de trapense

- Vaya una broma! 

- Hablo con toda formalidad. 

- Estás loco? 

- Al contrario, hoy empieza mi cordura. Hermanos! hermanos míos, morir tenemos. Ayer lo decíamos de burlas, hoy os lo digo de veras. 

Y dándoles un apretón de manos se entró en su cuartito para arreglar el equipaje. 

- Ayer trápala, hoy la trapa! exclamó Federico con el ademán de quien se ríe por fuerza. El valenciano seguía callando, y de su silencio no podía deducirse si aprobaba la resolución del uno o el retruécano del otro. 

Si Federico se quedó estupefacto no hay para qué decirlo. Su sorpresa fue grande; pero si cabe mayor todavía cuando la noche siguiente le dijo su compañero: 

- Querido, yo también me embarco. 

- Para la Argelia?

- Para Valencia.

- Y a qué? 

- A reunirme con mi mujer, a consolar sus lágrimas, a pedirle perdón de mis extravíos. 

- Y Conchita?

- Enemigo! y en tan crítico momento osas pronunciar este nombre? No conoces que está continuamente resonando en mis oídos, y que cada vez me abre una herida más profunda en el corazón! Me ves en una pendiente resbaladiza, y en vez de darme la mano para que suba, me das un empellón para que ruede al precipicio? Federico! Federico! Dios me perdone y Dios la perdone. 

Y saco un pañuelo para enjugar el raudal de lágrimas que de sus ojos salía. 


III. 


Llegó Federico a Barcelona solo y tan profundamente afectado que sus mayores amigos se devanaban los sesos en valde no pudiendo atinar la causa de su mudanza de costumbres. Quien le suponía enfermo, quien ciegamente enamorado: unos achacaban su retraimiento del gran mundo a pérdidas en el juego, otros a quiebras en sus intereses, y para algunos no podía salir de esos dos extremos, o víctima de amorosos desengaños o víctima de políticas decepciones. Pero él encerraba en su corazón el verdadero motivo, que no era tanto el vivo recuerdo de las escenas grotescas como su resultado inmediato, cual lo manifestaba la súbita resolución de sus dos compañeros. No tenía que cumplir un deber tan imperioso como el uno, no se le exigía un sacrificio tan duro como el que se había impuesto el otro; pero el gusano roedor había despertado de su largo sueño, y su conciencia no dejaba de hablarle con la voz del remordimiento.

En ese estado, algo parecido al que describe san Agustín en sus Confesiones, varios negocios reclamaron su presencia en el antiguo teatro de sus hazañas militares. Cuántos recuerdos se agolparon en su memoria! Paseábase cabalmente por la plaza de uno de aquellos pueblos cuando vio a la viuda Capdevila, y a su hija mayor que salían de la iglesia. La notable hermosura de aquella niña, bien que pobremente vestida, no pudo menos de causarle una impresión halagüeña. Su mirada la siguió por unos momentos como arrastrada por una fuerza superior, y su imaginación empezó a dar cabida a una serie de ideas más propias de la poesía que de la vida real y positiva. ¿Qué le impedía el crearse en aquellas montañas una nueva Arcadia, y saborear tranquilos goces al lado de su bellísima pastora? No era dueño de sí mismo? No se sentía fatigado ya del bullicio? No experimentaba en su pecho el vacío?... Bah! se dijo, una pasión más! Mi corazón ha pasado por las vicisitudes de tantas! Tengo tan conocido el valor de estos rostros angelicales! He sido tantas veces su víctima... y su verdugo! 

Pero a pesar de esto no se abstuvo de preguntar quiénes eran aquellas mujeres, y como al contestarle le contestasen largamente vino a deducir, y hasta a tener completa certidumbre de haber sido la causa próxima de su pobreza, el agente fatal de su ruina. 

Arrepentirse! mas, de qué aprovechaba a esas pobres mujeres su arrepentimiento? Resarcir los daños! Pero, tocábale a él responder de los estragos de la guerra? Desentenderse de ello! Y no fue una orden suya cruel y arbitraria la causadora de tantos desastres? Por otra parte: indemnizar a los Capdevila, no sería acercarse él mismo a su propia ruina? No sería lastimar su propia honra, confesándose en público reo de atrocidades y bárbaros incendios? En tan críticos momentos su corazón le ofrecía la transacción más lisonjera. Casarse con la niña. La sugestión era vehemente, y bajo cierto aspecto razonable. Mas, era tan joven ella! Y luego, no habían sido sus hermanas igualmente perjudicadas? No había perdido la madre a su esposo? Si había nivelado a todas la desgracia, para qué establecer privilegios en la fortuna? Y además, ¿era cosa digna aspirar a una corona de rosas cuando se reconocía merecerla de espinas? Dónde estaría el sacrificio? Oh, qué hermosa, qué hermosa estaba entonces aquella jovencita en su exaltada fantasía! El ángel se sobreponía a la mujer: su belleza no era ya puramente humana, tenía algo del casto brillo que reviste a los moradores del paraíso. Y no sería profanarla en ciento modo el hacerla objeto de las últimas emociones de un corazón gastado? Podía conciliarse la idea de la expiación con la de hacerse dueño de tan seductores atractivos?

Revolviendo estas ideas se fue a su posada y no pegó los párpados en toda la noche. Por la mañana se avistó con el cura párroco, y encerrados en su gabinete hablaron largamente, si bien Federico guardó silencio sobre una multitud de puntos relacionados con el objeto de aquella conversación. Las últimas palabras del buen sacerdote fueron estas: No puedo aprobar ligeramente los designios de V., pero tanto ha insistido que me atrevo a decirle: Váyase V. a Barcelona, y si pasados tres meses vuelve V. aquí con las mismas intenciones, me hallará dispuesto a prestarle mis servicios. 

Muy distante se hallaba el cura de pensar en la vuelta de Federico cuando el día mismo de espirar el plazo se le apareció este y le dijo: 

- Vengo resuelto a no admitir más dilaciones. 

- Pero, por Dios y por la Virgen, considere V... 

- Está todo considerado. 

- Esta señora tiene treinta y cinco años. 

- Y yo perdiera la partida si jugase a la treinta y una. 

- Además, sus cualidades...  

- Morales?

- Oh, no: las morales son excelentes.

- Pues me basta.

- Pero, y las físicas?

- No me importan.

- Ella no consentirá.

- Y me apadrinará uniendo sus ruegos a los míos.

- Y sus hijas?

- Serán mis hijas, y bajo este supuesto espero que en llegando su edad no ha de faltarles un partido ventajoso.

- Pero ya ve V. que la mayor, vamos es tan guapa...y verla siempre... Por qué no se casa V. con ella?

- Casarme con esa linda criatura! Y V. me lo aconseja? Sabe V. que, pero no... no es posible. Es demasiado niña.

- Sin embargo, otras más jóvenes...

- Le digo a V. que es imposible. Lo ha resuelto mi corazón y es como si estuviese empeñada mi palabra. Su porvenir corre por mi cuenta, y será más bello que si participara del mío. La tengo destinada al hijo de un amigo, gran propietario de estas cercanías, que concluidos sus estudios la llevará a su pueblo donde vivirá rica, amada y tranquila.

- V. lo tiene todo previsto, hágase pues su voluntad.

- El corazón me dice que es también la de Dios, que me ha traído aquí para labrar la dicha de toda esta familia.

- Y V. sacrifica la suya?

- No le ha sucedido a V., algunas veces tener que velar a un enfermo hasta muy entrada la noche, y volverse a la rectoría , precedido de un mozo con un hachón o linterna encendida?

- Bastantes.

- Pues, el que le alumbraba a V. no se alumbraba también a sí mismo? Cree V. que se puede ser infeliz haciendo felices a nuestros hermanos? Temerlo no sería desconfiar de la Providencia divina?

- V. me pasma al mismo tiempo que me edifica. Estoy a sus órdenes, sea que V. obre así por sentimientos humanos o por inspiración del cielo.

Y cogiendo el bastón y el sombrero se fueron ambos a la pobre casa de la viuda Capdevila, que sorprendida de la visita lo quedó cien veces más de su objeto. No era de esperar que en medio de su asombro se le escapasen palabras de consentimiento a tan imprevista demanda; pero la resistencia no podía ser ni empeñada, ni duradera, cuando el interés mismo de las hijas obligaba a la madre a no rehusar aquel bien que se le entraba por sus puertas. Federico guardó perfectamente el secreto que podía considerarse móvil de su conducta, y luchó varonilmente con los estremecimientos de su corazón, sin que nunca ni la más ligera frase, ni la más furtiva mirada hiciesen traición a sus generosas resoluciones. Estaba decidido a vencerse a sí mismo y la victoria no podía menos de coronar sus esfuerzos. 

Superfluo es continuar. A los pocos meses se efectuó aquel extraño matrimonio con la bendición del digno cura que había intervenido en los preliminares. Obligáronle los desposados a participar de un opíparo almuerzo, y concluido este marchó toda la familia a vivir en Barcelona, donde Federico no tuvo ocasión ni motivo de arrepentirse de su noble corazonada. Teníase por más que medianamente dichoso, y de vez en cuando exclamaba a sus solas. Pobre Romualdo mío a tus locuras y a tu ejemplo debo el seguir por el camino de la virtud rodeado de tranquilos afectos y de legítimas complacencias. 

lunes, 30 de agosto de 2021

MANUELA HERREROS. LO SÓ D'UN INFANT. RECORTS.

MANUELA HERREROS.

Manuela de los Herreros Sorà



Encare
que los primers ensaigs de
exa poetisa foren algunes rimes castellanes, lo 
que
l'han feta notable son les escrites en la
llengua patria,
principalment les de costums, en
las cuals s'hi nota una
naturalitad
envidiable.
Moltes de ses composicions 
son
quasi intraduibles, per les espresions
gráficas que contenen;
y fins les qui mes 
consenten
la versió, se fan notar per
son mallorquinisme. Tirant mes a
la via que 
seguexen
los qui treballan per la unificació del llenguatje, y
prenguent part en los certámens dels Jochs florals,
segurament haguera obtingut joyes.

Es natural de Palma.

https://es.wikipedia.org/wiki/Manuela_de_los_Herreros_Sor%C3%A0





LO D'UN
INFANT.


(A
na Margarida Homar.)





Dins
un bres de jonchs texit


Revoltat
de llíris bells,


Tan
hermós y pur com ells,


Descansa
un nin adormit.


Catifa
li fan violetes,


Papallones
lo rodetjan,


Son
front angèlich oretjan


Ab
les daurades aletes.


Els
rayos d'el sol ences


Li
empara un dosser de flòs,


Per
fer mes dolç son repòs


Engronsa
l'embat el bres.


La
font que corre depressa


Perque
'l renòu no 'l despèrt,


Entre
les herbes se pèrt


Quant
per pròp d'ell atravessa.





EL
SUEÑO DE UN NIÑO.


(A
Margarita Homar.)



En
modesta cuna de mimbres, descansa dormido un niño, más hermoso y
más puro que los nevados lirios que le rodean.


Hácenle
alfombra delicadas violetas, y revoloteando en derredor las
mariposas, orean con las alitas de oro su frente angelical.


Las
flores, formando un dosel a su cabeza, calman los rayos del sol
ardiente; las brisas mecen su cuna para hacer más dulce su reposo.


Cuando
pasa junto a él la fuentecilla, corre ligera y se pierde entre las
yerbas, para no despertarle con sus murmullos.





Mil
flors l' aire que respira


De
fins perfums enriquexen,


Per
entre els brots qu'el cubrexen


EI
cel pareix qu'el se mira.


Méntres
dins tanta hermosura


En
dolsa quietud reposa,


Mil
sòmnis color de rosa


Venen
a darli ventura.


Entretenen
lo séu sò


Imatges
a cual mes belles:


Sols
una entre totes elles


Del
tot li cautiva el cò.


Veurela
l'umpl' d'alegria,


L'encanta
el séu dolç sonrís;


Méntras
la mira ab etsís,


Ella
ab goig l'acaricía,


Dels
flochs de cabells daurats


Rissos
li fá carinyosa;


A
n'el toch de sa ma hermosa


Obri
els ulls p'el sò tencats.


La
vol contemplar milló,


Mira
a l' entorn del séu bres,


No
la troba, ja no hi es,


L'ha
enganyat una ilusió.


L'aire
era que l'enganyava


Fingintse
s'imatge bella;


No
era ella, no era ella


Qu'
ab los seus cabells jugava.





Preñado está de aromas
el aire que respira, el cielo parece contemplar su rostro por entre
el ramaje.


Mientras
en medio de tanta belleza reposa en apacible calma, vienen a endulzar
su dicha dorados ensueños.


Haláganle
a porfía cien imágenes a cual más bella, más entre todas, una
sola cautiva su corazón.


Llénase
de alborozo al verla y su sonrisa le encanta; mientras en delicioso
éxtasis la contempla, ella gozosa le acaricia.


Juega
amorosa con sus dorados cabellos, y al contacto de su hermosa mano,
entreabre sus párpados cerrados por el sueño.


Quiere
gozarse más y más en contemplarla, vuelve su vista en derredor de
la cuna, no la encuentra, desapareció ya, mintióle la ilusión.


Era
el aire que le engañaba fingiendo su imagen hechicera, no era ella,
no era ella la que jugaba con su sedosa cabellera.





Per reprendre lo séu sò


Altre
pich los bells ulls tanca:


No
ha trobat lo que li manca


Per
la ditxa del séu cò.


Altre
pich tornan venir


Los
sòmnis color de rosa,


Y
ab s'imatge altre pich gosa


Qu'entre
les flors veu fugir.





Per
veure cumplit son bé,


Sa
bella imatge li falta;


Derrera
ella corre, salta,


Ja
l'agafa, ja la té.





Goijós
pensant que l'ateny,


Los
braços del bres treu fora;


Dels
rosers que té devora


Una
rosa ab sa ma estreny.





L'ilusió
el torna enganyar,


Obri
els ulls, la rosa mira,


Com
la veu, alluny la tira,


Sense
tornarla mirar.





Per
reprendre lo séu sò


Altre
pich los bells ulls tanca:


No
's la rosa lo que manca


Per
la ditxa del séu cò.





Quant
de nou dormir pareix,


Ab
pássos breus y llaugers,


Entre
els jasmins y rosers,


Una
dona compareix.






Vuelve a cerrar sus ojos
para recobrar el sueño interrumpido; no alcanzó lo que le falta 
para
la dicha de su corazón.


Tornan
otra vez los ensueños color de rosa, y otra vez se deleita en su
imagen, que ve huir entre las flores.


Para
ver cumplida su ventura fáltale la visión encantadora, y la sigue,
y corre, y salta, ya la alcanza, ya va a cogerla.


Gozoso,
creyendo estrecharla, saca los brazos fuera de la cuna, y aprieta
entre sus dedos un capullo del rosal vecino.


Otra
vez le burló la ilusión; abre los ojos, vé la flor, y lejos de sí
la arroja sin volver a mirarla siquiera.


Cierra
otra vez sus ojos para recobrar el interrumpido sueño; no es la rosa
lo que le falta para la dicha de su corazón.


Cuando
parece dormir de nuevo, ligera se abre paso una mujer por entre los
jazmines y los rosales.






El contempla estassiada,


Gosa
apenes respirá;


De
dins el séu cor s'en vá


A
sa boca una besada.


Tota
plena de ventura,


Li
vol dá aquell bes d'amor;


De
que s' despèrt lo temor


De
cumplí el desitx l'atura.


Sense
darlehi vol partí;


Presa
el séu amor la té;


A
la pòr que la conté


L'amor
supera a la fí.


Acostarse
a n'el bres gosa,



no pot resistir tant;


Demunt
el front del infant


Sa
dolsa besada posa.


Ell
com la besada sent,


Se
desperta ab alegria,


Veu
l' imatge qu'ell volia;


Are
el séu desitx no ment.


Del
bres s'axeca llaugé,


Se
tira dins els séus braços,


Ab
ells troba els dolsos llaços


Que
forman tot el séu bé.



no vol reprendre el sò,



altre pich els ulls no tanca;


Té sa mara, rés li manca


Per
la ditxa del séu cò.





Con dulce embeleso le
contempla; apenas se atreve a respirar; siente subir del corazón a
los labios un beso ardiente.


Rebosando
el alma de ventura, va a darle el beso de amor, mas reprime su anhelo
temerosa de despertarle.


Quiere
volverse, y tiénela clavada allí su cariño; por fin el amor
triunfa del recelo que la 
contenía.


Ya
se inclina hacia la cuna; ya no puede resistir más, y deposita el
beso dulcísimo sobre la nevada frente.


Al
sentir sus labios amorosos, despierta el niño con alegria, vé la
anhelada imagen: y ahora sí que no le engaña su deseo.


Ligero
se incorpora en la cuna, y se arroja a sus brazos; todo su bien se
halla en el regazo materno.


No
vuelve ya a cerrar sus ojos, no quiere ya recobrar el sueño
interrumpido; tiene a su madre, nacía le falta para la dicha de su
corazón.





RECORTS.





Hermosa
primavera


Plena
de flors,


No
vengues que tú matas


Mon
pobre cor.





No
vengues, qu'ab tú venen


Mil
bells recòrts,


Qu'antes
me davan vida


Y
are la mort.





Un
temps cuant tú sembravas


Lo
camp de flors,


Y
el dols cant promovias


Dels
rossinyols,





Paraules
amoroses


Que
davan goig,


D'una
boca estimada


Sentia
jo.





RECUERDOS.


Hermosa
primavera que de flores llenas el suelo, no vengas; tu presencia mata
el pobre corazón mío.


No
vengas, no; tú me traes mil recuerdos bellísimos, recuerdos que
antes me daban vida, pero ahora me dan la muerte.


En
otro tiempo, cuando de flores esmaltabas los campos, y hacías
exhalar al ruiseñor sus dulces canciones,


Oía
yo manar de unos labios queridos palabras amorosas, que llenaban mi
alma de alegría.






Dichosa brillar veya


La
llum del sol,


Dins
uns ulls que parlavan


A
n'el meu cor.


Promeses
de ventura,


De
dicha y goig,


Curtes
feyan les hores,


Breus
com un vol.


Y
are ab ausencia trista


Me
veig y plor,


L'alegria
com antes


Cerch
y no trob.


Dins
el camp que cubrexes


De
belles flors,


Sentint
el cant qu'excitas


Dels
rossinyols,


O
vent los daurats rayos


Del
teu bell sol,


Tot
me recorda ditxes


Que
jo no gòs,


Y
el recordarles mata


Mon
pobre cor.


No
vengues, primavera


Plena
de flors,


O
du'm una esperança


Com
dus recòrts:


Diguem
qu'antes que venga


D'estiu
el foch,





Feliz me complacía en
mirar la luz del sol en unos ojos que hablaban amorosísimos a mi
alma.


Promesas
de felicidad y alegría hacían correr rápidas las horas de mi
existencia, como el vuelo de un ave.


Y
ahora la ausencia me contrista, y me veo anegada en lágrimas, y
busco como antes el contento, y no me es dado encontrarlo.


Vagando
por las praderas que cubres de hermosas flores, y extasiándome en el
canto que a los ruiseñores inspiras,


O
en la luz fúlgida de los dorados rayos de tu sol, recuerdo aquellas
inmensas venturas que la suerte me veda;


Y
el recordarlas da muerte a mi pobre corazón. No vengas, no,
primavera, que el campo cubres de flores,


O
tráeme siquiera una esperanza a par de los recuerdos: dime que antes
que lleguen los ardores del estío,





Y antes qu'ab los seus
rayos


Mes
vius el sol


A
n'el camp qu'embellexes


Sa
verdor ròb,


Y
tornen fulles seques


Les
belles flors,


Tornará
l'alegría


Dins
el meu cor;


Se
cumplirán promeses


De
ditxa y goig,


Y
com los dias d'antes,


Els
dias nous


Tornarán
tenir hores


Breus
com un vòl.


Du'm
aquesta esperança


Y
't diré jò:


-
Vina prest, primavera


Plena
de flors;


Vina,
que me dús vida


Com
dús recòrts. -

_____





Antes que con sus vivos
rayos arrebate el sol la verde pompa a los vergeles que esmaltas,

Y
antes que en hojas secas se conviertan las hermosas flores, volverá
la alegría en lo más íntimo de mi corazón;


Y
cumpliránse las promesas de dicha y gozo que me sustentan, y como
antes los nuevos y felices días


Volverán
a tener horas tan rápidas como el vuelo de los pájaros. Tráeme en
tus alas esta esperanza y podré entonces exclamar:


-
Ven, ven pronto, hermosa primavera que de flores llenas el suelo;
ven, que así como me traes recuerdos, me traes también la vida. -


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