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martes, 26 de octubre de 2021

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.

XI.

EL CARBONERO DE LA ERMITA. 

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.


I. 

Andadas unas tres leguas hacia poniente, como si se fuera a buscar no el manantial sino el principio del guijeño cauce por donde, turbias o cristalinas, se deslizan las aguas que poco antes de confundirse en las salobres de nuestra bahía saludan humildes los muros de la capital de las Baleares, encuéntrase un ameno sitio que bien puede competir con los más deliciosos y pintorescos de la isla. Pródiga estuvo con él la naturaleza, y el arte no le desdeñó sus auxilios para que en cierto modo la mano del hombre completase la obra del Creador. Es una estrecha cañada que forman contrapuestas dos ásperas laderas de una montaña, la cual doblándose a manera de brazo recogido flanquea el lecho de un arroyo, que nacido en la cumbre, desde sus primeros y mal seguros pasos tropieza con un formidable precipicio. No ya barranco, no tajada peña, desde cuyas grietas cuelgan festones de yedra y lentisco, es el ángulo que reúne las dos vertientes, cubiertas de robusta vegetación para disimular y aun embellecer su natural fragosidad y aspereza. Magnífico tiene que ser después de improviso turbión aquel salto de agua, con cuyos rumores diríase que se arrulla el tierno riachuelo al tenderse, como un niño, en su cuna bordada de arrayanes y de frondosos álamos cobijada. Pero a pesar de lo grato que es allí el inesperado contraste de la pompa salvaje de la naturaleza con las verdes galas del cultivo, a caprichos de la fortuna más bien que a falta de merecimiento, debe atribuirse el que este sitio no disfrute de mayor reputación y nombradía. El álbum de los artistas no ha copiado sus variadas perspectivas: la lira de los poetas no ha cantado sus halagüeñas emociones. Pocos son los viajeros que vayan a reposar bajo el fresco emparrado de un antiguo cenador, a la sombra de aquellos erguidos peñascos en que el agua ha labrado vistosos doseletes, en que la yedra se encarama cubriéndolos de anchos tapices. Lamentable en cierto modo es la soledad de aquella soledad, porque el himno perpetuo de la naturaleza es como una armonía incompleta sin el concurso de la voz humana. Llévanse las brisas el aroma de la selva, piérdese en el espacio el concento de las avecillas, ostentan la vano sus diversos matices las flores, y falta allí el hombre para recoger estas delicias que tan dulcemente conmueven su corazón o despliegan las alas de su fantasía. Y esto que ninguno ha salido sin darse el parabién de su sorpresa, o sin haber experimentado un nuevo deleite en la repetición de sus pasadas impresiones. Así pudiera decirse que este sitio, semejante a una doncella no perseguida de curiosas miradas, conserva a la vez intactas su hermosura y su recato. 

El camino que conduce a tan delicioso paraje truécase en enriscado vericueto, que retorciéndose por una de las vertientes, se eleva hasta una especie de rellano de suelo desigual y a trechos cultivable, donde por cima de las cenicientas copas de los olivos jaspeadas con el lustroso verde de los algarrobos asoman las paredes de una pequeña ermita situada a la vera de un bosque, que encaramándose todavía más, corona de seculares encinas la cresta de aquella montaña. Como una idea relegada al olvido en un rincón de la memoria, estas paredes abandonadas en medio del desierto recuerdan apenas los no lejanos días en que unos pocos moradores las habitaban, viviendo del pan de la limosna, y repartiendo sus horas entre el rezo y el trabajo de sus manos. Gente rústica y sencilla que no conocía más necesidades de la vida que la de asegurar una dichosa muerte, que se anidaba en las alturas de la tierra porque sus únicas aspiraciones se dirigían al cielo, que desprendida del mundo no conservaba más lazo que el de la caridad para rogar por la salvación de sus hermanos, y agradecerles como pobre el socorro que de otros pobres recibía. 

Hoy sólo interrumpen allí el canto de las aves los monótonos y acompasados golpes de la segur que monda el sombrío encinar, manejada por vigorosos carboneros que tan solitarios como los antiguos ermitaños ganan su frugal subsistencia a costa de tan ímproba tarea. Penosa y ruda profesión que quizás por despecho o quizás por una especie de ascetismo, había escogido no hace muchos años un joven campesino, quien sin llegar a ser un carácter excepcional o un tipo de varonil hermosura merecía con todo llamar la atención de los observadores. Faltábanle algunos para rayar en los treinta, y si en su talle y fisonomía conservaba fresca las seducciones de la juventud, por la gravedad de sus costumbres podía sentarse entre los que le duplicaban los años. Ninguna hija de labrador hubiera pospuesto sus obsequios a los de otro galán: ninguna hubiera desdeñado la mirada de sus negros ojos por miedo a la negrura de sus encallecidas manos. Pero su pecho libre ya de ilusiones juveniles asemejábase por lo frío al suelo circular de antigua carbonera donde asoma la yerba por entre los residuos de menudo cisco. Nunca se le veía en corrillos de amigos, ni en bailes de boda, ni siquiera en las corridas de hombres y de caballos, diversión tan popular en aquellos contornos, y donde hubiera sido formidable rival de los más ligeros corredores. Si bajaba a la población era únicamente para asistir a la iglesia, para prestar gratuito auxilio a quien de él necesitase, o para atender a las ocurrencias de su oficio. Su distracción cotidiana, si distracción puede llamarse, reducíase a promediar el trabajo y el descanso con la lectura de un libro piadoso que de puro repetida llegaba a saberlo de memoria. Sentado a la puerta de su choza de ramas, y fumando su pipa leía a ratos, y a ratos cruzábase de brazos y doblando la cabeza entregábase tal vez a tristes recuerdos de lo pasado. Ah! pocos eran los que sabían cuán deliciosa imagen evocaba en aquella especie de artificial ensueño! 

Quien sin datos anteriores se empeñase en adivinar su historia tomaríale más bien por un lego exclaustrado que por un licenciado del ejército como realmente lo era. La sinceridad y firmeza de sus sentimientos religiosos daba margen a tales conjeturas; mas no se crea por esto que el ceño arrugara su frente, que fuese adusto en sus modales, ni que afectara un lenguaje místico o desabrido. Su conversación vulgar y sencilla adaptábase al tono de ligeras bromas, y sabía plácidamente sonreírse alguna vez que se le decía: 

- Arnaldo, cuándo te casas? Conozco más de dos chicas que están impacientes por bailar en tus bodas; pero me temo que se han de llevar chasco, porque eres más esquivo que un hurón ya que no seas tan tímido como un conejo

- Con el tiempo maduran las brevas, que no es a mí a quien toca elegir el día.

- Con que ya tienes novia? Y qué tal es ella? 

- A decir verdad no le sobran carnes. Está más seca que la hojarasca de una encina cortada hace diez años. 

- Así te será más fácil mantenerla. 

- Si no fuese tan tragona! Es capaz de engullirse en tres días un regimiento entero. 

- De buena hermosura te has prendado.

- Hermosura? a todo el mundo le parece fea. 

- Entonces debe de ser rica. 

- No trae anillos ni cadena de oro; pero tiene reloj. 

- Tanto le interesa saber la hora? 

- En este punto engaña a todos, y nadie le engaña a ella. 

- Qué cosas tienes, Arnaldo! lástima que no hayas sabido escoger con más acierto. 

Cerraba entonces el carbonero sus labios; pero un grito de dolor desgarraba sordamente su pecho: Ah! sí, se decía. Si hubiera sabido escoger no tendría ahora el corazón tan negro como las manos. 

Nacido en la pequeña aldea, que al traspasar el frondoso bosque donde ejercía su oficio, aparece como sumida en el fondo de un abismo, no había cumplido aún los veinte años cuando ya se le tenía por uno de los jornaleros más forzudos e inteligentes en cualquiera de las faenas del campo. Así dirigía una yunta de mulas como hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara: así entendía de podar una vid o desmochar un olivo como de redondear la copa de un pino o enjertar (injertar) un algarrobo: así manejaba la hoz para abatir el trigo como la pala para aventarlo en las eras. Con algunos rudimentos de instrucción primaria tenía además la gracia de puntear un guitarrillo y cautivar a los oyentes con las festivas coplas que él mismo improvisaba. Querido de los ancianos por su amor al trabajo, de los compañeros por su buen humor, qué mucho que lo fuese todavía más de las muchachas casaderas, que le arrojaban a hurtadillas codiciosas miradas y escuchaban con íntima complacencia sus triviales galanterías! De este modo teniendo por único patrimonio su salud y sus brazos, entregábase a las esperanzas de un porvenir halagüeño sin que le arredrasen los imprescindibles sinsabores de una soportable pobreza. Pero un día cayó la primera lágrima de sus ojos: aquella mañana había puesto la mano en la urna del sorteo, y un número fatal trastornaba de repente sus proyectos, destruía su dicha o cuando menos le señalaba un plazo sobrado largo a sus deseos. 

Porque Arnaldo estaba ciegamente enamorado. Muchas saetas despuntadas le habían rozado el corazón; pero otra más aguda había sido bastante dichosa para clavarse en su centro. Paulita, aunque no pasaba de ser una hermosura vulgar, era la más garbosa, la más peripuesta, la más ladina de aquella pobre aldegüela. Siguiendo añejas supersticiones decíase que en virtud de su nombre y de haber nacido el día de la conversión de San Pablo, estaba dotada de un poder misterioso contra los animales dañinos; pero es lo cierto que cualidades más sensibles la hacían bastante hechicera para cautivar a seres racionales. Sus negros y chispeantes ojos, su poblada cabellera, su aterciopelada mejilla eran suficientes para encender el capricho de un ciudadano, su vivacidad y gracejo para traer embelesado a un campesino. Las impresiones de los sentidos no habían permitido al amartelado joven sondear el corazón de la que tantas veces le había jurado ser suya, bien que tales juramentos sólo podían pasar por solemnes en la liturgia de los enamorados. 

Pobres ambos no había para qué cansarse en discurrir medios de conjurar su adverso destino. Las cavilaciones de Arnaldo hubieran sido tan infructuosas como el llanto de Paula, y supuesto que no le era posible obtener quien le reemplazara en el servicio de las armas, el joven hizo de la necesidad virtud, acostumbróse a la resignación, y empezó a familiarizarse con la idea de su futuro género de vida, aprovechando interinamente los restos de su libertad para menudear visitas al objeto de sus amores. 

Rato hacía que el sol sepultara su disco en las ondas que baten las peñascosas orillas de aquel pueblo: una hermosísima luna, que brillaba con toda la magnificencia de su plenitud, cernía sus argentinos rayos por entre las inquietas hojas de unos álamos, cuyo blando susurro acompañaba el rumor de un manso torrente que sus pies lamía. En él derramaba sus aguas sobrantes el pilón de una fuente, junto a la cual se hallaba sentada, con un enorme cántaro al lado, una bonita muchacha que pudiera compararse a otra Rebeca aguardando a un nuevo Eliezer. Y este era el mismo Arnaldo que punteando su guitarrillo, y como si no acertara a templarlo, enderezaba sus pasos a una de las enriscadas casuchas que forman la población, amontonadas sin orden ni concierto alrededor de un vetusto oratorio, pegado a una más antigua torre que en otros tiempos sirvió de guarida y refugio al vecindario sorprendido por alguna pirática invasión de sarracenos.

- Vaya, Irene, que no es mala cantarilla esa. Apostaría a que llena pesa más que tú. Ya que mi buena estrella me ha traído tan a tiempo quiero llevártela y acompañarte a tu casa.

- Vas a otro punto Arnaldo, y admitir tu favor sería hacerte perder camino. 

- Y esto qué importa? Debo acostumbrarme a marchas largas, y de seguro no tan agradables como la que disfrutaré a tu lado.

Y llenando el cántaro y cargándoselo en el hombro, echó a andar en dirección a una casita aislada en las afueras del pueblo. Seguíale Irene, pero con tal pausa y lentitud que bastaba ser suspicaces sin llegar a maliciosos para adivinar su deseo de prolongar la duración de aquella marcha. 

- Al paso que vamos, dijo Arnaldo, pudiéramos guiar una comitiva de tortugas y caracoles. Si hubiésemos de ir hasta el santuario de Lluch no llegábamos en quince días. 

- A pie descalzo iría yo si...

- Qué?

- Si la Virgen... pero, sabes que eres muy curioso, Arnaldo? Y no prometieras ir allá si Dios te hiciese la gracia de librarte del servicio?

- Hija, nadie se escapa del influjo de su planeta. Este ha sido el mío, y no hay sino encogerse de hombros, agarrar un fusil y ver a qué sabe el pan de munición. 

- Y no te gustaría más el de tu casa?

- Por negro y duro que fuese.

- Pues... en este mundo todo tiene remedio fuera de la muerte, y... si quisieras... tal vez... poniendo un sustituto... 

- Un sustituto? Sabes lo que dices, Irene? De dónde quieres que saque el dinero, a no ser que conozcas el sitio de algún tesoro encantado? Dímelo, y te aseguro que primero se cansarán los azadones de romper piedras que yo de cavar las entrañas de la tierra. Si fuese verdad lo de aquella mujer a quien apareció una serpiente, gruesa como este cántaro, y le prometió hacerla rica si le traía una rebanada de pan bendito, si fuese verdad y ahora me apareciese a mí no temas que me volviese atrás aunque echase llamas por los ojos y me enseñase tres hileras de dientes. Pero estos son cuentos de viejas, buenos solamente para referidos al amor de la lumbre en noches de truenos y centellas. 

- Y si hubiese alguno que te lo prestara? 

- No creas que haya santo en el cielo que obre este género de milagros. 

- Y si fuese una persona que yo conozco... una mujer de este pueblo? 

- Diría que es una santa en la tierra, me arrodillaría a sus plantas, le besaría los pies, le estaría agradecido toda mi vida, sería suyo en cuerpo y alma. 

- Oh! no digas una santa, no... pero, Arnaldo, Arnaldo, escúchame. 

La emoción que experimentaba la interesante joven obligóla a sentarse en una piedra de un bancal desmoronado, mientras su compañero dejando el cántaro en el suelo permanecía de pie escuchándola con tanta avidez como sorpresa. 

- Si me prometieras ser callado, continuó aquella, tan callado como el sacerdote que nos oye en confesión, te comunicaría un secreto que ni aun a mi madre lo he revelado. 

Este nombre daba a su nodriza, que en efecto la quería tan entrañablemente como si lo fuera. 

- Haz cuenta que me he vuelto mudo, o que arrojas una piedra en la más profunda sima de esta comarca. 

- Ya sabes que soy una pobre huérfana... menos aún que huérfana y pobre. 

No conozco a mis padres, ni tengo esperanzas de conocerlos, y si algunas conservaba del todo se han desvanecido. No hace dos meses que me encontré al Sr. Vicario que había salido a dar un paseo, y cuando fui a besarle la mano me insinuó que tenía que hablar a solas conmigo. No sé qué vuelco me dio el corazón. Aquella noche la pasé forjándome toda clase de quimeras y desvaríos. La tarde siguiente mi madre se fue al monte a bajar un haz de leña, y vino el Vicario a casa y me entregó un cucurucho de papel que contenía doce onzas de oro y algunos escuditos. Doce onzas, Arnaldo! Esto, me dijo, es tuyo, exclusivamente tuyo, y no hay necesidad de que nadie sepa que tienes este dinero: te lo envía tu padre para que te sirva de dote y labres con él la fortuna de tu marido. Guárdalo por ahora que es tu única herencia. - Y mi padre, dónde está? Quién es mi padre? exclamé en seguida. Mis lágrimas eran tan gruesas como las cuentas de mi rosario. - Hija mía, me contestó el Vicario, tú debes rezar con más devoción que los demás cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Tu padre en la tierra tengo para mí que ha muerto, y creo imposible de averiguar quién haya sido, según se explican en una carta que recibí del continente sin firma ni lugar de la fecha. Ponte bajo el amparo de la Virgen del Carmen cuyo escapulario llevas, y puesto que no la has conocido en la tierra piensa que tienes una madre en el cielo que es la más tierna y amorosa de todas las madres. 

- Pobre Irene! Y cómo llegó esta cantidad a manos del señor Vicario? 

- En un billete de banco incluso en la carta, y él mismo fue a la ciudad adrede para cambiarlo. Ya lo ves. Ahora pudiera decir que soy rica si no fuese cosa tan triste el poseer esta riqueza; pero, qué he de hacer yo de tanto dinero? De qué me sirve tenerlo guardado? Si es mío, exclusivamente mío, nadie tiene derecho a pedirme cuentas y puedo disponer de él como se me antoje. Yo quiero prestártelo sin interés alguno para que redimas tu suerte. No quiero más réditos que tu felicidad... y tu silencio.  

- De todas maneras sería preciso devolvértelo, y ¿dónde encontraré recursos para hacerlo? 

- Me lo devolverás cuando puedas, y... del modo que puedas. 

- Y si nunca puedo?  

- Nunca, Arnaldo? dijo la joven dando una extraña inflexión a su pregunta.  

- Nunca podré allegar una cantidad tan crecida. 

- Pues... entonces... tal día hará un año. Pobre he vivido, pobre viviré, que por cierto mi mayor pesadumbre no ha sido la pobreza. Aceptas? 

Moralmente deslumbrado por la brillantez de aquel súbito ofrecimiento, de cuya sinceridad no le cabía duda, y de cuyo móvil no abrigaba la menor sospecha, Arnaldo sentía una especie de vértigo, y luchando consigo mismo no se atrevía a tomar una resolución definitiva. No era tanta su delicadeza que bastase para renunciar desde el primer momento a las ventajas de aquel noble sacrificio; mas tampoco era tal su egoísmo que no retrocediera ante la casi seguridad de despojar a la desinteresada joven de su imprevista fortuna. Pidió por lo mismo tiempo para reflexionar y prometió que el domingo inmediato le volvería la respuesta al salir de misa, dado que se decidiera por admitir tan generosa oferta.

Contenta la joven como si sus palabras hubieran producido el deseado efecto, cogió el enorme cántaro, se lo puso derecho sobre su cabeza, y graciosa como una canéfora ateniense, bien que algo parecida a la lechera de la fábula, echó a andar con tanta ligereza que parecía querer rescatar el tiempo en su largo coloquio empleado. 

Y quién era esta jovencita de nombre tan extraño que no hubiera encontrado tocaya ni en la suya ni en ninguna población de las circunvecinas? Quién era esta joven comparable al lirio nacido en las selvas si Paulita al amaranto crecido en los huertos, que se distinguía por la finura de su tez como aquella por el brillo de sus ojos, que robaba, por decirlo así, a la albahaca la modestia de sus florecillas y la suavidad de sus perfumes si Paula al mirabel su arrogancia, frescura y gallardía?

En la casita ya mencionada vivía un matrimonio joven, cuyas dichas aguó la muerte del único y reciente fruto de sus amores. Tanto para consuelo de su pena como para alivio de su pobreza, partióse la madre a la ciudad en busca de una criatura que recibiendo de ella el sustento le ayudase a ganar el suyo. Llegó la noche sin haber logrado su objeto, y cuando ya temía ver fallidas sus esperanzas, en el mesón donde posaba se le presentó un caballero que no hablaba el dialecto del país, que le hizo unas pocas preguntas y ajustó con ella el estipendio que prometió remitirle cada tres meses. Partióse el caballero sin decir siquiera su nombre ni dar seña alguna de su habitación, y a breve rato la pobre campesina recibió de manos de una vieja de repugnante catadura una linda niña que apenas contaría un par de semanas, un pequeño hatillo, una fé de bautismo y algunas monedas de oro. La vieja fue tan poco explícita como el personaje misterioso; pero a la legua trascendía el olor de criminales amores. Seis, y ocho, y más meses pasaron sin que la nodriza recibiera la menor noticia del que sospechaba padre de la criatura a quien amaba ya como si hubiese nacido de sus entrañas, y este amor creció aún estimulado por el dolor de un terrible infortunio. La muerte le arrebató a su marido, que se cayó de un alto olivo que desmochaba, y el sentimiento de esta desgracia agotó el manantial de vida para la criatura. Entonces la buena mujer llevada de un heroico impulso de cariño resolvió que otra acabase de amamantarla a su costa, y para conseguirlo no hubo trabajo, no hubo privación que no se impusiera. Caros compró los derechos de madre que nadie vino a disputarle, y así la pequeña Irene criada en el campo y empleada en sus labores fue de todos considerada como hija de su nodriza.

Al lado de su querida Paula se había sentado Arnaldo, pero de sus labios no brotaba un raudal de lisonjeras expresiones ni sus ojos acudían a suplir la escasez de sus palabras. Hallábase como distraído y como si su pensamiento vagara fuera de aquel recinto, cosa que por primera vez acontecía. 

- Qué mala yerba has pisado esta noche, que te vienes tan mustio como estará ahora el clavel que quité de mi sombrero de palma para que lo llevases en el tuyo? 

- Ay Paula! cuando pienso que muy pronto habré de pasarlas en el cuartel! 

- Razón más para aprovechar las que nos quedan. 

- Son pocas. Y podrían ser todas! 

- Ya lo creo. Tanto daño le vendría a la Reina de tener un soldado menos como a la selva si le arrancasen un pino. 

- Ni aun esto. Si otro se pusiera en mi lugar... 

- Tan buenos amigos tienes? 

- Comprando un sustituto... 

- Como quien compra un borrego para el banquete de bodas. Y el dinero, de dónde lo sacas? 

- De dónde..? No puede haber quien me lo preste? 

- Por tu buena cara, no es verdad? Vaya una finca! Para mí vale mucho; más para otros... No ves que se necesita un dineral, y que en toda la vida ganaríamos para devolverlo? Bah! no sueñes con imposibles. 

- No tan imposible como te parece. Sin pedirlo yo me lo han ofrecido, y sin interés alguno. 

- Y quién es este modelo de usureros? Si supiese trabajar cordones de seda haría unos para su bolsillo, que de seguro no debe de tenerlos. Quién es? 

- No puedo decirlo. 

- Y cómo lo sabré si me lo callas? 

- No puedes saberlo. 

- No puedo saberlo? Yo? Arnaldo! yo? Con qué tienes secretos para mí? 

- He prometido el silencio. 

- Y a mí qué es lo que me has prometido tantas veces? Dudas de mi lealtad o de mi cariño? Lo que ocultas en tu pecho no puede encerrarse también en el mío? O quieres tú la llave de mi corazón sin que yo posea la del tuyo? 

- Si me jurases... 

- Esta precaución es un agravio que me infieres. 

- No, no puedo decirlo. Sería una debilidad mía faltar a mi palabra. 

- Es una falta de amor no tener confianza en mí. 

- Mira, Paulita, no lo digas a nadie. Anoche me encontré a Irene junto a la fuente... 

- Por eso anoche no te vimos por acá; por eso has eludido la respuesta cuando te he preguntado por qué ayer no viniste. En conversación con otras muchachas, qué te importaba que yo me pudriese aquí las entrañas mirando la puerta y contando los minutos de tu tardanza? 

- Celos ahora? 

- Si supieras lo que escuecen! Tonta de mí que no he querido dártelos nunca. 

Y qué te dijo Irene? 

- Según parece ha recibido de una mano desconocida una cantidad suficiente para librarme del servicio. 

- Y ella te la ha ofrecido? 

- Ella misma. 

- Y tú has aceptado? 

- Todavía no. 

- Puedes aceptar y casarte con ella. 

- Casarme con ella? 

- Pues qué, no es una fortuna encontrar una muchacha sin padre ni madre, ni perro que le ladre? Así no tendrás suegros que te incomoden, ni siquiera habrás de besarles la mano al salir de la iglesia el día de tu casamiento. Oh! ella no te tiene tanto amor como yo, pero tiene más oro. 

- Pero qué tiene que ver una cosa con otra? 

- Tan torpe eres que no comprendes sus intenciones? No conoces que esta chica, desesperada porque no hay quien la pretenda, trata de comprarte como se compra una mula en las ferias de Sineu? Ah! yo no te hubiera vendido por todo el oro del mundo.

- Y yo no quiero mi libertad sino para ser tu esclavo. Estoy decidido. Plegue a Dios que no me arrepienta nunca de mi determinación.

Más fácil es de conservar un secreto entero que descantillado. Empezar una confidencia viene a ser lo mismo que empezar a rodar por un declive, y la curiosidad empuja hasta que se llega al fondo. Arnaldo refirió todos los pormenores de su conversación, los celos de Paula hicieron saltar lágrimas de sus ojos, el llanto enardeció la pasión de Arnaldo, y esta como helado cierzo despojó de sus nacientes florecillas el corazón de la desgraciada Irene.

Acercábase el día señalado a los quintos para ingresar muy de mañana en las filas del ejército. La víspera de este día, después de haberse despedido de sus amigos y de su amada, triste y solo subía Arnaldo la empinada cuesta que conduce a la ciudad, cuando en una revuelta del camino encontró a Irene sentada sobre un haz de leña que había recogido en aquella espesura. La pobre joven se enjugaba los ojos con la punta de su delantal; pero sus lágrimas rebeldes se obstinaban en romper el débil freno que su voluntad trataba de imponerles.

- Irene! Tú por aquí a estas horas?

- He venido a decirte adiós, ya que no he merecido que vinieses a casa para despedirte.

- Tienes razón. Soy un desagradecido. Después de tus generosos ofrecimientos...

- Pudiste no admitirlos; pero no debías desconocer que mis palabras partían de un buen corazón.

- Y tan bueno como es el tuyo! Quién hubiera hecho conmigo lo que tú hiciste?

- Creía que te disgustaba la vida de soldado, que deseabas ser libre. Hubiera estado tan contenta de contribuir a la satisfacción de tus deseos!

- Había yo de aceptar un beneficio cuando estaba seguro de no poder recompensarlo?

- No podías recompensarlo? Tan poca confianza tienes en Dios, en la fuerza de tus brazos, y... y en la virtud de tu agradecimiento? Oh! no hablemos de esto.

- Pero, tú lloras.

- Pues qué, no son tristes todas las despedidas? No te vas por un plazo bastante largo? Y cuando vuelvas, quién sabe si descansaré ya en la huesa, y allí sola... sola y abandonada, porque, quitando a mi nodriza, a nadie tengo en

el mundo que me llore, nadie que rece un padre nuestro por mi alma.

- Aparta de ti semejantes ideas. De qué sirven tan funestos pensamientos? 

Sé yo por ventura si una bala me registrará las entrañas, o si un sable enemigo me abrirá la cabeza como una granada madura.

- No, la Virgen del Carmen te preservará de ese peligro.

Se lo rogaré con tanta devoción que estoy cierta de que ha de escucharme. Además...

- Qué?

- Te traigo un escapulario. No por recuerdo mío sino para defensa tuya has de llevarlo. No oíste al cuaresmero la noche que nos refirió el ejemplo de aquel caballero que viéndose acometido en un bosque invocó a la Virgen del

Carmen, y las balas de sus enemigos se aplastaron en el escapulario que llevaba como si hubiesen tropezado en una roca?

- Esta dádiva tuya sí que la admito con mucho gusto. Y mientras Arnaldo besaba y se ponía el escapulario bendito continuaba Irene.

- Si supieras cuánto lo aprecio! Tenía intención de que me enterrasen con él; mas ahora prefiero que lo lleves para que la Virgen te proteja. No te acuerdas de aquel día que bajabas del monte y me diste un ramito de brezo florido?

- No.

- Tampoco te acuerdas! Pues yo lo tengo presente como si fuese ayer. Era un domingo. Aquel día estaba tan alegre! Qué sé yo por qué estaba tan contenta? Me acuerdo que fui a la iglesia y tomé ese escapulario y lo guardé junto con el ramito de brezo... Pero es tarde. Adiós. Adiós. 

- Y te vas sin dejarme que te estreche la mano? 

- Mi mano... no la doy en los campos, si he de darla ha de ser en la Iglesia. 

Una fugaz sonrisa brilló en sus labios, y cargándose el haz de leña empezó a descender apresurada. Apresuradas también descendían por sus pálidas mejillas lágrimas copiosas. 

Arnaldo se quedó parado como si no supiera lo que le pasaba. Por un momento aquella soledad le pareció horrorosa, y sin embargo sentóse, y puesta la cabeza entre las manos empezó a decirse: Esta Irene! Por qué no he conocido hasta ahora el excelente corazón de esta muchacha? No es tan hermosa; mas si tuviese ahora que escoger... Una imagen demasiado clavada en su fantasía para que dejara de aparecerle en tal coyuntura vino a interrumpir el curso de sus meditaciones. Parecióle ver a Paulita que le arrojaba una mirada de fuego, y puesto otra vez de pie volvió a trepar la montana, entonando una cancioncilla para darse resignación y fortaleza.


II.

Seis años transcurrieron, y por el vericueto de la misma montaña descendía Arnaldo una tarde, que era cabalmente la del día en que con actos religiosos y tradicionales regocijos celebra aquel pueblecillo la festividad de su santo patrono. Esta circunstancia iba a dar mayor solemnidad a la sorpresa que en su mente acariciaba. Los resabios de la vida militar añadían algo a su nativa apostura: marchaba erguido y so largo paso devoraba el camino. Vestía no el traje antiguo de los payeses mallorquines, sino el adoptado por la juventud que va relegando al olvido las calzas huecas y la majestuosa cabellera. Iba de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, y el cuello de su listada camisa doblado sobre un pañuelo de color sujeto con una sortija de plata. Colgada de un listón de seda traía en un cañuto su hoja de servicios con excelentes notas, colgado de un bastón atravesado en el hombro su modesto equipaje, y metido en un pañuelo atado a la cintura el fruto de sus ahorros. Corta era esta cantidad, pero suficiente para comprar lo más preciso de un rústico menaje, y cubrir los gastos indispensables de su casamiento con Paulita. Porque la imagen de esta linda joven conservábase en su memoria tan fresca y lozana como en el día de su partida. Nada habían podido contra ella ni los riesgos ni las distracciones de la milicia. Había visto muchas caras nuevas; pero ninguna a su juicio más atractiva y hechicera. Sus fugitivas impresiones asemejábanse a las huellas levemente diseñadas en la arena, al paso que la dejada en su corazón por el rostro de Paulita se parecía a la huella que grabase en una roca el cincel de un marmolista. Al principio había contado los años y los meses, después semana por semana y día por día los que le faltaban para llegar al dichoso término de sus esperanzas, y entretanto, como para mitigar los rigores de la ausencia, cruzábanse cartas llenas de extravagantes hipérboles y de manoseados conceptos, que alimentaban su pasión con el aire de lisonjeras ilusiones. 

Magnífico espectáculo tenía a la vista. Descollaba a su izquierda la peñascosa cima del monte de Galatzó, como una gigantesca pirámide construida por una horda de salvajes, y plantada sobre un inmenso pedestal cubierto de encinas y pinares. Extendíase la sierra por ambas partes, como dos alas que mojasen sus puntas en el mar, apartando sus convexas pendientes matizadas de verdura. Veíase a lo lejos el pueblo, como un montoncillo de piedras que asoman por entre el verdor de la maleza, y más lejos aún el mar, el mar que aquella mañana misma surcaba Arnaldo para desembarcar en el puerto de Palma. Las cerúleas olas convertidas en blanquizca superficie besaban ya el limbo inferior del astro-rey, que parecía haberse despojado de sus rayos deslumbradores y envuelto en un sudario de tul encarnado. La vista podía clavarse en él tan fácilmente como en el disco de la luna, y su luz no teñía ya ni siquiera las últimas crestas de los montes fronterizos. Terminaba su carrera como un rey a quien antes de espirar le arrebatan la corona. Poco a poco, y cual si quisiera retardar el momento de echar su postrer mirada a la tierra, sumergíase entre dos ralas nubecillas que aparecían como nevadas montañas de una isla remota. Ni luminosas ráfagas, ni purpúreos celajes brotaron de su última huella. Pero Arnaldo no era bastante aficionado a poéticas contemplaciones para que este nuevo espectáculo disminuyera la rapidez de su marcha. Aquella tenue claridad que se recogía en el confín del horizonte, aquel reposo de la atmósfera, aquel silencio de las aves, aquellas moles sombrías que se levantaban tan imponentes y ceñudas, aquella calma que se asemejaba al estupor de la naturaleza nada dijeron a su corazón, en que hervía la esperanza de ajustar muy pronto sus latidos al compás de los que daría el corazón de Paulita. 

En clara y estrellada noche de verano experiméntase una sensación muy agradable al oír de lejos la gaita mallorquina, que despierta los ecos de silencioso valle, acompañada ya de los ladridos del mastín, ya de las esquilas y balidos de numeroso rebaño. Deliciosa es aquella voz de la soledad a pesar de lo trivial y rústico de sus melodías, y no lo es menos para las jóvenes campesinas a quienes trae alborozadas el deseo de lucir sus gracias, cuando resuena en la estrecha plaza de la aldea, y las convida a tomar parte en los festejos del día consagrado a la memoria de su tutelar y patrono. 

Día privilegiado en que al aire libre se entregan al placer de modesta danza, y se sienten halagadas con el público obsequio de los mozos que las galantean. 

De pronto llegaron a los oídos de Arnaldo los rumores del campestre regocijo, poco tardó en descubrir los muros de la vieja torre dorados con los oscilantes reflejos del tedero que iluminaba la plazuela, y menos aún en hallarse en medio del apiñado concurso estrechando la mano de sus deudos y conocidos. Menudeaban preguntas y respuestas, y cien veces en tres minutos estuvo a pique de caer de sus labios el nombre de Paula, cuando la vio venir precedida de la gaita y del tamboril, acompañada de los obreros o mayordomos de la fiesta con sendas cañas verdes en la mano, y a su lado un hombre que frisaba ya en la edad madura. Sus faldas de muselina en que los más opuestos colores trazaban caprichosos dibujos, su corpiño de seda, su rebociño de encaje, su cadena y botonadura de oro dieron algo que pensar al joven licenciado que no podía atinar de dónde provenía ese lujo. Eran tan pobres ambos cuando él se marchó al ejército! A esta novedad se le añadía la extrañeza de que Paula, después de la danza cedida a la autoridad local, fuese la primera en ocupar la plaza inaugurando, por decirlo así, la fiesta, honor que no obtienen las jóvenes por sus méritos y hermosura sino por la generosidad de los que intentan obsequiarlas. Por otra parte estaba en la persuasión de que su acompañante era casado y no tenía antecedente alguno para sospechar una perfidia. 

Punzábale el pecho la impaciencia de aclarar este enigma; pero teníanle como embelesado los graciosos movimientos de su querida prenda, que continuaba ejerciendo su fascinadora influencia aun después de haber despertado la mala víbora de los celos. Gozaba y padecía al mismo tiempo, mas luego que la vio recoger su abanico y sentarse en uno de los bancos, que cerraban el pequeño espacio destinado al baile, se abrió paso a viva fuerza, se plantó a sus espaldas y a media voz le dijo: 

- Paulita! 

- Jesús mío! Tú por aquí? 

- Como que te haya asustado mi presencia. Pues qué, no me esperabas? 

- No tan pronto. 

- Ni anhelabas mi venida? 

- Si he de decir la pura verdad... pero, a qué vienen esas preguntas? Estás bueno? 

- Lo sé yo si estoy bueno? Si un médico observase ahora los golpes que me da el corazón quizás tampoco podría decírtelo. Pero, qué es esto? Tan poca alegría te causa el verme? 

- Sí, me alegro de que no te haya sucedido desgracia alguna, de que te halles sano y salvo de todo peligro. 

- Lo dices con una frialdad que hiela mis entrañas. Si has de darme un vaso de veneno haz que lo beba de una vez. 

- Pues, Arnaldo, hablando en plata, a quien se muda Dios le ayuda. 

- Paula! 

- No me rompas la cabeza con quejas y lamentos. Busca tu conveniencia que yo tengo ya la mía. 

- Y tus juramentos? 

- De agua pasada no muele molino. Era muy niña entonces, y no me acuerdo ya de lo que te haya jurado. 

- Oh infamia! Y no te avergüenzas de ti misma? Y tienes aliento para... 

- No armes un escándalo, y ten la bondad de separarte un poco de aquí. 

- Con que, por unos cuantos años de ausencia... con que tienes otro galán? 

- Que dentro de dos semanas será mi marido. 

- Antes le haré mil pedazos. 

- Esto será si él te da permiso, que no lo creo. 

- Y quién es este ladrón de mi felicidad, que me la ha robado con tal descaro y cobardía? 

- Hele allí. 

- Un casado? 

- Un viudo. 

- Y por un viudo me abandonas? 

- Tiene para mantenerme a mí, y a nuestros hijos si Dios me los concede. 

- Y no tenía yo mis brazos? 

- Y él tiene sus brazos y sus tierras. 

- Y decías que no me hubieras vendido por todo el oro del mundo! 

Dándose con los puños en la cabeza salió Arnaldo del corro para desahogar a solas su oprimido corazón. La rabia que hervía en su pecho se reflejaba en su encendido rostro, y una especie de momentáneo frenesí perturbaba las condiciones regulares de su carácter y de su inteligencia. Tocaba con sus manos la realidad y le parecía estar luchando con una horrible pesadilla. Destrozaba su pañuelo con los dientes y estaban a punto de saltar lágrimas de sus ojos:  "Qué es lo que está sucediendo? se decía. Es esta la agradable sorpresa que hace pocos momentos me figuraba? Me parecía hallarme a las puertas del cielo, y me veo caído en el infierno. Yo? yo tan alevosamente vendido? Después de la de Judas no se ha visto traición más espantosa. 

Oh! quién había de decírmelo que yo pararía en un presidio? Sí, arrastraré toda la vida una cadena, porque yo he de vengarme atrozmente. Antes viuda que casada, y entonces... entonces le escupiré en la cara. Ya valía más que me hubiese atravesado el corazón una bala enemiga. Tantos cariños, tantos halagos, tantos juramentos, y ahora tanto olvido...!" 

En esto resonaron de improviso unas campanadas que sorprendiendo a casi todos los moradores de aquel pueblecillo, aglomerados entonces en el estrecho recinto de la plaza, trocaron su festivo júbilo en un sentimiento de compasión y de tristeza. De todos los labios salía una misma pregunta, y en breve se supo la respuesta. Se iba a llevar el santo Viático a la pobre Irene que se hallaba moribunda. 

Esta inesperada noticia torció el rumbo a las ideas de Arnaldo. “Olvido! continuó diciéndose. Qué injustos somos! Acriminamos en los demás las mismas faltas de que somos reos. Yo también la había olvidado. Ingrato, mil veces ingrato! Bien merezco el castigo que ha caído sobre mi cabeza. Soy un hombre sin corazón y sin entrañas. Tanto amor para aquella mala hembra, y tanto desdén para esa pobre criatura! Yo quisiera arrancarme el corazón con los dientes. 

Yo quisiera... Y ahora enferma de peligro..! No, no ha de morir. Triunfa aquella malvada, y esta infeliz... Salvadla, Dios mío, salvadla. Virgen santísima del Carmen, obrad un milagro. Llevaos mi vida en cambio de la suya. Ah! si vive... 

si vive seré dichoso. Olvido por olvido, amor por amor." 

Oyóse un golpe de campanilla y el más profundo silencio sustituyó luego a la animación y al bullicio: arrodilláronse algunos en la plaza misma, y los más penetraron en el pequeño templo, donde el Vicario, con roquete y pluvial de muy cortas dimensiones, encerraba la hostia consagrada en una bolsa de terciopelo. Arnaldo llegándose de pronto al sacristán y poniéndole algunas monedas de plata en la mano, le dijo que repartiese cuanta cera había en la iglesia, y cumplido su deseo salió el Santísimo, a quien servía de palio el humilde sombrero de teja, precedido de los hombres y seguido de las mujeres con velas en la mano. Nunca en igual caso se había visto allí una procesión más lucida. Marchaban todos rezando en voz baja, y las joyas y chillones atavíos de las doncellas daban cierto aire de extrañeza a su seriedad y recogimiento. Paula formaba también parte de la numerosa comitiva, y al saber que de Arnaldo procedía aquel singular obsequio sintió en su pecho... Mas, qué le interesan ya  al lector los sentimientos de una joven, que si tanto se aventajaba a la pobre enferma en donaire y gentileza, tanto le vencía esta en bondad y ternura? 

Dolorosamente afectado el recién venido del ejército presenció la augusta ceremonia, y la grave impresión que en su pecho producía impuso como una especie de treguas a la violenta lucha de sus pasiones. La muerte y la eternidad se le presentaban con su terrible grandeza a los ojos del pensamiento. Pero por casualidad enderezó los del cuerpo a la cabecera de la cama, y en una pilita de loza, al pie de una tosca estampa de la Virgen, divisó un ramito de brezo enteramente desecado. Sin duda era el mismo que más de seis años antes había cogido en la selva y ofrecido a la desdeñada Irene. Qué revelación más inesperada! Qué censor más elocuente de su conducta! Aquel mudo testimonio de un tierno, silencioso y constante afecto le echaba en cara la sequedad de corazón con que a tanta fé había correspondido. Lágrimas tan copiosas brotaron de sus ojos que quien no le conociese le hubiera tomado por hermano o esposo de la que recibía el óleo santo. 

Rezadas las últimas preces la mayor parte de los asistentes se volvió al interrumpido baile, y Arnaldo salió también a tomar informes, que no pudo lograr tan completos y minuciosos como los que presentan los hechos consignados en el siguiente relato. 

Dado su tierno y quizás postrer adiós al gallardo mancebo que sin saberlo había cautivado su corazón, la desconsolada Irene se dirigió a su casita con el firme propósito de enterrar su pasión en el sepulcro mismo de su pecho. Esperaba alcanzar del tiempo que le traería el bálsamo que cura semejantes heridas: esperaba que poco a poco se irían desgastando los lineamientos de la imagen hondamente grabada en su memoria. De una parte el desdén y la ausencia, de otra el rubor y el silencio, ¿cómo desconfiar de volver a la tranquilidad de su infancia en brazos del olvido? Mas, ni su voluntad decidida, ni su actividad en las faenas del campo, ni sus ocultas lágrimas, única voz de sus íntimos afectos, fueron bastante poderosas para desvanecer las quiméricas ilusiones de que se veía de continuo asediada. Agitábase la pobre víctima como pajarillo que tropieza en la extendida red cuando iba a buscar su descanso en la espesura del bosque. A veces gemía al pie de los altares y exhalaba su dolor en fervientes oraciones; mas luego acudía a su imaginación la idea de la felicidad que hubiera alcanzado si en aquel templo mismo se hubiese bendecido su perpetua unión con Arnaldo. Este nombre, que jamás pronunciaban sus labios, resonaba en sus oídos como una suave melodía las pocas veces que le acontecía oírlo salir de los ajenos. Apoderóse de su pecho una tenaz melancolía, de la cual se resintió en breve su organismo, y fuese para excitar su vanidad adormecida, o fuese para ver si lograba atraerse las miradas de algún otro joven, y combatir su arraigada pasión con otra pasión naciente, resolvió presentarse en la próxima fiesta del Tutelar del pueblo algo más ataviada de lo que solía. Al efecto, acudiendo a su caudalejo y engañando a su nodriza, se dirigieron ambas a la ciudad donde compraron un traje vistoso y algunas alhajuelas de oro, que tal vez fueron parte a labrar su ruina. 

Poco más de un año hacía que Arnaldo estaba de guarnición en el continente, y Paula, todavía fiel, estrenó en la misma fiesta una cruz de filigrana y botonadura de oro, no de tanto precio ni de tanto gusto como la de Irene. La diferencia no era gran cosa que digamos; pero abultada tal vez sin malicia vino a ser como la manzana de la discordia. En aquel reducido pueblo, cercado por una formidable valla de quebrados montes, aislado por decirlo así en un rincón de nuestra isla, semejantes novedades no podían menos de ser tema favorito de conversación entre las comadres y jóvenes casaderas. Hasta las amigas de Paula, por sobra de candidez o de franqueza, no le supieron alabar sus nuevas joyas sin entrar en un examen comparativo, trayendo a colación y poniendo a las nubes las alhajuelas de su antagonista. Estos juicios de Páris despertaron el resentimiento de la Juno lugareña. Punzada ya una vez por el aguijón de los celos no miraba con buenos ojos a la que por un momento le había infundido crueles zozobras, y ajada su vanidad mujeril se le enconó la herida hasta el punto de soltar picantes alusiones a la ilegitimidad de su nacimiento. Este infortunio, que parecía olvidado o cuando menos completamente desatendido, se hizo entonces, merced a los amaños de la envidia, objeto de hablillas y motivo injusto de pequeños desaires: cosa por cierto no muy conducente a levantar el espíritu abatido, ni a restablecer la quebrantada salud de la pobre Irene. Y no se detuvo aquí la comezón de humillarla. Para explicar el origen de aquel gasto misterioso, y al juicio de todas sus amigas incomprensible, Paula empezó con reticencias y expresiones embozadas concluyendo por decir lo que ella sola sabía. No era una tacha el ser rica; pero la procedencia del pequeño capital atestiguaba la de Irene, arrebataba a su nodriza el título de madre, y lo que había de ser futuro remedio de su pobreza se convertía en pregonero de su orfandad y desdicha. 

Y no hay que decir si al circular de boca en boca aquella noticia se mezclarían a sus comentarios fábulas y exageraciones. 

Lo que en confianza se había dicho llegó a ser con el tiempo uno de aquellos secretos que conoce todo el mundo menos aquel a quien importa que no sea conocido. Irene a lo que se creía guardaba un tesoro oculto, tesoro verdaderamente encantado, puesto que en nadie excitaba la codicia de compartir su posesión aspirando a la mano de su dueño. Este desvío no dejaba de entristecerla un poco, bien que por otra parte se complacía en que nada le impidiera entregarse a sus quiméricas ilusiones, y en que la figura de Arnaldo libremente campeara en la soledad de su pensamiento. Su pasión, contenida al principio en los límites de la honestidad y del decoro, al verse desnuda de toda esperanza se transformó en una especie de sentimiento ideal que la sobrepujaba en intensidad y pureza. Así pasaron algunos años, sin recibir más consolaciones que el cariño de su nodriza y las afectuosas palabras del anciano sacerdote que la guiaba por la senda de la piedad cristiana y de la resignación a la voluntad divina. 

Una tarde en que el sol había ya desaparecido hallábase fuera la nodriza, y la pobre huérfana, sola en su aislada casita y algún tanto indispuesta, se vio de repente acometida por un hombre embozado hasta las cejas en un grueso capote y cubierta la parte inferior del rostro con un pañuelo oscuro. Entrar, cerrar la puerta, atrancarla y coger a la joven de un brazo había sido obra de un momento. Sobrecogida de terror quiso arrojar un grito y le faltaron las fuerzas. 

- Cuidado con lo que haces, le dijo el embozado llevándose un dedo a la boca, que si oigo el menor chillido no sé si podrás contarlo. No soy ladrón ni asesino; pero lo seré si me obligas a serlo. Necesito dinero, y de grado o por fuerza tienes que prestármelo. 

Irene más muerta que viva no podía responder sino con lágrimas y sollozos. 

- Déjate de aspavientos, continuaba aquel, no quiero más que diez onzas. Si las cosas me salen bien te las devolveré con buenos intereses, si no mayores caudales se han perdido. 

- Pero..! exclamó la joven sin saber como continuar la frase. 

- No hay peros que valgan. Date prisa, replicaba el bárbaro agresor sacudiéndole el brazo que apretaba con sus callosos dedos como si fuera con unas tenazas de herrero. 

- Y cómo queréis que tengan dinero dos pobres jornaleras como nosotras? 

- Tienes el que te envió tu padre. Todo el pueblo lo sabe. 

- ¡Arnaldo! ¡Arnaldo! exclamó la joven, para quien fue un dardo agudo el ver que Arnaldo había faltado a su promesa. 

- No tienes que implorar socorro de nadie, porque mis puños... Dónde guardas ese dinero? 

- No quiero decirlo, no quiero darlo. 

- Dónde está ese dinero? 

- Virgen santísima del Carmen! 

- Sabes, niña, dijo el otro cambiando de tono y ensalzando la inflexión de su acento, sabes que con esas lágrimas y todo eres bastante hermosa, y que es lástima... 

- Ah! gritó la joven al ver los ojos del embozado que ardían como dos ascuas de fuego. Y comprendiendo rápidamente que todavía pudiera sobrevenirle mayor infortunio se apresuró a decir: abrid ese arcón y envuelto en un trapo hallaréis el dinero, tomadlo, y partid. 

El malvado no se lo hizo decir dos veces. 

A su vuelta la nodriza encontró a su querida Irene tumbada sobre el humilde jergón, arrasados sus ojos de lágrimas, acometida de recia calentura y a ratos de convulsivo estremecimiento. El susto no había sido para menos. Su natural consecuencia fue una larga enfermedad que puso a la joven en grave riesgo y de la cual puede decirse que no llegó a quedar completamente restablecida. 

La que la había alimentado con su leche hizo por ella cuanto hiciera si la 

hubiese llevado en sus entrañas, y el anciano Vicario visitándola diariamente la trató como a la más querida ovejuela de la pequeña grey que le estaba encomendada.

Irene se había prometido a sí misma no soltar palabra acerca de su funesta aventura; pero al cabo la refirió a la nodriza, y esta no cerró con llave la dolorosa noticia que se le comunicaba. Pronto llegó a ser tan pública como si aquel pueblo estuviese familiarizado con los periódicos, y en uno de ellos se hubiese puesto por gacetilla. La autoridad local quiso tomar cartas en el asunto, pero después de tantos meses era muy difícil sacar nada en limpio. Sin embargo las presunciones recayeron sobre un mozallon (mozarrón) alto, fornido, holgazán y pendenciero que en aquella época había desaparecido. Susurrábase que se había embarcado con dirección a Gibraltar en un buque contrabandista, y no se tenía por inverosímil que hubiese echado mano de tan violento recurso para hacerse con una pacotilla de telas y géneros de ilícito comercio. Quizás estaba en su ánimo subsanar el hurto; pero añadíase que el buque había corrido una gran tormenta y naufragado en las costas de Berbería

Sobrados motivos tenía Irene para desterrar de su pensamiento al que tan dura recompensa había proporcionado a su cariño. Por la indiscreción de Arnaldo se había visto a las puertas de la muerte: por su ligero proceder había pasado por unos momentos más angustiosos que la muerte misma. Y qué era ya la ingratitud con que había desdeñado sus ofrecimientos al lado de la infidelidad con que había quebrantado su promesa? Y con todo la causa de Arnaldo se discutía ante un tribunal predispuesto y decidido a conceder la absolución más amplia y generosa. Los hechos le acusaban, la abnegación le defendía, y el corazón de Irene si no sabía como disculpar perdonaba noblemente la culpa. 

Quizás no fue tan fácil en perdonar a Paula cuando supo que escuchando la voz del interés preparaba días de amargura al que tan ciegamente la idolatraba, y empezó a compartir los pesares de su querido ausente mucho antes que él pudiera sentirlos. Cada lágrima que este llorase había de ser para ella doble tormento. Encendía su indignación la vergonzosa inconstancia de la que le había arrebatado gozo y dicha subyugando el corazón de Arnaldo; pero al través de las pardas nubes que cubrían su porvenir creyó divisar unos pequeños resplandores, y se figuró que aún podía brillar en el cielo la estrella de su esperanza. 

Meteoro que no estrella fue aquel resplandor engañoso. El mismo día que el licenciado del ejército desembarcaba en el muelle de Palma, Irene asistía a la misa mayor, y después fue como todo el pueblo a presenciar las corridas. Sentada en el suelo al pie de un olivo tomaba parte en esta popular diversión, y como la que estaba a su lado aplaudiese la agilidad del corredor que había obtenido el premio, díjole Irene: 

- Por cierto que este no comería del gallo si hubiese tenido que habérselas con Arnaldo. 

- Mucho corría, contestó aquella, pero Paula corre más que él, puesto que no ha podido alcanzarla. Cuando vuelva, si es que vuelve, ya podrá correr dentro de un saco así como se estilaba en otro tiempo. 

- Pero si está para concluir el servicio. 

- Para empezarlo de nuevo. 

- Qué me dices? 

- Tan atrasada estás de noticias? No sabes que se ha vendido por sustituto al recibir la nueva de que Paula trataba de casarse con otro?

- Y no me engañas? Y esto es seguro? 

- Pues qué tiene de extraño? Querías que se colgase de un árbol? 

La sacudida moral que experimentó la pobre Irene fue un golpe tan terrible que poco tuvo que hacer el funesto accidente que le dio aquella misma tarde. 

Y de dónde había sacado tal noticia aquella mujer? De un hecho muy natural y sencillo. Una amiga había dicho a Paula: Y qué hará Arnaldo cuando sepa tu resolución de casarte con el viudo? Se venderá por sustituto, contestó la interpelada con sobra de frescura, y la suposición gratuita se había ido transformando en aseveración inconcusa. 

De todos estos pormenores mal pudo enterarse en aquellos momentos el recién venido, pero algo se le dijo del susto que había recibido Irene, del robo de su caudalejo, y de la grave enfermedad que aquel trastorno le había producido. 

Grande fue la ira que concibió Arnaldo contra la que había divulgado el secreto; pero mayor su remordimiento al ver que él había sido el primero en revelarlo. 

Él era quien había hecho traición a la más cariñosa confianza. Hasta él se remontaba el origen del daño. Él era el que por medios tan indirectos causaba la muerte de la que tan religiosamente conservaba su ramito de brezo. 

Penetrado del dolor más agudo que imaginarse pueda, corrió a la casita de la enferma, se abalanzó al lecho y exclamó: Irene! Al oír aquella voz tan querida la enferma hizo un esfuerzo supremo, levantó la mitad del cuerpo, extendió los brazos, abrió sus ojos; pero luego, reconociendo sin duda que en aquella hora no debía perturbarla ningún pensamiento de este mundo, los cerró de nuevo, se dejó caer sobre la cama, se volvió del lado de la pared, y permaneciendo en esa postura al cabo de una media hora exhaló su último aliento. 

Arnaldo quedó petrificado: ni fuerzas tenía para llorar: aquellos dos golpes tan duros, tan imprevistos, tan simultáneos le habían quebrantado el corazón. 

Se quitó el escapulario de la Virgen del Carmen lo puso al cadáver, y recogió el ramito de brezo. Parte de sus ahorros de soldado la invirtió en sufragios y parte hizo tomar por fuerza a la nodriza. Dejó el pueblo nativo, se retiró a la montaña y emprendió el oficio de carbonero. 

domingo, 17 de octubre de 2021

INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES.

INFLUENCIA


DE
LA


NOVELA
EN LAS COSTUMBRES.


(Nota
del editor: Aquí pego el texto suelto que edité antes; podría
haber alguna ligera variación respecto al del libro que estoy
editando.)


DE
LA INFLUENCIA DE LA NOVELA EN LAS COSTUMBRES;
POR D. GUILLERMO
FORTEZA.

MEMORIA PREMIADA
POR LA REAL ACADEMIA SEVILLANA DE BUENAS LETRAS,
EN EL CERTAMEN PÚBLICO DE 1857.

PRECÉDELA
UN
DISCURSO SOBRE EL MISMO TEMA
LEÍDO
POR EL SEÑOR DON JOSÉ
FERNÁNDEZ-ESPINO,
Vice-Director de dicha Real Academia,
EN LA
SOLEMNE ADJUDICACIÓN DEL PREMIO.
___
SEVILLA.

FRANCISCO
ÁLVAREZ y Ca
Impresores de SS. AA. AR.
y honorarios de Cámara de
S.M.
1857.



SEÑORES:

Siempre
fue la modestia símbolo de los triunfos literarios, así como de la
política la pompa y adoraciones. Ora el Estadista en benéfico
sistema de mando inculque en las Naciones los sagrados deberes del
orden y de la justicia, ora llevado por cálculos de bastarda
ambición desate en ellas el espantoso aliento de las tempestades,
siempre escúchanse alrededor suyo los plácemes de la lisonja
y sírvenle de cortejo la grandeza y el sumiso homenaje de los
poderosos. Y sin embargo, ha podido deber gran parte de la gloria que
le ensalza, a inteligencias felices que le sirvieron, a maravilla, en
la realización de sus concepciones, y sobre todo al poder
incontrastable de la Fortuna, de esa dominadora y árbitra de los
sucesos humanos.
Mas el triunfo del hombre de Letras que ni
recibe fuerza de ajena inspiración, ni el auxilio de la Fortuna, que
sirve de solaz y encanto y a la vez de provechosa enseñanza a la
culta humanidad, suavizando las costumbres de la inculta, apenas
aparece en su apacible carrera, cuando ya la envidia, enemiga
terrible de cuanto es noble y generoso, comienza a marchitar sus
laureles, para robarle hasta una mísera recompensa, si es que alguna
le aguarda.
No hay que dudarlo, Señores: desde que un cambio en
las costumbres romanas trajo la separación de las Armas y las
Letras, sólo el consorcio casual de unas y otras, ha dado alas
últimas, raras veces, las altísimas consideraciones que recibieron
en la civilización antigua. Fuera de esto preséntanos la historia
con lamentable frecuencia tristes ejemplos de abandono, y aun de
marcada injusticia hacia el genio literario. Considerad, sinó, esta
Academia creada por la munificencia de nuestro augusto Monarca D.
Fernando VI. En ella resonaron las voces elocuentes de Jovellanos, de
Forner, de Arjona, de Reinoso, de Lista y de tantos otros egregios
varones, legítimo orgullo de la Patria y gloria de Europa entera:
ella al lado de la de Letras Humanas, (1) contribuyó a la
destrucción de los perversos estudios filosóficos, y al
renacimiento de las sacras musas de Herrera y de Rioja. Ella, en fin,
en medio de las perturbaciones de la edad presente, ha conservado
pura la llama encendida por tan ilustres sabios.

(1) Fundada
en 1793 por Arjona, Reinoso, Lista y otros estudiosos jóvenes. Su
vida fue tan fugaz como rica en excelentes frutos.
Se extinguió
en 1801.

¿Pero cuál ha sido su recompensa? ¿cuáles las
consideraciones debidas rigurosamente a su mérito y sus esfuerzos
bienhechores? Retirada, no largos años después de su
establecimiento, la modesta pensión que el Gobierno le concediera;
privada del recinto que su excelso Fundador le otorgó en el regio
Alcázar, se vio obligada a mendigar otro en que guarecerse. Reducida
desde entonces, por falta de recursos y de asilo propio a vagar de
edificio en edificio, según le faltaba el que debía a la
generosidad de alguna Corporación, arrastró una existencia pobre e
insegura, hasta que la Academia de Medicina le sirvió, con el que
hoy ocupa, de amparo generoso. Sin este auxilio, sin la constancia
nunca bastantemente plausible, de algunos de nuestros compañeros, y
de nuestro dignísimo Director que les secundó en la meritoria
empresa de sostener abiertos estos penetrales al saber, sólo
quedaría memoria de su existencia.
Mas lejos de abatirse con tan
repetidos infortunios, ha rendido en su olvidado albergue constante
culto a las Ciencias y las Letras; concediendo con el escaso producto
de la cuota mensual de sus Individuos, premios a los que, aun sin
pertenecer a la Corporación, han desenvuelto más acertadamente los
teoremas que anualmente publica. La humildad de estos premios tan
desproporcionada al trabajo, contribuye sin duda, a que los más
afamados ingenios españoles se alejen de tan noble liza, y a que uno
de los dos lemas del Certamen actual quede sin expositores. Para
premiar el otro, se reúne hoy la Academia. Empero son mis acentos
demasiado humildes para esta solemnidad literaria; otros más
autorizados y dignos, los de nuestro respetable Director, debieran
resonar ante tan imponente concurso. Nadie además, entre nosotros,
con más títulos ni con mayores merecimientos que el que en las
Armas, en el Profesorado, en altos oficios administrativos y en la
Representación Nacional, ha servido a su Patria con rara
inteligencia, dejando en su dilatada carrera pura y esclarecida fama.

Mas los padecimientos físicos y el grave peso de los años
impídenle gozar de esta merecida honra, que viene a recaer en mí,
aunque indigno de ella, por el cargo de Vice Director que, más por
benevolencia extremada conmigo que por mis escasas prendas
literarias, debí a esta Real Academia.
Al examinar la misma los
puntos, cuya crítica pudiera prestar halago a la fantasía, interés
a la razón y provecho a la sociedad, comprendió que la Novela,
verdadera historia de las pasiones y de los móviles secretos del
corazón humano, era por lo mismo asunto digno de severo y detenido
examen. Determinar, pues, hasta qué punto influye en las costumbres,
sin olvidar las cualidades literarias que pueden embellecerla es el
objeto que se propuso en su teorema, expuesto acertadamente y con
gran copia de escogida erudición en la Memoria premiada.
No se
crea que un espíritu de ciega pasión hubo de infundir en la
Academia el pensamiento de examinar este género literario y de
calificarle de tan trascendental importancia. Lo remoto de su
existencia anterior a su antiquísima historia, y la propensión
natural del hombre a crearse en la idealidad de sus deseos un mundo
más perfecto que el existente son prueba segura de la necesidad de
su estudio y hasta de su indisputable mérito. Parece que el
Omnipotente, ya que la culpa de nuestros primeros padres nos arrebató
en la tierra las delicias del Paraíso, dejó de intento a nuestro
espíritu facultades para comprenderlas. ¿Qué alma, aun la más
ruda, no se ha conmovido alguna vez dulcemente a la deslumbradora
ilusión de una vida de mayores atractivos que la real, ni ha
vislumbrado situaciones y personajes más perfectos que los que le
cercan? ¡Ah! sean o no sueños del alma esas aspiraciones ingénitas
en el hombre, esas aspiraciones son una necesidad en el idealismo de
su imaginación. Por eso la Novela que la satisface, y anima en sus
cuadros la naturaleza con irresistible encanto, es el recreo del
sabio y del ignorante: por eso a su seductor influjo no suelen
escapar ni los más adustos caracteres, ni la helada decrepitud de
los años.
Cierto es que arrebata a la ficción sus pinceles;
pero también le presta la verdad sus más bellos colores. Principia
ordinariamente donde acaba la Historia; en el seno de la vida
privada, resucitando en ella personajes y sucesos que pasaron. En
esas pinturas, donde reconoce el corazón humano su verdadera imagen,
que son expresión fiel de sus sentimientos y pasiones y de los usos
y las costumbres, y en cuyos risueños o terribles cuadros aparecen
con indeleble marca los rasgos inalterables de la humanidad, si falta
la verdad histórica contienen, en cambio, la moral y la poética tan
interesantes, por lo menos como las narraciones históricas.
Ya
coloque la Novela a sus personajes en humilde y reducido teatro, ya
en el de la vida común, ya en el de elevada esfera, la entonación
de su estilo puede ser tan varia como las situaciones que presenta.
Como le es familiar cuanto a la sociedad pertenece; como puede reunir
en sólo un punto cualidades que en ella aparecen diseminadas; como
su dominio es más extenso y libre que el del Drama y le es lícito
prodigar los detalles y las descripciones y mezclar el lenguaje de la
imaginación al de la crítica, y pintar y explicar al propio tiempo,
puede también mostrar, con tan poderosos auxilios, más clara y
vivamente los resortes secretos que agitan el corazón del hombre.
No
oculta la Novela el designio de instruir a sus lectores. Sin las
pretensiones del Filósofo enseña con el halago deslumbrador de la
Poesía toda clase de verdades, inclusas las abstractas, aun al
alcance de inteligencias débiles o frívolas, y máximas sociales de
grave interés para la vida práctica sin el aparato sentencioso del
Moralista. Por este artificioso medio nos convierte en observadores,
hácenos ver lo que diariamente pasa delante de nuestros ojos,
desapercibido antes para ellos: y reuniendo la verdad a la invención
ofrece al juicio el espectáculo de lo existente y a la fantasía el
de la idealidad embellecida por la verosimilitud en costumbres y
pasiones. No es, pues, extraño, con tan preciosas cualidades, que
fijando sus escenas poderosamente nuestra atención, obtengan ventaja
sobre las observaciones que puede sugerirnos la vida real: porque,
sereno y libre el ánimo de la parcialidad o el interés que suelen
inspirarnos en ella los afectos, permítenos un examen más
tranquilo, y por consiguiente menos expuesto a peligrosos errores.
Más aún: la lectura de algunas horas, no sólo derrama purísimo
deleite en el ánimo, sino que a veces produce en él mayor enseñanza
que la que suele adquirirse en el mundo, tras la amarga experiencia
de los años y quizás a precio de prolongados infortunios.
La
Novela, pues, que participa de la verdad histórica en alguna de sus
narraciones; que, como la Filosofía enseña verdades especulativas,
y como la Moral las que sirven al hombre de consejo en el mar
proceloso de la vida; que no extraña al incentivo de la Poesía
admite en sus cuadros desde el Entremés hasta el Drama, y desde el
Epigrama hasta la elevación y sublimidad de la Epopeya; que se sirve
de todos los géneros literarios, sin confundirse con ninguno, merece
de justicia un lugar importante en la república de las Letras, y que
se la considere por su mérito y sus tendencias sociales con madura
atención por la crítica ilustrada.
Aún merece interés más
grave, Señores, considerada bajo su inevitable influencia en las
costumbres. Ningún ramo literario la iguala en este punto. Sólo el
Drama es el único que se eleva a su altura; pero jamás en tan
amplio horizonte como ella, por lo mismo que su voz ni es tan
constante, ni suele llegar hasta las poblaciones humildes.
Desde
que apareció en tiempos remotos por primera vez la Novela entre los
Asiáticos, (1) ora en forma de Apólogo, ora en la de Alegoría, se
la ve presentando un fin moral, aunque la rica imaginación de
Oriente, como acontece en los cuentos de Pilpai (2) busque más bien
el agrado en la ficción que en la pintura de caracteres y afectos.
Si exceptuamos los ligeros Cuentos Milesianos que respiran la vida
muelle del dulce clima de la Jonia, de una manera más filosófica y
elocuente comenzó a brillar en la civilización helénica.
(1)
Hüe en su historia de la Novela atribuye su origen a los pueblos
Asiáticos.
(2) Pilpai era indio. Su famosa novela titulada
Calila y Dimna es una colección de Novelas y Apólogos.
En la
Ciropedia de Xenofonte la invención histórica de las situaciones
hállase hábilmente dispuesta para producir instrucción moral, así
como en la Atlántida de Platón, la tradición y las narraciones
fabulosas de los viajeros sirvieron al gran Filósofo de agradable
resorte para alcanzar idéntico resultado.
No debe extrañarse
que este género brille como fugaz relámpago en estos dos preclaros
escritores, con raras y poco felices excepciones durante la
República, hasta que ya en el Cristianismo volvió a aparecer con
luz diversa en la preciosa Novela pastoral, de Longo, titulada Dafnis
y Cloe y en la de Teágenes y Cariclea del Obispo de Trica, que tanto
sedujo el delicado corazón de Racine en su tierna juventud. Los
Griegos veían en su ingenioso politeísmo las ficciones que
deleitaban más hondamente su viva y versátil fantasía,
satisfaciendo además en ellas esa propensión del alma a lo ideal y
a las maravillas de la fábula. Cada solemnidad teatral o religiosa
traíales a la memoria las aventuras más interesantes de los dioses
y los héroes. No cabía distracción en la soledad por que duraba
breves instantes: la vida pública que agitaba casi exclusivamente al
pueblo, lo mantenía de continuo reunido en las Asambleas políticas,
o en las Academias de Retórica y de Filosofía, y para recrear su
ánimo en los Juegos Olímpicos y en el teatro. La forma de aquella
sociedad, por otra parte, era poco a propósito para el estudio e
imitación de la vida privada. De un lado la igualdad republicana y
la esclavitud doméstica, de otro las creencias materialistas, de
otro, en fin, la condición triste y oscura de la mujer, hacían que
ni pudieran presentarse intrigas fundadas en la variedad de
caracteres o en la diversidad de condiciones sociales, ni la lucha
entre el deseo y el deber, ni la pasión espiritual del amor, que
son, las dos últimas con especialidad, el agente más poderoso de la
Novela en la civilización cristiana.
Perdidas las Comedias de
Menandro no puede calcularse con seguridad hasta qué punto en los
tiempos de este Poeta, extinguido ya el Gobierno popular, ofrecía el
interior de la familia Griega asuntos interesantes para el teatro. A
juzgar por lo que de ellas se refiere, y más que todo por las de
Terencio su imitador, hasta el punto de ser apellidado por Julio
César, medio Menandro, aunque se proponía un fin moral y lo
desenvolvía con admirable ingenio, la ficción de la intriga y de
las situaciones en la vida común es de tan severa sencillez que
suele rayar en pobreza de inventiva. El amor en Terencio se dirige
siempre a cortesanas, y el nudo cómico, que suele consistir en la
pérdida o el robo de un hijo, termina por hallar este a sus padres.

De creer es, cuando así se expresaba el Teatro, que también
recibiese nuevo aliento la Novela; y que revestida con modestas pero
interesantes galas, mostrase en personajes fingidos o por medio de
alegorías las verdaderas costumbres de la época del mismo modo que
aparecían pintadas en la Comedia. Plutarco refiere que Heráclidas
escribió un libro bajo el nombre fabuloso de Abaris, en el cual
alternan los cuentos con las doctrinas de los Filósofos sobre la
naturaleza de nuestro espíritu. Las Novelas milesianas vienen a
robustecer con irrecusable prueba la veracidad de esta opinión.

Apareció entonces, con motivo de la victoriosa expedición de
Alejandro a la India, una clase de fábulas inverosímiles por la
exageración y extrañeza de las aventuras que fingen, pero digna de
crítico examen por la afinidad que entre ellas existe y las que
produjo la institución de la Caballería en la Edad Media. Para que
no se crea, Señores, que atraído por el aliciente de la novedad
procuro ver semejanzas soñadas, citaré las Babilónicas, en cuya
obra, después de robos de doncellas, de mil extraordinarios combates
y de increíbles aventuras, algunos de los héroes llegan a ser
Emperadores o Reyes de extensas y poderosas naciones. La historia de
Luciano, fue al parecer, escrita para dar muerte con el puñal del
ridículo a tan detestables invenciones favorecidas entonces por la
ignorancia o por el mal gusto de los Griegos. Exagerada horriblemente
la pasión amorosa en este linaje de Novelas, faltas de veracidad en
las costumbres y presentando en extraña caricatura la naturaleza
humana, sólo algunos rasgos de imaginación pueden hacer
momentáneamente tolerable su lectura. Un extravío parecido en la
Novela Caballeresca Española puso la pluma en manos de Cervantes.
Ocultando en el Quijote bajo la máscara risueña de la locura una
filosofía dulce y grave, ningún libro ha contribuido tanto a calmar
las penas y recrear el corazón de la especie humana. Cervantes supo
ridiculizar admirablemente su héroe sin hacerle perder nunca la
estimación de los lectores. De corazón sano y generoso, de valor
sin peligro que le arredre, de acrisolada discreción y de clara y
docta inteligencia, tiene, sin embargo, la desgracia de que le domine
una singular idea que a manera de anteojo mágico le cambia la forma
y la naturaleza de las cosas, hasta el punto de ver fieros gigantes
en humildes molinos de viento. Su escudero Sancho, con excelente
juicio y viendo el mundo en su desnuda realidad, conserva los
groseros resabios de su clase: y aunque procura disipar las exaltadas
ilusiones de su Señor, y es la personificación del buen sentido que
sigue al genio extraviado y pretende iluminarlo en sus errores,
déjase, por interés o debilidad, seducir muchas veces de las mismas
quimeras que combate.
En una palabra D. Quijote, presa de su
locura, es la exageración de la poesía, Sancho la exageración de
la prosa, el Caballero del Verde Gabán, el símbolo de la razón y
de las virtudes sociales. Los unos en sus yerros producen esa risa
eterna que sólo, según Homero, era concedida a los Dioses en el
Olimpo; el otro, ejemplo felicísimo del hombre sensato y bueno,
inspira respeto y admiración: y todos juntos, y la riqueza
inagotable de incidentes, y la asombrosa perfección en los detalles
y la diversidad de bellísimos caracteres, forman el libro más ameno
y filosófico de cuantos ha producido el mundo.
Con ariete tan
poderoso, habiendo largo tiempo hacia desaparecido el espíritu
antiguo caballeresco, y no hallándose, lo que de él restaba, en
armonía con las formas políticas y sociales de aquella edad, cayó
fácilmente a sus terribles golpes con la ignorante Literatura que lo
sostenía.
Una variedad de la Novela Caballeresca es la Pastoral,
invención facticia, pero favorecida del mundo ilustrado en el siglo
XVI y parte del XVII. Sábese que la Literatura es reflejo constante
de la sociedad en que vive, y que la Novela, como ramo suyo
importantísimo ha seguido la misma senda, procurando ser reflejo de
sus ideas y pasiones. Mas no debe olvidarse que según Virgilio
«habitarum di quoque silvas» y que en siglos de refinada cultura
social de la propia agitación humana nace el irresistible deseo de
una vida más dulce y pacífica, y menos sujeta a tormentosas
vicisitudes que la que alienta al hombre en el torbellino de las
ciudades. De aquí, en esa tendencia instintiva al idealismo, el
haberse complacido en describir la amenidad risueña de los campos,
la transparencia y frescura de sus aguas, la vida apacible de los
pastores, la pureza casi angelical de sus afectos. El Novelista
pastoral no retrata una época, al contrario, busca el contraste de
lo que pasa a su vista y atormenta su corazón. En el mundo que
finge, si no pinta la sociedad que le rodea, descubre, al menos, las
dulzuras o los tormentos de su amor y las aspiraciones de su alma.

Monte-Mayor es buen testimonio: a la manera de Sannázaro en su
Diana, Novela pastoral de subido precio, refiere y canta al par, en
expresivo y elegante estilo, su amor y la facilidad liviana con que
la ausencia robóle el de su querida. Si en ella y las de su género
no se pintan, en verdad, las costumbres del tiempo en que escribe el
Poeta contribuyen, de ordinario, a esclarecer su vida, cualidad
importante 
para
la Historia Literaria, y enseñan, una moral apacible y seducen el
ánimo con la belleza de los cuadros campestres que fantasean.

A
este género sucedió, especialmente en la Corte de Francia, otro a
modo del de los
Amadíses, vivo remedo de los libros de Caballería,
no menos falso y absurdo que ellos y siempre menos interesante y
menos rico en sus ficciones. Prestando a los héroes de la antigua
civilización Griega y Romana cualidades y aliento parecidos a los
que la Literatura muerta a manos de Cervantes daba a los de la Edad
Media, tuvo algún tiempo la inmerecida fortuna de excitar la
admiración de los caballeros y las damas de París en el siglo de
Luis XIV.

Mas estas desatentadas producciones dieron lugar a la
Novela histórica, fruto de doctos y lozanos entendimientos. No me
atrevo, como hacen otros, a colocar en esta clase El Telémaco del
sapientísimo Fenelón; la crítica le ha concedido alto asiento
entre las más ilustres Epopeyas, y no seré yo quien le haga
descender de su merecido solio. Los Viajes de Antenor y sobre lodo
Los del joven Anacársis de Barthelemy, bellos productos de tan
generosa Escuela, en quienes compite la dulzura del agrado, con la
riqueza de provechosa instrucción abrieron ancho camino a la
prodigiosa pluma del gran Novelista Escocés. Si en nombre de los
fueros debidos al Arte y a la Historia, deben mirarse con justo
desvío los géneros antes mencionados por falta de colorido local y
de ajustada exactitud a los usos y costumbres en los sucesos que
refieren, la Novela basada en fondo histórico, que, sin alterar los
hechos, transfórmalos con habilidad de manera que vienen a
contribuir a la perfección y magia del conjunto, cumple
nobilísimamente con su objeto y seduce, con razón, lo mismo a los
espíritus ignorantes que a las más profundas inteligencias. Walter
Scott a quien me he referido, no falsea la Historia: complétala unas
veces en la vida privada, coméntala otras, y hace circular en sus
escenas la animación y el encanto, como Prometeo en su estatua con
el fuego que robó al Olimpo. Entre los caracteres históricos que
aparecen en el fondo de sus pinturas coloca en relieve otros de pura
ficción que reciben de su ingenio la vida y la inmortalidad.
Destinados a personificar las virtudes, los vicios, los placeres y
dolores de lo pasado revelan lo mismo la vida interior de las cabañas
que el movimiento y agitación de suntuosos edificios, ante los
cuales pasa la Historia sin juzgarlos y aun sin dirigirles una mirada
indiferente. Imitadores y dignos émulos suyos son Bulwer y Manzoni.
En ellos la Novela histórica, nutrida de copiosa erudición y dotada
del envidiable instinto que penetra en los corazones y llega hasta el
fondo de una época, no sólo no desmiente el título que lleva, sino
que se convierte en complemento y en intérprete de la Historia.

No
es cierto que la Novela de costumbres haya sido patrimonio exclusivo
del siglo anterior y del presente, por más que se le deban los
adelantos y aun la perfección con que se la ha visto salir bella y
profundamente filosófica de varias insignes plumas. Conocíase entre
nosotros en los tiempos y después del ilustre Soldado de Lepanto,
especialmente en el género picaresco. Este imponderable escritor con
quien la Providencia fue avara para la fortuna, pero largamente
generosa para el genio, prueba en sus preciosas Novelas ejemplares
que su pincel no se circunscribe a una clase social determinada; por
el contrario que alcanza a todas y en todas dejó inmortal y
provechosa muestra de su casi divino entendimiento.

Efectivamente
en la Novela de costumbres, más todavía que en la histórica,
ofrécese al ingenio el estado social entero con sus infinitos
accidentes, con caracteres de inagotable variedad y con aplicaciones
de utilísima enseñanza, si el error o un fin perverso no le conduce
a degradar la inteligencia que le dio el Cielo. Un género literario,
donde pueden aparecer los sentimientos de la humanidad limpios de
toda mancilla por el espectáculo benéfico de las virtudes o por el
retrato de su dignidad y grandeza, donde si hallamos también el
cuadro de nuestros vicios y debilidades le vemos corregido por
inevitables penas, si no por el arrepentimiento mostrado en
ejemplares sacrificios, es de mayor precio, sin duda, que las otras
clases novelescas, y tal vez que la histórica, en que si su lectura
no es perdida para la virtud, tiende más al recreo e instrucción
del espíritu que a nuestra perfección moral en el escabroso camino
de la vida.

No disimularé, aunque con pena, que algunos
Novelistas de esta última centuria abusando de las envidiables
prendas de su fantasía: ora por corrupción del alma, ora por el
deseo de hallar más fácil acceso en la muchedumbre, enseñan una
Moral tanto más peligrosa, cuanto que la ostentan, dorada con
apariencias de indudables virtudes: otros de conocida perversión
social calumnian la santidad de la fé cristiana y despiertan en el
alma del hombre locos pensamientos que después le producen larga y
terrible cosecha de amarguras. ¡Cuántos horribles desastres han
llevado esos aleves escritores al seno de familias virtuosas,
seduciendo el corazón de la inocente juventud, siempre ligera y
fácil para beber el tósigo que halaga sus instintos! Otros, en fin,
arrebatando a los
utopitas sociales sus absurdas elucubraciones
sembraron (
sembra+ron al revés y efecto espejo) semillas de
eterna perdición. Cuando leíamos no ha muchos años en Tomás Moro,
Owen, Saint Simon y Fourrier sus delirantes sueños, que no teorías
deben llamarse las creaciones de su desatentada inteligencia sobre la
igualdad social, lamentábamos el extravío del ingenio que busca al
hombre por desusada vía una perfección imposible en la tierra. ¡Ah
salir del Evangelio y de la Caridad preceptuada por Jesucristo, es
engolfarse en un mar de tempestades y zozobras. Mas la extrañeza de
la doctrina y el reducido número de sus lectores alejaban el
peligro. No así en la Novela: el interés que inspira y el talento
dramático con que sus autores presentan la igualdad, la apariencia
de justicia con que la revisten, la natural conmiseración que
despierta la desgracia, y la admirable rapidez con que se ha
extendido su lectura basta los míseros tugurios, de tal manera ha
producido apóstoles y prosélitos en las clases que lisonjean, que
ya comenzaron a rendir frutos abominables. Y eso que no siempre sus
autores siguieron la misma senda, semejantes a un espacioso campo en
que junio a la maleza brillan flores de oloroso y suave aroma.

Por
fortuna otros nunca mancillaron su fama tiñendo la pluma en el
veneno de la inmoralidad. Richardson, aunque a veces demasiado lento
en la acción, píntanos en seres verdaderamente celestiales una
virtud purísima y la ejemplar resignación del infortunio;
Godmisth
(
Goldsmith) sus retratos morales; la casta musa de Saint
Pierre, la ternura apasionada de un amor inocente; Madame Staël, las
ardientes y poéticas concepciones de Corina; Chateaubriand, la
pureza y augusta majestad del Cristianismo; el humorista Richter, la
exaltada idealidad de sus sentimientos; y Silvio Pellico el corazón
humano venciéndose a sí mismo en los accesos del encono y de la
ira. En este vario y delicioso espectáculo de situaciones y de
caracteres interesantes, aparece la humanidad purificada del grosero
egoísmo de la materia y transfigurado el hombre en la verdadera
imagen del Todopoderoso que le inspiró su aliento soberano. ¿Quién
no ve en nuestro célebre compatriota Fernán Caballero ese pincel
tan feliz para los rasgos bellos del cuerpo, como para los divinos
del alma, en cuyos cuadros retrata con viva y candorosa naturalidad
nuestros usos y costumbres, aun los de las clases humildes; en que el
horror de la miseria se dulcifica por el trabajo y la tranquilidad de
una fé resignada; en que el furioso embate de las pasiones se
estrella en el respeto al deber y en el ejercicio de las virtudes y
en que si halla colores para el vicio encuentra consejos que lo
templen, o arrepentimiento que lo destruya, o penas que lo castiguen?

¡Oh! La Novela en tales plumas y en otras que he omitido por no
fatigar más la atención de tan ilustre auditorio, después de
mostrarse como verdadero trasunto de la sociedad en que vive, es
dulcísimo recreo del alma, lenitivo al enojo y penalidades de la
tierra, estímulo constante al noble y generoso anhelo de las
virtudes. Si su abuso trae el mal, el uso legítimo de inspirados
ingenios infunde en nuestro corazón la idea purísima de la verdad,
del bien y de la belleza. Y puesto que nació con el hombre, y es su
compañera inseparable y no puede morir mientras él exista, si
extraviada se prostituye corríjanla el Gobierno y la crítica; él
impidiendo su circulación, ella con la inflexible severidad de sus
censuras. La influencia, pues, que ejerce en las costumbres, la
claridad con que la comprenden aun los más limitados entendimientos,
la facilidad con que circula por todas las jerarquías sociales, y su
mérito e importancia, como género literario, muestran ampliamente
la razón de la Academia en juzgarla digna de imparcial y profundo
examen.


____

INFLUENCIA
DE LA NOVELA EN LAS
COSTUMBRES.


La Literatura no es sólo un pasatiempo, es
una gran potencia social, y debiera ser un sacerdocio.


I.

Cuentan de un Matemático, que,
concluida la representación de un drama sublime, exclamó con
desdeñoso acento: «¿Y esto qué prueba?»
- No faltan, si bien
escasean por fortuna, pensadores rastreros que, como aquel mal
avisado varón, creen insignificante o nula la influencia de la
imaginación y del sentimiento en el progreso de la humanidad.

Espíritus mutilados, antes que confesar sus cualidades
negativas, prefieren desacreditar las que no poseen: bien así como
ciertos desalmados egoístas escarnecen el amor verdadero, porque son
incapaces de sentir sus vivificadoras emociones. Encaprichados por
las deducciones de un análisis inflexible, no aciertan a descubrir
la íntima unidad que resplandece en el mundo intelectual, ni el
parentesco y armonía de las facultades humanas, y venden por
fortaleza metafísica la

estrechez y corto alcance de sus
entendimientos. ¿Qué son para ellos las bellezas artísticas de más
subido quilate? ¿Qué el lirismo profundo y trascendental de
Schiller, de Lamartine, de Ulhand (Uhland)? ¿Qué los dramas de Shakespeare,
las comedias de Molière, las novelas de Dikens (
Dickens), las
baladas de Richter y Schubart
(Schubert)?...
Golosinas
del alma, frívolo pasatiempo, ocupación
entretenida de los verdes años.

Oficioso, cuando menos, fuera
demostrar la injusticia notoria de semejante opinión. Baste recordar
que muchas verdades se deben a la maravillosa inspiración del
sentimiento, guía luminoso e infalible de la razón, siempre
ocasionada a extravíos y aberraciones. Baste proclamar que la
imaginación no sólo ha esparcido flores, sino semillas preciosas
que han fecundado y embellecido el campo de la Filosofía.
La Loca de la Casa se ha llamado a la imaginación: enhorabuena; pero
confiésese que si esta admirable facultad merece tan acerba
calificación, ha tenido intervalos lúcidos copiosos.

Preciso es
afirmar que si es condición ordinaria, ya que no imprescindible, de
la influencia de una cosa, su importancia, la tienen en grado
superlativo la imaginación y el sentimiento. Por otra parte la
universalidad de estas facultades y la instantaneidad con que obran
hacen
inconmensurable su
esfera de acción. Obvio y socorrido es raciocinar, en extremo raro y
difícil aplicar provechosamente el raciocinio. Además, una imagen
queda con eléctrica rapidez daguerrotipada, la explosión de un
afecto verdadero, levanta, conmueve, agita, arrebata con portentosa
celeridad; al paso que las operaciones lógicas del entendimiento son
laboriosas y tardías, y penetran en él con la penosa lentitud de
una cuña.

El consorcio de los mencionados elementos es un minero
inagotable de producciones literarias, que adquieren toda la
apetecible perfección (
perfecion en el original) cuando las
sazona el buen sentido y el arte puro las acrisola.

Las más
trascendentales son sin disputa el Drama y la Novela. En tanto está
reconocida la influencia del primero en las costumbres, en cuanto
hacerlas saludable ha sido su objeto filosóficamente originario. Es
incuestionable que las composiciones teatrales disponen de poderosos
recursos que dan extraordinaria viveza y energía a las impresiones
que producen. Prescindiendo de la Ópera, síntesis sublime de las
Bellas Artes, el atractivo palpitante de la mímica, la ilusión de
trajes y decoraciones, los mil matices de la entonación y casi
siempre la melodía del ritmo, y la primorosa ornamentación poética,
avasallan con su unidad el entendimiento, y con su variedad
regaladamente señorean la fantasía. Sin embargo, el buen efecto de
estas composiciones no sólo estriba en su bondad filosófica y
literaria, sino en un mecanismo complicado que comúnmente malogra la
ilusión dramática, sutil y quebradiza de suyo. Bastan para
desvanecerla, la voz indiscreta del apuntador, la torpeza de un
tramoyista, una distracción leve, un
anacronismo
chocante: a cuyos inconvenientes se agrega el conocer de antemano a
los actores y hasta el prurito incorregible de lucir que, más que el
cariño al arte escénico, reúne en nuestros teatros a una sociedad
casquivana y antojadiza. Además: por enemigos que seamos de las
cadenas que aherrojan al ingenio; preciso es aceptar las tradiciones
clásicas en consonancia con los principios inmutables de la
Estética: y no concebimos el efecto dramático sin la unidad de
acción y hasta creemos indispensable la de tiempo en muchas
ocasiones. Estas concausas neutralizan las inapreciables ventajas que
tiene el género dramático en su abono. La Novela, al contrario: no
ceñida a determinadas proporciones, los episodios artísticamente
incrustados en su trama imaginativa realzan y suben de punto la
acción principal, cosa de muy difícil logro en el Drama. En este la
personalidad del autor se anula por completo: el interés debe ser
superlativamente activo, debe brotar con enérgica viveza de las
situaciones, no entorpecerse con las prolijidades de la palabra cuyas
más inefables bellezas suelen escapar al público.

El Novelista
teje descansadamente su tela narrativa, bordándola de mil primorosos
detalles: retarda o precipita, a su sabor, el vuelo del tiempo;
cambia con desahogo de lugares; retrata, pinta, describe con
minucioso y sosegado pincel; observa, filosofa, perora, moraliza. Es
un Cicerone entretenido e ingenioso que ameniza su relación con
toda clase de ocurrencias. He aquí
porque las impresiones que
engendra la Novela
sino
tan eléctricas y
subitáneas son tan poderosas, al menos, y
duraderas como las que el Drama produce. Y si naturalmente influye en
nosotros lo que con fuerza nos impresiona, claro está que las
composiciones novelescas, han de ejercer en las costumbres una
influencia real. A estas consideraciones generales se agrega otra de
actualidad no poco valedera y atendible; y entiéndase que cuanto
distamos de la influencia social de la Novela es implícitamente
aplicable al Drama por ser géneros literarios que tienen idéntico
origen filosófico y próximo parentesco.

Gran sembrador de
ilusiones nuestro siglo (
XIX), ha saludado todas las ideas,
todas las teorías, todas las causas y apostolados con arranques de
entusiasmo espasmódico: gran cosechador de desengaños, a sus
idolatrías y apoteosis han sucedido el cansancio, la recelosa
suspicacia, el desprecio burlón o la más glacial indiferencia. Por
otra parte conserva muy vivos aún en su memoria los acerados
epigramas de Voltaire y Beaumarchais, la terrible ironía de Göethe,
los sarcasmos de Byron, las risas lúgubres de Heine y las cínicas
bufonadas de tantos espíritus escépticos, más o menos
superficiales, más o menos superiores, más o menos implacables. Por
esto escasean de día en día los lectores de buena voluntad, los
corazones entusiastas, los pensadores reflexivos que en el silencio
de la meditación solitaria estudien imparcialmente las ideas nuevas
o remozadas que cruzan en el mundo intelectual. Por esto se vuelve la
espalda o se acoge con sarcástico desdén a los dogmatizadores de
toda especie. Semejante desvío por la propaganda doctoral y
ex-cátedra, acrecienta de una manera portentosa la importancia de
las obras de imaginación y sentimiento y en particular la de las
Novelas, cuya perenne popularidad les presta suma influencia. Así lo
han reconocido numerosos escritores que han mirado este género
literario como un vehículo poderoso para transmitir hasta las
regiones más ínfimas de la sociedad, toda clase de ideas,
principios y teorías, económicas, sociales, metafísicas, morales,
fisiológicas, religiosas y hasta estéticas.


II.

Tan
inoportuno como superior a nuestra erudición desmedrada fuera trazar
aquí una historia crítica de la Novela: nos ceñiremos simplemente
a indicar su influencia respectiva en las costumbres.

Cuando
Roma, cansada de producir héroes, apenas acertaba a producir
hombres, estalló en el Norte una tempestad de guerreros, asolando el
ya caduco Mediodía. El primer género de Novela que encontramos
después de tan inmensa transformación, es el
caballeresco
que, fielmente histórico al principio, va tomando proporciones
maravillosas, fantásticas y absurdas, a medida que se aleja de su
primitivo manantial. Llegado a su
máximun de exageración,
lejos de mantener ileso y pujante el espíritu poético de la Edad
Media, producidor de belleza moral y literaria, desanuda los vínculos
que a la verdadera y alta poesía le ligaban; lejos de envalentonar
los bríos no domados del valor heroico, infunde un ardor infecundo a
las imaginaciones, y deja frías las almas; lejos de inspirar el amor
cristiano que da al juicio lo que es del juicio y al corazón lo que
es del corazón, endiosa a la mujer, sin tributar a sus buenas
prendas un homenaje práctico y positivo. Y como el absurdo en
Literatura es señal infalible de disolución y muerte, he aquí
porque la Novela caballeresca estaba ya mortalmente herida
cuando el insigne autor del
Quijote le asestó su rudo golpe
de gracia. No se achaque, pues, a esta obra una influencia sobrado
lata, ni una intención anti-poética, incompatible con el alma
nobilísima de Cervantes, que rendía un culto altamente acrisolado
por sus inmortales proezas, al honor, al valor y a la Religión,
principios fundamentales del sistema caballeresco.
En horabuena
que se considere el Quijote como un símbolo a posteriori de la
eterna lucha entre el espíritu de la Poesía y el de la Prosa: pero
creer que Cervantes tuvo intención de crear este símbolo, para
entregar a la risa del vulgo las aspiraciones ideales de un corazón
hidalgo, es una suposición gratuitamente injusta y una metafísica
aberración de la crítica moderna. El Quijote tuvo una inmensa
influencia literaria y social. Basada en la moral práctica de un
buen sentido lleno de serenidad y fortaleza, anatomizadora risueña y
benévola de los sentimientos humanos, no su disecadora feroz, esta
obra inmortal es una continua y maravillosa fiesta para la
imaginación y un alimento sano para la inteligencia que nutre y
satisface con todo género de saludable doctrina y enseñanza. En
ella Cervantes no desencanta ni desilusiona; alecciona sí, y con
apacible sátira blandamente castiga a la vanidad, enfermedad crónica
de corazones flacos, y a la inmoderada sed de ideal, dolencia de
fantasías extraviadas: enemigas irreconciliables ambas del trabajo
modesto, del resignado y humilde deber, de la santa monotonía de las
fruiciones domésticas y de todo sosiego del alma. Aunque nos sea,
pues, imposible señalar con datos positivos la influencia histórica
del Quijote en las costumbres populares, racionalmente hablando debió
tenerla real y efectiva si se atiende a la curiosidad inmensa que
despertó en lodos los ámbitos del mundo civilizado y a la avidez
con que fue en todas partes leída. La influencia literaria del
Quijote es incuestionable: fue la llave de oro que abrió las puertas
del templo de la belleza moderna.

«Cervantes fue para Europa,
dice Enrique Hallam, lo que Ariosto para Italia y Shakespeare para
Inglaterra.» Con su insigne producción no sólo inauguró la Novela
cómica, sino la de costumbres en toda su latitud y
perfección concebibles.

En la misma época nació la Novela
pastoral y un siglo después la heroica, baturrillo
informe
(batiburrillo), abigarrada mezcolanza de las
reminiscencias caballerescas y de las pastorales. Géneros ambos
puramente convencionales, estriban en un orden de cosas falso,
inverosímil y absurdo. Frutos enfermizos del mal gusto impotente,
pudieron, a lo más, tener un éxito de boga, pero no influencia
alguna en las costumbres, y ahora sólo pueden servir para conciliar
agradablemente el sueño.

Contemporáneo de estos géneros
ficticios fue el género de Novela más verdadera e importante de los
tiempos modernos: la Novela histórica, a la cual imprimió
Fenelón
el sello característico de su exquisita elegancia y delicadísimo
buen gusto. Imitaciones del Telémaco fueron Los Viajes de Antenor,
El Filoctétes y Los Viajes del joven Anacársis, obra trascendental
del Abate Barthelemy.

Pero quien fijó definitivamente las
condiciones literarias de la Novela histórica fue Walter Scott que
realizó el consorcio dificilísimo entre la erudición amiga de
pormenores, analítica y minuciosa; y la fantasía esencialmente
sintética y generalizadora. Pocos imitadores dignos de él ha tenido
el insigne Escocés. Entre ellos descuellan Fenimore Cooper y

Manzoni
(
Mauzoni en el original, Manzoni anteriormente). No hablaremos
de otros ingenios fecundos que con una mano hojean la Historia y con
otra tejen sus Novelas históricas; que hacen figurar siglos en lugar
de épocas y generaciones en lugar de personajes. Su inventiva es
portentosa; su fuerza dramática sin igual; su estilo lleno de
primores, pero calumnian los tiempos, exageran el colorido local, o
lo anulan, y estos son defectos capitales sin compensación cuando de
Novela histórica se trata.

Este precioso género novelesco tiene
grande influencia moral. Es el archivo de las tradiciones que
mantienen el amor patrio, así como el respeto a los hechos de los
antepasados acrecienta y enardece el cariño a la familia. Y urge
sobremanera en nuestro siglo presuntuoso, olvidadizo y tan aferrado
a lo presente, equilibrar el desatentado egoísmo o las aspiraciones
locas hacia un porvenir de felicidad inasequible, con el santo amor a
las tradiciones, con el respeto imparcial, no ciego, a los tiempos
pasados.


III.

La Novela que ejerce sobre las costumbres
más directa y poderosa acción, es sin disputa la de
costumbres
contemporáneas
puesto que de ellas saca su alma, su vida, su
influencia.

El trato habitual con la sociedad influye en nosotros
de una manera superficial e imperceptible. Ni la sagacidad
observadora es don otorgado al común de las gentes, ni las
costumbres sociales se presentan a menudo bajo un punto de vista
plástico, o digamos, convergente, como los rayos solares que se
reúnen y unifican en un foco de cristal, para que causen en nosotros
una impresión enérgica y profunda. Raras veces la observación
cotidiana y vulgar acierta a descubrir los resortes internos que
mueven a la sociedad; rarísimas logra ver pintorescamente
contrastados los caracteres que en ella resaltan y agrupados de una
manera típica los rasgos, perdidos entre la multitud, de la infinita
variedad de fisonomías morales que aquella sin tasa ni agotamiento
ofrece. Esta percepción analizadora al principio y sintética
después, pertenece al dominio del artista y del escritor, y en ella
se cifra su mayor y más preciada gloria. No se nos tilde, pues, de
paradojales (paradójicos) si afirmamos que una Novela
de costumbres briosamente escrita por un genio observador puede
impresionarnos con más viveza que el espectáculo ordinario y frío
de las costumbres mismas.

Estas indicaciones bastan para
evidenciar la grande importancia que tienen las composiciones
novelescas de un género esencialmente social, conocido ya de la
Antigüedad griega y romana (1) bajo la forma candorosamente
descarada peculiar a sus respectivas civilizaciones; cronista rudo en
la edad media; completamente literario, aunque superficial, en los
siglos XVI y XVII, y que en la actualidad ha adquirido proporciones
alarmantes, y una popularidad excesiva: gracias al carácter esencial
del siglo que corremos. En efecto: preciso es que confiesen los más
encaprichados optimistas actuales que nuestro siglo está
sobradamente pagado de sus luces y enamorado de sí mismo. He aquí
porque huelga tanto de verse retratado y reproducido de mil
diferentes maneras. He aquí
porque los escritores de todos
calibres, ansiosos de acariciar sus antojos y presuntuosa manía,
multiplican al infinito bocetos, esbozos y estudios íntimos de su
fisonomía moral.

(1) Así lo atestiguan el Asno de Oro del
Filósofo platónico Lucio Apuleyo (
Apuleio, Apuleius) y el
Satiricon (Satiricón) de Petronio: cuadro libidinoso
de las costumbres corrompidas del tiempo de Neron
(Nerón).
Dos
escuelas diametralmente opuestas dominan en la Novela de costumbres
contemporáneas: la idealista y la realista, cuyo exclusivismo
conduce o a la abstracción sobrado metafísica o poética o al
prosaísmo enemigo de toda artística belleza. El porvenir fecundo de
ambas escuelas estriba en su discreto consorcio y armonía; realizado
ya por los modernos Novelistas Ingleses y Alemanes, por algunos
Franceses, desgraciadamente pocos, y por la ilustre
Andaluza
que vanamente quiere achicarse y escapar a sus legítimos triunfos
con su modestia ejemplar y falta absoluta de pretensiones,
Fernán Caballero.
Tan variadas y de tan diversa índole son las
Novelas de costumbres que se hace cuesta arriba agruparlas bajo
clasificaciones naturales. Sin embargo, no es difícil formar
algunas, fijándose en los caracteres que más especialmente
distinguen a aquellas. Víctor Hugo y Balzac, imitadores a su manera
de Göethe, han dado formas tangibles a un género de Novela que
podemos llamar psicológica y que tiene infinitos adeptos. Los
Novelistas de esta escuela bajan al fondo del corazón humano, como
los
buzos al fondo del mar, y
lo anatomizan y disecan. Pero, casi todos pesimistas, calumnian al
constante objeto de sus inexorables observaciones, o traspasan los
límites y alcance de su propia sagacidad: achaque común de
sistemáticos y exclusivos ingenios. El defecto capital de estos
anatómicos morales suele ser un descarado escepticismo que corroe
las costumbres como la gangrena devora la carne, y una adoración sin
límites a los placeres sensuales y al gigantesco orgullo. Novelistas
hay sin pudor ni conciencia que prostituyen dotes intelectuales de
muy subido precio arrancando a las almas bien nacidas su preciada
corona de sentimientos puros, su aureola santa de candor y
honestidad. Si se castiga con la pena capital a los envenenadores
públicos, ¿qué pena será proporcionada al inmenso crimen de estos
asesinos de almas? ¿Puede compararse tal vez la muerte del cuerpo,
con la vida infernal del cancerado cínico que nada cree, que nada
espera, que devora su existencia, que lucha y forcejea dentro del
vacío y las tinieblas: que reniega de lo pasado, se hastía de lo
presente y cierra los ojos a lo porvenir, inmenso y desolado como un
desierto sin límites cubierto con un sudario de nieve? Vale más
morir con esperanza que vivir sin ella. Y a no pocos la han hecho
perder muchas Novelas semejantes. En ellas se endiosa el egoísmo, la
más ruin de las flaquezas humanas; se escarnecen los inviolables
vínculos de familia; se ponderan los placeres del lujo más
insolente, de la sensualidad, del juego, de la embriaguez. ¿Y
cuántos jóvenes magnetizados por un Novelista de esta especie no
han soñado la vida como una continua y desenfrenada orgía de
voluptuosidad y materiales fruiciones? ¿A cuántos la impotencia de
realizar sus sueños, no ha puesto el veneno o la pistola en la mano?
Y no son estas frases de melodrama; no. Una lógica fatal conduce al
suicidio al que concibiendo sólo la existencia como una fiesta
suntuosa y oriental, síntesis de todos los goces corporales, tiene
que tascar el freno del trabajo, luchar con la miseria o estrellarse
contra la cárcel angosta del deber, que es para otros un paraíso de
escondidos y regalados deleites. Si los Novelistas escépticos y
cínicos meditasen las terribles consecuencias que pueden ocasionar
sus producciones; las tempestades vertiginosas que pueden levantar en
las almas tranquilas y honestas, no tendrían valor seguramente para
abandonarlas a la curiosidad pública, que engolosinan con la
popularidad de su nombre y el poderío seductor de su ingenio.
Variedad original de la Novela escéptico-psicológica y cínica es
la humorística: hija del Norte y que tiene pocos representantes en
el Mediodía.

Género esencialmente contrario por su tendencia
moral y literaria a los indicados es el conocido bajo el nombre de
Novela Casera o Familiar, nacida en el seno tranquilo de la buena
sociedad Inglesa, trasplantada con éxito felicísimo a Alemania, y
que tiene ya estimabilísimos imitadores en Francia y en España.

Sus argumentos son sencillos y sobrios: suelen ser delicadísimos
cuadros que tienen por marco el sagrado recinto del hogar doméstico,
y las pasiones que en estas preciosas novelas hierven no turban el
alma ni la conciencia, no ocasionan vértigos ni alucinamientos. Se
parecen a la sangre fresca y pura que lozanea en un cuerpo bien
constituido y sano. Los personajes que en ella figuran están
diseñados con la exquisita verdad y maestría que resplandece en las
telas delicadas de Miéris y Van Ostade.

Por la índole misma de
la Novela familiar puede conocerse lo saludable y provechoso de su
influencia en las costumbres. Himnos de bendición salidos de todas
las inteligencias sanas y de todos los corazones honrados saludan los
crecientes triunfos de la Novela casera: protesta generosa de
ingenios inmaculados y esclarecidos que no conciben la Literatura y
el Arte sin los principios vivificadores y eternos de la Moral: que
desestiman el talento, cuando el dulce calor de la buena conciencia
no le nutre y robustece.


IV.

Como en la primera juventud la
lectura de Novelas tiene un atractivo extraordinario, y en ella
cabalmente adquieren las costumbres un desarrollo, si no definitivo,
aproximado, creemos oportunas algunas indicaciones sobre la
conveniencia de la mencionada lectura en la edad juvenil, que darán
fin y remate a este informe y desaliñado bosquejo.

Piensa el
ilustre Bacon (
Francis) que el placer instintivo que las
historias ficticias nos hacen experimentar, patentiza con esplendidez
la dignidad y grandeza del entendimiento humano. En efecto: mal
hallada la razón con la multitud monótona de intereses ruines, de
chocantes injusticias, de pequeñeces y miserias que suelen formar la
urdimbre de nuestra vida, apetece un orden social más que el común,
poético, variado y agradable. De aquí el regalo y deleite que a
nobles almas proporciona el desplegar de cuando en cuando sus
vagorosas (vagarosas) alas y cruzar a sus
anchuras los dominios inmensos de la fantasía. En esta aspiración y
en el placer que satisfaciéndola sentimos, debemos buscar el origen
primordial de las fruiciones novelescas.

Sentado el principio de
que tan importante género literario no es postizo ni convencional,
sino que se funda en una necesidad soberana de almas bien nacidas,
atemperada por el mayor o menor predominio de la imaginación y del
sentimiento, veamos hasta qué punto es racional el prohibir a la
juventud la lectura de novelas.

Funesto achaque de la educación
doméstica suele ser el exclusivismo. Los Padres de familia, unos por
ineptitud, otros por hábitos inveterados, y casi todos por
desconocer la importancia de sus deberes, creen haber cumplido su
misión sagrada promulgando para sus hijos una especie de ordenanza
sucinta, uniforme e inexorable, en cuyo riguroso cumplimiento cifran
toda la educación paternal. El Padre cuya existencia está absorbida
por gananciosas especulaciones, no inculca a sus hijos sino ideas de
economía y de cálculo mercantil. Aquel otro que ha encanecido en
las investigaciones laboriosas de una infatigable erudición, sólo
mira en sus hijos los continuadores de sus estudiosas tareas. El que
se halla imbuido en ideas de exaltado misticismo y cuya alma pura y
tierna se alimenta del rocío celestial de la comunicación divina
habla siempre a sus hijos el lenguaje de León y de Granada. El
código de educación del primero dirá: «ganad.» El del segundo:
«estudiad.» El del tercero: «orad.» De aquí resulta que la
educación doméstica peca generalmente de exclusivista y manca, por
no atender al desarrollo armónico de las facultades humanas; de
absurda y desproporcionada, por no variar los medios de aplicación
según las circunstancias intelectuales, morales y hasta físicas de
los hijos.

Indudablemente existen principios invariables, y, por
decirlo así, dogmáticos, que deben servir de base a toda educación;
pero la mayor parte de ellos deben amoldarse al carácter,
inteligencia y temperamento de los educandos.

Olvidan este axioma
de Filosofía moral los padres timoratos que suelen anatematizar
inflexiblemente la lectura de Novelas. No advierten que esta
prohibición absoluta, cuando recae sobre imaginaciones fogosas, a
fuer de juveniles, y sobre corazones sedientos de emoción, puede
originar, ya una languidez intelectual progresiva y enervadora, ya
una aquiescencia hipócrita a la orden paterna, o bien una descarada
rebelión contra ella. De todas maneras siempre será peligroso el
sistema de educación que prescinde del corazón y de la fantasía,
justamente en una edad en la cual suele ser su esclavo el juicio más
prematuro. Porque peligroso es poner los deberes de la juventud en
abierta contradicción con sus instintos reales y buenos, con sus
necesidades verdaderas.

No desconocemos hasta qué punto
deplorable ha prostituido la Novela su misión moral. Muchos jóvenes
debemos confesar paladinamente que si las flores purísimas y
virginales de nuestra alma se han marchitado, cabe de ello no escasa
culpa a la acción paulatina y letal de las Novelas escépticas
francesas, por desgracia las más populares en la Nación Española.
Pero los mismos estragos que este género bastardeado
escandalosamente ha producido en las costumbres sociales, patentizan
que, encarrilado dentro de los límites de la moral, puede servir de
elemento poderosísimo para purificar y perfeccionar la naturaleza
humana. La cuestión principal se reduce al tino necesario para
escoger las Novelas cuya moderada lectura debe producir en los
jóvenes tan lisonjeros resultados. Cervantes, Fenelón, Richardson,
Walter Scott, Saint Pierre, Madame
Genlis,
Chateaubriand, Manzoni, Daniel de Foé (
Defoe : ejemplo Robinson Crusoe),
Dikens, Julio Sandeau, Fernán Caballero y algunos otros han
hecho esfuerzos sublimes para mezclar en sus inmortales novelas la
moral más sana y castiza con una erudición sólida y variada, con
una sagacidad de observación maravillosa, con lo sabio, ameno y
deleitable de la invención y con todas las gracias, primores y
magnificencias del estilo. ¿Por qué privar a la juventud de un
tesoro tan inestimable de observaciones exquisitas, de saludable
instrucción, de sabroso y mágico entretenimiento? ¿Por qué
ponerla en la alternativa de anular una necesidad o deseo
irresistible, o de abandonarse a hurtadillas a una desenfrenada
lectura de Novelas, sin discernimiento ni tino, con riesgo inminente
de que pervierta de consuno su inteligencia y su corazón? Vale más,
pues, que los Padres concedan a sus hijos facultad limitada de leer
Novelas, que no que se la tomen ellos desmedida.

Ni por trivial
es menos exacto y atendible el principio de que el más sabroso
aliciente de un goce cualquiera, es su prohibición. Si pernicioso en
alto grado sería adoptar sin restricción alguna este axioma, triste
prueba de nuestros instintos aviesos y rebelde condición,
desestimarlo por completo fuera exponerse a crueles y tardíos
desengaños; y el no tomarlo en cuenta en la educación privada y
pública, pudiera acarrear, sobre todo en nuestra época,
consecuencias lamentables. Aunque sea doloroso consignarlo, preciso
es confesar que los hábitos de sumisión ciega son, en la juventud
actual, sumamente débiles y escasos. Hierve en su seno el orgullo,
hierve la rebeldía: y sólo con la dulce violencia de la persuasión,
con miramientos exquisitos y delicados, con mañosas y oportunas
concesiones, puede reducírsela a la docilidad y mansedumbre.
Ilusorio, sobre inútil, es empeñarse en aislar la educación en
medio del siglo, cuya vida, cuyo aliento debe infiltrarse por
precisión en la existencia más retraída y sigilosa. He aquí
porque si rechazamos desembozadamente toda 
transacción con el siglo en materia de Ortodoxia católica,
y de aquellos soberanos principios de Moral esculpidos por la
Omnipotente diestra en el corazón humano, creemos, no ya provechoso
sino indispensable amoldarse a ciertas exigencias de la sociedad
actual que no traspasan los linderos de lo lícito y de lo honesto.
Tal es, sino en todas sus aplicaciones, al menos en su esencia, la
necesidad estética que ha dado origen a las composiciones teatrales
y a las novelescas: géneros literarios igualmente puros y
nobilísimos en épocas de gloriosa recordación; igualmente
bastardeados en la nuestra, más aficionada a fruiciones vivas y
pasajeras que al culto sosegado e incesante de la belleza artística,
inseparable compañera de la verdad. Ciñéndonos a la Novela, objeto
principal de estas observaciones, nadie desconoce cuán general es su
lectura hasta en las clases menos cultas e instruidas de la sociedad.
Como hemos dicho antes y ha observado felizmente un profundo
pensador, D. José Maria Quadrado, con la certera sagacidad que
resplandece en sus inestimables escritos: «El siglo décimonono, a
fuer de vanidoso y enamorado de sí mismo, huelga de ver retratada su
múltiple fisonomía, sus costumbres, su vida moral.»

La Novela
moderna con sus formas holgadas, sus vastos argumentos, su asombrosa
variedad de situaciones y localidades, su estilo no sujeto a traba
alguna, su facilidad en echar mano de todos los recursos narrativos,
dramáticos, poéticos, pintorescos y hasta musicales, reúne cuantas
condiciones puede apetecer el escritor de costumbres para retratar al
siglo-Protéo.

He aquí porque desde el vergonzante folletín de
los periódicos, hasta las publicaciones lujosas de los más afamados
Editores, las Novelas de Costumbres son el entretenimiento cotidiano,
el favorito solaz de innumerables personas. ¿Bastará una simple
prohibición para que la juventud, ávida de emociones, aparte su
curiosa vista de aquellas páginas apetitosas, y cierre el oído a
los acentos del mágico narrador que quiere a todo trance hechizar su
fantasía? ¿No será obrar más cuerdamente permitir a los jóvenes
la lectura de buenas Novelas, como esparcimiento honestísimo del
alma, como recompensa de los adelantos hechos en los estudios severos
y laboriosos? Una vez formado el buen gusto moral y literario, más
emparentados de lo que generalmente se cree; una vez arraigado en el
corazón impresionable de la juventud el amor sacrosanto de la
verdadera belleza, no lo duden los Padres de familia, este doble
instinto de sus hijos rechazará infaliblemente toda lectura
peligrosa. Por otra parte es en extremo necesario, particularmente en
un siglo tan sensual como el nuestro, cultivar con ahínco todas las
facultades intelectuales de la juventud para que en este cultivo
llegue a cifrar algún día sus más preciados deleites. En la lucha
encarnizada y perenne del alma con los sentidos, fuera enorme
desbarro despojar a la primera de ninguna de sus armas
defensivas. No se olvide nunca que, después de la virtud, el deber
más alto del hombre es su perfeccionamiento intelectual; y que en la
economía moral, lo mismo que en la física, ninguna función es
inútil y todas tienen su origen en Dios.


FIN.