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lunes, 25 de octubre de 2021

V. APRENSIONES Y CASUALIDADES.

V.

APRENSIONES Y CASUALIDADES. 

Tres veces el astro de la noche ocultara del todo su prestado resplandor a los habitantes de la tierra: tres veces apareciera de nuevo como una pincelada amarilla echada por distracción en la tela azul del inmenso espacio: tres veces, como ejemplo de la inconstancia humana, repitiera la periódica variación de sus fases; y ni la alteración más leve había padecido todavía en su luminoso disco la hermosa luna de miel de dos jóvenes esposos, quienes, al contemplarla en su plenitud seductora, ni temían lejano, ni creían posible el menor decrecimiento; Unidos por el amor, de amor vivían, retirados en una solitaria quinta, cual si tuvieran escrúpulo de lastimar los ojos de la envidia con el espectáculo de su felicidad y de su recíproca ternura. Nada menos dramático que sus conversaciones: semejantes a la poesía hebraica, en ellas alternaban las palabras, pero repetíanse las ideas, como si cualquiera de ellos fuese un eco 

mental de su interlocutor. Juntos siempre los dos, ora estuviesen entretenidos en casa, ora cultivasen un pequeño cercado, que llevaba el título inmerecido de jardín, o ya saliesen a dar largos paseos por los frondosos alrededores, pudiera decirse de cualquiera de ellos, que era la sombra de su consorte. 

A pesar de todo esto por dos o tres veces había ya sucedido que el esposo partiera solo hacia la ciudad, sin dar explicaciones satisfactorias de los motivos que allá le conducían. Achacábalo de una manera vaga a negocios de importancia, lo que era abrir un campo inmenso a conjeturas y recelos; parecía empero que el tierno abrazo de despedida encerraba la mágica virtud de impedir que brotasen tan malas yerbas en el corazón de la recién casada, inexperto y sencillo como el de una virgen. Así la separación material de algunas horas, breve paréntesis de su felicidad, no producía en ella más desazón que la de una ligera impaciencia, deseando que el día acelerase su carrera, a fin de gozar en el siguiente el nuevo abrazo con que solemnizaba siempre su regreso el cariñoso marido. 

Hacía más de veinte años que el padre de este había comprado la retirada quinta, en que la dichosa pareja vivía alimentándose aún del pan de la boda, como los antiguos dioses de néctar y ambrosía. La ambición y el gusto de ser 

propietario le habían costado un pleito, y tuvo que pasar a Madrid para sostenerlo. Hallábase cierto día en uno de los cafés de la corte, cuando entrando un caballero y dirigiéndose hacia él, exclamó: Señor de Ribalta!, y al mismo tiempo que nuestro novel propietario se inclinaba para saludarle, otro personaje, sentado a la mesa contigua, tendía la mano al recién venido. 

- Con qué también V. es Ribalta? díjole nuestro hombre, tratando de cubrir con una benévola sonrisa la confusión que le acarreó su precipitada cortesía. 

- Eugenio Ribalta y Soler, para servir a V.  

- Y Eugenio también? Qué diantre! V. es un tocayo superlativo. Tres veces homónimo de mi chiquillo. 

- Ah! con que tiene V. un chiquillo? Pues señor, no puedo decir yo otro tanto. Parece que a mi mujer no le ha valido el ser tocaya de la madre de Samuel

Y cuando uno empieza a tener los cabellos grises... pero en fin, que le haremos? Ya que la suerte me ha favorecido, dándome noticias de esta segunda o tercera edición de mi fé de bautismo, no puedo menos de ofrecerme a la disposición de V. Agente de negocios: calle de... 

- Providencia divina! Si he venido aquí para un pleito! 

De esta forma entablaron relaciones amistosas los dos Eugenios Ribalta. Nuestro litigante, más feliz que Teseo, había encontrado a la vez un Piritoo, un hilo de oro para salir del laberinto curial, y casi diríamos una Ariadna en la tocaya de la madre de Samuel. Pero en Dios y en conciencia que no pasó de mero tertuliano, y al regresar a su patria, con un fallo definitivo que le aseguraba el tranquilo posesorio de la finca disputada, merced a su derecho y a los buenos oficios de su sagaz consejero, conservó siempre buenos recuerdos de aquella familia, y algunas cartas de tarde en tarde echadas al correo, parecían marcar las olimpiadas de su casual y dichoso conocimiento. Ignorábalo completamente el hijo, a quien pudiéramos llamar Eugenio tercero, así es que no cuidó de participar al agente de negocios la defunción de su padre, ocurrida dos años antes de verificar su matrimonio. 

La quinta que habitaban Eugenio y su apasionada compañera está situada en la falda de una de esas desiguales y escabrosas montañas, que extendiéndose al occidente de nuestra isla, se elevan como un triple valladar opuesto a las olas que vienen del continente español. Una mula con su correspondiente aparejo estaba arrendada a un anillo de hierro puesto a la puerta exterior: Eugenio con botines de cuero, sombrero de palma y una delgada vara de acebuche en la mano la desataba tranquilamente. 

- Y no te parece que hoy partes demasiado tarde para ir a la ciudad? 

- En verdad que ese diablo de hortelano me ha enredado más tiempo del que convenía; pero con poco más de tres horas estaré allá si Dios quiere. 

- Dentro de poco se habrá puesto el sol, y tú no estás acostumbrado a viajar de noche. 

- Eso no le hace. Piensas que he de tener miedo? 

- Si aguardases a mañana? 

- Mira Adelita, estamos a catorce de octubre, pasado mañana son tus días, y es preciso, de toda precisión, que antes haya dado vado a esos negocios que traigo entre manos. 

- Estos negocios... repitió lentamente Adela. 

- Vaya, adiós, adiós. Pero sabes, Adelita, que siento un dolor en mi mejilla izquierda. 

- Y eso? 

- Es que está quejosa de ti porque no me has dado más que un beso en la derecha. 

- Ah! dijo Adela, y se abalanzaba a cumplir el deseo de su esposo; mas de repente se encendió su rostro, brotaron lágrimas de sus ojos, retrocedió un paso, volvió las espaldas, y echó a correr y a ocultarse por la puerta de la quinta. Eugenio sorprendido quería seguirla, pero creyendo que no era aquello más que una explosión de nimios temores y efímero sentimiento, y viendo además que se hacía muy tarde, montó en la mula y tomó el camino hacia la ciudad. 

Aún no había andado trescientos pasos cuando se detuvo en un altillo desde el cual se descubrían las ventanas de la quinta. Solía aquí volverse y agitar su pañuelo respondiendo a iguales demostraciones de parte de su Adela; pero esta 

vez las ventanas no presentaban más que su negro vacío. Tentaciones tuvo de desandar su camino, pero al fin se decidió a continuarlo. Si estará llorando? decía entre sí. Habrá niñería! Pero, por qué llora? 

Por qué! Difícilmente lo hubiera adivinado. Adela confiada por naturaleza no podía abrigar recelos contra su esposo: segura de la ingenuidad de sus palabras no comprendía los pretextos: ardiente en sus afectos no sospechaba la tibieza. Creía a todos los corazones elevados a la misma temperatura. A lo menos al de su Eugenio le creía tan igual al suyo en sentimientos como en pulsaciones. El matrimonio, así como había santificado, había también embellecido las ilusiones del amor, ¿y podía soñar siquiera que la constancia les concediese tan sólo un plazo menor de tres meses? 

Pero aquellos negocios de los cuales se le callaba el origen y los pormenores... aquellas excursiones cuyos resultados ignoraba... ¿sería acaso que en este secreto tan obstinadamente guardado se envolviese un misterio de iniquidad? Sería que otra mujer...? Esta idea la había asaltado de improviso: había penetrado en su mente rápida y mortal como el cuchillo de un asesino que acomete por la espalda. Adela se avergonzó de haberla concebido, pero su sonrojo no mitigaba ni el dolor ni el frío horrible de aquella súbita puñalada. Huyó de su esposo, como hubiera querido huir de sí misma para libertarse del fatal espectro que involuntariamente había evocado. 

parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó


Entretanto el sol seguía en su majestuoso descenso: parecía que iba a sentarse en la pelada cima de Galatzó, a guisa de viajero cansado que gusta de dar la última ojeada al país que abandona. Sus rayos tibios como los de la luna no molestaban con su calor ni con su claridad deslumbradora: las sombras se extendían a los pies de los árboles como si quisieran huir del abrigo de sus copas, y los vientos parecía que estaban aprisionados en sus cavernas. Eugenio atravesaba un frondoso valle, silbando maquinalmente una canción favorita; en su cabeza empero se revolvían diversos pensamientos, y para darlos a conocer al lector es preciso valernos de monólogos, echando a perder la mayor parte del efecto que hubieran producido si se pudiesen traducir con toda su rapidez y vehemencia, su falta de ilación y su vaguedad misteriosa. 

"Yo no sé por qué razón ha de llorar hoy, cuando siempre la he dejado tan risueña y tan contenta. A bien que se verificará lo del Evangelio: Y vuestra tristeza se convertirá en gozo. 

Qué magnífico efecto harán aquellas preciosas amatistas sobre su cuello tan blanco... tan blanco! 

Adelita es un copo de nieve... con un corazón de oro y un alma de ángel. 

Es mucho lo que me quiere. Somos recíprocamente ídolo y sacerdote. 

Y dicen que en la tierra no se puede encontrar la felicidad? Los escritores ascéticos como que hayan padecido siempre de hipocondría. Exageran mucho. Si los viciosos no pueden ser felices, tanto peor para ellos. Para ser buenos no es menester desollarse a disciplinazos

Oh! Dios mío, que pródigo de bondades habéis sido para conmigo! Cuánto merecéis que yo os ame! 

Los sabios se han calentado la cabeza buscando el sitio del paraíso terrenal; yo que soy un lego en la materia les diría: Ahí, detrás de esas montañas. 

Si no es el paraíso de Adán, es el mío. Es un Edén algo escabroso, pero es un Edén. 

Qué me falta a mí para ser completamente feliz? Nada. Tengo el corazón lleno hasta los bordes como una copa de vino generoso. 

Pero un golpe dado por inadvertencia puede romper el cristal, y derramarse el licor en medio del banquete! Ah! sí, algo me falta: la seguridad y la duración de la dicha que poseo. 

Si estuviese seguro de vivir veinte años de la vida que ahora disfruto... Esto sería una eternidad de gloria. Una eternidad?... Un relámpago. Veinte años pasarían como han pasado esos tres meses. 

Muy corta es la vida del hombre. ¿Qué le costaba a Dios hacerla durar tres o cuatro siglos? Si me diesen a escoger, y me preguntasen ¿quieres ser Alejandro Magno, o Virgilio, o Napoleón, o Rothschild! yo contestaría: Matusalén... pero Adela habría de vivir tanto como yo. Sin esta condición... Qué, sin esta condición...?

Ay, Dios mío, quién de los dos morirá primero? Si es ella, qué horrible soledad! y si me sobrevive, me llorará mucho? Me llorará como estaba llorando ahora? Mas, por qué habrá prorrumpido en llanto? A qué viene ese lloro tan  intempestivo? Será que su corazón le anuncie algún pesar, que presienta algún infortunio?

Y qué habrá de verdad en esto de presentimientos? Cómo pueden los filósofos explicarlo? Ni la inteligencia de un suceso impensado, ni la previsión de uno posible bastan para formular un sistema. Y por qué el corazón ha de anunciar solamente las desgracias? Por qué ha de ser solamente un ave de mal agüero? 

Supongamos que ha de darme un accidente cualquiera: ¿Cómo puede impresionar el alma de Adela un hecho todavía no existente? Cómo es posible que el efecto preceda a la causa? Verdad es que Dios nos ha rodeado de tantos misterios tangibles, sin duda para que creamos en otros que están más fuera de nuestro alcance... 

He dicho: supongamos. Y quién sabe si en realidad ha de sucederme una desgracia? Lo cierto es que Adela llora, que llora hoy y no había llorado otras veces. Si esto es un presentimiento, ¿cuál debe ser la desgracia que ha de ocurrirme? Si no lo es... de seguro que estoy tan triste como si lo fuese." 

Al volver un recodo de la fragosa cuesta que a manera de banda terciada sube un escarpado cerro para continuarse descendiendo en la vertiente opuesta, dos o tres cuervos pasaron volando por cima de la cabeza de Eugenio. Su graznido desagradable a los oídos, produjo en su pecho una impresión mal definible, pero de fijo nada halagüeña. 

"En verdad, seguía diciendo, o por mejor decir pensando, en verdad que razón tenía aquel religioso, aplicando a los pecadores el nombre de cuervos

Crás, crás. Siempre mañana. 

Mas, por qué los pecadores solos? No vivimos todos con esta idea fija? 

No somos todos una especie de cuervos? Yo también digo: crás. Yo también cuento con un placer dulcísimo para el día de mañana. 

Pero si es un cuervo el que me anuncia este día, ¿qué puedo esperar de bueno? Mensajeros de malas nuevas, por qué no las traéis siquiera bien expresadas? 

En todos tiempos se ha creído en agüeros. Quién debió de inventar esta creencia? Sería posible que un pueblo tan culto como el griego, que uno tan inteligente como el romano, se dejase engañar por media docena de impostores

Los apóstoles de la civilización declamarán cuanto quieran; pero ¿son capaces de explicar todos los arcanos de la naturaleza? Si el llanto de Adela fuese un presentimiento...? Si el graznido de los cuervos fuese un agüero...? 

Un agüero? Y de qué? crás, crás. Este chillido me hiela el corazón."

(Recuerden el poema de Edgar Allan Poe, de esta misma época, the raven

En esto había subido ya el áspero repecho: hallábase en la parte superior de la montaña y apeóse de la mula para bajarla con menos riesgo o con mayor descanso. El largo y profundo valle que descubría estaba todo cubierto de sombra, el ramaje de los pinos en las vertientes laterales era ya de un verdinegro muy subido: las copas de los olivos que alfombraban la hondonada, inmóviles y uniformes producían un melancólico aspecto; solamente a lo lejos, allá en las últimas crestas de enfrente veíanse algunas manchas iluminadas de una manera pálida y sin brillo. Una ancha nube asomándose por la derecha cubría un buen pedazo de cielo: en su parte más densa presentaba un color de ceniza mojada, sus bordes unos eran blanquecinos y otros débilmente amoratados. Algunas nubecillas, como jirones desprendidos de aquel manto, flotaban indecisas por el resto del hemisferio. Eugenio a fin de acortar un poco su camino, en vez de seguir la empedrada cuesta, tomó una vereda mal abierta sobre rocas y entre espesos matorrales. Mas antes de emprenderla volvióse para mirar el sol, y precisamente en aquel instante desaparecía su disco. 

“Oh! cuán triste ha de ser para un moribundo que conserva sus sentidos ver la puesta del sol, y pensar interiormente, para mí no se levantará mañana! Y para cuántos, seguía pensando, no saldrá el sol mañana sin que estén moribundos hoy? Oh mañana! esfinge de la cual todos se creen Edipos, y de la cual todos vienen a quedar devorados!" 

La aspereza del terreno, que bajando siempre forma altos y desiguales escalones de puntiagudos riscos, o presenta la superficie inclinada y lisa de anchas rocas, le obligaba más bien a dar saltos que a sostener un paso igual y acompasado. Otras veces no había hecho el menor alto en la incomodidad del camino, bien que no lo pasara nunca en hora tan avanzada del día. La semi- oscuridad y el aspecto salvaje de la naturaleza, el silencio del desierto y la molestia física sobreviniendo a las ideas tristes que se habían infiltrado en su pensamiento, despertaron en él una especie de irritación nerviosa. 

"Vaya una diversión, ir trompicando por esas piedras! Y la noche que se me viene encima! Pues bueno sería que me perdiese por estos andurriales sin oír otra cosa que crás, crás por toda palabra de consuelo! 

Y Adelita? yo no debía dejarla hoy. Me he mostrado duro, indiferente con ella. He sido un bárbaro. Maldito el hortelano que me ha entretenido con su charla sempiterna: maldito sea el diamantista que hace quince días podía tener listo mi encargo. No sé qué daría por verme ya en la ciudad." 

Y luego como para disipar su mal humor buscó un pensamiento cualquiera, y se entretuvo en desenvolver y anatomizar, por decirlo así, la primera idea que le había ocurrido. 

"Y si ahora yo resbalase... pensó. Una cosa tan fácil! Si ahora cayese y me rompiese una pierna? La mula se escaparía, y yo aquí, solo, herido, desamparado. ¿Quién es el valiente que en tal situación no llorase? Muchos blasfemarían sin duda; pero de seguro que empaparían de lágrimas sus blasfemias. Bien puede uno decir: llueve males, o Júpiter! cuando está rodeado de admiradores; pero solo, enteramente solo, en medio del desierto, esto ya es otra cosa. Yo probaría a levantarme y no podría: tendría que ir arrastrando y a cada paso las puntas del hueso roto me entrarían en la carne, y en una hora no andaría quince varas. No, lo mejor sería acurrucarme aquí, y esperar a que mañana oyese mis gritos algún pasajero. Qué noche tan larga! tan horrorosamente larga! Qué frío tan intenso padecería! De seguro que entonces daría toda mi hacienda por las dos zaleas del aparejo, una para acostarme y la otra para cubrirme. Pero no, no la diera. Preferiría un martirio tan atroz a dejar pobre a mi Adelita. Y yo me estaría aquí abandonado de todo el mundo, y mis amigos de la ciudad en el teatro, y los mozos de labranza junto a la llama del hogar, y ella durmiendo sobre mullidos colchones. Y si mañana me encontrasen transido de frío, helado, muerto, ella se desmayaría, me lloraría un mes, dos meses, tres meses; pero también el lloro cansa, y al fin vendría el consuelo, y quizás con el tiempo otro amor... ¡Oh dichas de este mundo, cuán falaces, cuan pequeñas, cuán efímeras sois!" 

Esta situación horrorosa se apoderó de su fantasía. Había querido jugar con esta idea como con un lobezno, y de repente se sintió mordido. Frecuentes escalofríos recorrían sus miembros, erizábanse los cabellos, y las piernas le flaqueaban. Montó otra vez en su cabalgadura, pero asimismo se veía andar a gatas, rozando el pecho sobre las piedras, arañándose el rostro con los abrojos de los zarzales, desollándose las manos, y dando un grito agudísimo a cada movimiento de la pierna herida. En valde trataba de ahuyentar estas imágenes: ellas volvían con la importunidad de las moscas, con la tenacidad de las avispas, con la ferocidad de las arañas. Y la luz del crepúsculo más y más palidecía, y el camino se prolongaba, y la mula andaba lentamente, y Eugenio no osaba arrearla por miedo de caerse. 

Lindan con el camino dos o tres trozos de pared derruída, restos de una pobre casa desde mucho tiempo abandonada: una porción de olivos plantados a hileras se extiende a su alrededor, la Riera circuye la falda del montecillo, y 

fuese por casualidad o por alguna causa desconocida, la mula se detuvo enfrente de sus ruinas. Eugenio la aguijaba con suavidad y recelo, tiraba de la rienda, y ella cabeceaba y no obedecía. Despertáronse entonces en la memoria del pobre joven recuerdos de tradiciones y consejas en que nunca había parado la atención. Trasgos y duendes hervían en su imaginación, de antemano tan cruelmente sobreexcitada: ruido de cadenas sonaba en sus oídos, fantasmas vestidos de blanco se deslizaban ante sus ojos, los árboles se habían convertido en procesión de frailes, y el rumor de las aguas en responsos de difuntos. Eugenio sudaba a mares y tiritaba de frío. 

Más adelante encontró dos niños que venían hacia él cargados de sendos haces de leña. Respiró Eugenio, pues iba a disfrutar un minuto de humana compañía en medio de aquella soledad para él tan espantosa. Hubiera dado de buena gana su bolsillo entero al que de ellos hubiese consentido en subir a las ancas y acompañarle hasta la ciudad. Y eran niños de seis a siete años. Para saborear aquella especie de ligerísimo consuelo se detuvo a preguntarles. 

- A dónde vais, niñitos? 

- A casa, con esta leña. 

- Está muy lejos? 

- Cerca de media hora. 

- Y no tenéis miedo de la oscuridad de la noche? 

- No señor. 

- Felices vosotros, dijo entre sí. De quién sois hijos? 

- No tenemos más que madre que está ciega

- Y de qué vivís? 

- Mendigamos por estos contornos. 

- Pobres niños! exclamó interiormente. Decidme, qué pájaro es el que ahora ha cantado?

- No lo habemos oído. 

- No habéis oído un pájaro que cantaba? 

- No señor. 

- Un pájaro que hacía así. Y se puso a remedar una especie de melancólico y prolongado silbo que poco antes había oído. 

- Esto es una lechuza

- Una lechuza, y no la habíais oído vosotros? 

- No señor. 

- Entonces habrá cantado solamente para mí. Y la vieja Margarita me dijo que había oído una lechuza la víspera de la muerte de mi padre. Oh Virgen santísima! Oh Madre de los Dolores! Oh Adela! tu presentimiento era cierto. 

Crás. 

Redobláronse entonces los sacudimientos nerviosos del infeliz mancebo: castañeteaban sus dientes, la calentura abrasaba sus venas, y un frío intenso congelaba sus extremidades. So corazón repetía aceleradamente las pulsaciones, como un reloj desconcertado, y la imaginación despótica reinaba sobre las demás facultades del alma. El desgraciado ya creía de todo corazón en presentimientos, en agüeros, en fantasmas. La lechuza era para él un mensajero de la muerte: y para él, solamente para él había resonado su fatídico acento. Eugenio invocaba a los santos, rezaba en alta voz, pero su memoria trastornaba y confundía las oraciones más usuales, las preces que había repetido cotidianamente desde su infancia. 

La noche había cerrado completamente. Ni una estrella brillaba en el firmamento. La sombra vespertina, cundiendo como una mancha inmensa, había encapotado el cielo todo; y la ciudad parecía haberse alejado diez leguas. Si el pintor griego pudo marcar los diversos grados del dolor en las fisonomías de los concurrentes al sacrificio de Ifigenia, tuvo que cubrir con un velo el rostro de su desdichado padre. El arte se confesó impotente para rivalizar así con la 

naturaleza. Así también aquí nos damos por vencidos confesándonos incapaces de trasladar al papel la prolongada agonía, la tortura moral del pobre Eugenio, desde que dejó súbitamente a los niños hasta que penetró en la ciudad, hasta que estuvo en su casa. 

Recibióle su nodriza, la vieja Margarita, quien parando los ojos en su palidez y desencajadas facciones prorrumpió: 

- Señor, qué tenéis? Qué novedad ha ocurrido? 

- Nada. Estoy bueno. Ve a buscar al padre Ignacio, dile que venga. Quiero confesarme. 

- Pero, estáis enfermo? qué ha sucedido? Y Adelita? 

- Obedece. Pero no, ve antes a casa del diamantista y dile que te entregue aquello. Pronto, pronto. 

- Voy. Encima del bufete encontraréis una carta del correo. 

- Carta para mí? no es posible. Yo no conozco a nadie fuera de la isla: yo no tengo correspondencias. 

Y al entrar en su gabinete vio una carta cuyo sobre decía: A D. Eugenio Ribalta, y volviéndola para abrirla reparó que estaba cerrada con oblea negra. Dióle el corazón un vuelco. De dónde, de dónde es esta carta? Y miraba y remiraba el sello del correo, y no descubría más que una ligera mancha aceitosa con unas pequeñas motas rojizas. Abrióla con el afán del que prefiere la certidumbre de una desgracia al martirio de la zozobra, y desdoblando un papel que contenía, lo primero que hirió su vista fue una calavera sobre dos huesos cruzados. Otro aviso del cielo! exclamó. Temblábale el pulso, y haciendo un esfuerzo, leyó casi deletreando: "La esposa y demás parientes de D. Eugenio Ribalta y Soler 
(Q. E. P. D.) suplican a V. que se sirva asistir a las exequias que han de celebrarse por su alma, en la iglesia de Santa Cruz..." Y no pudo proseguir. Sus ojos inmóviles se clavaron en las mayúsculas que trazaban su nombre. 

Eugenio Ribalta y Soler. Y lo leía y releía, y la exaltación de su fantasía y la fiebre que le devoraba se exacerbaron de un modo horrible. No pudiendo tenerse en pie cayó desfallecido sobre la cama. Este soy yo, decía. Yo mismo... Y yo he muerto. Dónde estoy ahora? Adela! ven aquí. Dame la mano, ponla sobre mi corazón... Tu collar de amatistas, con sus pendientes y brazalete... Todo igual, todo bonito! Oh qué sorpresa! Sí..., para el día de tu santo. 

No, no quiero morir. Adela, dame un beso... Un beso más. Cómo me duele todo el cuerpo! Qué ardor siento en la frente! Eugenio Ribalta y Soler. No: no soy yo. Yo me llamo... me llamo... Y pasábase la mano por la frente de una manera convulsiva.

En esto llegó la anciana y le dijo: Señor, aquí le traigo la cajita.

Estas palabras fueron una especie de calmante, pero activo e instantáneo: las ideas confusas que atravesaban la mente de Eugenio se esclarecieron un poco, la calentura perdió de su intensidad, las tinieblas abrieron paso a una ráfaga de luz efímera y amortecida. 

- Dame, dame, mañana es santa Adela; no sabe nada. He de sorprenderla... Oh!!! negras! negras! De luto..! viuda! 

Efectivamente al destapar la cajita había descubierto un collar y unos pendientes de azabache. Apretábalos el enfermo convulsivamente y repetía... Amatistas negras... negras como el cuervo. Crás, crás. Y Adela es ciega, y viuda, y busca leña... Y el sol? Dónde está el sol? 

- Señor! Qué es esto! Dios mío! exclamaba llorando la anciana Margarita. Eugenio! Eugenio mío! 

- He muerto, me he roto una pierna, tengo sangre... arre mula. Dame un beso, otro, sino, no te daré el collar... Amatistas finas, finas... no, tú eres viuda... 

He muerto... iglesia de Santa Cruz... 

Un hombre entró con una cosa en la mano, y dijo a la anciana. 

- Mirad, buena mujer, que os habéis equivocado: habéis tomado una cajita por otra. 

- Y esto ha muerto a mi pobre Eugenio: corred por Dios en busca de un médico: corred. 

Y la anciana mesándose los cabellos lloraba inclinada sobre el pecho del enfermo, quien cogiéndola por el cuello proseguía: Crás crás. No es verdad que me quieres mucho? Por eso te regalo el collar. Arre mula. Y no estás en la ventana? y lloras? Lloras porque eres viuda y te casarás con otro. Fuera de aquí esta lechuza. Decid que salga el sol. Yo quiero el sol. Sino no te daré el collar ni un abrazo, ni piedras negras... Yo tengo dos hijos muy hermosos, muy rubios, y vienen en las ancas... arre mula... y ya no buscan leña... pero tendrán collares finos... pero tú... tú eres viuda... Adela, Adela un beso... 

Así continuaba en su delirio repitiendo palabras incoherentes, pero siempre alusivas a los pormenores de su fatal jornada, a su tierna y acendrada pasión, a los azares que podían considerarse como agüeros de su muerte. Llegó el médico, le examinó largo rato con ademán meditabundo, luego arqueó las cejas, y volviendo el rostro con voz reposada y monótona exclamó: 

Congestión cerebral fulminante. Que llamen corriendo la santa Unción. Dentro de ocho minutos habrá muerto. 

domingo, 17 de octubre de 2021

A D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN... EN EL OTRO MUNDO.

A
D. LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN...


EN
EL OTRO MUNDO.

Mi estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo



Mi
estimado amigo y dueño: Desde que tuvo V. la humorada de emigrar al otro mundo, dejando, vamos al decir, a sus numerosos apasionados con
la miel hiblea del sabrosísimo trato de V. en la boca, dio en la
flor de tornarse olvidadizo, y si te vi no me acuerdo. ¡Cáspita con
el Sr. D. Leandro! ¡No haber caído en enviar por acá alguno de sus
manes, un pedacito de sombra funeral, o siquiera unas simples
expresiones con cualquier mochuelo desocupado! En fin, ¿qué le
haremos?
¡Cosas de difuntos! En cambio los amigos de V. a cada
momento hacemos memoria del que sabía cautivar los corazones con las
nobles prendas del suyo, del que lograba deleitar siempre, pariterque
monendo, con su buen seso y peregrina instrucción.


Anteanoche,
sin ir más lejos, nos hallábamos reunidos en casa del P. Romero
(aquel capuchino que en 1814 vivió con usted en Barcelona, calle d‘
en Patrixol
, posada) (*),
(*) Allí vivió efectivamente
Moratín por este tiempo, según consta en una carta autógrafa del
mismo, que posee un distinguido literato de Sevilla, publicada en la
Revista de literatura, ciencias y artes de la misma ciudad. - N. del
A.



este
exclaustrado, D. Félix de Cantalicio (¡tan alma de Dios como
siempre!) y este humilde criado de V., y estuvimos hablando
largamente de V. entre jugada y jugada de tresillo. Nuestro don
Félix, que nunca leía ningún papel de su estimado Moratín, (¿se
acuerda V.? ¡qué tiempos aquellos!) sin tomar antes medio cucurucho
de rapé, y sin exclamar concluida su lectura: ¡Optime, optime,
optime!; no pudo contener las lágrimas al recordar a V. a quien
sigue llamando: Dimidium animæ meæ. El tono como pronunció
anteanoche el buen D. Félix esta frase de hondo cariño que Horacio Flacco (editio expurgata) dirige en una de sus odas a su caro
Virgilio, nos hizo prorrumpir a los tres en un tierno y fervoroso
anima ejus requiescat in pace, que acabó de conmovernos
profundamente y de soltar la rienda al llanto que sentíamos brotar
de nuestros corazones.


La
conversación acerca de V. vino a propósito de una catilinaria que
D. Félix enjarretó con la piltrafa de pulmón que le queda (¡el
pobrecito está de asma, que no puede resollar!) contra el estado
bochornoso a que se halla reducido en su concepto el teatro español.
Como no habrá usted echado en olvido, D. Félix fue en su mocedad
alumno de las musas, y tiene sobra de juicio para todo. ¡Vamos, que
sus dos autos sacramentales y su sermón panegírico-doctrinal de S.
Ignacio son cosa de gusto! (salvo el parecer sine apellatione de V.
que para esto de poner en su punto el mérito o demérito de las
composiciones literarias se pinta sólo.)
Ad rem ergo, como
decíamos en los escolapios. D. Félix se ha empestillado en que la
Talía española se halla in extremis, o como quien dice, con el alma
entre los dientes. ¡Ah! (decía anteanoche dando sendas manotadas
encima de sus escuálidos muslos y echando cohetes por sus ojos
llenos de vida.) ¡Qué falta hace por acá nuestro don Leandro!
¿Quién sino el inmortal autor de la Comedia nueva podría
exterminar con la tizona de su guerrera y terrible sátira a tanto
moderno Eleuterio Crispin de Andorra como invade ¡bendito Dios! la
patria escena?...
Si él resucitase y enristrara otra vez su
valiente péñola, 
¿La
caterva de pedantes
A
dónde fuera a parar? 
Aunque yo no soy, como V. sabe, de corpore
studii, se me antoja que nuestro amigo tiene razón de sobra en el
presente caso. Lo cierto es, D. Leandro de mi alma, que nunca como
ahora ha sido tan verdadero aquel evangelio chico de que no hay
español sin drama, y así anda ello, es decir... no anda. Mozalbete
conozco que así sabe lo que significa composición dramática, como
yo el idioma de los patagones, y no embargante, monopoliza todos los
esquinazos de la monarquía con los anuncios de sus dramas, comedias,
disparates cómicos, juguetes líricos, a propósitos (vocablillo de moda entre estos infelices), arreglos del francés, ¡esa gallica
gens, D. Leandro, me tiene frito!), los pone en escena sin temor de
Dios ni del diablo y... se los aplauden; sí, como V. oye, se los
aplauden. Ahora bien: lo que yo digo Sr. D. Leandro ¿qué es más
hacedero y socorrido? ¿escribir un buen drama o machacar esparto? No
hay duda que lo segundo. Atqui para machacar lo susodicho se necesita
un aprendizaje más o menos costoso, según los puntos que calce el
machacador; ergo, venid acá, dramaturguillos de aguachirle,
pecadores empedernidos (y no me dirijo a nadie personaliter), ergo,
repito, ¿no se necesitará haber hecho un largo, rudo y penosísimo
aprendizaje para escribir una comedia, una tragedia, un drama et
altera similia que, según el simple instinto literario aconseja, son
obras de las más difíciles, complicadas, importantes y exquisitas
del intelecto?


Pero
¡Santa Bárbara gloriosa! ¿Quién me ha metido a mí a predicador?
¿Dónde están mis licencias? ¿Soy yo más que un pobre lego? No
parece sino que soy algún vista de aduanas del Parnaso o algún
señor inspector de policía literaria ¡Dios de bondad! Ni siquiera
soy zarzuelista. ¿He estudiado por ventura más filosofía que la de
Guevara, ni más humanidades que la retórica del maestro Granada y
mi cachillo de Hermosilla, ni más gramática que la de Antonio Nebrija? ¡Lindo equipaje para un crítico! Otro sí, de sopista pasé
a sacristán y de sacristán a... sacristán, puesto que hoy día de
la fecha lo soy todavía de las Calatravas. ¡Lucida carrera para
censor de ajenas literaturas! No es esto decir que la desprecie. Por
bien empleada la doy, por excelente, por de mucha honra si al cielo
me conduce; preciso es confesar, sin embargo, que no es la más a
propósito para escupir en un corro con la gente de pluma, y menos
para echarles sermones y apedrearles a argumentos. Además, señor
Moratín, censurar a los literatos de la época actual ofrece dos
inconvenientes, gravísimo el uno y muy atendible el otro: pues a lo
divino, se peca contra la caridad; y a lo profano, se expone el más
pintado a una paliza clásica que le estropee para toda su vida.
Porque ha de saber V. que los autores fueron, son y serán siempre
los mismos, es decir, costales de vanidad y adoradores fanáticos de
sí propios. Perdóneme Dios si peco, pero lo cierto es que no tienen
aguante. Si les mima V., si les adula, si les hace la corte, le miran
a V. como a un esclavo uncido al carro de sus triunfos, como a un
turiferario servil, como a un ilota sin importancia; si pone usted su
divinidad en tela de juicio, si sólo dobla V. ante ellos una
rodilla, si les regatea el incienso a que se juzgan acreedores,
¡pobre de V.! Le hunden a V. los sarcasmos, le apabullan a ultrajes,
le apellidan bárbaro, imbécil, pedante, y sobre todo le cuelgan a
V. el terrible calificativo, el sambenito degradante, el nombre de
¡envidioso!!


Si
levanta V. bandera negra, si trata de probar al público el poco o
ningún mérito del falso ídolo, si censura, aunque fundadamente,
sus obras, entonces... entonces viene lo de la paliza. Ejemplo al
canto. Dos meses y siete días hace que consultado por un autor, y no
de los de punta, sobre una comedia de costumbres, suya, intitulada,
por más señas, La ninfa y los tres trabucos, le puse algunos
reparos llenos de buena fé y lealtad y no desnudos de razón: me
miró de arriba abajo, se sonrió desdeñosamente, embuchó su
manuscrito y se marchó sin despedirse.
Al día siguiente supe
que entre sus correligionarios y admiradores me había adjetivado con
la más inaudita crueldad. Como la carne es flaca y la soberbia tiene
su trono en el centro del corazón humano, me incomodé como pecador
que soy, y, topándole por casualidad una tarde, tuve el poco tino de
afearle su proceder y de avinagrar con exceso las razones que
anteriormente me indujeron a censurar su malhadada producción.
Resultado: sesenta reales que me cuesta la cura del palo mayúsculo,
con el cual por poco me destapa los sesos, a razón de cincuenta
reales al médico por cinco visitas, y diez al boticario por friegas.
¿Qué tal? ¿Quid tibi videtur?... ¿Es esto aceptable? ¿Es
decoroso? ¿Es literario?... ¿Y si le envían a V. un cartel de
desafío, y si le pasan de claro en claro, y si le incendian de un
pistoletazo? ¡Perdónales, Señor! Parce illis.


Volviendo
a los dramaturgos, sepa usted que hay algunos, cosa rica. V. se
chuparía los dedos saboreando sus bellas, pero por desgracia
escasísimas producciones. De día en día van enmudeciendo. ¿Y por
qué? preguntan todos. ¿Por qué, D. Leandro? Porque nunca se han
oído cantar ruiseñores junto a un charco henchido de ranas
vocingleras, porque nunca se ha visto a la púdica virgen tomar parte
en los festines y algazaras de las mujeres de mal vivir. Sat est:
intelligenti pauca.


¡Ah!
Sr. Moratín de mis entrañas! Vea usted de resucitar y venirse por
acá tan campante y frescote como fue V. en sus buenos tiempos, y
afile bien antes la hoja de su vibrante espada, porque le prevengo
que los pedantillos de la era presente son más difíciles de
derrotar que Concha, Moncín, Trigueros, Comella, D. Bruno, Salanova,
etc., etc., a quienes hizo V. gigote tan a su sabor, con aplauso de
propios y extraños. Si no, pronto las diversiones españolas
quedarán reducidas a la ópera nacional, vulgo zarzuela (¿sabe V.
qué es zarzuela?... ¿no?... pues yo tampoco),
a los bailes de
candil, con su correspondiente bronquis, a las ferias, a las
funciones de toros (estas cátedras de moral de cada día más en
boga) y a los atropellos de coches. ¡Si al menos el gobierno
adoptase el pugilato de los herejes! ¡Si al menos fomentase las
riñas de gallos, (en términos cultos se llaman círculos
gallísticos)!... Por Dios, D. Leandro, resucite V. y, por lo que
pueda tronar, tráigase V. unos cuantos millones de arrobas de
sentido común (mens sana) y sobre todo de eso que usábamos
antiguamente que, si mal no recuerdo, llevaba el nombre de vergüenza,
pues acá tiempo hace que no gastamos estas cosas y, ¡si supiese V.
cuánta falta nos hacen!...


Adiós,
carísimo e inolvidable D. Leandro. Me repito su más seguro servidor
y amigo Q. S. M. B. - Juan Mazorsa, sacristán. - Es copia.


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FERNÁN CABALLERO.

FERNÁN
CABALLERO.

Fernán Caballero, Cecilia Böhl de Faber



Formular
un juicio acabado de Fernán Caballero, y aquilatar definitivamente
sus altas dotes literarias, no es cosa de fácil logro para quien,
como nosotros, sólo puede contar con un criterio inseguro.
Venturosamente, escritores nacionales de incontestable respetabilidad
y bien asentada nombradía, unas veces con los encarecimientos del
entusiasmo, otras con el sesudo lenguaje de una crítica razonada,
han venido a confirmar la estimación y aplauso que el público ha
dispensado siempre a las producciones del esclarecido novelista. Y,
para que la celebridad de nuestro Fernán (Fernan en el original)
reuniese todas las condiciones de legitimidad apetecibles, ese nombre
modestamente sencillo, por un privilegio otorgado a muy pocas
lumbreras de la literatura española contemporánea, ha traspuesto la
valla de los Pirineos, y la Europa inteligente le rinde ya el
homenaje de su admiración y simpatía. Las obras de Fernán se
hallan traducidas en francés, en alemán y en bohemio, y
periódicos extranjeros tan importantes como el diario inglés
Chamber‘s llenan sus columnas con lisonjeras apreciaciones del
hechicero narrador. El tan elegante como profundo Carlos de Mazade, a
quien las letras patrias del siglo presente son deudoras de
investigaciones llenas de atinada sagacidad; Antonio de Latour,
erudito apasionado e incansable, literato ameno y variado como un
artista, minucioso y paciente como un anticuario; y, por fin, el
barón Fernando Wolf, sabio portentoso y benemérito patriarca de la
crítica europea; jueces de tan notoria competencia, en fin, han
hecho al autor de La Gaviota toda la justicia que debía esperarse de
la alteza de su criterio y de la sinceridad de sus intenciones. (Ver la chaika de Chéjov)


No
se ocultará, pues, al buen juicio del Sr. D. Luis María Samper que,
para justipreciar el complicado mérito de un escritor que, como

Fernán Caballero, ha recibido la doble sanción del encomio popular
y de la autoridad científica más encumbrada, no conviene proceder
de ligero ni cavalièrement, como dicen nuestros vecinos de
allende. En nuestro humilde sentir, de este defecto adolecen los
párrafos críticos que ha dedicado el Sr. Samper al más eminente
novelador de España. De otro modo, ¿cómo se concibe que una
persona dotada del recto sentido literario que suponemos a dicho
señor, haya calificado a Fernán Caballero de romancista mediocre,
arrancándole la palma gloriosa de la novela nacional contemporánea
de costumbres que propios y extraños le conceden?


Son
tan vagas las razones en que funda el Sr. Samper su peregrina
aserción, que no es socorrida tarea el refutarlas de una manera
cabal y satisfactoria. Lo más natural, pues, en este caso es indicar
las dotes de novelista superior que reúne Fernán Caballero.


Una
de las cualidades que más resplandecen en sus novelas, es sin duda
aquella condición esencialísima de toda producción del arte, y
especialmente del género escogido por Fernán para dar a luz los
tesoros de su alma, a saber: verdad.
En tanto la tienen los
caracteres que ha pintado, en cuanto son, casi todos, retratos de
personajes reales y verdaderos, embellecidos con aquella aureola
ideal, animados por aquel soplo creador, que es uno de los atributos
más indelebles del genio. Fernán, lo mismo que Cervantes,
Goldsmith, Dickens, y Balzac cuando no metafisiquea, no ha necesitado
para dar vida inmortal a los caracteres que ha delineado tan
primorosamente, hacer esfuerzos colosales de imaginación ni
extraordinarios tours de force; con aquel tacto exquisito que escoge
los tipos sociales que merecen los honores del pincel, ha condensado
y puesto de relieve los rasgos de las fisonomías morales que
intentaba reproducir, con sobriedad de colorido, con fuerza, con
briosa y gráfica energía. Y ¿qué diremos de la verdad maravillosa
que brilla en las situaciones, ya sublimes, ya tiernas, ora
sencillas, ora complicadas, y siempre lógicas y naturales, a que da
lugar el juego variado de los caracteres pintados por Fernán?


Fácil
y grato nos sería aglomerar ejemplos que patentizasen hasta qué
punto posee el autor de La Gaviota y de Clemencia tan preciosas
cualidades; pero nos lo impiden los angostos límites que hemos
fijado a esta rectificación. Por otra parte, ya que el Sr. Samper el
único ejemplo que ha citado en apoyo de su intento, ha sido La
Gaviota, cuyo desenlace tacha de completamente ilógico, nos
ceñiremos a esta originalísima novela, como prueba relevante de la
verdad y lógica con que sabe trazar sus caracteres nuestro gran
pintor de costumbres.


Marisalada
es una organización eminentemente vulgar; dando a la palabra
vulgaridad la acepción que le dan las naturalezas exquisitas y
delicadas, esto es, una ruindad en el pensar y sentir, espontánea,
vigorosa, incurable. Esencialmente refractaria a todo lo noble,
poético y elevado, lejos de adquirir con sus hábitos de vida
agreste y montaraz un sello de salvaje grandeza, lo único que
adquiere es un carácter duro, voluntarioso y díscolo. Ama su casa
como el pájaro su nido, porque le sirve de albergue, no por ser la
morada de su padre, que la adora. Cuando el buen Stein, corazón de
oro de ley, alma tierna, melancólica y suave como una melodía de
Schubert, tomando la vulgaridad crónica de Marisalada por ingenua
sencillez, se esfuerza en pintarle las puras fruiciones de un amor
poéticamente honrado, las bruscas contestaciones de ella hacen el
efecto de una salida de tono, de una rechinante inarmonía. Los
dulces sonidos de la flauta con que Stein entretiene sus ocios, nunca
hacen venir lágrimas a los ojos de La Gaviota, ni llenan su alma de
sublime tristeza; tan sólo la sorprenden y hechizan, como a las
serpientes de la Luisiana, causándole un placer confuso y maquinal.
Luego que su portentosa voz y su gran talento musical llegan a
trasformarla en una prima donna, los aplausos frenéticos del público
entusiasmado y el fetichismo de sus adoradores no alcanzan a darle
orgullo artístico; únicamente le dan un poco de plebeya vanidad.
Tan indiferente al amor de cabeza del duque como al amor de corazón
del desventurado Stein, sólo puede ser sensible al amor material de
un torero. Como todas las mujeres de su estofa, ninguna belleza moral
hace mella en el grosero corazón de Marisalada, que no sabe rendirse
sin degradarse. Necesita una voluntad de bronce que la tiranice
brutalmente, y una hermosura corpórea en todo el lujo de su
vitalidad y energía. Estas circunstancias concurren en Pepe Vera.

Es lo que se llama en España un real mozo: robusto, bien plantado, hermoso y valiente, trata a sus queridas con el cariño,
tan parecido al desprecio, de un sultán de calañés. He aquí el
bello ideal de Marisalada. Por un castigo eminentemente justo, pues
sigue de cerca a su alevosía conyugal, La Gaviota pierde el órgano maravilloso de su voz, y el enjambre de sus cortesanos y admiradores
la abandona, como huyen los pájaros del árbol seco y caído. ¿Qué
debiera haber hecho entonces la hija de Santaló en la opinión del
Sr. Samper? ¿Clavarse un puñal en el pecho como una mujer
apasionada, ella que tiene impresiones y no sentimientos?
Prescindiendo de lo inmoral y manoseado de semejante recurso, el
suicidio poquísimas veces da la explicación lógica de un carácter;
no desata el nudo, lo rompe. ¿Debía entrar en una casa de
corrección como una Dama de las Camelias sin camelias, que, cansada
de dar la carne al diablo, da los huesos a Dios? Pero Marisalada,
aunque pecadora, estaba muy lejos de merecer un encierro que sólo
conviene a las mujeres de mundo arrepentidas. ¿Debía buscar la paz
de su corazón en las dulzuras del misticismo y en las prácticas de
una devoción triste pero consoladora, como la pobre Dolores?
Considérese cuán antinatural hubiera sido que una alma hosca y
fiera, que un corazón frío y seco, hubieran entrado suavemente en
una vía de penitencia, de lágrimas, de oración, de espiritualismo.
Marisalada podía como todo el mundo llegar a ser una buena
cristiana, pero una devota, simpática y dulce, no grosera, no
supersticiosa, nunca podía serlo sin echar a perder completamente
todas las condiciones de su carácter especial. Pero Fernán
Caballero con ese instinto admirable que le caracteriza, ha casado a
su heroína con el barbero de Villamar, Ramón Pérez. De esta manera
la hija de Santaló consigue lo único en que piensa una mujer de su
calaña, cuando se halla en su caso: buscar quien la mantenga; pero
al propio tiempo tiene a su lado un castigo sempiterno y providencial
en Ramón Pérez, que la hiere sin cesar en sus recuerdos de lujo, en
su vanidad, en su hermosura marchita y hasta en la susceptibilidad de
sus instintos musicales, que han sobrevivido, como un sarcasmo, a la
pérdida irreparable de su voz prodigiosa.


No
nos detendremos en reseñar menudamente las demás dotes de novelista
superior que concurren en Fernán Caballero.


Recuerde
el Sr. Samper aquellas descripciones inimitables en las cuales la
naturaleza habla y siente; aquellos diálogos ya profundos, ya
airosos, llenos de chispa, de vivacidad de colorido; aquel estilo
siempre original, siempre ingenioso; llano sin prosaísmo, elevado y
elocuente sin pompa hueca, sin declamatoria exageración. Si tal vez
la escasez de intriga ha hecho al Sr. Samper negar el mérito
sobresaliente de Fernán como novelista, este crítico sabe mejor que
nosotros que El Quijote, no pocas novelas de Fielding y Richardson,
muchas de Walter Scott, I Promesi Sposi de Manzoni, casi todas
las de Bulwer, Dickens y Jules Sandeau, y por lo general todas las
que son estudios fisiológicos o históricos, carecen de acción, o,
si la tienen, es sencilla, tenue, casi nula; y nadie niega a estos
ilustres escritores el primer lugar en el género novelesco.


En
cuanto a la intención general de las obras de Fernán Caballero,
está muy lejos de ser hija de ningún espíritu de secta
político-literaria como asegura el señor
D. Luis María. La
intención bien clara de estas inmarcesibles producciones ha sido el
reproducir exactamente y con escrupulosa fidelidad la verdadera
fisonomía del pueblo español, antes de que el prurito nivelador del
siglo la haga desaparecer por completo; así como un retratista se
apresura a trasladar al lienzo las queridas facciones de un amigo,
antes que la muerte las borre para siempre.


Creeríamos
lastimar la dignidad de Fernán Caballero vindicándole de la manía neo-católica que le echa en cara el señor Samper. El
catolicismo de Fernán, como inspirado directamente por el Evangelio
y la Iglesia, no es nuevo (neo) ni viejo; es eterno, como hijo de
aquél que dijo: Ego sum veritas. (yo soy la verdad)


Concluiremos
refutando dos aserciones del Sr. Samper, igualmente injustas, aunque
de menos importancia.
Las digresiones doctrinales de Fernán
Caballero en sus novelas no pueden tildarse justamente de sermones,
como se le antoja decirlo al Sr. Samper. Esta palabra aplicada en
sentido indirecto, como lo hace dicho señor, no puede indicar más
que inoportunidad o pesadez. Las digresiones doctrinales de nuestro
autor no son inoportunas, porque unas veces sirven de clave para
explicar ciertos caracteres, como en los preciosísimos consejos que
da el Abad a Clemencia (en la novela de este nombre), granos de
divina semilla que, fructificando en el corazón de esta joven
encantadora, llegan a hacerla un modelo acabado de alta discreción,
poética sabiduría y nunca desmentida delicadeza de sentimientos;
otras son desahogos naturalísimos y lógicos del autor, autorizados
por todos los novelistas conocidos, y especialmente por el gran padre
de la novela moderna, Cervantes.
No son pesados, ni por su
extensión, pues casi todos son excesivamente cortos, ni por su
vulgaridad, puesto que son de una originalidad marcadísima, y en
ellos habla más un sentimiento ilustrado y puro que una fría, tiesa
y encopetada razón.


Respecto
al exagerado antiextranjerismo de que el Sr. Samper acusa de paso a
Fernán Caballero, a propósito de La Gaviota (en donde precisamente
el autor personifica, ridiculizándolo, el españolismo exagerado en
el general Santa María), sólo advertiremos a dicho señor una cosa
muy sencilla, pero concluyente. Fernán Caballero, según tenemos
entendido, ha tenido ocasión de tratar a muchos extranjeros, y ha
viajado lo bastante para conocer las extravagancias y preocupaciones
de las demás naciones y sus buenas dotes. He aquí por qué en sus
novelas ha puesto en ridículo aquellas, respetando siempre estas
(*).
Además, si alguna vez hubiese hecho un poco fuertes las
tintas de sus figuras cómicas del extranjero, muy natural es
perdonarlo en la pluma más, verdaderamente española de la
literatura nacional.


(*)
Un crítico extranjero, más justo que el señor Samper, el
concienzudo Latour, dice, a propósito de esto: «Fernán Caballero
quiere apasionadamente a España, y la prefiere a todos los países
del mundo; pero la pinta bastante bella, para no tener necesidad de
realzarla calumniando a los demás; y, si en sus obras introduce
franceses o ingleses, sus retratos, alguna vez poco favorecidos, muy
raras veces son caricaturas.- N. del A.

lunes, 6 de septiembre de 2021

consols e prohomens de Solsona.

Als molt honorables e savis senyors los consols e prohomens de Solsona.

Molt honorables e savis senyors. Entes havem vosaltres com a virtuosos cathalans haver contradit a la entrada que lo comte de Prades e altres enemichs del Principat volien fer pochs dies ha passats en aqueixa vila de que havem gran pler eus ne comendam granment com ne siau merexadors. Certament de vosaltres alre no speravem e tal fiança fermament tenim. Pregam vos adonchs eus encarregam que continuants vostre be obrar siau attents en la custodia de la vila e no fieu de paraules promeses ne encautacions dels dits enemichs. Certificants vos per vostre pler e consolacio que no passaran molts dies sentireu coses de tanta consolacio e alegria que mes dir nos pot les quals a present per bona causa no es necessari manifestar. Volem queus record queus parria daguesseu pensar en algun bon capita per star les gents mes ordonades e comendades. Pero tot ho remettem a la bona deliberacio vostra. E per vostre pler e contentacio vos avisam que en aquesta ciutat ha molts blats e vitualles de les quals con master sie haureu tantes con volreu. Car los honorables consellers hi han provehit no solament per la dita ciutat ans encara per les ciutats viles e lochs seguints les deliberacions nostres. E sie la Santa Trinitat proteccio de tots. Data en Barchinona a XXII de octubre del any M CCCCLXIII. - Los deputats del General et cetera.
- Domini deputati et cetera.



obispo de Solsona, bisbe de Solsona, Vispe de Solsona, episcopum Solsonensium

Salvador Sostres, obispado de Solsona, está poseído por el diablo

https://www.elconfidencial.com/espana/2021-09-06/las-razones-por-las-que-el-obispo-de-solsona-lleida-presento-su-renuncia-ante-el-papa_3273006/

https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20210906/obispado-solsona-obispo-xavier-novell-12050026

https://cadenaser.com/ser/2021/09/06/sociedad/1630909495_236891.html

https://www.catalunya.com/solsona-2-1-252075?language=es

https://as.com/tikitakas/2021/09/06/portada/1630927908_361560.html





lunes, 30 de agosto de 2021

FE, ESPERANÇA Y CARITAT. Miquel Victoriá Amer.

FE, ESPERANÇA Y CARITAT.



I.


Quant
se veren Adam y Eva


Per
la primara vegada,


Y
sentiren dins son cor


L'amor
sens fi de nostr'ánima,


Que
en agrahiment a Deu torna


Tot
lo bé que d'Ell devalla;


Humiliats,
ab les mans juntes,


Los
ulls al cel axecaren,


Y
son amor muntá al cel,


Transformat
en la paraula.


¡Ó
primer himne d'amor!


¡Ó
primera veu d'hosanna!


¡Quí'l'
tornés sentí' a la terra,


Bella
música de l'ánima!




FÉ,
ESPERANZA Y CARIDAD.


I.


La
primera vez que se vieron Adán y Eva, y sintieron en sus corazones
el amor inmenso de nuestra alma, que devuelve a Dios en
agradecimiento todo el bien que de Él desciende; reconocidos y en
ferviente plegaria elevaron al cielo sus ojos y remontáronse hacia
las nubes sus afectos transformados en la palabra.


¡Ó
primer himno de amor! ¡ó voz primera de hosanna! ¡Quién volviese
a oírte sobre la tierra, sublime música del espíritu!





Lo Criador totpoderós


En
sentirla 's va complaure;


Y,
per amor a sos fills,


Feu
que del cel devallassen


Tres
puríssimes donzelles


D'amor
eternal formades:


Tres
bessones, sols visibles


Per
qui creu, espera y ayma.


Dins
son cor sent l'una a Deu,


L'altre
a la terra es sa imatge,


L'altre
lo veu en lo cel


Y
al cel vol sempre tornarse'n.


Llavors
fonch quant Deu va dir


A
Adam y Eva estes paraules:


-
A vostre cor agrahit


Li
he volgut donar les ales


De
tres amors, tres virtuts,


Fe,
Caritat y Esperança,


Ab
que, quant vulla, a mi vinga


Pera
veure'm cara a cara,


Pera
habitar mon palau,


Pera
menjar a ma taula.


Tot
quant he creat a la terra,


Tot
ho he fet pera vosaltres;


Del
arbre del bé y del mal


Sols
la fruyta está vedada,


Puix
moririeu de mort


Lo
mateix jorn que 'n menjasseu. -


Adam
y Eva al paradís


Devant
Deu varen romandre;





Complacióse de oírla el
Criador omnipotente; y, por amor a sus hijos, hizo que bajaran del
cielo tres purísimas doncellas engendradas por el amor eternal, tres
hermanas visibles sólo para el que cree, espera y ama.


La
una siente a Dios en lo íntimo de su corazón, la otra es su imagen
sobre la tierra, la otra le ve en la gloria y volver a ella es su
constante anhelo.


Entonces
fue cuando Dios dijo a Adán y Eva estas palabras:- Pláceme (Me
place; placéme
) regalará vuestro corazón agradecido las alas
de tres amores, de tres virtudes, Fé, Caridad y Esperanza, para que
pueda volar a mí cuando quiera y verme cara a cara, vivir en mi
palacio y bienaventurada sentarse a mi mesa. Cuanto he creado sobre
la tierra es para vosotros; solo os es vedada la fruta del árbol del
bien y del mal, pues moriríais de muerte en el momento mismo que la
tocarais. - 
Adán
y Eva permanecieron a la presencia de Dios en el paraíso, delicioso
vergel de alegría,





Plasent verger d'alegría


Que
llurs fills tot jorn demanen,
Jatsia recort no 'n quet,


Mes
la Fe 'l pinta encara are.


Y
vingué al mon la superbia


Aportada
per lo diable


A
fer guerra a les virtuts


Ab
que Deu enriquí l'ánima.


Eva
escoltá la serpent,


No
a la Fe que l'hi parlava


Ab
la veu d'humilitat,


Filla
de Amor y Esperança.


Y
Adam també a la superbia


Son
cor, com Eva, donava,


Y
la mort entrá a la terra


Com
reyna a senyorejarla.


Ay,
pecat de vanagloria,


¿Quí
'l' recorda sense llágrimes?


¿Quí
'l' mentará sens lo plant


Que
de pare a fills devalla,


Que
per tot lo mon s'esten


Y
per toda edat s'escampa?


¡O
mala clau de la mort!


May
l''haguès forjat lo diable


Per
fernos perdre la vida,


La
vida que Deu ens dava!

___



por el cual a todas
claman sus hijos, pues aunque no queda de él la memoria, descríbele
la Fé todavía.


Y
conducida por el diablo vino al mundo la soberbia a hacer guerra a
las virtudes con que Dios enriqueció el alma. Eva escuchó a la
serpiente que le hablaba con el acento de la humildad, hija de la
esperanza y del amor. Y Adán entregó como Eva su corazón a la
soberbia, y la muerte entró cual reina a señorear el mundo.


¡Ay,
pecado de vanagloria! ¿Quién puede recordarte sin lágrimas? ¿Quién
meditará en ti sin el llanto que de padres a hijos desciende, que se
esparce por todo el mundo, y se perpetúa en todas las edades? ¡O
mala llave de la muerte! Nunca pudiera Luzbel forjarte, para hacernos
perder la vida que Dios en su bondad nos regalara!

____



II.





Restant
Deu enfellonit


Feu
justicia assenyalada


Forallançant
a Adam y Eva


De
sa heretat y sa casa:


Vers
lo qual son cor, sos ulls


Tot
plorosos se giraven


Quant
la terra de la mort


Devant
ells se presentava...


Y
devant del paradís


Tant
sols hi veyen lo ángel


Que
'l brant flamejant brandia,


Y
les flames que volaven


Entorn
del árbre de vida


Lo
camí per' esborrarne.


¡Ay,
primer himne d'amor!


¡Ay,
perduda veu de hosanna,


Que
en lo jorn de la creació


De
la terra al cel pujava!


¡Ay,
veus del cor, veus de gloria,


Bella
música de l'ánima!


¿Qué
'us heu fet, y está la terra


Tota
triste y desolada?


Del
paradís Adam y Eva


Sols
malmesa l'Esperança


S'en
dugueren ab lo plor


Que
llur pecat infantava;





II.


Irritado
el Señor hizo señalada justicia, lanzando a Adán y Eva de su
heredad y de su casa: hacia ellas volvían su corazón y sus ojos
lagrimosos, cuando se presentó a su vista la tierra de la muerte....


Y
a la puerta del paraíso sólo veían al ángel que blandía la
espada de fuego, y las llamas que rodeaban el árbol de la vida para
borrar el camino que a él conducía.


¡Ay,
primer himno de amor! ¡Ay, perdida voz de hosanna que en el día de
la creación te elevabas hacia el cielo! ¡ Ay, voces del corazón,
voces de gloria, sublime música del alma! ¿Qué fue de vosotros que
está la tierra toda tan triste y desolada?


Del
paraíso solamente se llevaron Adán y Eva la maltratada Esperanza y
el llanto que engendró su crimen; y alzaron hacia el Señor su vuelo
la






Y la Fe y la Caritat


Escarnides,
rebujades


S'en
tornaren cap al cel,


Cap
al cel fent la volada.


L'Esperança
anar volia,


Volia
aná' ab ses germanes,


Mes
tan estreta le duyen


Que
obrir no pogué les ales;


Y
ella be veya en lo cel


Ses
dues sors ben aymades,


Y
pendre 'l vol no podia,


Y,
pobreta, les cridava


Que
volia anar ab elles,


Que
vinguessen a axecarla!


Fe
y Caritat respongueren


Que
foren tan maltractades


En
lo mon, que no hi vendrien


Sino
ab Deu altre vegada,


Perque
be hi fossen rebudes


Y
enjamés foragitades.


Mes
tant dol, tant dol ne feya


La
desvalguda Esperança,


Benavyrança
somiant


Y
no trobant mes que llágrimes,


Que
a la Fe y la Caritat


Deu
va fé, aquesta encomanda:


-
Tornau al mon, filles meues,


Mon
fill Jesús esta nit


Naxerá
dins una estable;


L'humilitat
torna al mon





Fé y la Caridad
despreciadas y escarnecidas. Bien quiso la Esperanza seguirlas, mas
llevábanla tan oprimida, que no pudo extender sus alas. Ella veía
en la gloria a sus amadas compañeras, mas no pudo alzar el vuelo y
llamábalas triste, y decía que a levantarla vinieran, que con ellas
irse quería!



y Caridad respondieron que había sido tan cruel con ellas el mundo,
que otra vez no volverían sino con el Señor, para ser bien
recibidas jamás de allí lanzadas.


Mas
tal era el duelo, tal el gemido de la Esperanza desvalida, soñando
siempre ventura 
y
no hallando sino lágrimas, que Dios dijo a la Fé y a la Caridad: -
Volved, volved al mundo, hijas mías. Jesús, mi hijo, nacerá esta
noche en un pesebre y tornará al mundo la humildad que





Que lo diable bandejava.


Tornau
al mon, filles meues,


Feu
reviure l'Esperança


Que
allí defall tota sola,


Y
aculliment si no 'us daven


Contra
superbia, avaricia


Y
lucsuria malanada,


Contra
ira, gola, enveja,


Contra
peresa bastarda,


Mon
Fill al peu de la creu


Vos
oferirá posada;


Y
allá estaréu per quants vullen


Muntar
ab les vostres ales


Al
cel d'amor que he promés


A
qui creu, espera y ayma. -


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perseguía
Luzbel. Volved al mundo, hijas queridas, haced revivir la Esperanza
que débil y sola desfallece; y si no os diesen acogimiento contra la
soberbia, la avaricia y la lujuria torpe, contra la ira, la envidia,
la gula y la pereza bastarda, mi hijo os dará hospedaje al pie de la
cruz; y allí moraréis perpetuamente, para ofrecer vuestras alas a
cuantos anhelen remontarse al cielo de amor que he prometido a quien
cree, espera y ama.


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