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jueves, 28 de octubre de 2021

XVII. LAS DISCIPLINAS.

XVII. 

LAS DISCIPLINAS. 


Quoniam ego in flagella paratus sum

et dolor meus in conspectu meo semper 

Quoniam iniquitatem meam anuntiabo: 

et cogitabo pro pecato meo. 

Ps. XXXVII. V. 18. 19. (Psalmo, salmo 37, versículos 18-19)


Voy a revelaros una historia muy sencilla, y que ciertamente os impresionaría si la hubieseis oído como yo de la boca misma de uno de sus principales personajes. Podré trasladar parte de sus palabras; pero no el tono de su voz, ni el calor de sus expresiones, ni la energía de su profundo sentimiento. Entonces era el corazón que hablaba, ahora es un eco impasible y frío que vuelve únicamente los sonidos. 

No achaquéis a vanidad el consignar en estas páginas mi piadosa costumbre de permanecer largo rato en la catedral, después que se ha derramado por sus puertas el inmenso concurso que en ella hierve al pasar la procesión del jueves santo. Me gusta contemplar a mi sabor aquel sagrado monumento, resplandeciendo en la soledad, y despertando suavísimas emociones en medio del alto silencio de la noche. Situado en la extremidad opuesta observo con placer el conjunto de simétricas luces que, a causa de la distancia y de la cortedad de mi vista, parecen entretejer las hebras de sus coronas radiantes, asemejándose a una tela de oro tendida a los rayos del sol. Tal vez las ideas propias de aquella hora y de aquel sitio suspenden una lágrima en mis pestañas, y entonces su sombra aparece en cada una de las luces, y la alfombra de llama que cubre la escalinata se me representa como bordada de extraños arabescos que imitan la pomposa rueda de un pavo real. Hermoso es también ver colgado en medio de aquella nave el enorme lamparón como un sol arrancado de su órbita ordinaria, las sombras de los arcos y columnas que destacan en los muros de las otras naves, y el todo imponente de aquel vasto edificio que se prolonga y pierde en el fondo obscuro de la capilla mayor. Sentado pues allí en un banco, a guisa de artista delante de su modelo, o hincado de rodillas como cristiano delante de su Dios, me entrego a una doble contemplación en que los afectos piadosos y las imágenes poéticas se suceden a porfía sin embarazarse mutuamente, y como que respire una aura deliciosa en que la devoción y la poesía mezclan y confunden sus odoríferos perfumes. Y no creáis que haya necesidad de ser muy ascéticos para saborear la dulcedumbre de este recogimiento, pues por poco arraigado que esté en el corazón el sentimiento religioso, por poco que puedan las fuerzas del espíritu traspasar la esfera de los sentidos, como que aquella noche nos lleve de la mano, y nos conduzca a una región misteriosa, donde si Dios no se deja ver, al menos se deja sentir como el calor del sol en un ciego de nacimiento: y donde el hombre siente a Dios, allí hay poesía, porque Dios es la fuente de lo sublime, y en la expansión del alma fluye suavemente el raudal de las inspiraciones. Aquel suntuoso aparato cuya majestad no disminuye por la escasez de espectadores, aquella soledad en que no estorban los pequeños y aislados grupos que sobre el lustroso pavimento como sombras destacan, aquella quietud profunda no turbada por el leve movimiento de rezagados fieles que vienen todavía a orar o van a buscar su necesario descanso, aquel silencio sólo interrumpido por el pausado, monótono y alternativo canto de unos pocos clérigos que recitan la salmodia, todo esto son, por decirlo así, medios poéticos que allanan el camino a ideas de superior naturaleza. Las impresiones atraen los recuerdos: lo presente hace vivir en lo pasado, y aquella decoración magnifica, mirada al través de la nube condensada por el aliento sucesivo de todo un pueblo, ya se transforma en el Cenáculo, donde el generoso Amigo da el abrazo de despedida a sus amigos queridos, ya la imaginación impelida por el afán de la memoria y por la comparación de las horas, mata de un soplo todas aquellas luces, y vuela al jardín de las Olivas donde el generoso Amigo va a recibir el abrazo de muerte y el beso fatal del amigo traidor. (Judas; Getsemaní, monte de los olivos)

Con estas ideas traía ocupada la mente hará unos diez años, cuando por casualidad, o mejor dicho, por distracción fijé mi vista en un gallardo pero macilento joven, que medio oculto en la sombra del último confesonario, parecía orar con toda la compunción de un penitente, el fervor de un cenobita y la calma de un ángel. Cruzadas ambas manos sobre el pecho y algo inclinada sobre el hombro la cabeza, permanecía arrodillado e inmóvil, como si fuese un busto de piedra labrado para personificar el recogimiento. Mientras le estaba observando sobrecogióme el primer toque de las nueve. Hay esta noche algo de imponente y misterioso en la vibración repentina de la campana horaria, sobre todo para el que está acostumbrado a oírla precedida siempre por la campana de los cuartos. Enmudecida esta, parece que el tiempo ha cambiado de medida, y como son más largos los intervalos de silencio, su interrupción es más brusca o inesperada: así es que a pesar de tenerlo sabido aquel golpe suele causarme una impresión indefinible; pero entonces fue mayor el efecto que produjo en la actitud y fisonomía del joven que yo contemplaba. Sin duda aquel sonido había vibrado en el fondo de sus entrañas, sin duda sería el eco de otros sonidos que marcaron la hora de grandes felicidades o de grandes infortunios, pues le estremeció como si la voz del reloj le profetizase una horrible tribulación. 

En seguida sacó un objeto que no pude distinguir, lo envolvió cuidadosamente, y ocultándolo en sus manos le prodigaba repetidos besos con suma pasión y enternecimiento. ¿Qué especie de superstición sería aquella? Yo veía el movimiento de su pecho, la crispación de sus dedos, el grueso llanto de sus ojos; y vi luego que desfallecido, no pudiendo tenerse de rodillas, tuvo que doblar el cuerpo y hacerlo descansar sobre sus piernas, reclinando en las tablas del confesonario su semblante pálido como el de un cadáver. Lance era este para excitar la curiosidad del hombre más indiferente, y la compasión del más egoísta. Acudí a socorrerle, y tomándole una mano, conocí que apretaba también unas disciplinas cuya humedad me hizo estremecer: creí de pronto que estaban bañadas en sangre; pero no eran sino lágrimas recientes: sangre había también, aunque sus gotas estaban ya secas! Si quedé sorprendido no hay que decirlo: iba a retirar la mano, y el afligido mancebo me contuvo con un ay! doloroso que me traspasó el corazón. Por fin animándole con blandas palabras le saqué fuera de la iglesia, y le conduje al Mirador para que el fresco de la noche, la brisa del mar y la hermosa claridad de la luna avivasen sus medio aletargados sentidos. 

¿A qué trasladar palabra por palabra nuestro coloquio? Bastará decir que fue el origen de una amistad eterna, y que si publico sus arcanos, es para proporcionar a mi interlocutor un nuevo amigo en cada lector que simpatice con una historia tan parca de novelescos incidentes, como llena de candor, religiosidad y sentimiento. Héla aquí como él me la refería. 

“Esta noche en que se rememora la prueba más espléndida del amor divino, fue la noche en que mi corazón se sintió súbitamente henchido del amor humano. No vayas a creer profanación este enlace de ideas, porque el cielo y la tierra tienen cadenas misteriosas que los unen, y feliz el que puede servirse de ellas como de la escala de Jacob, para ascender más fácilmente. Oh! yo había encontrado una de estas cadenas de valor infinito, y en un momento de delirio 

con mis propias manos dividí sus eslabones! Educado en el seno de piadosa familia, llegué a los veinte años tan puro e inocente como otros jóvenes llegan a los quince; mis pasiones dormían el sueño de la infancia, y un hábito de piedad las arrullaba, sin saberlo yo, para que no despertasen. Contento o resignado seguía la senda que se abría ante mis ojos, y la seguía sin imaginar la posibilidad de otra, ni recelarme del cansancio por su monotonía, o del fastidio por su soledad y aislamiento. Nuestro porvenir está detrás de espesa cortina, y nunca me había preguntado: ¿qué es lo que habrá detrás de la mía? Era esto confianza en Dios o reprensible descuido? Fuese una o otra cosa, yo vivía tranquilo, y ahora lloro como el más desgraciado de los hombres; pero si me fuese dado volver a tal sosiego sin esperanzas de conocer el bien que para siempre y por mi culpa he perdido, preferiría vivir la vida de dolor que arrastro, gemir bajo el peso de los remordimientos que me consumen, atravesar este páramo desierto, sin flores, sin luz, sin horizonte alguno, por solo el consuelo de volver la vista atrás, y contemplar la bellísima imagen de felicidad que el cielo me había deparado, y que el cielo justamente me arrebató. 

Dos años (se) cumplen hoy que, disminuida gradualmente la brillante concurrencia que al anochecer inunda las naves de la catedral, me hallaba recostado en una de las columnas inmediatas al monumento, cuando volví los ojos y sorprendido los clavé en una joven, que al lado de su madre permanecía inmóvil y como sumergida en profunda contemplación. Muchos son los corazones cuya suerte ha decidido el aspecto súbito de una beldad; pero había allí algo más que belleza, y esta era la... ¿Diré de un ángel? Oh! esta comparación se ha hecho demasiado vulgar, la han desvirtuado y ya nada significa, la han profanado, y no quiero aplicarla a un objeto que tan justamente la merecía. Su compostura y aseo, su traje elegante al par que modesto, sus finísimos cabellos prendidos con tanta gracia como sencillez me hicieron comprender que aquella joven ni conocía al mundo, ni era del mundo conocida. Quise apartar los ojos; pero aquella visión me tenía encantado: obraba en mí con todo el poder de un magnetismo celestial; destilaba sobre mi corazón un aroma desconocido. Contemplaba aquellas facciones peregrinas en que la delicadeza del contorno se hermanaba tan bien con la suavidad del colorido, y veía en su conjunto un sello radiante de angélica pureza que constituía la hermosura de su hermosura. Fija mi vista sobre ella, y ella de rodillas y con los párpados blandamente caídos, nos parecíamos en algo al bajo relieve de la Anunciación del famoso Berruguete, hasta que un leve movimiento me hizo cambiar súbitamente de postura. Punzábame vivísimo deseo de ver sus ojos, que imaginaba semejantes a los de un serafín, cuando ella de improviso levanta el velo de nieve que los cubría, sus pupilas inmobles se fijan en el santo sepulcro, y un rayo de luz divina reflejando en su azul purísimo viene a iluminar mi espíritu e inflamar mi corazón. Entonces me estremecí, y por un impulso irresistible me arrodillé también, no para adorar aquella mujer, sino para adorar a Dios que la había criado tan perfecta, y me la había allí traído, y hacía rebosar mi pecho de vagas e inefables esperanzas. Como tal vez el pecador vuelve a él cuando en medio de sus fugaces placeres le sorprenden las amenazas del infortunio, así el justo vuela al regazo del sumo Bienhechor cuando ve que le embiste un torrente de felicidad, y se congratula con él, y su alegría misma es ya un tributo de gratitud y un cántico de alabanza. Yo oraba con más fervor, sentía una compunción cual nunca la había experimentado, prorrumpía en lágrimas de bálsamo, como si aquel incremento de ternura y de piedad fuese una emanación, un efluvio de mi amor recién nacido. Oh! qué momentos aquellos en que un joven cuenta por primera vea palpitaciones tan dulces como extrañas, y divisa todo su porvenir al través de la hermosa llama que se levanta en su corazón! Otros amantes los habrán disfrutado parecidos, pero no iguales. 

Estos momentos entrañan las semillas de todas las dichas futuras, y las vicisitudes del tiempo no hacen más que ahogarlas o auxiliar su germinación; pero la vida tiene un confín demasiado estrecho, y como el amante no suele abarcar más que su horizonte, su pensamiento se estrella y se pierde en el sepulcro: no así el mío, que se lanzaba y perdía en la eternidad. Mi fruición en la tierra iba a ser preludio de mi fruición en el cielo, mis dichas perecederas e inmortales se me representaban como añudadas con la mística aureola de aquella joven, que me aparecía visiblemente predestinada, y cuya mano debía de ser también prenda segura de eterna salvación. Estas ideas bullían en mi mente, y pasaba el tiempo sin que apenas percibiera yo su curso, cuando el reloj dio las nueve, y la madre y la hija se levantaron para salir de la iglesia. 

Seguílas sin que lo advirtiesen, paso a paso y con el corazón estremecido, a la manera de Pedro cuando seguía a su divino Maestro preso y maniatado, y como Pedro me quedé solo en el umbral al entrar ellas en su casa. No me había atrevido a hablarlas por el camino, porque mi turbación inexperta podía venderme, y yo no tenía ánimo bastante para aventurar el tesoro de esperanzas que en mi seno llevaba; pero había oído en cambio un metal de voz tan tierno como una súplica a la Virgen, tan delicioso como el tapadillo de un órgano, tan religioso como el toque de la campana que llama a la oración. Había sabido también que aquella joven se llamaba María, y ya que este nombre no sea privilegio exclusivo de la Reina de los ángeles, me parecía entrever en él algo de simbólico que cifraba la pureza de las formas y la mística hermosura de mi amada. ¡Y verla desaparecer sin haberme atraído antes una sola mirada suya, por casual, por indiferente que hubiera sido! Si se hubiesen encontrado nuestros ojos ¿quién sabe si se hubieran comprendido nuestros corazones? y sin este primer eslabón ¿cómo forjar la cadena que debía enlazarlos mutuamente? Y no era probable que una palabra de amor escapada de mis labios la espantase, como a tímida paloma el tiro que retumba en los valles? Ciertamente ella creería que el amor vestía siempre el ropaje de mundanas pasiones, y su aparición improvista la hubiera turbado, como a María la de un ángel desconocido y cubierto con la túnica de los hombres. Era preciso que yo le enseñase mi corazón antes de decirle que por ella ardía. Estas reflexiones me aquejaban en la soledad, y como que aquellas paredes tuviesen una fuerza magnética que no dejaba separarme de ellas. Recordaba al Petrarca, que en ocasión tan parecida se enamoró de su Laura, y tuvo que llorar por tantos años su malogrado amor. ¿Lloraré yo también sobre la tumba de María?.. 

En esto vi acercarse un joven que conocí a la claridad de la luna, observé en su fisonomía algunos rasgos de semejanza con la de mi hermosa desconocida, y no dudé que fuese hermano suyo. Causóme agradable sorpresa este descubrimiento, y confirmó mi sospecha verle entrar en su casa. Entonces me ocurrió un pensamiento, y alborozado fui a recogerme a la mía. 

Anselmo aprendía el dibujo, y resolví luego estudiarlo con el mismo profesor a fin de trabar amistad con aquel, esperando que me franquearía las puertas de su casa o las puertas de su corazón. Una vez dueño de mi secreto, estaba cierto de que en su bondad no cabía la aspereza de deshauciarme. Además, si fallidas mis esperanzas María se negaba a labrar mi dicha en esta vida, a sembrar de flores mi camino a la eternidad, a hacer para mí de este mundo la antecámara del cielo, no me serviría de consolación y alivio pasar al lienzo con mis manos la imagen que veía luminosa en el fondo obscuro de mi pecho, y tener en mi soledad un retrato por única compañía? No hubiera sido fortuna para mí tener siempre a la vista aquel dechado de hermosura para dechado de virtudes? Como lo resolví lo puse en obra, y a las pocas semanas era ya el condiscípulo favorito de Anselmo. Sin hacer del hipócrita, había procurado manifestar mi índole, mis ideas y costumbres bajo el aspecto más favorable, y en cuanto podía amoldaba mi carácter a los sentimientos de mi amigo. Después de algunas horas de estudio salíamos juntos a dar un paseo, entrábamos a rezar en una iglesia, y luego le acompañaba hasta su casa. ¿Cómo expresar mi júbilo cuando él mismo me invitó a subir, y me presentó a su madre y hermana? Parecíame haber atravesado por fin un barranco quebrado por horrendos precipicios y erizado de punzantes espinas, haber vadeado felizmente un río caudaloso y espumante, haber trepado a la cima de escarpado repecho desde el cual se divisaba una senda florida y el término de mi peregrinación. Respiraba el ambiente aromático de aquel nuevo edén, y no temía que me engañase astuta serpiente para arrojarme de mansión tan deleitable. Menudeaba mis visitas, y todavía no había arriesgado una palabra de amor: ocultaba mi fuego, porque aquella cándida hermosura no conocía otra llama sino la del amor divino, y sin embargo yo gozaba una dicha indefinible en aquellas conversaciones en que los ángeles sin degradarse podían alternar con nosotros. Era aquello una especie de beatitud íntima, un éxtasis del alma que tenía a raya los sentidos, un torrente de dulzura que se represaba en el corazón. Cada día admiraba más el talento de María, porque era igual a su hermosura, y a su hermosura y talento les sobrepujaba solamente su virtud. Cada día me embelesaban más su gracejo y su modestia, y mi amor iba creciendo a medida que descubría nuevas perfecciones. Así pasaron días y más días, y sin poder explicar el cómo, puedo decir que por fin nos habíamos comprendido recíprocamente. María me amaba, me lo había dicho sin que esta confesión ingenua empañase en lo más mínimo su pudor virginal, ni avivase con el sonrojo los purísimos colores de su mejilla. Oh! y qué dulce era entonces la vida! Yo había encontrado una perla preciosa como aquella del Evangelio, y estaba seguro de poseerla. Qué diversiones del siglo podrían contrapesar el suave aroma que se destilaba gota a gota en mi pecho al verme junto a ella, cuando por las noches hacía labor al lado de su cariñosa madre, entretenidos los tres en dulces pláticas o lecturas religiosas! Algunas veces las acompañaba por solitario paseo, o al salir de alguna iglesia poco concurrida, porque gustaban de la soledad para sus oraciones como del secreto para sus obras de caridad: les bastaba que su nombre ignorado del mundo estuviese escrito en el libro de la vida. Algunas veces bajábamos al jardín, y regábamos o cultivábamos unos hermosos cuadros de flores, o cogíamos las más bellas para adornar una imagen de la Virgen, que parecía velar junto al lecho inmaculado de María. Algunas veces ella se sentaba al piano, o me leía algunas poesías místicas, y su voz o su mano eran dignos intérpretes del contemplativo León o del patético Mozart. Oh! y qué dulce era entonces la vida! Si en el cielo, donde todo amor se resume y termina en Dios, puede haber no obstante diferencias de cariño entre sus respectivos moradores; si hay un ángel y un serafín que particularmente se amen, tal pudiera ser el tipo de nuestros amores. Yo he amado como los ángeles todo espíritu, y he amado como los hombres todo carne, y sé que los transportes de una pasión satisfecha entre los ardores más vivos de la imaginación y los halagos más seductores de los sentidos, no valen una centésima de aquel divino arrobamiento con que al lado de María paladeaba yo los suaves efluvios de su castísimo afecto. 

Un día habíamos leído las palabras que la reina doña Blanca solía dirigir a su hijo san Luis. Era de noche, y sentados en el balcón respirábamos su fresca brisa, perfumada con el aroma de las flores que subía del jardín, mezclándose con la fragancia de unas macetas de albahaca, y la de una enredadera de jazmines que de toldo nos servía. Resbalaban por entre sus hojas los rayos de la luna, que brillaba en un cielo de trasparente azul como los ojos de mi amada. Yo la estaba contemplando como si nunca la hubiese contemplado. En su alta y despejada frente estaba escrito: modestia virginal, candor angélico, amor divino: y yo lo leía claramente y ni siquiera me acordaba de su belleza exterior, yo veía su alma con una visión intuitiva, y hubiera querido volverme todo espíritu para enlazarme a ella con un vínculo indisoluble. 

- Luis, me dijo, más quisiera llorarte difunto que verte en desgracia de Dios. 

- Sí, respondí sin comprenderla, estas fueron las expresiones de aquella santa princesa. 

- ¿Y por qué no han de ser también las mías? Por ventura en el pecho de un amante ha de caber menos fortaleza o resignación que en el de una madre? 

Esta réplica me desconcertó; conocía yo aquella alma tan sublime como candorosa, y la conocía capaz de heroicos sacrificios. Ella proseguía: Si me ofendieses te perdonaría, sí me abandonases te lloraría, si murieses, vestida de luto rogaría sobre tu sepulcro y aguardaría la muerte para reunirme a ti; pero si por un momento perdieses a Dios, me perderías a mí para siempre. 

- Cómo! y el arrepentimiento? 

- El dolor del arrepentimiento no vuelve el candor de la inocencia. 

- El que ha caído puede levantarse y proseguir su camino, el que ha pecado puede ser todavía un santo... 

- Pero no un ángel. Todos los atractivos de una viuda joven y hermosa no valen la diadema de una virgen.- Yo no sabía qué responderle, porque sus palabras ejercían sobre mí un poder maravilloso, y además sentía por primera vez un peso desconocido que me oprimía el corazón. Pasaba sobre mi alma algo de incomprensible que pudiera ser simbolizado por la nube, que cubriendo a la sazón el disco de la luna, interceptaba su benéfica luz. Penetrado de vaga tristeza incliné mi frente, como flor que siente secarse el jugo que la nutría, porque si bien no percibía la amargura de una amenaza desleída en la suavidad de aquellos acentos, experimentaba con todo la angustia de un presentimiento inescrutable. María no podía verme afligido. Sonrióse dulcemente y me dijo: ¿Por qué estás triste? No sabes que Dios nunca abandona a sus hijos, que sólo es el hombre el que suelta la mano de tan buen padre? Oh! tú tienes poca fé! 

Cuidado que no andarás sobre las aguas. Vamos, ven; si no sirvo para tu consuelo, serviré al menos para distraerte. Y se levantó ligera como paloma que toma el vuelo desde una piedra poco elevada. 

Sentóse al piano, y aunque estaba junto a ella, sus preludios no me disipaban aquel acceso de melancolía; entonces abrió al acaso una partitura y me dijo: 

Vas a cantar conmigo ese dúo. María tocaba medianamente, pero cantaba poco; no quería piezas de ópera, ni poseía un estilo brillante; carecía de recursos artísticos, pero lo suplía todo la dulzura de su voz. Ella empezó Quis est homo qui non fleret. Era el stabat de Pergolessi, esta obra para la cual buscaba el genio las inspiraciones en el fondo del corazón. Era el duettino favorito de María, lamento de dos almas y eco doble de misterioso dolor: versículo lleno de languidez y sentimiento, tan sencillo en sus combinaciones armónicas como penetrante por su inefable melodía. Escuchábala tan asombrado y conmovido que por dos veces no acerté a entrar a tiempo. Al fin unimos nuestras voces; pero yo desafinaba como una cuerda rozada, porque tenía mis ojos preñados de lágrimas y mi pecho de sollozos. La letra y la música redoblaban la tristeza de mi alma predispuesta a sus efectos; así es que a poco de haber entrado en el allegro desmayaron mis fuerzas, prorrumpí en copioso llanto, y no pude continuar. Sobresaltada María dirigióme una mirada llena de ternura y exclamó: Luis! ¿qué es lo que tienes? estás malo?- Oh! la dije, no oyes el chasquido acompasado de estos azotes? No oyes cómo desgarran las espaldas del mansísimo Redentor? Cómo cupo en pecho humano tan bárbara fiereza? 

Oh! este espectáculo es demasiado cruel! Dios mío! Dios mío!

Otras veces había meditado este doloroso misterio, otras veces había oído el arpegio que con tanta propiedad imita el caer de aquellos sangrientos golpes, y nunca me había asaltado terror tan profundo y religioso. ¿Por qué se desvaneció poco a poco esta impresión melancólica al par que saludable? Poco importaba que mermase el raudal de mi alegría, con tal que no se enturbiara el arroyo cristalino de mi amor: ahora no sería mi corazón un cauce estéril cubierto de seca y abrasada arena. 

Orgulloso de mi dicha, orgulloso de poseer un tesoro tan espléndido como el corazón de aquella virgen celestial, no cabía en mí de contento; pero en vez de ser como el avaro que se encierra en su gabinete para gozar el deleite de contemplar a solas el oro de que es dueño, empezó a aguijonearme la loca tentación del vanidoso que cuenta la admiración del vulgo como aumento de su fortuna. El que nada tiene que envidiar quiere ser envidiado. Mi corazón ascendido a una altura inmensa, en vez de respirar con afán aquel aire purificado de toda exhalación terrena, y cernerse blandamente al lado del de María, empezó a sentir su propio peso, y plegando con el descuido sus alas, y adormeciéndose en medio de aquel amor sin temores, sin recelos, sin oscilaciones, dio lugar a que vagos y pueriles deseos se apoderasen de mis sentidos para turbar la calma de aquella fruición bienaventurada. Desde la apacible soledad que nos rodeaba, hasta los puntos infectos de la atmósfera del mundo veía yo una distancia enorme, inmensa, imposible de atravesar, y solamente quería que nos adelantásemos algunos pasos para coger de las flores con que nos brindaba su engañoso camino. María en su inocencia comprendía mejor que yo los peligros que me atrevía a desafiar, y sin que dudase de mi valor, no podía consentir en verme expuesto siquiera a la lucha, porque una herida mía, un solo rasguño la había de lastimar atrozmente. 

Por esto se esforzaba en desvanecer mi desatentada ambición con toda la ternura de su cariño, y resistía a mis lisonjeras insinuaciones con toda la energía de su virtud. - ¿Qué nos falta? decía. Por qué buscar las diversiones del siglo? Teniendo a Dios siento el cielo en mi alma, poseyendo tu amor pruebo todas las delicias de la tierra: el vaso está lleno, por qué verter en él agua insípida que hiciera derramar licor tan exquisito? - Yo enmudecía entonces, me era imposible contradecir abiertamente; pero en mi interior juzgaba demasiado severos sus 

principios: me cautivaba la dulzura de su aspecto y me contristaba la fuerza de su elocuencia, sus razones me subyugaban; pero no me convertían, y quedaba en mis entrañas una semilla perniciosa que lentamente se desenvolvía para inficionar mi corazón. Creíame con derecho de exigir un pequeño sacrificio cual prueba de su amor; yo que nada sacrificaba en prueba del mío! 

Anselmo el hermano de María era un joven totalmente entregado a la piedad. La devoción era, por decirlo así, su pasión dominante, y sin tener crímenes que expiar, reproducía en medio del mundo las austeridades de los antiguos anacoretas. Todas las tardes, como llevo dicho, entrábamos a rezar en una iglesia, y a menudo era esta el oratorio de Padres de la Congregación. Asistíamos al diario ejercicio de la oración mental, al que en días señalados seguía una áspera disciplina. Espectador aterrado e inmóvil de aquel combate sangriento entre la carne y el espíritu, me arrinconaba en un ángulo del templo, me agachaba como soldado cobarde, y no osando respirar el aire negro de aquellas bóvedas que en su obscuridad parecían aplastarme, escuchaba silencioso el chasquido incesante de unos azotes que magullaban espaldas inocentes, ora imitando el movimiento de un péndulo al compás de un canto grave y no falto de animación, ora sucediéndose rápidamente como los golpes de un director de orquesta en una fuga precipitada. Era aquello un ruido atormentador: mis ojos se cerraban como si temiesen ver en las tinieblas, y mis oídos se tendían como para sorprender una queja involuntaria de dolor material; pero estaba rodeado de víctimas sin gemidos, que ofrecían gratuitamente la sangre de sus venas para contrapesar el aroma profano de los placeres del mundo. Era una escena de terrible contraste: aquellos para quienes debía ser menos temible el fallo de la suprema Justicia, clamaban misericordia! misericordia! y junto a ellos dormían profundamente los reos, o quizás les recompensaban con el escarnio la suspensión de la venganza divina. Yo no me sentía con valor para imitarles; pero admiraba a aquellos hombres humildes y sencillos, que alentados por un recuerdo de la Pasión, arrojaban su sangre en la cara de nuestro siglo para avergonzarle de su molicie, como los mártires se entregaron a la muerte para derrocar el paganismo, y los santos de la edad media a inauditas asperezas para domesticar la barbarie de sus contemporáneos. Tal vez creían satisfacer sus deudas, y pagaban por las de sus hermanos, como el Redentor del humano linaje. 

Nunca había empuñado unas disciplinas: testigo ocioso y mudo, padecía en esta escena de la que sólo conocía las tinieblas y el ruido, y ansiaba la salida de la luz, que, como la del sol, debía serenar aquella tempestad de sangre; pero desde que al lado de María un presentimiento obscuro vino a turbar el júbilo de mi alma, hasta la idea de semejante maceración me era un martirio insoportable. Salíame por lo mismo y aguardaba a mi amigo en las afueras de la iglesia. 

A poca distancia está el teatro: acercábame a la rampa inmediata, y desde allí oía subir un canto tan delicioso, una voz tan hechicera que me atreví en mi interior a compararla con la de María. No tuve ni la previsión ni el ánimo de Ulises, y escuchaba a la encantadora sirena atónito, embelesado, aproximándome cuanto podía; y luego que finalizada el aria estallaba una tempestad de aplausos, palmoteaba yo también a mis solas como un demente, y se agitaba todo mi cuerpo como el de un convulso. Esta sensación de un placer desacostumbrado fue el primer secreto que guardé para mí mismo sin confiarlo a María. Hostigábanme vivos deseos de escuchar aquella voz desde más cerca y presenciar un espectáculo no visto. Podía muy bien ser esto un deseo inocente; pero satisfaciéndolo me exponía a disgustar a la que de tan suaves delicias empapaba mi corazón, y ese temor no me contuvo. Abrióseme un mundo desconocido, y entré en él moralmente deslumbrado: a cada momento una nueva impresión, a cada impresión un nuevo hechizo, y cada hechizo debía costarme una lágrima! Oh! estos recuerdos que tanto me acongojan son el reverso de aquellas imágenes que tanto me seducían: soy como una avecilla que cruelmente herida se escapa de las fauces mismas de la serpiente que la fascinaba, y me duele contar uno a uno los síntomas de mi fascinación. 

Una actriz llegó a transformar todo mi ser, perturbó mi razón, derrocó mi virtud, y entibió, resfrió y casi extinguió mi purísimo amor. 

Serafina con su aspecto de ninfa, su talle de sílfide y su voz de maga me arrojó del cielo a la tierra. Era una beldad completa según el mundo, y hubiera podido servir de tipo ideal para una deidad mitológica, así como María para el de una santa cristiana. Al presentarse en las tablas, me sorprendió como el ángel de las tinieblas cuando aparece disfrazado con su ficticio manto de impalpable luz, y me quedé con mis ojos tan abiertos como mis oídos. Maravillábame la sonoridad de su voz, el lujo de sus modulaciones, la suavidad o energía del tono, el claro obscuro de la melodía, la voluptuosidad del sentimiento, y ya no comparaba todo esto con el celestial acento de María, porque entonces la tenía olvidada. 

Las últimas notas de su canto fueron interrumpidas por un coro estrepitoso y universal de bravos y palmadas, entre los cuales descollaban mis aplausos como una voz estentórea en armonioso concierto. Llevado de mi entusiasmo habíame puesto de pie, y en aquel acceso de delirio interpreté a favor mío la mirada de fuego y la sonrisa de orgullo que Serafina a todo el público dirigía. Salí del teatro medio enloquecido. ¿Por qué no comparaba la exaltación febril de mis ideas, las violentas sacudidas del corazón, el torbellino de fuego que volteara mi alma al aspecto de Serafina, con el tranquilo arrobamiento, el deliquio de felicidad inefable, la blanda inmersión en un lago de leche y miel que produjo en mí la vista de María? 

Desde entonces el placer de la ópera iba robando una y otra noche a la fruición más pura de platicar dulcemente con María. Mi tentador y mi custodio me brindaban los dos cada uno con su copa de amor y delicias, y yo de cuando en cuando seguía al primero, y dejaba a María que en su soledad lamentaba tal vez mi ausencia. Sí, ahora sé que en mi ausencia lloraba, porque en nuestras conversaciones había resonado sobradas veces el nombre de Serafina. 

¡Y siempre era yo quien lo profería! Decía a mi amada que debía oír aquella voz, y aprender su brillante estilo para progresar en el canto, y ella me respondía: Cómo! Luis, ¿no te basta lo poco que sé para despertar religiosas emociones en tu pecho, para arrullarte cuando te aduermas en mi regazo, para consolarte en las tribulaciones que a Dios plazca enviarnos? Oh! yo creía que mi voz sola sería para ti como el harpa de David que tranquilizaba el ánimo agitado de Saúl. - A pesar de estas dulces reconvenciones, persistía en mi loco empeño, alteraba más y más el concierto unísono de nuestras voluntades, y abatía más mi vuelo hacia la tierra, cuando ella seguía con más firmeza remontándose a una esfera celestial. María incapaz de concebir ignobles celos, porque su amor vedaba el paso a la desconfianza, me sonreía dulcemente, me acariciaba como a un hermano enfermo, me prodigaba la ternura de una madre, porque mi vista la alegraba y quería me alegrase la suya; pero el nombre de Serafina, que en mi ceguedad tantas veces repitiera, fue una flecha emponzoñada que se clavó en su corazón. Lloraba a solas para ocultarme su tristeza, y Dios era su solo confidente: porque Dios o yo podíamos ser únicamente sus consoladores. 

Ella lloraba, y yo aplaudía una cantatriz! 

El camino del mal se anda rápidamente. Yo conocía a Serafina, visitaba su casa, arrojaba suspiros de fuego en su presencia... yo la había pedido un amor que ni era su mano ni su corazón. Y ella se había sonreído! Se negaba a mis instancias; pero ni leve sombra de rubor virginal había velado su semblante. 

La esperanza del triunfo me abrasaba, y reía yo convulsamente, como si imitara la risa de Satanás que en sus redes me tenía envuelto. 

Anochecía una vez, cuando fui a su casa creyendo encontrarla sola, y la hallé rodeada de amigos y compañeras que con descompuesta alegría se entregaban a los placeres de la mesa. Invitáronme y aun forzáronme a participar de los relieves de la orgía. Licores exquisitos, variados y numerosos se sucedían sin intermisión alguna. No acostumbrado a tales escenas me avergoncé de confesar mi templanza; fui hipócrita del vicio, y abandonóme allí la razón como en su umbral me había abandonado la virtud. Me es tan imposible recordar lo que en mi interior acontecía, como lo que a mi vista pasaba; sólo sé que Serafina se levantó, pasó a otra pieza, y poco después vino a mí con un cuaderno de música arrollado en sus manos: 

- Caballero, me dijo, esta es la sinfonía que Vd. busca. 

- Bien, respondí sin comprenderla. 

- Esta noche estudiará Vd. el adagio hasta tocarlo perfectamente, no es verdad? 

- Estudiaré... 

- Vamos, esta noche llegará Vd. al allegro. 

Y diciendo esto se reía como una loca, y luego con un tono entre profético y burlón añadió: 

- Estamos? el adagio, después vendrá el allegro. 

Yo nada adivinaba, mudo como un estúpido, tenía mis ojos clavados en ella, y ella me miraba también con enigmática sonrisa, me hacía guiños misteriosos, y dándome una palmadita en el hombro me despidió. 

Hervía la sangre en mi cuerpo como si la calentase un fuego infernal, sentía un vértigo espantoso en mi cabeza, y ebrio, ebrio como estaba, entré en la casa de María. Sola en su aposento la casta paloma no aguardaba seguramente que viniese el dueño de su amor transformado en odioso milano: me presenté a ella con precipitada acción, y si no la asustaron mis torcidos pasos, debieron de asustarla mis desencajados ojos: mis ideas estaban confusas, traía un caos en la mente y una hoguera en el corazón, y arrojándome súbito a sus plantas no sé qué expresiones me dictarían Satanás y mi embriaguez, sé tan sólo que la arrebaté una mano, y que diciendo: Serafina! Serafina! iba a mancillarla con impuro beso. Sacudió ella la mía como si fuera la de un condenado, y exclamando: Jesús de mi corazón! cayó desvanecida en el sofá. 

Azorado por aquel grito me levanté, y sin saber quizás por qué lo hacía, abrí una ventana dando así lugar a que una corriente de fresca brisa acariciase el descolorido semblante de María. Aunque tenía apenas conciencia de mí mismo, su repentina palidez me impresionó vivamente como si fuese la de un cadáver. Al mismo tiempo atraída por el grito acudió la criada, y al ver el desmayo de su señorita volvióse luego y vino corriendo con un vaso de agua en una salvilla. Descubrir el agua, abalanzarme al vaso y bebérmelo hasta la última gota fue obra de un momento. No menos indignada que sorprendida mirábame la criada con el asombro que debió de causarle mi grosería, y yo la miraba también sin comprender su asombro; pero aclarándose un poco mis ideas conocí mi desatentado proceder, y murmurando no sé qué escusas desaparecí inmediatamente. Pocos minutos después yo dormía en profundo sueño, y María derramaba profundo llanto. Solo ya Dios podía ser su consolador. 

La mañana siguiente empecé a reflexionar sobre mis desaciertos: miraba mi corazón, y al verlo tan cambiado le conocía únicamente porque reflejaba aún la imagen de María; pero la reflejaba como un espejo empañado, y además divisaba en su fondo otra imagen que atraía demasiado mi atención. Creía haber substituido solamente el amor de Serafina al amor de la virtud; pero este y el que profesaba a María eran dos afectos gemelos que se nutrían de un mismo jugo y aspiraban un mismo aliento, que enfermaron a la vez y no podían sobrevivirse por mucho tiempo. Corrí a ver a mi ángel para atenuar los efectos de mi última locura, confiando más en su bondad que en mis disculpas, y al tocar el umbral de su casa creíame aún virtuoso y amante, porque tomaba los recuerdos por el sentimiento. Halléla postrada en su lecho y abrasada de calentura: los padecimientos de su corazón habían rebosado por todo su cuerpo. Al verme se conturbó, como si apareciese en mi rostro la fealdad misteriosa de un alma en pecado: ocultó el suyo entre las almohadas, y exhaló un gemido que hubiera traspasado un pecho de bronce. Un momento que su madre nos dejó solos volvióse a mí exclamando: 

- Luis! Luis, qué has hecho? Por qué has mancillado un corazón que era mío? Dónde está tu inocencia? 

- Oh! le dije, no creas a tus ojos... estaba desposeído de mi razón... todavía soy inocente.

- Delante de Dios? 

- María! 

- Ya no te es posible ocultarme la verdad, esta verdad cruel que me ha secado todas las flores de la tierra. Todo lo sé: toma y lee. 

Y sacándolo de entre las sábanas, puso en mis manos un cuaderno de música, y me enseñó un papelito, pegado con oblea junto al adagio de una sinfonía, en el cual estaban recientemente escritos esos versos. 

Rondaba a las doce 

la calle desierta, 

y empuja la puerta 

osado el galán. 

A su ídolo bello 

encuentra que vela, 

y el premio que anhela 

sus brazos le dan. 

Y el cuaderno lo había traído yo a su casa y olvidado en mi turbación, y el billete era letra de mujer, letra igual a una firma de Serafina que se veía en la portada. 

Confundido, aterrado como si un rayo hubiese caído a mis plantas, cubríme la cara con ambas manos, e inclinándola cuanto pude, exclamé: Perdón! Perdón! 

- Sí, pídelo a Dios, que rogaré yo también para que te lo conceda. 

- Y el tuyo? 

- El mío?... va unido al de Dios. Vuelve, Luis, vuelve al camino de la virtud, y ya que nos despedimos para siempre en este mundo, nos encontraremos dichosos en el umbral de la eternidad. 

- Qué me anuncias? Serías tú más inflexible que Dios mismo? 

- Dios no cerró las puertas del cielo a Adán penitente; pero sí las de su primer paraíso. Y yo he perdido para siempre este paraíso de delicias que mi imaginación había creado! Y tú has cubierto de lodo esta imagen de felicidad que en mis sueños me sonreía! Cuán halagüeñas eran mis esperanzas, y han desaparecido con tu inocencia! Y he de enterrar ese tesoro de amor que en mi pecho guardaba? Oh! en esta vida sólo me restan dos días hermosos, tranquilos y solemnes, el de mi sacrificio y el de mi muerte... Cúmplase la voluntad de mi Dios. 

Diciendo esto, una lluvia de lágrimas inundaba sus mejillas: yo estaba afligido también, aunque mi dolor no era tan intenso, tan profundo, tan religioso cual debiera serlo. No conocía entonces la altura de mi caída, no sentía todo el peso de mi oprobio. Mi ángel malo me hablaba al oído, y me hablaba de Serafina, y yo releía con mi imaginación aquel billete con que una mujer me despedía y otra se entregaba a mis impúdicos deseos; y en aquella hora de tinieblas mi corazón seducido por el apetito, como el pueblo de Israel por los fariseos, exclamó en su horrible silencio: Viva Serafina, y muera María. Eso no obstante quise replicar, y 

amontonaba palabras y palabras, disculpas, increpaciones, protestas, lamentos, falsedades: resortes mezquinos para doblar la resolución de María. Convertido en amante vulgar, se me había trascordado hasta el lenguaje de mi primitivo amor; y ella callaba, y la ternura de su mirada era un sarcasmo insufrible de mi infidelidad, y su entereza y resignación reconvenciones acerbas de mi criminal flaqueza. 

Desde aquel día fueron perdidos todos mis afanes para ver a María. Siempre que por ella preguntaba a su madre o hermano, me respondían que quería estar sola en su aposento. Yo examinaba su gesto, sus miradas, el tono de su voz para inferir si algo sabrían de mis desmanes, y nada traslucía: ignorábanlos sin duda; pero mostrábanse tristes y desabridos conmigo, y la madre lloraba algunas veces. Su reserva y la conducta de María me traían inquieto, irritado, 

furioso, y para vengarme corría a buscar el olvido al lado de Serafina, como si en tal paraje pudiese residir mi felicidad, o pudiese yo con aquel olvido sanear la pérdida enorme que mi alma experimentaba. Una tarde me presenté a Anselmo, y con aire altanero exclamé: ¿Dónde está María? quiero verla, es mi futura esposa. Miróme él con sonrisa de compasión que tomé por ironía, y repuso: 

Su futuro es Jesucristo, mañana mismo toma el velo en el convento de capuchinas. No respondí, porque había perdido la palabra: volvíle bruscamente las espaldas, y no diré salí, con desatentada furia huí de aquella casa. 

Atravesaba calles y más calles, iba sin saber adonde, y no comprendía lo que en mi corazón pasaba. Creía haber apartado de mi camino un obstáculo invencible, creía haber sacudido una pesada cadena, y me daba el parabién, y quería reírme, y lloraba lágrimas de hiel. Sentía una necesidad irresistible de movimiento, y vagaba rápidamente por los parajes más desiertos de la ciudad, como si un torbellino me arrastrase, o pesara sobre mí el anatema del judío errante; pero sentía también una necesidad mayor, y era la de hablar a María, y daba vueltas y más vueltas a mi imaginación para encontrar un medio conducente. A una hora muy avanzada de la noche, molido de cansancio, me encontré debajo del balcón de su aposento, permanecí largo rato, y cuando vi iluminados sus cristales, empecé a silbar de una manera muy extraña, como varias veces lo hiciera delante de María. A mi tercer silbido abriéronse las puertas, y ella apareció: nunca tan hermosa, nunca tan aérea, nunca tan  celestial. Bañábanla con todo su esplendor los rayos de la luna, añadiéndole un encanto indefinible, y reverberando en una lágrima que corría por su pálida mejilla. María juntó sus manos, entrelazó sus dedos, y fijando sus ojos sobre mí, exclamó tiernamente: Luis! adiós: y luego levantándolos al cielo, y señalándomelo con el índice de su diestra, añadió: allí te espero. Y desapareció como una visión bienaventurada, y las puertas del balcón se cerraron sobre mí como la losa de un sepulcro. Yo me había puesto de rodillas sobre una piedra, y no sé cuanto tiempo perseveré en tal postura; sólo sé que a la mañana siguiente encontré mi lecho empapado de acerbo llanto. 

María inmolaba los recuerdos de su amor purísimo en las aras del inmaculado Cordero, y yo inmolaba también los míos en las aras de un ídolo mancillado, esperando de día en día que su activo fuego los consumiese enteramente. 

Para abreviar este plazo abandoné los amigos virtuosos, las prácticas de piedad, las meditaciones religiosas; porque toda idea celestial, toda idea de virtud traía a mi memoria la de María, y yo luchaba para olvidarla, y por desgracia algo conseguía. Algunas tardes como que una mano invisible me arrastrase a la iglesia de capuchinas, y allí en aquella soledad, sin saludar siquiera a Dios, me sentaba en un banco, figurábame aquellos silenciosos corredores, aquellas celdas estrechas, aquel áspero yermo incrustado en una ciudad bulliciosa y regalada, y preguntábame: dónde estará ahora María? 

en qué labor se ocupa? qué libro lee? debe de acordarse de mí como yo de ella? Y pasaban horas y horas; mas de repente salía yo de mi arrobamiento, despertaba de aquella especie de sonambulismo, y como tales ideas me daban pavor, echaba a correr, y tomaba por refugio la casa de Serafina: y allí me esforzaba tanto en aturdirme, era tan descompasada mi alegría, que mis compañeros, libertinos de corazón, libertinos a sangre fría, hasta envidiaban mi suerte. Pero aquellos éxtasis de amor y angustia no eran ya más que las últimas llamaradas de una lámpara moribunda. 

Llegó el jueves santo: mi corazón apenas reconocía ya al primer aniversario de su amor, y este día se deslizaba sin que me conmoviese la doble solemnidad de que para mí estará siempre revestido. No tanto por devoción como llevado de la costumbre fui por la tarde a visitar los Sagrarios, y habiendo entrado casualmente en la iglesia de capuchinas cuando ya sólo ardían dos velas en el tenebrario, aguardé por mero pasatiempo una función terrible que debía influir poderosamente en mi destino. Sin duda la Providencia me retenía allí, a pesar de mi anterior repugnancia, de mis obscuros presentimientos, de mi horror misterioso a la idea de una flagelación voluntaria. Concluido en el coro el rezo propio de aquella tarde empezó de nuevo con lenta monotonía el salmo Miserere, no acompañado del arpa de David, sino del rechinante son de unos instrumentos de martirio, cuyas repetidas vibraciones desgarraban materialmente las carnes de vírgenes delicadas, y herían más bien que los oídos el corazón de los circunstantes. El mío cubierto de una túnica de hielo se estremecía también; pero sus lánguidas convulsiones no rompían la corteza de indiferencia que limitaba su acción. Sentía en lo más profundo una especie de escozor, de inquietud, de vaga ansiedad, un no sé qué indescifrable, y como si pretendiese apresurar el fin de aquella escena, cogí el manubrio de una enorme carraca que tenía a mi lado un muchacho, dije a otros que volteasen las suyas, y sin respeto al sagrado Monumento, ni miedo al escándalo de los fíeles, se reprodujo súbitamente el simbólico ruido de las tinieblas, sobresaliendo en medio de aquella breve y estrepitosa algazara mi peculiar silbido. No bien hubo cesado aquella explosión, cuando oí más distinta la voz de María que trémula, desentonada y congojosa descollaba en la lúgubre salmodia, y al mismo tiempo advertí que los golpes de unas disciplinas se iban acelerando con espantosa fuerza y rapidez: pocos versículos después un gemido apagó aquella voz, suspendió aquellos golpes, y como que extraños murmullos interrumpiesen el canto y detuviesen los brazos de sus compañeras. Algo de misterioso había sucedido, y salí de la iglesia sin traslucir aquel arcano. Triste ceguedad la mía! Habíase derramado sangre, y era la sangre de mi nueva redención, y por no haberme salpicado los ojos, no me había vuelto (devuelto) la vista como a Longinos se la volvió la de Jesucristo. 

(El centurión que le pinchó el costado a Jesús, Longinos, estaba casi ciego. La sangre de Cristo le tocó la mano a través de la lanza y recuperó la vista)

Longinos, santo, centurión, Jesucristo, sangre, ciego, ceguera

Transcurrieron dos semanas, y acababa de recibir cita de Serafina para una cena espléndida y bulliciosa, cuando un recado de la abadesa me llamó al convento de capuchinas. Perdíame en extravagantes conjeturas que se transformaron en vaga zozobra, veía en aquel recado un enigma tan angustioso como obscuro, y mi imaginación recorría una serie de calamidades sin sospechar nunca la verdadera: la habría rechazado por imposible. Bajó la abadesa al locutorio, y al fúnebre tañido de las campanas la nueva fatal cayó de lleno y de una vez sobre mi corazón. La buena madre lloraba a su hija predilecta, me refería una a una sus virtudes... yo ni lloraba, ni oía... estaba petrificado. La fervorosa novicia, acometida el jueves santo de un largo desmayo, primer síntoma de su enfermedad mortal, revelara en parte a la abadesa los indecibles sufrimientos de una lucha acerba, incesante, abrumadora; pero impotente para hacerla cejar ni un ápice, ni arrepentirse un momento de su resolución. En sus últimas horas le había rogado encarecidamente me entregase sus disciplinas como legado piadoso, durmiéndose después tranquila y risueña en el ósculo del Señor. 

¿Quién tan endurecido dejara de responder a tan afectuoso llamamiento a la virtud? Volé a la iglesia, y un torrente de gracia fluía en mi alma, a la par que un torrente de lágrimas salía por mis ojos. Mi amor y mi devoción eran dos afectos gemelos que habían muerto cuasi juntos, y juntos resucitaron... pero ante el cadáver de María. 

Oh! estas disciplinas son algo más que la dádiva de un amante; son la reliquia de una santa, el recuerdo de un sacrificio heroico, la prenda de un amor celestial: son mi verdadera riqueza, mi único tesoro. A ellas debo mi conversión, les debo mis dulces lágrimas de amor y arrepentimiento, les debo mis esperanzas de salud eterna. Quién me reconvendrá por entregarme a los rigores de la penitencia? María inocente me aguarda en el término del camino. Si mi carne desfallece, la vista de la sangre que bañó estas disciplinas basta para darme el aliento que necesito. He perdido las flores del amor, y deseo conservar estos abrojos, y vivir largamente para expiar largamente un crimen que me arrebató la mayor felicidad de la tierra.”

Así concluyó el desgraciado mancebo. Si esa historia no ha podido interesaros, no lo achaquéis a su índole especial, culpad más bien a su segundo historiador que no habrá tenido arte bastante para contarla. No juzguéis inverosímiles sus personajes por seros desconocidos, ni dudéis de la verdad de sus sentimientos por la extrañeza de su carácter. No se niega la existencia de un manantial por no haber gustado sus aguas. 


FIN.



sombra, ciprés, Tomás Aguiló, kindle

martes, 26 de octubre de 2021

XVI. EL INFANTE DE MALLORCA. 1362.

XVI. 

EL INFANTE DE MALLORCA. 

1362. 

I. 

Quien hubiese visto a mediados del siglo XIV una torre de siniestro aspecto engarzada con el palacio menor de Barcelona por medio de una antigua galería, tal vez hubiera experimentado una sensación desagradable que no le dejaría reposar en ella sus miradas. Mas, si vencido de la curiosidad, observaba el grueso de sus muros al través de su única ventana, guarnecida de espesas verjas a fuer de pestañas en el ojo de un cíclope, y su robusta puerta de encina claveteada de bronce con el doble candado que de ella colgaba, fácilmente adivinara el fin para que servía. En la época a que nos referimos, no lejos de esta puerta había además, casi a la altura de un hombre, una ventanilla ojiva, cruzada por dos barras de hierro, que daba en la galería donde algunos almogávares desparramados eran seguro indicio de que la torre estaba ocupada. Mas ¿quién era su huésped? Conocíase desde luego únicamente que pertenecía a una clase muy elevada: aquella torre era a una cárcel lo que un mausoleo a una tumba. Pero podía dudarse muy bien si aquellas bóvedas absorbían las quejas de la ambición impotente o las reclamaciones de la justicia ultrajada, si allí se sacrificaban las temerarias exigencias de algún revoltoso barón, o los legítimos derechos de algún príncipe desgraciado. La víctima estaba cubierta con el velo del misterio, y pasaban años y más años sin alzar siquiera la punta del cendal. 

Un joven de hermoso semblante, majestuosa estatura y gallardo continente respiraba en aquel encierro un aire que agostaba la flor de sus días. El sello de tristeza grabado en sus nobles y bien contorneadas facciones, aparecía más profundo al paso que se encarnaba en su corazón la pesadumbre que lo roía. Doce años y medio transcurrieron desde que se le trasladó de un campo de batalla a un pobre lecho, de aquí al fuerte castillo de Játiva, y otro suceso no le había acontecido más que el variar de prisión. 

Cuando el sol desaparece, y en lo postrero del horizonte se extinguen las últimas huellas de su luz, el tinte blanquecino que cubre el azul de los cielos, las pausadas ondulaciones de la brisa como cansada ya de respirar, el silencio de la naturaleza soñolienta, interrumpido levemente por el monótono rumor de lejanas olas, convidan al triste a saborear el sentimiento de sus penas. 

En aquella hora taciturna y descolorida, ideas también sin color, vagas e indefinidas ruedan lentamente en la fantasía, y se reúnen en melancólico grupo recuerdos confusos de lo pasado y obscuros presentimientos de un amargo porvenir. Apoyada su frente en los hierros de la ventana, tendida sobre la espalda su lacia cabellera, clavada en el horizonte su lánguida mirada, sin distraerse con el ameno paisaje que ante ella se desplegaba, recorría el desgraciado joven la tristísima hilera de sus días, y al verlos todos uniformes, todos igualmente sombríos y desconsoladores, envueltos los de más cerca en la obscuridad del calabozo, perdidos los de su infancia en la obscuridad del olvido, sentía desfallecer sus fuerzas, y dejábase caer en aquella especie de postración y anonadamiento que seca el llanto en los ojos y ahoga los suspiros en el corazón. En aquella soledad y aislamiento era muy importuna la única compañía de sus recuerdos. Todos se le presentaban con una fisonomía tan ruda como la de sus guardadores: uno empero se alzaba puro y hermoso, y a él se asía como un náufrago a una tabla que no puede salvarle. Su memoria traspasaba de un salto un período de doce años y el anchuroso espacio que ocupa un brazo del Mediterráneo. Transferíase a otra región, a una casa de campo donde fue acogido después de sangrienta y desastrosa batalla, y recordaba con un sentimiento de gratitud, la ternura, la afectuosidad y el esmero con que le fueron curadas sus heridas. Una hermosísima doncella, que reunía los atractivos más hechiceros de la juventud a su candor de niña, velaba a la cabecera de su lecho, cual pudiera hacerlo con el hermano más querido. Él no sabía si aquella esbelta criatura compartía los cuidados de su existencia con su ángel custodio, o si era este que le había aparecido bajo tan risueñas formas. Pero cuando sus enemigos le arrancaron de aquella estancia para hundirle en un calabozo, vio dos hilos de transparentes lágrimas que corrían por sus mejillas, y estas lágrimas despertaron en su pecho un sentimiento profundo que participaba a la vez de amor, de agradecimiento y de adoración. La escarcha del infortunio que había ajado todas las flores de su corazón, respetó esta quizás porque era la más hermosa, o porque ella sola equivalía a un jardín. La mano que todo se lo había destruido era impotente para borrar este recuerdo, y el infeliz joven parecía desafiar a la suerte cuando se sumergía en la contemplación del objeto real o fantástico de sus amores. Complacíase en darle un nombre sonoro que regalase sus oídos, inclinaba su cabeza como para mirarla dentro de su pecho, enviábale un suspiro cual si aguardase respuesta, y soñaba a veces una diadema sólo para que sirviese de adorno a la ondulosa cabellera de su amada. 

De repente hirió sus oídos en medio de una sonora carcajada el nombre de Mallorca. La explosión de un trueno no le hubiera sacado con más prontitud de su delicioso arrobamiento. Había cerrado ya la noche, y al volver la cabeza advirtió en su negra estancia, un gran resplandor que parecía dibujar en gigantescas proporciones el escudo de oro de un cruzado. Al pie de la ventanilla los almogávares habían encendido una hoguera, y calentándose dos de ellos platicaban amistosamente. Sin duda alguna habían pronunciado aquella palabra que le atraía como un conjuro, y acercóse luego, y reprimiendo su aliento escuchaba con la mayor atención. 

- No hay que reírse, Fortún, en Mallorca estuve, y el buen suceso de aquella jornada se debió a mi valor, o si quieres a mi sangre fría. 

- Como que para dispersar aquella bandada de cuervos se necesitase la persona de Jimeno! No dijera más el mismo Riambao de Corbera

- No eran todos cuervos. Águilas reales había también en la bandada, y agradézcase a Jimeno el que no hayan echado a volar otra vez por esos aires de Dios. 

- Es decir que las desplumaste. 

- O que las torcí el cuello. 

- Santa María de Valverde! Con que tú fuiste?... Pero no es posible. Tu casco por las mellas y remiendos se parece a una sartén vieja, y ni siquiera te lo han adornado con una pluma, aunque hubiese algunas de sobra en el rabo de un gallo. 

- En efecto, respondió Jimeno, quitándose el casco y mirándolo con cierto aire de gravedad y sentimiento. Tan mondo está como la capucha de un fraile! y a fé que no sentaría mal una cimera en el yelmo de quien asegura una corona. Pero esto se tiene uno de servir a buenos. 

- Hombre, tu lengua no perdona a los Reyes. 

- Ni mi espada tampoco. 

- Pobre príncipe! me da lástima su menguada suerte. 

- ¿Y por qué no había de morir como soldado quien peleaba como un soldado? Cuerpo de Dios! Crees tú que sus golpes de maza eran descargados por algunas manos de alfeñique? Válgame el ser más listo que un gamo. Por poco no me coge con uno de ellos y me hace saltar los sesos por las orejas. 

Pero D. Jaime no tenía ya más que tres caballeros a su lado, y un bote de lanza le derribó del caballo sin sentido. Entonces dije para mí: este Rey se ha encasquetado tan fuertemente la corona, que para arrancársela de cuajo es preciso cortarle la cabeza: y lo hice. 

- Padre mío! padre mío! 

Al mismo tiempo que resonaron estos gritos, reuniendo en un sonido los acentos del horror y de la piedad, de la indignación más violenta y de la amargura más profunda, salió por la ventanilla una mano cuyos dedos enredándose en los cabellos del almogávar semejaban las garras de un león hambriento asidas a una presa fuera de su jaula. La rojiza luz de la hoguera daba una expresión terrible a aquel semblante en que se hundían los hierros de la reja, a aquellos labios que sin cesar repetían: asesino! asesino! a aquel nervudo brazo que con vigorosos esfuerzos pretendía quebrantar en las piedras de la torre la cabeza de su enemigo. 

Fortún hubiera terminado prontamente esta escena: iba a descargar su azcona sobre aquella mano, pero al mismo tiempo oyóse el ruido de llaves y de pasos en la galería, viéronse acercar dos personas, y otro de los almogávares exclamó: el Rey. 

Acompañábale el alcaide Nicolás Rovira cuya dureza de corazón estaba en armonía con la aspereza de sus facciones. 

El Infante de Mallorca soltó su presa para no ver dos semblantes que le horrorizaban más que el del asesino de su padre. El Rey D. Pedro (IV de Aragón; el del punyalet, puñalete) le arrebatara una corona que había columbrado suspendida sobre su cuna, el alcaide hasta la esperanza de recobrarla. Aquel hombre parecía el ojo del usurpador clavado siempre en su víctima, que velaba incansable sobre ella y espiaba hasta sus menores movimientos. 

Venís a complaceros en mis padecimientos? les dijo al verles entrar en su prisión. Sobrado triste es mi vida en la soledad, no la amarguéis más con vuestra presencia. 

- Sobrino, le dijo el Rey con suave acento, como si aquella palabra no diese un colorido más negro a su violento proceder. 

- ¿Y aún osáis recordar unos vínculos que con sacrílega mano habéis roto? Sobrino llamáis al que tenéis aherrojado aquí como el más vil esclavo, como el más facineroso de vuestros reinos? La tiranía que usáis conmigo revela cuanatroz fue la injusticia que ejercisteis contra mi padre, y ¿os atreveríais a llamarle hermano? 

- Tu padre, cuando reconoció sus yerros, encontró mis brazos abiertos para recibirle, y mis labios no pronunciaron sino palabras de misericordia. 

- Pusisteis un poco de miel en el borde del vaso para que lo arrimase a su boca y sorbiese toda la hiel de que estaba lleno. Qué yerros había cometido? Pretendéis vos que un hijo crea en las calumnias que se forjan para empañar la memoria de su padre? Le rodeasteis con unos muros que se estrechaban cada día más, le atraíais como una serpiente que fascina a una avecilla, le llamabais a vuestros brazos de hierro para estrujarle entre ellos. Oh! vos sois cruel y astuto. Le cercasteis de lanzas y de traidores, y escribisteis ya su condenación en el rostro ledo y cariñoso con que le recibíais. ¿Por qué no rechazarle como enemigo, si enemigo era vuestro; o acaso os halagaba más verlo humillado que vencido? Aquel momento de debilidad en que confió su suerte al hermano de su esposa, le acarreó tamañas desdichas. Seguramente ahora pisaría el reino que el cielo le había dado, tal vez ahora os amedrentaría desde su trono. 

- Infante, tú deliras con ese trono. Nuestro abuelo el Conquistador no debía tener más que un heredero, y este soy yo. La imprevisión de tu padre remedió la de aquel sabio monarca: después de haber quebrantado los pactos de la infeudación (tratado de Perpiñán, 1279: rey de Mallorca Jaime II vasallo de Pedro III) era inútil su arrepentimiento... 

- Arrepentimiento! de qué? De haber sostenido sus derechos? Y no os arrepentís vos de una agresión alevosa? No os arrepentís de haber consumado la obra de la usurpación? 

- Él había corrido ciegamente al precipicio; si perdió en él su corona la culpa fue suya. Al menos había salvado su vida, y yo le restituí todo mi amor de hermano. Lo demás era imposible. La felicidad de un pueblo inmenso, el esplendor de la diadema de Aragón, el engrandecimiento de la cristiandad, la prosperidad misma de los mallorquines me lo impedía. Antes que el hombre es el Rey. 

- Decid más bien la ambición. Ella tiene más voz que la sangre. 

- Crees tú que haya venido aquí para escuchar reconvenciones y aun injurias? dijo el Rey, en cuyo entrecejo se percibía ya la irritación de su pecho. 

- No, no: habéis venido aquí para cerciorarme del afecto que profesabais a vuestro hermano, replicó el infante con un tono de sarcasmo y amargura. Queréis ver a su asesino? 

- Sabe el cielo cuánto ha desgarrado mi corazón aquel desastre, pero murió como un valiente en el campo de batalla. Mis tropas no vieron su espalda como la de tantos advenedizos en quienes vanamente confiaba. Yo mandé que fuese depositado cual convenía al descendiente de cien reyes, yo lloré sobre su sepulcro, y... 

- Mandásteis encerrar al hijo en una horrible prisión. 

- Basta, exclamó D. Pedro irritado. Sus dientes produjeron un leve ruido, y el mango del puñal que traía colgado en la pretina chocó con la hebilla de acero. Aún no hemos domesticado ese cachorro, dijo volviéndose a Rovira que 

permanecía mudo en aquel diálogo. 

El hábito del sufrimiento había gastado la energía de alma del infante de Mallorca D. Jaime IV, después que hubo agotado hasta sus lágrimas en tan prolongado encierro. La momentánea exaltación de sus ideas, producida por la plática de los almogávares, y la improvista llegada del causador de sus desdichas, prestaron a su lenguaje una expresión vigorosa y atrevida, en tanto que D. Pedro manifestaba la calma de un mar alterado en lo profundo, y una mansedumbre que no le era natural. Aquellos dos actores habían trocado sus papeles; pero cuando el uno parecía alzar el dique a su represada cólera con una penetrante mirada aterró a su interlocutor. La víctima recordó entonces que se hallaba inerme y maniatada delante de sus sacrificadores.

- Oh! yo no quiero más que mi libertad. Lo que tiene el más pobre de los que debían ser mis súbditos. Es tan horroroso pasar años y más años en un estrecho sitio! ser tan joven y no poder ver el mundo! sentirse lleno de vida y sofocarse con ese aire estancado!... 

- Y qué uso harás de tu libertad? 

- Ah! soy un huérfano, y aún más desgraciado que ellos. La ambición me arrebató al padre, el dolor la madre (Constanza); porque mi madre murió sin duda no de enfermedad sino de pesadumbre. Y yo no estaba a la cabecera de su lecho de muerte! Pero, me queda todavía una hermana. Correré a verla, 

la abrazaré, y... lloraremos juntos. 

- Y después? 

- Oh! 

- Mañana podrás obtenerla. 

- Qué?... Qué decís? exclamó el infante como deslumbrado por el resplandor imprevisto (improviso) de aquella idea de esperanza, que cruzó a manera de luminoso relámpago por la obscuridad de su alma. 

- Mañana se reunirá en la catedral un gentío inmenso, acudirán todos los barones y prelados, los nobles y el pueblo, mis hijos y tus deudos, pondrás la mano sobre los santos evangelios, recibirás la sacrosanta hostia, y me prestarás 

pleito homenaje de fidelidad y sumisión. Pedirás en alta voz que el cielo descargue sobre ti todos sus anatemas, que el infierno te persiga con todos sus furores, que la tierra no te preste asilo ni en una mísera cabaña, que la historia grave en tu frente la marca del traidor, si algún día faltares a tus juramentos. 

- Oh! no, nunca... nunca. 

- Loco! pues qué querías? 

- Quería empuñar una lanza, despertar con mis gritos a la lealtad dormida... 

- Insensato! aún conservas quiméricas esperanzas? 

- Y morir en la demanda. 

- La muerte? ella vendrá a buscarte. 

- En esa torre, no. Dejadme morir en el campo como honrado, no aquí como reo. 

- Aquí te buscará. 

- Pues si ha de venir venga alómenos pronto: la espero, dijo D. Jaime con un arranque de sentimiento en que se confundían la resignación y el despecho.

- No: tardará, vendrá a pasos lentos, y en cada uno te doblará la agonía. Vámonos Nicolás, añadió con un tono decidido. Pues se ha negado a la protección de su Rey, queda otra vez a la vigilancia de su carcelero. 

Y ambos volvieron las espaldas. 

- Tío! Tío! exclamó el desgraciado príncipe que se había postrado de hinojos a los pies de su opresor, y le abrazaba las rodillas para detenerle. Pero D. Pedro le apartó de sí con un recio empujón, y el alcaide cerró la puerta dejando al infelice medio desvanecido en las tinieblas de la noche. 

Al volver de su desmayo arrimóse de nuevo a la ventanilla, y como si esperase descubrir al matador de su padre por los indicios de una más feroz y repugnante fisonomía, examinaba con tenaces ojos la figura de sus guardadores. 

Todos le parecían igualmente horribles, igualmente capaces de tan cruel hazaña. Veíales pasearse al resplandor de la hoguera, y veía sus sombras reducirse, crecer, tomar gigantescas proporciones y agitarse en las bóvedas de la galería como una danza de espectros infernales. Uno de ellos empero permanecía sentado en el suelo y con la cabeza puesta entre las manos como si le hubiese rendido el sueño o la fatiga. Era Fortún que hablando consigo mismo se decía: Hete aquí un descubrimiento inesperado. Después de tantos años quién diablos había de presumir que este pobre príncipe viviese aún! Por tan muerto le tenía como a su tatarabuelo el Conquistador. A fé que más le valiera haber corrido la negra suerte de su padre ya que había seguido su noble ejemplo. No le han dado a beber la muerte de un trago, y le obligan a saborearla gota a gota. Malas pascuas me dé Dios si yo no prefiriera mil veces quedar tendido al sol en un campo de batalla a pudrirme en la oscuridad de este calabozo. A bien que los cerrojos de una cárcel no son tan duros de quebrantar como la losa de un sepulcro! 


II. 


Una hermosa quinta se elevaba en las cercanías de Barcelona, cuyo dueño Jaime de San-Clemente (Jaume de Sant Climent) había sido partidario acérrimo del infortunado Rey, que en los campos de Lluchmayor no pudo redimir la corona usurpada ni aun al precio de su sangre y de su vida. Los brazos de este venerable eclesiástico recogieron al Infante herido gravemente en la batalla, y él y una candorosa niña, a quien daba el título de sobrina, cuidaron con el mayor esmero del precioso vástago en que estaban cifradas todas sus esperanzas. Pero muy pronto el enemigo vencedor les arrebató aquel tesoro, y alejándose rápidamente no imprimió ni una huella en su camino: ignorábase por consiguiente la suerte del Príncipe, y el ojo más perspicaz se perdía en la densa niebla que rodeaba al objeto de sus investigaciones. 

Después de aquella sangrienta derrota, Jaime de San-Clemente había pasado a Barcelona, como para espiar en el semblante del rey don Pedro el destino de su víctima. Agrupáronse en su alrededor los pocos leales que alimentaban el mismo pensamiento de reedificar un día el trono que habían visto desplomarse. Pero el real huérfano no parecía; el cielo estaba horriblemente obscuro y no se mostraba en él la rutilante estrella que debía conducirles. San-Clemente les 

consolaba en su desamparo, respiraba en sus pechos como para sostener y avivar con su soplo el ardor caballeresco que les animaba, y exortábales a tener puesta su esperanza en el supremo Rey, que con la facilidad misma con que separaría las palmas de sus manos unidas, divide las filas de numerosos combatientes para abrir entre ellas un camino a sus escogidos. La lealtad fatigada con la tardanza apoyaba su frente en el pecho de este varón, al modo de un amante que cansado de aguardar y sin ánimo para abandonar el puesto, 

se reclina en la pared de un templo vecino. 

Fortún había sido el ángel que anunciara la feliz nueva tanto tiempo ardorosamente deseada. Reanimáronse las esperanzas de los leales, y recurrióse luego a la autoridad medianera del Pontífice para que con el escudo de su protección cubriese aquel príncipe sin valimiento, y con su voz, eco de la voz divina, quebrantase los cerrojos de su prisión. 

El papa Inocencio VI solicitaba en vano su libertad; D. Pedro oponía a sus instancias que debía comunicar con los prelados y barones de sus reinos un negocio de tamaña trascendencia, pero en su corazón estaba ya decretado el 

encierro perpetuo del Infante. Este no debía salir sino para la tumba. La sentencia era irrevocable, porque la ambiciosa política de D. Pedro la había dictado, y su orgullo resentido la autorizaba con profundo sello. La noble entereza con que D. Jaime rechazó la humillante propuesta de su tío, apagó en el pecho de este la última centella de humanidad: desde entonces la cárcel se convirtió en tortura, y el carcelero en verdugo. El Rey mandó construir un aposentillo de hierro para tener por la noche enjaulada su víctima, y entregándola a Rovira no ignoraba que podía confiar en él como Plutón en la ferocidad del Cerbero. 

El primer sol del mes de mayo tocaba al término de su carrera. Sus últimos rayos se perdían entre los florecientes rosales de un vergel, parecido a un riquísimo tapiz de cien colores que se despliega a los pies de una reina. Constanza respiraba allí su aromática brisa medio embelesada en sus deliciosos pensamientos. Dos eran los afectos que campeaban en su corazón, y ni ella misma hubiera decidido cuál era el más fuerte, activo e imperioso. Semejantes a dos avecillas que se arrullan en un nido, ninguno se envanecía de ser el primero, porque el otro no podía ser el segundo: uno empero había crecido con el tiempo, otro nacido ya grande. Cuando la niña Constanza velaba al hijo de su Rey gravemente herido en el rostro, sentía exaltarse tanto su afecto que el entusiasmo de la lealtad se abalanzaba casi hasta la esfera del amor: cuando la joven Constanza abrió su pecho a los efluvios de esa pasión vehemente, la imagen de su querido Umberto Desfonollar (de Es Fonollar, D‘ Es Fonollar; fonoll : hinojo, apellido Hinojosa) se colocó respetuosa al lado de aquella que sola desde mucho tiempo llenaba su corazón. 

Sin duda en su fondo estas dos imágenes murmuraban un misterioso diálogo, cuando lo interrumpió la llegada de San-Clemente, a quien Fortún y Umberto acompañaban. 

- Hija mía, dijo el anciano, ya se acerca la noche que ha de traernos la aurora de nuestra felicidad. El cielo ha oído por fin mis votos. Eran tan ardientes...! tan repetidos...! Bendigamos la mano del Todopoderoso que descubre una senda 

segura por entre los precipicios y malezas que la obstruyen. 

Noble guerrero, añadió volviéndose a Desfonollar, he aquí el laurel que te espera. 

- Mis sienes dejarán de latir muy presto, o serán dignas de llevar esta corona. 

Constanza en cuyos ojos de fuego y en cuya sonrisa de ángel brillaba la esperanza con todos sus atractivos, recorría de una cariñosa ojeada el bravo continente y gentil apostura del ufano doncel. Umberto, le decía, si volvieses a mi presencia como un cobarde... Oh! no... si murieses en la demanda mis lágrimas regarían tu honrosa tumba, y mis lágrimas... 

- Valen bien una vida, exclamó entusiasmado Umberto. 

- Serían por ti... y por él. 

- Cuerno de Satanás! no tendré yo quien me llore ni haga siquiera un par de muecas, si alguna maza viene a contarme las costillas. Pero no haya miedo. 

En buenas manos está el pandero. ¿No sabemos todos que allí donde no se 

acerca el lobo tal vez la zorra mete su hocico? Confianza tengo en Santa María de Valverde, y en nuestro amigo el cerrajero, que hemos de dar la vuelta por aquí sanos y salvos, antes que la luna nos muestre sus cuernos de plata, como diz que los trae en su gorra un caballero portugués. 

- Querido Umberto, si la robustez de mis brazos respondiese al valor de mi alma, no os dejaría yo sin compartir los peligros y la gloria de tan generosa empresa. Oh! quién pudiera ser hombre esta noche para ser tu compañero, y 

mujer mañana para ser tu esposa! 

- Hija mía, a nosotros nos pertenece orar solamente para que el Señor derrame la copa del desaliento en el corazón de nuestros enemigos. 

- Y a nosotros poner pie en el estribo porque es hora de colarnos en la ciudad, dijo Fortún cogiendo del brazo a Umberto, y señalando con el índice de su izquierda dos briosos caballos que en la puerta del jardín ensillados esperaban. 

- Dios os bendiga, defensores de la buena causa. 

- Amén, respondieron los guerreros arrodillados mientras el venerable eclesiástico hacía sobre ellos la señal de la cruz. San-Clemente besó tres veces en la boca al paladín, y este imprimió sus labios en la mano que le había bendecido. 

Pocos momentos después veíanse cubiertos de una nube de polvo dos jinetes a quienes seguían los ojos de Constanza humedecidos con una lágrima de ternura, de fidelidad y de amor. 

El Infante de Mallorca desde la entrevista con su tío quedó abismado en un profundo abatimiento. Sin fuerzas para resistir a la tempestad, dejábase llevar de la corriente a manera de la barquilla en que ha naufragado el piloto. La última raíz de la esperanza estaba ya seca en su corazón, y al clavar sus ojos empañados en el cielo parecía decirle: todo está aquí. Sin embargo era muy triste volverlos a la tierra para encontrarse siempre cara a cara con el áspero semblante de Rovira. Esta idea era atroz como un remordimiento. Esta visión le perseguía incesantemente como a un asesino la fantasma de su víctima: hubiérase dicho que el alcaide era su sombra si un rayo de sol penetrase por las espesas rejas de su prisión. Ni la obscuridad de la noche le libraba de semejante martirio. Cuando resonaba a lo lejos el ruido del rastrillo que caía, y el rechinido de las puertas que se cerraban, dejábase el Infante arrastrar a su jaula y acurrucábase en ella para dormir un sueño incierto y penoso; pero poco después en medio de un silencio aterrador oía los acompasados ronquidos del alcaide, y sentía la impresión horrible que causaría a una oveja descarriada el ahullido de un lobo en la caverna que a entrambos guareciese. 

En la mitad de la noche turbaron el sueño de Rovira extraños rumores. Parecióle haber oído las puertas del alcázar que se abrían. Sin su orden, y a tal hora!... 

El ruido de los pasos aumentaba en la galería, y como que allí se trabase una especie de lucha sorda en que todo el esfuerzo de los vencedores se dirigía a sofocar la respiración de los vencidos. La idea de traición asaltó su mente, y jurara haber oído aquella voz. Bastóle un momento para saltar de su lecho, armarse de pies a cabeza, embrazar un escudo, y empuñar su terrible maza. Encaminábase a la puerta de la torre cuando una llave, que no era la que solía colgar de su cinto, penetró en la cerradura, un recio empujón abrió la puerta de par en par, y algunos guerreros desconocidos se precipitaban por ella; pero el delantero quedó tendido en el umbral y los demás retrocedieron espantados. 

- En nombre del cielo, y de la justicia de sus derechos, entréganos al Rey de Mallorca, dijo Umberto Desfonollar; pero aquel a quien dirigió sus palabras no contestaba sino blandiendo una maza como si fuera un mimbre. 

Embistieron de nuevo los parciales de D. Jaime, pero en vano. La puerta había cedido para dar lugar a una muralla de hierro. 

- Por el alma de mi padre! exclamó Fortún. Está visto: a ese diablo se le antoja almorzar mañana en los infiernos. 

Pues será bueno arrearle un poco para que llegue pronto a la posada. 

Y cogiendo una ballesta cejó algunos pasos y disparóla con toda su fuerza. 

La saeta dio un silbido y se quebró la punta en la plancha de acero que revestía el escudo. 

No todos los que custodiaban al Infante habían concurrido en el trato de abrir las puertas a sus valedores, así es que en aquel momento se distinguía a la débil luz de las estrellas una lucha terrible entre los dos partidos. Veíanse arrastrar por el suelo unos bultos negros, unos monstruos de cuatro pies y cuatro manos que se retorcían de mil maneras. Los amigos de Fortún se arrojaran sobre sus compañeros que dormían, y abrumándoles con su cuerpo, y ciñéndoles con sus robustos brazos, y comprimiéndoles el pecho con sus pechos, les detenían el aliento para que no articulasen un grito que destruyera sus esperanzas; pero ellos forcejaban para desasirse, y bajo la férrea mano que les aplastaba los labios, con interrumpidos esfuerzos proferían la palabra ¡socorro! 

El alcaide rugía de cólera y empezó a vociferar. Umberto se estremeció con aquellos gritos de alarma cien veces más formidables que los golpes de su maza. Desesperado avanzó con la espada desnuda, pero antes de llegar a su enemigo solamente empuñaba la guarnición. La hoja partida en dos pedazos había caído a sus pies. 

Aquellos momentos eran horriblemente angustiosos. Al sordo estrépito de aquella lucha sombría en que los enemigos se buscaban en la obscuridad, agitándose rabiosamente como sombras de condenados, despertó el infeliz príncipe y reconoció el difícil trance en que se veía. La salvación o el patíbulo pendían de un hilo que luego luego (llugo llugo : pronte; pronto) debía romperse. El mismo pensamiento atarazaba las entrañas de sus leales servidores; y entretanto seguía la voz del alcaide que clamando traición! sobrepujaba el tumulto de la batalla como un trueno el de la tempestad. 

Perder un momento era perderlo todo. Umberto dio un salto de alegría, y cogiendo una enorme piedra rompió la reja de la ventanilla: Fortún, exclamó, acabemos de una vez, adentro. Y dicho esto teniendo apretada la daga con sus 

dientes, probó a introducirse por la ventanilla para distraer la atención del feroz alcaide. Adiós Constanza, murmuró no dudando que su arrojo debía costarle la vida. Por fortuna suya cuando Rovira advirtió un bulto que asomaba en lo interior de la torre, perdió algún tanto de serenidad temiendo ser acometido a un tiempo de frente y por la espalda. Arrebatado de ira descargó su maza sobre Umberto, pero el golpe resbaló en su casco de acero y únicamente le dejó sin sentido, le desmenuzó la cimera y le hizo saltar la daga toda bañada en sangre. Fortún y sus amigos aprovecharon aquel movimiento, y precipitándose sobre él le tendieron en tierra. Fortún tenía que vengar los duros tratamientos que recibiera el Infante, y la horrible contusión del bravo Umberto: la cabeza de Rovira, separada del tronco y rodando entre los pies de los vencedores, atestiguaba la apetecida venganza. 

- Amigos míos! generosos amigos! exclamaba D. Jaime luego que le hubieron sacado de su aposentillo, y su blanda mano se enlazaba con las duras y callosas de sus salvadores que parecían haberse calzado unas manoplas de hierro cubiertas de orín. 

Al mismo tiempo Umberto recobró los sentidos (el sentido) y a media voz exclamó: viva el Rey de Mallorca! viva, repitieron sus compañeros, y todos salieron apresuradamente. 

Cuando esto sucedía el Rey D. Pedro se hallaba en Perpiñán, adonde acababa de llegar después de haber salido de Barcelona y pasado algunos meses en Valencia. Este monarca activo, enérgico, infatigable parecía no tener corte ni 

residencia fija, y la inquietud de su espíritu se traducía en su continuo movimiento. Díriase que la naturaleza le había dotado de un cuerpo de hierro para que fuese digno albergue de un corazón que vencía al hierro mismo en insensibilidad y dureza.


 

III. 


Llevada a buen término su generosa cuanto arriesgada empresa, los libertadores del Infante se diseminaron por diferentes puntos, no sólo para substraerse con más facilidad a la persecución que les amagaba, sino principalmente para no infundir sospechas de la ruta que su príncipe seguía. 

La multitud y varia dirección de las huellas debía hacer perder la pista al cazador. 

Por desusado camino se dirigían tres guerreros montados en sendos bridones a la quinta de San-Clemente. Aguijad, pese a vuestra alma, decía el delantero. 

No parece sino que aguardáis a que se nos eche encima toda la jauría que a estas horas debe ya de estar ladrando en la ciudad. Pues buena hacienda hubiéramos hecho! Así os vendría a pelo entrar ahora en una danza de espadas como a mí calarme una cogulla y rezar docena y media de responsos al ánima del Cid. 

- Fortún, el golpe atroz que ha magullado mi cabeza no ha roto los nervios de mi brazo. Ah! no esperaba yo acompañaros, príncipe mío; pero quedaba con vos un soldado tan fiel como valiente. 

- Juro a Dios que a tener tiempo metía mi cabeza entre vuestro casco y la maza de aquel perro, a guisa de cocinero que echa una pierna de venado entre el tajo y la cuchilla. Sobre que ha sido aquello un porrazo descomunal. 

- Rovira era membrudo, añadió el príncipe, hubiera volteado la clava de Hércules como si fuese una honda, pero faltábale de humanidad lo que le sobraba de bravura. 

- No sé yo si este señor miércoles era hombre de pro, lo que es cierto que ni el mismo Roldán lo encajó más recio cuando se propuso rebanar de un fendiente las peñas de Roncesvalles. 

- Paréceme Fortún que te quedes algo rezagado, dijo Umberto, y si por desgracia nuestros perseguidores tomasen este camino, emboscándote por aquella ladera cubrirías nuestra retirada con esa estratagema. 


- Acertado consejo, vive Dios! exclamó Fortún. Para mí tengo que no valdrá menos vuestro ingenio que vuestra lanza cuando nuestro buen Rey tremole su estandarte en la primera colina de su querida isla. 

Los dos caballeros se adelantaban a todo escape, tuvieron empero que aflojar el paso porque aquella agitación era demasiado violenta para el príncipe. 

- Respiremos un poco, querido Umberto. Acostumbrado a la inmovilidad de una prisión me parece cabalgar por primera vez: y sin embargo en los días de mi infancia yo solo hubiera domado el potro más brioso de nuestra caballeriza. 

Ah! en este momento vuelvo a empezar la vida. Es preciso que vuelva a correr en mis venas la sangre de la juventud, es preciso añudar este día con aquel tristísimo en que desangrado y moribundo lo perdí todo, todo menos el corazón. Verdad es que me separa de él un largo periodo cuyos extremos abarca apenas la memoria; pero yo no lo he vivido. 

- ¿Qué mal nos hacen las nubes tempestuosas aglomeradas a la espalda, cuando el cielo se descubre risueño delante de los ojos? Oh! nuestro porvenir es hermoso. Paréceme vislumbrar dos coronas distintas que se balancean sobre nuestras cabezas. 

- Por ventura te han usurpado también la baronía de tus padres? 

- No: mi reino vale más que un feudo de cien castillos. Es el corazón de una mujer. 

- Umberto, tus palabras resuenan con el acento de la felicidad. Tú eres amado. ¿No es verdad que no trocarías tu guirnalda de flores por mi diadema de oro? 

- Amado! también lo sois vos, señor. Sí pusierais la mano sobre cien mil corazones los sintierais palpitar por vos. El polvo de Lluchmayor no se ha amasado con la sangre de todos los leales. Tendréis brazos que os sirvan porque no faltan pechos que os adoren.

- Sí; cien mil corazones para el Rey, y quizá ni uno solo para Jaime. ¿Y qué me importaría un corazón que no fuese el suyo? Encontrar una perla cuando se busca un diamante...! Escúchame, amigo mío. Tú has abierto las puertas de mi prisión como el ángel que libró a san Pedro del poder de Herodes, y mereces algo más que la benevolencia de un monarca a su privado. Tal vez no tenga mañana en mi compañía sino un escudero, pero ahora tengo un amigo, y respirando a su lado esta deliciosa brisa, que recoge al pasar los aromas de la floresta, siento ensanchárseme el corazón con el recuerdo de las ilusiones que mitigaban el tedio de mi vida. Oh! aquello era un panal que se destilaba gota a 

gota en una copa de acíbar. Yo no había visto más que hombres, mis ojos no habían buscado otro semblante que el de los guerreros. ¿Qué valían para mí aquellos seres cuyos brazos no eran bastante fornidos para empuñar una gruesa lanza en defensa de los derechos ultrajados de nuestra dinastía? 

Mi sangre juvenil solamente ardía para la gloria, el honor clamaba en mis oídos, la ambición devoraba mi pecho, porque creía que esta ambición hija de la justicia sería bendecida del cielo, y no lo fue. Mi infelice padre fue saludado con gritos de guerra en vez de aclamaciones, poco importaba; pero la fortuna desamparó al valor, él halló la muerte en vez del trono, y yo encontré un pimpollo de hermosísima rosa que desplegaba sus purpúreas hojas en medio de aquella balsa de sangre. Mi querido Umberto, cuando mi pensamiento se fija en aquella criatura celestial, en aquella graciosa niña que lloraba mis infortunios, me olvido de que hay un padre a quien vengar y una corona que debía ceñir mis sienes. Oh! mi tío ha sido bien cruel conmigo! tan cruel como la entumecida ola que arrebata la tabla a que el náufrago se asía. Hubiéseme dejado vivir en una choza al lado de ella! El que es feliz no anhela ser rey. Pero lejos de ella su imagen vino a consolarme. Hablábame al oído con la voz de un ángel, y yo la escuchaba todo el día, porque sus palabras eran las que apetecía mi corazón. 

Yo no sé si vive, ni quienes son sus padres, ni cuyo es su amor: hasta su nombre ignoro, pero aquella ilusión endulzaba mi existencia. Cuando las sombras caían y pesaban como una losa sobre mi alma, ella venía a derramar un suave resplandor en mis ensueños. Figurábaseme a veces que yo era un trovador y cantaba al pie de un derruido alcázar, y ella se me aparecía entre las almenas, y luego volaba en forma de mariposa y sacudiendo sus doradas alitas sobre un tomillo me decía que la siguiese, y luego se perdía por una intrincada selva cuyos árboles estaban todos en flor. Otras veces era yo un paladín armado de punta en blanco dirigiéndome a un encantado palacio en que ella estaba encerrada, porque un poderoso barón se había enamorado de su hermosura, pero fiel a mi cariño ella tremolaba un pañizuelo en sus ventanas para llamarme, y luego salía de allí un gigante horrible, y yo le vencía y el castillo quedaba deshecho en humo mientras ella estampaba sus besos en mi sudorosa frente. También me aparecía a veces como una visión celestial: sus cabellos destrenzados no eran cabellos sino hilos de oro bruñidos que ensortijados cubrían su desnuda espalda, unas sandalias de escarlata envolvían sus delicados pies, unos rapacejos sembrados de lentejuelas se entrelazaban por sus cándidas piernas como una yedra de oro revuelta en unas columnitas de alabastro, un blanco cendal escondía sus aéreas formas, y sin embargo aquella visión era purísima, semejaba la gloriosa santa Olalla cubierta con su manto de 

nieve: ella tañía un laúd y su divina armonía resonaba en mis oídos... Oh! por qué despertar entonces? Qué podía hacer en aquella torre, en que mi vista se estrellaba en sus negruzcas paredes, en que no percibía otro rumor que el de mis macilentas pisadas, sino repasar durante el día las visiones y los sonidos de la noche? Yo retorcía mis brazos y clavados mis ojos en el cielo exclamaba: 

Dios mío! Dios mío! dos coronas o ninguna. 

Entretanto en el oriente el colorido azul de los cielos tomara un brillo más hermoso, semejante al de un zafiro que el artífice ha pulido, y la luna que empezaba a mostrarse enhebrando sus nacientes rayos por el ramaje de una colina, parecía a lo lejos un arco de plata que el opulento barón dueño de aquellas cacerías colgara en el pino más erguido de sus bosques. Apeáronse los dos caballeros en el postigo de un jardín, y los brazos de San-Clemente se enlazaron en el cuello del príncipe, como los de un anciano padre que torna ver a su unigénito creído muerto en lejanos países. La alegría no encontró palabras y reventó en lágrimas. Las emociones de aquellos momentos absorbían la fruición, los recuerdos, las esperanzas, y el sentimiento que resultaba de este conjunto no puede referirse sino haciendo sílabas los latidos del corazón. Algunos minutos habían pasado cuando prorrumpió el venerable eclesiástico. Bien venido seáis mi amado príncipe, más de doce años há... Desde aquel 

infausto día, en que os arrebataron a estos brazos que sostenían vuestra desfallecida cabeza, no he dejado uno solo de rogar al cielo que alargase mi vida hasta disfrutar estos momentos... Pueda yo ahora desde un lugar más cercano al solio del Eterno implorar su clemencia para que sea colmada la protección que os dispensa. 

- Generoso anciano, mis desgracias han sido bien grandes para que yo las olvide, y recordando la hiel que estaba condenado a beber, recordaré también la mano que me ha quebrado la copa antes de apurar sus heces. Sin vuestro paternal cuidado tal vez hubiera perecido, sin vuestro constante afecto tal vez me hubiera secado en una horrible prisión. ¿Pudiera olvidar que os debo mi vida y libertad? Y tú, mi noble amigo, ven a mis brazos; aquel golpe que cayó sobre tu cabeza hubiera partido mi corazón si la Providencia no te hubiese salvado. Oh! yo no merecía tamaña fineza. La lealtad no pedía tanto; pero tu heroísmo está grabado en mi pecho, y si un día me siento en mi trono, o si el viento de la fortuna no me permite arribar a mi tierra natal, Rey o proscrito, me complaceré en leer la historia de una acción tan noble y generosa. 

El Infante se había arrojado a los brazos de Umberto y ceñía su cuello con el entusiasmo de un sincero amigo. Constanza que acudiera a besar la mano de su príncipe, y a congratularse con su amante del feliz éxito de aquella empresa, 

habíase detenido a sus espaldas para contemplar una escena cuyos interlocutores eran todos los que amaba en este mundo. Parecía aquello un misterioso drama en que se personificaban las varias especies del amor humano, y su corazón se bañaba en la confluencia de dos ríos de ternura. 

Aquel cuadro encantador en que destacaban como principal grupo su rey y su amante abrazados, que el cielo parecía acechar con los ojos de sus estrellas, iluminado por el suave resplandor de la luna, perfumado con el aliento de tantas flores, embellecido con la sonrisa de la naturaleza... Sí, sí, es verdad que hay momentos en que la felicidad es tan pura, que puede dudar uno si está en la tierra o en el cielo. 

Al soltar los brazos de su libertador volvió el Infante los ojos, y vio una mujer ricamente ataviada: una larga túnica de seda color de violeta cubría su cuerpo, flotaba en su cabeza un velo trasparente adornado de una pluma blanca, un collar de perlas rodeaba su garganta, zapatos bordados de oro escondían sus pies, y sus torneados brazos, saliendo por entre unas mangas que caían más abajo de la rodilla, cruzados sobre el pecho sostenían la rozagante cola de su 

vestidura. 

- Oh! es ella!... gritó súbitamente. Querido Umberto, es ella... ella misma!... 

- Quién...? Dios mío! Dios mío! exclamó Umberto con equívoco acento. 

El Infante retrocedió como asombrado, luego se precipitó hacia Constanza: quería abrazarla, pero se quedó arrodillado a sus pies. 

- Príncipe! exclamó la virgen, que no había salido aún de aquel dulcísimo arrobamiento. 

- Oh! sí, es ella, no hay duda, su mismo rostro, su mismo talle, su misma voz; pero cien veces más hermosa, más hechicera, más melodiosa... 

Oh! la copa de la felicidad se ha derramado sobre mi corazón. Umberto, Umberto, si estoy soñando no me despertéis. 

San-Clemente estaba absorto con aquel repentino entusiasmo, Constanza nada comprendía, Umberzo cruzó lánguidamente sus manos, inclinó la cabeza y con los ojos inmóviles sobre aquel grupo, hubiera parecido la estatua de la resignación si no fuese por su armadura de guerrero. 

- Levantaos, excelso príncipe, exclamó la doncella, cuyas mejillas coloreadas eran mil veces más bellas que las rosas que en su derredor florecían. Levantaos, yo debiera hincarme para ofreceros el respetuoso homenaje de mi apasionada lealtad, pero permitidme antes que cuelgue de vuestro cuello esta sagrada reliquia que un devoto peregrino trajera de Ultramar. Este fragmento de la cruz del Redentor es el don más precioso que me ha legado mi madre, aceptadlo como tributo del entusiasmado afecto que profesa mi corazón a su 

legítimo Rey, aceptadlo como escudo que el cielo os envía para defenderos en la arriesgada lid que vais a emprender. 

Entonces le ciñó una cadena de plata de la cual pendía un relicario engastado en pedrería que el Infante besó con ardor y reverencia. Este beso a un objeto de su culto que le entregaba su amada en medio de las aspiraciones a futuros 

combates, cifraba todos los pensamientos de aquella época, la religión, el amor y la caballería. 

- Dime quién eres, hermosa criatura, exclamó el príncipe. La primera vez que mis ojos se encontraron con los tuyos me deslumbró su resplandor. Yo te adoraba como a un ángel porque te creía tal; pero cuando tus lágrimas cayeron 

en mi rostro empecé a adorarte como a mujer. Oh! yo no había probado nunca tan halagüeñas sensaciones. Yo no pensaba que se pudiese amar a una mujer más que a su propia madre. Yo no creía que un pensamiento solo pudiese ocupar toda el alma, ni que una visión bastase a embellecer una cárcel horrorosa, ni que un ensueño nos sumergiese en una delicia inmensa... y todo esto ha sucedido...! 

Estas palabras caían como otros tantos golpes de maza sobre Umberto, y sin embargo el fiel vasallo diera todavía su sangre y su vida por el mismo que así magullaba su corazón. 

Constanza enmudecida tenía sus ojos clavados en tierra. La penetrante mirada del príncipe revelaba una pasión profunda, y la ruborosa virgen carecía de valor bastante para soportarla. Levantaos, señor, repetía, y sus labios no hallaban otra frase para continuar. 

- Bien estoy así para oír los acentos de tu amor, hermosa mía. No es verdad que tú también me amas? que tu corazón responde al mío, y que en este momento lo sientes henchido de la felicidad más pura? 

- Sí, príncipe mío, el gozo que ahora disfruto recompensaría una vida entera de infortunio y de dolor. 

- Oír estos dulcísimos acentos y no morir de placer! Pasar de la miseria suma a ese contentamiento inefable! Oh! en cuán corto tiempo he recorrido una distancia infinita! 

- Acordaos señor, le dijo acercándose el respetable anciano, que la Providencia os ha destinado un trono y... 

- Qué más trono que el de su corazón? qué más apetecible imperio que el de su mano? 

- Su mano! replicó San-Clemente asombrado, Constanza es una pobre huérfana... 

- También mi madre se llamaba Constanza, y ha sido reina de Mallorca. Constanza mía! para qué quiero yo un cetro sino para que tu mano hermosísima lo extienda sobre la cabeza de cien mil vasallos? 

- Mi mano señor... 

Constanza se interrumpió a sí misma. Había en su corazón una lucha inexplicable. En aquel apurado trance tenía que soltar palabras que lastimasen al príncipe o atormentasen a su Umberto, y ella hubiera dado su sangre por cualquiera de los dos. Aquel joven que desde una prisión se arrojaba a sus brazos era su rey... y era tan hermoso!... y había sido tan desgraciado!... y la amaba tanto!... podía ella cerrar sus brazos y rechazarle? pero, Umberto! aquel 

héroe tan bizarro... tan intrépido... tan generoso... a quien ella amaba tanto! Oh! sus dos afectos se habían vuelto gigantescos en aquel punto; mas no reposaban ya como dos hermanos en un lecho, peleaban sí como dos enemigos en el campo: luchaban cual si uno debiera salir vencedor, cual si uno debiera reinar solo en aquel corazón. 

- Prosigue, querida Constanza, tu boca es un panal de miel, y no destilará veneno para mí solamente. 

- Mi mano, señor, no es mía... es de Umberto. 

- De Umberto! exclamó el Infante, levantándose rápidamente como si un trueno hubiese estallado dentro del jardín. Cielos! cielos! o el colmo de la infelicidad, o el colmo de la ingratitud! Y luego abalanzándose a Umberto proseguía con acento de amargura. ¿Por qué me has salvado? 

- Decid más bien: por qué no has muerto? y entrambos seríamos felices. 

- Generoso amigo, añadió el príncipe, endulzando su voz con un tono de súplica, para ti las esperanzas más seductoras, para ti los blasones de la victoria, para ti los aplausos de la fama, para ti el brillo de la diadema... para mí la hermosura de Constanza. 

- Sois mi rey, contestó Umberto, así como es vuestra mi cabeza también lo es el laurel que debía ceñirla por haberos devuelto la libertad. 

- Oh! la historia dirá de ti, sacrificó a su rey la vida, y a su amigo el afecto más bello de su corazón. 

- Príncipe, prorrumpió el anciano mostrando en su apostura una gravedad imponente. No os entreguéis a vanas ilusiones: vuestra senda es la del trono, y debéis apoyaros en los auxilios que el cielo naturalmente depara. Unida vuestra 

mano a la de una princesa será más poderosa y fuerte para recobrar la herencia de vuestro padre. Acordaos que debéis vengarle. ¿Está muda para vos la sangre marcada todavía en las piedras que los labradores de Lluchmayor remueven con el arado, lanzando un gemido de horror y de indignación? 

Además ¿sabéis quién es Constanza? 

El tono singular de esta pregunta infundió una especie de zozobra en el pecho de la hermosa, y en el de sus amartelados caballeros. Qué significaban estas palabras? Por qué tan extraño acento? Después de una breve pausa el anciano 

prosiguió: La niña Constanza reposó únicamente en el regazo de su madre. El noble caballero a quien debía su ser no pudo abrazarla... porque era fruto de un amor ilegítimo. 

- Dios eterno! exclamaron a la vez Constanza y Umberto cubriéndose el rostro con las manos. 

- Oh! el mío es puro: puro como la luz del cielo, puro como el amor de los ángeles, puro como la belleza virginal de su semblante... Ven a mis brazos, desvalida huérfana, yo seré tu apoyo: reclinarás tu divina frente sobre mi inflamado corazón... 

- Tened a raya señor los ímpetus de juveniles pasiones, prosiguió el anciano. Mirad ese relicario y en él descubriréis un arcano y un escarmiento. En su reverso está grabado el sello de los reyes de Mallorca... Jaime III fue su padre. 

- Hermana mía!.. exclamó el Infante, y sin poderse contener se echó en los brazos abiertos de Constanza, quien como si saliera de un sueño repetía embelesada: Hermano! hermano! qué inesperada felicidad la mía! 

La llegada del almogávar interrumpió esta escena. Los rayos del sol naciente doraban la cima de la colina más elevada, y el Infante recelando la extrema agitación de su pecho, abandonó a su hermana, y entonces, cual si temiera que 

el aliento de fuego de su primer afecto empañase la ternura del fraternal cariño, exclamó: 

- Fortún, quieres seguirme? 

- Hasta los confines del mundo. 

- Correremos peligros. 

- Los que me arredren no serán los míos. 

- He salido de las garras, pero no de la jurisdicción de mi enemigo. No hay que perder (ni un) momento: es preciso salvar las fronteras. 

- Las salvaremos. Tenemos buenos caballos y brío para reventarlos. He recorrido toda la montaña, y conozco sus trochas y vericuetos mejor que las rayas de mis manos. Sé andar a la dudosa luz de las estrellas, y de día... 

- Bien sabrá descansar en una choza de paja el que ha dormido en una jaula de hierro. Comeremos el fruto de las selvas, y beberemos el agua de los arroyos. 

- Y yo, señor? preguntó Umberto. Negareis a mi lealtad el galardón de participar de vuestras penalidades y de vuestros riesgos? 

- Sería aumentarlos en vez de disminuirlos. Disfrazados de labriegos o de mercaderes, de monjes o de peregrinos, dos hombres infunden menos sospechas que un número más crecido. Además... 

- Y adonde iréis, príncipe mío? exclamó interrumpiéndole el buen eclesiástico. Adonde iréis errante, fugitivo, desamparado de vuestros súbditos... y aun de vuestros amigos. 

- A Monpeller. (Montis pesulani; Montpeller, Montpellier, Mompeller, etc)

- A Monpeller? repitió San-Clemente como asustado. No sabéis que D. Pedro se encuentra en el Rosellón? (Rossilionis; Rosselló

- Y qué importa? replicó Fortún. Juro a Dios que no es tan fino el sabueso que llegue a descubrirnos por el rastro. 

- Vuestra vida... 

- Respondo de ella, dijo Fortún. Así mi ángel custodio respondiera de mi alma en el día de las cuentas. 

- Quiero ir a Monpeller, al templo de los minoritas donde está el sepulcro de mi madre: quiero regarlo con mis lágrimas, quiero rogar allí por su eterno descanso. 

- Pocos años hace, dijo el venerable anciano, que vuestra hermana la princesa Isabel dio esta misma prueba de su filial ternura; pero ella fue recibida con la solemnidad, con la pompa debida a una reina, y salió de allí para casarse con el marques de Monferrato

- Y yo entraré desvalido huérfano en medio del silencio y de la oscuridad de la noche; mas yo saldré campeón de mis legítimos derechos para desplegar mi bandera, enristrar mi lanza y ponerme al frente de leal y aguerrida hueste. 

No anunciará mi llegada el repique de las campanas; pero a mi salida se estremecerá la tierra bajo el férreo casco de mis caballos, y ensordecerá los aires el fragor de los clarines. Aquel día revestiré la cota de malla, que es la toga viril que a mis once años ya llevaba: aquel día mi libertad será completa: aquel día volverá a comenzar mi existencia de príncipe... o al menos la de guerrero. 

El ejemplo de mi padre es mi estímulo, no mi escarmiento. Le vengaré sentándome en el trono, o cayendo en el campo de batalla. Soy su hijo, quiero ser el heredero de su corona o el heredero de su tumba. 

- Hermano mío! exclamó la ruborosa doncella juntando sus manos, y clavando su mirada en el cielo mientras dos gruesas perlas resbalaban por sus purpúreas mejillas. 

- Constanza! exclamó también el Infante cogiendo precipitadamente una de sus manos y deponiendo en ella un tierno beso. Es el primero... y el último. Por qué el destino fatal... por qué la regia cuna..? Adiós Constanza! añadió con apagado acento, soltando la mano y volviendo sus ojos arrasados de lágrimas. 

Se le había anudado la garganta, y se le desangraba el corazón como si lo hubiese herido cruel lanzada. ¿Era la evocación de tristes recuerdos, el dolor de una separación inmediata, o era ya el presentimiento de un aciago porvenir y de una muerte prematura? Sólo Dios pudiera contestar a esa pregunta. 

IV. 

Volvió la estación de los templados, largos y serenos días. Las perfumadas brisas de mayo resbalaban suavemente sobre la nueva generación de flores que tapizaba eriales y campiñas, y la estrella del Real huérfano de tal manera parecía cambiada que ni el más sutil astrólogo la hubiera conocido. Dijérase que brillaba como la luna después de prolongado eclipse, y no obstante su brillo era como el de artificial y engañosa pedrería. El que seguido de un solo escudero y envuelto en las sombras de la noche atravesaba los dominios del monarca aragonés, a guisa de bandido que sabe estar pregonada su cabeza, al cabo de un año entraba en fastuosa corte seguido de brillante cabalgata, victoreado por inmenso gentío, lisonjeado por los alardes e invenciones de un júbilo estrepitoso. No iba a tomar la posesión exclusiva de un trono; pero sí a tener la participación legítima de un tálamo regio. Parecía haber terminado su larga era de angustias y temores para principiar otra no menos agitada de proyectos y esperanzas. 

Con la evasión del Infante aherrojado en su prisión de Barcelona (castell nou) había coincidido la muerte de Luis de Taranto, y su viuda, la nieta y sucesora de Roberto el Sabio, escogió para tercer marido al que no podía ofrecerle más que la gallardía de su persona, el valor de su brazo y la gloria de su nacimiento. Altiva, caprichosa y egoísta prefirió el hijo de Jaime III al hijo del rey de Francia, pudiendo en ella más los sentimientos de la mujer que las consideraciones de la reina. Halló que cuadraba más a su varonil independencia allanarse a condescender con las aspiraciones de un príncipe desheredado que exponerse a tropezar con las exigencias de un monarca poderoso. En su nuevo enlace no buscó el equilibrio sino el predominio: quiso conservarse reina de hecho, y merced a tal designio el que llevaba una corona tan sólo de nombre llegó a ceñirse la sombra de otra corona. 

Meses hacía que estaban firmadas las capitulaciones matrimoniales, a que dieron mayor fuerza la subsiguiente aprobación y el beneplácito del que con el nombre de Urbano V acababa de sentarse en la silla de San Pedro. 

Tal vez eran duros algunos de sus pactos: tal vez el Infante en su interior lo reconocía; pero, ¿fuera político ni razonable que se mostrara sobrado descontentadizo el que no traía en arras ni siquiera el solar de un triste condado? Era poca fortuna para el príncipe errante y proscrito la de verse favorecido con la mano de la reina de Nápoles, de la que se titulaba condesa de Provenza, reina de Jerusalén y de Sicilia? No debía esperar que alcanzaría por el cariño lo que por derecho no se le concedía? No debía lisonjearse con la perspectiva de hacer del trono de Nápoles un escalón para subir a su codiciado trono de Mallorca? 

Las miras de la política y los afectos del corazón se habían mancomunado para tejer este sagrado vínculo; pero quizás tuvieron en él más parte el calor de la imaginación y la embriaguez de los sentidos. El Infante se hallaba en la flor de su edad, rayaba apenas en su quinto lustro, y la fama de su gentileza bastaba para impresionar vivamente a la que contaba con un corazón nada inaccesible a los amorosos devaneos. Ella le vencía en años; pero se gozaba todavía en el esplendor de su hermosura, de una hermosura que se había hecho célebre en todas las cortes de la cristiandad. Era la Helena de su época: la María Stuard italiana, como la apellida un escritor moderno. Al verla por primera vez su desposado sin duda no descubrió en ella el tipo sublime que había ocupado su fantasía: no era la vaporosa imagen que había venido a consolarle en su prisión de Barcelona, no era la visión celestial que le había aparecido en los jardines de San-Clemente. Juana de Nápoles no era una segunda Constanza. Faltábale su aureola virginal, faltábale aquel colorido inexplicable, aquel hechizo inmaterial, aquel suave perfume de inocencia, de candor y de pureza que transforma en hermosura de ángel la hermosura de una mujer. Era, sí, una beldad magnífica, intachable, completa: una de aquellas beldades que inflaman la sangre y subyugan la razón: que penetran como la punta de una saeta, que fascinan como la mirada de una serpiente, que enloquecen como el zumo de ciertas plantas venenosas. Jaime IV era un Ulises sobrado novel para resistir al encanto de aquella Circe. Al verla delante de sí, al ver que iba a ser dueño de aquel tesoro de humana belleza, sentíase como sumergido entre las olas de un mar fantástico, sentíase como ceñido por el ambiente de una región que participaba del infierno y del paraíso.

Iba a celebrarse la ceremonia nupcial y aglomerados a las puertas de la Basílica se estrujaban millares y millares de concurrentes que ardían en deseos de ver la suntuosa comitiva. El rumor y el movimiento de aquella muchedumbre tenían algo de semejanza con las rugientes olas de un mar borrascoso. Un trueno formidable, reiterado una y cien veces, señalaba el tránsito de los regios desposados. Las populares aclamaciones ensordecían a la par que halagaban los oídos de Jaime, que se hallaba tan fuera de sí como si le hubiesen transportado a un planeta desconocido. Cuanto distaba aquel placentero bullicio de la soledad y silencio de su prisión en Barcelona! 

A formar parte del séquito había preferido Fortún mezclarse con los espectadores, que cual si estuviesen divididos por grupos, entretejían millares de coloquios departiendo cada cual con sus vecinos. Éralo casualmente nuestro almogávar de una joven bastante bonita, y encarándose con ella le dijo: 

- Vive Dios que la Reina es linda sobre toda lindeza; pero, por lo que uno está viendo, parece que la hermosura es fruta que abunda en esa tierra. 

La muchacha a quien no disgustaba un rato de conversación entreverada de algunos chicoleos, avivándosele un poco el sonrosado color de sus mejillas, exclamó: 

- Y qué rico manto lleva! Apostaría a que nunca ha salido otro más precioso de los telares de Milán. 

- Como si solamente en Milán pudiesen hacerlos, sobrina! añadió otra mujer más entrada en años y no menos ganosa de dar ripio a la mano, para proseguir lo que ella tomaba ya como preliminares de una declaración en regla. Este señor extranjero va a pensar que en Nápoles no hay quien fabrique telas exquisitas. Pues si hasta la misma reina entiende perfectamente de labores! No has reparado el cíngulo de seda y oro que rodea su cintura? Cada borla vale una ciudad. Pues yo no extrañaría que fuese obra de sus propias manos. 

- Y ya se sabe para qué sirven los cordones que tejen sus manos, dijo entremetiéndose en la plática un hombre de elevada estatura, que por su voz y su aspecto manifestaba ser húngaro de nacimiento. 

- Para qué han de servir sino para ceñir su airoso talle? dijo Fortún. 

- O para ceñir el cuello de sus maridos y estrangularlos, que así le sucedió al primero. 

- Y queréis suponer que su esposa misma... 

- No diré que fuese el verdugo; pero al menos prestó la soga. 

- Por las barbas de mi padre! saltó Fortún, que si tratáis de mancillar la honra de la princesa que da su mano al rey de Mallorca, de un puñetazo... 

- Si no fueseis extranjero diría que pertenecéis a la facción de los Reales que tanta parte tuvo en esa horrible hazaña. 

- Los horribles sois vosotros, exclamó la tía, raza maldiciente, que infamáis con la calumnia después de habernos desollado con la rapiña. Qué necesidad teníamos de esa plaga de langostas engordadas con la substancia de nuestro suelo? Habíais venido en son de guerra para tratarnos como a país conquistado? El rey Andrés... 

- Lástima de mancebo! morir a los veinte años! 

- Era sobrado duro de cabeza. 

- Y ella sobrado blanda de corazón. 

- El húngaro quería apropiarse el mando. 

- Y la napolitana no quería compartirlo. 

- La Reina era la Reina, que el otro no era más que su marido. Si no hubiese sido tan rudo e imperioso, si no hubiese tenido costumbres tan groseras y áulicos tan insolentes, si no se hubiese dejado llevar tan a ciegas por los consejos de fray Roberto...

- Y eran mucho mejores por ventura los que daba a la mujer su amiga la de Catania? 

- Pobre Felipa! Qué desastrada muerte la suya! No me habléis mal de ella, que fue mi compañera. 

- Cuando se ganaba la vida jabonando sábanas y camisas. Estaba familiarizada con la espuma, y quiso crecer como ella. Pues ya sabéis ahora adonde paran al fin las lavanderas que llegan a tener privanza con las reinas. 

- Tan bárbaros suplicios, y quizás su delito no fue más que haber querido a su reina en demasía! 

- Llamáis quererla, enseñarla a dar malos pasos, y en peores caminos? 

- Siempre esas villanas imputaciones! Ignoráis que el Papa declaró a nuestra reina, inocente de la sangre de su marido? 

- Pues si llega a caer en manos del rey de Hungría, juro a Dios que no le valdrán tales declaraciones. 

- Ya sé que sois vengativos como tigres. Tenéis la sangre y las costumbres de las fieras montaraces, por eso os aborrecemos y no pudimos resignarnos a vuestro yugo. 

- Y ha sido más blando el de los Reales? Preguntádselo a las espaldas de la reina, que el de Taranto medía a su sabor como si fuesen las de una pobre hilandera. 

- Válame Dios! exclamó Fortún, y a qué país nos ha conducido la suerte! Si será verdad el proverbio de que Nápoles es no paraíso habitado de diablos? 

- Por la sangre de San Genaro! exclamaba al mismo tiempo la tía dirigiéndose al húngaro. Vuestra lengua es peor que el filo de un puñal envenenado. Si a la reina se le pudieron achacar algunos deslices... 

- Podéis llamar ligeros tropezones a lo que se llama caerse de bruces. 

- Si pudo cometer alguna imprudencia, fue porque era niña e inexperta. 

- Y ahora que se pasa de niña, también se pasa de prudente. Por sobra de esta virtud se casa sin duda con un príncipe mondo y escueto, que no ha traído siquiera ni una docena de pajes que le sirvan, ni un ciento de ballesteros que le defiendan. 

- Mejor así, y no se nos echará encima una nube de aragoneses, como hizo entonces la de rapaces húngaros que Dios confunda. 

- Mujer, si nuestros modales pasan por incultos no me parece más cortesano vuestro lenguaje. Pero tanto monta. Lo que yo aconsejaría al novio es que ande con la barba sobre el hombro, que cierre los ojos y el pico, que se entretenga con caballos, banquetes y cacerías, y deje rodar la bola en cuanto se refiera a negocios del Estado. 

- Un rey de Nápoles! saltó Fortún con acento de indignación y de sorpresa. 

- Un duque de Calabria, hermano, replicó el húngaro con sorna, así diz que lo rezan los capítulos matrimoniales. Haciendo lo que he dicho podrá ser que viva largos años. 

- Largos, podrá ser que lo parezcan; pero de fijo no serán muchos, exclamó un nuevo interlocutor que llevaba el traje de estudiante en ambos derechos. Aunque sea más ciego que Tobías, y más callado que San Juan Silenciario, lo que es morir de viejo... nequaquam. 

- Y por qué? preguntó la sobrina. Es tan arrogante mozo! 

- Os han pasado ya el aviso de cuando ha de llegarle su última hora? preguntó Fortún más que medio amostazado. 

- Su hora, no la sé, respondió el estudiante; pero puede sacarse la cuenta por los dedos. La reina Juana ha terminado su séptimo lustro, y como sé que ha de convolar a cuartas nupcias, infiero que antes de muchos años quedará viuda otra vez. Mi deducción es lógica a macha martillo, un cuarto velo supone terceras tocas, y sin difunto no hay tocas ni monjiles. Al morir el rey Luis había cumplido ya los cuarenta: bien podrá darse por satisfecho su sucesor en el 

tálamo si llega de su edad al sepulcro! 

- Por los huesos de Santa Olalla! y de dónde me saca el señor bachiller esa retahíla de dislates? 

- Si es lo más sencillo del mundo. Ni de fama siquiera habéis conocido al astrólogo provenzal, Messer Anselmo? No sabéis que leía en las estrellas como en un libro abierto? No sabéis que nunca han fallado sus vaticinios? Pues preguntándole una vez con quién se casaría la princesa Juana, que era todavía una niña, contestó: maritabitur cum alio.

- Tendría que ver si hubiese contestado cum alia! dijo el húngaro soltando la carcajada. 

- Y esto qué significa? preguntó la tía al estudiante. 

- Parad la atención en las letras de alio, y veréis como por su orden a cada una le corresponde el nombre de un marido. Andreas, Ludovicus, Iacobus. Queréis para el porvenir mejor garantía que lo pasado? 

- Cosa más admirable! exclamó aquella, ahora pues... 

- Sólo falta un nombre que empiece en O para que se cumpla de lleno la profecía. Su cuarto marido se llamará seguramente Olfo, u Olderico, u Otón. (Precisamente se casó con Otón IV de Brunswick-Grubenhagen)

Los horóscopos no mienten cuando se posee bastante ingenio para hacerlos y bastante habilidad para interpretarlos. 

- Pero nosotras, gente menuda, no debemos de tener horóscopos. Si los tuviésemos, cuánto me gustara conocer el mío! 

- Y qué te gustaría más, hermosa niña, repuso el estudiante, el anuncio del primer casamiento, o la predicción de la tercera viudez? 

- Sería un lujo excesivo, dijo la tía sonriéndose. Esto es bueno solamente para las reinas. 

- Yo no quisiera más que saber el nombre de mi futuro, replicó la muchacha, dirigiendo al soslayo una mirada a Fortún que no era del todo mal parecido. 

Pero este, cuya respetuosa adhesión al Infante, merced al continuo trato de un año, se había convertido en amistosa familiaridad y vehemente afecto, se hallaba mustio, cabizbajo y pensativo. Aquella conversación había depositado en su pecho una especie de amargo sedimento. Sus frases tenían algo de lúgubre y de siniestro, y no pocas le habían herido como puntas de alfileres dejándole un escozor indefinible. Afortunadamente cesó la plática interrumpiéndola un estrepitoso clamoreo que se levantó de golpe dentro de la Basílica misma. Eran las populares aclamaciones que respondían a la voz del arzobispo, quien al concluir los solemnes ritos, dada la bendición nupcial y celebrado el santo sacrificio, prorrumpió con el grito de: Viva la reina de Nápoles! Viva el duque de Calabria! Y pueblo y clero, damas y galanes, guerreros cubiertos de trenzada malla, y barones luciendo brocados, joyeles y plumas, todos a una voz repetían: Viva la reina de Nápoles! Viva el duque de Calabria

Jaime había permanecido al pie del altar en medio de un continuo deslumbramiento. El fausto, el esplendor, la magnificencia de aquella corte sobrepujaban de mucho a cuanto su imaginación había concebido, como quiera que la de Aragón estaba lejos de poder compararse con ella. La pompa que le rodeaba era un homenaje digno de la grandeza de Juana, y al mismo tiempo un soberbio pedestal desde cuya altura se veía, al menos en la apariencia, superior a su odiado tío, Pedro el Ceremonioso. Esta repentina adulación de su fortuna causábale una especie de vértigo del que vino a sacarle súbitamente la distinción oficial que de propósito deliberado expresaba el arzobispo. 

Herido Jaime en su vanidad, y aun en su orgullo, apretó convulsivamente la mano de Juana, y acercando los labios a su oído, le dijo: 

- Y no rey? Ni el título siquiera? 

- Rey de mi corazón y de mi mano, qué os falta para ser dichoso? replicóle ella sonriéndose, y con voz tan cariñosa como baja añadió: No olvidéis las capitulaciones. 

- Soy rey de Mallorca. 

- También soy reina yo de Jerusalén y de Sicilia. 

Enmudecido se quedó el augusto consorte comprendiendo la significación de aquel sarcasmo, que en tal momento se asemejaba al chillido de siniestro pájaro resonando en los voluptuosos jardines de Armida. La deliciosa mirada que lo acompañó no había bastado para atenuar su efecto. Jaime salió del templo, y no ciñendo la corona de oro que tanto ambicionaba, aunque sí la magnífica guirnalda de rosas que el amor le había tejido. Mas ay! que la rosa es el símbolo de las dichas fugitivas: pronto se arruga la tersura de sus hojas, pronto se marchita la frescura de sus matices, pronto se pierde en las auras la fragancia de su aroma. 

V.

Apoyando sus brazos en el antepecho de suntuosa galería, el esposo de la reina de Nápoles parecía absorbido (absorto) en la contemplación de un espectáculo que nunca por reiterado es menos admirable y deleitoso. Extendíase a su vista la tan hermosa como celebrada bahía, vasto espejo de palacios y jardines: con la serenidad de sus olas competía la transparencia del hemisferio, el sol sumergía su disco en los confines del opuesto, cruzaba la cerúlea planicie una temblorosa faja de oro, y el diáfano azul de los cielos se recamaba de fugitivos y brillantes arreboles. La tarde, una de las postreras de agosto, había sido calurosa, y qué más grata ocupación que la de aspirar la frescura de las brisas marítimas embalsamadas con las fragantes emanaciones de los vergeles inmediatos? Jaime empero no fijaba entonces su atención en el mundo exterior; vueltos los ojos hacia dentro se contemplaba a sí mismo. Repasaba sus tristes y sus prósperos días, y al melancólico recuerdo de aquellos añadía un vago descontento de los que tan bellos y espléndidos pudieran haberle parecido. Veíase elevado a una altura que tenía algo de maravillosa comparándola con el abismo de donde arrancaba, y sin embargo su satisfacción era incompleta. 

Su propia historia se le presentaba con visos de fantástica leyenda: prestábale asunto para una de aquellas trovas a que era tan aficionado, y a pesar del contraste que ofrecían no ya a su imaginación sino a su memoria, las sombras de lo pasado no hacían resaltar con toda viveza los esplendores de su presente. Faltábale todavía algo que le aparecía en sueños, que traslucía envuelto en los pliegues del porvenir, que estimulaba el ardor de sus incesantes aspiraciones. Partícipe de un trono, objeto de las caricias de una reina hermosísima, rodeado de una pompa vertiginosa, tocábase en el corazón y percibía un sonido como hueco. Jaime no se hallaba a su sabor en el apogeo de su dicha. 

Aquel día era el vigésimo quinto aniversario de su nacimiento, y como si le hubiese herido esta campanada del reloj del tiempo, sentía despertarse de nuevo en su pecho los bélicos instintos de su raza. Sonrojábase interiormente de verse como otro Annibal retenido por las delicias de Capua, y habiendo gemido so la coyunda de hierro casi se atrevía a suspirar bajo el peso de su cadena de rosas. Empezaba a sentirse fatigado de su reposo a la sombra de los mirtos, y echaba de menos la sombra de los laureles. Al cabo de tres meses palidecía algún tanto el brillo de seductoras ilusiones, a las intermitencias del amoroso delirio mezclábanse los esperezos (desperezos) de la ambición vanamente adormecida, al través del galán mancebo asomaba el heredero de una dinastía de reyes. Jaime se forjaba en su imaginación el horóscopo de su nacimiento: creía haber venido al mundo expresamente para adornar sus sienes con una diadema y no bastaba a contentarle su luminoso reflejo. La quería propia, la quería a toda costa, y sobre todas quería la de Mallorca. Llevábase la mano a la cabeza, y asaltábale cruel despecho al sentirla desnuda, y hasta desnuda del yelmo que por algún tiempo debía suplir la falta de su corona. 

Como si flotase en los aires bañada por la suave luz del crepúsculo vespertino le aparecía además la imagen de Constanza, no precisamente el retrato de su hermana, sino el tipo ideal que adoraba en su fantasía. Era la personificación de la mujer embellecida con la triple corona de la juventud, de la virginidad y de la modestia: de la mujer cuyo rostro no produce la fascinación de los sentidos sino el arrobamiento del alma, cuyo cariño no es el precio de perseverantes halagos sino la recompensa inefable del más depurado culto. Era la forma simbólica de un candor virginal envuelto en una nube de poesía, como un objeto sagrado envuelto en una nube de incienso. Mujeres como esta sí que merecerían un predominio perpetuo y exclusivo, la consagración de toda una vida, el sacrificio del trono más opulento. Mas, como había de ser ni siquiera pálido trasunto de esta visión celeste, Juana que apenas recordaba ya su tiernos abriles, que por tres veces había ceñido el velo de las desposadas, que presidía en una corte donde el progreso de la civilización había traído, como suele, el progreso de la corrupción y del libertinaje? Era sí una beldad deslumbradora; pero tres meses de consorcio habían dejado entrever que sus cualidades morales distaban mucho de corresponder a la viveza de su talento (telento en el original) y a la hermosura de su rostro. 

Jaime reconocía esa triste verdad que en cierto modo justificaba su descontento. Quejábase de su adverso destino que le había burlado con pérfida sonrisa después de perseguirle con torvo ceño. Juana de Nápoles no era la esposa cortada a medida de su corazón, y sin embargo a la santidad del vínculo indisoluble debía añadirse el lazo del más vivo agradecimiento. Este lazo le oprimía, porque le humillaba, porque le obligaba a reconocer una inferioridad que mal se avenía con su carácter altivo y pundonoroso. En vez de ser el protector era el protegido: a su esposa debía su presente elevación y la esperanza de llevar a cabo sus ulteriores designios. Sin ella se vería aún errante proscrito o desconocido aventurero: sin ella permanecieran del todo eclipsados los esplendores de su alta jerarquía: sin ella quedarían tal vez para siempre invalidados los derechos de su ilustre cuna. Y esta esposa, cuyo donaire y gentileza halagaban su vanidosa complacencia, encerraba un corazón que no 

era digno de las más profundas y tiernas simpatías! Así pues para Jaime surgía del manantial mismo de sus prosperidades un pequeño arroyo de amargura: los goces de su fortuna pesaban sobre él como una deuda, y esto enardecía su ambición siquiera por el deseo de cancelarla. 

Revolviendo esas ideas le sorprendió la llegada de su consorte, y por un movimiento no del todo espontáneo ni del todo reflexivo, le salió algunos pasos al encuentro, y besándole la mano con visos de amorosa galantería exclamó: 

- Reina mía! 

- Duque

- Siempre este maldito nombre! repuso Jaime, espirando la sonrisa de sus labios y anublando su frente repentino ceño. Toda palabra suena como deliciosa melodía al salir de vuestra boca; pero esta más que la dulzura del requiebro 

esconde la hiel del sarcasmo. Héla oído tantas veces con su hipócrita acento de irrisión en boca de barones y magnates! 

- Qué decís? 

- Pues qué, no me la echan en cara para recordarme que aquí no soy más que uno de sus iguales? Como si temieran que yo pudiese olvidarlo! 

- Iguales, y sois mi preferido? Quién es el osado que pretende colocarse al nivel de su reina? La distancia de mis súbditos a vuestra persona... 

- Es menor que la interpuesta entre mi persona y mi esposa. Creéis que para esos orgullosos barones sea yo objeto de envidia? Enfermos estarían sus ojos si les cegara mi brillo, prestado como el de la luna. Las apariencias no les engañan. Ellos poseen feudos y jurisdicciones, y qué ven en mí sino un convidado a vuestra mesa? Ellos son reyes en sus castillos, y por quién me toman a mí sino por un huésped de vuestro palacio? 

- Vuestro corazón palpita a la altura del mío. 

- Pero mi frente no puede erguirse a la altura de la vuestra. 

- Quisiérais compartir mi corona? 

- Soy hijo de reyes, y... 

- Jaime, por el ardiente cariño que os profeso, por la casta y legítima unión que el sacerdote ha bendecido, por los hermosos y serenos días que a vuestro lado espero, lejos de vos tan peligrosos pensamientos. No deis oídos a la sierpe que os tienta con el cebo del fruto prohibido. 

- Prohibido... cómo? dónde? 

- En el convenio que firmasteis vos, que ratificó el Pontífice, que conoce la Italia entera. Pensáis que el amor solo, sea bastante poderoso para derogarlo? 

Pocas flechas tiene en su aljaba para contrarrestar el número de lanzas que se le opondría. 

- Oposición harto injusta. Como si no cupieran en un mismo trono los que caben en un mismo tálamo! 

- Caben, sí; pero la razón de Estado circunscribe límites que el corazón quisiera indefinidos. Sois novel en este país. Aún no conocéis bien este suelo amasado con sangre de guerras extranjeras y de sediciones intestinas: aún no conocéis la índole de su plebe veleidosa, y de su nobleza turbulenta: aún no conocéis el encono de sus bandos y el satánico orgullo de sus adalides. Para imponerles mi ley es preciso a veces doblegarme a recibir la suya. ¿No veis desde esta galería la cima del Vesubio, que se muestra coronado de blancas nubes y de repente vomita fuego de sus entrañas? Mis deudos, los príncipes de mi familia que tan galantes me circuyen y festejan, mañana serían los primeros en conjurarse contra mí, en conculcar mis legítimos derechos. Ambición no les falta: no les ofrezcamos el pretexto. Gocemos de la vida al resplandor de las antorchas de Himeneo, que es harto horrible luz la que arrojan las teas de la discordia. 

Vos amáis la poesía: conocéis sin duda a los trovadores de mi hermosa Provenza; pero no tal vez las inspiraciones del Petrarca. Sublime ingenio! 

Juntos leeremos sus canciones a la sombra de los rosales, las leeremos juntos, como Francesca y Pablo la historia de Lanceloto, y émulo de su gloria imitaréis su estilo. Con qué gusto oiré de vuestros labios una canción a la dama de vuestros pensamientos! 

- Y queréis reducirme a serviros de trovador y de paje, o cuando más a ser vuestro paladín en un torneo? 

- Y tanto desplacer os causaría el serlo? 

- Misión más elevada, bien que menos deliciosa, me ha confiado el cielo. 

- Jaime, la ambición es mala consejera. Si no os hacen mella mis razones, sírvaos el desdichado Andrés de lastimoso ejemplo. Soberbio, antojadizo y testarudo tramó con el Pontífice para obtener su coronación, y... a qué recordar 

la horrible tragedia? 

- Es verdad: basta la sencilla alusión para amenaza. 

- Ingrato! haréis que me arrepienta de haberos amado. 

- Y de haberme escogido, y de haberme sacado de mi pobreza y abatimiento. 

- Mis labios no han proferido tales palabras. 

- Pero estaban quizás escritas en vuestro pensamiento. Lo sé: no montan a leve suma mis deudas. Correspondo a vuestro amor con el mío; pero fuera de esto os debo el pan y el asilo, os debo honores y placeres, el oropel del fausto que me circunda, y el ruido de las lisonjas con que me obsequian. Y con todo, o bien tengo que seros deudor de mayores beneficios, o presumo que he de retiraros mi agradecimiento. Ingrato me habéis llamado: no lo soy todavía; pero quizás no esté en mi arbitrio dejar de serlo mañana. Yo no pretendo usurparos la mitad del trono de Nápoles: lo que ambiciono es el mío, el de Mallorca. 

- Y bien? 

- Ayudadme a conquistarlo. Allí no seréis la mera esposa del rey, seréis la reina. 

- Es decir, que envíe un cartel de desafío al monarca aragonés, que declare la guerra a uno de los príncipes más poderosos de la tierra. Y ¿no prevéis lo que sucedería? Sus huestes saliendo del Rosellón se lanzarían como una inmensa manada de lobos sobre mi hermosa Provenza: sus galeras zarpando de Cerdeña apresarían mis naves, barrerían las costas, entrarían a saco villas y ciudades: su pariente de Sicilia estrechando su alianza con él me arrebataría las Calabrias, y el húngaro feroz batiendo las palmas de contento vería llegada la hora de satisfacer su ambición y su venganza. Nápoles no aceptaría impasible el gravamen de una lucha injustificada, estéril de resultados, ajena a sus intereses y a su engrandecimiento: murmuraría el pueblo, maquinarían los barones, y la facción de los Reales se sublevaría contra vos, causador de tantos desastres y ruinas, y se sublevaría contra mí, que por seguir los impulsos de la mujer habría olvidado los deberes de reina. Vos no recobraríais vuestros estados; pero en cambio yo perdiera (perdería) los míos. Jaime! Jaime! Yo también me he visto prófuga, errante, necesitada: también he tenido que estudiar en la escuela del infortunio, y por el cielo santo! que no quiero repasar tan duras lecciones. 

- Tenéis talento de sobra, y defendéis vuestra causa como si hubieseis cursado en las aulas de Padua o de Perusa: vuestra causa, que no es y debiera ser la mía! Bajo el manto de una política sagaz encubrís perfectamente vuestra timidez... o vuestra indiferencia. Habláis de los reyes de Sicilia y de Hungría que pueden dañarnos, por qué no habláis también del francés y del castellano que podrían favorecernos? 

- Porque basta a los primeros que se les ofrezca la coyuntura que anhelan, y para mover a los otros sería preciso comprar a caro precio sus favores. 

Jaime, comprendo y aplaudo los juveniles arranques de vuestro pecho: vuestra 

ambición es legítima, justos vuestros deseos; pero tratándose de ponerlos en obra no basta atender a la justicia, es preciso tomar consejo de la prudencia. 

- Y prevalida de este nombre calculáis fríamente los obstáculos, y ahogáis el generoso impulso de superarlos. Oh! no es justo que participéis de los riesgos de mi empresa cuando ni siquiera os ha tentado el aliciente de su gloria. 

Yo seré el solo caudillo, el solo responsable, el solo expuesto a los peligros de mi expedición. Os demandaba auxilios, mas no que hicierais pública ostentación de vuestra largueza. Secundad mis proyectos sin autorizarlos con vuestro sello. 

Medios ocultos no han de faltaros para que pueda yo reclutar algunos millares de advenedizos, equipar algunas taridas y galeras, proveerlas de víveres y municiones. Entonces me lanzaré a los mares fiado únicamente en Dios y en mi derecho. En tanto señaladme tres fortalezas, cuyos alcaides sean mis hechuras, donde tremole mi bandera, se alojen mis soldados, y se custodien las armas y bastimentos. 

- Y no sabéis que esta concesión me es imposible por un pacto expreso del convenio conyugal? 

- Y no sabéis que mi tío el Ceremonioso tenía una daga para rasgar humillantes pergaminos?

- Una daga con que se hería la mano sin que su propia sangre borrara lo escrito. 

- Y previenen también las estipulaciones del consorcio que no podáis regalar un puñado de monedas... o prestarlas siquiera a vuestro marido? Dadme treinta mil florines de oro, y tomaré a sueldo una de esas grandes compañías que devastan la Italia, y se lanzan al tumulto de los combates como si fuese a un banquete de bodas. 

- Por esta misma suma vendí la ciudad de Aviñón al Pontífice romano. Triste mengua a que me sometieron los rigores de mi fortuna; mas no he perdido ni el deseo, ni la esperanza de recobrarla. Y ahora cabalmente la ocasión es propicia. A la muerte de Inocencio VI mal podía presumir que su tiara le estuviese reservada el abad de San Víctor, que no cubría su humilde sayal con la púrpura cardenalicia. Pero tal era su anhelo de que el futuro Pontífice restableciera su silla en Roma que no vaciló en decir: que aceptaría gustoso la muerte si le llegaba el día siguiente de verlo efectuado. Ahora está en su mano realizar sus ardientes votos. Urbano V no olvidará la exclamación del abad Guillermo, el Papa no desmentirá al monje, y entonces ¿qué necesidad tendrá de Aviñón no siendo su residencia? De qué le serviría un territorio separado de sus dominios? Qué obstáculo ha de oponerse a que me devuelva la ciudad provenzal devolviéndole yo con usura su precio? Aspiráis a recobrar la corona de vuestros 

mayores, pues con ansias más vivas pretendo yo engastar de nuevo esa joya arrancada a mi propia diadema. Ya veis que el oro lo necesito. 

- Pues entonces no sois la fiel esposa que abraza con ardor la causa de su marido, no sois el auxiliar que a mi entender me deparaba el cielo, no sois el misterioso instrumento de su justicia; sois el obstáculo fatal, la rémora que se opone a mis designios. Habéis empezado por divorciar nuestros intereses, de quién será la culpa si llegan a divorciarse nuestros corazones? 

- Y he de permitir que os apacentéis de quiméricas esperanzas para demostraros la fineza de mi cariño? 

- Me amáis, y no os duelen mi humillación y mis agravios? Me amáis, y por temor de mancharos los dedos no os atrevéis a restañar la sangre de mis heridas? Me amáis, y pretendéis despojarme de mi último bien, la esperanza? Vos, que debíais alentarla, robustecerla, llevarla a término venturoso! Vos que debíais ser para mí la Providencia encarnada! 

- Yo no usurpo a Dios sus atributos, no me elevo a tan altas regiones, no me paseo por los países imaginarios (països catalans). Yo vivo a flor de tierra: 

en esa tierra acariciada por los rayos del sol, perfumada con la fragancia de las flores, cubierta con rica alfombra de variados matices: en esa tierra mansión de placeres, por más que digan misántropos y devotos. Y tan mal os iba en participar de ellos al lado mío? A qué ese loco empeño de hincaros una espina teniendo rosas donde escoger a manos llenas? Hay por ventura en toda la cristiandad una corte más opulenta y deliciosa que la nuestra? Donde sean más fáciles y atractivas las dulzuras de la vida? Donde rayen más alto los esplendores de la civilización? Y por una triste roca, perdida entre las aguas... 

- Así me habláis de Mallorca? Desestimáis el valor de una perla porque no excede al tamaño de una esmeralda? Ah! vos no conocéis este hermoso país (en el siglo XIX es muy común esta palabra para referirse tanto a un estado como a una zona, como se usa en Francia, ejemplo, pays d‘Oc, d‘ Hérault): 

yo lo tengo grabado en el corazón. No, nunca podré olvidarlo. 

Que lo olvidara quisierais vos, para que libre de la obsesión de este pensamiento os acompañara sonriendo en festines y cacerías! Que lo olvidara, que me resignara a la mengua de verme inicuamente desposeído, con tal que os divirtiera halagando vuestros oídos con amorosas trovas! No, no puede ser. Primero sabré desprenderme de vuestros brazos. 

- Y yo sabré reteneros en ellos, que no para prolongar mi solitaria viudez os he dado la mano de esposa. 

- También la disteis al húngaro y al de Taranto... y de mi temprana muerte podrá consolaros un nuevo esposo. 

- Mil veces ingrato! Y aliento habéis tenido para herirme así en el corazón? 

Hay otro por ventura a quien haya yo libremente escogido? Al desdichado Andrés me lo impuso la obediencia, a Luis la tiranía de azarosas complicaciones. Al primero nunca pude amarle, al segundo tuve por fuerza que sufrirle. Y de vos, único objeto de mi ardiente cariño, de vos, que habéis sido, no el ídolo de juveniles caprichos sino la grata ilusión de mi edad madura, de vos! había yo de esperar frases tan amargas? 

- No queréis darme un ejército para desembarcar en mi isla, saltaré en ella solo y envuelto en mi bandera, y entonces... si no me aclama por su rey la lealtad de mis parciales, sucumbiré a la fuerza brutal de mis enemigos. Perderé la vida, pero me sobrevivirá mi gloria. 

- Y pensáis que os dejaré partir? 

- No os pediré permiso, escaparé a uña de caballo. 

- Como si yo supiera montar solamente en las blancas hacaneas que me regala el pontífice! También suelo oprimir los ijares de fogosos alazanes. A mí no me asustan fatigas ni barrancos, y sabré reconduciros a mi mansión, desleal 

pero adorado fugitivo. 

- Pues qué, soy vuestro prisionero? 

- Lo sois, que no es tan sombría cárcel la que brilla tapizada de seda y oro, ni tan duro carcelero el que os reserva los cuidados y caricias de tierna esposa. 

Y después de inclinar levemente su cabeza retiróse la augusta consorte con afectada gravedad, como si abrigase mayor enojo del que realmente sentía. Lejos estaba de presumir que fuese ya densa nube lo que ella conceptuaba tenue y efímera neblina, y más lejos aun de sospechar que nunca renacerían ya en su conyugal horizonte la serenidad y transparencia que lo habían embellecido. 

Brillaban las estrellas en el firmamento, y Jaime al verse a solas en la galería empezó a medirla con desigual y reiterado ahínco. La tenue claridad y el silencio de la noche le ayudaban a concentrarse en sí mismo: sus ideas tomaban un tinte lúgubre en fuerza de su excitación nerviosa: aquel coloquio había exaltado gradualmente su fantasía. Y como si fuese con el intento de envenenar la llaga de su corazón, su memoria le hostigaba con el inoportuno recuerdo de la aparición de
D. Pedro en su cárcel de Barcelona. Parecíale al desgraciado príncipe que ambos coloquios estaban ligados por una fatal y misteriosa analogía. Su acaloramiento le había producido una especie de delirio, y apretando los puños hasta el punto de hincarse las uñas en la palma de la mano, con voz trémula de furor, exclamaba: Con que estoy preso? Con que he perdido nuevamente mi libertad, y será preciso recobrarla de nuevo? Preso por una ambición descastada, y preso por una política mezquina! Antes la usurpación, ahora la cobardía! Ayer mi tío, hoy mi esposa! Pues qué, me siento cautivo y no osaré maldecir mi cautiverio? Habrá de faltarme valor para romper mis grillos (grilletes)? Y que sean de oro, qué me importa? Oh! querida isla mía, si llego a estrecharte en mis brazos! 

Entró en esto Fortún que por vía de saludo le dijo: 

- Rey mío! 

- Tú solo me das ese título, tú! el único a quien yo permitiera otro mejor, el de amigo. 

- Si tal honor puede conquistarse con el afecto... 

- Oh! mi buen Fortún, exclamaba Jaime estrechándole convulsivamente la mano. Te acuerdas de cuando cruzábamos selvas y llanuras montados en briosos corceles a guisa de fugitivos? Qué suave es el aura de la libertad! 

Cómo late a su sabor el pecho que la respira! Y dime, no sentirías un placer inmenso si volvieras a pisar el suelo español? 

- País muy hermoso es el de Nápoles; pero... 

- No tanto, no tanto como el de Mallorca. 

- Pensáis en alejarme de vuestro lado? 

- De mi lado? a ti, único amigo mío? Nunca. Y qué hiciera yo entonces, rey sin vasallos, sin corona, sin..? Pero no es verdad que toda cárcel es odiosa por más que esté enlosada de mármoles y cubierta de ricos tapices? por más que la iluminen candelabros de oro y la cerquen floridos jardines? No es verdad que no es el húmedo suelo, ni el tosco muro, ni la estrecha aspillera lo que hace una prisión aborrecible? Siempre la prisión! Prisión en Játiva! prisión en Barcelona! prisión en Nápoles!... y quizás antes de tiempo la prisión del sepulcro! 

castillo de Curiel, (de Duero, Valladolid, comarca de Campo de Peñafiel)


Jaime dobló la cabeza sobre su pecho, y cruzando los brazos quedó como sumido en triste y profunda meditación. Quién le hubiera dicho entonces que todavía le faltaba otra prisión en el castillo de Curiel, (de Duero, Valladolid, comarca de Campo de Peñafiel) y que a lo mejor de sus años le encerraría un sepulcro en Soria, tan lejos del imán de sus deseos, tan lejos del sepulcro de sus antepasados!