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martes, 26 de octubre de 2021

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.

XI.

EL CARBONERO DE LA ERMITA. 

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.


I. 

Andadas unas tres leguas hacia poniente, como si se fuera a buscar no el manantial sino el principio del guijeño cauce por donde, turbias o cristalinas, se deslizan las aguas que poco antes de confundirse en las salobres de nuestra bahía saludan humildes los muros de la capital de las Baleares, encuéntrase un ameno sitio que bien puede competir con los más deliciosos y pintorescos de la isla. Pródiga estuvo con él la naturaleza, y el arte no le desdeñó sus auxilios para que en cierto modo la mano del hombre completase la obra del Creador. Es una estrecha cañada que forman contrapuestas dos ásperas laderas de una montaña, la cual doblándose a manera de brazo recogido flanquea el lecho de un arroyo, que nacido en la cumbre, desde sus primeros y mal seguros pasos tropieza con un formidable precipicio. No ya barranco, no tajada peña, desde cuyas grietas cuelgan festones de yedra y lentisco, es el ángulo que reúne las dos vertientes, cubiertas de robusta vegetación para disimular y aun embellecer su natural fragosidad y aspereza. Magnífico tiene que ser después de improviso turbión aquel salto de agua, con cuyos rumores diríase que se arrulla el tierno riachuelo al tenderse, como un niño, en su cuna bordada de arrayanes y de frondosos álamos cobijada. Pero a pesar de lo grato que es allí el inesperado contraste de la pompa salvaje de la naturaleza con las verdes galas del cultivo, a caprichos de la fortuna más bien que a falta de merecimiento, debe atribuirse el que este sitio no disfrute de mayor reputación y nombradía. El álbum de los artistas no ha copiado sus variadas perspectivas: la lira de los poetas no ha cantado sus halagüeñas emociones. Pocos son los viajeros que vayan a reposar bajo el fresco emparrado de un antiguo cenador, a la sombra de aquellos erguidos peñascos en que el agua ha labrado vistosos doseletes, en que la yedra se encarama cubriéndolos de anchos tapices. Lamentable en cierto modo es la soledad de aquella soledad, porque el himno perpetuo de la naturaleza es como una armonía incompleta sin el concurso de la voz humana. Llévanse las brisas el aroma de la selva, piérdese en el espacio el concento de las avecillas, ostentan la vano sus diversos matices las flores, y falta allí el hombre para recoger estas delicias que tan dulcemente conmueven su corazón o despliegan las alas de su fantasía. Y esto que ninguno ha salido sin darse el parabién de su sorpresa, o sin haber experimentado un nuevo deleite en la repetición de sus pasadas impresiones. Así pudiera decirse que este sitio, semejante a una doncella no perseguida de curiosas miradas, conserva a la vez intactas su hermosura y su recato. 

El camino que conduce a tan delicioso paraje truécase en enriscado vericueto, que retorciéndose por una de las vertientes, se eleva hasta una especie de rellano de suelo desigual y a trechos cultivable, donde por cima de las cenicientas copas de los olivos jaspeadas con el lustroso verde de los algarrobos asoman las paredes de una pequeña ermita situada a la vera de un bosque, que encaramándose todavía más, corona de seculares encinas la cresta de aquella montaña. Como una idea relegada al olvido en un rincón de la memoria, estas paredes abandonadas en medio del desierto recuerdan apenas los no lejanos días en que unos pocos moradores las habitaban, viviendo del pan de la limosna, y repartiendo sus horas entre el rezo y el trabajo de sus manos. Gente rústica y sencilla que no conocía más necesidades de la vida que la de asegurar una dichosa muerte, que se anidaba en las alturas de la tierra porque sus únicas aspiraciones se dirigían al cielo, que desprendida del mundo no conservaba más lazo que el de la caridad para rogar por la salvación de sus hermanos, y agradecerles como pobre el socorro que de otros pobres recibía. 

Hoy sólo interrumpen allí el canto de las aves los monótonos y acompasados golpes de la segur que monda el sombrío encinar, manejada por vigorosos carboneros que tan solitarios como los antiguos ermitaños ganan su frugal subsistencia a costa de tan ímproba tarea. Penosa y ruda profesión que quizás por despecho o quizás por una especie de ascetismo, había escogido no hace muchos años un joven campesino, quien sin llegar a ser un carácter excepcional o un tipo de varonil hermosura merecía con todo llamar la atención de los observadores. Faltábanle algunos para rayar en los treinta, y si en su talle y fisonomía conservaba fresca las seducciones de la juventud, por la gravedad de sus costumbres podía sentarse entre los que le duplicaban los años. Ninguna hija de labrador hubiera pospuesto sus obsequios a los de otro galán: ninguna hubiera desdeñado la mirada de sus negros ojos por miedo a la negrura de sus encallecidas manos. Pero su pecho libre ya de ilusiones juveniles asemejábase por lo frío al suelo circular de antigua carbonera donde asoma la yerba por entre los residuos de menudo cisco. Nunca se le veía en corrillos de amigos, ni en bailes de boda, ni siquiera en las corridas de hombres y de caballos, diversión tan popular en aquellos contornos, y donde hubiera sido formidable rival de los más ligeros corredores. Si bajaba a la población era únicamente para asistir a la iglesia, para prestar gratuito auxilio a quien de él necesitase, o para atender a las ocurrencias de su oficio. Su distracción cotidiana, si distracción puede llamarse, reducíase a promediar el trabajo y el descanso con la lectura de un libro piadoso que de puro repetida llegaba a saberlo de memoria. Sentado a la puerta de su choza de ramas, y fumando su pipa leía a ratos, y a ratos cruzábase de brazos y doblando la cabeza entregábase tal vez a tristes recuerdos de lo pasado. Ah! pocos eran los que sabían cuán deliciosa imagen evocaba en aquella especie de artificial ensueño! 

Quien sin datos anteriores se empeñase en adivinar su historia tomaríale más bien por un lego exclaustrado que por un licenciado del ejército como realmente lo era. La sinceridad y firmeza de sus sentimientos religiosos daba margen a tales conjeturas; mas no se crea por esto que el ceño arrugara su frente, que fuese adusto en sus modales, ni que afectara un lenguaje místico o desabrido. Su conversación vulgar y sencilla adaptábase al tono de ligeras bromas, y sabía plácidamente sonreírse alguna vez que se le decía: 

- Arnaldo, cuándo te casas? Conozco más de dos chicas que están impacientes por bailar en tus bodas; pero me temo que se han de llevar chasco, porque eres más esquivo que un hurón ya que no seas tan tímido como un conejo

- Con el tiempo maduran las brevas, que no es a mí a quien toca elegir el día.

- Con que ya tienes novia? Y qué tal es ella? 

- A decir verdad no le sobran carnes. Está más seca que la hojarasca de una encina cortada hace diez años. 

- Así te será más fácil mantenerla. 

- Si no fuese tan tragona! Es capaz de engullirse en tres días un regimiento entero. 

- De buena hermosura te has prendado.

- Hermosura? a todo el mundo le parece fea. 

- Entonces debe de ser rica. 

- No trae anillos ni cadena de oro; pero tiene reloj. 

- Tanto le interesa saber la hora? 

- En este punto engaña a todos, y nadie le engaña a ella. 

- Qué cosas tienes, Arnaldo! lástima que no hayas sabido escoger con más acierto. 

Cerraba entonces el carbonero sus labios; pero un grito de dolor desgarraba sordamente su pecho: Ah! sí, se decía. Si hubiera sabido escoger no tendría ahora el corazón tan negro como las manos. 

Nacido en la pequeña aldea, que al traspasar el frondoso bosque donde ejercía su oficio, aparece como sumida en el fondo de un abismo, no había cumplido aún los veinte años cuando ya se le tenía por uno de los jornaleros más forzudos e inteligentes en cualquiera de las faenas del campo. Así dirigía una yunta de mulas como hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara: así entendía de podar una vid o desmochar un olivo como de redondear la copa de un pino o enjertar (injertar) un algarrobo: así manejaba la hoz para abatir el trigo como la pala para aventarlo en las eras. Con algunos rudimentos de instrucción primaria tenía además la gracia de puntear un guitarrillo y cautivar a los oyentes con las festivas coplas que él mismo improvisaba. Querido de los ancianos por su amor al trabajo, de los compañeros por su buen humor, qué mucho que lo fuese todavía más de las muchachas casaderas, que le arrojaban a hurtadillas codiciosas miradas y escuchaban con íntima complacencia sus triviales galanterías! De este modo teniendo por único patrimonio su salud y sus brazos, entregábase a las esperanzas de un porvenir halagüeño sin que le arredrasen los imprescindibles sinsabores de una soportable pobreza. Pero un día cayó la primera lágrima de sus ojos: aquella mañana había puesto la mano en la urna del sorteo, y un número fatal trastornaba de repente sus proyectos, destruía su dicha o cuando menos le señalaba un plazo sobrado largo a sus deseos. 

Porque Arnaldo estaba ciegamente enamorado. Muchas saetas despuntadas le habían rozado el corazón; pero otra más aguda había sido bastante dichosa para clavarse en su centro. Paulita, aunque no pasaba de ser una hermosura vulgar, era la más garbosa, la más peripuesta, la más ladina de aquella pobre aldegüela. Siguiendo añejas supersticiones decíase que en virtud de su nombre y de haber nacido el día de la conversión de San Pablo, estaba dotada de un poder misterioso contra los animales dañinos; pero es lo cierto que cualidades más sensibles la hacían bastante hechicera para cautivar a seres racionales. Sus negros y chispeantes ojos, su poblada cabellera, su aterciopelada mejilla eran suficientes para encender el capricho de un ciudadano, su vivacidad y gracejo para traer embelesado a un campesino. Las impresiones de los sentidos no habían permitido al amartelado joven sondear el corazón de la que tantas veces le había jurado ser suya, bien que tales juramentos sólo podían pasar por solemnes en la liturgia de los enamorados. 

Pobres ambos no había para qué cansarse en discurrir medios de conjurar su adverso destino. Las cavilaciones de Arnaldo hubieran sido tan infructuosas como el llanto de Paula, y supuesto que no le era posible obtener quien le reemplazara en el servicio de las armas, el joven hizo de la necesidad virtud, acostumbróse a la resignación, y empezó a familiarizarse con la idea de su futuro género de vida, aprovechando interinamente los restos de su libertad para menudear visitas al objeto de sus amores. 

Rato hacía que el sol sepultara su disco en las ondas que baten las peñascosas orillas de aquel pueblo: una hermosísima luna, que brillaba con toda la magnificencia de su plenitud, cernía sus argentinos rayos por entre las inquietas hojas de unos álamos, cuyo blando susurro acompañaba el rumor de un manso torrente que sus pies lamía. En él derramaba sus aguas sobrantes el pilón de una fuente, junto a la cual se hallaba sentada, con un enorme cántaro al lado, una bonita muchacha que pudiera compararse a otra Rebeca aguardando a un nuevo Eliezer. Y este era el mismo Arnaldo que punteando su guitarrillo, y como si no acertara a templarlo, enderezaba sus pasos a una de las enriscadas casuchas que forman la población, amontonadas sin orden ni concierto alrededor de un vetusto oratorio, pegado a una más antigua torre que en otros tiempos sirvió de guarida y refugio al vecindario sorprendido por alguna pirática invasión de sarracenos.

- Vaya, Irene, que no es mala cantarilla esa. Apostaría a que llena pesa más que tú. Ya que mi buena estrella me ha traído tan a tiempo quiero llevártela y acompañarte a tu casa.

- Vas a otro punto Arnaldo, y admitir tu favor sería hacerte perder camino. 

- Y esto qué importa? Debo acostumbrarme a marchas largas, y de seguro no tan agradables como la que disfrutaré a tu lado.

Y llenando el cántaro y cargándoselo en el hombro, echó a andar en dirección a una casita aislada en las afueras del pueblo. Seguíale Irene, pero con tal pausa y lentitud que bastaba ser suspicaces sin llegar a maliciosos para adivinar su deseo de prolongar la duración de aquella marcha. 

- Al paso que vamos, dijo Arnaldo, pudiéramos guiar una comitiva de tortugas y caracoles. Si hubiésemos de ir hasta el santuario de Lluch no llegábamos en quince días. 

- A pie descalzo iría yo si...

- Qué?

- Si la Virgen... pero, sabes que eres muy curioso, Arnaldo? Y no prometieras ir allá si Dios te hiciese la gracia de librarte del servicio?

- Hija, nadie se escapa del influjo de su planeta. Este ha sido el mío, y no hay sino encogerse de hombros, agarrar un fusil y ver a qué sabe el pan de munición. 

- Y no te gustaría más el de tu casa?

- Por negro y duro que fuese.

- Pues... en este mundo todo tiene remedio fuera de la muerte, y... si quisieras... tal vez... poniendo un sustituto... 

- Un sustituto? Sabes lo que dices, Irene? De dónde quieres que saque el dinero, a no ser que conozcas el sitio de algún tesoro encantado? Dímelo, y te aseguro que primero se cansarán los azadones de romper piedras que yo de cavar las entrañas de la tierra. Si fuese verdad lo de aquella mujer a quien apareció una serpiente, gruesa como este cántaro, y le prometió hacerla rica si le traía una rebanada de pan bendito, si fuese verdad y ahora me apareciese a mí no temas que me volviese atrás aunque echase llamas por los ojos y me enseñase tres hileras de dientes. Pero estos son cuentos de viejas, buenos solamente para referidos al amor de la lumbre en noches de truenos y centellas. 

- Y si hubiese alguno que te lo prestara? 

- No creas que haya santo en el cielo que obre este género de milagros. 

- Y si fuese una persona que yo conozco... una mujer de este pueblo? 

- Diría que es una santa en la tierra, me arrodillaría a sus plantas, le besaría los pies, le estaría agradecido toda mi vida, sería suyo en cuerpo y alma. 

- Oh! no digas una santa, no... pero, Arnaldo, Arnaldo, escúchame. 

La emoción que experimentaba la interesante joven obligóla a sentarse en una piedra de un bancal desmoronado, mientras su compañero dejando el cántaro en el suelo permanecía de pie escuchándola con tanta avidez como sorpresa. 

- Si me prometieras ser callado, continuó aquella, tan callado como el sacerdote que nos oye en confesión, te comunicaría un secreto que ni aun a mi madre lo he revelado. 

Este nombre daba a su nodriza, que en efecto la quería tan entrañablemente como si lo fuera. 

- Haz cuenta que me he vuelto mudo, o que arrojas una piedra en la más profunda sima de esta comarca. 

- Ya sabes que soy una pobre huérfana... menos aún que huérfana y pobre. 

No conozco a mis padres, ni tengo esperanzas de conocerlos, y si algunas conservaba del todo se han desvanecido. No hace dos meses que me encontré al Sr. Vicario que había salido a dar un paseo, y cuando fui a besarle la mano me insinuó que tenía que hablar a solas conmigo. No sé qué vuelco me dio el corazón. Aquella noche la pasé forjándome toda clase de quimeras y desvaríos. La tarde siguiente mi madre se fue al monte a bajar un haz de leña, y vino el Vicario a casa y me entregó un cucurucho de papel que contenía doce onzas de oro y algunos escuditos. Doce onzas, Arnaldo! Esto, me dijo, es tuyo, exclusivamente tuyo, y no hay necesidad de que nadie sepa que tienes este dinero: te lo envía tu padre para que te sirva de dote y labres con él la fortuna de tu marido. Guárdalo por ahora que es tu única herencia. - Y mi padre, dónde está? Quién es mi padre? exclamé en seguida. Mis lágrimas eran tan gruesas como las cuentas de mi rosario. - Hija mía, me contestó el Vicario, tú debes rezar con más devoción que los demás cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Tu padre en la tierra tengo para mí que ha muerto, y creo imposible de averiguar quién haya sido, según se explican en una carta que recibí del continente sin firma ni lugar de la fecha. Ponte bajo el amparo de la Virgen del Carmen cuyo escapulario llevas, y puesto que no la has conocido en la tierra piensa que tienes una madre en el cielo que es la más tierna y amorosa de todas las madres. 

- Pobre Irene! Y cómo llegó esta cantidad a manos del señor Vicario? 

- En un billete de banco incluso en la carta, y él mismo fue a la ciudad adrede para cambiarlo. Ya lo ves. Ahora pudiera decir que soy rica si no fuese cosa tan triste el poseer esta riqueza; pero, qué he de hacer yo de tanto dinero? De qué me sirve tenerlo guardado? Si es mío, exclusivamente mío, nadie tiene derecho a pedirme cuentas y puedo disponer de él como se me antoje. Yo quiero prestártelo sin interés alguno para que redimas tu suerte. No quiero más réditos que tu felicidad... y tu silencio.  

- De todas maneras sería preciso devolvértelo, y ¿dónde encontraré recursos para hacerlo? 

- Me lo devolverás cuando puedas, y... del modo que puedas. 

- Y si nunca puedo?  

- Nunca, Arnaldo? dijo la joven dando una extraña inflexión a su pregunta.  

- Nunca podré allegar una cantidad tan crecida. 

- Pues... entonces... tal día hará un año. Pobre he vivido, pobre viviré, que por cierto mi mayor pesadumbre no ha sido la pobreza. Aceptas? 

Moralmente deslumbrado por la brillantez de aquel súbito ofrecimiento, de cuya sinceridad no le cabía duda, y de cuyo móvil no abrigaba la menor sospecha, Arnaldo sentía una especie de vértigo, y luchando consigo mismo no se atrevía a tomar una resolución definitiva. No era tanta su delicadeza que bastase para renunciar desde el primer momento a las ventajas de aquel noble sacrificio; mas tampoco era tal su egoísmo que no retrocediera ante la casi seguridad de despojar a la desinteresada joven de su imprevista fortuna. Pidió por lo mismo tiempo para reflexionar y prometió que el domingo inmediato le volvería la respuesta al salir de misa, dado que se decidiera por admitir tan generosa oferta.

Contenta la joven como si sus palabras hubieran producido el deseado efecto, cogió el enorme cántaro, se lo puso derecho sobre su cabeza, y graciosa como una canéfora ateniense, bien que algo parecida a la lechera de la fábula, echó a andar con tanta ligereza que parecía querer rescatar el tiempo en su largo coloquio empleado. 

Y quién era esta jovencita de nombre tan extraño que no hubiera encontrado tocaya ni en la suya ni en ninguna población de las circunvecinas? Quién era esta joven comparable al lirio nacido en las selvas si Paulita al amaranto crecido en los huertos, que se distinguía por la finura de su tez como aquella por el brillo de sus ojos, que robaba, por decirlo así, a la albahaca la modestia de sus florecillas y la suavidad de sus perfumes si Paula al mirabel su arrogancia, frescura y gallardía?

En la casita ya mencionada vivía un matrimonio joven, cuyas dichas aguó la muerte del único y reciente fruto de sus amores. Tanto para consuelo de su pena como para alivio de su pobreza, partióse la madre a la ciudad en busca de una criatura que recibiendo de ella el sustento le ayudase a ganar el suyo. Llegó la noche sin haber logrado su objeto, y cuando ya temía ver fallidas sus esperanzas, en el mesón donde posaba se le presentó un caballero que no hablaba el dialecto del país, que le hizo unas pocas preguntas y ajustó con ella el estipendio que prometió remitirle cada tres meses. Partióse el caballero sin decir siquiera su nombre ni dar seña alguna de su habitación, y a breve rato la pobre campesina recibió de manos de una vieja de repugnante catadura una linda niña que apenas contaría un par de semanas, un pequeño hatillo, una fé de bautismo y algunas monedas de oro. La vieja fue tan poco explícita como el personaje misterioso; pero a la legua trascendía el olor de criminales amores. Seis, y ocho, y más meses pasaron sin que la nodriza recibiera la menor noticia del que sospechaba padre de la criatura a quien amaba ya como si hubiese nacido de sus entrañas, y este amor creció aún estimulado por el dolor de un terrible infortunio. La muerte le arrebató a su marido, que se cayó de un alto olivo que desmochaba, y el sentimiento de esta desgracia agotó el manantial de vida para la criatura. Entonces la buena mujer llevada de un heroico impulso de cariño resolvió que otra acabase de amamantarla a su costa, y para conseguirlo no hubo trabajo, no hubo privación que no se impusiera. Caros compró los derechos de madre que nadie vino a disputarle, y así la pequeña Irene criada en el campo y empleada en sus labores fue de todos considerada como hija de su nodriza.

Al lado de su querida Paula se había sentado Arnaldo, pero de sus labios no brotaba un raudal de lisonjeras expresiones ni sus ojos acudían a suplir la escasez de sus palabras. Hallábase como distraído y como si su pensamiento vagara fuera de aquel recinto, cosa que por primera vez acontecía. 

- Qué mala yerba has pisado esta noche, que te vienes tan mustio como estará ahora el clavel que quité de mi sombrero de palma para que lo llevases en el tuyo? 

- Ay Paula! cuando pienso que muy pronto habré de pasarlas en el cuartel! 

- Razón más para aprovechar las que nos quedan. 

- Son pocas. Y podrían ser todas! 

- Ya lo creo. Tanto daño le vendría a la Reina de tener un soldado menos como a la selva si le arrancasen un pino. 

- Ni aun esto. Si otro se pusiera en mi lugar... 

- Tan buenos amigos tienes? 

- Comprando un sustituto... 

- Como quien compra un borrego para el banquete de bodas. Y el dinero, de dónde lo sacas? 

- De dónde..? No puede haber quien me lo preste? 

- Por tu buena cara, no es verdad? Vaya una finca! Para mí vale mucho; más para otros... No ves que se necesita un dineral, y que en toda la vida ganaríamos para devolverlo? Bah! no sueñes con imposibles. 

- No tan imposible como te parece. Sin pedirlo yo me lo han ofrecido, y sin interés alguno. 

- Y quién es este modelo de usureros? Si supiese trabajar cordones de seda haría unos para su bolsillo, que de seguro no debe de tenerlos. Quién es? 

- No puedo decirlo. 

- Y cómo lo sabré si me lo callas? 

- No puedes saberlo. 

- No puedo saberlo? Yo? Arnaldo! yo? Con qué tienes secretos para mí? 

- He prometido el silencio. 

- Y a mí qué es lo que me has prometido tantas veces? Dudas de mi lealtad o de mi cariño? Lo que ocultas en tu pecho no puede encerrarse también en el mío? O quieres tú la llave de mi corazón sin que yo posea la del tuyo? 

- Si me jurases... 

- Esta precaución es un agravio que me infieres. 

- No, no puedo decirlo. Sería una debilidad mía faltar a mi palabra. 

- Es una falta de amor no tener confianza en mí. 

- Mira, Paulita, no lo digas a nadie. Anoche me encontré a Irene junto a la fuente... 

- Por eso anoche no te vimos por acá; por eso has eludido la respuesta cuando te he preguntado por qué ayer no viniste. En conversación con otras muchachas, qué te importaba que yo me pudriese aquí las entrañas mirando la puerta y contando los minutos de tu tardanza? 

- Celos ahora? 

- Si supieras lo que escuecen! Tonta de mí que no he querido dártelos nunca. 

Y qué te dijo Irene? 

- Según parece ha recibido de una mano desconocida una cantidad suficiente para librarme del servicio. 

- Y ella te la ha ofrecido? 

- Ella misma. 

- Y tú has aceptado? 

- Todavía no. 

- Puedes aceptar y casarte con ella. 

- Casarme con ella? 

- Pues qué, no es una fortuna encontrar una muchacha sin padre ni madre, ni perro que le ladre? Así no tendrás suegros que te incomoden, ni siquiera habrás de besarles la mano al salir de la iglesia el día de tu casamiento. Oh! ella no te tiene tanto amor como yo, pero tiene más oro. 

- Pero qué tiene que ver una cosa con otra? 

- Tan torpe eres que no comprendes sus intenciones? No conoces que esta chica, desesperada porque no hay quien la pretenda, trata de comprarte como se compra una mula en las ferias de Sineu? Ah! yo no te hubiera vendido por todo el oro del mundo.

- Y yo no quiero mi libertad sino para ser tu esclavo. Estoy decidido. Plegue a Dios que no me arrepienta nunca de mi determinación.

Más fácil es de conservar un secreto entero que descantillado. Empezar una confidencia viene a ser lo mismo que empezar a rodar por un declive, y la curiosidad empuja hasta que se llega al fondo. Arnaldo refirió todos los pormenores de su conversación, los celos de Paula hicieron saltar lágrimas de sus ojos, el llanto enardeció la pasión de Arnaldo, y esta como helado cierzo despojó de sus nacientes florecillas el corazón de la desgraciada Irene.

Acercábase el día señalado a los quintos para ingresar muy de mañana en las filas del ejército. La víspera de este día, después de haberse despedido de sus amigos y de su amada, triste y solo subía Arnaldo la empinada cuesta que conduce a la ciudad, cuando en una revuelta del camino encontró a Irene sentada sobre un haz de leña que había recogido en aquella espesura. La pobre joven se enjugaba los ojos con la punta de su delantal; pero sus lágrimas rebeldes se obstinaban en romper el débil freno que su voluntad trataba de imponerles.

- Irene! Tú por aquí a estas horas?

- He venido a decirte adiós, ya que no he merecido que vinieses a casa para despedirte.

- Tienes razón. Soy un desagradecido. Después de tus generosos ofrecimientos...

- Pudiste no admitirlos; pero no debías desconocer que mis palabras partían de un buen corazón.

- Y tan bueno como es el tuyo! Quién hubiera hecho conmigo lo que tú hiciste?

- Creía que te disgustaba la vida de soldado, que deseabas ser libre. Hubiera estado tan contenta de contribuir a la satisfacción de tus deseos!

- Había yo de aceptar un beneficio cuando estaba seguro de no poder recompensarlo?

- No podías recompensarlo? Tan poca confianza tienes en Dios, en la fuerza de tus brazos, y... y en la virtud de tu agradecimiento? Oh! no hablemos de esto.

- Pero, tú lloras.

- Pues qué, no son tristes todas las despedidas? No te vas por un plazo bastante largo? Y cuando vuelvas, quién sabe si descansaré ya en la huesa, y allí sola... sola y abandonada, porque, quitando a mi nodriza, a nadie tengo en

el mundo que me llore, nadie que rece un padre nuestro por mi alma.

- Aparta de ti semejantes ideas. De qué sirven tan funestos pensamientos? 

Sé yo por ventura si una bala me registrará las entrañas, o si un sable enemigo me abrirá la cabeza como una granada madura.

- No, la Virgen del Carmen te preservará de ese peligro.

Se lo rogaré con tanta devoción que estoy cierta de que ha de escucharme. Además...

- Qué?

- Te traigo un escapulario. No por recuerdo mío sino para defensa tuya has de llevarlo. No oíste al cuaresmero la noche que nos refirió el ejemplo de aquel caballero que viéndose acometido en un bosque invocó a la Virgen del

Carmen, y las balas de sus enemigos se aplastaron en el escapulario que llevaba como si hubiesen tropezado en una roca?

- Esta dádiva tuya sí que la admito con mucho gusto. Y mientras Arnaldo besaba y se ponía el escapulario bendito continuaba Irene.

- Si supieras cuánto lo aprecio! Tenía intención de que me enterrasen con él; mas ahora prefiero que lo lleves para que la Virgen te proteja. No te acuerdas de aquel día que bajabas del monte y me diste un ramito de brezo florido?

- No.

- Tampoco te acuerdas! Pues yo lo tengo presente como si fuese ayer. Era un domingo. Aquel día estaba tan alegre! Qué sé yo por qué estaba tan contenta? Me acuerdo que fui a la iglesia y tomé ese escapulario y lo guardé junto con el ramito de brezo... Pero es tarde. Adiós. Adiós. 

- Y te vas sin dejarme que te estreche la mano? 

- Mi mano... no la doy en los campos, si he de darla ha de ser en la Iglesia. 

Una fugaz sonrisa brilló en sus labios, y cargándose el haz de leña empezó a descender apresurada. Apresuradas también descendían por sus pálidas mejillas lágrimas copiosas. 

Arnaldo se quedó parado como si no supiera lo que le pasaba. Por un momento aquella soledad le pareció horrorosa, y sin embargo sentóse, y puesta la cabeza entre las manos empezó a decirse: Esta Irene! Por qué no he conocido hasta ahora el excelente corazón de esta muchacha? No es tan hermosa; mas si tuviese ahora que escoger... Una imagen demasiado clavada en su fantasía para que dejara de aparecerle en tal coyuntura vino a interrumpir el curso de sus meditaciones. Parecióle ver a Paulita que le arrojaba una mirada de fuego, y puesto otra vez de pie volvió a trepar la montana, entonando una cancioncilla para darse resignación y fortaleza.


II.

Seis años transcurrieron, y por el vericueto de la misma montaña descendía Arnaldo una tarde, que era cabalmente la del día en que con actos religiosos y tradicionales regocijos celebra aquel pueblecillo la festividad de su santo patrono. Esta circunstancia iba a dar mayor solemnidad a la sorpresa que en su mente acariciaba. Los resabios de la vida militar añadían algo a su nativa apostura: marchaba erguido y so largo paso devoraba el camino. Vestía no el traje antiguo de los payeses mallorquines, sino el adoptado por la juventud que va relegando al olvido las calzas huecas y la majestuosa cabellera. Iba de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, y el cuello de su listada camisa doblado sobre un pañuelo de color sujeto con una sortija de plata. Colgada de un listón de seda traía en un cañuto su hoja de servicios con excelentes notas, colgado de un bastón atravesado en el hombro su modesto equipaje, y metido en un pañuelo atado a la cintura el fruto de sus ahorros. Corta era esta cantidad, pero suficiente para comprar lo más preciso de un rústico menaje, y cubrir los gastos indispensables de su casamiento con Paulita. Porque la imagen de esta linda joven conservábase en su memoria tan fresca y lozana como en el día de su partida. Nada habían podido contra ella ni los riesgos ni las distracciones de la milicia. Había visto muchas caras nuevas; pero ninguna a su juicio más atractiva y hechicera. Sus fugitivas impresiones asemejábanse a las huellas levemente diseñadas en la arena, al paso que la dejada en su corazón por el rostro de Paulita se parecía a la huella que grabase en una roca el cincel de un marmolista. Al principio había contado los años y los meses, después semana por semana y día por día los que le faltaban para llegar al dichoso término de sus esperanzas, y entretanto, como para mitigar los rigores de la ausencia, cruzábanse cartas llenas de extravagantes hipérboles y de manoseados conceptos, que alimentaban su pasión con el aire de lisonjeras ilusiones. 

Magnífico espectáculo tenía a la vista. Descollaba a su izquierda la peñascosa cima del monte de Galatzó, como una gigantesca pirámide construida por una horda de salvajes, y plantada sobre un inmenso pedestal cubierto de encinas y pinares. Extendíase la sierra por ambas partes, como dos alas que mojasen sus puntas en el mar, apartando sus convexas pendientes matizadas de verdura. Veíase a lo lejos el pueblo, como un montoncillo de piedras que asoman por entre el verdor de la maleza, y más lejos aún el mar, el mar que aquella mañana misma surcaba Arnaldo para desembarcar en el puerto de Palma. Las cerúleas olas convertidas en blanquizca superficie besaban ya el limbo inferior del astro-rey, que parecía haberse despojado de sus rayos deslumbradores y envuelto en un sudario de tul encarnado. La vista podía clavarse en él tan fácilmente como en el disco de la luna, y su luz no teñía ya ni siquiera las últimas crestas de los montes fronterizos. Terminaba su carrera como un rey a quien antes de espirar le arrebatan la corona. Poco a poco, y cual si quisiera retardar el momento de echar su postrer mirada a la tierra, sumergíase entre dos ralas nubecillas que aparecían como nevadas montañas de una isla remota. Ni luminosas ráfagas, ni purpúreos celajes brotaron de su última huella. Pero Arnaldo no era bastante aficionado a poéticas contemplaciones para que este nuevo espectáculo disminuyera la rapidez de su marcha. Aquella tenue claridad que se recogía en el confín del horizonte, aquel reposo de la atmósfera, aquel silencio de las aves, aquellas moles sombrías que se levantaban tan imponentes y ceñudas, aquella calma que se asemejaba al estupor de la naturaleza nada dijeron a su corazón, en que hervía la esperanza de ajustar muy pronto sus latidos al compás de los que daría el corazón de Paulita. 

En clara y estrellada noche de verano experiméntase una sensación muy agradable al oír de lejos la gaita mallorquina, que despierta los ecos de silencioso valle, acompañada ya de los ladridos del mastín, ya de las esquilas y balidos de numeroso rebaño. Deliciosa es aquella voz de la soledad a pesar de lo trivial y rústico de sus melodías, y no lo es menos para las jóvenes campesinas a quienes trae alborozadas el deseo de lucir sus gracias, cuando resuena en la estrecha plaza de la aldea, y las convida a tomar parte en los festejos del día consagrado a la memoria de su tutelar y patrono. 

Día privilegiado en que al aire libre se entregan al placer de modesta danza, y se sienten halagadas con el público obsequio de los mozos que las galantean. 

De pronto llegaron a los oídos de Arnaldo los rumores del campestre regocijo, poco tardó en descubrir los muros de la vieja torre dorados con los oscilantes reflejos del tedero que iluminaba la plazuela, y menos aún en hallarse en medio del apiñado concurso estrechando la mano de sus deudos y conocidos. Menudeaban preguntas y respuestas, y cien veces en tres minutos estuvo a pique de caer de sus labios el nombre de Paula, cuando la vio venir precedida de la gaita y del tamboril, acompañada de los obreros o mayordomos de la fiesta con sendas cañas verdes en la mano, y a su lado un hombre que frisaba ya en la edad madura. Sus faldas de muselina en que los más opuestos colores trazaban caprichosos dibujos, su corpiño de seda, su rebociño de encaje, su cadena y botonadura de oro dieron algo que pensar al joven licenciado que no podía atinar de dónde provenía ese lujo. Eran tan pobres ambos cuando él se marchó al ejército! A esta novedad se le añadía la extrañeza de que Paula, después de la danza cedida a la autoridad local, fuese la primera en ocupar la plaza inaugurando, por decirlo así, la fiesta, honor que no obtienen las jóvenes por sus méritos y hermosura sino por la generosidad de los que intentan obsequiarlas. Por otra parte estaba en la persuasión de que su acompañante era casado y no tenía antecedente alguno para sospechar una perfidia. 

Punzábale el pecho la impaciencia de aclarar este enigma; pero teníanle como embelesado los graciosos movimientos de su querida prenda, que continuaba ejerciendo su fascinadora influencia aun después de haber despertado la mala víbora de los celos. Gozaba y padecía al mismo tiempo, mas luego que la vio recoger su abanico y sentarse en uno de los bancos, que cerraban el pequeño espacio destinado al baile, se abrió paso a viva fuerza, se plantó a sus espaldas y a media voz le dijo: 

- Paulita! 

- Jesús mío! Tú por aquí? 

- Como que te haya asustado mi presencia. Pues qué, no me esperabas? 

- No tan pronto. 

- Ni anhelabas mi venida? 

- Si he de decir la pura verdad... pero, a qué vienen esas preguntas? Estás bueno? 

- Lo sé yo si estoy bueno? Si un médico observase ahora los golpes que me da el corazón quizás tampoco podría decírtelo. Pero, qué es esto? Tan poca alegría te causa el verme? 

- Sí, me alegro de que no te haya sucedido desgracia alguna, de que te halles sano y salvo de todo peligro. 

- Lo dices con una frialdad que hiela mis entrañas. Si has de darme un vaso de veneno haz que lo beba de una vez. 

- Pues, Arnaldo, hablando en plata, a quien se muda Dios le ayuda. 

- Paula! 

- No me rompas la cabeza con quejas y lamentos. Busca tu conveniencia que yo tengo ya la mía. 

- Y tus juramentos? 

- De agua pasada no muele molino. Era muy niña entonces, y no me acuerdo ya de lo que te haya jurado. 

- Oh infamia! Y no te avergüenzas de ti misma? Y tienes aliento para... 

- No armes un escándalo, y ten la bondad de separarte un poco de aquí. 

- Con que, por unos cuantos años de ausencia... con que tienes otro galán? 

- Que dentro de dos semanas será mi marido. 

- Antes le haré mil pedazos. 

- Esto será si él te da permiso, que no lo creo. 

- Y quién es este ladrón de mi felicidad, que me la ha robado con tal descaro y cobardía? 

- Hele allí. 

- Un casado? 

- Un viudo. 

- Y por un viudo me abandonas? 

- Tiene para mantenerme a mí, y a nuestros hijos si Dios me los concede. 

- Y no tenía yo mis brazos? 

- Y él tiene sus brazos y sus tierras. 

- Y decías que no me hubieras vendido por todo el oro del mundo! 

Dándose con los puños en la cabeza salió Arnaldo del corro para desahogar a solas su oprimido corazón. La rabia que hervía en su pecho se reflejaba en su encendido rostro, y una especie de momentáneo frenesí perturbaba las condiciones regulares de su carácter y de su inteligencia. Tocaba con sus manos la realidad y le parecía estar luchando con una horrible pesadilla. Destrozaba su pañuelo con los dientes y estaban a punto de saltar lágrimas de sus ojos:  "Qué es lo que está sucediendo? se decía. Es esta la agradable sorpresa que hace pocos momentos me figuraba? Me parecía hallarme a las puertas del cielo, y me veo caído en el infierno. Yo? yo tan alevosamente vendido? Después de la de Judas no se ha visto traición más espantosa. 

Oh! quién había de decírmelo que yo pararía en un presidio? Sí, arrastraré toda la vida una cadena, porque yo he de vengarme atrozmente. Antes viuda que casada, y entonces... entonces le escupiré en la cara. Ya valía más que me hubiese atravesado el corazón una bala enemiga. Tantos cariños, tantos halagos, tantos juramentos, y ahora tanto olvido...!" 

En esto resonaron de improviso unas campanadas que sorprendiendo a casi todos los moradores de aquel pueblecillo, aglomerados entonces en el estrecho recinto de la plaza, trocaron su festivo júbilo en un sentimiento de compasión y de tristeza. De todos los labios salía una misma pregunta, y en breve se supo la respuesta. Se iba a llevar el santo Viático a la pobre Irene que se hallaba moribunda. 

Esta inesperada noticia torció el rumbo a las ideas de Arnaldo. “Olvido! continuó diciéndose. Qué injustos somos! Acriminamos en los demás las mismas faltas de que somos reos. Yo también la había olvidado. Ingrato, mil veces ingrato! Bien merezco el castigo que ha caído sobre mi cabeza. Soy un hombre sin corazón y sin entrañas. Tanto amor para aquella mala hembra, y tanto desdén para esa pobre criatura! Yo quisiera arrancarme el corazón con los dientes. 

Yo quisiera... Y ahora enferma de peligro..! No, no ha de morir. Triunfa aquella malvada, y esta infeliz... Salvadla, Dios mío, salvadla. Virgen santísima del Carmen, obrad un milagro. Llevaos mi vida en cambio de la suya. Ah! si vive... 

si vive seré dichoso. Olvido por olvido, amor por amor." 

Oyóse un golpe de campanilla y el más profundo silencio sustituyó luego a la animación y al bullicio: arrodilláronse algunos en la plaza misma, y los más penetraron en el pequeño templo, donde el Vicario, con roquete y pluvial de muy cortas dimensiones, encerraba la hostia consagrada en una bolsa de terciopelo. Arnaldo llegándose de pronto al sacristán y poniéndole algunas monedas de plata en la mano, le dijo que repartiese cuanta cera había en la iglesia, y cumplido su deseo salió el Santísimo, a quien servía de palio el humilde sombrero de teja, precedido de los hombres y seguido de las mujeres con velas en la mano. Nunca en igual caso se había visto allí una procesión más lucida. Marchaban todos rezando en voz baja, y las joyas y chillones atavíos de las doncellas daban cierto aire de extrañeza a su seriedad y recogimiento. Paula formaba también parte de la numerosa comitiva, y al saber que de Arnaldo procedía aquel singular obsequio sintió en su pecho... Mas, qué le interesan ya  al lector los sentimientos de una joven, que si tanto se aventajaba a la pobre enferma en donaire y gentileza, tanto le vencía esta en bondad y ternura? 

Dolorosamente afectado el recién venido del ejército presenció la augusta ceremonia, y la grave impresión que en su pecho producía impuso como una especie de treguas a la violenta lucha de sus pasiones. La muerte y la eternidad se le presentaban con su terrible grandeza a los ojos del pensamiento. Pero por casualidad enderezó los del cuerpo a la cabecera de la cama, y en una pilita de loza, al pie de una tosca estampa de la Virgen, divisó un ramito de brezo enteramente desecado. Sin duda era el mismo que más de seis años antes había cogido en la selva y ofrecido a la desdeñada Irene. Qué revelación más inesperada! Qué censor más elocuente de su conducta! Aquel mudo testimonio de un tierno, silencioso y constante afecto le echaba en cara la sequedad de corazón con que a tanta fé había correspondido. Lágrimas tan copiosas brotaron de sus ojos que quien no le conociese le hubiera tomado por hermano o esposo de la que recibía el óleo santo. 

Rezadas las últimas preces la mayor parte de los asistentes se volvió al interrumpido baile, y Arnaldo salió también a tomar informes, que no pudo lograr tan completos y minuciosos como los que presentan los hechos consignados en el siguiente relato. 

Dado su tierno y quizás postrer adiós al gallardo mancebo que sin saberlo había cautivado su corazón, la desconsolada Irene se dirigió a su casita con el firme propósito de enterrar su pasión en el sepulcro mismo de su pecho. Esperaba alcanzar del tiempo que le traería el bálsamo que cura semejantes heridas: esperaba que poco a poco se irían desgastando los lineamientos de la imagen hondamente grabada en su memoria. De una parte el desdén y la ausencia, de otra el rubor y el silencio, ¿cómo desconfiar de volver a la tranquilidad de su infancia en brazos del olvido? Mas, ni su voluntad decidida, ni su actividad en las faenas del campo, ni sus ocultas lágrimas, única voz de sus íntimos afectos, fueron bastante poderosas para desvanecer las quiméricas ilusiones de que se veía de continuo asediada. Agitábase la pobre víctima como pajarillo que tropieza en la extendida red cuando iba a buscar su descanso en la espesura del bosque. A veces gemía al pie de los altares y exhalaba su dolor en fervientes oraciones; mas luego acudía a su imaginación la idea de la felicidad que hubiera alcanzado si en aquel templo mismo se hubiese bendecido su perpetua unión con Arnaldo. Este nombre, que jamás pronunciaban sus labios, resonaba en sus oídos como una suave melodía las pocas veces que le acontecía oírlo salir de los ajenos. Apoderóse de su pecho una tenaz melancolía, de la cual se resintió en breve su organismo, y fuese para excitar su vanidad adormecida, o fuese para ver si lograba atraerse las miradas de algún otro joven, y combatir su arraigada pasión con otra pasión naciente, resolvió presentarse en la próxima fiesta del Tutelar del pueblo algo más ataviada de lo que solía. Al efecto, acudiendo a su caudalejo y engañando a su nodriza, se dirigieron ambas a la ciudad donde compraron un traje vistoso y algunas alhajuelas de oro, que tal vez fueron parte a labrar su ruina. 

Poco más de un año hacía que Arnaldo estaba de guarnición en el continente, y Paula, todavía fiel, estrenó en la misma fiesta una cruz de filigrana y botonadura de oro, no de tanto precio ni de tanto gusto como la de Irene. La diferencia no era gran cosa que digamos; pero abultada tal vez sin malicia vino a ser como la manzana de la discordia. En aquel reducido pueblo, cercado por una formidable valla de quebrados montes, aislado por decirlo así en un rincón de nuestra isla, semejantes novedades no podían menos de ser tema favorito de conversación entre las comadres y jóvenes casaderas. Hasta las amigas de Paula, por sobra de candidez o de franqueza, no le supieron alabar sus nuevas joyas sin entrar en un examen comparativo, trayendo a colación y poniendo a las nubes las alhajuelas de su antagonista. Estos juicios de Páris despertaron el resentimiento de la Juno lugareña. Punzada ya una vez por el aguijón de los celos no miraba con buenos ojos a la que por un momento le había infundido crueles zozobras, y ajada su vanidad mujeril se le enconó la herida hasta el punto de soltar picantes alusiones a la ilegitimidad de su nacimiento. Este infortunio, que parecía olvidado o cuando menos completamente desatendido, se hizo entonces, merced a los amaños de la envidia, objeto de hablillas y motivo injusto de pequeños desaires: cosa por cierto no muy conducente a levantar el espíritu abatido, ni a restablecer la quebrantada salud de la pobre Irene. Y no se detuvo aquí la comezón de humillarla. Para explicar el origen de aquel gasto misterioso, y al juicio de todas sus amigas incomprensible, Paula empezó con reticencias y expresiones embozadas concluyendo por decir lo que ella sola sabía. No era una tacha el ser rica; pero la procedencia del pequeño capital atestiguaba la de Irene, arrebataba a su nodriza el título de madre, y lo que había de ser futuro remedio de su pobreza se convertía en pregonero de su orfandad y desdicha. 

Y no hay que decir si al circular de boca en boca aquella noticia se mezclarían a sus comentarios fábulas y exageraciones. 

Lo que en confianza se había dicho llegó a ser con el tiempo uno de aquellos secretos que conoce todo el mundo menos aquel a quien importa que no sea conocido. Irene a lo que se creía guardaba un tesoro oculto, tesoro verdaderamente encantado, puesto que en nadie excitaba la codicia de compartir su posesión aspirando a la mano de su dueño. Este desvío no dejaba de entristecerla un poco, bien que por otra parte se complacía en que nada le impidiera entregarse a sus quiméricas ilusiones, y en que la figura de Arnaldo libremente campeara en la soledad de su pensamiento. Su pasión, contenida al principio en los límites de la honestidad y del decoro, al verse desnuda de toda esperanza se transformó en una especie de sentimiento ideal que la sobrepujaba en intensidad y pureza. Así pasaron algunos años, sin recibir más consolaciones que el cariño de su nodriza y las afectuosas palabras del anciano sacerdote que la guiaba por la senda de la piedad cristiana y de la resignación a la voluntad divina. 

Una tarde en que el sol había ya desaparecido hallábase fuera la nodriza, y la pobre huérfana, sola en su aislada casita y algún tanto indispuesta, se vio de repente acometida por un hombre embozado hasta las cejas en un grueso capote y cubierta la parte inferior del rostro con un pañuelo oscuro. Entrar, cerrar la puerta, atrancarla y coger a la joven de un brazo había sido obra de un momento. Sobrecogida de terror quiso arrojar un grito y le faltaron las fuerzas. 

- Cuidado con lo que haces, le dijo el embozado llevándose un dedo a la boca, que si oigo el menor chillido no sé si podrás contarlo. No soy ladrón ni asesino; pero lo seré si me obligas a serlo. Necesito dinero, y de grado o por fuerza tienes que prestármelo. 

Irene más muerta que viva no podía responder sino con lágrimas y sollozos. 

- Déjate de aspavientos, continuaba aquel, no quiero más que diez onzas. Si las cosas me salen bien te las devolveré con buenos intereses, si no mayores caudales se han perdido. 

- Pero..! exclamó la joven sin saber como continuar la frase. 

- No hay peros que valgan. Date prisa, replicaba el bárbaro agresor sacudiéndole el brazo que apretaba con sus callosos dedos como si fuera con unas tenazas de herrero. 

- Y cómo queréis que tengan dinero dos pobres jornaleras como nosotras? 

- Tienes el que te envió tu padre. Todo el pueblo lo sabe. 

- ¡Arnaldo! ¡Arnaldo! exclamó la joven, para quien fue un dardo agudo el ver que Arnaldo había faltado a su promesa. 

- No tienes que implorar socorro de nadie, porque mis puños... Dónde guardas ese dinero? 

- No quiero decirlo, no quiero darlo. 

- Dónde está ese dinero? 

- Virgen santísima del Carmen! 

- Sabes, niña, dijo el otro cambiando de tono y ensalzando la inflexión de su acento, sabes que con esas lágrimas y todo eres bastante hermosa, y que es lástima... 

- Ah! gritó la joven al ver los ojos del embozado que ardían como dos ascuas de fuego. Y comprendiendo rápidamente que todavía pudiera sobrevenirle mayor infortunio se apresuró a decir: abrid ese arcón y envuelto en un trapo hallaréis el dinero, tomadlo, y partid. 

El malvado no se lo hizo decir dos veces. 

A su vuelta la nodriza encontró a su querida Irene tumbada sobre el humilde jergón, arrasados sus ojos de lágrimas, acometida de recia calentura y a ratos de convulsivo estremecimiento. El susto no había sido para menos. Su natural consecuencia fue una larga enfermedad que puso a la joven en grave riesgo y de la cual puede decirse que no llegó a quedar completamente restablecida. 

La que la había alimentado con su leche hizo por ella cuanto hiciera si la 

hubiese llevado en sus entrañas, y el anciano Vicario visitándola diariamente la trató como a la más querida ovejuela de la pequeña grey que le estaba encomendada.

Irene se había prometido a sí misma no soltar palabra acerca de su funesta aventura; pero al cabo la refirió a la nodriza, y esta no cerró con llave la dolorosa noticia que se le comunicaba. Pronto llegó a ser tan pública como si aquel pueblo estuviese familiarizado con los periódicos, y en uno de ellos se hubiese puesto por gacetilla. La autoridad local quiso tomar cartas en el asunto, pero después de tantos meses era muy difícil sacar nada en limpio. Sin embargo las presunciones recayeron sobre un mozallon (mozarrón) alto, fornido, holgazán y pendenciero que en aquella época había desaparecido. Susurrábase que se había embarcado con dirección a Gibraltar en un buque contrabandista, y no se tenía por inverosímil que hubiese echado mano de tan violento recurso para hacerse con una pacotilla de telas y géneros de ilícito comercio. Quizás estaba en su ánimo subsanar el hurto; pero añadíase que el buque había corrido una gran tormenta y naufragado en las costas de Berbería

Sobrados motivos tenía Irene para desterrar de su pensamiento al que tan dura recompensa había proporcionado a su cariño. Por la indiscreción de Arnaldo se había visto a las puertas de la muerte: por su ligero proceder había pasado por unos momentos más angustiosos que la muerte misma. Y qué era ya la ingratitud con que había desdeñado sus ofrecimientos al lado de la infidelidad con que había quebrantado su promesa? Y con todo la causa de Arnaldo se discutía ante un tribunal predispuesto y decidido a conceder la absolución más amplia y generosa. Los hechos le acusaban, la abnegación le defendía, y el corazón de Irene si no sabía como disculpar perdonaba noblemente la culpa. 

Quizás no fue tan fácil en perdonar a Paula cuando supo que escuchando la voz del interés preparaba días de amargura al que tan ciegamente la idolatraba, y empezó a compartir los pesares de su querido ausente mucho antes que él pudiera sentirlos. Cada lágrima que este llorase había de ser para ella doble tormento. Encendía su indignación la vergonzosa inconstancia de la que le había arrebatado gozo y dicha subyugando el corazón de Arnaldo; pero al través de las pardas nubes que cubrían su porvenir creyó divisar unos pequeños resplandores, y se figuró que aún podía brillar en el cielo la estrella de su esperanza. 

Meteoro que no estrella fue aquel resplandor engañoso. El mismo día que el licenciado del ejército desembarcaba en el muelle de Palma, Irene asistía a la misa mayor, y después fue como todo el pueblo a presenciar las corridas. Sentada en el suelo al pie de un olivo tomaba parte en esta popular diversión, y como la que estaba a su lado aplaudiese la agilidad del corredor que había obtenido el premio, díjole Irene: 

- Por cierto que este no comería del gallo si hubiese tenido que habérselas con Arnaldo. 

- Mucho corría, contestó aquella, pero Paula corre más que él, puesto que no ha podido alcanzarla. Cuando vuelva, si es que vuelve, ya podrá correr dentro de un saco así como se estilaba en otro tiempo. 

- Pero si está para concluir el servicio. 

- Para empezarlo de nuevo. 

- Qué me dices? 

- Tan atrasada estás de noticias? No sabes que se ha vendido por sustituto al recibir la nueva de que Paula trataba de casarse con otro?

- Y no me engañas? Y esto es seguro? 

- Pues qué tiene de extraño? Querías que se colgase de un árbol? 

La sacudida moral que experimentó la pobre Irene fue un golpe tan terrible que poco tuvo que hacer el funesto accidente que le dio aquella misma tarde. 

Y de dónde había sacado tal noticia aquella mujer? De un hecho muy natural y sencillo. Una amiga había dicho a Paula: Y qué hará Arnaldo cuando sepa tu resolución de casarte con el viudo? Se venderá por sustituto, contestó la interpelada con sobra de frescura, y la suposición gratuita se había ido transformando en aseveración inconcusa. 

De todos estos pormenores mal pudo enterarse en aquellos momentos el recién venido, pero algo se le dijo del susto que había recibido Irene, del robo de su caudalejo, y de la grave enfermedad que aquel trastorno le había producido. 

Grande fue la ira que concibió Arnaldo contra la que había divulgado el secreto; pero mayor su remordimiento al ver que él había sido el primero en revelarlo. 

Él era quien había hecho traición a la más cariñosa confianza. Hasta él se remontaba el origen del daño. Él era el que por medios tan indirectos causaba la muerte de la que tan religiosamente conservaba su ramito de brezo. 

Penetrado del dolor más agudo que imaginarse pueda, corrió a la casita de la enferma, se abalanzó al lecho y exclamó: Irene! Al oír aquella voz tan querida la enferma hizo un esfuerzo supremo, levantó la mitad del cuerpo, extendió los brazos, abrió sus ojos; pero luego, reconociendo sin duda que en aquella hora no debía perturbarla ningún pensamiento de este mundo, los cerró de nuevo, se dejó caer sobre la cama, se volvió del lado de la pared, y permaneciendo en esa postura al cabo de una media hora exhaló su último aliento. 

Arnaldo quedó petrificado: ni fuerzas tenía para llorar: aquellos dos golpes tan duros, tan imprevistos, tan simultáneos le habían quebrantado el corazón. 

Se quitó el escapulario de la Virgen del Carmen lo puso al cadáver, y recogió el ramito de brezo. Parte de sus ahorros de soldado la invirtió en sufragios y parte hizo tomar por fuerza a la nodriza. Dejó el pueblo nativo, se retiró a la montaña y emprendió el oficio de carbonero. 

VII. LA TRAPA DE ANDRAITX.

VII.

LA TRAPA DE ANDRAITX. (Andratx)

I.

Al sumergirse en las aguas del Mediterráneo baña el sol con sus moribundos resplandores las miserables ruinas de este pequeño cenobio, donde en tiempos no muy remotos se ocultaban a las miradas del mundo actos heroicos de virtud 

entre las prácticas austeras del más rígido ascetismo. Situado al abrigo de una elevada sierra en la costa occidental de nuestra isla, permanecía envuelto en la sombra durante los primeros albores de la mañana, por lo que pudiera decirse que cotidianamente asistía a la muerte y nunca al nacimiento del día. Y es que para familiarizarse con las ideas del trance postrero buscaban allí un asilo hombres de fé ardiente y de corazón sencillo, ora fuese para resguardar su inocencia, ora fuese para acreditar su arrepentimiento. Peregrinos que ni un momento olvidaban el término de su viaje no temían escoger el más escabroso con tal que fuese el más seguro camino. 

Los que hayan visitado esa Tebaida en miniatura no habrán olvidado fácilmente la impresión que debió de causarles la soledad y aspereza de un desierto que tanta armonía guarda con la soledad y aspereza de la vida que llevaban sus silenciosos moradores. Bástales que trace el lápiz de un artista algunos rasgos en el álbum de un curioso viajero, o que indique la pluma los principales lineamientos de tan grandiosa imagen, para que se reproduzca en su memoria, como en un espejo, el aspecto imponente de aquella ruda naturaleza, y se renueven las gratas emociones que sintieron al contemplarla. Para los demás mejor que una descripción minuciosa sería invitarles a pasar algunas horas en aquel sitio donde sorprende lo salvaje, anonada lo grandioso y deleita lo pintoresco. Mejor que admirar ese cuadro sería considerarse, frutando en él, siquiera por breves momentos. Frialdad de corazón y aridez de fantasía se necesitan para permanecer insensible, tendiendo los ojos desde la cumbre de la empinada sierra sobre la inmensa alfombra que tejen las copas de millares y millares de pinos que cuentan su vida por siglos, vagando por entre los espesos matorrales de sus escarpadas vertientes, o contemplando desde el formidable peñasco, que sirve de pedestal al derruido edificio, las olas que a sus pies se estrellan con acompasado y monótono rugido. Y ¿cómo no sentir una viva impresión al ver los restos de aquel huertecillo incrustado en una vasta red de  breñales y espinos, testimonio sobreviviente de la frugalidad más extremada, de la abstinencia más rigurosa? ¿Cómo aspirar la fragancia de sus plantas silvestres sin percibir como un rastro del suave olor que exhalaban las virtudes que allí florecieron? Ocúltanse en la maleza las flores que allí brotan y mueren sin ser vistas más que del supremo Criador, asemejándose a las santas emociones de la vida contemplativa: clávanse los ojos en el mar, desierto que confina con otro desierto, como seguía allí la soledad del sepulcro a la soledad de la existencia: en el cielo, término de las esperanzas del hombre: en el polvo y las ruinas, imagen de la muerte que tan presente se hallaba a todas horas en la imaginación de aquellos piadosos anacoretas. Removiendo estas ideas no sería empresa por demás dificultosa hacer interesante el bosquejo de aquel sitio, ya que no despertase el deseo de visitarlo, como lo hicieron algunos jóvenes del continente. 

Hace ya algunos años que hallándome en Barcelona, entré en una tienda de sederías, cuyo dueño era para mí, si algo menos que amigo, algo más que mero conocido. Aunque hombre de negocios tenía cierta afición a la literatura, y me demostraba un cariño digno cuando menos de mi agradecimiento. De cosas indiferentes estábamos hablando cuando apareció en el umbral de la tienda un grupo compuesto de una señorita, hermosa como un ángel, dos o tres niñas que el aire de familia acreditaba de hermanas suyas, y una señora a quien llevaba del brazo un joven a todas luces acreedor al título de bello y arrogante mozo. No puede decirse que esta pareja presentase a los ojos un contraste repugnante, pero se experimentaba al verla una sensación parecida al efecto de una disonancia mal colocada. Estaba tan lejos ella de la Venus de Médicis como cerca el otro del Apolo de Belvedere. Saludóle el tendero con el nombre de Federico, a lo que este contestó: Venimos aquí para hacer algunas compras. Quiero que estas niñas honren la memoria de su pobre papá celebrando el día de su santo, y ya sabe V. amigo mío, que las mujeres para la celebración de una fiesta nada ven mejor que el estreno de un vestido. Este es el bello ideal del sexo femenino. - Pues yo tendré en servirlas muchísimo gusto, y confío en mi buena estrella que he de adivinar el suyo, replicó el otro, y volviéndose a mí añadió: V. dispense que por esta vez he de usurpar el oficio a mis mancebos. 

- Es verdad que ningún motivo tenía para quedarme; pero no sé qué vaga curiosidad me retuvo hasta que, después de revolver una multitud de géneros, dar y pedir recíprocamente pareceres, sostener e impugnar calificaciones, escocieron los compradores unos cuantos artículos y se retiraron dejando sobre el mostrador mayor número de onzas: El júbilo de aquellas chicas resplandecía en su rostro; pero no era menos visible la satisfacción interior del joven que parecía haberlo ocasionado. Era un cuadro de felicidad doméstica que a ningún pintor se le hubiera ocurrido.

- Amigo mío, dije al tendero, hoy no podrá exclamar V. como Tito diem pérdidi. Con galanes de esa estofa no suelen hacerse malos negocios. Si todo el mundo fuese tan liberal como este caballero la fortuna de V. sería eminentemente progresista. 

- Me basta moderada como mis ideas políticas.

- Pues se me figura que no todos los moderados han de ser de la opinión de V. Pero volviendo a mi asunto, no ha dejado de chocarme un poco que la cualidad de futuro autorice a llevar de presente el bolsillo.

- Futuro, de qué?

- Ese D. Federico, que si se llamara Alfonso pudiéramos apellidarle el de la mano horadada, no es el novio de la jovencita? 

- Novio de su hijastra!  

- Cómo! aquella respetable matrona es su mujer? A mí se me figuraba que era la suegra in pectore. 

- Su mujer en haz y en paz de la santa madre Iglesia. 

- Y hace mucho tiempo?  

- Cosa de dos años.

- Diablo de hombre, tenía los ojos en el colodrillo? Yo no diré que la tal señora sea una harpía: para rostro de suegra el suyo es pasadero; mas en la época que V. dice la niña debía de ser ya bastante espigadita; y me parece cosa harto dura apechugar con la madre saltándole a los ojos el palmito de la hija. 

- No cabe duda; pero hay hechos que parecen fenómenos inexplicables y sin embargo tienen su razón de ser en alguna de las combinaciones que ofrecen la variedad de los acontecimientos y la multiplicidad de los resortes del corazón humano.

No se eche V. a volar por esas nubes. Con toda esa filosofía trascendental qué es lo que V. quiere decirme? ¿Que estaba perdidamente enamorado? 

- Quizás no tanto como ahora. 

- Pues, señora esfinge, si se empeña V. en que he de ser yo su Edipo, medrados estamos. Acláreme V. el enigma. 

- Es muy sencillo. Federico era un joven atolondrado con sus puntas de libertino, pero no un mal corazón. Por fortuna le cogió un buen cuarto de hora, y reconociendo sobre su conciencia una sarta no maleja de acciones nada canonizables quiso poner término a sus mocedades con una buena acción.

- Con que es una buena acción casarse con una señora de cierta edad, y de hermosura no muy cierta? 

- Según y conforme...

- Ah! ya comprendo. 

- No, no comprende V. No forme V. juicios temerarios. 

- Pues si no es esto será que ella tendría un buen patrimonio, y en este caso la moral de aquella acción pertenecería a la escuela utilitaria. 

- Rica ella? se equivoca V. Lo fue durante su primer matrimonio; pero cuando se vio solicitada para contraer el segundo sus riquezas se habían ya desecho como la sal en el agua. De infortunio en infortunio se había visto obligada a bajar escalones desde una regular opulencia hasta los confines de la miseria. Si no moraba en el seno de esta, bien se podía decir que vivía en sus alrededores. Ella es de la montaña, como lo era también su primer marido, un tal D. Lorenzo Capdevila, a quien no cuadraba mal este apellido por ser la persona principal, la más acaudalada e influyente de su pueblo. Poseía bienes territoriales de alguna consideración, y se decía que no lo eran menos las cantidades en metálico que apilaba en sus gavetas. Hombre de costumbres pacíficas y de recia complexión vivía contento con su mujer y sus niñas, su escopeta y sus perros, sus trojes y sus mozos de labranza. El encarnizamiento de la guerra civil vino a dar al traste con esa tranquilidad, que pudiera dar pie a un idilio de la vida campestre. Empezó a susurrarse que las onzas de oro, que se suponían dormidas en las gavetas como gusanos de seda en los capullos, despertaban para tomar el aire y pasaban a manos del Pretendiente. Calumnia o no, las notorias simpatías de D. Lorenzo a la causa carlista eran un mal medio para desvanecer esta especie que hizo de sus adversarios políticos enemigos enconados. De nada le valió el haber obedecido hasta entonces de bueno o mal grado, las órdenes del gobierno existente, ni el haberse abstenido de apoyar sus opiniones con hechos ostensibles. Quizás no había pecado más que de palabra; pero teníase ya a la mano el pretexto, y las más ruines pasiones se desbordaron con toda la violencia que engendran los odios de partido. Se le tuvo preso, se le formó causa, y aunque no resultaron probados los actos de rebeldía que se le imputaban, ni la opinión pública cesó de acusarle, ni él de dar pie y fundamento a sus malévolos rumores. Así las cosas, cuando más ufano estaba con las esperanzas de una recolección abundante, amaneció un día en que le noticiaron que tropas de la Reina habían incendiado sus mieses y talado sus olivares. La destrucción era completa, y aparecía con bastantes visos de agresión directa y premeditada. D. Lorenzo perdió entonces los estribos, y antes de que las tropas fuesen a pernoctar en su pueblo se escapó abandonando a su mujer y a sus niñas. No pasaron dos semanas y ya le teníamos dominando las gargantas y vericuetos de la montaña al frente de una partida carlista levantada a sus expensas. Batíase como un desesperado, porque hacía la guerra por venganza, y el instinto de la pasión suplía su falla de conocimientos militares. La atrocidad y la valentía se confundían en sus hazañas, hasta que saliendo herido de una refriega murió miserablemente despeñado. Por un rasgo peculiar de su carácter sacaba de su propio bolsillo las pagas de sus soldados, y remitía escrupulosamente al cuartel general todo el fruto de su pillaje. Así no es de admirar que en poco menos de un año consumiese todos sus caudales y el producto de varias fincas, mal vendidas unas y empeñadas otras para sostener su vengativa empresa. Confiscadas las demás sirvieron para indemnización de los perjuicios ocasionados, de modo que terminada la guerra civil, la viuda Capdevila y sus niñas, sin hacienda y sin hogar, eran objeto de compasión para los mismos pobres que poco antes las habían mirado con ojos de envidia.

- Y ese D. Federico habrá sido también algún cabecilla que por simpatía a la causa carlista...

- Hombre, no diga Vd. disparates. Este es Federico Miravalls. No ha leído V. nunca este nombre en los periódicos? 

- Me parece que sí, y como que tenga una idea de que ha sido siempre liberal y de los calientes. 

- Caliente, no diré que continúe siéndolo; pero sí súbdito leal y decidido partidario de Isabel II. 

- Pues señor, conciérteme V. esas medidas. Él isabelino, y ella que no podrá menos de tener sus ribetes de carlista...

- No busque Vd. opiniones políticas en mujeres consagradas exclusivamente a la felicidad de su marido y a la educación de sus hijos. Para ellas las paredes de su casa son los términos de su jurisdicción, las fronteras de un mundo desconocido. 

- Pero, vamos al grano y dejémonos de acertijos. Cuál fue el origen, la causa eficiente, la razón misteriosa de tan singular y extraño matrimonio? 

- Un viaje de recreo que Federico hizo a Mallorca con su amigo Romualdo Belsolell. ¿No conocía V. a Romualdito? 

- El poeta dramático? De vista no, pero he leído su único drama que levantó tal tempestad de aplausos en el coliseo y otra no menos deshecha de truenos y relámpagos en la prensa periodística. La crítica pudiera haber sido más 

indulgente, y los aplausos debían ser más justificados. 

- Y qué le parece a V. de su talento? 

- Para mí tiene más imaginación que discernimiento. Carece de sólidos estudios como la mayor parte de los que borrajean estrofas y más estrofas. Su musa le sopla a ráfagas como el viento. Es desigual con frecuencia, incorrecto siempre, estrambótico a veces; pero se conoce a la legua que participa de un temperamento vivamente impresionable, y de un corazón susceptible de grande entusiasmo.

- Y V. no sabe en qué ha parado este joven? 

- Nada sé.

- Pues en este caso es preciso que todo se lo cuente a V. por menudo.


II.

Con los datos y precedentes que me suministro mi larga conversación con el tendero puedo ofrecer a mis lectores, no las dramáticas peripecias de una complicada historia, sino las inesperadas consecuencias de un hecho extravagante, que parecía limitado a la efímera condición de broma carnavalesca. Mi historia apenas tiene nudo, todo consiste en su desenlace, que de seguro se tachara de imposible si de antemano se hubiese imaginado. 

Los que recuerden el famoso Nec Deus intersit alegarán tal vez que infrinjo las prescripciones literarias; pero ni es tan absoluto el axioma del sabio preceptista que él mismo no autorice ciertas excepciones, ni la poética cristiana debe atenerse en todo y por todo a la poética de los gentiles. Existe una lógica superior a la lógica puramente humana, que ni deja de tener algunos comprobantes en la experiencia, ni puede ser atacada sin temeridad por la vana filosofía. 

Federico Miravalls poseía una fortuna considerable. Tendría a duras penas unos veinte años cuando nuestras discordias intestinas le dieron lugar a distinguirse por su valor y por su entusiasmo. Alistado en la milicia nacional sus compañeros le contaron desde luego entre sus más bravos oficiales. Sabía enardecerlos con la palabra y más aún con el ejemplo. Movilizado se aficionó a las bruscas sensaciones de una villa llena de peligros, y como su ambición le aguijoneaba y sus ardientes opiniones le favorecían, no paró hasta verse jefe de una columna volante que era el terror de las bandas carlistas. En una de sus correrías por las montañas de Cataluña, hizo noche en una alquería, cuyo dueño, le dijeron, pasaba fuertes sumas de dinero a D. Carlos: la cena había sido opípara, los vinos generosos y abundantes, las lenguas carecían de frenillo, y excitado por sus camaradas y subalternos, en un rapto de ferocidad que él achacaba tal vez a patriotismo, dio orden que se pegase fuego a las mieses y se cortase una infinidad de pies de olivo que cubrían aquella vasta llanura. Remedo lastimoso fue del supuesto banquete de Alejandro en Persépolis, y por ventura no faltaba quien representase el papel de la impúdica Tais; pero Federico acostumbrado a escenas de desolación y de sangre apenas hizo alto en aquel suceso. Considerábalo cuando más como una de las  necesidades de la guerra, y ni siquiera se propuso inquirir el nombre del propietario a quien con tanta ligereza había arruinado. Hacía la guerra en amateur y se comprende que no fuese de las más benignas. Hecha la paz se encontró como un pez fuera del agua, y disgustado del servicio militar trató de distraerse con otro género de campañas. La elegancia de sus modales, la bizarría de su porte, el gracejo de su conversación, y sobre todo la varonil belleza de su figura le proporcionaban bastante número de victorias. 

Compañero suyo de aventuras y orgías era el poeta Belsolell, cursante de medicina, cuya aversión a los estudios serios defraudaba las esperanzas que hicieran concebir sus más que medianos talentos, y sin embargo no carecía de noble ambición, ni miraba con horror cierta clase de libros. Yacían los de texto arrinconados en su gabinete de estudio y llorando su soledad, como extranjeros en aquella Babilonia de versos, dramas y novelas: porque la poesía era el tema favorito de Romualdo, que devoraba con afán calenturiento, fuesen sublimes o detestables, cuantas producciones de la escuela romántica venían a caer en sus manos. Hombrear con sus autores era su bello ideal, y estaba tan seguro de alcanzarlo como si fuera este el horóscopo de su nacimiento. Llevado de su natural propensión escribió un drama que fue muy bien representado y estrepitosamente aplaudido: pero, sea el público un juez tan respetable como se quiera, su infalibilidad es muy problemática, y los fallos de la prensa vinieron a turbar las glorias de Romualdo, y a derramar zumo de ajenjos en su copa de ambrosía. No se desanimó por esto ni cejó de su propósito: siguió publicando versos en los periódicos, hasta que su crecido número, y los rasgos que brillaban por acá y acullá esparcidos, le conquistaron el renombre de poeta. 

Y en efecto, a vueltas de sus excentricidades y chocarrerías, daba a conocer que era hombre de originalidad en sus concepciones, y de grande fuerza y energía en sus sentimientos. Pertenecía por supuesto a la escuela byroniana; pero, imitador en esto, no sólo tomaba a lord Byron por modelo en el arte sino también en las costumbres. Creía o aparentaba creer que el sello del genio se revelaba con el insaciable anhelo de placeres y galanteos, el escepticismo de la creencia, el cinismo del lenguaje, y en las vehementes emociones de una conducta desarreglada. Tomado se le hubiera por un volteriano completo, si de vez en cuando no se descolgara con algunas elegías de un sabor místico tan pronunciado que podían equivocarse con las fervientes jaculatorias de un pecador arrepentido. Y en esto había más candidez que hipocresía. Aparte de su carácter versátil y de su manía imitativa, la viveza de su imaginación no le permitía andar, le obligaba a correr siempre, fuese cualquiera que fuese el camino de antemano escogido.

Con estos dos solía juntarse un caballero valenciano que en el primer año de matrimonio abandonó a su esposa por seguir a una actriz contratada en el teatro de Barcelona. Su loca pasión le tenía completamente ciego, y ni la publicidad del escándalo, ni la triste situación de la pobre señora, relegada a la casa paterna, bastaron a romper los lazos que le tenían miserablemente cautivo. Las lágrimas que debían ablandar sus entrañas sirvieron sólo para más endurecerlas. Separarse un momento de su ídolo era para él un sacrificio harto penoso, y sólo a fuerza de vivas instancias y de importunos ruegos pudieron comprometerle sus dos amigos a que les acompañase por quince días en un viaje que tenían proyectado a la isla de Mallorca.

Ejecutáronlo efectivamente, y después de haber invertido algunos días en la capital, trataron de recorrer los principales pueblos de la isla. Por demás estaría el señalar aquí su itinerario: basta decir que Andraitx fue el último punto de sus placenteras excursiones. Durmieron en la población, y la mañana siguiente se propusieron visitar las ruinas de la Trapa. Con una acémila cargada de abundantes y exquisitas provisiones se dirigieron allá riendo y bromeando como colegiales en día de asueto. Eran jóvenes dispuestos para cualquier travesura de muchachos. Llegaron, almorzaron, treparon por aquellos andurriales, hasta que cansados descendieron y fueron a guarecerse de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Enfrente de ellos se veían las ruinas del eremítico edificio: Federico estaba sentado en una roca, el valenciano tendido en el césped, y Romualdo de pie, con una voz que remedaba la de un sochantre, empezó a declamar exageradamente: 

Oh montes de Nitria y Egipto poblados 

De santos varones al mundo ya muertos, 

Do estando los cuerpos caídos y yertos 

Los ánimos arden... 

- Oye tú, sol hermoso, le interrumpió el valenciano, no te nos vengas con esos plagios que son harto conocidos. Si no tienes ocurrencias más originales, bien puedes romper tu lira y hacer escabeche de tus laureles. 

- Sí que las tengo, saltó inmediatamente el poeta. 

- Véamoslas, respondió el otro. 

- Pues, dum Romae fueris romano vivito more. 

- Otra te pego. Eso es más antiguo que un par de huevos estrellados. Lo original sería ponernos a buscar la glándula pineal del que inventó ese refrancito. 

- No está el busilis en el refrán, sino en la nueva aplicación que se me ha ocurrido. Estamos en la Trapa, vivamos a lo trapense. 

- Me gusta la idea. Buscaremos algunas yerbezuelas a falta de legumbres para que no anden del todo los cuerpos caídos y yertos. Pero, y nuestras provisiones quién se las come?

- Y nuestros vinos quién se los bebe? añadió Federico. 

Oh corvas almas! Oh facinerosos, 

Que no veis más allá de las narices! 

Coman yerba las cabras y los osos, 

Coma el hombre faisanes y perdices. 

Continuó Romualdo con su entonación teatral y grotesca. No hemos de ser trapenses a lo Rancé, sino trapenses Heliogabálicos y Luculianos. Voy a hacerme el fundador de ese instituto. 

En seguida con una prontitud que ponía de manifiesto la travesura de su imaginación, empezó a dictar las reglas que debían observarse durante las tres o cuatro horas que pensaban permanecer en aquel sitio. No hay para qué advertir que en ellas se daban la mano lo pueril y lo truhanesco. Era una cosa más disparatada que las décimas que estuvieron en boga a fines del siglo pasado: una bufonada de mal género; pero tan estrambótica que sus oyentes se desternillaban de risa.

Romualdo concluyó diciendo: Artículo último. Durante el intervalo consabido se permite a los hermanos desde las semínimas de la sonrisa hasta la carcajada máxima y superlativa. Se podrán hacer gestos y visajes, muecas, mohines et alia fúrfuris ejusdem; pero se les queda secuestrado el uso de la palabra, no podrán servirse de la humana locuela en ninguno de los idiomas conocidos y por conocer, so pena de ser declarados reos de leso trapismo, habladores incorregibles, buenos únicamente para aprendices de peluquero o secretarios de la academia barcelonesa. 

Reíanse los otros a más no poder, y levantándose con una seriedad altamente cómica, cruzaron las manos y doblaron todo el cuerpo bajando la cabeza, en señal de que adoptaban la idea y empezaba la broma. 

Esta farsa que tuviera mucho de sacrílega si no tuviese tanto de ridícula, a los quince minutos había ya perdido todo el encanto de su novedad. La risa iba degenerando en tedio cuando se levantó el valenciano, y después de algunas zalemas se fue al edificio y volvió cargado de una botella y tres copas. Derramó en ellas un precioso marrasquino, y ofreciéndolas a sus compañeros con voz nasal y gangosa exclamó: Hermanos, morir tenemos. 

La ocurrencia pareció chistosa. Era aquello un apéndice al consabido programa, una especie de posdata que suplía el descuido, y caricaturaba al mismo tiempo la aterradora fórmula que tan poco parecía prestarse a las exigencias de una parodia. Romualdo acogió ese nuevo rasgo de truhanería con el entusiasmo del poeta satírico a quien se le sugiere un consonante difícil que realza la agudeza de su concepto, y levantando su copa con grotesca majestad y prosopopeya exclamó también: Comedamus et bibamus cras enim moriemur. 

Pero, qué es lo que sucedió en el pequeñísimo intervalo de pasar aquel licor desde la copa a los labios? Qué pensamientos cruzaron por la mente, qué emociones perturbaron el sosiego del corazón de Romualdo? Vio dibujarse en su viva imaginación el espectro de la muerte con su horrible catadura? Comprendió súbitamente que en la frase aquella se encerraba, si no la probabilidad, la posibilidad de una profecía? Le apareció con toda su tétrica grandeza una pavorosa imagen de lo que existe más allá del sepulcro? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que el licor se le quedó como atragantado, y que arrojó al suelo más de la mitad de la copa como si hubiera sospechado que estuviese envenenado. 

Muchas veces ha sucedido, aun a los más diestros, juguetear con un acero y sin pensarlo darse una profunda herida. Romualdo estaba taciturno y pensativo, quizás por motivos más graves que por la burlesca ley del silencio que se había impuesto. Observábanla los otros a regañadientes, porque la broma se iba haciendo pesada a sus mismos autores, y sin embargo como puntillo de honra nadie quería ser el primero en faltar a lo convenido. Así mal que bien llevaron adelante su juego de niños hasta la hora de la comida, que anticiparon un buen rato de común acuerdo; pero en ese intermedio, ¿cuántos pensamientos no debieron de inspirarles su forzado recogimiento, la soledad y los recuerdos de aquel sitio?

Ocasiones hay en que el hombre se halla al parecer sumergido en una ociosidad completa, y entonces cabalmente es cuando emplea su natural actividad de la manera más digna y provechosa. Se le ve mano sobre mano, con la cabeza algo inclinada, los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, ora inmóvil a semejanza de un tullido, ora andando maquinalmente a guisa de un autómata, y bajo de esa aparente inercia no se distingue la acción incesante del ser inmaterial que en él predomina. Los sentidos externos reposan, las facultades interiores trabajan. Así bajo la áspera corteza del tronco va circulando la savia que reviste de tiernas hojas las desnudas ramas, y produce con el tiempo el sazonado fruto. Merced quizás a la quietud del cuerpo el espíritu sale de la suya, se agita, se rebulle, sacude sus alas y despliega escondido su vital energía. De este movimiento brota una luz que da calor al corazón y enrarece cuando menos las nieblas de la inteligencia. Entonces es cuando el poeta se enseñorea de un mundo imaginario y descubre en él los seres típicos que ofrece después al mundo real para poner de bulto la intensidad o el acrisolamiento de los afectos humanos: entonces es cuando el artista remontándose a regiones ideales concibe la belleza en abstracto para reproducirla concreta con el esmero de la forma: cuando el sabio busca afanoso y tropieza con la solución de los arduos problemas que ensanchan de cada día el vasto círculo de la ciencia: cuando el estadista examina con el microscopio de la prudencia, y pesa en las balanzas de la justicia los medios que conducen a la cultura y engrandecimiento de los pueblos. Y es por ventura escasa la suma de bienes que reporta a la sociedad ese trabajo invisible? 

Pero, ha nacido el hombre únicamente para procurarse toda suerte de goces materiales haciendo servir a este objeto sus adelantos en las artes y en las ciencias? Es su más noble privilegio el de ser sabio, poeta o legislador? No ha venido al mundo con una misión más importante, más personal y privativa? 

No se le ha señalado un blanco más alto adonde tener puestas de continuo sus miras? Trate enhorabuena de sondear los arcanos de la naturaleza; sea empero después de sondeados los de su corazón y de su destino. Cuando la pupila de sus ojos, si se nos permite esta expresión, se vuelve hacia adentro, y al destello de una luz superior registra las profundidades del pecho: cuando se aplica el oído a los latidos del corazón y en el silencio de las pasiones se percibe no ya el grito sino el más leve murmullo de la conciencia: cuando el alma fabrica, por decirlo así, un espejo inmaterial en que se está contemplando detenidamente; entonces es cuando el hombre se entrega a la más seria, más útil y más trascendental de sus ocupaciones. Liviano pasatiempo son los otros al lado de ese indispensable ejercicio: frívolos o perniciosos los estudios que de este no van precedidos Y será que de ellos la sociedad no reporte beneficio alguno? Será que nada tenga de contagioso el vicio, nada de edificante la virtud? 

Será que sin el perfeccionamiento individual se espera llegar el perfeccionamiento, colectivo? Los que tan mal avenidos se hallan con la vida contemplativa es porque miran con igual desdén la enseñanza que de ella procede, y sus declamaciones económicas no son más que un disfraz especioso para encubrir la deformidad de su vergonzante materialismo.

La comida fue poco alegre y menos su regreso al pueblo de Andraitx. En el camino promovió Romualdo una discusión religiosa: sus compañeros la rehuían, pero él volvía a la carga con obstinado empeño. Yo quiero conceder, decía, que el catolicismo tenga puntos vulnerables; pero dónde está el sistema que no los tenga? Él dice: yo soy la verdad, y no le creemos: pero, quién es el otro que posea tantos derechos para decirlo? Será mi razón que está en desacuerdo 

con la vuestra, o la vuestra que contradice a la mía? Será mi razón de la mañana que dice sí, o mi razón de la tarde que dice no? La filosofía contestáis? La discordia de los relojes de Iriarte? Yo quiero la meridiana. Dadme, dadme repetía con febril insistencia, la verdad pura, completa, incontrastable. Dadme una base sólida en que pueda reposar mi cabeza. Dudar? dudar? Se puede seguir viviendo y dudando? 

La mañana siguiente regresaron a la capital, y Romualdo anduvo casi todo el día separado de sus compañeros. Al anochecer los encontró en la fonda que se disponían para ir al teatro: 

- Amigos míos, les dijo, esta noche me embarco. 

- Para dónde? preguntó Federico. 

- Para la Argelia. 

- Y eso? 

- Voy a pedir el hábito de trapense

- Vaya una broma! 

- Hablo con toda formalidad. 

- Estás loco? 

- Al contrario, hoy empieza mi cordura. Hermanos! hermanos míos, morir tenemos. Ayer lo decíamos de burlas, hoy os lo digo de veras. 

Y dándoles un apretón de manos se entró en su cuartito para arreglar el equipaje. 

- Ayer trápala, hoy la trapa! exclamó Federico con el ademán de quien se ríe por fuerza. El valenciano seguía callando, y de su silencio no podía deducirse si aprobaba la resolución del uno o el retruécano del otro. 

Si Federico se quedó estupefacto no hay para qué decirlo. Su sorpresa fue grande; pero si cabe mayor todavía cuando la noche siguiente le dijo su compañero: 

- Querido, yo también me embarco. 

- Para la Argelia?

- Para Valencia.

- Y a qué? 

- A reunirme con mi mujer, a consolar sus lágrimas, a pedirle perdón de mis extravíos. 

- Y Conchita?

- Enemigo! y en tan crítico momento osas pronunciar este nombre? No conoces que está continuamente resonando en mis oídos, y que cada vez me abre una herida más profunda en el corazón! Me ves en una pendiente resbaladiza, y en vez de darme la mano para que suba, me das un empellón para que ruede al precipicio? Federico! Federico! Dios me perdone y Dios la perdone. 

Y saco un pañuelo para enjugar el raudal de lágrimas que de sus ojos salía. 


III. 


Llegó Federico a Barcelona solo y tan profundamente afectado que sus mayores amigos se devanaban los sesos en valde no pudiendo atinar la causa de su mudanza de costumbres. Quien le suponía enfermo, quien ciegamente enamorado: unos achacaban su retraimiento del gran mundo a pérdidas en el juego, otros a quiebras en sus intereses, y para algunos no podía salir de esos dos extremos, o víctima de amorosos desengaños o víctima de políticas decepciones. Pero él encerraba en su corazón el verdadero motivo, que no era tanto el vivo recuerdo de las escenas grotescas como su resultado inmediato, cual lo manifestaba la súbita resolución de sus dos compañeros. No tenía que cumplir un deber tan imperioso como el uno, no se le exigía un sacrificio tan duro como el que se había impuesto el otro; pero el gusano roedor había despertado de su largo sueño, y su conciencia no dejaba de hablarle con la voz del remordimiento.

En ese estado, algo parecido al que describe san Agustín en sus Confesiones, varios negocios reclamaron su presencia en el antiguo teatro de sus hazañas militares. Cuántos recuerdos se agolparon en su memoria! Paseábase cabalmente por la plaza de uno de aquellos pueblos cuando vio a la viuda Capdevila, y a su hija mayor que salían de la iglesia. La notable hermosura de aquella niña, bien que pobremente vestida, no pudo menos de causarle una impresión halagüeña. Su mirada la siguió por unos momentos como arrastrada por una fuerza superior, y su imaginación empezó a dar cabida a una serie de ideas más propias de la poesía que de la vida real y positiva. ¿Qué le impedía el crearse en aquellas montañas una nueva Arcadia, y saborear tranquilos goces al lado de su bellísima pastora? No era dueño de sí mismo? No se sentía fatigado ya del bullicio? No experimentaba en su pecho el vacío?... Bah! se dijo, una pasión más! Mi corazón ha pasado por las vicisitudes de tantas! Tengo tan conocido el valor de estos rostros angelicales! He sido tantas veces su víctima... y su verdugo! 

Pero a pesar de esto no se abstuvo de preguntar quiénes eran aquellas mujeres, y como al contestarle le contestasen largamente vino a deducir, y hasta a tener completa certidumbre de haber sido la causa próxima de su pobreza, el agente fatal de su ruina. 

Arrepentirse! mas, de qué aprovechaba a esas pobres mujeres su arrepentimiento? Resarcir los daños! Pero, tocábale a él responder de los estragos de la guerra? Desentenderse de ello! Y no fue una orden suya cruel y arbitraria la causadora de tantos desastres? Por otra parte: indemnizar a los Capdevila, no sería acercarse él mismo a su propia ruina? No sería lastimar su propia honra, confesándose en público reo de atrocidades y bárbaros incendios? En tan críticos momentos su corazón le ofrecía la transacción más lisonjera. Casarse con la niña. La sugestión era vehemente, y bajo cierto aspecto razonable. Mas, era tan joven ella! Y luego, no habían sido sus hermanas igualmente perjudicadas? No había perdido la madre a su esposo? Si había nivelado a todas la desgracia, para qué establecer privilegios en la fortuna? Y además, ¿era cosa digna aspirar a una corona de rosas cuando se reconocía merecerla de espinas? Dónde estaría el sacrificio? Oh, qué hermosa, qué hermosa estaba entonces aquella jovencita en su exaltada fantasía! El ángel se sobreponía a la mujer: su belleza no era ya puramente humana, tenía algo del casto brillo que reviste a los moradores del paraíso. Y no sería profanarla en ciento modo el hacerla objeto de las últimas emociones de un corazón gastado? Podía conciliarse la idea de la expiación con la de hacerse dueño de tan seductores atractivos?

Revolviendo estas ideas se fue a su posada y no pegó los párpados en toda la noche. Por la mañana se avistó con el cura párroco, y encerrados en su gabinete hablaron largamente, si bien Federico guardó silencio sobre una multitud de puntos relacionados con el objeto de aquella conversación. Las últimas palabras del buen sacerdote fueron estas: No puedo aprobar ligeramente los designios de V., pero tanto ha insistido que me atrevo a decirle: Váyase V. a Barcelona, y si pasados tres meses vuelve V. aquí con las mismas intenciones, me hallará dispuesto a prestarle mis servicios. 

Muy distante se hallaba el cura de pensar en la vuelta de Federico cuando el día mismo de espirar el plazo se le apareció este y le dijo: 

- Vengo resuelto a no admitir más dilaciones. 

- Pero, por Dios y por la Virgen, considere V... 

- Está todo considerado. 

- Esta señora tiene treinta y cinco años. 

- Y yo perdiera la partida si jugase a la treinta y una. 

- Además, sus cualidades...  

- Morales?

- Oh, no: las morales son excelentes.

- Pues me basta.

- Pero, y las físicas?

- No me importan.

- Ella no consentirá.

- Y me apadrinará uniendo sus ruegos a los míos.

- Y sus hijas?

- Serán mis hijas, y bajo este supuesto espero que en llegando su edad no ha de faltarles un partido ventajoso.

- Pero ya ve V. que la mayor, vamos es tan guapa...y verla siempre... Por qué no se casa V. con ella?

- Casarme con esa linda criatura! Y V. me lo aconseja? Sabe V. que, pero no... no es posible. Es demasiado niña.

- Sin embargo, otras más jóvenes...

- Le digo a V. que es imposible. Lo ha resuelto mi corazón y es como si estuviese empeñada mi palabra. Su porvenir corre por mi cuenta, y será más bello que si participara del mío. La tengo destinada al hijo de un amigo, gran propietario de estas cercanías, que concluidos sus estudios la llevará a su pueblo donde vivirá rica, amada y tranquila.

- V. lo tiene todo previsto, hágase pues su voluntad.

- El corazón me dice que es también la de Dios, que me ha traído aquí para labrar la dicha de toda esta familia.

- Y V. sacrifica la suya?

- No le ha sucedido a V., algunas veces tener que velar a un enfermo hasta muy entrada la noche, y volverse a la rectoría , precedido de un mozo con un hachón o linterna encendida?

- Bastantes.

- Pues, el que le alumbraba a V. no se alumbraba también a sí mismo? Cree V. que se puede ser infeliz haciendo felices a nuestros hermanos? Temerlo no sería desconfiar de la Providencia divina?

- V. me pasma al mismo tiempo que me edifica. Estoy a sus órdenes, sea que V. obre así por sentimientos humanos o por inspiración del cielo.

Y cogiendo el bastón y el sombrero se fueron ambos a la pobre casa de la viuda Capdevila, que sorprendida de la visita lo quedó cien veces más de su objeto. No era de esperar que en medio de su asombro se le escapasen palabras de consentimiento a tan imprevista demanda; pero la resistencia no podía ser ni empeñada, ni duradera, cuando el interés mismo de las hijas obligaba a la madre a no rehusar aquel bien que se le entraba por sus puertas. Federico guardó perfectamente el secreto que podía considerarse móvil de su conducta, y luchó varonilmente con los estremecimientos de su corazón, sin que nunca ni la más ligera frase, ni la más furtiva mirada hiciesen traición a sus generosas resoluciones. Estaba decidido a vencerse a sí mismo y la victoria no podía menos de coronar sus esfuerzos. 

Superfluo es continuar. A los pocos meses se efectuó aquel extraño matrimonio con la bendición del digno cura que había intervenido en los preliminares. Obligáronle los desposados a participar de un opíparo almuerzo, y concluido este marchó toda la familia a vivir en Barcelona, donde Federico no tuvo ocasión ni motivo de arrepentirse de su noble corazonada. Teníase por más que medianamente dichoso, y de vez en cuando exclamaba a sus solas. Pobre Romualdo mío a tus locuras y a tu ejemplo debo el seguir por el camino de la virtud rodeado de tranquilos afectos y de legítimas complacencias.