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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro sexto

LIBRO SEXTO


Capítulo primero. De la armada y gente que llevó el Rey a
la conquista de Mallorca, y del orden con que salió del puerto de
Salou.

Acabada ya de ajuntar (
iuntar)
la flota de toda suerte de navíos, después de muy bien proveída de
todas las municiones y vituallas convenientes, estando la mayor parte
de ella surgida en el puerto de Salou, y la demás en la playa de
Cambrils a dos leguas del puerto hacia el mediodía: mandó el Rey
reconocerla, y
aprestarla
de nuevo, haciendo juntamente muestra general de la gente y ejército
que le seguía. Hallábanse en la armada xxv naves gruesas, y xij
galeras reales. Los demás eran baxeles de toda suerte, con muchos
bergantines (
vergantines)
y fragatas, para atalayar, descubrir, y navegar a remo y a vela para
todo servicio de la armada: con otros navíos bajos de bordo que
llaman Taridas, para llevar caballos y otros animales, y lo demás
del bagaje (
vagage),
bastimentos y
xarcias
de la armada: que todos juntos hacían número de CL sin los demás
barcos y bateles para servicio de las naves y galeras, que no tenían
número. De la gente de guerra que iba en la armada, aunque ni en la
historia del Rey, ni de otros se refiere cuanta era, pero por lo que
se colige de los que aportaron en la Isla, se halla que el número de
la infantería sería hasta XV mil, y los de a caballo MD demás de
los aventureros que de Génova, de Marsella, y de toda la Provença
vinieron en una grande Carraca de Narbona, con otras gentes de los
contornos de la Guiayna. Los cuales juntos llegaban a XX mil
infantes, y más la caballería ya dicha. Fue nombrado por general de
la armada don Ramón de Plegamans, caballero principal de Barcelona,
hombre bien diestro en las armas, y sobre todo muy experto y cursado
en el arte de navegar. Los principales señores y barones que
siguieron al Rey, y que mucho le valieron en esta jornada (según
cuenta Desclot (
Asclot)
antiguo escritor de esta historia, y otros) fueron el Obispo de
Barcelona, Don Guillé Ramon de Moncada barón principalísimo de
Cataluña, con otros muchos de su linaje, gente muy esclarecida, como
adelante diremos. Don Nuño Sánchez Conde de Rosellón, de Conflent,
y Cerdaña, y con él muchos otros Barones del
Lampurdan,
gente de lustre y bien armada. Sobre todos quien más se señaló fue
el Vizconde de Bearne don Guillén de Moncada, con cccc hombres de
armas escogidísimos a su sueldo, con otros de su casa y linaje de
Moncada que le siguieron. Finalmente de Aragón fueron muchos
caballeros y Barones con otra gente vulgar. Porque entendiendo que
también eran acogidos con los Catalanes en el repartimiento de la
presa, y despojos de la conquista, siguieron al Rey de muy buena
gana: mayormente por ser jornada contra Moros. Puesta ya la armada en
orden, como llegó el día aplazado para la partida, oyeron todos muy
devotamente la misa y sacrificio santo en la iglesia mayor de
Tarragona, a donde hecha por cada uno su confesión sacramental, el
Rey, y los señores, con los Barones, y capitanes del ejército,
recibieron el santísimo sacramento del altar, por manos del Obispo
de Barcelona. Para todos los demás soldados se armó una capilla
junto al puerto, a donde oyeron misa, y proveídos confesores, se les
ministró el Sacramento de la penitencia, y el del altar recibieron
muy devotamente antes de embarcarse. Hecho esto, y dado refresco a
todo el ejército, mandó el Rey tocar a recoger y a embarcarse. Y
como la ropa y
bagaje
estaba ya embarcado fueron lo muy presto las personas, por lo mucho
que todos deseaban hallarse ya en esta jornada. Pues para que con
buen orden comenzase la navegación hecha señal por el general de la
mar, salió la armada del puerto (como refiere el Rey) desta manera.
La nave de Nicolás Bonet de Barcelona que era la más ligera de
todas, y más bien armada, en la cual venía el Vizconde de Bearne,
iba por capitán, llevándola a
vanguarda.
Otra que era de un caballero llamado Carroz (de quien se hablará
después) que también venía muy en orden, iba postrera en
retaguarda,
tomando las galeras reales en medio para que a toda necesidad
acudiesen a las naves que iban adelante y atrás. Comenzando el
tiempo blando con viento próspero, aunque no muy reforzado, fue
tanta la codicia de navegar, que sin más esperar, luego por la
mañana al amanecer se hicieron a la vela, puesto que lentamente, por
aguardar al Rey que se quedó en el puerto en una muy buena galera de
Mompeller, por aguardar mil soldados que de los pueblos mediterráneos
venían, para embarcarlos en ciertos
barcones
ligeros que había mandado quedar para de presto pasarlos a las
naves. Y luego siguieron al Rey todos los demás navíos que estaban
derramados por las playas a una mano y a otra del puerto, y navegando
a remo y a vela juntaron luego con las naves, adonde fueron metidos,
y comenzaron todos a navegar juntos.




Capítulo II.
De la gran tormenta que pasó la armada, y del provecho que suelen
sacar de ella los navegantes, y como llegaron a vista de la Isla de
Mallorca
.


Como navegasen ya todos con mucha alegría y con
mayor esperanza de acabar bien su viaje, tomasen la derrota de la
Isla de Mallorca, la cual a tercero día casi la descubrieron,
súbitamente se levantó un viento que llaman Lebeche, que de
ordinario suele soplar en aquel paso, y con la oposición de Griego
Levante, causó tan grande torbellino en la mar, que vino el ciel a
escurecerse
del todo, y a levantarse las olas tan altas combatiendo unas con
otras, que fue forzado dividirse la flota, y de tal manera comenzó a
esparcirse, que si no fuera por no desamparar al Rey; en un punto se
desapareciera toda. Pero a causa de seguir todos la capitana que no
quería torcer su viaje, vinieron a padecer las demás tan gran
trabajo de la tormenta, que demás de los encuentros que se daban
unas con otras, aun era mayor el trabajo que la gente padecía, con
los desmayos, y mal de mar que atormentaba a los navegantes nuevos.
Porque fatigados de aquel hediondo, y no acostumbrado aire de mar,
que
rosciado
por las olas, se les entraba por la boca y narices, les daban (como
siempre suele) tan grandes vómitos (
gomitos)
y vahídos (vagidos) que se caían medio muertos. Mas el temor de la
representada muerte era lo que más les confundía. Por donde
comenzaron muchos a desconfiar de la vida y pasaje, tomando por mal
agüero, de que estando todos tan conformes con Dios, y siguiendo una
empresa tan pía y Christiana, y para mayor engrandecimiento de la fé
Christiana, se les oponía una tan horrenda tempestad y fortuna tan
súbita. Por esto trataban muy de veras de quedarse en tierra, donde
quiera que la mar los echase: señaladamente pedían esto los
soldados mediterráneos, que jamás entraron en mar, ni sabían que
cosa era tormenta. Porque espantados del gran estruendo y
levantamiento de las olas, encontrándose con tan horrible furia unas
con otras, les parecían serpientes bravísimas que se querían
tragar las naves con ellos. Y así temiendo que esto vendría en
efecto, se encomendaban muy de corazón
y a voces, a Dios
omnipotente, y a nuestra Señora, haciendo mil votos y promesas, y
por lo mucho que la conciencia de sus culpas y mala vida pasada les
atormentaba, se confesaban unos con otros, y podía tanto el
temor de dar en el profundo, que lo que no confesaran en tierra con
todos los tormentos del mundo, allí voluntariamente y a voces lo
descubrían: sacrificando a Dios con tan contrito y humillado
espíritu, cuanto fuera de allí nunca hicieron en toda la vida tan
de veras. Para que se vea cuan sagrado y saludable fruto de verdadera
religión puede coger los Christianos de la tempestad y tormenta del
mar: y cuan hecha es toda ella, no menos para la salud del cuerpo que
para la del alma. Pues con el vómito a que provoca, no solo purga el
cuerpo de toda cólera y malos humores: pero aun con el grande
temor que causa su espantable trago, desarraiga del alma todo mal
afecto de pecar, y con las lágrimas y amargo arrepentimiento de
haber pecado, lava con la corriente de firmes y buenos propósitos
todo lo hasta allí maculado.
De manera que sana cada uno mucho
mejor sus enfermedades de cuerpo y alma en la mar que en la tierra. Y
así es contra toda razón pensar que la tormenta del mar sea triste,
e infelice
aguero
para los navegantes Christianos, en sus comenzados viajes y
empresas: antes se ha de tener por venturoso pronóstico, pues
habiendo pasado por ella, y purgado (como está dicho) sus males de
cuerpo y alma, quedan más aceptos a Dios, y para proseguir su
navegación y empresa, más sanos y bien dispuestos. Perseverando
pues la tempestad y contrariedad de vientos, el patrón y piloto de
la galera del Rey eran de parecer, que diesen lugar al tiempo, y
se volviesen a tierra. Por ser cierto que a la entrada del invierno
cualquier tormenta de mar dura mucho, y es muy peligrosa, aunque la
tranquilidad y bonanza en medio del, suele ser más firme y
constante. Mas el Rey en ninguna manera tenía por bien el volver a
desembarcar, considerando sabiamente, que los soldados vueltos a
tierra con él fastidio de la mar, y memoria de la borrasca y
tormenta pasada, luego se meterían por la tierra a dentro, y huyendo
se desaparecerían. Y así mandó que pasasen adelante, y confiasen
en nuestra Señora que era la guía de su viaje, que les daría muy
en breve la bonanza. Con esto, como quien arrima las espuelas al
caballo dio prisa a su galera. La cual apretó con los remos de
manera, que pudo alcanzar la nave capitana del Vizconde, y aun
pasarle delante: y él se quedó por guía y capitán de toda la
armada. Pero costole harto, y lo pechó bien su generoso
atrevimiento: porque creció tanto la tormenta, que se vio su galera
en aquel punto en el mayor y más riguroso peligro que otro bajel
del
armada
. Tanto que sobre este paso dice
la historia general de Mallorca, que el Rey hizo voto a nuestra
Señora, de dar para el edificio y fábrica de la iglesia mayor de la
ciudad, la decena parte, o diezmo de lo que se conquistaría en la
Isla, y lo cumplió. De donde se ha hecho con este don allí un
edificio y templo de los mayores del mundo. Quiso pues nuestra Señora
que a tercero día que comenzó la tormenta, ya tarde al ponerse el
Sol, aflojó, y se descubrió el cielo, y casi a un mismo punto
toda la Isla, que la tenía la armada junto a si, sin verla: porque
muy claramente se descubrieron los puertos de Pollença,
Sollar,
y
Almarauich
(como el Rey dice) los cuales distintamente fueron conocidos por los
marineros prácticos (
platicos).
Mas por ser tarde, y quedar algunas reliquias de la tormenta, y que
no era cordura entrar a escuras en tierra y puertos de enemigos, se
entretuvieron toda la noche costeando hasta la mañana, cuando el sol
salido se determinó la entrada de la Isla, y pues estamos a vista de
ella, bien será hacer una general descripción de su asiento y
postura.





Capítulo
III. Del asiento y postura de la Isla de Mallorca, y como tomó el
Rey puerto en Santa Ponza.

Está la Isla de Mallorca en forma
cuadrada a cuatro ángulos, aunque por los dos lados, con los
senos y entradas que la mar hace de ambas partes, viene a estrecharse
de manera que parece quedar en forma de una y
unque.
Y así responden los cuatro principales ángulos, o cabos de toda
ella, a las cuatro partes principales del cielo. El primero es el
puerto de la Palomera que mira al poniente, y tiene delante una
pequeña Isla que llaman la Dragonera, no porque engendre Dragones,
sino porque bien considerada su traza y asiento tiene figura de
Dragón. El otro ángulo, pasando hacia la mano derecha, que tira al
Septentrión, es el cabo de Formentor.
De aquí vuelve hacia el
Oriente al tercer ángulo que es el cabo de la Piedra. Puesto que
esta ladera no va seguida porque se va allí estrechando la Isla por
los dos senos de mar, que dijimos, donde estaban los puertos del
Alcudia, y Pollença, que ennoblecen mucho la Isla. El cuarto ángulo
es, volviendo de oriente a medio día
porfino
o
porsino,
el cabo que dicen de las salinas. Al cual se oponen dos Islas
pequeñas llamadas Cabrera, y la Conillera, por haber en esta gran
infinidad de conejos. Entre este cabo y el primero de la Palomera,
casi a medio camino, se rompe la tierra con un gran seno de mar que
se mete hacia lo
meditarraneo
dela Isla, y responde por derecho al otro seno del Alcudia, que
dijimos, y así queda ella estrechada por el medio. Es la mitad de la
Isla hacia el poniente y Septentrión, muy áspera y montañosa
(montuosa), pero muy fértil para ganados y olivos, que sin cultura
alguna nacen, y
fructifican
entre las peñas admirablemente, y que, como adelante se dirá, tiene
abundancia de pan y vino. La otra mitad es llana, y se extiende en
mucho espacio y anchura de campos, y está muy poblada de muchas y
grandes villas con sus aldeas y lugares, cuyos campos, que
naturalmente son fértiles, mejorados con la buena cultura y labranza
de la gente, han llegado a ser de los más fructuosos y abundantes
del mundo. Es finalmente toda la Isla llena de puertos y calas, para
todo refugio de navíos grandes y pequeños, a cuya causa está
torreada toda la costa de ella, como adelante mostraremos. Pues como
las naves con toda la armada luego por la mañana volviesen las proas
al puerto de Pollença, que mira al levante, con fin de tomarle:
súbitamente se levantó el viento
Prohençal
con furia, el cual de nuevo les impidió que no abordasen a la Isla:
alomenos como fuese contrario para tomar aquel puerto, fue necesario
pasar al de la Palomera. Este puerto, como dijimos, mira al poniente,
y está a XX millas de la ciudad. Pues como llegasen a ponerse en
frente de él, la galera del Rey primero que todas se entró por él
a velas tendidas, y tras ella toda la armada. De manera que el Rey
puso el pie en la Isla (porque realmente llegó con un batel a tocar
la tierra y volverse a su Galera) un Viernes que se contaba el primer
día de Setiembre. A donde por haber llegado toda la armada a
salvamento sin perderse un solo barquillo con tan gran tormenta, hizo
infinitas gracias a nuestro señor y a su gloriosa madre, y las
mismas solemnemente continuó por todo el ejército el Obispo de
Barcelona con su clemencia. El día siguiente, don Nuño, sin más
reposar, y don Ramón de Moncada, con sendas galeras, dieron la
vuelta hacia mediodía, costeando por la marina y descubriendo los
puertos, por ver en cual dellos desembarcaría la gente más al
seguro. Pero ninguno se halló más a propósito que el de Santa
Ponza, el cual por estar cercado de grandes montes y algo solitario,
no estaba tan defendido de la gente de tierra como los otros: con
esto determinaron de dar allí fondo: porque al de la palomera había
acudido ya mucha y muy armada morisma por tierra, y era bastante para
impedir la desembarcación. En este medio como fuese día de fiesta y
domingo, por mandado del Rey se estuvieron todos surgidos en el
puerto, a las raíces de un monte muy alto que se llama Pantaleu, que
está a peñatajada dentro del mar enfrente de la Dragonera. Y así
entendieron todos en descansar aquel día del gran trabajo y tormenta
pasada.










Capítulo IV.
De los avisos que dio el Rey un moro de la Isla que se echó a nado
por hablarle, y como desembarcó el ejército a pesar de los Moros, y
de la matanza que se hizo en ellos.

Estando el Rey en el
puerto fue avisado de todo lo que los Moros hacían en la ciudad, y
de los aparejos que para defender la Isla entendían hacer, y más
del número de la gente que había de guerra y otras cosas, por un
Moro nombrado Hali, que desde la Palomera se había echado en la
mar, y a nado había llegado junto a la galera real, pidiendo a
grandes voces le recogiesen para hablar con el Rey. Por cuyo mandado
fue luego traido en un esquife a su galera, y como hablase bien la
lengua catalana, entendiose del, como de la otra parte de los montes,
había gran tropel de Moros, que serían hasta X. mil para
impedir el desembarcar a los Christianos. Demás desto puestos los
ojos en la persona del Rey, le dijo. Dígote señor Rey que puedes
estar de buen ánimo:
porque sin duda la Isla ha de venir a tus
manos que así lo ha pronosticado mi madre que es la más sabia mujer
en el arte
mágica
de cuantas hay en la Isla. Y más digo que dentro della se hallan
XXXVII. mil Moros de pelea, y V. mil jinetes. Por eso te aviso
que tomes puerto cuanto más presto pudieres, y eches tu ejército en
tierra: porque la victoria toda consiste en la diligencia y presteza

de acometer esta gente, antes que venga el socorro de Túnez, que
lo esperan, y te la quiten de las manos. Holgose mucho el Rey con tan
buenos avisos del Moro, y haciéndole mercedes le mandó quedar en su
servicio. El Moro se quedó, y sirvió al Rey fidelísimamente de
espía y (traductor o intérprete
faraute
en toda la conquista. Luego aquella noche a la segunda vela el Rey se
allegó a tierra con las doce galeras y con las barcas y esquifes
comenzaron a desembarcar los soldados, y echar los caballos y bagaje
en tierra. Mas como fuesen descubiertos de los Moros que andaban por
los montes, en un punto bajaron (abaxaron) V. mil de ellos, y con
grande alarido, como acostumbran, arremetieron para los nuestros
alanceándoles, por estorbarles el desembarcar. Pero fue tanta la
diligencia de los nuestros en volver las proas de las galeras y naves
hacia los moros, y en tirar lanzas, azconas, azagayas, saetas, y
piedras con trabucos armados sobre las entenas, que los hicieron
retirar, y hubo lugar para desembarcar sin mucho daño. El primero de
todos que tomó tierra, fue
Bernaldo Ruy
de mago
Alférez valentísimo, porque
en saltar en tierra desplegó su bandera, y echó señal, le
siguieron todos, haciendo rostro al ímpetu de los Moros, hasta que
acabaron de desembarcar los caballos con todo el bagaje, y con las
máquinas y trabucos. Luego con los de a caballo que los echó
delante, pasó el mesmo con DC. infantes, y dieron con tanto ánimo
en los Moros, que los hicieron huir: y matando algunos de ellos,
volvió el Alférez al campo con toda
la gente, y para más
seguridad se recogieron ya tarde en las galeras, con alguna presa y
despojos que de los Moros hicieron. Al cual recibió el rey con mucha
alegría, y alabó con encarecimiento su gran valor y esfuerzo, por
haber dado tan próspero principio a la empresa, y con tan victoriosa
escaramuza, tomado el ánimo a los enemigos. A este Alférez (que
después se llamó Bernaldo Argentona, y señalan algunos que fue
Catalán) por sus valerosos hechos y buena dicha en la guerra,
acabada la conquista, el Rey le hizo donación de la villa y tierras
de Santa Ponza, para él y a los suyos. A la misma sazón don Nuño,
don Ramón de Moncada, el Vicario del Temple, y Gilabert Cruylles,
Barón de Cataluña con CL. caballeros saltaron en tierra en el
puerto de santa Ponça, y metiéndose por la Isla a dentro
encontraron con un escuadrón de hasta VI. mil Moros. Los cuales se
los estaban mirando de lejos, sin moverse ni llegar a estorbarles el
desembarcar, ni el ir para ellos: maravillándose don Ramón de la
torpeza dellos, porque siendo tantos dejaban de acometer a tan pocos.
Pues como llegado muy junto a ellos, y ni se moviesen de su puesto,
ni se pusiesen en orden de pelear, hecha señal a los suyos, y
diciendo a voces. Son pocos, y no vezados a pelear, arremetió para
ellos; con tan bravo ímpetu que no pudiéndole resistir los Moros
huyeron todos: pero siguiendo el alcance los Christianos, fue tan
grande la matanza que en ellos hicieron, que se halló (según el
Rey afirma en su historia) haber muerto de ellos hasta M.D. Volviendo
pues don Ramón con los demás, con tan felice victoria al puerto
hallaron al Rey que acababa de tomarlo con toda la armada en el de
santa Ponza, y saliendo en tierra, como entendió admirable
escaramuza y victoria que contra los Moros tuvieron, se espantó de
oírla. Y aunque alabó grandemente el valor y fuerza de todos ellos,
por tan bien acabada empresa en lo intrínseco de su pecho le dolió
mucho por no haberse hallado personalmente en ella, siendo de las
primeras que en la Isla se hicieron.


Capítulo V. Como el
Rey se metió por la Isla a dentro con veinte caballeros, y de los
Moros que mataron, y extraña batalla que tuvo con uno de ellos.



Viendo el Rey la gallardía que don Nuño y don
Ramón con los demás tenían, y el gusto con que contaban sus
proezas y victoria pasada, no pudo más detenerse, sino que luego al
día siguiente, entretanto que estos caballeros reposaban, y se
rehacían del trabajo pasado, quiso también él ir a probar su
ventura, y salir con algún memorable hecho. Para esto tomó consigo
XX caballeros Aragoneses, y muy de mañana, después de haber oído
misa y almorzado, dejando mandado que ninguna otra persona los
siguiese, mas de un platico de la Isla que los guiase, se metió por
ella a dentro. Y para más certificarse de la victoria pasada,
siguieron la misma senda por donde vinieron los vencedores. Pues como
no muy lejos descubriesen un gran golpe de gente que serían hasta
CCCC moros que estaban en el recuesto de un monte, el Rey se fue para
ellos. Los cuales entendiendo que eran descubiertos, temiéndose no
viniese más gente atrás, o se quedase puesta en celada, comenzaron
a apartarse a otro monte más alto. Visto por el Rey que se
retiraban, como si viera una buena caza de venados, puso piernas al
caballo diciendo a los suyos. Ea hermanos daos prisa no se nos vayan
aquellos venados que han de servir para pasto y mantenimiento de
nuestras honras, y arremetiendo y dando todos sobre los que huían a
furia, en el alcance mataron hasta LXXX de ellos, los demás se
escaparon. Mas porque del huir, y poca resistencia de los Moros
Mallorquines, no se puedan todos a una notar de cobardes, o inhábiles
para pelear: contaremos una señalada hazaña de un valentísimo Moro
Mallorquín (digna de poner en memoria) que en este mismo trance
aconteció al Rey, con harto evidente peligro de su persona. El cual
como luego después de haber muerto los LXXX Moros, y ahuyentados los
demás, se retirase ya de vuelta para el campo, y pasando los otros
caballeros adelante, se quedase con solos tres, para ir parlando por
el camino, al pasar de un barranco, le salió al delante un moro de a
pie armado de lanza y adarga, con un morrión Zaragozano. Al cual
mandando el Rey a voces que se rindiese, comenzó el Moro con bravo
semblante a blandear la lanza contra él, y los demás, que en el
mismo punto fueron sobre él. Pues como uno de ellos llamado Ioan de
Lobera Aragonés, llegase más cerca, revolvió el moro sobre él, y
con una punta de lanza le atravesó el caballo y con él cayó luego
el caballero en tierra. Mas levantándose con gran presteza Lobera
con la espada en la mano para defenderse del moro, que ya estaba
sobre él con su alfanje, acudieron los tres y maltrataron al moro.
Pero como ni al Rey, ni a los otros se quisiese rendir, cargaron de
tal manera sobre él que le hicieron pedazos, y cortada la cabeza, la
llevó Lobera en la punta de la lanza. Con esto se volvieron muy
contentos ya tarde para el ejército, y como fueron descubiertos
salieron todos con grandísima alegría y regocijo a recibir al Rey,
entendiendo sus dos grandes victorias hechas en tan pocas horas. Y
aunque quedaron extrañamente maravillados de la primera que hubo de
los moros siendo tantos, y los suyos tan pocos, pero tuvieron en
mucho más la brava resistencia que se halló en solo aquel Moro,
cuya cabeza y rostro feroz mostraba bien la gran valentía y fuerzas
de su persona. Y así confesando todos que con estas victorias había
igualado el Rey la del día antes de los caballeros, mucho más se
regocijaron. También concluyeron que no por el buen suceso de estas
dos victorias debían descuidarse en lo por venir, ni tener en poco
los Moros Mallorquines. Antes conjeturaron de la valentía y fuerzas
de aquel solo Moro, y del huir de los muchos juntos, que los
Mallorquines debían ser como los toros, los cuales tomados juntos
son mansos, mas cada uno por si muy bravo.





Capítulo VI.
Como por la demasiada prisa que el Rey se daba por llegar a la
ciudad, iba desbaratado el ejército, y padecía hambre, y fue
proveído por el general de la mar.

Con estas dos tan
prósperas victorias, que alcanzaron el Rey, y don Nuño con los
demás en la Isla, cobró el Rey nuevos alientos, y con el ardor de
la mocedad, determinaba no andar por montes y valles, ni asentar el
real sobre fortaleza alguna de la Isla, sino dar con todo él sobre
la ciudad principal, porque como oyese que el Rey Retabohihe había
salido de ella, y que andaba por los montes hurtando el cuerpo a los
nuestros, y excusando la batalla, codiciaba mucho verse con él en
campaña para acometerle. Pues era cierto que vencido o desbaratado
Retabohihe, y con esto debilitadas las fuerzas de la ciudad, tenía
por muy fácil tomarla, y apoderarse de toda la Isla. Con esta
demasiada codicia del Rey y poca cuenta del gobierno, andaba el
ejército, todo sin ningún orden ni asiento: no parando horas en un
mismo puesto, ni lugar cierto, por seguir los movimientos del Rey,
que parecía iba siempre a caza de victorias, como de venados. Y tan
puesto en esto, que ningún cuidado tenía de proveer, ni bastecer el
campo de vituallas. Y así comenzaron a sentir hambre, y a
desfallecer en los soldados el ardor y deseo de pelear, con que se
entró en la Isla: hasta que siendo avisado dello el general de la
armada don Plegamans, al cual como se dio cargo de proveedor de la
tierra, luego proveyó el ejército
abastadamente
de las vituallas que sobraron en la mar: hasta tanto que los villanos
y labradores de la Isla, por redimir la tala y destrucción de sus
campos, acudieron al Real con mucho pan y carnes, y otras provisiones
en abundancia. En este medio salieron de las naves que estaban
surgidas en el puerto de Porraças al mediodía, hacia la ciudad CCC
caballeros y entendieron por los adalides y centinelas del campo,
como habían descubierto muchos, y muy formados escuadrones de Moros,
que sería al anochecer, y eran de gente de a caballo y de a pie,
bien puesta en orden, al paso por donde había de embocar el Rey la
gente para la ciudad. Al cual luego dio aviso desto don Ladrón
caballero Aragonés nobilísimo, capitán de caballos. El Rey que
entendió esto, llamó a don Nuño, y al Vizconde de Bearne, con los
otros Barones y capitanes del ejército, para decirles que se
pusiesen a punto para el día siguiente. Porque deste primer
encuentro y batalla campal, se había de seguir el remate de toda la
conquista. Y envió a decir a don Ladrón que se estuviese quedo en
su alojamiento por hacer rostro a los de la Isla, si de hacia la
Palomera y por aquellos extremos se congregase alguna gente a tomar
en descuido a los del campo: hasta que se le diese nuevo orden. Con
esto mandó el Rey asentar el Real y tiendas de propósito, más
adelante de la Porraça camino de Portopí junto a la mar, con mucha
gente de guarda, que estuviesen toda la noche en centinela. Hecho
esto se fue cada uno a su alojamiento a reposar: determinados de dar
luego por la mañana la batalla a los Moros: más por contentar al
Rey que extrañamente lo deseaba, que por sobrar razón para ello.






Capítulo
VII. De la discordia de don Nuño y del Vizconde, y del escuadrón de
los aguadores, y como peleando el Vizconde contra los Moros fue
muerto con don Ramón y otros de su linaje.

Venida la mañana
acudieron todos los capitanes y señores a la tienda del Rey, al cual
hallaron ya levantado de la cama y armado. Lo primero que hicieron
fue oír misa muy devotamente, y después de haber dado refresco y
sustento a sus personas, y a los soldados lo mismo, entraron en
consulta, si convenía ir a combatir la ciudad: porque con esto
parece que sacarían a los enemigos de los montes a la campaña rasa,
donde hallándose el ejército todo junto mucho mejor se defendería:
o sería mejor irlos a buscar y acometerlos. Mas aunque la opinión
del Rey señalaba se siguiese la vía de la ciudad, los más fueron
de contrario parecer. Porque sería doblar las fuerzas al enemigo, ir
a meterse entre él y la ciudad: pues en comenzar la escaramuza con
los de fuera, saldrían los de la ciudad a tomarlos en medio para
honrarse de ellos. Y así se determinó que fuese la mayor parte del
ejército a buscar los enemigos a unos pequeños montes por donde
andaban detrás del cabo de Portopi: y que el Rey con su cuerpo de
guarda, y más gente, marchase por junto a Portopi a ponerse en el
camino de la ciudad para impedir el paso a los Moros, porque no
pudiesen ser socorridos de ella. Andando los capitanes ocupados en
esta ordenanza, y partimiento, y el Rey con su gente ido a meterse en
su puesto, siguiose muy gran cuestión (
quistió)
y diferencia entre el Vizconde y don Ramón con don Nuño, sobre
quien llevaría la vanguardia, pidiendo cada uno ser de los primeros.
Pasó esto tan adelante, y la porfía fue tan reñida, que dio
ocasión a que los aguadores y leñadores del campo, con otros
esclavos de los señores y Barones, de presto hechos legión, sin
orden, ni caudillo, se juntasen para ir a dar sobre el real de los
enemigos. El Rey que los vio ir tan descarriados, y derechos a
perderse, puesto en una yegua, y acompañado de solo un caballero
Catalán llamado Rocafort, arremetió para ellos, y saliéndoles al
delante, los detuvo, mandándoles que volviesen atrás, que cuando
menester fuese él los emplearía, alabándoles su buen ánimo y gana
de pelear. Como el Vizconde, don Ramón, y conde de Ampurias vieron
esto, sin más esperar a don Nuño, se salieron con buena parte del
ejército, y los más escogidos de su casa y parentesco a pelear a
tropel. Porque vieron las tiendas y Real de los Moros asentado, sobre
una montañuela rasa, sin ninguna empalizada, ni en nada fortificado,
y que parecía muy poca gente en guarda del. Y así arremetieron con
poco orden, sin pensar que tenían los enemigos tan cerca, los cuales
salieron dessotra parte del monte donde estaban en celada, y con
grandes alaridos dieron sobre el Vizconde y los demás, y se trabó
una bien sangrienta escaramuza de ambas partes. Mas como el Conde de
Ampurias con los caballeros del Temple y cuerpo del ejército
arremetiesen al Real y tiendas de los moros, a efecto de dividir su
gran ejército que pasaban de XX mil, halláronlas ya bien
fortalecidas de gente, porque sobraba para ambas partes. En este
medio que se detenía de acometerles, pensando que con entretenerlos
en guarda del Real, serían menos los que andaban en la pelea del
Vizconde y don Ramón: fue así, que con haber cargado tantos Moros
sobre ella, los Cristianos se dieron tan buena maña, que tres veces
hicieron retraer y volver las espaldas a los Moros. Pero como fuesen
tantos y peleasen delante su Rey, y también que los cansados iban a
hacer muestra ante las tiendas, y de allí tomado su refresco, iban
otros tantos a la pelea, otras tantas veces se rehicieron, y
volvieron sobre los nuestros, que comenzaban ya a retirarse. Demás
que por ser tantos los Moros, y estar tan extendido su campo, los
nuestros se habían esparcido a fin de no dejarse cercar de todas
partes, y con esto no podían valerse los unos a los otros. Desto fue
avisado el Conde de Ampurias, pero no quiso moverse de aquel puesto,
de muy persuadido que hacía más bien a los que peleaban con
entretenerles tanta gente que no fuesen sobrellos, recibiendo en esto
muy grande engaño. Porque demás que sobraban Moros para pelear,
también acudían muchos de ellos de la ciudad que venían por sus
secretas vías, y sin que lo impidiesen el Rey, ni don Nuño, que
estaba al paso, se juntaban con su ejército, y crecía por horas.
Por donde el escuadrón de los Cristianos que peleaba en el lado
derecho, comenzó a aflojar. Lo cual entendido por el Vizconde y don
Ramón, acudieron luego a la parte flaca, y con el socorro volvieron
los nuestros a entretenerse. Mas como sobreviniese tanta morisma, que
eran seis Moros por cada Cristiano, y a los cansados de ellos
sucediesen siempre otros de refresco, y a los nuestros que de cada
hora perdían, ningún socorriese, comenzaron a turbarse, y a
dividirse unos de otros. Y así cargando tantos Moros sobre los que
más se señalaban de los Cristianos, que eran el Vizconde y don
Ramón y los del linaje, dieron con grandísimo ímpetu en ellos
cercándolos por todas partes. Los cuales después de haber vendido
bien caras sus vidas, al fin cayeron, y fueron por los Moros muy
cruelmente muertos, juntamente con los Vgones, Mataplanes, y
Dezfares, caballeros Catalanes los más valientes del ejército, con
ocho principales caballeros de los Moncadas. Los que quedaron vivos,
viendo muertos sus capitanes, se recogieron hacia donde estaba el de
Ampurias con su gente, sin que los Moros los siguiesen: porque
también quedaban muy destrozados y deshechos, con muchos muertos y
heridos. Con todo eso de presto saquearon el campo de los Cristianos
cogieron las banderas y estandartes, y se fueron con todo ello a su
Real y tiendas, sin que el de Ampurias se lo pudiese estorbar. Viose
por entonces cuanto más sano fuera haber seguido el parecer del Rey,
en tomar la vía de la ciudad, porque con esto fuera todo nuestro
ejército junto, y sin duda se defendiera mucho mejor que dividido.
Quedando pues los nuestros muy lastimados, con tan grande pérdida de
los principales capitanes, por el orgullo que de esto tomarían los
Moros, se fueron para el campo donde fue la batalla a revolver los
muertos, por hallar los cuerpos del Vizconde, de don Ramón y sus
parientes, para llevarlos a las tiendas del Real. Puesto que de común
concierto de todos fue mandado que ninguno llevase la nueva desto al
Rey por no alterarle, hasta que por si mismo la entendiese: porque
aprendiese, como de no llevar el tiento y asiento que se requiere en
las cosas de la guerra, se seguirían esta y mayores pérdidas.





Capítulo
VIII. Como el Rey quiso ir al lugar de la batalla, y lo que pasó con
don Guillén de Mediona, y como fue reprehendido de don Nuño, y del
otra escaramuza que sostuvo con los Moros.

Luego después que
fue la rota del Vizconde y los suyos, no teniendo el Rey nueva de
ella sino de la mucha morisma que cargaba sobre ellos, mandó a
don Nuño, a don Pedro Cornel, a don Ximen de Vrrea, y a don Oliuer de Thermes nobilísimo caballero Francés, que entonces andaba
desterrado de Francia, que con toda la caballería fuesen a
ayudar, y se mezclasen con los primeros escuadrones que peleaban con
los Moros: pues aunque de lejos, todavía parecía que los
Christianos llevaban lo peor. Eran estos escuadrones los que
escaparon de la batalla del Vizconde, los cuales se rehicieron, y
juntados con los del Conde de Ampurias, peleaban con los Moros algo
apartados del lugar donde fue la primera batalla. Aunque esta
escaramuza se acabó luego, por estar los unos y los otros de ambas
partes muy trabajados, y llenos de heridas. Y así los Moros se
recogieron a sus tiendas, y los del Conde hacia el Real para dar
cobro a los heridos. Ido pues don Nuño con los demás en socorro de
estos, saliose el Rey con su caballería de guarda hacia el lugar do
había sido la pérdida del Vizconde, y como se adelantase solo,
encontrose con don Guillen de Mediona caballero Catalán, que se
había salido de la segunda escaramuza, cortados los labios, y el
rostro todo corriendo sangre, de una pedrada de honda. Como luego le
conociese el Rey le ató por su mano la herida con un lienzo
(
lienço),
diciéndole que no era tan grande herida aquella que por eso hubiese
de enflaquecer su valor y generoso ánimo para dejar en tal tiempo
(tiépo) la batalla. En oyendo esto don Guillen como generoso,
sintiéndose mucho de las palabras del Rey, volvió las riendas al
caballo, y fuese a todo correr a
meter
en
la batalla y nunca más pareció.
Mas el Rey encendido con su ardiente cólera, no sabiendo cosa cierta
del triste suceso del Vizconde, que fue poco antes de mediodía,
subiose hacia lo alto del pequeño monte, y fueron con él, siguiendo
el estandarte de don Nuño, don Roldán, Laynez, y don Guillen hijo
bastardo del Rey de Navarra, con LX caballeros. Como llegase a lo
alto descubrieron una espaciosa llanura donde estaba el Real de los
Moros, y ellos muy esparcidos, parte dentro de las tiendas, parte
echados por el campo sin ningún recelo de enemigos, aunque en lo más
alto de la tienda Real vieron colgada una bandera de blanco y
colorado, de la cual los caballeros del Rey que sabían la rota del
Vizconde
, sospecharon lo que era. Pero el Rey en llegar a vista de
los enemigos, hallándolos tan descuidados quería acometerlos, y sin
duda lo hiciera, si don Nuño y los demás capitanes no le echaran
mano a las riendas del caballo y lo detuvieran: reprendiendo muy sin
respeto su demasiado ardor y ánimo, con tan ciega codicia de vencer,
diciendo que de esta manera echaba a perder a si, y a los suyos, y
los ponía en trance de muerte. En este punto llegó Gisberto
Barberán
capitán de las máquinas y artillería, con LXXX caballos
ligeros, a quien mandó luego don Nuño que con los caballos y la
infantería que allí se hallaría, por contentar al Rey, trabase
escaramuza con los Moros de las tiendas, los cuales ya antes de
llegar ellos se habían juntado y puesto en orden para pelear. Y así
con su acostumbrado alarido y grandes pedradas que tiraban con hondas
persiguieron a los nuestros de manera que no pudiendo resistir a tan
gran ímpetu y furor dellos, volvieron las espaldas, y los Moros los
siguieron hasta meterlos dentro del escuadrón del Rey. Los cuales
viéndose delante del, de corridos y avergonzados, volvieron a hacer
rostro a los enemigos, que también con buen orden se volvieron a sus
tiendas. Como a esta sazón llegase todo el cuerpo de guarda con cien
hombres de armas y los Almogávares (Almugauares), y más CL caballos
que envió don Ladrón, tomó ánimo el Rey, y con todo el campo
arremetió para el Real y tiendas de los Moros, y los echó de ellas,
cogiendo muy gran presa y despojo. Mas por ser ya tarde, y tener los
caballos muy cansados que apenas habían reposado en todo aquel día,
dejaron de seguir el alcance. Alojáronse allí aquella noche, y
cenaron de muy buena gana lo que para si tenían aparejado los Moros.
Fue esta una de las más extrañas y sangrientas jornadas del mundo:
porque de la mañana hasta mediodía se peleó y fue toda en pérdida
de los Cristianos: de medio día abajo todo fue escaramuzar y cobrar
la victoria de los Moros. Finalmente con la buena cena y aderezo de
alcatifas y colchones que los nuestros hallaron en las tiendas, se
rehicieron, y reposaron muy bien aquella noche ellos y sus caballos,
y entre tanto se dio cargo a cierta gente de a caballo y de a pie
hiciesen por el campo la reseña, para que reconociesen los que
faltaban y trajesen a las tiendas todos los heridos, para ser
curados.


Capítulo IX. Como el Obispo de Barcelona y
don Alemany reprendieron al Rey por su codicia de llegar a la ciudad,
y como sintió mucho la muerte del Vizconde y otros, y se recogió a
la tienda del capitán Thermes.

Llegada la mañana, o que el
Rey estuviese estuviese ignorante del suceso del Vizconde, o que lo
disimulase por no entristecer a los suyos, porfió mucho con los
capitanes marchasen contra la ciudad, que fue su primer intento, por
las mismas razones de que la hallaría falta de gente, y aunque el
Rey de la Isla revolviese sobre ellos, serían parte hallándose todo
el campo junto, para resistirle. Por esta causa creen algunos
escritores que el Rey no ignoraba la pérdida del Vizconde, sino que
la prisa tanta que se daba por cerrar con la ciudad era porque antes
que los enemigos se gloriasen de tales muertes y victoria, las
tuviese ya vengadas. Lo que no podía ser, por haberse ya retirado
los Moros con su Rey dentro de la ciudad y estar muy fortificada.
Pues como a toda furia se encaminase el Rey contra la ciudad, se le
puso (
púsosele)
delante don Ramón Alemany, Barón de Cataluña: el cual de muy
valeroso y celoso de la salud y honra del Rey, se atrevió a
detenerle, y reprenderle muy libremente, tratándole como hombre que
sabía muy poco de guerra, pues no se detenía en el lugar a donde
había vencido a sus enemigos, hasta saber la pérdida de los suyos
para rehacerse y fortificarse, antes de ir a acometerlos de nuevo.
Mas como ni por las palabras y resistencia de Alemany el Rey se
detuviese, saliole al encuentro el Obispo de Barcelona, y le riño
duramente. Porque habiendo perdido la flor de su ejército, y estando
en doblado peligro que antes, quería imprudentemente pasar adelante
para perderse a si y al ejército. Significándole muy a la clara
como los Moros habían roto (
rompido)
los primeros escuadrones, y pasado a cuchillo al Vizconde, y a don
Ramón con todos los suyos. Como el Rey oyó esto hizo muy gran
sentimiento de ello, y se paró hasta acabar de entender bien la
pérdida y lamentables muertes de sus tan queridos amigos; y como en
este medio acabase de llegar toda la gente con la compañía de
guarda, se volvió con todos a Portopi, cerca de donde poco antes
había echado los Moros. De allí le mostraron el lugar donde había
sido la batalla y pérdida del Vizconde, y como por haber estado
dividido el ejército de los Cristianos, y haber cargado todo el de
los Moros contra el Vizconde, sin ser socorrido, quiso de valeroso
morir allí con todos los suyos, antes que volver un paso atrás.
Oyendo esto, se enterneció tanto el Rey, que fue necesario
divertirlo con las vista de la ciudad del cabo de Portopi, de donde
se parecía muy patente y distinta. Cuya vista le fue muy apacible, y
ansí mandó asentar cerca de aquel puesto el Real y tiendas para
todo el ejército, sobre una llanura muy amena: adonde estuvieron los
Aragoneses y Catalanes (como el Rey dice) con mayor concordia y
hermandad que nunca. Pero el Rey padecía gran sentimiento, y mayor
tristeza de la que mostraba en público, por no desanimar los
soldados. Antes bien fingiendo alguna alegría y esperanza de buenos
sucesos, mandó dar muy bien de cenar a todo el ejército, y que
reposasen del trabajo pasado: y puesta la gente en centinela, se
recogió en la tienda de don Oliver de Thermes para descansar, y
aliviar algo de su trabajo pasado: adonde con cenar muy poco, pasó
con menos sueño toda la noche. Como fue de día se levantó, y fue
al mismo cabo de Portopi a mirar la ciudad muy de propósito: la cual
le pareció muy hermosa y de mejor asiento de cuantas había visto.
De allí volviendo a la misma tienda halló que don Oliverio le
esperaba con una muy espléndida, y bien aparejada comida: para la
cual valió de tan buena falta la hambre y trabajo de los días
pasados, que así por estar ella tan bien aparejada a la Francesa,
como por el asiento y tan buena vista del lugar do se comía, confesó
el Rey que en toda su vida había tenido comida de más gusto y solaz
que aquella. De donde avino que luego después se edificó en el
mismo puesto una casería, o villa, que dicen en Mallorca, muy
suntuosa, a la cual según dice la historia, mandó llamar el Rey la
villa de la buena comida.

Capítulo X. Como el Rey fue a ver
los cuerpos del Vizconde y los demás, y del gran llanto que movieron
los criados del, y del suntuoso enterramiento que el Rey y todo el
campo les hizo.

Como fue ya noche, llevando el Rey consigo a
don Nuño, y a los demás principales del ejército, se fue a la
tienda donde estaban recogidos los cuerpos del Vizconde, y don Ramón,
con otros ocho de su linaje, y entrados en ella hallaron muchas
hachas encendidas con los sacerdotes revestidos que rezaban Psalmos
entorno de los cuerpos: los cuales estaban cubiertos con paños de
brocado. Y como en llegando el Rey los descubriesen, y se viese que
de tan mal parados estaban desfigurados, y que apenas se conocían,
se levantó tan gran llanto y alaridos en la tienda por los parientes
y criados de los muertos, que fue forzado al Rey, y a todos, salirse
della. Porque
además
(
de mas)
que se lamentaban de su desventura, y como quedaban huérfanos,
miserables y desamparados, mezclaban con las lágrimas algunas
palabras, con que trataban al Rey de cruel, y otras cosas. De manera
que tuvo necesidad de tomarlos a parte, y consolarlos, diciendo, que
él era el desgraciado, y huérfano, y más malparado que todos, por
haber perdido los más fieles y más valerosos capitanes y amigos de
todo el ejército, en el mayor trance y necesidad de su empresa, que
otros tales no le quedaban: que conocía serles muy obligado en
muerte y en vida: y que por la misma razón no podía dejar de tener
mucha cuenta y memoria de los parientes y criados de los muertos, y
de emplear en los vivos lo que se debía a ellos. Como oyeron esto
los deudos y criados, todos se aplacaron y consolaron mucho con los
buenos ofrecimientos del Rey, y prometieron de no faltarle, hasta
perder las vidas, como los suyos en su servicio. El día siguiente
pareció a todos sepultar los muertos, que ya estaban embalsamados. Y
pues el Real estaba ya asentado, y repartido por sus calles y plazas,
llevarlos por todo él con la pompa y
cerimonia
real que se podía. Mas porque no fuesen vistos de la ciudad, por
cuanto la distancia (según el Rey dice) no era mucha, pusieron por
aquel enderecho y ladera. muchas telas y
alhombras
de las que tomaron en el real de los Moros poco antes, porque no
pudiesen entender ni discernir de la ciudad lo que se hacía en el
real de los Cristianos. Y así congregados por su orden, fueron a
sacar los cuerpos de la tienda para llevarlos con grande pompa y
lamentable música a la tienda que estaba hecha a modo de capilla,
para depositarlos en ella. Precediendo sus banderas y estandartes
arrastrando por el suelo. Iba la Cruz luego con harto número de
Sacerdotes
reuestidos,
y el Obispo de Barcelona haciendo su oficio Pontifical: seguían
luego los cuerpos cerrados en sus ataúdes con sus armas e insignias
por encima, llevados a hombros de criados y oficiales ancianos de los
muertos. Tras ellos iba el Rey muy enlutado, con los grandes y los
demás caballeros Barones y capitanes, sin quedar soldado que no
siguiese. Finalmente seguían toda la familia enlutada de
xerga
como luto real, hasta que llegaron a la capilla que dijimos
(
deximos),
donde hechos los sacrificios y ceremonia debida, fueron depositados
los cuerpos en lugar muy conveniente, hasta que fueron trasladados a
Cataluña en sus principales pueblos, donde para si, y a los suyos
tenían dedicadas sepulturas.





Capítulo XI.
Como mandó el Rey levantar el campo y marchar para la ciudad, y de
paso hizo alto en la Real, y de la indignación del Rey por la gran
crueldad que usaban los de la ciudad contra los cautivos
Cristianos.

Acabado el enterramiento y obsequias, se entendió
en abreviar la conquista, que ya se reducía toda contra la
ciudad, por los pocos presidios y fortalezas que al Rey de Mallorca
le quedaban en toda la Isla, pues casi ninguna estaba por él. Demás
que por haber experimentado las fuerzas y gran arte de pelear de los
Christianos, y que a una que les ganaba, perdía diez escaramuzas, no
determinaba de verse más en campaña con ellos. Y así se encerró
con todo su ejército en la ciudad, confiando en la fortaleza, y gran
bastimento y munición della, junto con la mucha gente de pelea que
tenía dentro muy determinada para defenderse, por tener por muy
cierta la venida y socorro del Rey de Túnez, que les fue muy
prometida, mas nunca llegada. Entendido esto por el Rey mandó alzar
el campo de Portopí, y marchar para la ciudad: tomando la vía a la
mano siniestra para unas caserías a media legua de la ciudad, donde
no mucho después de conquistada la Isla, don Nuño edificó un
sumptuosisimo
monesterio
y convento de
frayles
Bernardos llamado la Real, como adelante diremos. Allí hizo alto el
campo, por ser lugar muy alegre y bien provisto (
proueydo)
de aguas en lo llano, no lejos de un monte de donde nacía un (
nascia
vn)
grande arroyo que pasaba por medio
del campo y daba en la ciudad. Detúvose allí el Rey algunos días,
a efecto de considerar y preparar lo necesario para cercar la ciudad:
la cual por estar tan propincua, el maestre de campo, con los de la
artillería y máquinas iban y venían a ver los alojamientos, y
asiento que el campo habría de tener en el cerco a reconocer la
muralla, y lugares más flacos de ella, para acometer y encarar los
asaltos: lo que no podían hacer tan secretamente que no tuviesen
descubiertos, y con una banda de jinetes que súbitamente salía de
la ciudad los echaban de su entorno. Demás que para espantar a los
nuestros y que viesen las crueldades que los de dentro hacían contra
los Christianos (como lo cuenta Montaner) a vista de ella hicieron
uno de los más bárbaros y horrendos usos de matarlos, que jamás se
viesen el mundo. Porque en las máquinas que como hondas de
ballesteras armaban dentro, para tirar grandes piedras contra nuestro
campo, ponían los cautivos Christianos, que a Retabohihe su Rey
parecía: a los cuales vivos y atados como balas de artillería, los
asentaban en ellas de donde furiosamente arrojados, caían hacia
donde el maestre de campo y los demás iban rondando la tierra. Los
cuales recogieron aunque hechos pedazos, y los llevaron al Real, a
que los viesen todos. Fue esta crueldad tan abominada y maldecida por
todos y mucho más por el Rey, cuando se los pusieron delante, que
juró por su corona Real, no pararía noche y día, ni alzaría el
cerco de la ciudad, hasta que tomase al cruel Retabohihe por la
barba, y por tan tiránica y horrible inhumanidad le hiciese todo
ultraje y vituperio como a cruel y bárbaro infiel. Fue tanto el
terror que los cautivos Christianos que estaban en la ciudad
recibieron de esta crueldad hecha por Retabohihe contra ellos, que de
pensar cada uno había de pasar otro tanto por si, se concertaron, y
por lo más secreto que pudieron se salieron de la ciudad, y se
vinieron al campo del Rey, donde fueron recogidos y dieron muchos
avisos de la flaqueza de Retabohihe, y de la ciudad.






Capítulo
XII. Del capitán Infantillo, como quitó el agua a los Cristianos, y
fue sobre él don Nuño, y le venció, y cortó la cabeza, la cual se
echó en la ciudad, y como los Moros de la Isla se rindieron al
Rey.

A esta razón que el Rey con todo el campo se estaba en
la Real, un Moro principal de la Isla, de los más ricos y valerosos
de ella, llamado Infantillo, había ayuntado cierta gente de los
rústicos y aldeanos de la Isla, y hecho un ejército de hasta V. mil
infantes y C. caballos. Los cuales de miedo de los nuestros habían
estado muchos días escondidos por las cuevas, o como allí dicen,
garrigas, que están en unos montes muy altos a vista de la ciudad, y
campo de los Christianos. De manera que se congregaron media legua
más arriba de la Real, donde nace una fuente cuya agua pasaba por
medio del ejército, a fin de tener sus inteligencias con los de la
ciudad para cuando saliesen a escaramuzar, dar ellos de través
contra los Christianos. Acaeció pues que Infantillo por hacer tiro,
y quitar el agua al
exercito,
mandó cerrar el ojo a la fuente, y la que no pudo estacar, echóla
por otra canal: de suerte que quitó del todo el agua al ejército.
De lo cual admirados los del campo, y turbados por tan súbita
sequedad de tan grande arroyo, sospechando la causa, porque en lo
alto, a la parte donde nacía la fuente se descubría gente nueva,
mandó el Rey a don Nuño se pusiese en orden con gente, para ir a
descubrir este daño, y remediarlo. Partió luego el día siguiente
don Nuño antes de amanecer, por no ser descubierto con CCC. de a
caballo, y subió por la canal arriba hasta llegar donde estaba
Infantillo con su gente, y hallándolos muy descuidados y durmiendo
sin tener puesta centinela: de improviso dio sobre ellos, de manera
que mató quinientos, y los demás huyeron. Pero tomó preso al
capitán Infantillo, al cual por estar herido de muerte, y que no
podía llegar vivo ante el Rey, le mandó cortar la cabeza y llevarla
consigo, dando a saco las cabañuelas de los Moros, que no fue de
poco provecho para los soldados. Mandó luego abrir el ojo de la
fuente, y restituir toda el agua a su canal y corriente antigua.
Maravillosa hazaña, dentro de un día vencer y saquear el Real de
los enemigos, restituir el agua a su ejército, volver sin ninguna
pérdida de los suyos, y traer en triunfo la cabeza del general
contrario a su campo. Quedó el Rey contentísimo de tan pronta y
gloriosa victoria, y alabó muy mucho la valor y diligencia de don
Nuño, por haber llegado tan presto el agua de la fuente, como la
nueva de la victoria, de lo cual se holgó extrañamente todo el
campo. Como se descubrió la cabeza de Infantillo, mandó luego el
Rey por pagar a los de la ciudad con la misma moneda, que de presto
fuese antes del día gente y artilleros a armar un trabuco junto a la
ciudad, en el cual fuese puesto, no el cuerpo vivo, sino la cabeza
muerta de Infantillo, envuelta en muchos paños, porque no se hiciese
pedazos del golpe, y se desfigurase. Armada la máquina, se asestó
hacia la plaza mayor de la ciudad. Pues como los de dentro sintiesen
desparar
trabuco, y volviendo los ojos por aquella parte, viese venir por el
aire un tan grande bulto, acudieron al lugar donde cayó, y
desenvueltos los paños, como vieron ser cabeza de hombre cortada, no
faltó quien la conoció muy bien, y afirmó ser del capitán
Infantillo, en quien tenían puesta mucha parte de su esperanza de
remedio. Espantados de tan portentoso tiro, hicieron gran llanto
sobre ella, y luego comenzaron a desconfiar de su reparo y defensa.
Como entendieron esto los Moros de toda la Isla, cuyo último refugio
era Infantillo, y que tampoco llegaba el socorro de Túnez, viendo a
su Rey encerrado, y de cada hora con menos fuerzas, tuvieron su
acuerdo, y parecioles que debía darse a partido al Rey Christiano,
antes de ser la ciudad tomada, por fuerza, porque después a ninguno
serían acogidos, y el ejército se desmandaría en dar a saco toda
la Isla. Y así enviaron sus embajadores al Rey diciendo, que estaban
prestos y aparejados para entregarse a su Real fé y merced,
confiando los recibiría con benignidad y misericordia. Porque podían
jurar que ellos nunca consintieron, ni vinieron bien con la voluntad
de Retabohihe su Rey: ni consentido que
ningunos de los suyos
tomasen armas contra los Christianos: antes habían
recebido
en sus villas, y Aldeas por huéspedes y amigos a todos los
proveedores del campo, proveyéndolos con toda liberalidad y amor de
vituallas y lo demás para el ejército. Esto lo decían los de la
Isla con mucha verdad, porque estaban mal con Retabohihe por sus
tiranías y excesivos tributos, que les imponía, y
había entre
ellos un hombre principal y muy rico llamado Benahabed, el cual desde
el punto que el Rey y ejército desembarcaron en la Isla, abrió sus
graneros y
troxes,
y libremente permitió a los
proveedores tomasen cuanto menester
fuese para el campo. Lo que cierto ayudó mucho al Rey para sustentar
la guerra. Pues como los otros ricos hombres siguiesen el parecer y
ejemplo de este, todas las otras villas y lugares de la Isla dentro
de quince días se entregaron al Rey. El cual los recibió muy bien,
prometiéndoles todo buen tratamiento. De manera que no faltando ya
ninguno por rendirse, quedó el Rey absoluto señor de toda la Isla,
excepto la ciudad: a donde como se entendió lo que pasaba, fueron
doblados los llantos y comenzaron a tenerse por del todo perdidos.



Capítulo XIII. De los gobernadores que el Rey puso en la
Isla, y se hace nueva descripción de los pueblos y fertilidad de
ella.

Venida ya toda la Isla, fuera la ciudad, a manos y
poder del Rey, entendió en poner dos presidentes o gobernadores en
ella, a don Berenguer Durfort caballero muy noble de Barcelona, y a
don Iayme Sancho de Mompeller criado suyo
antigo,
a los cuales repartió el regimiento: y quiso que el uno tratase las
cosas de justicia, el otro en proveer y bastecer el campo de
vituallas, para que con más libertad pudiese el ejército atender al
cerco de la ciudad. Tomó a su cargo don Iayme la provisión del
campo, como aquel que en cuantas guerras tuvo el Rey le había
servido del mismo oficio. Y aunque era innumerable el ejército, a
causa de la mucha gente que de cada día pasaba de los reinos a la
Isla, a la fama desta guerra: con todo eso pudo bastantemente cumplir
con su cargo, por hallar la Isla tan fértil y proveída de todo lo
necesario para el sustento de la vida humana. Y pues hemos dicho más
arriba de su asiento y postura, digamos de su varia y abundosa
fertilidad. Porque no hay otra en todo el mar
meditarraneo,
que en tan poco espacio de tierra sea más poblada, no teniendo de
diámetro más de cien mil pasos, y de
circuytu
CCCCLXXX mil. Y que demás de las tres ciudades, con muchas villas y
castillos, muchos puertos, calas, y desembarcaderos que mantiene, es
muy abundosa de todo género de mieses, y más de sal,
azeyte,
vino, queso, ganado mayor y menor, y toda suerte de
bolateria,
de
cysnes,
y otras aves
aquatiles,
sin la infinidad de conejos que en la Isleta vecina tiene: y así no
solo se sobra de todo lo dicho, para si, pero aun provee dello a las
tierras ultra marinas. Pues según dice Plinio, los vinos Baleares
fueron muy excelentes y loados por los Romanos. De aceite y queso hay
tanto, que se hace muy grande mercaduría dello por los otros reynos:
de puercos mansos es tanta la abundancia, que salados y con sus
menudos trasportados, sobran en otras partes. No hay porqué dejar de
sacar a la luz, su odorífera y suavísima flor de los arrayanes que
los produce la Isla de si mesma por los bosques y riscos en mucha
copia: cuyo liquor que de su flor se destila es más suave y
odorífero que el mesmo incienso (enciéso) Sabeo. A cuya causa, y
por su particular influencia celeste de la Isla, como adelante
diremos, quisieron los antiguos dedicarla a Venus, como otra segunda
Chypre. Finalmente se halla que por entonces estaba poblada de XV
villas grandes con muchas otras aldeas y lugares, sin las tres
ciudades, Mallorca, Ponça, y Pollença, (esta se halla agora muy
deshecha) que fueron colonias de Romanos, y retienen sus nombres
antiguos. Todos los demás pueblos tienen nombres bárbaros,
impuestos, o por los moros, o por los corsarios: excepto los que de
la conquista acá han impuesto los Cristianos, y tienen nombres de
santos. Acabada pues la conquista de la Isla, vengamos a contar la
presa de la ciudad en el siguiente libro, a donde se dirá algo de
los ingenios y costumbres antiguos y modernos de los Mallorquines,
cosas bien dignas de notar.





Fin del libro sexto.


Libro décimo

Libro décimo.



Capítulo
primero. De los embajadores del Duque de Austria que vinieron a
ofrecer su hija por mujer al Rey, y como porque no la aceptó
murmuraron de él los suyos.




Por este
tiempo que el Rey entraba en los XXVII años de su edad, y con mayor
sosiego y tranquilidad que nunca gobernaba sus Reynos, la fama de sus
memorables hechos era tan celebrada por todas partes, que los
Príncipes y Reyes, por muy apartados y lejos de él que estuviesen,
deseaban mucho trabar amistad con él, y por vía de parentesco
perpetuarla. Mas como ni en castilla, ni en Francia, ni tampoco en
Inglaterra, hubiese hijas de Reyes, a quien solían los de Aragón
pedir por mujeres, que fuesen de edad para casar, y aunque las
hubiese, la fama del divorcio y apartamiento de doña Leonor les
hiciese esquivar el matrimonio del Rey:
valiose
desta ocasión el Duque de Austria Príncipe riquísimo, para que de
las últimas partes de Alemaña enviase sus embajadores al Rey a
ofrecerle su hija por
muger
con mayor dote que nunca Duque dio, ni Rey de Aragón, hasta
entonces, recibió en casamiento. Y así fue, que estando el Rey en
Huesca, llegaron a él los embajadores de Austria, a los cuales
recibió muy bien, y oída su embajada, y el dote que el Duque
ofrecía dar con su hija en contemplación de matrimonio, mandándoles
ricamente aposentar, y aguardar algunos días la respuesta. Luego se
puso a pensar muy a solas sobre este casamiento: porque a consultarlo
con otros, ninguno de los suyos se lo desaconsejara. Pues como
después de haberlo muy bien considerado todo, en resolución le
pareciese, que no era cosa
condecente
a Reyes, ni estaba bien a su honor y estado, igualar con dineros la
majestad Real, y casar con la que no fuese de su igual: sin dar más
parte a los suyos, llamó a los embajadores, y haciéndoles grandes
favores y mercedes, y ofreciéndose mucho al Duque, de valerle en
toda ocasión con su persona y estado, los despidió con mucha
gentileza: y en respecto del matrimonio, les dio un honesto desvío
por respuesta. Esto se lo tuvieron muy a mal los de su consejo, y más
sus íntimos y familiares, que iban por palacio murmurando dello:
pensando del casamiento, que no tanto por descontento que del dote,
ni de la
pieça
tuviese, cuanto por haber dado su fé a alguna otra: o realmente por
no querer más casarse, lo había rehusado. Lo cual le atribuían más
a vicio que a virtud, pareciéndoles que redundaba en muy grande
perjuicio de sus Reynos, y que no era justo que la sucesión dellos
pendiese de la vida de solo don Alonso su hijo único: sino que
engendrase muchos Iaymes para ser padre, o de muchos Reyes, o de
muchos, que por sus heroicas y paternales virtudes mereciesen serlo.
Trayendo, entre todos, por ejemplo al gran Rey Príamo el Troyano: al
cual alababa mucho su historia, porque tuvo cincuenta hijos, y los
XVII de su legítima mujer Ecuba: que fue producir al mundo otros
tantos pimpollos de reales, y casi divinas virtudes: para que no
faltasen muchos, que por ser tan bien nacidos mereciesen ser Reyes
entre los hombres. Y así les parecía cosa muy absurda, siendo ya su
Real persona de tan buena edad, no solo haber rehusado tan rico
casamiento como se le ofrecía: pero el haberse privado de los hijos
y sucesores legítimos, que en siete años pudiera tener, después
que se apartó de doña Leonor su mujer primera: para que a caso,
faltando don Alonso, le sucediesen los suyos, y no los extraños.












Capítulo II. De la sabia y cumplida satisfacción que el Rey dio a
sus criados, por no haber aceptado el matrimonio de la hija del Duque
de Austria.




No fueron dichas tan
a rincón las palabras de los criados del Rey, que no llegasen a sus
oídos, y le fuesen sin faltar una relatadas. De los cuales mandó
llamar a los que más aficionadamente, y con buen celo se alargaban
en esta plática: y venidos antes si les habló con su acostumbrada
afabilidad desta manera. No queráis vosotros, con vuestros mal
aplicados ejemplos distraerme del honesto, y bien considerado
propósito que de no casarme por agora tengo: ni creáis, que por
haber desechado el matrimonio que se me ha ofrecido, estoy para
siempre fuera de casarme. Pero tan poco quiero que por haber vivido
algunos años no casado, me lo atribuyáis más presto a vicio que a
virtud generosa. Pues está muy averiguado, que en ningún otro
tiempo mejor que en este me habéis visto ejercitar, en lo que como a
Rey, y como a general del ejército, en paz y en guerra me tocaba: ni
que mayores victorias y triunfos haya alcanzado de mis enemigos, que
cuando más libre me he hallado del cuidado de mujer e hijos. Mas
porque entiendo que andáis muy puestos en convencerme con los
ejemplos de Reyes: por estos mismos, y aun de los mayores Emperadores
del mundo, como de Alejandro Magno, y del gran Iulio Cesar, quiero
atajar agora vuestras razones. Pues destos vemos: que el primero
cuanto más se apartó de casarse, tanto más se empleó en la
guerra, y fue tan felice en ella, que llegó gloriosamente a tener
gran parte del mundo sojuzgado. El otro, después que repudió la
mujer, y quedó libre, demás de pensar en ella, ni en hijos, vino a
exceder tanto en las armas y disciplina militar, que se atrevió a
conquistar el sumo Imperio Romano, y salió con ello. Porque no hay
duda, sino que el amor y cuidado que se tiene de la mujer y hijos,
con la codicia de enriquecerlos más de hacienda que de gloria,
puesto que dan ánimo a los padres para emprender grandes cosas:
todavía la afición y amor carnal que hay entre ellos, embota la
lanza de los unos y los otros: pues procura muy poco el padre que el
hijo gane honra con pérdida, o peligro de la vida: ni deja tan poco
el hijo, por complacer al padre, de posponerlo todo a ella: y que
también el padre mira mucho, con no faltar al hijo la suya. Quiero
que Príamo, a quien alegáis por Rey bueno, y el más principal de
la Asia menor, fuese muy alabado, porque tuvo cincuenta hijos (obra
de naturaleza tanto como suya) no sabéis que perdió su alabanza
porque se aficionó más a uno solo llamado Paris, afeminado y
cobarde, que a todos los demás, que fueron muy esforzados y
valientes guerreros? No fue así, que con la demasiada ternura y
regalo que crió aquel, le salió tan disoluto y
avieso
que no solo fue causa, por su lujuria, de la total destrucción y
ruina de su gran ciudad y Reyno: pero de las crueles muertes de todos
sus hermanos y hermanas, hasta la de su padre y madre, que con el
mismo se perdieron? Y que por esto los historiadores y Poetas,
alabando mucho las gloriosas muertes de los otros hermanos, callaron
la deste, como de un infame, vil, y
malfinado?
No le fuera mejor a Príamo, que ningún hijo le naciera, que haber
engendrado uno para ser la miserable pérdida de todos? Porque no ha
de ser el fin de los Reyes tan puesto en casarse por dejar hijos:
cuanto en dejarlos buenos, o ningunos. En lo demás pienso haber
justamente rehusado el matrimonio de la hija del Duque de Austria,
por muy mucho dote que con ella se me haya ofrecido: porque si es, o
no, cosa
condecente
y honesta, anteponer a los casamientos Reales, los que no lo son: o
que el dinero e intereses iguale con la grandeza y dignidad Real: yo
lo dejo a vuestra discreción y juicio: pues si cuando era muchacho,
y no gozando de más estados, y señoríos de los que mi padre me
dejó, alcancé hija de Rey por mujer: agora que me hallo aventajado
en edad, poderío, y Reynos, consentiré en casamiento más ínfimo?
En verdad que no lo haré: antes porque más os aseguréis de mi
voluntad e intenciones, me apartaré tanto destos matrimonios, cuanto
escucharé de buena gana los Reales, y de ahí arriba, siempre que se
me ofrecieren. Con esto quedaron los criados muy satisfechos, y no
tuvieron que replicar: por no haber tenido espíritu profético de lo
que había de ser, y a do había de llegar la gran casa y
descendencia de Austria, que no pudo a más, de lo que agora vemos,
por gracia de nuestro Señor, en los descendientes del mismo Rey.












Capítulo III. Del casamiento que el Papa Gregorio IX concluyó para
el Rey con la hija del de Vngría, y del dote que se le ofreció, y
como se aseguraron los alimentos para doña Leonor, la cual entró en
religión.






Acabó el Rey su
razonamiento, y quedaron sus criados, como está dicho, tan
satisfechos, y admirados de oír tales y tan concluyentes razones,
que le reputaron por prudentísimo, y tan bien intencionado en sus
cosas, que parecía las consultaba con Dios, y que en todo seguía su
voluntad divina. Y así pareció que vino del cielo, lo que sucedió
por el mismo tiempo. Porque con la autoridad y mano del sumo
Pontífice Gregorio IX se concluyó otro matrimonio del Rey con doña
Violante hija de Andrea Rey de Vngria, y nieta de Pedro
Altisiodorense Emperador de la Grecia, por lo que ya antes se había
tratado dello secretamente el Rey y el Pontífice: y así tuvo luego
el Rey aviso, como era llegado a Barcelona Bartholomeo Obispo de
Cincoyglesias, y Beraldo Conde de los principales de Vngria, para
tratar dello. Los cuales prometieron a las personas que el Rey había
deputado
para escucharlos, traer en dote con doña Violante doce mil libras de
plata, con otras mil que le pertenecían del dote de su madre. Y más
doscientas libras de oro fino que le debía el Duque de Austria: con
cierta parte del Condado de Namurs en Flandes: y otros lugares, así
en Francia, como en Borgoña y Vngria que la madre le había dejado
en testamento (que de todo cobró el Rey más derechos que dineros)
demás de sus mayores dotes y esclarecidas virtudes de cuerpo y alma,
en que doña Violante excedía a todas las mujeres de su tiempo. De
manera que se hicieron los
entregos
y capitulaciones matrimoniales a los XXV de Hebrero, año de nuestra
redención 1234. Puesto que después de haberse aceptado y aprobado
por el Rey el partido, fue necesario antes que doña Violante
viniese, averiguar las diferencias que quedaban entre el Rey y doña
Leonor su primera mujer, sobre sus alimentos. Lo cual se asentó
luego en el monasterio de Huerta en Castilla: donde se halló con el
Rey de Castilla don Fernando sobrino de doña Leonor, y capitularon,
que no casándose doña Leonor, gozase por su vida de Fariza con su
fortaleza y campaña, sin disminución de lo que ya antes se le había
asignado en nombre de dote y alimentos. También que don Alonso su
hijo estuviese, y se criase con ella: con condición, que ni contra
su voluntad ni antes del tiempo y edad decente se casase. Finalmente
que a doña Leonor se le tuviese siempre respeto de Reyna. Hechos
estos conciertos Fariza fue entregada con todos sus derechos a doña
Leonor. La cual como acabase ya de perder las esperanzas de volver
con el Rey, convirtió todo su pensamiento y persona a Dios, y
edificó un suntuosísimo convento de monjas de la orden de los
Premostrenses en la villa de Almazán (
Almaçá),
no lejos de Fariza: donde pasó su vida con grande ejemplo y muestra
de santidad. Concluido del todo el divorcio, y tomado asiento en lo
de los alimentos con doña Leonor, despidiose del Rey don Fernando, y
se volvió para Zaragoza. De allí por los puertos de Iaca y santa
Christina, pasó a la Guiayna, la vuelta de Mompeller: allí tuvo la
fiesta de todos Santos, y asentados algunos negocios del estado
volvió para Cataluña a la ciudad de Lerida.











Capítulo
IV. Como doña Teresa Gil de
Vidaura,
se opuso al matrimonio de doña Violante, y como fue citado el Rey, y
por algún tiempo no pasó el pleyto adelante.






En este medio que
los embajadores andaban tratando el casamiento de doña Violante con
el Rey, o sus agentes en Barcelona, doña Teresa Gil de
Vidaura,
de quien poco antes hablamos, que fue
mujer noble, prudente, y
hermosísima, y que en estos siete años después que se hizo el
divorcio con doña Leonor, tuvo della el Rey dos hijos varones, al
primero que llamaron don Iayme, y al otro
don Pedro: como
pretendiese que el Rey le había dado su fé y real palabra de casar
con ella, luego que entendió se trataba nuevo casamiento con la hija
del Rey de Vngria, se opuso a él con grande rabia, y con efecto
procuró impedirlo. Mas porque luego vio el menosprecio con que le
oían los jueces
Ecclesiasticos,
ante quien puso el
libello,
y al Rey tan puesto en desecharla, publicaba a voces, que no como
amiga, sino como a verdadera y legítima mujer había comunicado con
el Rey, y parido hijos de él: y quería se celebrasen con toda
solemnidad las bodas de este matrimonio. De manera que ni por las
blandas y buenas palabras del Rey, ni por su indignación y amenazas,
dejaba doña Teresa de hablar muy libremente contra él, tratándole
de fementido, y otras cosas con el calor que secretamente le daban
sus parientes, y también los doctores que estudiaban su causa,
animándola para proseguirla: certificándole que si la remitía al
sumo Pontífice, ante quien se trataría con más libertad y verdad
de justicia, que o saldría con ella, o sacaría muy grandes partidos
del Rey, para todo beneficio suyo y de sus hijos. Y así fue que se
determinó de ir en persona, o envió algún su pariente, hombre
importante a Roma, para notificar su derecho al sumo Pontífice.
Puesto que se entiende, que en vida de Gregorio IX, que hizo el
casamiento de doña Violante, no se
enantó
cosa alguna: pero muerto él, de ahí a pocos años se puso el libelo
ante el Pontífice sucesor, el cual después de bien entendido el
negocio, mandó advocar (
auocar)
así la causa matrimonial, de los Obispos de España y Guiayna, a
quien fue antes por su predecesor cometida, mandando citar al Rey a
instancia y en nombre de doña Teresa, el cual fue realmente citado,
y formado el pleyto, se entretuvo que no pasó a delante por todo el
tiempo que la Reyna doña Violante vivió, por lo que adelante se
dirá más largamente.




Capítulo
V. Del Arzobispo de Tarragona que conquistó las Islas de Iuiça y la
Formentera, y de su
asiento y propiedades dellas.


Como
antes desto, andando el Rey en la conquista de Valencia, no fuese
acabada del todo la de las Islas, más de Mallorca y Menorca, y
quedasen por conquistar Ibiza (
Iuiça)
y la Formentera, que también eran de la misma conquista: don Guillen
Mongriu caballero Catalán y muy noble, Sacristán y Canónigo de la
yglesia de Girona, por entonces ya electo Arzobispo de Tarragona, y
don Bernaldo Sentaugenia gobernador de Mallorca, pidieron de merced
al Rey, les diese la conquista de las Islas de Ibiza y la Formentera,
para que ganadas, quedasen en feudo perpetuo del Arzobispo y
Metropolitana
yglesia
de Tarragona so invocación de santa Tecla. A fin que por esta vía
se frecuentase en ellas la predicación de la palabra de Dios y
enseñanza de la santa fé
catholica:
para mayor extirpación de la falsa secta de Mahoma, que en ellas
había. Respondioles el Rey que era muy contento de la demanda, y de
dar la fortaleza y villa de Ibiza en feudo perpetuo al Arzobispo y
Metropolitana iglesia de santa Tecla, de la cual él era muy devoto,
con condición que dentro diez meses se prosiguiese esta conquista:
porque de otra manera, él la quería emprender, acabada la de
Valencia. Mas porque se entienda la origen y propiedades destas dos
Islas, haremos una breve relación de lo que se contiene en ellas.
Fueron pues estas nombradas por los Griegos Pityusas, porque están
entretejidas de infinitos pinos que naturalmente produce la tierra.
La mayor, que los Romanos llamaron Ebuso, y en vulgar llaman Ibiza,
es muy conocida por toda la costa del mar mediterráneo, no solo por
su muy ancho y seguro puerto, con la villa y fortaleza, que
artificial y naturalmente están muy fortificadas: pero por el gran
trato y comercio de la sal, de la cual se provee , y gusta casi toda
la costa de Francia e Italia. Porque es tanta su abundancia cuanta se
entiende por la descripción que habemos hecho de ella en nuestros
comentarios de Sale libro fecundo. Mas aunque la Isla no abunda de
panes y otras mieses, pero en ganados mayores y menores y en bestias
montesas es muy grande la crianza que hay por toda ella, con la
cosecha de Alcaparras, sana y apetitosa ensalada. Demás que como
llave del mar Tarraconense, está puesta enfrente y a vista del
promontorio de Diana, que agora llaman cabo Martín, en el Reyno de
Valencia, para descubrir y hospedar todas las naves y bajeles que de
la España occidental pasan al oriente, o vuelven al poniente. La
otra dicha Formentera que dista muy poco de Ibiza, está desierta y
inhabitable: Aunque de trigo, que vulgarmente en lengua lemosina
dicen forment, es fertilísima, si se sembrase: de donde es llamada
la Formentera, y en Latín Frumentaria: cría, a causa de su soledad,
animales fieros, aunque no dañosos, señaladamente Asnos silvestres:
los cuales son tantos que van a manadas por la Isla, y son más
grandes y hermosos que los de tierra firme: andan mansos, porque no
ofenden a nadie, pero son intratables, y de corazón tan fieros, y
corajudos, que nunca se ha visto allegarse a los hombres, ni con
algún arte se han podido domar para servirse dellos: antes por su
melancholia
(la cual según dicen los Médicos es la
perfeta)
sienten tanto el apartarlos de la compañía de los otros, cuando los
sacan de la Isla, que se dejarán más presto morir de hambre, que
pacer
(pascer),
ni comer cosa que les den: y se ha visto ponerles fuego debajo la
barriga, y sufrirle antes que moverse de un lugar, ni sufrir carga
chica, ni grande que les echen: porque luego dan consigo en tierra:
que parece no se ha dado aun en la cuenta del servicio y uso para que
los crió naturaleza. Es la desgracia desta Isla, que con abundar de
puertos y grandes calas, de fuentes, bosques y tanta copia de pinos,
y ser naturalmente fertilísima de trigo y cebadas, son tan continuos
los corsarios Moros de África que vienen a dar carena, y a solazarse
en ella, que por ellos mucho ha quedado del todo yerma y despoblada.
Demás que ni la una, ni la otra Isla crían, ni consienten ningún
género de serpientes, ni animales venenosos. Pero lo que mucho más
admira es, que no muy lejos de ellas, al enfrente de Peñíscola, y
en derecho de Mallorca, hay una muy pequeña Isla llamada
Moncolubrer, que en Latín llaman Colubraria, y los Griegos Ophiusa,
que produce infinitas culebras, las cuales enojan mucho a los
navegantes que a ella llegan. A la cual (según Plinio, y la
experiencia que no lo niega) llevando tierra, o arena de Ibiza, y
sembrándola por ella, en el mismo punto huyen o se mueren las
culebras: y lo mismo hacen llevándolas a Ibiza, que solo el olor de
la tierra las mata.
Concedida pues la conquista para el electo de
Tarragona, se embarcó en la armada y naves del Rey, que estaban en
el puerto de Salou, y fue por general de ella don Nuño Conde de
Rosellón, que no se lo estorbó el hallarse flaco y muy cargado de
años, porque como más sabio y experto en cosas de guerra, que todos
los de su tiempo, no quiso faltar al electo en esta jornada. También
se entiende, que por su derecho, como señor de Mallorca, fue con él
don Pedro de Portugal. Ayuntados pues hasta mil y quinientos
infantes, con pocos de a caballo, partieron con buen tiempo, a acabo
de día y noche llegaron a tomar puerto a la misma villa de Ibiza, a
la media noche, con tanto recato que apenas fueron sentidos: pero en
ser descubiertos, como los de la villa, ya puestos en defensa,
creyesen que el mismo Rey que había tomado a Mallorca y Menorca,
venía en persona con la armada sobrellos, quedaron desto tan
turbados y desmayados, que solo con subir un soldado de Lerida sobre
el muro, y dar voces, victoria, victoria, sin más trato ni concierto
entregaron al electo la villa con la fortaleza, siendo de si
inexpugnable, y luego toda la Isla vino a sus manos. De manera que
mandando edificar según el orden dado por el Rey un templo en ella,
y dejando muy pocos Moros, solo para esclavos que cultivasen la
tierra y campos, la villa se comenzó a poblar de Cristianos. Fue la
señoría de la Isla dividida en cuatro porciones. La primera para el
Rey: la segunda para el Arzobispo, e iglesia de santa Tecla de
Tarragona: la tercera para don Nuño, y la cuarta para don Pedro de
Portugal. En estas dos porciones postreras sucedió por tiempo el
Rey, o porque fue sucesor en los estados de los dos, o porque las
compró dellos, y solo quedó en poder del Rey, y del Arzobispo e
iglesia de Tarragona la señoría de toda la Isla: como se
vehe
pues hoy en día tienen su parte de jurisdicción, y los diezmos de
la sal y otras rentas en ella: y que por esto toca al Arzobispo la
cura de las almas, con toda la jurisdicción eclesiástica de ella: y
con su porción para la iglesia de santa Tecla, la cual está
resumida en una dignidad del Arcidiano de sant Fructuoso, que reside
en la misma
metra politana
y tiene los
fructos
en la Isla. Finalmente pasaron a tomar posesión de la Formentera y
por estar desierta no pararon en ella.











Capítulo
VI. De la segunda salida que el Rey hizo por la ribera de Xucar, y no
pudiendo batir a Cullera, dio vuelta para la ciudad, y tomó las dos
torres de Moncada y Museros.

En tanto que pasaba
esto en Ibiza, el Rey no perdía tiempo en pasar adelante su
conquista de Valencia. Porque como hubiese tentado y descubierto el
poco ánimo de Zaen y de los suyos, cuando poco antes salió a vista
de la ciudad con banderas desplegadas hacia la ribera de Xucar, y ni
de la ciudad, ni de otra parte había venido nadie a resistirle:
determinó hacer otra salida y correrías por el campo de la marina
hacia la misma ribera. Para esto convocó a don Fernando, a don
Blasco, don Pedro Cornel, y Vrrea, y a los dos vicarios de las
órdenes del Temple y del Ospital: significándoles su ánimo, que
era correr de nuevo el campo en torno de la ciudad de Valencia. Como
fuesen todos del mismo parecer, determinaron de no ir por las Aldeas,
sino desparar en Cullera: y para mejor batirla, mandó el Rey traer
por mar de Burriana dos grandes machinas a la boca de Xucar, y se
partió juntamente con el ejército caminando orilla del mar, a vista
de la ciudad, y en dos días llegó a Cullera. Este es pueblo mediano
junto al mismo río, de muy fértil campaña, y edificado a la falda
de un monte que del otro cabo da en la mar, y estaba puesto harto en
defensa. Sacadas las machinas que las subieron río arriba, se
plantaron delante de la villa. Pero como hubiese necesidad de piedras
grandes y pequeñas para jugar las machinas, y no se pudiesen haber,
a causa de ser arenosa la tierra, ni tampoco tuviesen instrumentos
para romper las peñas del monte, dijeron los maestros de artillería
, que no había forma para batir con ellas, y así era necesario dar
en otra tierra. Pues como altercasen sobre esto, y prevaleciese el
parecer y porfía de algunos, partiose de allí el Rey con el
ejército y machinas la vuelta de Silla, que está a dos leguas de la
ciudad junto a la laguna que llaman Albufera. Como estuviese
descontento el Rey por no haber hecho algún efecto en lo de Cullera,
determinó descubrir su pecho al vicario del Temple, y a Cornel, y
Vrrea, como deseaba mucho tomar por fuerza de armas una de las dos
principales torres que estaban en la vega de Valencia a una legua de
ella, hacia poniente y septentrión: las cuales tenían los Moros en
tanto que los llamaban los dos ojos de la ciudad: por estar muy
fortificadas: y porque eran como baluartes de ella para entretener
los primeros encuentros y rebatos de los enemigos. Era la más
principal de ellas, y más bien guarnecida de gente y armas la que
llamaban de Moncada, la otra se decía Museros, distantes la una de
la otra poco menos de una legua. Propuesta la voluntad del Rey ante
los capitanes, el vicario del Ospital con otros vinieron bien en el
parecer del Rey, y por ser más fuerte la de Moncada fueron a ella.
Como entendió esto don Fernando, que siempre acostumbraba distraer
al Rey de cualquier principal empresa: dijo que en ninguna manera se
debía batir la torre, por estar muy fuerte y bien proveyda de gente
y armas, y haber menester gastar mucho tiempo en tomarla, no teniendo
vituallas, ni aparejo de tiendas con lo demás necesario para
sustentar y asegurar el campo. Demás que no era cosa prudente
capitán provocar al enemigo tan potente y vecino, no teniendo
seguras las espaldas con algún grande ejército. También el vicario
del Temple porfiaba que no convenía batir a Mócada, sino a
Torrestorres. De donde movida la contención, concluyó el Rey, que a
Moncada, y no a otra parte se había de dar la batería. Era esta
torre muy alta, muy ancha y fuerte, y no solo de vituallas y armas,
pero de muy escogidos soldados que tenía allí Zaen, estaba bien
proveyda: demás de estar cercada de sus andanas de piedras y
cestones en rededor, y bien puesta en defensa. Estando ya los
soldados para acometerla, envió el Rey a decir al capitán de ella,
le entregase la torre con cuanto en ella había, si querían salvar
las personas, o que no les perdonaría la vida. El capitán respondió
que el Rey Zaen su señor le había encomendado la torre, y que solo
a él la rendiría: pero que subiría luego a lo alto para hacerle
señas viniese a mandarse le que la diese. Oída la respuesta mandó
el Rey a los soldados que hiciesen lo suyo. Y luego en la primera
arremetida dieron con la albarrada en tierra, y entrados puestos los
escudos sobre las cabezas para defenderse de las piedras y maderos
que de la torre echaban, dieron con tanto ímpetu sobre los villanos
y soldados de guardia que estaban mezclados, que matando algunos de
ellos hicieron retirar los demás hasta dentro de la torre: la cual
bastaba para recoger otros tantos: donde confiados de la
altez
y grueso de la pared de ella, se hicieron fuertes. Pero visto por los
de dentro la gran prisa que se daban a batirla los de fuera, y que
estaba el Rey en persona sobre ellos, acudiéndoles gente de cada
hora que venía de Burriana: y que siendo avisado Zaen de lo que
pasaba, con estar tan cerca, ni les enviaba gente ni socorro para
descercarlos, determinaron el quinto día después de comenzado el
combate, de darse, sin otra condición más de salvar las vidas.
Entrados hallaron muy buena presa de gente y vituallas en ella:
porque había (como dice la historia) más de mil Moros, y valía lo
que estaba dentro cient mil besantes de Barcelona, que pasan de
veinte mil ducados: y se hallaron allí luego mercaderes que
compraron la presa, y los pagaron luego: lo que fue bien menester
para aplacar a los soldados, pagándoles justas todas las pagas que
se les debían. Con esto se abstuvieron de más saco y presa, que
toda vino a manos del Rey, el cual dio libertad a los Moros como les
había prometido, y mandó a toda prisa derribar la torre, y
assolarla
del todo, para que Zaen no volviese a rehacerla. No dejará el lector
de maravillarse mucho de la flojedad de Zaen, siendo tan poderoso de
gente (como después se verá) y teniendo al enemigo con tan poca a
las puertas de la ciudad dentro la vega, como no salió a dar sobre
él. Mas porque en el siguiente libro se mostrará, y con más
ocasión se descubrirá la causa desto: quedará por agora el
maravillarnos más de veras, de otra mayor magnanimidad y valor del
Rey: pues no contento de las primeras correrías y cabalgadas, que en
la ribera de Xucar había hecho, y de lo que se había detenido en
tomar la torre de Moncada en los ojos de Zaen: no como de paso, sino
muy de espacio se detuvo en tomar de nuevo la otra torre de Museros,
a la cual pasó luego, que está, como dijimos, a la misma distancia
de la ciudad, y rodeada de otra tanta población como la de Moncada.
Donde los rústicos tenían fortificadas su población y casas con
cestones entretejidos de palma y esparto, y detrás con sus ballestas
y lanzas para de lejos y de cerca defenderse. Luego acudieron los
nuestros con pegar a las puntas de las saetas pez y estopa (como dice
la historia) y como encendidas diesen en los cestones comenzaron a
quemarse, y echar tanto humo hacia la torre y rústicos que por no
ahogarse, o de venir ciegos a manos del enemigo, abrieron la puerta
de la torre para salir y huirse: pero acudieron los nuestros, y los
cautivaron todos, luego mandó el Rey, de los que le cupieron por el
quinto, dar LX a Guillé Sagardia caballero Catalán, uno de los
capitanes del ejército, para que rescatase de los Moros de Valencia
a don Guillen Aguilon su sobrino, que le tenían cautivo. Y así fue
redimido para mal dellos, como adelante diremos. Hecha esta presa, el
Rey se partió con todo el ejército para Teruel, y llegando a
Albentosa (
Aluentosa),
fue tanta la necesidad que tuvo de dinero, que permitió vender cien
moros, por cuya redención ofrecían (
redempcion
offrecian)
mucho dinero los mercaderes
que seguían al Rey, y los mandó dar por XVII mil besantes. Llegado
a Teruel, de allí a pocos días partió para Zaragoza.











Capítulo VII. De la muerte de don Sancho Rey de Navarra, y de las
diferencias de don Nuño con el Rey, y de la Abadía de la Real que
don Nuño fundó en Mallorca.






Por este tiempo el
Rey don Sancho de Navarra murió en Tudela de muy grande enfermedad,
y luego los Barones y grandes del Reyno, sin más acordarse del
prohijamiento y sucesión del Rey don Iayme, y de la pública fé y
juramento por ellos hecho, alzaron por Rey a Tibaldo Conde de Campaña
sobrino del muerto. Lo cual pareció al Rey, por estar tan ocupado y
puesto en otros negocios, disimular por entonces, y dejarlo para otro
tiempo, o para sus sucesores los Reyes de Aragón, que después de
haber sostenido grandes guerras y debates con los Reyes de Francia,
Castilla, y Navarra, por este Reyno, a la postre prevalecieron, y se
han quedado con él para siempre. En este mismo año de mil
doscientos treinta y cuatro, tuvo nueva el Rey estando en Zaragoza,
como el mismo Papa Gregorio IX que procuró su casamiento con la
Reyna doña Violante de Vngria, al octavo año de su Pontificado,
había canonizado por santo a su grande amigo Domingo Español
fundador y patriarca de la religión y orden de los frailes
Predicadores, por los muchos milagros que en vida y muerte había
hecho. También algunos años antes el mismo Pontífice canonizó por
santo a Francisco fundador de la religión, y orden de los menores,
que fue asimismo clarificado con muchos milagros. Tuvo el Rey destos
dos santos viviendo ellos tan grande opinión, y después de muertos
y canonizados por santos, tanta devoción, que recibió sus órdenes
y generales en sus Reynos con mucha afición, y (como está dicho
arriba en el segundo libro) mandó edificarles
monesterios
suntuosísimos, y en todas sus empresas se encomendó a ellos tan de
veras y con tanta fé, que tenía muy creydo por la intercesión
dellos haber alcanzado los prósperos successos de sus empresas. Por
este tiempo se movieron ciertas diferencias y distensiones entre el
Rey y don Nuño, sobre los condados de Cerdaña y Conflent que
poseía, con otros derechos que pretendía tener el mismo don Nuño a
ciertas villas y lugares de Cataluña, y Guiayna: así por la
sustitución del Conde don Ramón en su testamento hecha en favor del
Conde don Sancho padre de don Nuño, como por la donación que el Rey
don Alonso hizo a doña Sancha madre del mismo don Nuño, y a los
hijos que de ella y del Conde don Sancho nacerían (
nascerian).
Por parte del Rey se le pedían ciertas villas y castillos conjuntos
a Port vendre, y Condado de Rosselló, los cuales don Nuño se había
usurpado de la corona Real. Pero como el Rey fuese naturalmente
benigno, y muy agradecido, y se acordase de la gran fidelidad y
servicios muchos que don Nuño le había hecho en todas sus guerras y
empresas, demás de serle tan propinco pariente, no quiso
disgustarle, sino avenirse con él, y remitir a jueces árbitros
todas sus diferencias. Para lo cual siendo nombrados por don Nuño,
don López de Haro señor de Vizcaya, y por el Rey don Guillen de
Cervera monge, y en caso de discordia, don Hugo Monlauredon Vicario
del Temple por tercero: estando ya los árbitros reconociendo los
derechos y acciones de cada una de las partes: no quiso el Rey
aguardar que se diese sentencia sobre ello, sino que le plugo dejar a
don Nuño el señorío y posesión de aquellas villas y Castillos
junto a su Condado, y de rehacerle con dineros todos los daños y
costas que pretendía: pensando muy cuerdamente, que pues don Nuño y
su mujer eran ya muy viejos, y tenían perdida la esperanza de tener
hijos, y que muriendo ellos volvían todos sus estados y señoríos a
la corona Real, era muy bien que los gozasen en vida pacíficamente:
pues esto y mucho más se le debía a don Nuño. Porque es este
mismo, el que siendo general del ejército del Rey en la conquista de
Mallorca, acabó entre otras muchas, aquella memorable hazaña de
matar al capitán Infantillo Moro, y venció su ejército, por que
cegaron la fuente, y quitaron el agua al ejército del Rey estando
alojado a media legua de la ciudad, como en el libro sexto hemos
contado: este por ser aquel lugar muy ameno y deleitoso, muy lleno de
árboles, y de aguas con mucha frescura, y tan propinco a la ciudad,
mandó allí edificar un muy grande y suntuosísimo convento de
religiosos, con su templo bellísimo: al cual dotó de muy grandes y
ricos heredamientos, y dedicó al nombre, honor y gloria de la
sacratísima virgen y madre nuestra señora, debajo el orden y regla
de Cistels, donde él con doña Sancha su mujer muertos se mandaron
llevar a enterrar, y la intitularon la Real, con mucha razón. Porque
siendo don Nuño nacido de la casa Real, y por sus heroicos y
esclarecidos hechos muy merecedor de tal corona, bien pudo con justo
título cualquier casa que edificase llamarla Real.






Capítulo VIII. De la
venida de doña Violante de Hungría, y bodas que el Rey celebró con
ella, y del concierto hecho con don Pontio Cabrera sobre el condado
de Urgel.






Llegó por este tiempo a
Barcelona la princesa doña Violante hija del Rey de Hungría para
casar con el Rey, acompañada del mismo Obispo de Cincoyglesias que
vino antes para el concierto, y del Conde Dionisio Vngaro, con mucha
otra familia, y fue de los de Barcelona y de todo el Principado muy
espléndidamente y con grande alegría y triunfo recibida. Era moza
de XX años hermosísima, y que debajo de tanta suavidad y alegría
de rostro representaba su gran ser y majestad Real. Como el Rey tuvo
aviso de su llegada en el mismo punto partió de Huesca para
Barcelona, a donde celebró sus bodas suntuosísimamente, y fueron
con grandes fiestas de justas y torneos por los barones y grandes de
los dos Reynos que allí acudieron, con otros muchos regocijos de
juegos y danzas por el pueblo solemnizadas, con tanta satisfacción y
contento del Rey, cuanto desear podía. Porque de ver y contemplar la
extraña hermosura de doña Violante, tan acompañada de grandeza y
valor de ánimo, con discreción y prudencia, confiaba que no solo
había de tener en ella mujer para no desear otra, pero muy bastante
compañera para ayudarle a llevar us grandes trabajos en el gobierno
de sus reynos, y proseguimiento de sus conquistas. Y así la amó por
extremo, y por lo mismo fue muy querido de ella. Por donde fue tan
continua y firme la caridad y amor conyugal entre ellos, que para
todos sus reynos fueron los dos ejemplo y dechado de toda conformidad
y concordia. Venida ella, creció la rabia en doña Teresa Vidaura, y
quiso hacer nuevo sentimiento y oposición contra doña Violante:
pero fue aconsejada no tentase tal por la vida, porque la Reyna era
mujer muy valerosa, y tan señora de la voluntad del Rey, que se
juntarían los dos a perseguirla. Porque de solo haber entendido lo
que había pasado antes, cuando se trató el casamiento, y la
oposición que hizo contra ella, estaba ya muy sentida. Por esto doña
Teresa temiéndose de la ira de la Reyna, se ausentó con sus hijos
lejos de la Corte, aguardando alguna buena ocasión para salir con la
suya, como se dirá adelante. A esta sazón vino a Barcelona Poncio
Cabrera hijo y sucesor de Guerao que fue antes echado de todo el
condado de Urgel, y se quejó delante del Rey: porque como por las
capitulaciones que con su Real sello había firmado, sucediese él en
el Condado, siempre que la condesa Aurembiax muriese sin hijos:
hubiese después desto admitido y consentido se hiciesen tan inicuas
donaciones y sustituciones del Condado, en perjuicio suyo: así por
las que hizo Aurembiax en favor de don Pedro de Portugal su marido,
como por las que después hizo don Pedro en favor de su real persona.
Como fuese la queja clara y evidente para el Rey, hizo nuevo
concierto con Pontio en esta forma. Que reservándose el Rey para si
y sus sucesores la ciudad de Urgel, con todos los derechos y acciones
que Poncio como Conde podía pretender, o tener, a las ciudades de
Lerida y Balaguer, todas las demás villas y castillos, y qualesquier
derechos del Condado, quedasen en Pontio en perpetuo feudo Real para
él y sus sucesores. Y de ahí (hay) vino que el Rey y Pontio los
dos, y cada uno por si, se intitularon Condes de Urgel.











Capítulo IX. Como el Rey propuso a los de su consejo la conquista
del castillo de Enesa, y que fue aprobada por todos, y de las causas
porque Zeyt Abuzeyt se casó en Zaragoza.






Acabadas las fiestas
y el regalado tiempo de las bodas, el Rey dejó a la Reyna en
Barcelona, y por nueva ocasión que se ofreció dejó la ida de
Valencia, y tomó para Aragón el camino de Sariñena villa antigua
del Reyno en el distrito y obispado de Huesca, en donde como siempre
pensase, y estuviese intento en acabar la empresa y conquista del
Reyno de Valencia, llamó a los obispos de Zaragoza y Huesca, con
algunos señores y Barones del Reyno, y otros capitanes que seguían
la Corte. A los cuales juntos comenzó a significar su intención y
deseo, diciendo como tenía deliberado de llevar adelante la guerra y
conquista de Valencia, pues nuestro Señor le había concedido que
tan prósperamente le
succediessen
los principios de ella, teniendo ya por suyas a Morella y Burriana
dos de las más fuertes y principales plazas del Reyno, con las dos
torres de Moncada y Museros, y más por haber descubierto en la presa
de estas el poco ánimo y valor de Zaen su enemigo. Que para poder
mejor ir a cercar la ciudad, y tener las espaldas seguras: y para
destruir y talar los campos más a su salvo y provecho del ejército,
convenía tomar otra fuerza y plaza que estaba a vista de la ciudad,
que era el castillo de Enesa, o Cebolla (agora se dice el Puig de
santa María) que está en un montecillo alto cercado de otros
menores, a medio camino de Murviedro a Valencia: la cual se descubre
muy bien desde este castillo, que está a dos leguas de ella, y media
del mar, por donde puede ser fácilmente proveydo de Burriana y
Cataluña así de vituallas, como de gente y armas. De manera, que
tomada esta fuerza, el ejército se podría seguramente entretener en
ella, y de allí salir a hacer sus correrías y cabalgadas hasta las
puertas de la ciudad, así para talarle sus campos como para
mantenerse de la presa, porque con esto forzarían a Zaen, o a darse
a partido, o a salir en campaña a pelear. Lo cual él mucho, y con
razón rehusaba por miedo de la parcialidad de Abuzeyt que tenía
dentro de la ciudad: que por eso le parecía no era de perder esta
ocasión, y siendo tal el parecer dellos lo seguiría. Oída la
proposición y consulta del Rey, cuadró también a todos, que se
conformaron en seguir lo que quería, y determinaron que luego en
comenzar la primavera se partiese para Enesa: y en este medio se
hiciese gente y aderezase lo necesario para la jornada. Con esto se
partió el Rey para Teruel, donde celebró la pascua de la
resurrección del señor, y reforzó el ejército de algunas más
compañías. De allí dio la vuelta para Calatayud, por negocios de
la misma ciudad: a donde llegó don Pedro de Portugal, a quien antes
el Rey había dado las Islas de Mallorca y Menorca por su vida:
aunque ya estaba determinado de renunciarlas, sino que aguardaba se
le entregase la recompensa prometida de ciertas villas y lugares en
el Reyno de Valencia. El cual dio pública obediencia al Rey, y juró
que la misma daría a la Reyna doña Violante, y a sus hijos que el
Rey tuviese, en vida y en muerte del Rey. Hízose este juramento y
homenaje en presencia de muchos principales y barones del Reyno, y de
los Prelados, porque esto fuese más firme y valedero. De allí
asentados los negocios de la ciudad se volvió a Teruel, y confirmó
la donación que antes había hecho de las villas de Ricla y Magallón
en favor de Abuzeyt, durante su vida, prestando la misma obediencia y
fidelidad al Rey: y que prestaría la misma a doña Violante y sus
hijos: sin hacer mención alguna del Príncipe don Alonso. Porque
desde entonces comenzaron ya a sembrarse algunas discordias entre
padre y hijo. En este tiempo Abuzeyt que muchos días antes se había
hecho secretamente Cristiano, porque los moros de su parcialidad no
se ofendiesen, y dejasen de ayudarle en beneficio de los Cristianos:
como viviese muy disolutamente, haciendo algunas cosas no muy ajenas
del rito y ceremonia morisca, y otras cosas, de que mucho se
escandalizaban los catholicos: proveyó en que, con la buena
diligencia y industria del Obispo de Zaragoza, se apartase con una
principal mujer de Zaragoza, de la cual tuvo una hija que llamaron
doña Alda, esta fue después casada con don Blasco Simón caballero
Aragonés, que sucedió en la baronía de Arenos: y también en las
villas y lugares que fueron de Abuzeyt.












Capítulo X. Como Zaen fue con mucha gente a derribar el castillo de
Enesa, y como el Rey vino luego con su ejército, y llevó los
pertrechos de Teruel para edificar otros en el mismo lugar.






Estando ya el Rey de
camino para el Reyno de Valencia, acompañado de muchos señores y
barones de sus Reynos, con otros caballeros que llevaban
gajes
y tenían caballerías de honor: juntamente con las compañías de
soldados que habían hecho y enviaban las ciudades de Calatayud,
Daroca y Teruel, donde a la sazón se hallaba: le vino nueva de
Valencia, como Zaen sospechando, o que fuese avisado de la intención
del Rey, era venido con mucha gente de guerra y gastadores al
castillo viejo, y fortaleza de Enesa,y que lo había derribado y
asolado todo hasta los fundamentos, porque los Cristianos no
reparasen en aquel lugar contra la ciudad. Como esto oyó el Rey
holgó dello mucho, así por ver, que conforme a su opinión, de
entender Zaen que de tomarle aquel castillo los enemigos, se le
podría recrecer mucho mal a la ciudad, lo mandaba derribar como por
tomar dello ocasión para edificar otro de nuevo en el mismo lugar,
más fuerte, y para ponerle en mayor defensa. Para esto mandó traer
con las acémilas de Teruel (como dice su historia) los instrumentos
y maderas necesarias para levantar las paredes del: y así con todo
este aparejo se entró en el Reyno. Y pasando por junto a Xerica que
siempre estaba por Zaen, de nuevo mandó talarles las huertas y vega,
sin que saliese hombre de la villa a estorbárselo. De ahí pasó
por Segorbe sin le hacer ningún daño, porque siguiendo la
parcialidad de Abuzeyt, dio libre paso y provisión de toda cosa al
ejército. Llegando a Torrestorres, por la misma causa que a Xerica,
le mandó talar sus campos, y pasó más adelante a vista de la
fortaleza de Murviedro, llevando los escuadrones con este orden. El
primero que era de caballos ligeros llevaba don Ximen de Vrrea. En
medio iba la infantería, Postrero en retaguardia el Rey con los
hombres de armas. Pero antes que llegasen al monte de Enesa, se dijo
por el campo, y se confirmó por la relación de los adalides, como
Zaen venía con mucha caballería a Puçol, pueblo entonces pequeño
entre Murviedro y Enesa, para dar sobre la gente del Rey, el cual
luego se puso en orden, juntando los caballos ligeros con los hombres
de armas, para con todos hacer rostro al enemigo: mandando retirar la
gente de pie con el bagaje a la mano derecha hacia la montaña, donde
agora está un devotísimo monasterio de frayles Franciscos
recoletos, que llaman Valde Iesus, hasta ver en qué daría la
escaramuza. Mas luego se entendió que no era gente de Zaen, sino del
Vicario del Ospital, y de los Comendadores de Alcañiz, y Castellot,
con hasta cien caballos y dos mil infantes, y otros treinta
caballeros que estaban de guarnición en Burriana, los cuales sabida
la determinación del Rey en lo del castillo de Enesa, se habían
adelantado, y enviado muchas vituallas por mar, y ellos llegaban por
la marina hasta el enderecho de Enesa, y junto a ella a campo
travieso salían al camino real, para aguardar y servir al Rey en la
jornada. Ayuntados todos, y el Rey muy alegre de verse con tan buena
gente a su lado, y con la provisión que venía por mar, pasó al
castillo, y viéndolo por el suelo, mandó se edificase otro más
fuerte que el pasado. Dada la traza y modo del en forma triangular,
luego se puso mano sin más dilación en la obra, por tener todo el
recaudo para ella, a causa de los pertrechos que trajeron de Teruel,
y del aparato de piedras y madera que del castillo derribado hallaron
esparcida por todo el monte. Fue tanta la porfía, y afición de los
grandes y barones, señaladamente de las compañías de las ciudades,
en levantar la obra, por la parte y porción a cada uno encomendada,
que dentro de dos meses fue del todo acabada, y hecha inexpugnable.
Pusieron en ella vituallas y provisiones para cuatro meses, las que
de cada día venían por mar de Burriana, con la munición de todo
género de armas, y lo demás que convenía para dejarla muy bien
puesta en defensa. De allí comenzaban los soldados a salir cada día
haciendo sus correrías hasta la ciudad, y volviendo con tanta presa
de vituallas, que con ellas había provisión para todo el ejército,
y aun sobraba. Y como fuese tan cierta la presa, los soldados se
ponían tan adelante, que casi llegaban a batir las puertas de la
ciudad, y con esto causaban gran terror dentro de ella, y por toda la
tierra.












Capítulo XI. Del modo que el Rey tuvo para elegir por general del
ejército en guarda de Enesa a don Bernaldo Guillen dentensa.






Esperando el Rey la
oportunidad y tiempo más acertado para ir a poner el cerco sobre la
ciudad, imaginaba con grande curiosidad y ansia, a quien de los
principales capitanes que le seguían haría presidente de la nueva
fortaleza, y encomendaría la tenencia general del ejército que allí
dejaba en guarnición de ella hasta que fuese devuelta. Porque tenía
por muy cierto, que en volviendo él las espaldas, sería allí Zaen
con todo su poder para derribar la fortaleza: y aun recelaba del
ejército, en viéndole venir, no la desamparase, y se fuese. Estando
pues con grandísimo cuidado imaginando sobre ello, le vino a la
memoria don Bernaldo Guillen Dentensa, así llamado, por la Baronía
dentensa que poseía en Cataluña (que hoy son las villas de Cambrils
y Falcete con otros pueblos) por merced del Rey: cuyo tío hermano de
madre era don Guillé, hijo segundo bastardo de don Guillen de
Mompeller y de Ynes de España, de quien hablamos en el primer libro.
Porque sabía el Rey muy bien que en todo hecho de guerra, fidelidad
y consejo excedía don Guillen a todos los del campo, como lo había
muy bien mostrado poco antes en la guerra de Burriana, donde fue
herido, y dio gran muestra de su invencible valor y esfuerzo, según
arriba dijimos. Este era ido a Cataluña, y la Guiayna para hacer
gente por orden del Rey: y aunque se detenía mucho, le aguardó tres
meses más hasta que vino, dando en este medio gran diligencia en
proveer la fortaleza de vituallas y municiones, y en hacer ejercitar
la caballería, como aquella que muy presto las había de haber bien
de veras contra los Moros. Al fin llegó don Guillen, trayendo
consigo una banda de caballos ligeros muy escogidos, al cual salió
el Rey a recibir con toda la caballería, honrándole más que a
todos los de su corte y ejército, así por el estrecho parentesco,
como por acrecentarle la autoridad y respeto para con los soldados:
por tener fin de encomendarle un tan principal cargo, como tenía
pensado. Llegados a la fortaleza cenaron con mucho regocijo: mas el
día siguiente el Rey se apartó a hablar con él muy de propósito.
Y cuanto a lo primero, dice su historia, que después de haberle
reñido, porque había tardado tanto en venir, y por haber traido
aquella banda de caballos, sin haber juntamente provisto de vituallas
para mantenerlos, le fue mostrado muy despacio la fortaleza que había
edificado, en aquel mismo lugar donde Zaen derribó la otra, y las
armas y todas municiones que para su defensa había en ella puesto.
En la cual, aunque estaba asentada en monte alto y seco, había
mandado cavar una cisterna tan grande que cabían en ella cincuenta
mil cántaros de agua, y que la tenía ya llena. Mas le significó,
que su ánimo había sido de levantar aquella fortaleza en los ojos
de Zaen, y a vista de la ciudad, por asentar allí su ejército, así
para defensa y amparo de todo lo que atrás quedaba ya ganado del
Reyno, como para que de allí pudiesen los soldados hacer sus
correrías hacia la ciudad: y para reprimir las que de ella se harían
contra ellos. Esto no para más tiempo de cuanto él fuese a Aragón
a juntar mayor ejército, para volver con él a poner cerco sobre la
ciudad. Así mesmo le señaló la gente y capitanes que quería dejar
allí en guarnición y guarda de la fortaleza. Y porque de todo esto
se le había dado cuenta y razón en presencia de algunos, cuando
quiso hablar del teniente general, que había de nombrar, se
apartaron los dos, y el Rey le descubrió lo que tenía pensado sobre
ello. Diciéndole como por el grande parentesco que entre los dos
había, y por la mucha confianza que de su tan conocida fidelidad y
valor tenía, junto con su mucha platica y experiencia de guerra, se
había determinado en nombrar le por su lugarteniente general del
ejército, y presidente de la fortaleza. Porque ni tenía otro de
cuantos señores le seguían, a quien pudiese con igual seguridad
encomendar el cargo: ni a otro, que a él, quería dar la honra y
renombre, que de regirlo se le había de seguir. Que si acaso le
parecía este negocio muy arduo, y la defensa difícil, por cuanto
era necesario con muy continuas y sangrientas escaramuzas
sustentarla: por esto debía tanto más, y con mayor ánimo
emprenderla, pues con cualquier suceso que se siguiese no podía
dejar de sacar dello victoria con triunfo. Porque tomando esta
empresa, como se debía, que era por el ensalzamiento y gloria de
Cristo, y para echar sus enemigos los Moros del mundo: así como de
la victoria, quedando vivo, perpetuaría su gran fama y nombre en la
tierra: así muriendo sobre ella, alcanzaría soberano y gloriosísimo
triunfo de mártir en el cielo. Como oyó todo esto don Guillen,
según era caballero de pío y generoso ánimo, dio muchas gracias al
Rey por la buena ocasión que le daba para mostrar en esta jornada,
lo mucho que deseaba emplear todo su valor y fuerzas en servicio de
Cristo nuestro Señor, y de su Real persona. Y así recibía de muy
buena gana el cargo y defensa de la fortaleza y ejército, juntamente
con don Berenguer Dentensa su cuñado, y don Guillen Aguiló, por lo
mucho que esperaba valerse del buen consejo y fuerzas de los dos en
la tenencia. Oída la generosa respuesta y determinación de don
Guillen, quedó el Rey tan alegre y satisfecho, que con lágrimas de
placer le abrazó, y prometió de allí adelante no tendría otro
padre, ni otro segundo más íntimo y allegado suyo para el gobierno
y mandado de todos sus Reynos, que a él.











Capítulo XII. Como puesto don Guillen en el cargo de teniente
general, se partió el Rey de Enesa, y de lo que pasó de la
golondrina que se puso a criar en su tienda.






Como tuviese ya el
Rey por muy cierta la voluntad y determinación de don Guillen para
aceptar el cargo de general del ejército, y de Enesa, no le pareció
nombrarlo, ni comunicarlo por vía de consulta con los de su consejo
y capitanes, antes de ponerle en el cargo: así porque era cierto que
pocos, o ninguno de ellos lo aceptarían de buena gana, según se
tenía por más que cierta la venida de Zaen con todo su poder, y que
siendo tan flaco el ejército del Rey, y él ausente, se había de
tener a locura osar esperar tan gran fuerza de enemigos: como también
porque en oír que se trataba de dar el cargo a don Guillen, no
faltaba quien lo contradijera. Por donde sabiamente el Rey, tan
presto como le nombró, le puso en posesión, y dio el estoque y
título de general del ejército. Admiráronse mucho todos de tan
pronta, y no consultada elección: pero después de bien consideradas
por cada uno las principales partes de don Guillen, y su tan buena
prueba como había hecho en la guerra de Burriana, la aprobaron, y
tuvieron por muy acertada. Con esto determinó el Rey su partida para
Burriana, y juntamente nombró por compañeros y asistentes en el
cargo, a don Berenguer Dentesa, y a don Guillé Aguiló, a los cuales
encargó mucho el gobierno y conformidad: y que tuviesen buen ánimo,
porque sería muy presto, y con grande ejército con ellos. Pues como
para la partida se recogiese su recámara, y pusiese en orden el
bagaje, no se puede dejar de referir aquí la grande benignidad y
buena fé del Rey que con todos, así en lo poco, como en lo mucho
mostraba: según que por su historia él mismo lo cuenta. Como
levantando el Real, y alzando las tiendas que consigo acostumbraba
llevar siempre de camino, se halló que en lo alto de la tienda del
Rey, que dicen la escudilla, o arandela, había hecho su nido, y
criaba sus pollitos una golondrina ave conocida. Esto como lo dijesen
por una burla al Rey sus criados, mandó luego que en ninguna manera
tocasen el nido, ni
desparasen
la tienda, diciendo, dejadla
(dexalda)
estar queda porque esta avecita (
auezita)
es anunciadora de victoria, y pues se ha confiado en nuestra sombra y
amparo, con el mismo ha de ser defendida hasta que haya acabado de
criar y echado a volar a sus hijos. Y así mandó se quedase sin
desparar la tienda, y quien guardase a la golondrina, hasta que con
sus hijos volase (
bolasse),
y se fuese de ella.











Capítulo
XIII. De las dos naves de trigo que el Rey envió de Salou para los
del Puig, y de las cortes que tuvo en Monzón sobre la conquista de
Valencia, y de la moneda jaquesa y
morabatín
de la sal.







Llegado el Rey a
Burriana pasó a Tortosa, y de allí a Tarragona, y hallando ciertos
vaxeles en el puerto de Salou cargados de trigo para llevar a
Mallorca, mandó pagar el trigo a los mercaderes, y que le llevasen
al Puig de Enesa para el ejército. De allí partió para Huesca, y
finalmente paró en Monzón, para donde había mandado convocar
cortes. Y porque nunca proponía sino cosas honestas y útiles, así
para la religión Cristiana, como para beneficio y acrecentamiento de
sus Reynos, no faltó ninguno de los Prelados, grandes y barones, con
los síndicos de las universidades, que no acudiese a ellas, y
consintiesen en cuanto pedía. Y así por entonces no les propuso
otro, que lo mucho que deseaba acabar la guerra y conquista
comenzada, la cual con tan increíbles trabajos, gastos y peligro
suyo proseguía contra los Moros de Valencia, pues había ya llegado
a tan buen término, que desde Morella hasta las puertas de la
ciudad, que es la mitad del Reyno, quedaba por ganar poca cosa, y que
había ya dejado el ejército en lugar bien fortificado a vista de la
ciudad, y así era necesario poner cerco sobre ella. Y porque
apoderado de ella, no dudaba poder muy en breve tiempo ser señor de
la otra parte del Reyno: para que todos con él gozasen de la más
alegre,
fructífera,
y provechosa tierra del mundo: por esto les rogaba, que pues la
empresa iba tan adelante, y lo proseguido hasta allí había tan
prósperamente sucedido, le favoreciesen con sus personas y
haciendas, con la liberalidad y afición acostumbrada, para acabarla.
Y que pues los grandes y Barones de los Reynos lo hacían tan
principalmente con él, en asistirle con sus personas y gente: que
las ciudades y villas se esforzasen a continuar, y aumentar cuanto
pudiesen la gente y provisiones que le enviaban: pues no faltaría él
como nunca faltó, de emplear su propia persona, y morir por la salud
y beneficio público de sus Reynos en esta demanda. Acabada el Rey su
plática, como todos viniesen bien en otorgarle cuanto les pedía, y
de nuevo se ofreciesen de ayudarle con sus haciendas, gente y armas
muy de buena gana: determinó se otorgasen treguas a todos los
montañeses de Aragón y
cataluña
que
tenían bandos: y estaban entre si divisos, para que toda su cólera
y armas las convirtiesen contra los moros, y que ninguno le faltase
en esta guerra. Demás de esto fue requerido el Rey perpetuase y
confirmase el uso y justo peso de la moneda jaquesa por todo el Reyno
de Aragón, y las ciudades de Lerida y Tortosa, con todo su distrito:
y que todos de XIIII años arriba jurasen de hacerle valer. Porque
había tanto número y copia de ella, que no se podía reprobar, sin
muy grande daño y pérdida de muchos. De entonces quedó también en
aquellas cortes decretado para siempre, que de cualquier casa y
morada, cuya renta llegase a cien sueldos moneda jaquesa, pagase al
Rey de siete en siete años un morabatín, que agora llaman en el
Reyno de Valencia el Real de la sal y se
collecta.
Finalmente mandó a todos los que tuviesen caballerías por merced
del Rey, estuviesen en orden para siempre que se le ofreciese hacer
guerra, seguirle con sus armas y caballo,
sopena
de perdellas
.
Y porque en muchas partes de la historia se habla destas caballerías,
y es bien se sepa lo que son, y como fueron fundadas, y se
distribuían, y a que obligaban: declarar se a en el capítulo
siguiente, lo que se
collige
y entiende dellas.












Capítulo XIV. Del origen y fundación de las caballerías de honor,
y para que efecto las daban los Reyes de Aragon a los ricos hombres y
barones del Reyno.






Tiene se por cierto que
las caballerías que llamaron de honor en el Reyno de Aragon,
tuvieron su origen y principio del tiempo que los Reyes, por honra, y
como en premio de los trabajos y gastos que los barones y ricos
hombres padecían siguiendo la guerra, les daban a regir y gobernar
algunas ciudades y villas principales del Reyno, como prefecturas, o
corregimientos. Para que del estipendio y salario del gobierno se
mantuviesen, y gozasen de aquel honor de la presidencia y cargo que
regían: con obligación de acudir al Rey en tiempo de guerra, o de
enviar tantos de caballo según el provecho del cargo era. Pero como
con el tiempo atendiesen los ricos hombres en aprovecharse, y
convertir en patrimonio las prefecturas, procurando que sus hijos
sucediesen en el provecho dellas: y a causa desto anduviese el
regimiento muy descuadernado y confuso, y que poco a poco se iban
usurpando los provechos y autoridad del Rey, con gran
descontentamiento y daño de los pueblos: determinaron los Reyes, a
petición y demanda de los mismos pueblos, quitarles este yugo de
encima: cargando a cada ciudad y villa destas tantos censos, o renta
perpetua como juros, para fundar tantas caballerías, que pudiesen
con ellas dar equivalente recompensa del provecho de los cargos, a
los ricos hombres: y que gozasen dello do quiera que se hallasen: con
tal que fuesen obligados a seguir la guerra con sus personas y tantos
de caballo (como está dicho) pues por eso las llamaron caballerías
de honor, porque el provecho y renta de cada una bastaba para
mantener hombre y caballo: reteniendo el nombre de honor, por las
prefecturas y cargos de donde nacieron. Y así daban los Reyes estas
caballerías que eran muchas, a los señores y barones, y ellos las
repartían entre sus allegados, o criados, que llamaron mesnaderos.
De manera que por esta causa, en oír pregonar guerra, luego sin otro
sueldo de más, acudían al Rey todos los ricos hombres que tenían
caballerías, y con ellos sus allegados, o mesnaderos, con sus armas
y caballos: recibiendo por todo el tiempo de la guerra, cierta ración
para si y sus caballos, de la despensa del Rey. Lo cual por entonces
era gran parte para que los Reyes formasen de presto un ejército, y
que no faltase nadie, a causa de que no acudiendo con tiempo, estaba
en mano del Rey privar, ipso facto, de las caballerías al que
faltase.











Capítulo XV. Que sabido por los de Enesa venía Zaen sobre ellos le
esperaron fuera del castillo, y del razonamiento que don Guillen hizo
para animar al ejército.






En tanto que el Rey
tuvo cortes en Monzón, y se ausentó de Enesa, cobró ánimo Zaen, y
ayuntando su ejército de infantería y de a caballo desde Xatiua
hasta Onda, que está en vista de Burriana hacia la montaña, que
serían hasta cuarenta mil infantes, y seiscientos caballos determinó
de ir a dar sobre el nuevo castillo, o fortaleza que el Rey había
hecho en Enesa, para asolarla del todo, y degollar cuantos Cristianos
hallase dentro y fuera de ella. De suerte que teniendo todo el
ejército por la ciudad y arrabales alojado, se partió con todo él
una tarde
aprima
noche para que le amaneciese a vista de los enemigos, y los tomase de
sobresalto. De lo cual siendo un día antes avisado el capitán don
Guillen por sus espías, no durmió mucho aquella noche, antes se
levantó a la media, y llamó a todos los capitanes y oficiales del
ejército, y les declaró el manifiesto peligro en que estaban, por
la infinidad de gente enemiga que sobre ellos venía: que pues como
valerosos y tan fieles a su Rey, habían determinado de quedar allí
para defender hasta morir, y no desamparar la fortaleza: y con esta
confianza el Rey se les había encomendado: deliberasen si querían
salir y pelear en campo raso: o encerrarse dentro de tan flacas y
tiernas paredes de castillo, dejándose cerrar en tan angosto lugar
de tan innumerable ejército. Oídos los dos pareceres, se
encomendaron todos a nuestro señor, y a su bendita madre muy de
corazón, suplicando les alumbrase para acertar en lo mejor. Y así
de común consentimiento se determinaron de salir fuera de la
fortaleza a esperar, y pelear con los Moros. No se puede creer el
heroico esfuerzo con que se determinaron de aguardarlos. De manera
que oída la misa antes del día, y recibido por todos los capitanes
y barones el santísimo Sacramento del altar: ajuntó don Guillen
todo el ejército hacia el recuesto del castillo, y después de hecha
la reseña mandoles dar un buen refresco, para luego ponerlos en
orden para la batalla. Mas apenas comenzó a concertar los
escuadrones, cuando de lo más alto del monte comenzaron las atalayas
a dar grandes voces, señalando la infinidad de gentes que hacia la
parte de Valencia se descubrían, y aunque venían tan esparcidos por
todo el campo que cubrían el sol. Por lo cual como vio don Guillen
que los suyos en alguna manera desmayaban: puesto sobre su caballo en
medio de todos, comenzó con buenas palabras a animarlos desta
manera. Esforzados caballeros, y valientes soldados. Aunque sé muy
bien, ser cosa de hombres temer los manifiestos peligros, y la muerte
con ellos, y que no es por falta de corazón y ánimo los pocos tener
miedo a los muchos: también sé, que por el buen orden, consejo, y
esfuerzo de los pocos, han sido muchas veces vencidos los muchos.
Como se puede esto por ejemplos así de los antiguos como de los
modernos, y aun de los nuestros, muy bien y brevemente probar. Porque
entre otros, quien pudo a Jerjes (
Xerxes)
que pasó con un millón de hombres de la Asia en Europa necesitase a
que en una barquilla solo y vencido se volviese en la Asia: sino el
buen consejo de Themistocles capitán Griego, que con solos diez mil
le salió al encuentro? Quién hizo que Alejandro Magno con ejército
de solos cuarenta mil hombres venciese a Darío con otro millón de
soldados: sino el mediano y bien ordenado ejército, que en industria
y arte es superior al infinito y confuso? Pero vengamos a los
nuestros. No sabéis (no ha muchos años) que los Cristianos
españoles, con ser muchos menos, ganaron la gran batalla de Úbeda,
a las navas de Tolosa, a trescientos mil Moros que de África y de
España se ajuntaron? Muy semejantes a aquellos son, no en número,
sino en confusión y desconcierto, la muchedumbre de los que vienen
agora a pelear con nosotros: cuyo medrosísimo capitán es aquel
apocado tirano de Zaen. El cual con tan cobrado ejército nunca osó
salir a encontrar con nuestro Rey, cuando a vista de la ciudad, con
muy poca gente pasó dos veces el Turia, talando y destruyendo su
campaña. Y más que en sus ojos le tomó las dos torres de Moncada,
y de Museros que de aquí descubrís sin osar salir a defenderlas.
Por donde cuando vengo a conferir su vil y allegadizo ejército con
vuestras manos vencedoras, osaré jurar que ninguno de vosotros hay,
a quien no le sobre el ánimo y fuerzas para acometer a diez destos
en campo raso, y vencerlos. De más que vuestra querella es justísima
y santísima: porque peleáis por el ensalzamiento del nombre de
Cristo, y destrucción de la bestial secta de Mahoma. Y que por
llevar tal empresa tendréis las celestiales legiones de los Ángeles
delante, no solo para contemplar vuestras grandes hazañas, pero aun
para favorecer vuestro esfuerzo y personas: tened pues buen ánimo
caballeros de Cristo, y para salir con victoria emplead vuestras
fuerzas y valor en esta batalla. De la cual ningún mal
successo
se os
puedere
crecer, en esta jornada. Porque en este día de hoy, o venciendo
ganaréis un reyno de los más insignes del mundo, o si
murieredes
peleando, tendréis (
terneys)
el eterno y celestial Imperio con perpetua fama y gloria, por vuestro
merecido premio.






Capítulo XVI. De la
batalla campal, y milagrosa victoria que los Cristianos alcanzaron de
los Moros en el monte de Enesa.






Acabó su razonamiento el
capitán don Guillen, y de muy bien entendido que fue de todo el
ejército, comenzaron a animarse unos a otros, y poner todo su
pensamiento y confianza en Dios, por quien principalmente peleaban. Y
porque los Moros se iban acercando al monte esparcidos con fin de
asolar la fortaleza, pensando que los Cristianos huirían en solo
verlos, no se curaron de poner su ejército en ordenanza, ni en talle
de pelear, antes de dar con la fortaleza en tierra. Mas los
Cristianos les salieron al delante en la pendiente del monte a
defenderles la subida. Los moros que vieron esto señaladamente los
de Xerica, Murviedro, Liria, y Onda, que como más ejercitados en
guerra llevaban la vanguardia, acometieron a los nuestros con tanto
ánimo con la infantería cara a cara, y con la caballería por los
lados, que comenzaron bravamente a maltratarlos de manera que ya los
Cristianos se retiraban hacia la fortaleza. Lo cual visto por don
Guillen que estaba en lo alto del monte, se arrojó con la mayor
parte de la caballería sobre la infantería de los Moros que a gran
furia subían el monte arriba, y con el estrago que hizo en ellos, le
cobraron tanto temor que se retiraron, y por aquella parte comenzaron
a prevalecer los Cristianos. Pero acudió luego por el lado izquierdo
tan grande escuadrón de Moros, que dio sobre la retaguardia de los
nuestros con tanta grita y alaridos, que fueron forzados segunda vez
a retirarse hacia lo alto del monte junto a las paredes de la
fortaleza. Estando en esto súbitamente de lo más alto de ella se
oyó una voz espantable, que fue del todo el campo oída y entendida
(los Moros huyen, los Moros huyen) y como se repitiese muchas veces,
los capitanes Cristianos se recogieron en un alto de donde vieron
claramente como ya los moros comenzaban a desmayar, y peleaban
flojamente: y que desde el monte (donde fue después edificado el
templo a nuestra Señora) se iban retirando poco a poco, aunque
siempre peleando hacia lo llano. Como esto vio don Guillen de lo
alto, entendiendo que Dios era por los Cristianos, ayuntó toda la
caballería, y hecho camino con la lanza, llegó al lugar de donde
comenzaron los Moros a retirarse. Lo cual visto por los que venían
en la retaguardia donde iba Zaen, pareciéndoles que se retiraban
porque el campo era roto, comenzaron a huir, y Zaen de los primeros.
Pues como los demás que andaban por el campo derramados viesen huir
a los primeros y postreros, y que los nuestros los seguían, temiendo
no fuese por algún gran socorro de gente que a los Cristianos venía:
de la misma manera se pusieron todos en huida. Y así fue que
declarada la victoria por los Cristianos, en aquel mismo lugar do
comenzaron a huir los Moros en retaguardia, fue por memoria puesta
una Cruz de piedra sobre una ermita que hoy en día llaman la Cruz de
la victoria. Siguiendo pues el alcance los Cristianos corrieron a los
moros hasta el barranco que dicen de Carraxet, que atraviesa el
camino a media legua de la ciudad, matando y degollando muchos
dellos, sin los que huyendo cayeron unos sobre otros, y murieron
atropellados de la caballería: faltando muy pocos de los Cristianos.












Capítulo XVII. Como se vio pelear por los Cristianos el glorioso san
Iorge, y que don Guillen Aguilon se señaló mucho en la batalla.






Fue tan admirable
esta victoria de los Cristianos, que realmente no puede dejar de
atribuirse a milagro, según que muy a la clara se vio, y que no
fueran bastantes fuerzas humanas, si las divinas no ayudaran a
alcanzarla. Porque se halla por testimonio de escritores fidedignos
de aquel tiempo, que el bienaventurado san Iorge mártir apareció
armado sobre un caballo blanco en aquella batalla, para quitar el
ánimo a los enemigos, y acrecentarlo a los nuestros. Y no hay duda,
sino que tan continuada y frecuentada devoción de los Reynos de la
corona de Aragón para con este santo, procedió de algún especial
favor, o visible auxilio y socorro que él hizo en esta y algunas
otras batallas. Puesto que hay mucho que maravillar, por no hallarse
en la historia del Rey mención alguna desta aparición del santo,
habiendo hecho tan larga relación de otra semejante que hizo en el
cerco y presa de la ciudad de Mallorca. La causa podrá ser por
haberse el Rey hallado presente en aquella, y en esta ausente, y
pensar que de semejantes apariciones sobrenaturales no se ha de
escribir sino lo que se ve. Pero tampoco es justo que lo que uno
calló haya de ser en menoscabo de la fé y testimonio de muchos. Por
la misma razón no se ha de pasar por alto, lo que Asclot antiguo y
principal escritor de esta historia afirma desta batalla y victoria.
La cual después del general don Guillen por la mayor parte la
atribuye al capitán don Guillen Aguilon. Del cual dice este
historiador, que con su banda de cien caballos ligeros arremetió
hacia la parte del campo donde más encendida andaba la batalla, y
los Cristianos más mal tratados, y que
rompida
aquella, y convertida sobre si la furia de los enemigos sustentó de
tal manera el ímpetu dellos, y cobraron los nuestros tanto ánimo y
fuerzas, que luego se siguió la rota y
huydo
dellos (como arriba está dicho) y se alcanzó la victoria. Mas
afirma el mismo autor, que murieron X mil Moros en cuyos cuerpos no
se halló ninguna herida. También concluye que el ejército de los
Cristianos no pasó de cien hombres de armas con otros cien caballos
ligeros, y dos mil infantes, y que el de los Moros pasó de cuarenta
mil infantes, y seiscientos caballos.











Capítulo XVIII. Que oída la nueva de la victoria, acudieron muchos
a favorecer a don Guillen, y como el Rey vino al Puig de Enesa, y
pasó a despecho de Zaen por el campo de Liria.






Como la fama de tan
insigne y milagrosa victoria se divulgó por todas partes, los de
Teruel primero que todos acudieron luego con cien caballos ligeros al
campo de don Guillen en guarda de la fortaleza, por si los Moros se
rehiciesen, y quisiesen volver sobre ella. Mas el Rey que entonces se
hallaba en Huesca, oída esta nueva tan milagrosa, no dudó de ella,
antes dio luego infinitas gracias a Cristo nuestro Redemptor, y a su
sagrada madre, y escribió a todos los Prelados de las iglesias de
los dos Reynos, y a los oficiales de las ciudades y villas Reales,
hiciesen públicas procesiones y sacrificios con
hazimiento
de gracias a nuestro Señor y a sus
sanctos
por tan increíble y milagrosa victoria. De allí convocados todos
los grandes y barones del Reyno se vino para Daroca, donde entendió
con mucha solicitud y presteza en proveer a los de Enesa, de
vituallas y de gente y armas, por que se rehiciesen de toda cosa:
pues aunque no perdieron gente ni vidas, quedaron muy destrozados, y
con muchos heridos. Paso de Daroca a Teruel, donde halló un
caballero de Mompeller que le enviaba don Guillen con cartas, para
que contase por orden, y muy por
estenso
el próspero y
felice successo
que los Cristianos tuvieron en la batalla pasada. Lo cual oyó el Rey
con grandísimo gusto y alegría, y de nuevo les envió más
provisiones con las acémilas de Teruel y de Daroca, y él se partió
para allá con cien caballos ligeros. Entrando en el Reyno llegó a
las Alcublas villa pequeña cercana a Segorbe, y a una jornada de la
ciudad: allí tuvo nueva, como Zaen avisado de la venida del Rey
había ayuntado gran número de gente de a pie y de a caballo, y era
llegado a Liria villa Real y de las hermosas del Reyno, por su
llanura y tan fructífera y extendida vega que se riega de una
bellísima fuente que allí junto nace: y está la villa a la mitad
del camino de las Alcublas a Valencia: donde había hecho alto Zaen
con fin de pelear con el Rey, y acometerle en el paso. Pero el Rey en
llegando a vista de Zaen y su gente, que los descubrió de lo alto,
entendiendo que no podía dejar de dar en mano dellos, y que
representaban ser muchos, según estaban esparcidos por la campaña:
no por eso determinó de volver atrás, ni dejar de pasar adelante,
aunque se hallaba con ejército harto pequeño. Mas enviado el bagaje
delante, por ver si se le cebarían en los Moros, para dar sobre
ellos él dejó a Liria a la mano derecha, y a banderas tendidas a
vista del mismo Zaen, siguió su camino derecho para Enesa, sin que
en el bagaje, ni en su gente osasen tocar ni acometerle los moros.












Capítulo XIX. Del recibimiento que los del Puig de Enesa hicieron al
Rey, y de las mercedes que a todos hizo, y del ardid que tuvo para
pasar los caballos por junto a Murviedro.






Como llegó el Rey
cerca del Puig de Enesa, salieron a recibirle el general don Guillen,
y don Berenguer
Détésa
y don Guillen Aguiló

los demás
capitáes
con el ejército junto al camino Real de la ciudad, del cual está
apartado el Puig un cuarto de legua hacia la marina: y hecha la salva
por los soldados, y por los de a caballo su muestra de guerra, con
una bien concertada escaramuza entre todos, fue recibido con
increíble triunfo de alegría, recibiendo el Rey a todos con la
misma: abrazando con lágrimas de placer a su carísimo tío don
Guillen, y a sus dos grandes compañeros: y dando lugar a todos los
soldados del ejército para que llegasen a él grandes y pequeños, y
le hablasen y pidiesen mercedes. Quiso luego llegar al puesto y lugar
donde fue la batalla, preguntando muy despacio, y por orden, donde
comenzó a darse, hasta donde llegaron los Moros: si tocaron en la
fortaleza: cómo, y a qué parte los hicieron retirar los Cristianos:
finalmente de donde salió la voz tan terrible que apellidó la
victoria, que así pudo entre tan grande estruendo de voces, de armas
y
atambores,
ser oída, y entendida de todo el ejército: y hasta donde se siguió
el alcance de los enemigos: que no dejo de ver y oír cosa por mínima
que fuese, de cuantas acaecieron en aquella jornada, con mucho gusto,
y continuó
hazimiento
de gracias a Cristo y a su bendita madre. Y así alabando grandemente
la proeza y valor de los tres capitanes por tan insigne hecho de
armas, mandó tener muy grande cuenta con los heridos, visitándolos,
y animándolos él mismo en persona. Y porque la mayor pérdida que
en la batalla se hizo fue de caballos, prometió, demás de otras
mercedes, a los de a caballo, que les reharía muy presto la pérdida,
y sin eso remitió a todos el Quinto que le tocaba de los despojos y
presa de los moros. Luego escribió a Zaragoza a don Ximen Perez
Taraçona mandándole comprase cuarenta caballos escogidísimos y se
los enviase a Enesa. Los cuales compró don Ximen luego en recibiendo
la carta, y se los envió cada uno con su lacayo de diestro.
Entendiendo el Rey que ya serían en Teruel a medio camino, se partió
para Segorbe a recibirlos: porque como está dicho, era tierra de
amigos, y así fue en ella muy regalado por los gobernadores que allí
tenía Abuzeyt. La cual es hoy una de las buenas plazas del Reyno,
por ser ciudad y cabeza de Obispado, bien poblada y de suave
habitación, puesta en un muy ancho y hermoso valle, cercado de
grandes montes, y poblado de muchos y muy buenos lugares: tan
abundoso de aguas así del río Palancia que pasa por medio de él,
como de las muchas fuentes que nacen de los montes: que con su riego,
y buen tempero de la tierra, produce todo género de mieses, y
frutales los más excelentes de todo el Reyno. Está en el mismo
valle a una milla de la ciudad fundado el grande y muy hermosamente
labrado
monasterio
de ValdeChristo, de la suprema y devotísima religión de los
Cartuxos, como lumbrera y espiritual amparo de todo el valle: para
reparto y sustento de los pobres de Cristo que a él acuden. Entrando
pues el Rey en Segorbe, llegaron los cuarenta caballos muy bien
tratados y traídos de diestro. Recreose mucho el Rey con la vista de
ellos, tanto que echó luego ojo a otros tantos que traían a vender
mercaderes de Aragón, y se habían acompañado con ellos. A los
cuales rogó el Rey que se los vendiesen y les consignaría la paga
sobre las rentas Reales de Zaragoza: fueron dello contentos, y hecho
su honesto precio, recibida la consignación entregaron sus caballos
que fueron cuarenta y seis: y con todos ellos dio luego al Rey vuelta
para Enesa. Pues como se fuesen acercando a Murviedro donde Zaen
tenía gente de guarnición, y estaba a su devoción, dudaron algunos
de la compañía, si proseguirían por el camino derecho junto a la
fortaleza de la villa o tomarían a la mano siniestra por el val de
Segon, para dar en el camino de la marina, desviándose de Murviedro.
Estando en este perplejo, llegose al Rey uno de los de a caballo
diciendo. Entiendo que si a vuestra Majestad Real place, será mejor
ir camino derecho junto a la fortaleza, por escudar el rodeo de la
marina: porque antes de ser descubiertos, y que la gente de guardia
se ponga en armas estaremos en salvo. Mas en caso que seamos
descubiertos tengo pensado cierto ardid, que si lo hacemos, pasaremos
más presto sin lesión alguna, y aun burlaremos de los de Murviedro.
Desta manera, que para que demos a entender que somos una compañía
de caballos ligeros le mande a cada lacayo que trae el suyo de
diestro, tomen sendas cañas largas de aquel cañaveral que vemos
junto al acequia que por allí pasa: y en una de ellas se cuelgue una
sábana (
sauana)
que parezca pendón, y suba cada uno en su caballo y alce su caña.
Porque desta suerte pareceremos de lejos en forma de escuadrón de
caballos, y pasaremos sin que ninguno ose llegar a reconocernos.
Pareció bien al Rey y a todos la invención de aquel caballero. Del
cual según opinión de algunos escritores, desciende el linaje de
los Llançoles, Barones principales del Reyno. Porque a causa de la
invención de la sábana que puso por pendón, que en lengua Lemosina
se llama llansol (
lláçol),
fue de allí adelante llamado el caballero del Llançol: y porque
también fue el mismo Alférez de este pendón. Succedio pues el
ardid como se pensó. Porque pasando con aquel orden y concierto por
junto a la fortaleza, fueron descubiertos de lo alto de ella, y
saliendo a ellos solos cinco caballos con mil peones: los cuales
hicieron luego alto, y se estuvieron mirando de lejos a los del Rey.
Y aunque los silbaron y dieron grita: pero ni les osaron acometer, ni
seguirlos, temiéndose de alguna celada, o de los que vendrían
(
vernian)
en la retaguardia. Con esto pasó el Rey adelante, y llegando a vista
de Enesa, salieron como antes a recibirle. El cual luego repartió
los ochenta y seis caballos entre los caballeros que se hallaron en
la jornada pasada, y quedaron todos muy contentos.












Capítulo XX. Como el Rey mandó edificar un templo en el lugar do
fue la batalla, y del antiguo que se descubrió debajo tierra con la
imagen de nuestra Señora.







Volviendo
el Rey otra vez a contemplar muy de propósito desde la fortaleza y
monte donde estaba alojado, el extraño y milagroso successo de la
batalla pasada, revolvió con gran gusto los ojos por todos aquellos
pasos donde se peleó: señaladamente en aquella parte do comenzaron
los Moros a retirarse poco a poco peleando, hasta que llegaron a lo
llano, donde está la cruz de la victoria: porque de allí comenzaron
a huir como se ha dicho: pareciole pues que por haber comenzado la
divina mano a ser favorable a los Cristianos en aquel monte, que es
el último y está a la parte de la ciudad, donde oída la voz
comenzaron a retirarse los moros, mandó luego edificar sobre él un
templo grande dedicado al nombre de Cristo y su bendita madre, que se
intitulase nuestra Señora del Puig (que en lengua Lemosina quiere
decir monte pequeño) con su convento para los religiosos y orden de
la Merced, que él había instituido: y así se comenzó luego a
edificar: para que por inmortal memoria de tan incomparable victoria
contra Moros, se hiciesen en él perpetuas gracias y sacrificios a
nuestro señor y a su madre gloriosísima. Puesto que algunos graves
escritores de esta
historia, traen otra nueva causa para la
fundación de este Templo en el mismo lugar donde está. Diciendo que
hecha la traza del templo fueron vistas por los que velaban y hacían
la centinela en el castillo, muchas lumbres a modo de hachas
encendidas que caían del cielo sobre aquel lugar do fue hecha la
traza: y que en cayendo se hundían debajo de tierra que no parecían
más. Y visto que esto
sucedió por algunas noches, revelaron lo
al Alcayde, y a los demás, y como fuesen cavando profundamente para
echar los fundamentos se oyó un sonido grande como retumbo de cosa
hueca: cavando más se descubrieron unas grandes paredes como de
templo que estaba metido en lo profundo de la tierra. Dentro del cual
cavando mucho más, se sintió con golpe del azadón un sonido de
metal, y luego abriendo y limpiando el lugar se descubrió una
campana grande de metal.
La cual alzada en alto, se halló debajo
de ella una tabla de mármol de dos codos en alto, y codo y medio de
ancho. En la cual estaba labrada y como esculpida una imagen de
nuestra señora que tenía a su hijo en los brazos diferentemente que
las otras, porque le tiene sobre el brazo derecho. Con la cual tabla
y campana, y otras señales tuvieron por muy cierto que en tiempo de
los Godos fue aquel templo edificado en honor y gloria de la sagrada
virgen nuestra Señora: y que los religiosos de san Benito, que en
aquel tiempo florecían mucho, fueron los que allí tuvieron su
convento y monasterio muy suntuoso. Y después con la entrada y
universal ruina y saco de conventos y templos que los Moros hicieron
por toda España, fue este destruido, y los religiosos perseguidos, y
así al tiempo de la persecución cavaron, y pusieron la campana con
la imagen debajo en aquel lugar, donde estuvo escondida 510 años,
hasta el tiempo de nuestro Rey don Iayme, el cual tomó la imagen con
grande veneración, y la puso en el nuevo templo hecho sobre el
viejo, en la capilla y altar mayor donde hoy está: y que mueve a
tanta devoción, que no solo de la ciudad de Valencia, pero de todos
los tres reynos de la corona de Aragón es con muy frecuentemente
visitada y venerada.












Capítulo XXI. Como se fue el Rey a Borriana, y luego vino don
Aguilon a pedir socorro contra Zaen, y el Rey fue a darlo, y no
siendo necesario se volvió a Burriana.



Estando ya
el Rey de partida para Burriana después de haber dejado el cargo y
aparejo para el edificio del templo a don Guillen su tío, don
Fernando que siempre, o se detenía mucho, o nunca acababa de llegar
su socorro, vino al Puig con don Pedro Cornel, y otros caballeros de
compañía. Los cuales fueron por el Rey y los demás muy bien
recibidos. Y después de haberles mostrado la fortaleza y el lugar de
la batalla, con todo lo que milagrosamente obró Dios en ella, dejó
allí la mitad del ejército con todos los aparejos y municiones de
guerra necesarios: y certificando a todos sería muy presto de
vuelta, se partió con don Fernando y Cornel para Burriana: donde
apenas fue llegado, cuando vino por mar dó Aguiló en una barca por
avisar al Rey, como Zaen teniendo ya junta toda su caballería que
tenía repartida por las villas de
Castalla
y Cocentayna, en saber que se había partido de Enesa, venía a gran
prisa a cobrarla: que para esto pedía socorro de gente el capitán
don Guillen, y por solo eso le enviaba. Pero que bastaría que don
Pedro Cornel fuese con la gente de caballo. Oído esto, el mismo Rey
se dispuso a ir allá en persona con el socorro. Y luego a la media
noche con la gente de a caballo de Teruel y otros (como dice la
historia) camino por la vía de Almenara. Y pasada ella, iba con tan
determinado ánimo para entrar en la batalla que a un caballero
Aragonés llamado López que le preguntó qué será hoy de nosotros
respondió que veremos hoy como se
cierne
y aparta el salvado de la harina. Señalando que en esta batalla se
conocería la diferencia que hay del bueno al
ruyn
soldado. Como llegaron a emparejar con Murviedro, dejándole a la
mano derecha, envió uno de a caballo que fuese al galope a descubrir
el campo, y entendiese si Zaen era ya llegado y combatía la
fortaleza, el cual fue y volvió luego, diciendo que ni Zaen era
venido, ni había sacado ejército de Valencia, ni los del Puig
tenían necesidad de socorro, que todo quedaba muy seguro. Creyeron
algunos que la venida y demanda de don Aguilon fue ruydo hechizo, y
concierto de los capitanes de Enesa, por hacer tiro a don Pedro
Cornel, por algún secreto rencor que le tenían. Pues como el Rey
oyó esto, dio gracias a nuestro señor y se volvió para Burriana
con solos XVII caballeros porque a los demás con Aguilon mandó que
se pasasen a Enesa para dar ánimo a los del ejército, y mostrarles
como estaba en orden para ser siempre con ellos.












Capítulo XXII. Del grande peligro en que el Rey se vio volviendo
para Burriana, y como se libró de él, y también de otro, la noche
siguiente.






Volviéndose el Rey
para Burriana, por entre la marina y Murviedro con solos XVII
caballeros de compañía descubrió de lejos ciento y treinta
caballeros jinetes Moros, que estaban en orden de guerra algo
apartados del camino. Entre los cuales se hallaba don Artal de Aragón
hijo de don Blasco, que andaba desterrado de Aragón, a quien el Rey
no conoció, pero fue conocido del, mas por no perder la gracia y
amistad de los moros, no se partió dellos para venir al Rey. Pues
como de los caballeros Aragoneses que iban con el Rey, sin su
licencia, uno llamado Garces con cuatro otros arremetieron sobre
ellos, y los prendieron. A los cuales hubiera luego seguido Cornel si
el Rey no le hubiera echado mano de las riendas del caballo, y le
detuviera. Por donde hallándose el Rey tan solo claramente, vio que
estaba en el mayor peligro de la vida que jamás se vio, y que si
entonces los moros le acometieran, sin duda que le prenderían.
Viendo esto Cornel envió uno de a caballo, que a rienda suelta fuese
al Puig a don Guillen, viniese volando con gente para librar al Rey
de un grande peligro. En este medio viéndose los del Rey en tanto
aprieto, tentaron de persuadirle, mientras entretuviesen con
escaramuza a los moros, se fuese a recoger con don Guillen a Enesa, y
de allí les enviase socorro. Pero cuanto más sobre esto le porfió
Pérez Pina, tanto con mayor cólera le respondió: muy en vano
trabajáis Pérez, si pensáis persuadirme a que me vaya. Porque os
hago saber estoy muy determinado (puesto que dejo a Dios haga de mí
lo que fuere servido) de no volver atrás por la vida: porque ya esta
por agora antes se ha de redimir con la muerte peleando, que
escapando con la huida. Entonces los pocos que quedaban viendo esta
determinación, tomaron al Rey en medio con fin de morir todos en su
defensa y presencia, y cerrándole animosamente los lados, estuvieron
esperando a los moros. Pero ellos, puesto que dos veces hicieron
ademán de querer arremeter contra el Rey, o porque don Artal,
conociendo al Rey, los diuertiesse, o realmente porque creyeron, que
tan pocos no hubieran esperado * espaldas seguras, y que don Guillen
estaría cerca con su gente, no osaron acometerlos, y apartándose
poco a poco por el val de Segon arriba se metieron en Almenara. Como
llegase don Guillen con su gente en aquel punto, el Rey pasó a
Burriana. De donde envió a rescatar los cinco caballeros que le
prendieron los Moros. De allí la noche siguiente pasado el río
Mijares junto a la villa de Castellón, que agora es la más insigne
de toda aquella Plana, como por la marina el camino de Orpesa, adonde
no quiso dejar de pasar a dormir aquella noche, por más que le
certificaron, como un Barón Moro llamado Abenlopez, pocas horas
antes había salteado en aquel
pinarejo
al mismo Comendador de Orpesa, y se lo llevaba cautivo. Con todo
esto, mandando ir juntos los que le seguían entró por el pinar
adelante, y llegó sano y salvo a Orpesa, que entonces era de la
religión del Ospital. Allí pasó aquella noche, y también dio
orden para el rescate del Comendador. Así mismo mandó a la gente
que allí estaba de guardia por el comendador, se tuviese gran cuenta
con aquella fortaleza, por ser cabo y plaza de las muy importantes
del Reyno. De allí partió para Vldecona, y pasó a Tortosa, donde
se detuvo algunos días , entendiendo en que se hiciese gente de
guerra por toda Cataluña para poner cerco sobre la ciudad de
Valencia.







Fin del libro décimo.