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lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XL.


CAPÍTULO XL.

De los últimos reyes godos, y de la pérdida de España.

Los dos hermanos Acosta y Rodrigo (que) reinaron después de Vitiza, no se sabe si juntos o uno después de otro, lo cierto es que Costa murió luego en el primer año, y Rodrigo, que era el menor, se quedó con el reino. Era Rodrigo hombre sabio y valiente, pero en los vicios y costumbres muy semejante a su antecesor Vitiza. Fue cruel, injusto y deshonesto, y con sus depravadas costumbres acabó de corromper y estragar todo lo que había quedado sano, solicitando con toda prisa el castigo de las culpas de los míseros españoles y el azote de Dios. Acontecieron prodigios que anunciaron la pérdida de España que tan cerca estaba, y los mayores eran los pecados públicos y poco cuidado del remedio de ellos. La torre encantada de Toledo fue vaticinio cierto de estos males, pues dio las efigies de los ejecutores de la ira de Dios: es muy sabido esto, y como cosa apartada de los pueblos ilergetes, la dejo.
San Isidoro, obispo de Sevilla, en sus Varones ilustres, el venerable Beda y san Metodio, de quien hace memoria san Gerónimo, lo habían muchos años antes profetizado, y Merlín, mágico inglés, también lo dijo. El demonio, ufano de estas desdichas, se publicó autor de ellas, y por boca de una endemoniada, en el mes de octubre de 713, que fue pocos días después de perdida la primera batalla, respondiendo al exorcista que la conjuraba, dijo que acababa de llegar de España, donde había causado grandes muertes y derramamiento de sangre.
No creía el rey don Rodrigo que estas profecías tuvieran cumplimiento en sus días, ni gustaba que los súbditos lo creyesen, para continuar con más libertad el pecado; antes en vez de aplacar la ira de Dios con ruegos, penitencia y enmienda de costumbres, añadía cada día males a males, amontonando ofensas a Dios, y lo mismo hacían los hijos imitando a su rey. No había mujer segura a sus deseos, ni reparaba en el estado o calidad de la que le caía al ojo; enamoróse de la Cava, hija del conde don Julián, caballero español descendiente o hijo de romanos; Criábase esta señora en el palacio real con la reina, porque era costumbre de los godos criar las hijas de los grandes en el palacio real con la reina. Con halagos no acabó nada el rey con ella: usó de la fuerza, que fue despeñarse a si y a sus reinos. Estaba el conde ausente y supo el estupro de la hija; la venganza que propuso en su corazón le sirvió de alivio y consolación en la afrenta: volvió a España, y con buena maña dio traza que el rey desmantelara los pueblos y las armas se convirtieran en instrumentos rústicos, acomodados al labor de las tierras; porque, en tanta paz, decía que mejor era gozar de los frutos de la tierra, que usar de las armas que podrían volverse contra el rey y quitarle el reino; que por haber sido poco prevenidos en esto los reyes pasados, las armas se eran vueltas contra ellos mismos, porque faltaban enemigos con quien pelear, como antiguamente. Estas y otras aparentes razones parecían al rey consejos buenos, que, como el pecado le tenía ciego ya no conocía lo bueno ni lo malo. Creyó al conde don Julián, y ejecutando lo que él le decía, preparó al enemigo la entrada. Trató Julián sus venganzas con Opas, intruso arzobispo de Toledo, y otros tales, y en sus ánimos halló el aparejo para lo que él maquinaba, porque todos aborrecían al rey y no eran poderosos para derribarle del trono real, y por eso se valieron de la gente de África: fingió que allá tenía enferma la mujer, y para consolación de la madre, pidió al rey la hija, que no se la negó, porque había ya el rey cogido lo mejor de ella, y todos se pasaron a África. Gobernaba aquella provincia Muza, como teniente del Miramamolin Ulit, (Olite?) señor de ella. Era Muza hombre feroz, prudente y de gran ejecución; con este trató Julián el agravio recibido del rey, la disposición del reino imposibilitado a toda resistencia y defensa, y dióle noticia de los amigos que le quedaban que, para rebelarse contra el rey, solo aguardaban que él entrara en España. Estas cosas, y más
los pecados de todos, llamaron los moros: pasaron acá en diversas veces gran número de ellos, alojáronse en la Andalucía, y no hallaron resistencia; apoderáronse de todo; hizo el desdichado Rodrigo lo que pudo para resistirles, pero no lo alcanzó, porque el ocio e impericia de las armas hacía inútiles a los españoles, que habían perdido aquel antiguo valor con que triunfaron de los romanos. Quiso el rey salir en campaña; salieron con él cien mil combatientes, topó con el enemigo, pelearon ocho días sin conocerse la victoria más por los unos que por los otros, hasta que el postrer de ellos, que fue a 11 de noviembre de este año 713, se puso el último esfuerzo en la pelea, y estando los moros para huir, que estaban de vencida, el traidor Opas, (Oppas) capitán del ejército del rey, que hasta este punto le había traído engañado, como traidor, se pasó a los moros, según entre ellos estaba concertado, y todos juntos dieron sobre el ejército que había quedado al rey, y de vencedor quedó vencido, y de señor esclavo, y al último se salió de la batalla, y hasta hoy no se sabe de cierto qué fue de él, porque ni vivo ni muerto jamás pareció. 

Fue este el más triste y lamentable suceso que España haya tenido jamás y la pérdida mayor que en el mundo se haya visto, que aunque es verdad haberse perdido otros reinos y provincias, ha sido con largas angustias y guerras, acometimientos, prevenciones y avisos, así que de lejos se echaba de ver su declinación y fin; pero en España, en un punto, sin poderse prevenir ni aún pensar, cuando más descuidada estaba y olvidada, le vino su ruina y calamidad. Pereció aquel día el nombre ínclito de los godos, el esfuerzo militar de España, la fama gloriosa del tiempo pasado; y el imperio y monarquía que duró cerca de trescientos años con guerras y valor, se vio en un solo día perdido y acabado. El caballo del rey don Rodrigo, corona, sobrevesta y calzado fueron hallados a la orilla del río Guadalete, y muchos años después, en Viseo, (Viseu) ciudad de Portugal, su sepulcro. Los soldados españoles que se hallaron vivos huyeron sin hallar quién los acaudillase, y cada uno se salvó donde mejor pudo.





jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO


Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a
la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de
Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar)
la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de
todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte
de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de
Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey
reconocerla, y
aprestarla
de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército
que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij
galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos
bergantines (
vergantines)
y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para
todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que
llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás
del bagaje (
vagage),
bastimentos y
xarcias
de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás
barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían
número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la
historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que
se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de
la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de
los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença
vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los
contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil
infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de
la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona,
hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado
en el arte de navegar. Los principales señores y barones que
siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según
cuenta Desclot (
Asclot)
antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de
Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de
Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como
adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent,
y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del
Lampurdan,
gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue
el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de
armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de
Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos
caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que
también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la
presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena
gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en
orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy
devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de
Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el
Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército,
recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo
de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla
junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les
ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron
muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a
todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y
como la ropa y
bagaje
estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho
que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con
buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la
mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera.
La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de
todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne,
iba por capitán, llevándola a
vanguarda.
Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará
después) que también venía muy en orden, iba postrera en
retaguarda,
tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad
acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el
tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue
tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la
mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por
aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de
Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos
venían, para embarcarlos en ciertos
barcones
ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las
naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban
derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando
a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos,
y comenzaron todos a navegar juntos.




Capítulo II.
De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen
sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de
Mallorca
.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con
mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la
Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron,
súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de
ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego
Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse
del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con
otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a
esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se
desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no
quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran
trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban
unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con
los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos.
Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar,
que
rosciado
por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como
siempre suele) tan grandes vómitos (
gomitos)
y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la
representada muerte era lo que más les confundía. Por donde
comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal
agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una
empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé
Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan
súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde
quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los
soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que
cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y
levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas
con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían
tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en
efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios
omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y
por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les
atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el
temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con
todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo
descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado
espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan
de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera
religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del
mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que
para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el
cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande
temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal
afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de
haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos
todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho
mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y
así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste,
e infelice
aguero
para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y
empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues
habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de
cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su
navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando
pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de
la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y
se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno
cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la
tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y
constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a
desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a
tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y
tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo
se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen
en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy
en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al
caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de
manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun
pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la
armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso
atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera
en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel
del
armada
. Tanto que sobre este paso dice
la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra
Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la
ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la
Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un
edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora
que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el
Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto
toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque
muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença,
Sollar,
y
Almarauich
(como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los
marineros prácticos (
platicos).
Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que
no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se
entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol
salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de
ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y
postura.





Capítulo
III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el
Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma
cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los
senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse
de manera que parece quedar en forma de una y
unque.
Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda
ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el
puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una
pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones,
sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de
Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al
Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el
Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que
esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por
los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del
Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo
es, volviendo de oriente a medio día
porfino
o
porsino,
el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas
pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran
infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera,
casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que
se mete hacia lo
meditarraneo
dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que
dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la
Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa
(montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura
alguna nacen, y
fructifican
entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene
abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en
mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y
grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que
naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza
de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes
del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para
todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está
torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como
las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas
al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle:
súbitamente se levantó el viento
Prohençal
con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla:
alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario
pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente,
y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en
frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él
a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey
puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar
la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer
día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a
salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo
infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las
mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de
Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más
reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la
vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los
puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al
seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa
Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario,
no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con
esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había
acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para
impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y
domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el
puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que
está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así
entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta
pasada.










Capítulo IV.
De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado
por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y
de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el
puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y
de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más
del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un
Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la
mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a
grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado
fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la
lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes,
había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para
impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los
ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes
estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus
manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer
en el arte
mágica
de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan
XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso
que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en
tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza

de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que
lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan
buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su
servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de
espía y (traductor o intérprete
faraute
en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se
allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes
comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje
en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por
los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con
grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros
alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la
diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves
hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y
piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron
retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de
todos que tomó tierra, fue
Bernaldo Ruy
de mago
Alférez valentísimo, porque
en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le
siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que
acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las
máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó
delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo
en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos,
volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más
seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y
despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha
alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por
haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa
escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que
después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue
Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra,
acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras
de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño,
don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles,
Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el
puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro
encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se
los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el
desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la
torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos.
Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto,
ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y
diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para
ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros
huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan
grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el
Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo
pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto
hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de
santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable
escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de
oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos,
por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió
mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las
primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el
Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los
Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.



Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don
Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus
proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al
día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se
rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su
ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo
XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído
misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los
siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por
ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada,
siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como
no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta
CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para
ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no
viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron
a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se
retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al
caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan
aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de
nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a
furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se
escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros
Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles
para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro
Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance
aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual
como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los
demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros
caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por
el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a
pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual
mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo
semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el
mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de
Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y
con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego
el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera
con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba
sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro.
Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de
tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la
llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy
contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos
salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey,
entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y
aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de
los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en
mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro,
cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas
de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había
igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se
regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas
dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco
los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas
de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los
Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos
son mansos, mas cada uno por si muy bravo.





Capítulo VI.
Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la
ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue
proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan
prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los
demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de
la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el
real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre
la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había
salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los
nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en
campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado
Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía
por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta
demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el
ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un
mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey,
que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan
puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el
campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a
desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se
entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la
armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la
tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente
de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos
y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus
campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones
en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban
surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC
caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo,
como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros,
que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie,
bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la
gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón
caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que
entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los
otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se
pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer
encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la
conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en
su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la
Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar
en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con
esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más
adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha
gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho
esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar
luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al
Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.






Capítulo
VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de
los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue
muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana
acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual
hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron
fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y
sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en
consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto
parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa,
donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería:
o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión
del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron
de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir
a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con
los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para
honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del
ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde
andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de
guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el
camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no
pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en
esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en
su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió)
y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre
quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros.
Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio
ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros
esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin
orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los
enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a
perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero
Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al
delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando
menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana
de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron
esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del
ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a
tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre
una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado,
y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con
poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales
salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con
grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó
una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de
Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército
arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su
gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien
fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este
medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos
en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del
Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros
sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces
hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen
tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a
hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban
otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y
volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás
que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los
nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas
partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue
avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto,
de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con
entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto
muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear,
también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus
secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que
estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas.
Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado
derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don
Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron
los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que
eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos
sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada
hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a
dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que
más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don
Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos
cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido
bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy
cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y
Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con
ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos,
viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de
Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque
también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y
heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos
cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su
Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose
por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey,
en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro
ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido.
Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de
los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los
Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los
muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus
parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común
concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al
Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque
aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en
las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.





Capítulo
VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con
don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del
otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que
fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de
ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a
don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba
desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a
ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con
los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los
Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que
escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y
juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo
apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta
escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas
partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se
recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar
cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de
estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do
había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo,
encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se
había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el
rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le
conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo
(
lienço),
diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese
de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo
(tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso,
sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al
caballo, y fuese a todo correr a
meter
en
la batalla y nunca más pareció.
Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta
del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía,
subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo
el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo
bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo
alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los
Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte
echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más
alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y
colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del
Vizconde
, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de
los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin
duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran
mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin
respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer,
diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y
los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto
Barberán
capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos
ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la
infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase
escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de
llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así
con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas
persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan
gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los
siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales
viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer
rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus
tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien
hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos
que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo
arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas,
cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los
caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día,
dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y
cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros.
Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo:
porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida
de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar
la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de
alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se
rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos,
y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie
hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que
faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser
curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y
don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad,
y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a
la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el
Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo
disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los
capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por
las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el
Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo
el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos
escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que
la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes
que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las
tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado
los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada.
Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le
puso (
púsosele)
delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy
valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a
detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que
sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde
había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos
para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo.
Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se
detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño
duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando
en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante
para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara
como los Moros habían roto (
rompido)
los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don
Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran
sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la
pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en
este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de
guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes
había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había
sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado
dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de
los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso
morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás.
Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario
divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde
se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y
ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para
todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los
Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y
hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor
tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los
soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos
sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que
reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se
recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y
aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó
con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue
al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual
le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto.
De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le
esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la
cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días
pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa,
como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó
el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz
que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el
mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy
suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la
villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver
los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron
los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el
campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a
don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la
tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón,
con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas
hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos
entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de
brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que
de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían,
se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes
y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse
della. Porque
además
(
de mas)
que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos,
miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas
palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera
que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que
él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por
haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de
todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que
otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en
muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener
mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y
de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto
los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los
buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta
perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente
pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y
pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas,
llevarlos por todo él con la pompa y
cerimonia
real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por
cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por
aquel enderecho y ladera. muchas telas y
alhombras
de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no
pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el
real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a
sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y
lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla,
para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes
arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de
Sacerdotes
reuestidos,
y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían
luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias
por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los
muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los
demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no
siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de
xerga
como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos
(
deximos),
donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados
los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a
Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos
tenían dedicadas sepulturas.





Capítulo XI.
Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de
paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran
crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos
Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió
en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la
ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca
le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás
que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los
Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no
determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró
con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran
bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que
tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy
cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy
prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar
el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la
mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde
no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo
monesterio
y convento de
frayles
Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el
campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (
proueydo)
de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (
nascia
vn)
grande arroyo que pasaba por medio
del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días,
a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad:
la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la
artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y
asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la
muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los
asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen
descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de
la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los
nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra
los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron
uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se
viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de
ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro
campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey
parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los
asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia
donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los
cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a
que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por
todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que
juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el
cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la
barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo
ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el
terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad
recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de
pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y
por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se
vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos
avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.






Capítulo
XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y
fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se
echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al
Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en
la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos
de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los
rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil
infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían
estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen,
garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y
campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua
más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por
medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la
ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través
contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro,
y quitar el agua al
exercito,
mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla
por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército.
De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita
sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo
alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva,
mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a
descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente
don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a
caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba
Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo
sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera
que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al
capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no
podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla
consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de
poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la
fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua.
Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de
los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna
pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general
contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y
gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don
Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la
nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el
campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el
Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto
fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la
ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza
muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese
pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó
hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen
desparar
trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el
aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y
desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no
faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán
Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de
remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto
sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa.
Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio
era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a
su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su
acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano,
antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno
serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda
la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban
prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced,
confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían
jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad
de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos
tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido
en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los
proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de
vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la
Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus
tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre
ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde
el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus
graneros y
troxes,
y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester
fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar
la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y
ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro
de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien,
prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya
ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla,
excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron
doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.



Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la
Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de
ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y
poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en
ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a
don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo,
a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las
cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de
vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al
cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del
campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había
servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a
causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la
Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir
con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo
necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más
arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa
fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar
meditarraneo,
que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de
diámetro más de cien mil pasos, y de
circuytu
CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y
castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es
muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal,
azeyte,
vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de
bolateria,
de
cysnes,
y otras aves
aquatiles,
sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no
solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las
tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares
fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay
tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos:
de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus
menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de
sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que
los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha
copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y
odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y
por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante
diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda
Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV
villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres
ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy
deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres
antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros,
impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de
la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de
santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la
presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de
los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines,
cosas bien dignas de notar.





Fin del libro sexto.


domingo, 12 de julio de 2020

CAPÍTULO XXXIV.


CAPÍTULO XXXIV.

Entran los godos en España, y de los reyes que hubo de aquella nación hasta Amalarico, y de san Justo obispo de Urgel.

Habían entrado los godos en las tierras del imperio con gran poder; y sin hallar la resistencia que era menester para impedir su entrada, llegaron a Italia y después de varios sucesos, tomaron la ciudad de Roma y la saquearon, salvo los lugares sagrados. Procuró el emperador Honorio, como mejor pudo, sacarlos de Italia y darles en qué entender con los vándalos, alanos y suevos, y otros que ya eran señores de ella. Aceptáronlo los godos, por persuasión de Gala Placidia, hermana del emperador Honorio y mujer de Ataulfo, rey godo, que fue señora de gran virtud y cristiandad. Esta lo supo tan bien disponer todo, que dejando Italia se vinieron los godos a Francia, y de aquí entraron en España, y Ataúlfo, (Adolfo, Adolf) rey de ellos, escogió por cabeza y silla del nuevo reino que entendía fundar la ciudad de Barcelona. Esta es la entrada de los godos en España, acerca de la cual dicen los autores muchas cosas; pero como el intento de esta obra es dar razón de los señores y sucesos de los pueblos ilergetes, dejando lo mucho que hay que decir, apuntaré solo lo que hace a nuestro propósito, siguiendo en todo lo posible al autor de Flavio Lucio Dextro y a Marco Máximo, obispo de Zaragoza, en sus fragmentos históricos, nuevamente descubiertos, por haber sido testigos de vista de lo que pasó en estos tiempos, y haber tenido plena noticia de todo. Gozó Ataúlfo del reino solos tres años, y murió el de 416, a 21 de agosto. Está sepultado en la parte más alta de la ciudad de Barcelona, pero ignórase el lugar.
Por muerte de Ataúlfo, hicieron su rey los godos a Sigerico, que había trabajado y consentido en su muerte; pero Dios, que es justo, no quiso que quien tan mal lo había hecho con su rey y señor durara mucho en el reino, y aunque, por vivir con sosiego, había hecho paz con los romanos, aborrecido por esto de los suyos, le mataron a puñaladas, habiendo tenido el reino poco más o menos de un año.
Dice Próspero en su crónica, que de Ataúlfo había quedado un hijo llamado Walia. Era hombre guerrero y diestro en las armas, y sucedió en el reino, y tuvo al principio algunas guerras, y cansado de ellas, él y los suyos hicieron paz con los romanos, y uno de los capítulos de ella fue que dejasen volver a Gala Placidia, viuda de Ataúlfo, al emperador Honorio, su hermano, la cual hasta estos tiempos había quedado en España, y no se le había permitido salir de ella, aunque lo deseaba mucho y su hermano deseaba tenerla cabe si, por ser mujer muy sabia y de gran consideración. Este rey, unido con los romanos, hizo guerra a los vándalos y sacó de España a Gunderico, rey de ellos, y habiéndoles sojuzgado a todos, pasó a Toledo, y murió de una larga enfermedad en el año 433 de Cristo señor nuestro, según se infiere de Marco Máximo, obispo de Zaragoza, en sus fragmentos.
Teoderico o Teodoredo fue rey de los godos por muerte de Walia: este quebrantó la paz con los romanos y tuvo guerras con ellos, que a la postre pararon en concordia; y después de haber reinado treinta y tres años, murió el del Señor 468, en una batalla que él y Aecio, general de los romanos, tuvieron con el fiero Atila, rey de los hunos, en que quedó vencido aquel fiero y bárbaro rey, que blasonaba no ser hombre, mas que azote de Dios. En vida de este rey, y a los veinte y dos años de su reinado, que era el de 440 de Cristo señor nuestro, acabó nuestro ilustre y pío caballero barcelonés Flavio Lucio Dextro, hijo de san Pacián, obispo de Barcelona, que fue prefecto pretorio del Oriente y gobernador de Toledo, sus fragmentos históricos que, para mayor gloria de Dios y honra de tantos santos de que da noticia, han parecido en nuestros días, con aplauso y gusto de todos los varones doctos y píos, con una aprobación tan universal, que hasta los más críticos sienten bien de ellos (1), por el gran beneficio que todo el mundo, y más nuestra España, ha recibido con la invencion de tal libro, sobre el cual han ya escrito doctísimos varones, unos comentando aquellos, y otros defendiéndoles, y todos aprobándoles. Murió Dextro el año 444, a 22 de junio, siendo ya decrépito y de edad de 76 años, según escribe Marco Máximo, obispo de Zaragoza, que continúa aquellos, y a Dextro le llama varón docto, pío y prudente.

(1) Hállase al margen, de igual letra y tinta que el resto del manuscrito, una nota en catalan que dice así: Nota que en lo que toca à Dextro se ha de mirar, perque homens doctissims ho tenen per obra de algun modern: conéixse, perque vá molt desmemoriat. Esto prueba, como dijimos en el preliminar de la obra, que el autor no le dio la última mano, y que no es de extrañar, por consiguiente, que se hallen algunas incorreciones o notas de esta clase, que revelan acaso nueva adquisición de noticias acerca de un mismo punto, para rectificarlo más adelante.

Después de Teodoredo hacen los autores modernos mencion de Turismundo, y le ponen en el catálogo de los reyes godos; y dicen haber sido cruel y vicioso, y tal, que los suyos no le pudieron sufrir y le mataron con una sangría; y antes de morir, con un cuchillo que halló a mano, mató dos o tres de los que entendían en la sangría, porque conoció la maldada de ellos. Su reino, dicen que con tres años quedó acabado; pero Marco Máximo, obispo de Zaragoza sin hacer memoria de este rey, ni de Teodorico, pasa a tratar de Eurico, cuyo reino tuvo principio el año de 468. Este ganó en Francia a Marsella y otros lugares, y afligió mucho todo aquel reino, y acabó de sacar los romanos de España, después de haber 700 años que la poseían, con los sucesos que hemos dicho. Este dio leyes escritas a los godos, y con ellas de allí adelante se gobernó España; y murió el año de 482 en Arles (Arlés, Arle en Provenzal) de Francia, que había ganado.
Alarico, hijo del precedente, fue levantado por rey de los godos; tuvo guerras con los franceses, y un capitán llamado Pedro, se le levantó en Cataluña con la ciudad de Tortosa y muy gran partida de tierra, y el rey envió su ejército que le venció, prendió y quitó la cabeza, que después enviaron al rey, que estaba en Zaragoza. Murió en una batalla que tuvo con la gente de Clodoveo rey de Francia, en el año 505, después de haber reinado veinte y tres años; y dice Marco Máximo, que el mismo Clodoveo le traspasó de una lanzada.
Gesalaico sucedió después de Alarico, su padre, y fue bastardo; y aunque quedó Amalarico legítimo, por ser de edad de cinco años, escogieron al hermano mayor, estimando más ser gobernados por un hombre bastardo, que de un niño legítimo. Fue hombre vil y de bajos pensamientos, y en su tiempo, ni hizo cosa buena, ni de consideración, y el primer año desamparó el reino, y pobre y fugitivo se retiró a Francia, donde vivió hasta el año 510 de Cristo señor nuestro.
Teodorico, rey de Italia, era abuelo de Amalarico y se encargó del gobierno de España, durante la menor edad del nieto; y aunque su residencia continua era en Italia, pero cuando era necesario venía a España, ordenando le que convenía para el buen gobierno de ella, por lo que comunmente es contado por rey de España, hasta el año 526 o cerca de él, que, siendo mayor de edad el nieto le dejó el gobierno y él se volvió a Italia, dejándole casado con Clotilde, hermana de Clodoveo, rey de Francia, señora de excelentes e incomparables virtudes, y por eso muy perseguida de Amalarico, su marido, el cual era arriano y ella muy católica, y por esto quieren algunos contar desde el dicho
año 526 el reinado de Amalarico. Murió este rey el año del Señor 531, en una batalla que tuvo con los franceses, en que ellos quedaron vencedores, recibiendo de esta manera el justo pago de los malos tratamientos que hizo a la reina su mujer y demás católicos.
En vida de este rey y por estos tiempos floreció el glorioso san Justo, obispo de Urgel. Fue este santo natural del reino de Valencia, y hermano de tres santos, que todos fueron obispos e hijos de un mismo padre y madre. El mayor de los cuatro se llamó Nebridio y fue obispo de Egara, pueblo de Cataluña, no lejos de la villa de Terrasa: este hallamos firmado en el concilio primero Tarraconense, celebrado el año de 516, y en el Gerundense, celebrado el año de 517, y en el segundo Toledano, año 527; y después
fue obispo de Barcelona, y en su tiempo celebró el primer concilio de los de aquella ciudad, y él se firmó después del metropolitano. Fe este concilio el año 540. El otro hermano se llamó Justiniano, y fue obispo de Valencia; y el otro se llamó Elpidio, y no se sabe de qué Iglesia fuese prelado. San Justo, siendo de pequeña edad, fue puesto en los estudios, y salió tan aprovechado de ellos, que por sucesión de tiempo fue ordenado sacerdote y después obispo de Urgel, y fue el primero. Hallóse en algunos concilios de su tiempo, como fue el Toledano segundo, el cual, según parece del proemio del mismo concilio se celebró a 16 de las calendas de junio, era 565, en el año quinto del rey Amalarico; es a 17 de mayo del año del Señor 527: y a este concilio llegaron él y su hermano Nebridio, de Egara, en ocasión que ya estaba acabado y hechos los cánones; pero por ser tan grande la autoridad y doctrina de estos santos hermanos, aunque no eran sufragáneos de Toledo, les rogaron que firmasen lo hecho, y así, después de todos los obispos, firmó san Justo de esta manera: Justus, in Christi nomine Ecclesiae Catholicae Urgellitanae episcopus, hanc constitutionem consacerdotum meorum in Toletana, urbe habitam, cum post aliquantum tempus advenissem, salva auctoritate *priscorum canonum, probavi et subscripsi: y antes de san Justo había ya firmado su hermano Nebridio, por ser mayor de edad y haber más tiempo que era obispo. Firmóse también en el concilio Ilerdense, celebrado en el año 546, del cual diré después.
Escribió este santo algunas obras, y en particular un comentario, en sentido alegórico, sobre los Cantares de Salomón, que, aunque es muy breve y ocupa pocas hojas, tiene mucha claridad y por eso es muy alabado, por ser cuasi imposible una obra buena ser clara. Dura esta obra aún el día de hoy y está én la Biblioteca Veterum Patrum, en la cual, a más de la claridad en declarar el testo, se conoce en el autor una dulce agudeza en penetrar y descubrir los misterios que el Espíritu santo nos quiso enseñar en aquellos cánticos de aquel sapientísimo rey.
Gobernó su Iglesia poco más de veinte años, y murió después del año 546, y no en el año 540, como dice Diago; y esto lleva camino, porque le hallamos en el concilio Toledano segundo, celebrado el año 520, y en el de Lérida, celebrado el año 546, y es fuerza que fuese obispo veinte años, poco más o menos, porque tantos corren del un concilio al otro. Celébrase su fiesta a los 28 de mayo, y se ignora el lugar donde está sepultado. Hacen memoria de este santo el Martirologio romano y Baronio sobre él, san Isidoro, en el libro 6 de Varones Ilustres, capítulo 21, Marieta en sus vidas de santos de España, Ambrosio de Morales en su Historia de España, Gaspar Escolano en la de Valencia, el doctor Padilla en la Eclesiástica, fray Vicente Domenech en su Flos sanctorum de Cataluña, y otras muchos.

domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XI.


CAPÍTULO XI.

Varios sucesos de los Romanos y Cartagineses en España: cóbranse los rehenes que estaban en poder de Cartagineses, y otras cosas notables que acontecieron en ella, y muerte de los Scipiones.

No por haber tenido los cartagineses la rota y pérdida que referimos, perdieron el ánimo ni los pueblos amigos y confederados suyos les osaron dejar y pasarse a los romanos; porque los cartagineses, como hombres astutos y sagaces y que fiaban poco del amor de los españoles, les habían tomado rehenes y llevado a Cartagena, donde les tenían en muy buena custodia, y entre otras personas de cuenta que tenían, eran la mujer de Mandonio y dos hijas de Indíbil, mozas y muy hermosas; y con tales prendas estaban muy más seguros de los pueblos y ciudades confederadas, que si les echaran a cada una mil presidios.
Después de la retirada de Mandonio, tuvieron los romanos varios sucesos en España, que cuentan Livio, Florián de Ocampo, Medino, Pujades, Mariana y otros muchos autores. Fue entonces la venida desde Roma de Publio Cornelio Scipion por capitán en España, hermano de Neyo Scipion Calvo, con treinta naves y en ellas mil ochocientos soldados romanos, con muchos bastimentos y vestidos para los soldados que estaban en España, que necesitaban de ellos. Fue asímismo la venida de Hanon, capitán cartaginés, con cuatro mil infantes y quinientos caballos para engrosar el ejército de Asdrúbal. Destruyóse del todo la población o ciudad que llamaban Cartago vieja, que es donde hoy está Villafranca del Panadés, pueblo harto conocido en Cataluña, edificado por los dos hermanos Scipionés de las ruinas de la antigua Cartago, y quitándole este nombre en odio y por borrar y perder la memoria de los cartagineses, le dieron el de Villafranca, por los muchos privilegios e inmunidades y exenciones con que la adornaron; pero no bastó esto, porque la industria humana no basta a borrar memorias viejas, si el tiempo no ayuda a tales diligencias, antes cuanto más se quiere poner olvido, más se despierta la memoria de la cosa aborrecida. ¿Quién más aborrecido entre los gentiles, que aquel Erostrato que quemó el famoso templo de Diana de Efeso, y puesto en el potro, dijo haber hecho tal incendio por perpetuar su nombre y fama? y aunque so graves penas pusieron silencio a todos, mandando que no se le nombrase, no hay hoy persona de mediocres letras que lo ignore. Barcelona, ciudad principal de España, tomó el nombre de los Barcinos, linaje cartaginés, y así era nombrada (Barcino : Barchinona : Barcinona : Barçilona, Barcelona, etc.): no quisieron los Scipiones que nombre para ellos tan aborrecido como era el de los Barcinos, se perpetuara en ciudad tan insigne; metieron en ella nuevos pobladores de Italia, llamados Faventinos, y la nombraron Favencia, y así la nombra Plinio y otros, pero no pudo durar tal nombre, antes quedó olvidado, y la ciudad se quedó con el que le dieron los cartagineses, y el poder de los romanos, que sojuzgó el mundo y dejó memoria de su valor, no fue poderoso para hacer olvidar el nombre de un pueblo, antes bien a pesar de ellos persevera el nombre y memoria del linaje y familia de su fundador. Aconteció también en estos mismos tiempos la ruina y destrucción de otra ciudad llamada Rubricada, que era del bando cartaginés, y estaba al poniente del río Llobregat (Lubricati), ora sea a la orilla del mar, ora en el lugar de Rubí, junto al monasterio de San Cugat del Vallés, del orden de San Benito. (San Cucufato o Cucufate : Sant Cugat).
Puso cerco a la ciudad de Sagunto que tan valerosamente se había defendido del poder cartaginés, y por no ser socorrida, se perdió: ésta estaba muy fortificada, y en ella había mucha riqueza, y la mayor de todas era las arras o rehenes que tenían en ella guardadas los cartagineses de los españoles sus amigos y confederados, y esta era la mejor fuerza con que tenían sujetos los más pueblos de España. La traza que tuvieron los Scipiones para tomarla fue esta: había un caballero español llamado Acedux, a quien habían encomendado la guarda de aquella ciudad, y había * aquel punto seguido el bando cartaginés, y cansado de sufrir sus violencias, quería pasarse al romano y dar libertad
a todas las personas que estaban por rehenes en aquella ciudad; porque airados los cartagineses de su mudanza, descargasen su ira sobre aquellos inocentes que estaban en su poder. Por esto se salió de la ciudad, y fue a hablar a Bostar, capitán cartaginés, que con poderoso ejército estaba en la campaña para impedir que los Scipiones no se llegaran a ella, y le dijo que convenía mucho dar libertad a los españoles, porque con aquella hidalguía obligarían a los pueblos a quedar firmes en su devoción, y les valieran en aquella ocasión que necesitaban de amparo y socorro, porque el bando cartaginés estaba algo menguado. Pareció esto bien a Bostar, y asignaron hora para salir de la ciudad, y lugar donde había de llevar los rehenes. Hecho esto, luego Acedux fue a decirlo a los Scipiones, y concertó con ellos que a la noche siguiente pusiesen guardas en el camino, y que él pasaría con rehenes, y tomarlashian, y con ellas ganarían la voluntad de toda España, restituyéndolas a sus pueblos. Con este concierto se efectuó todo puntualmente, y las rehenes fueron tomadas, y las enviaron a sus tierras, y fue muy grande la alegría de toda España, y mayor el amor que todos a los Scipiones concibieron; y era cierto que si los romanos quedaran allí donde estaban, todas las ciudades que habían cobrado sus rehenes se alzaran y tomaran las armas en su favor; mas como el invierno era cercano, contentos con lo hecho, se volvieron a Tarragona, y allá ennoblecieron aquella ciudad reedificándola con gran cuidado, y circuyéndola de fuertes murallas y torres, levantando grandes edificios y acueductos y solemnes templos que aún parecen y queda rastro de ellos, que designan que tal era aquella ciudad, cuando salió de las manos de los Scipiones.
Llegó por estos tiempos orden a Asdrúbal que, dejadas las cosas de España a Amilco, capitán cartaginés que había venido de Cartago, se pasase a Italia, porque juntado con Aníbal, los dos destruyesen la ciudad de Roma; pero a lo que Asdrúbal se partía de España, fue impedido de los Scipiones, que no muy lejos del río Ebro le salieron al encuentro y dieron batalla, cuya victoria quedó por los romanos. Esta rota fue presto remediada, porque llegó poco después de ella Magon Barcino con veinte y dos mil hombres de a pie, mil quinientos caballos, once elefantes y muy gran cantidad de plata para hacer soldados, con que quedara del todo olvidada la pérdida pasada, si no los lastimara una muy cruel peste que vino a España y mató gran número de personas, y entre ellas Hamilce, mujer del gran Aníbal, y Haspar, su hijo; y estas muertes causaron que muchos pueblos que estaban por los cartagineses, se pasaron al bando romano. En estos tiempos fue ennoblecida la ciudad de Barcelona con fuentes, cloacas y otros edificios que hicieron en ella los Scipiones, cuyos rastros aún duran. Con estas prosperidades y buena fortuna, que siempre fue compañera de estos dos hermanos, y valiéndose de los soldados y amigos que tenían en España, quisieron echar de ella a los cartagineses; pero no salió como quisieron y pensaban, porque a la postre les vino a costar a los dos la muerte.
Había entonces en España tres valerosos capitanes cartagineses: estos eran Asdrúbal Barcino, Asdrúbal Gison y Magon. Estos supieron los pensamientos de los Scipiones; y para mejor resistirles, se fortificaron todo lo posible, llamaron en su ayuda a Indíbil, su amigo, y aunque hasta ahora había estado a la mira de todo sin meterse en las guerras pasadas, no pudo en esta ocasión tan apretada negar a los cartagineses lo que le pedían, porque, según se infiere de Tito Livio y veremos en su lugar, sus hijos y su cuñada, mujer de su hermano Mandonio, estaban detenidas en Cartagena en rehenes. Deseaba Indíbil echar los romanos de España, y hacer después lo mismo de los cartagineses, a quienes en esta ocasión prometió todo su favor y poder, que era mucho (por no poder hacer otra cosa); y acudió con muchos ilergetes y cinco mil suesetanos, que eran de una región de Aragón muy cercana a los pueblos ilergetes; y porque viniesen de mejor gana, les pagó de antemano.
En África buscaban los cartagineses sus favores. Reinaba un rey llamado Gala en una parte de ella, que era la más vecina a Cartago de la parte de poniente: era este rey muy amigo de los cartagineses, y la amistad estaba atada con vínculos de parentesco, porque Masinisa, hijo suyo, había casado con Sofonisba, hija de Asdrúbal Gison. Este, para valer a su suegro, pasó a España con siete mil infantes y quinientos jinetes, y desembarcó en Cartagena, 209 años antes de la venida de nuestro Señor al mundo. Fueron grandes estos socorros, y la parte cartaginesa sobrepujó a la romana: los vecinos del Ebro, que eran los celtíberos, estaban divididos, los unos por Roma, los otros por Cartago; y estos acordaron de no moverse, mientras los que estaban por Roma estuviesen quietos y sosegados. Serían estos pueblos de la Celtiberia muy poblados, porque eran más de treinta mil hombres los que se declararon por los romanos.
Deseaban mucho los cartagineses ocasión de topar con los romanos, porque confiaban de su poder y de los celtíberos, sus amigos: los romanos no menos confiaban de su buena fortuna y poder, andando los unos en busca de los otros; y por mejor comodidad, dividieron sus ejércitos de manera, que Asdrúbal Gison, Masinisa y Magon tomaron parte del ejército cartaginés, y Asdrúbal Barcino la otra. Los Scipiones hicieron lo mismo: Publio Cornelio tomó las dos partes, y Neyo Scipion, su hermano, la otra; y con los treinta mil celtíberos, que era lo mejor que llevaba, se fue en busca de Asdrúbal Barcino. No pasó mucho tiempo que el uno estuvo en vista del otro, y solo había entre los dos un pequeño río que les dividía. Asdrúbal mandó que los celtíberos que llevaba embistieran a los de los romanos, y por otra parte envió algunos de los celtíberos de su ejército a los que estaban con Scipion, para persuadirles que dejasen la amistad romana, y ya que no quisiesen valer a los africanos, a lo menos no les dañasen, pues Asdrúbal y sus hermanos eran hijos de española, y casados con españolas. Esto lo supieron negociar con tal arte que luego aquellos treinta mil celtíberos dejaron a Scipion y se volvieron a defender y cuidar de sus casas y haciendas; y por más que Neyo Scipion se lo rogó que no se movieran, fue su trabajo vano, porque decían que no querían pelear contra sus naturales y parientes, ni dejar perder sus casas y haciendas. Quedó Neyo Scipion muy sentido de esto, y muy flaco su ejército; y con la poca gente que le había quedado, se retiró, con intención de juntarse con su hermano. Asdrúbal Barcino ya había pasado el río, y con toda diligencia iba tras de Scipion, deseoso de pelear con él.
Mientras pasaba lo que queda dicho, Publio Cornelio Scipion caminaba con su ejército contra Asdrúbal Gison y Magon, sin saber que Masinisa estuviese con ellos, antes, bien cuando lo entendió, quisiera no haber tomado tal empresa, y tuvo gran alteración, y esta se le aumentó, cuando vio que no rehusaban la batalla. Llevaba Masinisa unos soldados tan diestros, que apenas salía alguno del real de Scipion para leña, o forraje o por otros menesteres, que luego estos soldados no le matasen o cautivasen. a lo que estaba con estos trabajos Publio Cornelio Scipion, llegó Indíbil con siete mil quinientos hombres, que, como dice Livio los cinco mil eran suesetanos y que eran del reino de Navarra, y los demás eran ilergetes. Publio Cornelio Scipion quiso estorbarles que se juntasen con los demás, confiando que él era bastante para vencer a Indíbil y sus ilergetes y suesetanos, y dejando encomendado el real, con alguna guarnición, a Tito Fonteyo, capitán romano, salió a media noche a combatir con Indíbil. La caballería africana que corría el campo tuvo noticia de esto, y luego dieron aviso al ejército cartaginés, y acudió con tal presteza y diligencia, que llegaron a la que querían pelear Publio Cornelio Scipion e Indíbil. Fue grande la matanza que hicieron en los romanos: Scipion, que les iba animando y exhortando que muriesen como buenos soldados, fue herido con una lanza en el costado derecho, que le salió al izquierdo, con que cayó del caballo, y luego le dieron muchas y muy grandes heridas, con que dio fin a sus días; y los cartagineses que estaban junto a él, viéndole caer del caballo, mostraron sobradas alegrías, y publicaban a grandes voces su fallecimiento por toda la batalla, con la cual nueva no faltó cosa para quedar absolutos vencedores; y los romanos, abiertamente vencidos, comenzaron a huir, como mejor pudieron, y parte de ellos acudió al real de Tito Fonteyo, y muchos a una ciudad llamada Iliturge (I mayúscula, ele), y otros hasta Tarragona, y fue doblado más número los muertos en el alcance, que cuantos faltaron en la pelea. Los españoles suesetanos y su capitán Indíbil y sus ilergetes fueron tenidos en gran estima, por haber esperado con tan poca gente a tantos romanos contrarios, no queriendo retirarse ni desviar la batalla, puesto que lo pudieran muy bien hacer sin perder algún punto de su buena reputación. Después de esto y haber refrescado la gente de Indíbil, se juntaron con Asdrúbal Barcino, que estaba en un lugar que Livio llama Astorgin (1: Anitorgis, Alcañiz, según Cortés), donde fueron recibidos con el contento que tan buenos sucesos como habían tenido podían causar. (Según el libro del padre Nicolás Sancho: En ella probamos con gran copia de datos y argumentos el sitio preciso de aquella Ciudad, y la mucha probabilidad que tiene la opinión de que la antigua Anitorgis de la Edetania corresponde a Alcañiz. Con cuyo motivo damos en el quinto Apéndice de la Sección segunda, muchas y curiosas noticias de las Ciudades, límites y circunscripciones de la Celtiberia y de la Edetania, según las respetables autoridades de Plinio, Estrabon, Ptolomeo, Tito Livio, y otros geógrafos e historiadores de conocida fama y reputación.)
La nueva de tan gran pérdida no había aún llegado a noticia de los otros romanos, aunque, según dice Tito Livio, había entre ellos un triste silencio y una secreta divinacion, (adivinación, presentimiento) cual suele ser en los ánimos que adivinan el mal que les está aparejado; y los sobresaltos que daba el corazón de Scipion, y sustos que tenía, eran indicios ciertos, no solo de lo que pasaba, mas aún de las desdichas e infortunios que le estaban aparejados, y presto le habían de venir. Íbase retirando con su ejército, caminando siempre de noche, hacia el río Ebro, donde hoy es Zaragoza (Caesaraugusta, Sarakusta); pero apenas fue partido, cuando tuvo sobre si los caballos númidas, que ya por los lados, ya por las espaldas, le iban picando. Entonces Scipion, que ya tenía sobre si todo el poder de los cartagineses y númidas, que con Masinisa e Indíbil le apretaban, se alojó con toda su gente en un montecillo no muy bien seguro; pero de los que había alrededor este era el más alto. Subidos aquí, tomaron en medio cuantos impedimentos y fardaje traían y juntamente los caballos, y puestos a pie todos sus dueños mezclados con el peonaje, rechazaban con poca dificultad, y sin tener otro reparo por los rededores, el ímpetu de los caballos berberiscos y jinetes númidas que siempre les daban rebato; mas como después llegaron los capitanes cartagineses con Masinisa e Indíbil, conoció Scipion cuán vano era trabajar en retener aquella cumbre o montecillo, no poniendo baluartes al rededor o fosas o vallados, e imaginaba con gran vehemencia, qué modo tendría para hacer alguna defensa. La cuesta, de su propiedad era rasa, de suelo pelado, tan duro y tan desolado, que ni criaba leña ni rama donde pudieran cortar maderos para los palenques, ni tenía céspedes o tierra de que hacer paredones ni reparos, ni mostraba disposición a las cavas o trincheras, y finalmente no hallaron aparejo de poder obrar algo con que se remediasen. Menos había malezas o pasos o riscos dificultosos de ganar, de subida trabajosa, cuando los enemigos llegasen; porque todo aquel montecillo precedía (o procedía, no se lee bien) llano, sin casi lo sentir, hasta dar en la cumbre. Queriendo suplir este defecto, comenzó Neyo Scipion a formar una semejanza de reparo por el circuito, con albardas y líos de los mulos que traían el fardaje, sobreponiéndolas muy bien atadas unas con otras, conformes al tamaño que solían tener en sus baluartes acostumbrados y verdaderos; y donde faltaban albardas y líos, metían ropas o cualesquier impedimentos que hiciesen bulto, por no parecer que de ningún cabo les menguaba. Lo tres capitanes cartagineses, al tiempo que llegaron, guiaban sus escuadrones contra lo fuerte de la cuesta, muy determinados a lo combatir, y la gente del ejército respondía con buena voluntad a su determinación, sino que la nueva manera del reparo, cuando lo vieron desde lejos, les hizo dudar algún tanto, creyendo ser defensa más brava. Sus principales y caudillos, viéndoles así parados, discurrían por las batallas enojados de su detenimiento; preguntábanles a voces: en qué se paraban; cómo no deshacían con los pies aquel espantajo romano; pues a mujeres o muchachos no se podía defender, cuanto más a tan denodados varones cuanto venían allí; que si bien mirasen los enemigos, que vencidos eran; escondidos que estaban tras de aquellas albardas pajizas, en llegando se darían a prisión o serían degollados a mano y sin pelea; que pasasen adelante, y no se detuviesen ni mostrasen pavor de tanta vanidad. Estas reprehensiones voceaban los capitanes africanos en menosprecio del reparo romano; pero verdaderamente venidos al toque, más difícil hallaron el saltar las albardas y líos, de lo que publicaban al principio, por estar entre si bien atadas y túpidas en harto buena alzada, y tras ellas haber hombres valientes y guerreros que todavía tenían ventaja centra quien llegase por defuera, como pareció casi luego que fueron acometidos, que solamente para romper líos y hacer entradas hubo menester grandes acometimientos, y se tardaron largas horas: mas al cabo, derrocados los reparos en muchas partes y metida la furia cartaginesa por ellos, ganaron el real de todo punto, sin poderlo valer Neyo Scipion. Allí sus romanos, hallándose pocos, atemorizados y confusos, morían despedazados por diversos lugares a mano de los cartagineses y de los españoles confederados, que venían muchos en cuantidad, ufanos y victoriosos con el buen despacho de la batalla pasada. Pudieron huir algunos romanos en los montes y sitios fragosos que no caían lejos, y por algunas partes acudían pocos a pocos, fatigados y heridos, al otro real, que fue de Cornelio Scipion, donde Tito Fonteyo, su lugarteniente, les amparó con la diligencia que bastaba su posibilidad, mas no para que dejasen de morir en todos estos caminos muchos buenos romanos y diestros. Con ellos pereció también su capitán mayor Neyo Scipion, dado que la manera de su muerte traten discrepantemente Livio y nuestros cronistas: unos certifican ser hecho pedazos entre los primeros; allá dentro del reparo, cuando se rompieron las entradas por los líos y defensas ya declaradas; dicen otros haberse retraído con unos pocos en una torre desierta cerca del real, y que los cartagineses al principio, no pudiendo quebrar las puertas al desquiciarlas a fuerza, las pusieron fuego por el rededor, y quemándolas, mataron dentro cuantos en ella quedaban, y también al capitán general. Como quiera que sea, murió de esta vez Neyo Scipion, según debía morir un caballero muy excelente, siendo pasados veinte y siete días después de la muerte de su hermano, y siete años cumplidos y pocos mes adelante, después de su venida a España. De esta manera tuvieron fin los dos hermanos Neyo Scipion y Publio Cornelio Scipion, sin valerles su saber y disciplina militar y la buena y próspera fortuna que siempre les fue compañera, aunque en la mayor necesidad se les volvió adversa. Esparciéronse los pocos romanos que de aquellos encuentros escaparon por España, sin hallar lugar cierto y seguro donde recogerse, porque como eran tan aborrecidos de los naturales, y los amigos de ellos se eran vueltos al bando cartaginés, era peor el tratamiento que se les hacía de lo que habían padecido en las batallas pasadas, y tantos más murieron en esta huida que en aquellas. El mejor acogimiento que hallaron fue en Tarragona y su comarca, donde quedaba Tito Fonteyo con algunos soldados romanos, el cual, y otro caballero llamado Lucio Marcio los recogieron, conservando las reliquias del pueblo romano esparcido por España, que atónito de lo que había sucedido, no sabía qué consejo tomar: y aquí acaba la historia del diligente historiador y erudítisimo varón Florián de Ocampo, el cual en cinco libros, por orden del emperador Carlos V, de buena memoria, recopila la historia de España, desde el principio del mundo hasta estos tiempos, que ha sido tan acepta y de tanta autoridad, que casi todos los que la han escrito después de él le han seguido, por haber este autor tenido por blanco la verdad; y es tan estimada de todos los varones doctos y sabios, que no sé cuál ha de ser mayor, el sentimiento de que no haya proseguido aquella, o el gusto y contento que tenemos de que el maestro Ambrosio de Morales la haya continuado, pues lo que el primero dejó imperfecto lo hallamos tan cumplido en este segundo autor, que parece que en lo que él ha dicho y hecho, ni poderse más añadir, ni aún los maliciosos que corregir; y así, tomando este autor por guía, y de los otros lo que fuere a nuestro propósito, continuaremos lo que se siguió después de la muerte de los Scipiones, hasta el fin de la obra, según será menester.