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martes, 26 de octubre de 2021

VII. LA TRAPA DE ANDRAITX.

VII.

LA TRAPA DE ANDRAITX. (Andratx)

I.

Al sumergirse en las aguas del Mediterráneo baña el sol con sus moribundos resplandores las miserables ruinas de este pequeño cenobio, donde en tiempos no muy remotos se ocultaban a las miradas del mundo actos heroicos de virtud 

entre las prácticas austeras del más rígido ascetismo. Situado al abrigo de una elevada sierra en la costa occidental de nuestra isla, permanecía envuelto en la sombra durante los primeros albores de la mañana, por lo que pudiera decirse que cotidianamente asistía a la muerte y nunca al nacimiento del día. Y es que para familiarizarse con las ideas del trance postrero buscaban allí un asilo hombres de fé ardiente y de corazón sencillo, ora fuese para resguardar su inocencia, ora fuese para acreditar su arrepentimiento. Peregrinos que ni un momento olvidaban el término de su viaje no temían escoger el más escabroso con tal que fuese el más seguro camino. 

Los que hayan visitado esa Tebaida en miniatura no habrán olvidado fácilmente la impresión que debió de causarles la soledad y aspereza de un desierto que tanta armonía guarda con la soledad y aspereza de la vida que llevaban sus silenciosos moradores. Bástales que trace el lápiz de un artista algunos rasgos en el álbum de un curioso viajero, o que indique la pluma los principales lineamientos de tan grandiosa imagen, para que se reproduzca en su memoria, como en un espejo, el aspecto imponente de aquella ruda naturaleza, y se renueven las gratas emociones que sintieron al contemplarla. Para los demás mejor que una descripción minuciosa sería invitarles a pasar algunas horas en aquel sitio donde sorprende lo salvaje, anonada lo grandioso y deleita lo pintoresco. Mejor que admirar ese cuadro sería considerarse, frutando en él, siquiera por breves momentos. Frialdad de corazón y aridez de fantasía se necesitan para permanecer insensible, tendiendo los ojos desde la cumbre de la empinada sierra sobre la inmensa alfombra que tejen las copas de millares y millares de pinos que cuentan su vida por siglos, vagando por entre los espesos matorrales de sus escarpadas vertientes, o contemplando desde el formidable peñasco, que sirve de pedestal al derruido edificio, las olas que a sus pies se estrellan con acompasado y monótono rugido. Y ¿cómo no sentir una viva impresión al ver los restos de aquel huertecillo incrustado en una vasta red de  breñales y espinos, testimonio sobreviviente de la frugalidad más extremada, de la abstinencia más rigurosa? ¿Cómo aspirar la fragancia de sus plantas silvestres sin percibir como un rastro del suave olor que exhalaban las virtudes que allí florecieron? Ocúltanse en la maleza las flores que allí brotan y mueren sin ser vistas más que del supremo Criador, asemejándose a las santas emociones de la vida contemplativa: clávanse los ojos en el mar, desierto que confina con otro desierto, como seguía allí la soledad del sepulcro a la soledad de la existencia: en el cielo, término de las esperanzas del hombre: en el polvo y las ruinas, imagen de la muerte que tan presente se hallaba a todas horas en la imaginación de aquellos piadosos anacoretas. Removiendo estas ideas no sería empresa por demás dificultosa hacer interesante el bosquejo de aquel sitio, ya que no despertase el deseo de visitarlo, como lo hicieron algunos jóvenes del continente. 

Hace ya algunos años que hallándome en Barcelona, entré en una tienda de sederías, cuyo dueño era para mí, si algo menos que amigo, algo más que mero conocido. Aunque hombre de negocios tenía cierta afición a la literatura, y me demostraba un cariño digno cuando menos de mi agradecimiento. De cosas indiferentes estábamos hablando cuando apareció en el umbral de la tienda un grupo compuesto de una señorita, hermosa como un ángel, dos o tres niñas que el aire de familia acreditaba de hermanas suyas, y una señora a quien llevaba del brazo un joven a todas luces acreedor al título de bello y arrogante mozo. No puede decirse que esta pareja presentase a los ojos un contraste repugnante, pero se experimentaba al verla una sensación parecida al efecto de una disonancia mal colocada. Estaba tan lejos ella de la Venus de Médicis como cerca el otro del Apolo de Belvedere. Saludóle el tendero con el nombre de Federico, a lo que este contestó: Venimos aquí para hacer algunas compras. Quiero que estas niñas honren la memoria de su pobre papá celebrando el día de su santo, y ya sabe V. amigo mío, que las mujeres para la celebración de una fiesta nada ven mejor que el estreno de un vestido. Este es el bello ideal del sexo femenino. - Pues yo tendré en servirlas muchísimo gusto, y confío en mi buena estrella que he de adivinar el suyo, replicó el otro, y volviéndose a mí añadió: V. dispense que por esta vez he de usurpar el oficio a mis mancebos. 

- Es verdad que ningún motivo tenía para quedarme; pero no sé qué vaga curiosidad me retuvo hasta que, después de revolver una multitud de géneros, dar y pedir recíprocamente pareceres, sostener e impugnar calificaciones, escocieron los compradores unos cuantos artículos y se retiraron dejando sobre el mostrador mayor número de onzas: El júbilo de aquellas chicas resplandecía en su rostro; pero no era menos visible la satisfacción interior del joven que parecía haberlo ocasionado. Era un cuadro de felicidad doméstica que a ningún pintor se le hubiera ocurrido.

- Amigo mío, dije al tendero, hoy no podrá exclamar V. como Tito diem pérdidi. Con galanes de esa estofa no suelen hacerse malos negocios. Si todo el mundo fuese tan liberal como este caballero la fortuna de V. sería eminentemente progresista. 

- Me basta moderada como mis ideas políticas.

- Pues se me figura que no todos los moderados han de ser de la opinión de V. Pero volviendo a mi asunto, no ha dejado de chocarme un poco que la cualidad de futuro autorice a llevar de presente el bolsillo.

- Futuro, de qué?

- Ese D. Federico, que si se llamara Alfonso pudiéramos apellidarle el de la mano horadada, no es el novio de la jovencita? 

- Novio de su hijastra!  

- Cómo! aquella respetable matrona es su mujer? A mí se me figuraba que era la suegra in pectore. 

- Su mujer en haz y en paz de la santa madre Iglesia. 

- Y hace mucho tiempo?  

- Cosa de dos años.

- Diablo de hombre, tenía los ojos en el colodrillo? Yo no diré que la tal señora sea una harpía: para rostro de suegra el suyo es pasadero; mas en la época que V. dice la niña debía de ser ya bastante espigadita; y me parece cosa harto dura apechugar con la madre saltándole a los ojos el palmito de la hija. 

- No cabe duda; pero hay hechos que parecen fenómenos inexplicables y sin embargo tienen su razón de ser en alguna de las combinaciones que ofrecen la variedad de los acontecimientos y la multiplicidad de los resortes del corazón humano.

No se eche V. a volar por esas nubes. Con toda esa filosofía trascendental qué es lo que V. quiere decirme? ¿Que estaba perdidamente enamorado? 

- Quizás no tanto como ahora. 

- Pues, señora esfinge, si se empeña V. en que he de ser yo su Edipo, medrados estamos. Acláreme V. el enigma. 

- Es muy sencillo. Federico era un joven atolondrado con sus puntas de libertino, pero no un mal corazón. Por fortuna le cogió un buen cuarto de hora, y reconociendo sobre su conciencia una sarta no maleja de acciones nada canonizables quiso poner término a sus mocedades con una buena acción.

- Con que es una buena acción casarse con una señora de cierta edad, y de hermosura no muy cierta? 

- Según y conforme...

- Ah! ya comprendo. 

- No, no comprende V. No forme V. juicios temerarios. 

- Pues si no es esto será que ella tendría un buen patrimonio, y en este caso la moral de aquella acción pertenecería a la escuela utilitaria. 

- Rica ella? se equivoca V. Lo fue durante su primer matrimonio; pero cuando se vio solicitada para contraer el segundo sus riquezas se habían ya desecho como la sal en el agua. De infortunio en infortunio se había visto obligada a bajar escalones desde una regular opulencia hasta los confines de la miseria. Si no moraba en el seno de esta, bien se podía decir que vivía en sus alrededores. Ella es de la montaña, como lo era también su primer marido, un tal D. Lorenzo Capdevila, a quien no cuadraba mal este apellido por ser la persona principal, la más acaudalada e influyente de su pueblo. Poseía bienes territoriales de alguna consideración, y se decía que no lo eran menos las cantidades en metálico que apilaba en sus gavetas. Hombre de costumbres pacíficas y de recia complexión vivía contento con su mujer y sus niñas, su escopeta y sus perros, sus trojes y sus mozos de labranza. El encarnizamiento de la guerra civil vino a dar al traste con esa tranquilidad, que pudiera dar pie a un idilio de la vida campestre. Empezó a susurrarse que las onzas de oro, que se suponían dormidas en las gavetas como gusanos de seda en los capullos, despertaban para tomar el aire y pasaban a manos del Pretendiente. Calumnia o no, las notorias simpatías de D. Lorenzo a la causa carlista eran un mal medio para desvanecer esta especie que hizo de sus adversarios políticos enemigos enconados. De nada le valió el haber obedecido hasta entonces de bueno o mal grado, las órdenes del gobierno existente, ni el haberse abstenido de apoyar sus opiniones con hechos ostensibles. Quizás no había pecado más que de palabra; pero teníase ya a la mano el pretexto, y las más ruines pasiones se desbordaron con toda la violencia que engendran los odios de partido. Se le tuvo preso, se le formó causa, y aunque no resultaron probados los actos de rebeldía que se le imputaban, ni la opinión pública cesó de acusarle, ni él de dar pie y fundamento a sus malévolos rumores. Así las cosas, cuando más ufano estaba con las esperanzas de una recolección abundante, amaneció un día en que le noticiaron que tropas de la Reina habían incendiado sus mieses y talado sus olivares. La destrucción era completa, y aparecía con bastantes visos de agresión directa y premeditada. D. Lorenzo perdió entonces los estribos, y antes de que las tropas fuesen a pernoctar en su pueblo se escapó abandonando a su mujer y a sus niñas. No pasaron dos semanas y ya le teníamos dominando las gargantas y vericuetos de la montaña al frente de una partida carlista levantada a sus expensas. Batíase como un desesperado, porque hacía la guerra por venganza, y el instinto de la pasión suplía su falla de conocimientos militares. La atrocidad y la valentía se confundían en sus hazañas, hasta que saliendo herido de una refriega murió miserablemente despeñado. Por un rasgo peculiar de su carácter sacaba de su propio bolsillo las pagas de sus soldados, y remitía escrupulosamente al cuartel general todo el fruto de su pillaje. Así no es de admirar que en poco menos de un año consumiese todos sus caudales y el producto de varias fincas, mal vendidas unas y empeñadas otras para sostener su vengativa empresa. Confiscadas las demás sirvieron para indemnización de los perjuicios ocasionados, de modo que terminada la guerra civil, la viuda Capdevila y sus niñas, sin hacienda y sin hogar, eran objeto de compasión para los mismos pobres que poco antes las habían mirado con ojos de envidia.

- Y ese D. Federico habrá sido también algún cabecilla que por simpatía a la causa carlista...

- Hombre, no diga Vd. disparates. Este es Federico Miravalls. No ha leído V. nunca este nombre en los periódicos? 

- Me parece que sí, y como que tenga una idea de que ha sido siempre liberal y de los calientes. 

- Caliente, no diré que continúe siéndolo; pero sí súbdito leal y decidido partidario de Isabel II. 

- Pues señor, conciérteme V. esas medidas. Él isabelino, y ella que no podrá menos de tener sus ribetes de carlista...

- No busque Vd. opiniones políticas en mujeres consagradas exclusivamente a la felicidad de su marido y a la educación de sus hijos. Para ellas las paredes de su casa son los términos de su jurisdicción, las fronteras de un mundo desconocido. 

- Pero, vamos al grano y dejémonos de acertijos. Cuál fue el origen, la causa eficiente, la razón misteriosa de tan singular y extraño matrimonio? 

- Un viaje de recreo que Federico hizo a Mallorca con su amigo Romualdo Belsolell. ¿No conocía V. a Romualdito? 

- El poeta dramático? De vista no, pero he leído su único drama que levantó tal tempestad de aplausos en el coliseo y otra no menos deshecha de truenos y relámpagos en la prensa periodística. La crítica pudiera haber sido más 

indulgente, y los aplausos debían ser más justificados. 

- Y qué le parece a V. de su talento? 

- Para mí tiene más imaginación que discernimiento. Carece de sólidos estudios como la mayor parte de los que borrajean estrofas y más estrofas. Su musa le sopla a ráfagas como el viento. Es desigual con frecuencia, incorrecto siempre, estrambótico a veces; pero se conoce a la legua que participa de un temperamento vivamente impresionable, y de un corazón susceptible de grande entusiasmo.

- Y V. no sabe en qué ha parado este joven? 

- Nada sé.

- Pues en este caso es preciso que todo se lo cuente a V. por menudo.


II.

Con los datos y precedentes que me suministro mi larga conversación con el tendero puedo ofrecer a mis lectores, no las dramáticas peripecias de una complicada historia, sino las inesperadas consecuencias de un hecho extravagante, que parecía limitado a la efímera condición de broma carnavalesca. Mi historia apenas tiene nudo, todo consiste en su desenlace, que de seguro se tachara de imposible si de antemano se hubiese imaginado. 

Los que recuerden el famoso Nec Deus intersit alegarán tal vez que infrinjo las prescripciones literarias; pero ni es tan absoluto el axioma del sabio preceptista que él mismo no autorice ciertas excepciones, ni la poética cristiana debe atenerse en todo y por todo a la poética de los gentiles. Existe una lógica superior a la lógica puramente humana, que ni deja de tener algunos comprobantes en la experiencia, ni puede ser atacada sin temeridad por la vana filosofía. 

Federico Miravalls poseía una fortuna considerable. Tendría a duras penas unos veinte años cuando nuestras discordias intestinas le dieron lugar a distinguirse por su valor y por su entusiasmo. Alistado en la milicia nacional sus compañeros le contaron desde luego entre sus más bravos oficiales. Sabía enardecerlos con la palabra y más aún con el ejemplo. Movilizado se aficionó a las bruscas sensaciones de una villa llena de peligros, y como su ambición le aguijoneaba y sus ardientes opiniones le favorecían, no paró hasta verse jefe de una columna volante que era el terror de las bandas carlistas. En una de sus correrías por las montañas de Cataluña, hizo noche en una alquería, cuyo dueño, le dijeron, pasaba fuertes sumas de dinero a D. Carlos: la cena había sido opípara, los vinos generosos y abundantes, las lenguas carecían de frenillo, y excitado por sus camaradas y subalternos, en un rapto de ferocidad que él achacaba tal vez a patriotismo, dio orden que se pegase fuego a las mieses y se cortase una infinidad de pies de olivo que cubrían aquella vasta llanura. Remedo lastimoso fue del supuesto banquete de Alejandro en Persépolis, y por ventura no faltaba quien representase el papel de la impúdica Tais; pero Federico acostumbrado a escenas de desolación y de sangre apenas hizo alto en aquel suceso. Considerábalo cuando más como una de las  necesidades de la guerra, y ni siquiera se propuso inquirir el nombre del propietario a quien con tanta ligereza había arruinado. Hacía la guerra en amateur y se comprende que no fuese de las más benignas. Hecha la paz se encontró como un pez fuera del agua, y disgustado del servicio militar trató de distraerse con otro género de campañas. La elegancia de sus modales, la bizarría de su porte, el gracejo de su conversación, y sobre todo la varonil belleza de su figura le proporcionaban bastante número de victorias. 

Compañero suyo de aventuras y orgías era el poeta Belsolell, cursante de medicina, cuya aversión a los estudios serios defraudaba las esperanzas que hicieran concebir sus más que medianos talentos, y sin embargo no carecía de noble ambición, ni miraba con horror cierta clase de libros. Yacían los de texto arrinconados en su gabinete de estudio y llorando su soledad, como extranjeros en aquella Babilonia de versos, dramas y novelas: porque la poesía era el tema favorito de Romualdo, que devoraba con afán calenturiento, fuesen sublimes o detestables, cuantas producciones de la escuela romántica venían a caer en sus manos. Hombrear con sus autores era su bello ideal, y estaba tan seguro de alcanzarlo como si fuera este el horóscopo de su nacimiento. Llevado de su natural propensión escribió un drama que fue muy bien representado y estrepitosamente aplaudido: pero, sea el público un juez tan respetable como se quiera, su infalibilidad es muy problemática, y los fallos de la prensa vinieron a turbar las glorias de Romualdo, y a derramar zumo de ajenjos en su copa de ambrosía. No se desanimó por esto ni cejó de su propósito: siguió publicando versos en los periódicos, hasta que su crecido número, y los rasgos que brillaban por acá y acullá esparcidos, le conquistaron el renombre de poeta. 

Y en efecto, a vueltas de sus excentricidades y chocarrerías, daba a conocer que era hombre de originalidad en sus concepciones, y de grande fuerza y energía en sus sentimientos. Pertenecía por supuesto a la escuela byroniana; pero, imitador en esto, no sólo tomaba a lord Byron por modelo en el arte sino también en las costumbres. Creía o aparentaba creer que el sello del genio se revelaba con el insaciable anhelo de placeres y galanteos, el escepticismo de la creencia, el cinismo del lenguaje, y en las vehementes emociones de una conducta desarreglada. Tomado se le hubiera por un volteriano completo, si de vez en cuando no se descolgara con algunas elegías de un sabor místico tan pronunciado que podían equivocarse con las fervientes jaculatorias de un pecador arrepentido. Y en esto había más candidez que hipocresía. Aparte de su carácter versátil y de su manía imitativa, la viveza de su imaginación no le permitía andar, le obligaba a correr siempre, fuese cualquiera que fuese el camino de antemano escogido.

Con estos dos solía juntarse un caballero valenciano que en el primer año de matrimonio abandonó a su esposa por seguir a una actriz contratada en el teatro de Barcelona. Su loca pasión le tenía completamente ciego, y ni la publicidad del escándalo, ni la triste situación de la pobre señora, relegada a la casa paterna, bastaron a romper los lazos que le tenían miserablemente cautivo. Las lágrimas que debían ablandar sus entrañas sirvieron sólo para más endurecerlas. Separarse un momento de su ídolo era para él un sacrificio harto penoso, y sólo a fuerza de vivas instancias y de importunos ruegos pudieron comprometerle sus dos amigos a que les acompañase por quince días en un viaje que tenían proyectado a la isla de Mallorca.

Ejecutáronlo efectivamente, y después de haber invertido algunos días en la capital, trataron de recorrer los principales pueblos de la isla. Por demás estaría el señalar aquí su itinerario: basta decir que Andraitx fue el último punto de sus placenteras excursiones. Durmieron en la población, y la mañana siguiente se propusieron visitar las ruinas de la Trapa. Con una acémila cargada de abundantes y exquisitas provisiones se dirigieron allá riendo y bromeando como colegiales en día de asueto. Eran jóvenes dispuestos para cualquier travesura de muchachos. Llegaron, almorzaron, treparon por aquellos andurriales, hasta que cansados descendieron y fueron a guarecerse de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Enfrente de ellos se veían las ruinas del eremítico edificio: Federico estaba sentado en una roca, el valenciano tendido en el césped, y Romualdo de pie, con una voz que remedaba la de un sochantre, empezó a declamar exageradamente: 

Oh montes de Nitria y Egipto poblados 

De santos varones al mundo ya muertos, 

Do estando los cuerpos caídos y yertos 

Los ánimos arden... 

- Oye tú, sol hermoso, le interrumpió el valenciano, no te nos vengas con esos plagios que son harto conocidos. Si no tienes ocurrencias más originales, bien puedes romper tu lira y hacer escabeche de tus laureles. 

- Sí que las tengo, saltó inmediatamente el poeta. 

- Véamoslas, respondió el otro. 

- Pues, dum Romae fueris romano vivito more. 

- Otra te pego. Eso es más antiguo que un par de huevos estrellados. Lo original sería ponernos a buscar la glándula pineal del que inventó ese refrancito. 

- No está el busilis en el refrán, sino en la nueva aplicación que se me ha ocurrido. Estamos en la Trapa, vivamos a lo trapense. 

- Me gusta la idea. Buscaremos algunas yerbezuelas a falta de legumbres para que no anden del todo los cuerpos caídos y yertos. Pero, y nuestras provisiones quién se las come?

- Y nuestros vinos quién se los bebe? añadió Federico. 

Oh corvas almas! Oh facinerosos, 

Que no veis más allá de las narices! 

Coman yerba las cabras y los osos, 

Coma el hombre faisanes y perdices. 

Continuó Romualdo con su entonación teatral y grotesca. No hemos de ser trapenses a lo Rancé, sino trapenses Heliogabálicos y Luculianos. Voy a hacerme el fundador de ese instituto. 

En seguida con una prontitud que ponía de manifiesto la travesura de su imaginación, empezó a dictar las reglas que debían observarse durante las tres o cuatro horas que pensaban permanecer en aquel sitio. No hay para qué advertir que en ellas se daban la mano lo pueril y lo truhanesco. Era una cosa más disparatada que las décimas que estuvieron en boga a fines del siglo pasado: una bufonada de mal género; pero tan estrambótica que sus oyentes se desternillaban de risa.

Romualdo concluyó diciendo: Artículo último. Durante el intervalo consabido se permite a los hermanos desde las semínimas de la sonrisa hasta la carcajada máxima y superlativa. Se podrán hacer gestos y visajes, muecas, mohines et alia fúrfuris ejusdem; pero se les queda secuestrado el uso de la palabra, no podrán servirse de la humana locuela en ninguno de los idiomas conocidos y por conocer, so pena de ser declarados reos de leso trapismo, habladores incorregibles, buenos únicamente para aprendices de peluquero o secretarios de la academia barcelonesa. 

Reíanse los otros a más no poder, y levantándose con una seriedad altamente cómica, cruzaron las manos y doblaron todo el cuerpo bajando la cabeza, en señal de que adoptaban la idea y empezaba la broma. 

Esta farsa que tuviera mucho de sacrílega si no tuviese tanto de ridícula, a los quince minutos había ya perdido todo el encanto de su novedad. La risa iba degenerando en tedio cuando se levantó el valenciano, y después de algunas zalemas se fue al edificio y volvió cargado de una botella y tres copas. Derramó en ellas un precioso marrasquino, y ofreciéndolas a sus compañeros con voz nasal y gangosa exclamó: Hermanos, morir tenemos. 

La ocurrencia pareció chistosa. Era aquello un apéndice al consabido programa, una especie de posdata que suplía el descuido, y caricaturaba al mismo tiempo la aterradora fórmula que tan poco parecía prestarse a las exigencias de una parodia. Romualdo acogió ese nuevo rasgo de truhanería con el entusiasmo del poeta satírico a quien se le sugiere un consonante difícil que realza la agudeza de su concepto, y levantando su copa con grotesca majestad y prosopopeya exclamó también: Comedamus et bibamus cras enim moriemur. 

Pero, qué es lo que sucedió en el pequeñísimo intervalo de pasar aquel licor desde la copa a los labios? Qué pensamientos cruzaron por la mente, qué emociones perturbaron el sosiego del corazón de Romualdo? Vio dibujarse en su viva imaginación el espectro de la muerte con su horrible catadura? Comprendió súbitamente que en la frase aquella se encerraba, si no la probabilidad, la posibilidad de una profecía? Le apareció con toda su tétrica grandeza una pavorosa imagen de lo que existe más allá del sepulcro? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que el licor se le quedó como atragantado, y que arrojó al suelo más de la mitad de la copa como si hubiera sospechado que estuviese envenenado. 

Muchas veces ha sucedido, aun a los más diestros, juguetear con un acero y sin pensarlo darse una profunda herida. Romualdo estaba taciturno y pensativo, quizás por motivos más graves que por la burlesca ley del silencio que se había impuesto. Observábanla los otros a regañadientes, porque la broma se iba haciendo pesada a sus mismos autores, y sin embargo como puntillo de honra nadie quería ser el primero en faltar a lo convenido. Así mal que bien llevaron adelante su juego de niños hasta la hora de la comida, que anticiparon un buen rato de común acuerdo; pero en ese intermedio, ¿cuántos pensamientos no debieron de inspirarles su forzado recogimiento, la soledad y los recuerdos de aquel sitio?

Ocasiones hay en que el hombre se halla al parecer sumergido en una ociosidad completa, y entonces cabalmente es cuando emplea su natural actividad de la manera más digna y provechosa. Se le ve mano sobre mano, con la cabeza algo inclinada, los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, ora inmóvil a semejanza de un tullido, ora andando maquinalmente a guisa de un autómata, y bajo de esa aparente inercia no se distingue la acción incesante del ser inmaterial que en él predomina. Los sentidos externos reposan, las facultades interiores trabajan. Así bajo la áspera corteza del tronco va circulando la savia que reviste de tiernas hojas las desnudas ramas, y produce con el tiempo el sazonado fruto. Merced quizás a la quietud del cuerpo el espíritu sale de la suya, se agita, se rebulle, sacude sus alas y despliega escondido su vital energía. De este movimiento brota una luz que da calor al corazón y enrarece cuando menos las nieblas de la inteligencia. Entonces es cuando el poeta se enseñorea de un mundo imaginario y descubre en él los seres típicos que ofrece después al mundo real para poner de bulto la intensidad o el acrisolamiento de los afectos humanos: entonces es cuando el artista remontándose a regiones ideales concibe la belleza en abstracto para reproducirla concreta con el esmero de la forma: cuando el sabio busca afanoso y tropieza con la solución de los arduos problemas que ensanchan de cada día el vasto círculo de la ciencia: cuando el estadista examina con el microscopio de la prudencia, y pesa en las balanzas de la justicia los medios que conducen a la cultura y engrandecimiento de los pueblos. Y es por ventura escasa la suma de bienes que reporta a la sociedad ese trabajo invisible? 

Pero, ha nacido el hombre únicamente para procurarse toda suerte de goces materiales haciendo servir a este objeto sus adelantos en las artes y en las ciencias? Es su más noble privilegio el de ser sabio, poeta o legislador? No ha venido al mundo con una misión más importante, más personal y privativa? 

No se le ha señalado un blanco más alto adonde tener puestas de continuo sus miras? Trate enhorabuena de sondear los arcanos de la naturaleza; sea empero después de sondeados los de su corazón y de su destino. Cuando la pupila de sus ojos, si se nos permite esta expresión, se vuelve hacia adentro, y al destello de una luz superior registra las profundidades del pecho: cuando se aplica el oído a los latidos del corazón y en el silencio de las pasiones se percibe no ya el grito sino el más leve murmullo de la conciencia: cuando el alma fabrica, por decirlo así, un espejo inmaterial en que se está contemplando detenidamente; entonces es cuando el hombre se entrega a la más seria, más útil y más trascendental de sus ocupaciones. Liviano pasatiempo son los otros al lado de ese indispensable ejercicio: frívolos o perniciosos los estudios que de este no van precedidos Y será que de ellos la sociedad no reporte beneficio alguno? Será que nada tenga de contagioso el vicio, nada de edificante la virtud? 

Será que sin el perfeccionamiento individual se espera llegar el perfeccionamiento, colectivo? Los que tan mal avenidos se hallan con la vida contemplativa es porque miran con igual desdén la enseñanza que de ella procede, y sus declamaciones económicas no son más que un disfraz especioso para encubrir la deformidad de su vergonzante materialismo.

La comida fue poco alegre y menos su regreso al pueblo de Andraitx. En el camino promovió Romualdo una discusión religiosa: sus compañeros la rehuían, pero él volvía a la carga con obstinado empeño. Yo quiero conceder, decía, que el catolicismo tenga puntos vulnerables; pero dónde está el sistema que no los tenga? Él dice: yo soy la verdad, y no le creemos: pero, quién es el otro que posea tantos derechos para decirlo? Será mi razón que está en desacuerdo 

con la vuestra, o la vuestra que contradice a la mía? Será mi razón de la mañana que dice sí, o mi razón de la tarde que dice no? La filosofía contestáis? La discordia de los relojes de Iriarte? Yo quiero la meridiana. Dadme, dadme repetía con febril insistencia, la verdad pura, completa, incontrastable. Dadme una base sólida en que pueda reposar mi cabeza. Dudar? dudar? Se puede seguir viviendo y dudando? 

La mañana siguiente regresaron a la capital, y Romualdo anduvo casi todo el día separado de sus compañeros. Al anochecer los encontró en la fonda que se disponían para ir al teatro: 

- Amigos míos, les dijo, esta noche me embarco. 

- Para dónde? preguntó Federico. 

- Para la Argelia. 

- Y eso? 

- Voy a pedir el hábito de trapense

- Vaya una broma! 

- Hablo con toda formalidad. 

- Estás loco? 

- Al contrario, hoy empieza mi cordura. Hermanos! hermanos míos, morir tenemos. Ayer lo decíamos de burlas, hoy os lo digo de veras. 

Y dándoles un apretón de manos se entró en su cuartito para arreglar el equipaje. 

- Ayer trápala, hoy la trapa! exclamó Federico con el ademán de quien se ríe por fuerza. El valenciano seguía callando, y de su silencio no podía deducirse si aprobaba la resolución del uno o el retruécano del otro. 

Si Federico se quedó estupefacto no hay para qué decirlo. Su sorpresa fue grande; pero si cabe mayor todavía cuando la noche siguiente le dijo su compañero: 

- Querido, yo también me embarco. 

- Para la Argelia?

- Para Valencia.

- Y a qué? 

- A reunirme con mi mujer, a consolar sus lágrimas, a pedirle perdón de mis extravíos. 

- Y Conchita?

- Enemigo! y en tan crítico momento osas pronunciar este nombre? No conoces que está continuamente resonando en mis oídos, y que cada vez me abre una herida más profunda en el corazón! Me ves en una pendiente resbaladiza, y en vez de darme la mano para que suba, me das un empellón para que ruede al precipicio? Federico! Federico! Dios me perdone y Dios la perdone. 

Y saco un pañuelo para enjugar el raudal de lágrimas que de sus ojos salía. 


III. 


Llegó Federico a Barcelona solo y tan profundamente afectado que sus mayores amigos se devanaban los sesos en valde no pudiendo atinar la causa de su mudanza de costumbres. Quien le suponía enfermo, quien ciegamente enamorado: unos achacaban su retraimiento del gran mundo a pérdidas en el juego, otros a quiebras en sus intereses, y para algunos no podía salir de esos dos extremos, o víctima de amorosos desengaños o víctima de políticas decepciones. Pero él encerraba en su corazón el verdadero motivo, que no era tanto el vivo recuerdo de las escenas grotescas como su resultado inmediato, cual lo manifestaba la súbita resolución de sus dos compañeros. No tenía que cumplir un deber tan imperioso como el uno, no se le exigía un sacrificio tan duro como el que se había impuesto el otro; pero el gusano roedor había despertado de su largo sueño, y su conciencia no dejaba de hablarle con la voz del remordimiento.

En ese estado, algo parecido al que describe san Agustín en sus Confesiones, varios negocios reclamaron su presencia en el antiguo teatro de sus hazañas militares. Cuántos recuerdos se agolparon en su memoria! Paseábase cabalmente por la plaza de uno de aquellos pueblos cuando vio a la viuda Capdevila, y a su hija mayor que salían de la iglesia. La notable hermosura de aquella niña, bien que pobremente vestida, no pudo menos de causarle una impresión halagüeña. Su mirada la siguió por unos momentos como arrastrada por una fuerza superior, y su imaginación empezó a dar cabida a una serie de ideas más propias de la poesía que de la vida real y positiva. ¿Qué le impedía el crearse en aquellas montañas una nueva Arcadia, y saborear tranquilos goces al lado de su bellísima pastora? No era dueño de sí mismo? No se sentía fatigado ya del bullicio? No experimentaba en su pecho el vacío?... Bah! se dijo, una pasión más! Mi corazón ha pasado por las vicisitudes de tantas! Tengo tan conocido el valor de estos rostros angelicales! He sido tantas veces su víctima... y su verdugo! 

Pero a pesar de esto no se abstuvo de preguntar quiénes eran aquellas mujeres, y como al contestarle le contestasen largamente vino a deducir, y hasta a tener completa certidumbre de haber sido la causa próxima de su pobreza, el agente fatal de su ruina. 

Arrepentirse! mas, de qué aprovechaba a esas pobres mujeres su arrepentimiento? Resarcir los daños! Pero, tocábale a él responder de los estragos de la guerra? Desentenderse de ello! Y no fue una orden suya cruel y arbitraria la causadora de tantos desastres? Por otra parte: indemnizar a los Capdevila, no sería acercarse él mismo a su propia ruina? No sería lastimar su propia honra, confesándose en público reo de atrocidades y bárbaros incendios? En tan críticos momentos su corazón le ofrecía la transacción más lisonjera. Casarse con la niña. La sugestión era vehemente, y bajo cierto aspecto razonable. Mas, era tan joven ella! Y luego, no habían sido sus hermanas igualmente perjudicadas? No había perdido la madre a su esposo? Si había nivelado a todas la desgracia, para qué establecer privilegios en la fortuna? Y además, ¿era cosa digna aspirar a una corona de rosas cuando se reconocía merecerla de espinas? Dónde estaría el sacrificio? Oh, qué hermosa, qué hermosa estaba entonces aquella jovencita en su exaltada fantasía! El ángel se sobreponía a la mujer: su belleza no era ya puramente humana, tenía algo del casto brillo que reviste a los moradores del paraíso. Y no sería profanarla en ciento modo el hacerla objeto de las últimas emociones de un corazón gastado? Podía conciliarse la idea de la expiación con la de hacerse dueño de tan seductores atractivos?

Revolviendo estas ideas se fue a su posada y no pegó los párpados en toda la noche. Por la mañana se avistó con el cura párroco, y encerrados en su gabinete hablaron largamente, si bien Federico guardó silencio sobre una multitud de puntos relacionados con el objeto de aquella conversación. Las últimas palabras del buen sacerdote fueron estas: No puedo aprobar ligeramente los designios de V., pero tanto ha insistido que me atrevo a decirle: Váyase V. a Barcelona, y si pasados tres meses vuelve V. aquí con las mismas intenciones, me hallará dispuesto a prestarle mis servicios. 

Muy distante se hallaba el cura de pensar en la vuelta de Federico cuando el día mismo de espirar el plazo se le apareció este y le dijo: 

- Vengo resuelto a no admitir más dilaciones. 

- Pero, por Dios y por la Virgen, considere V... 

- Está todo considerado. 

- Esta señora tiene treinta y cinco años. 

- Y yo perdiera la partida si jugase a la treinta y una. 

- Además, sus cualidades...  

- Morales?

- Oh, no: las morales son excelentes.

- Pues me basta.

- Pero, y las físicas?

- No me importan.

- Ella no consentirá.

- Y me apadrinará uniendo sus ruegos a los míos.

- Y sus hijas?

- Serán mis hijas, y bajo este supuesto espero que en llegando su edad no ha de faltarles un partido ventajoso.

- Pero ya ve V. que la mayor, vamos es tan guapa...y verla siempre... Por qué no se casa V. con ella?

- Casarme con esa linda criatura! Y V. me lo aconseja? Sabe V. que, pero no... no es posible. Es demasiado niña.

- Sin embargo, otras más jóvenes...

- Le digo a V. que es imposible. Lo ha resuelto mi corazón y es como si estuviese empeñada mi palabra. Su porvenir corre por mi cuenta, y será más bello que si participara del mío. La tengo destinada al hijo de un amigo, gran propietario de estas cercanías, que concluidos sus estudios la llevará a su pueblo donde vivirá rica, amada y tranquila.

- V. lo tiene todo previsto, hágase pues su voluntad.

- El corazón me dice que es también la de Dios, que me ha traído aquí para labrar la dicha de toda esta familia.

- Y V. sacrifica la suya?

- No le ha sucedido a V., algunas veces tener que velar a un enfermo hasta muy entrada la noche, y volverse a la rectoría , precedido de un mozo con un hachón o linterna encendida?

- Bastantes.

- Pues, el que le alumbraba a V. no se alumbraba también a sí mismo? Cree V. que se puede ser infeliz haciendo felices a nuestros hermanos? Temerlo no sería desconfiar de la Providencia divina?

- V. me pasma al mismo tiempo que me edifica. Estoy a sus órdenes, sea que V. obre así por sentimientos humanos o por inspiración del cielo.

Y cogiendo el bastón y el sombrero se fueron ambos a la pobre casa de la viuda Capdevila, que sorprendida de la visita lo quedó cien veces más de su objeto. No era de esperar que en medio de su asombro se le escapasen palabras de consentimiento a tan imprevista demanda; pero la resistencia no podía ser ni empeñada, ni duradera, cuando el interés mismo de las hijas obligaba a la madre a no rehusar aquel bien que se le entraba por sus puertas. Federico guardó perfectamente el secreto que podía considerarse móvil de su conducta, y luchó varonilmente con los estremecimientos de su corazón, sin que nunca ni la más ligera frase, ni la más furtiva mirada hiciesen traición a sus generosas resoluciones. Estaba decidido a vencerse a sí mismo y la victoria no podía menos de coronar sus esfuerzos. 

Superfluo es continuar. A los pocos meses se efectuó aquel extraño matrimonio con la bendición del digno cura que había intervenido en los preliminares. Obligáronle los desposados a participar de un opíparo almuerzo, y concluido este marchó toda la familia a vivir en Barcelona, donde Federico no tuvo ocasión ni motivo de arrepentirse de su noble corazonada. Teníase por más que medianamente dichoso, y de vez en cuando exclamaba a sus solas. Pobre Romualdo mío a tus locuras y a tu ejemplo debo el seguir por el camino de la virtud rodeado de tranquilos afectos y de legítimas complacencias. 

domingo, 17 de octubre de 2021

ALGUNAS OBSERVACIONES ACERCA DEL ESTADO ACTUAL DE LAS LETRAS EN ESPAÑA.

ALGUNAS
OBSERVACIONES


ACERCA
DEL


ESTADO
ACTUAL DE LAS LETRAS


EN
ESPAÑA.


I.


Cuando
una literatura, lejos de buscar en el fondo de sus entrañas la savia
que


debe
favorecer su genuino desarrollo, mendiga los desperdicios de ajenas
civilizaciones sin acordarse siquiera de conservar incólume aquel
sello característico que constituye su personalidad; entonces
inaugura definitivamente el período de su decadencia. Las entidades
morales, al igual de los individuos, nunca desatienden el respeto de
si mismas sin abdicar el sagrado derecho que tenían a la
consideración general. Por esto, siempre que las literaturas,
perdida la luminosa huella de sus tradiciones, amortajan con el
sudario del olvido los más preciados timbres de su historia, en
lugar de acrecer piadosamente el tesoro de inmortales bellezas que
heredaron de sus padres y cultivadores, descienden del puesto que
ocupaban en la jerarquía intelectual de las naciones, y se cubren de
baldón eterno.


Distamos
mucho de pretender que ningún país establezca para las ideas un
sistema aduanero que enfrene su fuerza expansiva: nuestro instinto,
junto con nuestras más arraigadas convicciones, nos hacen rechazar
semejante quimera. Queremos, sí, que las literaturas no cifren
únicamente su ambición en vestirse de luz reflejada, pudiendo
brillar con luz propia: queremos que no olviden sus títulos
nobiliarios, ni descuiden el abono de sus pingües abolengos, que no
bastardeen su carácter indígena con serviles imitaciones: queremos,
sobre todo, que al absorber los elementos morales de otros países,
les impongan las condiciones especiales de la suya.


El
buen sentido y la experiencia acreditan que las literaturas no tienen
más que dos caminos para seguir desarrollándose de una manera
lógica, espontánea y fecunda: o apelar a los variados y naturales
recursos que sus respectivas índoles les sugieren, o cuando
necesitan acrecentar sus propios caudales con oro ajeno, fundirlo,
acrisolarlo con exquisito discernimiento, y marcarlo, por fin, con el
indeleble cuño de su originalidad histórica.


Los
anales literarios de las naciones cultas nos ofrecen ejemplos de
ambos métodos fundamentales de viabilidad.


La
influencia de los enciclopedistas franceses, que despóticamente
avasallaba en el pasado siglo el mundo entero, había encontrado en
los estados alemanes un vehículo poderoso y un acérrimo protector
en Federico II de Prusia, que hacía pública gala de su
antigermanismo. Conocida es de todos la intimidad, no siempre
sincera, de este gran monarca con el asombroso escritor, a quien se
ha llamado en nuestros días el rey Voltaire. Oficioso sería
encarecer lo pernicioso que semejante padrinazgo fue para la
independencia moral y literaria que caracteriza el espíritu alemán.
Más tarde algunos ingenios de este país, condolidos del abatimiento
intelectual a que le había conducido tan fatal esclavitud, y
sintiéndose animados por el fuego del patriotismo, dieron el grito
de Surge, Lázare, que hizo levantarse del sepulcro de su abyección
a la musa germana vestida de fortaleza y llena de fé en sus altos y
gloriosos destinos. Desde entonces, la literatura alemana resplandece
con fulgores inmortales: ¿De qué milagroso talismán echaron mano
Klopstock, Schiller, Goethe, Bürger, y otros escritores dignos de
inmarcesible lauro para obrar tan inaudita resurrección? Rompieron
simplemente las cadenas que oprimían al genio nacional, enardecieron
sus nobles aspiraciones hacia lo ideal y desconocido, y
desentumecieron la rica sangre que por sus venas circulaba. Para ello
evocaron con el mágico conjuro de su potente inspiración las
tradiciones y la historia de su patria, e hicieron brotar de su seno
manantiales de pura, espontánea y sabrosa poesía.


La
segunda manera de regeneración literaria que hemos indicado, da
también resultados felicísimos.


Recordemos
de qué modo supo Grecia nacionalizar las riquezas intelectuales que
acaudaló, gracias a sus numerosas conquistas; y el admirable acierto
con que el genio, eminentemente asimilador de la cesárea Roma, hizo
suyas las letras griegas al constituirse en legataria universal de la
patria de Homero. El mismo fenómeno observamos en las épocas
modernas. La España de Carlos V, de Felipe II y de Felipe III, no
contenta con la exuberante savia que su literatura atesoraba, quiso
aprovechar también los raudales de luz que el numen de Italia
derramaba por todas partes, y logró imprimir en sus adquisiciones el
sello de su nativa originalidad. En Francia el elemento español y el
italiano, junto con una imitación discreta y sabia de los antiguos,
cuajaron de regaladísimo fruto el árbol de la literatura más
peregrinamente elaborada que en los modernos tiempos se conoce.


Por
último, ya que hablamos de restauraciones literarias, no es lícito
pasar por alto la última de las que en España se han verificado.


El
genio, que por su excelsa condición es amigo de volar a sus anchuras
por las regiones luminosas de lo infinito, tiempo hacía que odiaba
secretamente la dinastía tradicional de un arte, cuya sobrada
estrechez de miras, cuyo rutinario materialismo, cuya codificación
plagada de disposiciones convencionales, le inspiraban vehementes
deseos de sacudir sus cadenas. Sacudiólas, en efecto, y el estallido
resonó por el mundo entero. Esta revolución trascendental tuvo no
pocos puntos de contacto en el fondo con el protestantismo, y se
inició también en la patria de Lutero y de Melanchton. Rápidamente
generalizada, a la voz de los poetas y pensadores alemanes, en breve
respondieron, ora simultánea, ora sucesivamente, la baronesa de
Staël, orgullo de su sexo, Chateaubriand, Lamartine, Víctor Hugo,
Vigny, Dumas, Delavigne, Senancour en Francia; Walter Scott,
Wordsworth, Byron, Moore, Coleridge en Inglaterra; Manzoni, Hugo Fóscolo, Silvio Pellico, Monti, en Italia.


La
literatura ibérica, al trasfigurarse como todas, comprendió
admirablemente su misión. Muchos ingenios de valía, lustre de la
nación hispana, mútuamente enlazados por el doble y común
parentesco del patriotismo y del amor a la gloria, se asociaron con
férvido entusiasmo al movimiento general. Unos enaltecieron la
oratoria parlamentaria a un grado tal vez excesivo de pomposa
exornación, otros dramatizaron con colorido local más o menos
discutible, pero siempre con pasión y energía, el espíritu poético
de la edad media y los personajes salientes de nuestra épica
historia; algunos cultivaron el romance histórico, y la generalidad,
mojando sus plumas en sangre del corazón, supieron engalanar con la
púrpura rozagante de nuestra rima el lirismo de aquella época que
encarna en el foco mismo de la vida moral, que ora escéptico y
rebosando satánica rebeldía, ora creyente y resignado, es
eminentemente sincero, porque pinta al vivo esa hambre de
inmortalidad que vela siempre devoradora en lo íntimo del alma, como
testimonio irrefragable de su divina esencia. Por otra parte, la
sociedad española que atravesaba entonces un período de transición,
que, indecisa entre sus costumbres tradicionales y el torrente de
nuevas ideas y aspiraciones, forcejaba para penetrar en su seno por
mil escondidos y angostos cauces, apenas acertaba a columbrar el
blanco de sus esfuerzos, encontró primorosos pinceles que la
retratasen. Sus caracteres flotantes, sus flaquezas, todas sus
miserias y extravíos ya fueron objeto de una comedia saturada de
discreto chiste y no escasa de vis cómica, ya de una sátira, ora
llena de travieso desenfado, benévolamente sagaz y ora sarcástica,
profunda y sangrienta. La posteridad recordará con gratitud y
respeto la brillante pléyada de escritores que en estos
distintos ramos dieron muestras de su alto talento y 
bellísimas
dotes. Su mérito no sólo estriba en la bondad intrínseca de sus
producciones, sino en el sello nacional que las avalora.


Al
olvido de condición tan vital e imprescindible debe achacar
principalmente nuestra literatura el deplorable abatimiento en que se
halla sumida, y que tanto aflige a sus desinteresados amadores.


Otras
causas han concurrido a este vergonzoso estado de abyección.


Años
hace que en España el encarnizado guerrear de esos partidos
políticos que tienen a gala no variar nunca de jefes, de enseñas,
ni de credos, y ensordecer sistemáticamente a las rudas lecciones
del tiempo; sobre desangrar el país, convertirle en palenque de
egoístas y desalmadas ambiciones y entorpecer su marcha por la senda
del progreso; monopolizan el núcleo de sus inteligencias y sirven de
pasto casi exclusivo a la curiosidad pública. Ese estado de crónico
desasosiego y de mal contenta expectación produce el desvío con que
mira la nación sus medros intelectuales. He aquí por qué las
ciencias, exceptuando la economía política, cuyo porvenir es
visiblemente lisonjero, yacen en ella en vergonzosa postración, y
las letras agonizan. Ciñéndonos a la literatura, objeto especial de
estas sencillas observaciones, inútil es acariciar el buen deseo con
risueñas esperanzas, mientras nuestra política no lave la lepra de
personalismo que la corroe en la piscina del amor patrio; mientras se
reduzca al sucesivo entronizamiento de banderías más o menos aptas
para sostenerse en el poder, pero igualmente ineptas para labrar la
ventura del país. Sólo así volverá este los ojos hacia sus
verdaderos intereses: sólo así podrán desenvolverse los gérmenes
de vitalidad intelectual que entraña.


Si
por un cambio providencial de circunstancias, tenemos la fortuna de
que alboree tan hermoso día, la enfermiza indolencia que actualmente
malogra en flor los ingenios más bien dotados de España,
desaparecerá como por ensalmo. Nuestro pueblo sin ventura, que ahora
carece hasta de las rudimentarias nociones de arte, y, por lo mismo,
apenas siente ninguna clase de necesidades estéticas, comprenderá
entonces hasta qué punto influyen los goces mentales y las
misteriosas fruiciones del sentimiento acrisolado en la felicidad
relativa que puede el hombre alcanzar en la tierra.


A
medida que su educación artística se formalice, rechazará
instintivamente la cáfila de monederos falsos de talento literario
que le deshonran, separará el pingüe y fecundo grano de la cizaña,
y ceñirá con la corona de su respetuoso cariño aquellas frentes
que son sagrarios de la inspiración divina. Entonces los espíritus
superiores de nuestra nación no tendrán que aceptar la vida como un
martirio sin palma, o una lucha sin victoria, sino que aguijoneados
por la seguridad del triunfo, saborearán instintivamente la
existencia inmortal que les espera, e inflamados con este deseo de
gloria que arranca del principio de sociabilidad, ley fundamental de
la naturaleza humana, y que instintivamente, villanamente escarnecen
todos los que no pueden aspirar a ella; consagrados al cumplimiento
de su misión soberana, pelearán con incontrastable brío las
batallas del pensamiento, y serán, lo que tienen derecho a ser, gala
y luz de la humanidad.


Descendamos
al terreno de la realidad, del cual no es lícito apartarnos por más
árido y desagradable que sea.


Nuestros
gobiernos, algunos por un lujo de ignorancia agresiva que exaspera,
han hostilizado a inteligencias de primer orden cuya superioridad les
humillaba; otros les han brindado por única recompensa con toda
suerte de libreas políticas, encadenándolos a sus varias miras de
ambición personal, y no pocos les han dejado patullar en el charco
de la miseria, no queriendo sin duda privarles del placer poético
que debieron sentir Cervantes y Camoens muriéndose de hambre con la
frente coronada de laurel. No ha faltado gobierno, sin embargo, que
ansioso de premiar condignamente las letras, han sonreído
benévolamente a los que conceptuaba acreedores a recompensas
oficiales. Así, por ejemplo, ha tenido el fabuloso tacto de nombrar
cónsul a un eminente letrillero, diplomático a un dramaturgo o a un
poeta sentimental, y recaudador de contribuciones a cualquier
filósofo disponible. Creeríamos ofender la ilustración de nuestros
lectores ponderándoles las inmensas ventajas de este sistema
protector.


A
simple vista parece que apadrinar así a los literatos, equivale a
matar cortésmente las letras. En efecto; los trabajos especulativos,
y especialmente el sacerdocio de las musas, no son los más a
propósito para formar modelos de empleados, sobre todo en esa
complicada e indigesta rutina a que nosotros llamamos administración,
para que se asemeje, siquiera en el nombre, a la de otros países más
exigentes. No ignoramos el parentesco de consanguinidad que eslabona
las diversas facultades del alma, por más que muchas veces su intima
trabazón escape al juicio vulgar. Pero, aun rindiendo merecido
homenaje a este principio filosófico, no está todavía
completamente probado que baste ser un literato distinguido para
sobresalir en la práctica administrativa, ni hasta para sujetarse
humildemente a ella: y no se olvide que en esta materia la sobra de
comprensión teórica suele ser embarazosa y perjudicial cuando se
aplica en el terreno práctico. Es posible que un literato verdadero
o un poeta pur sang, encontrándose en el caso referido, tomase una
de las dos determinaciones siguientes: renunciar a lo que ha sido el
alimento habitual de su espíritu para cumplir con firme constancia
con las obligaciones de su correspondiente oficina, o dar al traste
con ellas y domiciliarse otra vez en el Parnaso. En el primer
supuesto la protección del gobierno sería mortal para la
literatura; en el segundo sería perfectamente ilusoria. Los
literatos que acierten a conciliar ambas cosas, o carecen de vocación
literaria propiamente dicha, o entran en la categoría de
excepciones, y por lo tanto bajo ningún concepto destruyen la regla
general.


Sin
embargo, estas argucias aparentemente valederas se derrumban por su
propio peso a la simple enunciación de un axioma importantísimo: a
saber, que el criterio gubernamental es esencialmente distinto del
común, y tiene sus arcanos impenetrables a los torpes ojos de la
lógica usual. Dudar de tamaña verdad podría conducirnos al extremo
de negar que la Providencia dirige la razón de los gobernantes, a
menos que intente perderlos; y los gobiernos españoles han sido
siempre demasiado buenos y sabios para que pueda realizarse en ellos
aquella terrible amenaza de quos vult perdere, dementat.


Demos
un sesgo más formal a la cuestión.


No
es lícito al Estado contrariar los sentimientos nacionales cuando
son hidalgos y castizos, so pena de tropezar en el escollo de la
impopularidad. Por conveniencia, pues, ya que no por deber, tiene el
de premiar a todos aquellos escritores que el voto popular señala
como insignes. Con dificultad acontece que la nación en masa conceda
los honores del triunfo literario a personas que no los merezcan,
atendiendo a que nunca debe confundirse el brillo fugaz de las
reputaciones falsas o dudosas, con esa celebridad de ley que sólo se
consigue a fuerza de genio, de tiempo y de infatigables vigilias.
Además, cuando la nación emite un fallo de esta naturaleza suele
encontrarse de acuerdo con la opinión general de sus críticos más
imparciales e ilustrados. De consiguiente las eminencias a que
aludimos tienen el derecho de ser recompensadas por la utilidad,
gloria y prestigio que han proporcionado con sus tareas al país, y
el Estado, si no lo hiciese, faltaría a su misión de justicia
suprema. Para que tales recompensas no degeneren en onerosas, no han
de lastimar en manera alguna la dignidad e independencia de los
agraciados ni oponerse a sus hábitos intelectuales: y si han de
redundar igualmente en pro de la patria misma que ilustran, es de
todo punto indispensable que les coloque en una situación que pueda
alentarles a continuar sus beneméritos trabajos.


Dejando
aparte esos testimonios directos у extraordinarios de simpatía
nacional, el Estado debe no sólo procurar que los talentos de los
gobernados puedan desarrollarse con el mayor desahogo posible, sino
poner en juego los numerosos y eficaces recursos que están a su
alcance para estimularles a su progresivo perfeccionamiento.
Descuidar un deber tan imperioso es hacerse indigno de las
encumbradas funciones que desempeña y declararse en abierta lucha
con los principios más elementales de la civilización.


¿De
qué manera han cumplido nuestros inolvidables gobiernos, a quienes
sin duda la asombrada posteridad erigirá altares de puro agradecida,
las sagradas obligaciones que llevamos apuntadas?


Respecto
al capítulo de recompensas que hemos indicado, o no han pensado
siquiera en semejantes naderías, o han atado con hipócritas alardes
de protección los ingenios distinguidos al carro de su ambición
desaforada.


Pocos
años ha, un venerable anciano, cantor clásico de la libertad,
poeta, crítico, historiador y publicista, subió en brazos de sus
amigos las gradas del trono, y aclamado por una multitud inmensa,
tuvo la honra de que su soberana misma orlase sus sienes, llenas de
limpias y gloriosas canas, con el áurea corona del triunfo.


¿Qué
resorte pudo mover para laurear a Quintana, a esa nación que ha
dejado pordiosear al Manco de Lepanto, que ha visto tranquilamente
morir entre infames hierros a Cristóbal Colón, y en la más triste
orfandad al autor sin ventura de la Verdad sospechosa; a esa nación,
en cuyos calabozos ha escrito Cervantes el Quijote, y padecieron mil
infortunios Alonso Cano, Fray Luis de León, Santa Teresa, Martínez
de la Rosa, Argüelles y el mismo Quintana; a esa nación que no
tiene bronce en sus talleres ni mármol en sus canteras para levantar
estatuas a sus grandes hombres? Lo diremos por más que el carmín de
la vergüenza encienda nuestras mejillas. Quien coronó al cantor de
la imprenta, no fue la admiración de su patria; fue la egoísta
gratitud de una fracción política, y el motivo real de esta
inaudita coronación fue premiar al autor del Panteón del Escorial,
porque nunca habla de Dios en sus imperecederas poesías, y porque
todas sus composiciones revelan un odio profundo a la monarquía. No:
Quintana no bajó al sepulcro con el inefable consuelo de que su
querida España le había adjudicado el laurel del triunfo poético y
de las virtudes cívicas, sino con el convencimiento de que su
ateísmo literario y sus doctrinas heterodoxas convenían a los
intereses particulares del partido que tan ostentosamente las honraba
y enaltecía.


Por
lo tocante a ese género de protección indirecta pero normal,
constante, asidua, que coadyuva y enfervoriza los talentos: he aquí
lo que han hecho los innumerables gobiernos constitucionales que nos
han regido hasta ahora:


1.°
Plagiar torpemente un plan de estudios francés.


2.°
Reformarlo, es decir, hacerlo más y más absurdo, antifilosófico,
irregular y desatinado a favor de múltiples y casi anuales reformas,
causando así perjuicios incalculables a los alumnos y a sus
familias, e imposibilitando la estabilidad en materia que tanto la
requiere.


3.°
Monopolizar la elección de esos catecismos de la enseñanza oficial,
vulgarmente llamados obras de texto, desatendiendo casi siempre su
valor científicos aunque teniendo a la vista el favoritismo
gubernamental de que sus respectivos autores, o sea compaginadores,
disfrutaban; ejerciendo por lo mismo una coacción sobre los
profesores, muy perniciosa si se sujetaban a ella; absolutamente
inútil si la evadían, como ha sucedido o podido suceder.


4.°
Tergiversar las ternas con que los tribunales de oposiciones formulan
sus fallos, que debieron haber tenido desde su presentación al
ministerio autoridad de cosa juzgada, por razones que sería oficioso
revelar: irritante abuso del cual tenemos numerosas pruebas, que
manifestaremos si a darlas se nos provoca.


5.°
Hacer obligatorias hasta para los empleados más ínfimos y mal
retribuidos de la administración la compra de algunas obras escritas
por devotos y paniaguados de varios gobiernos.


6.°
Crear una ley de teatros bajo la influencia de mezquinas
consideraciones personales.


7.°
Publicar una ley de imprenta ultra draconiana, que en pleno
parlamento ha sido tachada de mala por el ministro del ramo, que
implícitamente la declaraba buena por el mero hecho de no abolirla.


8.°
Tener sumida en el más deplorable abandono, hasta una fecha muy
reciente, la instrucción primaria, que comúnmente decide del sesgo
que toma el espíritu humano en su peregrinación por el mundo.


¡Oh
musas! aprestad guirnaldas de recién cogidas flores para ceñir las
frentes de los gobiernos hispanos que así han sabido enalteceros.


¡Oh
Fernando el Deseado: tú que por un rasgo de peregrina sagacidad
cerraste las universidades y abriste cátedras de esa ciencia
trascendental que llamamos tauromaquia, regocíjate desde tu venerado
mausoleo!


Agréguese
a las concausas capitales que acabamos de borrajear los
móviles de producción literaria que impulsan a nuestros escritores,
y se podrá rastrear aproximadamente el por qué de la decadencia que
deploramos.


Quejábase
con desolada amargura el grande humorista Fígaro de que en España
faltaba eco a la palabra del escritor. Efectivamente. El pueblo
español es tan poco aficionado a cultivar el campo feracísimo de su
entendimiento y de su imaginación, como a multiplicar con los
numerosos medios de que dispone la industria agrícola, los
inestimables terrenos que la naturaleza le ha regalado. Esta pereza
intelectual, no sólo inutiliza tan buenas prendas, sino que le
inspira el más severo desdén hacia las manifestaciones laboriosas
del espíritu. Como no siente la necesidad de abonar su inteligencia,
no puede apreciar el mérito de los que la abonan. He aquí por qué
en España el inmenso sacrificio, el afán infatigable de aquellos
que se empeñan en ilustrarla y enriquecerla con sus obras
literarias, es apenas comprendido y mucho menos estimado en lo que
vale. ¿Cómo podrá satisfacer, pues, el obrero de la idea, el
literato, el filósofo, el poeta, el sabio, el artista, el innegable
derecho que tiene de que sus tareas sean conocidas, justipreciadas y
pagadas con honorarios de gloria por sus apáticos conciudadanos?

¿Trabajará para ganar dinero? Un sólo autor extranjero de
nombradía vende mejor una obra que veinte autores españoles
célebres la colección completa de las suyas. Y no se culpe a los
editores, puesto que el comercio de libros está aquí atravesando
una perenne crisis industrial, es decir, que la oferta de estas
mercancías es infinitamente superior a la demanda. Los únicos
libros que suelen tener salida en el mercado son los que satisfacen
algún capricho pasajero del reducido público leyente o las
traducciones de las peores novelas francesas.
Por otra parte,
querer que fuera de España sean populares los escritos que dentro de
ella apenas son conocidos es una imbécil quimera. ¿Qué estimulo,
pues, puede moverles a escribir? Pura y simplemente el de satisfacer
sus primeras necesidades. Por esto en lugar de dar a luz obras
sazonadas por el tiempo y la meditación, y concienzudamente pulidas
por el severo cincel del arte, escriben al desgaire y con el descuido
chapucero de los menestrales mal pagados. Exigir lo contrario sería
justo si se encontrase la solución de ese problema de vivir sin
comer, que plantean mentalmente todos los desvalidos, y se concediese
después el privilegio exclusivo de una bella invención a los
míseros seres de que hablamos.


Demos
el último toque a ese cuadro tan exacto como sombrío, recordando
que la literatura central que ha fundido en su crisol el oro y la
escoria de las provinciales, las mira con el más ofensivo desdén, y
estas, completamente aisladas unas de otras, viven sin relaciones
literarias de ninguna clase. ¿Quién ha leído en la orgullosa corte
los preciosos libros de D. Manuel Milá, ilustre profesor de la
universidad de Barcelona, acerca de la poesía popular, materia de
elevado interés que tan a fondo posee? En cambio el patriarca de la
crítica europea, Fernando Wolff, ha hecho sobre ella un estudio de
la mayor importancia, tributando extraordinarios elogios a su modesto
y esclarecido autor. ¿Son muchos aquí los que sospechan que haya
existido el malogrado Piferrer, gran pensador, incomparable hablista,
aventajado poeta, honor de Cataluña? Por lo demás, ¿qué sabe
Barcelona de los literatos gallegos y sevillanos ni estos de los
barceloneses? ¿Qué hilos eléctricos enlazan las inteligencias de
las provincias entre sí?


¡O
terque, quaterque beata! ¡Oh mil y mil veces dichosa patria mía! Tú
comprendes la existencia sin los goces intelectuales, y la
conceptuarías inaceptable sin los capeos del Tato! Sigue feliz y
risueña entre los harapos de tu ignorancia. Hierve en los
redondeles, bulle en las romerías, deja a un lado la azada, tira la
pluma, y créeme, haz un auto de fé con la mole indigesta de tus libros. Has nacido para dormir cuando las demás naciones velan, para
holgar cuando trabajan, para echarte en medio del camino cuando
corren. ¡Bendita seas!




II.


Indicadas
en el anterior las causas principales que, en nuestro humilde sentir,
han ocasionado el actual decaimiento de nuestra literatura, cúmplenos
dar en el presente una sucinta reseña del estado en que sus
distintos géneros se hallan.


Por
lo tocante al teatro, aun sin hacer gala de un ceñudo pesimismo, que
no siempre arguye vasta erudición ni alteza de criterio, puede
afirmarse que se encuentra en el mayor desbarajuste.


Una
juventud audaz, falta por lo general de los más rudimentarios
principios de arte, invade en tumultuoso tropel la patria escena. Sus
esclarecidos restauradores, unos regaladamente toman el sol de su
gloria con la bienandanza de quien cree cumplida su misión acá en
la tierra; otros, imitando a los ruiseñores que no trinan nunca al
lado de charquetales llenos de ranas vocingleras, se encastillan en
un silencio desdeñoso y significativo; y no pocos capitulan
vergonzosamente con las circunstancias, y rindiendo homenaje a la
universal corrupción del buen gusto, la acrecientan y sancionan con
su ejemplo. Una dolorosa fatalidad hace que el teatro sea la única
palestra en donde los desventurados alumnos de las musas castellanas
consiguen despertar la atención del público, obtener algunas
probabilidades de lucro, y sobre todo no morirse de hambre, o vivir
de hambre, que es peor.


Por
esa tristísima circunstancia la crítica no puede ensañarse con esa
chusma de jornaleros del arte, que desconociendo las condiciones
esenciales del que se atreven a cultivar, ni tan sólo aciertan a
disimular su carencia radical de dotes dramáticas, bajo las
artificiosas combinaciones del movimiento escénico. Y como el peor
de los géneros literarios es el que Boileau llamaba le genre
ennuyeux, y que, aplicándolo a nuestro caso, bien pudiéramos llamar
el género sandio, es decir, el que ni aun logra satisfacer las
exigencias de la curiosidad; la gente a que aludimos, no merece
siquiera esa especie de floja y contentadiza gratitud que sentimos
por quien nos proporciona algún esparcimiento, sea el que fuere.


Nos
duele mucho consignarlo, pero lo cierto es que en el trascurso de un
año sólo se ha representado en los teatros españoles una obra
original de verdadero mérito. La campana de la Almudaina, a vuelta
de su falsedad histórica, y de algunos defectos secundarios, revela
en su joven y aplaudido autor prendas dramáticas de subido quilate.
Los pecados veniales y La culebra en el pecho, contienen algunas
bellezas dignas de atención, y auguran un lisonjero porvenir a sus
estimables autores, pero no tienen en conjunto gran valor. El mal
apóstol y el buen ladrón, drama simbólico, calcado especialmente
sobre El condenado por desconfiado de Tirso de Molina, es una prueba
más de la habilidad con que Hartzenbusch elabora sus producciones, y
está sembrado de rasgos magistrales. Aparte de estas obras, ¡cuántos
engendros raquíticos, cuántas majaderías se han presentado en la
escena española! Recuérdense esos dos estudios históricos del gran
vencedor de Francisco I, intitulados Carlos I y El monarca cenobita:
recuérdense El padre de los pobres, y ¿Quién es él? y se verá si
llevamos la razón al afirmar que nuestro teatro está en decadencia.


Para
colmo de vilipendio, eso que llaman zarzuela, aborto enfermizo del
impotente mal gusto, logogrifo musical y dramático, cobra de día en
día mayor valimiento y fortuna. Algunos especuladores, que tienen su
conciencia artística dentro de su portamonedas y envuelta en
billetes de banco, han tomado por su cuenta ese abigarrado
baturrillo, que ha pasado a ser un ramo de industria para los
que lo manipulan, como particularmente para los que explotan sus
materiales y pingües resultados. Los primeros no necesitan más que
derramar un aluvión de estrofas tan huecas y grotescamente
endomingadas como sea posible sobre cualquier calaverada, más o
menos verídica, del asendereado Felipe IV, o el primer argumento
insustancial que se tenga a tiro de pluma; y abandonar su esperpento
a la inspiración de un contrapuntista adocenado, que zurza algunas
melodías populares bárbaramente retorcidas y adulteradas, con
retazos de la ópera francesa e italiana. No ignoramos que hay media
docena escasa de zarzuelas, cuyos libretos y cuya música merecen el
aplauso de los inteligentes: nunca barajaremos las composiciones de
Ventura de la Vega, García Gutiérrez, Narciso Serra y Ayala, con
las mamarrachadas de Olona, ni las charadas poéticas que emborrona
en caló acatalanado el tan deploramente
(deplorablemente) fecundo Camprodon y Compañía. Tampoco
confundiremos nunca la suave, delicada y primorosa música del Dominó
azul, de Marina y del Grumete, con la chapucera, trivial y
desvencijada de Gaztambide, de Cepeda y de otros Rossinis ejusdem
furfuris. Pero sería cerrar los ojos a la luz del día negar que
generalmente se puede repetir de ellas, que lo bueno que tienen no es
nuevo, y lo nuevo no es bueno. Urge sobremanera atajar la
preponderancia cada vez mayor de los zarzuelistas, si no hemos de ver
algún día completamente extinguidas entre nosotros las más
sencillas nociones del arte musical, y pervertidas lastimosamente las
teatrales.


A
estos motivos del notorio abatimiento en que se halla nuestro teatro,
a pesar de los esfuerzos que hacen para retardar su ruina algunos
pocos ingenios, dignos del aprecio público, debe agregarse otra
estrechamente ligada a las que acabamos de apuntar, esto es, la
ignorancia crasísima, mezclada con las colosales pretensiones, con
el insoportable endiosamiento de la mayoría de actores españoles.
Da lástima considerar que a tales intérpretes deben fiar los
desdichados autores dramáticos aquellas producciones, de cuyo éxito
depende su gloria, y casi siempre su subsistencia. Jóvenes imberbes,
que apenas saben dar expresión a lo que recitan, pasan desde los
teatros caseros a figurar en los de primer orden sin que nada les
arredre. Henchidos de petulancia, todo su afán consiste en
emanciparse de la tutela de los pocos actores que podrían
comunicarles, ya que no facultades, alguna instrucción, en llegar a
la anhelada meta, al sueño de oro, al bello ideal de sus fervientes
aspiraciones, a ser directores de escena.


Y
no es, ciertamente, lo más deplorable, que estos infelices
ambicionen tan alto y espinoso puesto, sino que vean sin dificultad
realizada su noble ambición. En efecto: los empresarios de teatros,
que son comúnmente algunos logreros, faltos de caudales y ricos de
esa gran virtud del siglo, que en el Diccionario de la lengua tiene
un nombre no muy lisonjero, conocedores del detestable gusto del
público, que es ya crónico en provincias, y codiciosos sin freno,
no buscan en los directores y primeros actores que contratan más que
baratura, no mérito ni experiencia. Por esto desdeñan muchas veces
a los poquísimos actores buenos, que para honor del arte conservamos
todavía, y andan a caza de los chambones y atrevidos, cuyos
servicios pueden alquilar a ínfimo precio, con notable aumento del
líquido que ha de figurar en sus finiquitos mercantiles. A tan
escandalosa rapacidad se debe a menudo el que los segundos, con una
pequeña dosis de ese savoir faire, que es el talento de las
nulidades, encuentren con frecuencia acomodo, al paso que los
primeros tengan que entregarse a los ocios de las vacaciones o a un
verano extra-sazón.


¿Y
qué conducta sigue en situación tan aflictiva la crítica teatral?
Lo diremos sin rebozo, ya que nunca nos ha intimidado el decir la
verdad. Exceptuando un escasísimo número de folletinistas, que
tienen una vaga idea de la responsabilidad de su cargo, y la voluntad
decidida de ser imparciales, los críticos de teatros no escuchan más
que sus simpatías o antipatías y el fetichismo obligado a
reputaciones consagradas. Así se explica que en las revistas de esta
clase aparezcan siempre ciertos nombres con su estado mayor de
calificativos encomiásticos, y cruel o desdeñosamente adjetivados
otros, que no supieron granjearse las benevolencias del turibulario.


Si
atendidas las circunstancias altamente desfavorables con que los
revisteros teatrales escriben, son, a no dudarlo, acreedores a
indulgencia respecto al aplomo y madurez de sus fallos y
reconocimientos de crítica dramática que exigen estudios de por
vida y práctica larga; es faltar al público, y, sobre todo,
faltarse a sí propios el ajustar sus juicios a sugestiones puramente
personales. Sabemos por nosotros mismos hasta qué punto es doloroso
sacrificar en aras de la buena fé y de la lealtad las predilecciones
del corazón, o tener que elogiar al que miramos con más o menos
fundada malevolencia; pero la crítica no tiene entrañas, ni
parientes ni amigos, ni ídolos ni afecciones; es nada menos que la
magistratura literaria, y un juez deja de serlo cuando atiende a otra
cosa que a la justicia, que es su única y soberana norma, la causa
primera de su misión.


Respecto
a la novela, no pecaremos de prolijos.


La
de costumbres nacionales sólo tiene, en nuestro humilde sentir, un
legítimo representante en España, Fernán Caballero. Sin contar los
críticos más autorizados de nuestra nación, Wolf, Mazade, Latour
han ponderado con amore y han aquilatado perfectamente las
envidiables dotes de narrador que adornan al ilustre autor de
Clemencia. Su postrer libro, sencillo relato hecho por el soldado
Juan José, de las gloriosas penalidades de nuestro ejército en
Marruecos, está escrito con una tierna ingenuidad que llega al alma.
La de Fernán Caballero que, algún tiempo hace, cubre el más acerbo
dolor con su gasa fúnebre; refrescado por las auras regeneradoras
venidas de África, ha podido encontrar su perdida fuerza en el
entusiasmo universal. ¡Bendita sea la pluma que así sabe
interpretar todos los sentimientos buenos, nobles y sublimes de su
patria!


De
novelas históricas originales (así las bautizan sus infinitos
cultivadores en España) hay en ella materiales para alimentar de
combustible todos los hornos de cal de la monarquía. Por si llega a
verificarse algún día tan donoso escrutinio, recomendamos a sus
futuros ejecutores las de Ibo Alfaro, Ortega y Frías, Orellana,
Tarragó, A. Altadill, Manuel Angelón y demás Walter Scotts de
pacotilla: total = 0. No hablamos de Fernández y González, en quien
admiramos un empuje lírico nada común, fantasía espléndida y rara
fecundidad, porque apenas conocemos nada suyo en este género.


Poco
diremos también de composiciones poéticas.


Aparte
del Romancero de la guerra de Africa, en el cual hay doce bellísimos
romances, y del libro de Recuerdos nuevamente publicado por el
simpático Trueba, que sentimos no haber leído todavía, han llamado
la atención pública de una manera, por cierto bien poco agradable,
los dos poemas últimamente premiados por la Academia de la lengua
con escándalo y ludibrio de la nación entera. No hablaré de unos
ni de otra. Dejemos en paz a los muertos con los difuntos.


A
todo esto, la crítica refugiada en los vergonzantes entresuelos de
los periódicos políticos, o convertida en sosa e insustancial
gacetilla, mal encubre su desnudez de ideas, de convicciones y de
conocimientos con los andrajosos guiñapos de cuatro adjetivos
campanudos, eternamente pegados a varios sustantivos de cajón, y mil
vagas generalidades. Por otra parte: ¿qué podría decir ahora la
crítica sana, severa y leal? Su voz sería vox clamantis in deserto,
y una fiscalización estéril, dolorosa, pesada y sempiterna. Además,
¡cuán poco número de obras contemporáneas españolas son dignas
de que la crítica les conceda los honores de su judicatura! ¡Cuán
pocas entran en la esfera literaria!


Añádase
que la prensa política diaria, con muy contadas excepciones, ha
arrojado ignominiosamente a la literatura de sus columnas, que vivía
en ella casi de limosna, y se vendrá en conocimiento del desairado
papel que esta señora juega en la patria insigne de Pepe Hillo, de
Costillares y del Chiclanero.
Respecto al movimiento literario de
la Península, en los demás puntos, o es en alto grado pernicioso,
como sucede hoy por hoy en Barcelona, o insignificante como en
Valencia, o completamente nulo como en Sevilla, Málaga, Zaragoza,
Valladolid, Palma de Mallorca y en las ciudades de la Mancha y de
Galicia.


Consecuencia
final de nuestras pobres observaciones es, que España, por más que
reconozcamos sus considerables progresos materiales y sociales, ha
retrocedido literariamente. Y si no, preguntamos refiriéndonos a
nuestra restauración del 40, cuando desaparezcan los veteranos de la
citada era,
¿quiénes son los destinados a sustituirles? No
contestamos a esta interrogación para no descender al terreno de las
personalidades. El tiempo contestará por nosotros.