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jueves, 14 de marzo de 2019

Libro décimo sexto

Libro
décimo sexto.






Capítulo
primero. Como hechas las obsequias (exequias) de don Alonso, trató el Rey de
casar al Príncipe don Pedro, y como Manfredo Rey de Sicilia le
ofreció su hija con muy grande dote.

Lápida sepulcral, infante Don Alfonso, Alonso, Monasterio de Veruela, hijo primogénito de Jaime I de Aragón, el conquistador

(imagen en la wiki Lancastermerrin88






Muerto
don Alonso, y con su muerte apagada la envidia y cruel odio de los
que mal le querían, don Pedro y don Iayme sus hermanos mostraron
tener gran sentimiento de ella: y determinaron de convertir en
honras, y muy suntuosa sepultura las injurias y desdenes que le
hicieron en vida: para que la falta en que cayeron no hallándose
presentes en las tristes y mal logradas bodas de su hermano, la
supliesen celebrando sus obsequias con fingidas lamentaciones y
tristezas. De las cuales como de cruel peste quedaron tan infectados
(inficionados) y heridos: que con aquel mismo fuego de envidia y odio
con que antes persiguieron al hermano muerto, luego en el mismo punto
comenzaron ellos a arder entre si mismos. Esto se echó de ver en
ellos muy a la clara: pues acaeció, que con su desenfrenada codicia
de reinar, en tanta manera se encruelecieron el uno contra el otro,
que si la paternal autoridad y potestad Real juntas no se pusieran de
por medio, o quedara el padre en un día cruelmente privado de sus
hijos: o con las distensiones y desacatos de ellos, pechara bien el
odio que tuvo antes contra solo el muerto. De manera que hechas sus
honras y obsequias con grande pompa y majestad Real en la iglesia
mayor de la ciudad de Valencia, adonde poco después (como dijimos)
fueron trasladados sus huesos: habiendo ya cobrado el Rey la
universal potestad y regimiento de todos sus Reynos: partió luego
con los dos hijos para Barcelona, y en llegando atendió con mucha
diligencia en buscar mujer para el Príncipe don Pedro: sin dilatar
tanto su casamiento como el de don Alonso. Mas entre algunos que se
ofrecieron, y se llegó a tratar de ellos, fue el de doña Gostança
hija única del Rey Manfredo de Sicilia, hijo del Emperador Federico,
de quien hablamos arriba en el libro XI, porque este, aunque
bastardo, muerto el Emperador su padre intitulándose Príncipe de
Taranto (
Taráto),
como se hallase con grueso ejército en Italia, sojuzgó la Calabria
con la Puglia (
Pulla):
y teniendo fin de pasar adelante su empresa, le fue dado título de
Rey por Alejandro Papa IV, y con esto pasó el Pharo, y ocupó el
Reyno de Sicilia. De lo cual se sintieron mucho los pontífices
sucesores, y así fue de ellos muy perseguido, como adelante diremos.
Deseando pues Manfredo emparentar con el Rey de Aragón, para con
tan buen lado valerse, y hacer rostro a sus enemigos, luego que supo
la muerte del Príncipe don Alonso de Aragón, y que don Pedro su
hermano quedaba heredero universal de los Reynos de la Corona de
Aragón, envió sus embajadores de Sicilia a Barcelona, Giroldo
Posta, Mayor Egnaciense, y Iayme Mostacio, principales Barones de su
Reyno, y hombres prudentísimos, para contratar matrimonio de doña
Gostança su hija, única, y heredera de todos sus Reynos y señoríos,
la cual hubo de su mujer doña Beatriz hija del Conde Amadeo de
Saboya, con don Pedro Príncipe de Aragón y Cataluña: prometiendo
dar en dote con ella cincuenta mil onzas de oro moneda de Sicilia,
que importan poco menos de ciento y treinta mil ducados, con la
esperanza del Reyno. Además de las muchas y muy excelentes virtudes
Reales de doña Gostança, de que estaba muy enriquecida y dotada:
como lo afirmaban también algunos mercaderes de Barcelona que la
vieron en Sicilia, y tal era la pública voz y fama de ella. Oída la
embajada, al Rey y a todos los de su Corte plugo mucho el matrimonio,
con el ofrecimiento de tan grande dote, cual no se dio a Rey de
Aragón: y más por el parentesco por ser nieta de Emperador, junto
con la esperanza de heredar el Reyno de Sicilia. Porque por esta vía,
no solo ganaría el más rico granero de la Europa para mantener sus
Reynos: pero también porque con esto se le abría a él y a sus
sucesores una grande puerta para la entrada de Italia por Sicilia.
Por donde de común voto y parecer de todos los de su consejo,
concluyó con los Embajadores el matrimonio, y envió por la Esposa a
don Fernán Sánchez su hijo bastardo, (de quien adelante se hablará
largo) juntamente con Guillen Torrella barón principal de Aragón,
para que por mano de ellos se hiciesen las capitulaciones
matrimoniales en Sicilia, y trajesen a doña Gostança con el
acompañamiento y grandeza Real que convenía.






Capítulo
II. Como el Papa Urbano IV procuró estorbar este matrimonio dando
grandes causas para ello, y no embargante eso se efectuó.






Luego
que don Fernán Sánchez, y Guillen Torrella partieron de Barcelona
con largos poderes del Rey, y del Príncipe don Pedro para concluir
el matrimonio en Sicilia: fue avisado el Papa
Vrbano
IIII

como habían pasado por la playa Romana dos galeras del Rey de Aragón
muy puestas en orden, que iban la vuelta de Sicilia. Pensó luego el
Papa el negocio que llevaban, y lo sintió en el alma, por estar tan
indignado contra Manfredo por las causas arriba dichas, y haber
decernido contra él todas las censuras y excomuniones Ecclesiásticas
que se podían: y también invocado el favor y auxilio de todos los
Príncipes Cristianos, a fin de formar un gloriosísimo ejército
para perseguirlo, y echarlo de todas las tierras y estado de la
iglesia que tenía usurpados. Lo cual como supiese el Rey, y de ver
la voluntad del Papa tan contraria a este negocio, se hallase por
ello muy confuso y dudoso, doliéndose mucho perder un tan rico y
provechoso matrimonio para si y para el Príncipe: además del alto
parentesco de Manfredo: determinó de enviar sobre ello embajadores
al sumo Pontífice, entre otros, a fray Raymundo de Peñafort de la
orden de los Predicadores, persona de mucha santidad y letras (como
adelante mostraremos) para que con buenas razones y humildes ruegos
acabase con el Pontífice tuviese por bien de volver en su gracia y
gremio de la iglesia al Rey Manfredo: pues se le humillaba y
reconocía sus errores pasados, y tan de corazón y buen ánimo le
pedía perdón y misericordia. Aprovechó todo esto tan poco para
mitigar al Pontífice, antes se endureció en tanta manera, que con
mayor fervor procuró apartar al Rey de la amistad y parentesco de
Manfredo Príncipe que nombraba él, de Taranto, impío y crudelísimo
perseguidor de la iglesia, como lo fue el Emperador su padre:
diciendo que mirase que se hallarían otros Príncipes católicos
Cristianos, los cuales de muy buena gana darían sus hijas en virtud
y dote iguales a la de Manfredo por mujeres al Príncipe su hijo.
Pero ni los ruegos del Rey para con el Pontífice, ni sus
exhortaciones para con el Rey, aprovecharon nada: antes se creyó fue
orden y providencia del cielo que este matrimonio pasase adelante:
así por el acrecentamiento de Reynos y señoríos, que mediante él,
por tiempo se añadirían a la corona de Aragón: como por la buena
paz y tranquilidad perpetua que los Reynos de Nápoles y Sicilia
unidos a la misma corona habían de gozar, como de ella gozan hoy día
con la buena amistad y protección de España.










Capítulo
II.
/ Duplicidad de capítulo /
De lo que don Álvaro Cabrera hizo
contra el condado de Urgel, y tierra de Barbastro, y del remedio que
el Rey puso en ello, y de cierta protesta (
protestacion)
que el Príncipe don Pedro hizo.






Volviendo
el Rey de Barcelona para Zaragoza, pasando por la villa de Berbegal
(Beruegal) cerca de Cinca, entendió que don Álvaro Cabrera hijo de
Pontio, y nieto de don Guerao que fue Conde de Vrgel, con el favor y
ayuda de los amigos de su padre y abuelo, había tomado por fuerza de
armas las villas y castillos del estado de Ribagorza, que estaba por
el Rey, y hecho correrías fuera de los términos y límites de su
tierra y señorío: y sin eso mucho daño en las aldeas y campaña de
la ciudad de Barbastro, cuyo campo es fertilísimo que abunda de pan,
vino, aceite, azafrán, con gran cría de mulas y rocines, de
ganados, y todo género de caza. La cual en nuestros tiempos ha sido
hecha en cabeza del obispado. Convocados pues todos los pueblos
comarcanos, señaladamente los que habían sido maltratados de don
Álvaro, en la ciudad para quejarse de él, sabido por el Rey su
atrevimiento, dio luego orden a Martín Pérez Artaxona Iusticia de
Aragón persiguiese con mediano ejército a los desmandados que
llevaban la voz de Don Álvaro, y les hiciese todo el daño que
pudiese, y también a los pueblos del mismo: porque estaba
determinado de sacar del mundo a don Álvaro si no se retiraba, y
apartaba de hacer los daños que solía. En este medio el Príncipe
don Pedro abusando del mucho amor que el Rey su padre le tenía, con
el cual pudo echar de los Reynos a don Alonso su hermano ya muerto:
ardiendo pues con la codicia del reinar y queriéndolo todo para si,
procuraba casi por la misma vía echar a don Iayme su hermano de la
herencia que le había el Rey por su parte y legítima asignado, que
eran los Reynos que él había conquistado por su persona con lo
demás que se dice arriba. De lo cual se siguió mayor odio, y rencor
entre los dos hermanos. Puesto que don Pedro por entonces lo
disimulaba temiendo que si declaraba su mala voluntad y odio contra
su hermano, incurriría en el de su padre, y que sentido de esto
haría nuevo testamento, con alguna nueva donación en favor de su
hermano, que fuese en su perjuicio: y le forzase a jurarla y loarla
para obligarle a pasar por ella. Por excusar esto ajuntó
secretamente algunas personas principales de sus más intrínsecos
amigos y fieles, que fueron fray Ramón de Peñafort, el maestro
Berenguer de Torres Arcediano de Barcelona, don Ximeno de Foces,
Guillé Torrella, Esteuan y Ioan Gil Tarin ciudadanos antiguos de
Zaragoza: ante los cuales protestó, que si acaso él ratificaba con
su juramento algún testamento, o donación nuevamente hecha por su
padre, en favor de cualquier persona, o personas, lo haría forzado,
por evitar la indignación de su padre: porque si le resistía, no
hiciese con la cólera alguna novedad en daño suyo y detrimento de
los Reynos: acordándose de lo que don Alonso su hermano padeció en
vida por semejantes contrastes.











Capítulo III. De los bandos que se levantaron en Aragón por la
dicordia de los dos hermanos, y como fue llevada la Infanta doña
Isabel a casar con el Príncipe de Francia, y traída doña Constanza
a casar con don Pedro.






En
aquel mismo tiempo que andaban los dos hermanos en estas discordias,
nacidas de la desenfrenada codicia de Reinar, y por ocasión de
ellas, se levantaron, no solo entre los grandes y barones, pero entre
la gente vulgar y pueblos de Aragón crueles bandos y parcialidades:
unos apellidando don Pedro, otros don Iayme, otros al Rey, tan
desatinadamente y con tanta licencia y desvergüenza, tomando armas
unos contra otros, que comenzaron luego por las montañas de Aragón
hacia los Pirineos, a saltear por los caminos, y dentro en los
pueblos hacerse muy grandes insultos unos contra otros: y de tal
manera ocuparon los barrancos y malos pasos de los caminos, que ya no
se podía ir de un lugar a otro, sino muchos juntos armados y
acuadrillados. Por esta causa todas las ciudades y villas de las
montañas de Aragón hicieron entre si liga que llamaron Unión, de
la cual salieron ciertas leyes más duras, y de más cruel ejecución
que nunca hicieron los antiguos, pero conformes al tiempo y
disoluciones que corrían. Porque era necesario quemar y cortar lo
que con medicinas y leyes blandas no se podía curar: para que como
con fuego se atajase y reprimiese tan desapoderada libertad de robar,
y de saltear y matar. Con esta unión, y exasperación de penas y
castigos, se alivió en pocos días esta peste. Porque tomaron muy
grande número de aquellos salteadores y sediciosos, los cuales todos
por el beneficio de la común paz y seguridad de la Repub fueron con
varios y atrocísimos géneros de tormentos y muertes punidos y
justiciados: y quedó el Reyno quietado.
Por este tiempo la
Infanta doña Isabel hija segunda del Rey fue llevada a la Guiayna a
la ciudad de Claramunt en Aluernia, adonde celebró sus bodas
solemnísimamente con el Príncipe don Felipe de Francia, y se
cumplieron por ambas partes los capítulos y obligaciones ordenadas
por los dos Reyes sus padres en la villa de Carbolio, como dicho
habemos. No mucho después llegó de Sicilia doña Constanza hija del
Rey Manfredo (
Mófredo),
también a la Guiayna, y desembarcó junto a Mompeller, acompañada
de Bonifacio Anglano Conde de Montalbán (Mótaluá) tío de
Manfredo: con otros muchos señores de Sicilia, y del Reyno de
Nápoles, y don Fernán Sánchez, y el Barón Torrella que fueron por
ella: y fue por la ciudad y pueblo de Mompeller altísimamente
recibida. Y luego don Iayme su cuñado le aseguró el dote, en nombre
del Rey su padre, sobre el Condado de Rossellon y de Cerdaña,
Conflent y Vallespir, con los Condados de Besalù y Prulé, y más
las villas de Caldès y Lagostera. De las cuales tierras el Rey había
hecho donación antes a don Iayme: pero él fue contento, con
reservarle la posesión, tenerlas obligadas al dote. Concluídos y
jurados que fueron los capítulos matrimoniales, en llegando de
Barcelona el Príncipe don Pedro se celebraron las bodas de él y de
doña Constanza con tal fiesta y regocijo cual jamás se vio en
aquella ciudad: porque se hallaron en ella todos los Duques, Condes,
y señores de toda la Guiayna, con los que de Aragón y Cataluña
vinieron, que las solemnizaron con muchas justas y torneos, y otros
grandes regocijos.











Capítulo IV. De las nuevas divisiones que el Rey hizo de sus Reynos
y señoríos para heredar a don Iayme, y como quedaba siempre
descontento don Pedro.






Acabada
la fiesta, el Rey con toda la corte se partió para Barcelona: donde
por hacer fiesta a doña Constanza la ciudad le hizo un suntuoso
recibimiento con muchos juegos y danzas como lo suele y acostumbra
muy bien hacer esta ciudad en semejantes fiestas Reales, y con esto
ganar la voluntad y afición de las Reynas en sus primeras entradas.
Andando pues el Rey holgándose por Barcelona acabó allí de
entender la insaciable codicia que de reinar y alzarse con todo,
tenía el Príncipe don Pedro. Y pareciéndole que quitaría de raíz
la mala simiente de diferencias y discordias entre los dos hermanos
si de voluntad de ellos hiciese nueva división de los Reynos. Por
esto en presencia de los Obispos de Barcelona y de Vich, con otros de
Cataluña, y de algunos principales del Reyno de Aragón, con los
síndicos de las villas y Ciudades Reales, partió entre ellos los
estados de esta manera. Dio al Príncipe don Pedro el Reyno de
Aragón, y condado de Barcelona desde el río Cinca hasta el
promontorio que hacen los montes Pirineos en nuestro mar, al cual
vulgarmente llaman Cabdecreus, hasta los montes y collados de Perellò
y Panizàs. Diole asimismo el Reyno de Valencia, y a Biar y la Muela,
según la división y límites que señalaron con el Rey de Castilla.
Mas del río de Vldecona, o la Cenia, como van los mojones del Reyno
de Aragón hasta el río de Aluentosa. Al infante don Iayme hizo
donación del Reyno de Mallorca y Menorca con la parte que entonces
tenía en Ibiza y con lo que en ella más adquiriese: y la ciudad y
señoría de Mompeller, y el condado de Rossellon, Colliure y
Conflente: y el condado de Cerdaña, que es todo lo que se incluye
desde Pincen hasta la puente de la Corba, y todo el valle de Ribas,
con la
baylia
que se extiende de la parte de Bargadá hasta Rocasauza, y todo el
señorío de Vallespir hasta el collado Dares, como parte la sierra a
Cataluña hasta el coll de Panizàs, y de aquel monte hasta el
collado de Perellò, y Capdecreus. Con condición que en los condados
de Rossellon y Cerdaña, Colliure, Conflente, y Vallespir, corriese
siempre la moneda de Barcelona que decían de Ternò: y se juzgase
según el uso y costumbre de Cataluña. Sustituyó el un hermano al
otro en caso que no tuviese hijos varones. Declarando que si la
tierra de Rossellon, Colliure, Conflente, Cerdaña y Vallespir,
viniesen a personas extrañas, lo tuviesen en reconocimiento de feudo
por el Príncipe don Pedro y sus herederos sucesores en el Condado de
Barcelona. Y si don Pedro viniese contra esta ordinación, y moviese
guerra al Infante su hermano, perdiese el derecho del feudo concedido
al don Pedro en los pueblos de Rossellon, Conflent, Cerdaña,
Colliure, y Vallespir, en caso que por matrimonio, o por otra vía
fuesen devueltos en personas extrañas. De esta manera (como está
dicho, y referido en los Anales de Geronymo Surita) se hizo esta
postrera partición de los Reynos y señoríos de la corona de Aragón
entre los dos hermanos. Puesto que el Príncipe don Pedro siempre
mostró quedar agraviado, pretendiendo que la parte dada a su hermano
era excesiva: pues le desmembraba tan gran porción del patrimonio
Real. Fue de si tan elevado y magnánimo este gran Príncipe, que
tuvo por caso de menos valer no suceder a su padre en todo y por
todo. Finalmente quiso el Rey por esta partición de Reynos y
señoríos, que el hijo menor y sus herederos se contentasen del uso
y señorío de aquellas tierras que les cabía por la partición, con
tal que reconociesen superioridad al hermano mayor y a sus
descendientes.











Capítulo V. De las diferencias que se movieron sobre los
amojonamientos de Castilla con Aragón y Valencia: y de la pretensión
del Rey con el Senescal de Cataluña.






Por
este tiempo se levantaron otras diferencias sobre los límites de
Castilla y Reynos de Aragón y Valencia, y hubo sobre ello
cuestiones, además de las correrías y daños que se hicieron en las
fronteras los vecinos unos contra otros. Por esto fue necesario
concordarse los Reyes, y mandar amojonar de nuevo sus tierras. Para
este efecto se nombraron tres jueces de cada parte que señalasen los
términos y mojones de cada Reyno. Fueron de Castilla, Pascual Obispo
de Jaén (Iahen), Gil Garcés Aza, y Gonçalvo Rodríguez Atiença.
De los nuestros fueron Andrés de Albalate Obispo de Valencia, Sancho
Calatayud, y Bernaldo Vidal Besalù, los cuales después de haber
hecho su división y amojonamientos: en cuanto a los daños hechos
por las diferencias de los pueblos determinaron, que hecha la
estimación, los Reyes pagasen su parte y porción a cada pueblo. Mas
porque esto era algo largo y difícil de cobrar, y que en la
averiguación de cuentas se había de perder mucho tiempo, y que para
con los Reyes no se admiten todas, determinaron los mismos pueblos, y
se concordaron entre si, de rehacerse los daños unos a otros, o
perdonárselos. Poco después de concluido esto acaeció que viniendo
el Rey a Lérida de paso para Barcelona halló por cierta diferencia
que hubo entre dos caballeros Catalanes llamados Poncio Peralta, y
Bernaldo Mauleon, se habían desafiado el uno al otro para salir en
campo, y los halló a punto de combatirse. Y aunque de derecho común
tocaba al Rey presidir en el campo, como aquel que lo daba y era
señor del: mas por fuero antiguo del Reyno, presidió don Pedro de
Moncada como gran Senescal de Cataluña. De esto mostró el Rey estar
sentido, pretendiendo que los derechos y privilegios de la dignidad
de Senescal ya no estaban en uso y costumbre, quiso el Rey que sobre
ello se nombrasen jueces para averiguarlo, a don Ximen Pérez de
Arenos, Thomas Sentcliment, Guillen Sazala, y Arnaldo Boscan, hombres
en guerra y letras bien ejercitados. Los cuales dieron por sentencia,
que al Senescal como a suprema dignidad del Reyno se debía semejante
cargo de presidir: y que su derecho ni por falta de uso ni por abuso
se podía perder. Antes declararon que si por algo lo había perdido,
se le restituyese. De este desafío, cual de los dos venció, ni por
qué causa, o querella se movió, ni qué suceso tuvo, no se entiende
de la historia del Rey, ni lo he hallado en otras. De allí pasó a
Barcelona, y deseando ya tener casado a don Iayme su hijo, escribió
a don Guillen de Rocafull gobernador de Mompeller fuese al condado de
Saboya y tratase con el Conde don Pedro casamiento de don Iayme con
doña Beatriz hija del Conde Amadeo su hermano. Pero como no se
concluyó este matrimonio, si fue por muerte de de doña Beatriz, o
por otras causas, la historia no habla más de ello.











Capítulo VI. De la embajada que el Sultán (Soldan) de Babilonia
envió al Rey, el cual le despachó otros embajadores, y de lo que
pasaron con él en Alejandría del Egipto.






No
porque la historia del Rey deja de hablar de esta y otras muchas
hazañas del mismo, será bien pasar por alto lo que un escritor
antiguo (de quien hace mención Surita en sus Annales) que recopiló
la vida y hechos del Rey, para encarecer lo mucho que fue tenido y
amado de los Reyes así fieles como paganos, cuenta por cosa
memorable lo que pasó entre él, y el Sultán de Babilonia, que por
este tiempo residía en Egipto en la ciudad de Alexandria: a donde
con el gran concurso que ordinariamente había de mercaderes
Catalanes, a causa de la especiería, que entonces venía toda por la
vía de oriente a la Europa, llegó la fama de las hazañas del Rey y
de su grande opinión de valiente y belicoso. Lo cual oído por el
Sultán vino a aficionársele en tanta manera, que por trabar amistad
con él, envió sus embajadores a visitarle a Barcelona: y llegados a
ella fueron por el Rey muy bien recibidos, al cual por su embajada
declararon la grande afición que el Sultán su señor le había
tomado, por la buena fama que de sus heroicos hechos ante él se
había divulgado, y de cuan aparejado estaba para hacer buena su
voluntad y afición, en cuanto valer de él se quisiese. Los oyó el
Rey con mucho amor, y mandó aposentar y regalar sus personas con
real cumplimiento, haciéndoles mostrar la ciudad con sus aparatos de
guerra por mar y por tierra. Y después de haberles hecho mercedes, y
proveído sus navíos de las cosas más preciadas de la tierra los
despidió, diciendo, que también enviaría muy presto sus
embajadores a visitar al Sultán en reconocimiento del favor que le
había hecho enviándole a visitar primero. Con esto se partieron los
embajadores, y luego formó otra embajada el Rey para el Sultán con
Ramón Ricardo, y Bernaldo Porter caballeros Catalanes hombres
prudentes, y de mucha experiencia, que ya antes habían hecho la
misma navegación, yendo con algunas galeras en corso. Estos
provistos de las cosas más delicadas de España para presentar al
Sultán, y puestos en dos naves veleras llegaron al puerto de la
ciudad de Alejandría donde a la sazón estaba el Sultán. Del cual,
sabiendo que eran los embajadores del Rey de Aragón, fueron
principalmente recibidos y aposentados en su palacio. Y como a la
entrada de ellos descubrió el Sultán el estandarte del Rey que
llevaba Bernaldo Porter, luego por más honrarlo mandó ponerlo junto
a su Real solio. Presentadas sus letras de creencia con los regalos
que le traían, explicó Porter su embajada, la cual en todo
correspondía a la del Sultán con el Rey (como dijimos) y la oyó
con grande contentamiento. Y luego (como lo afirma el mismo escritor)
rogó a Porter, que conforme a la ceremonia y costumbre de los Reyes
de España armase caballero a su hijo el Príncipe de Babilonia, que
lo estimaría en tanto como si su mismo Rey lo armase. Como oyó
esto, Porter, se le echó a los pies reputándose por indigno de tan
alto oficio y prerrogativa. Mas pues tan determinadamente se lo
mandaba, obedecería. Y hecho grande aparato en una iglesia pequeña
de los Cristianos que vivían en la ciudad, dos sacerdotes que traían
los embajadores muy diestros en la ceremonia eclesiástica, con los
demás de la tierra y gente Cristiana, celebraron su misa con mucha
solemnidad y bien concertada ceremonia, con grande admiración y
contentamiento del Sultán y principales de su corte que se hallaron
presentes a la fiesta. Dicha la misa fue puesta la espada desnuda por
el embajador sobre el altar, y puesto el Príncipe de rodillas ante
el mismo altar, tomó Porter la espada y vuelto al Príncipe se la
ciñó (ciñio) con muy agraciada ceremonia, y después se arrodilló
Porter ante él y le besó las manos con muy grande humildad y
acatamiento, desparando la música y estruendo de trompetas y
tabales, y otros instrumentos de añafiles y dulzainas (dulçaynas)
de que usaban los Moros. Acabado esto, y vueltos a palacio con mucha
fiesta y regocijo: quiso el Sultán ser enteramente informado de la
vida y hechos del Rey de Aragón. Y como Porter pudiese dar en ello
mejor razón que otro, por haber seguido al Rey en todas sus jornadas
de paz y guerra, con los buenos farautes e intérpretes que el Sultán
tenía, le hizo muy cumplida relación de todas las hazañas del Rey,
desde su nacimiento hasta el punto que le dejó en Barcelona. Lo cual
oído quedó el Sultán con todos los de su corte, extrañamente
maravillados, y de nuevo muy más aficionados al Rey. Hecha esta
relación los embajadores se despidieron del Sultán, el cual les
hizo particulares mercedes y dio joyas riquísimas, y para el Rey
mandó proveer las naves de mucha especiería con muchas aves y
extraños animales de las Indias orientales, y ofreciéndose muy
mucho de valer y servir al Rey con todo su poder en paz y en guerra
siempre que necesario fuese contra sus enemigos: los embajadores se
partieron de él con mucha gracia suya, y puestos en mar llegaron con
muy próspera navegación en Barcelona: donde hallaron al Rey, y le
contaron su felice viaje que de ida y de vuelta tuvieron, y de la
gracia y magnificencia con que fueron recibidos del Sultán, con las
demás cosas maravillosas que arriba dicho habemos, señaladamente de
la información tan cumplida que mandó se le hiciese de su
esclarecida vida y hechos, y de la atención y admiración grandísima
con que los oyó y
magnificò.
Finalmente las mercedes y favores que a la despedida les hizo: que
todas fueron particularidades para el Rey muy gustosas de oír. El
cual alabó mucho a los embajadores por su trabajo, diligencia e
industria con que se trataron y acabaron tan honoríficamente su
embajada, prometiendo tendría cuenta en recompensar tan insignes
servicios. Y también dando infinitas gracias a nuestro señor por
haberle dado un tan buen amigo en aquellas partes, de quien pudiese
valerse para la jornada de Jerusalén, si fuese servido de que en
algún tiempo la emprendiese.










Capítulo
VII. Del Maestre de Calatrava que vino al Rey por socorro contra los
infinitos Moros que pasaban de África a la Andalucía, y que convocó
cortes para que le ayudasen en esta jornada.






Pues
como al Rey no se le permitiese estar un punto ocioso en toda la
vida, sin algún ejercicio de guerra: acaeció que en acabar de oír
los embajadores que volvieron del Sultán, llegó a él don fray
Pedro Iuanés maestre de la orden y caballería de Calatrava, enviado
por el Rey de Castilla, y le dijo como habían pasado infinitos Moros
de África en la Andalucía, que ajuntados con los del Reyno de
Granada y de Murcia moverían mayor guerra que jamás se vio a toda
España: que le suplicaba en nombre del Rey y de la Reyna su hija se
apiadase de ellos, y de sus hijos nietos suyos, y que en tan
extremada necesidad no les faltase con su amparo y socorro. Oído
esto por el Rey no dejó de compadecerse mucho del Rey y Reyna de
Castilla, y porque se determinó de favorecerles, respondió al
maestre que pues él sabía la tierra por donde andaban los Moros, y
el número de ellos poco más o menos, y también era tan aventajado
y experto en la guerra le dijese su parecer cerca lo que debía hacer
y preparar para resistir a tanta morisma. A esto respondió el
Maestre, que le parecía debía su Real alteza ajuntar su ejército,
y por la vía de Valencia llegar a acometer a los del Reyno de
Murcia, los cuales con la venida de los de África se habían
rebelado contra el Rey don Alonso su señor, y dado al Rey de
Granada, que aprovecharía esto mucho para divertir tanta morisma.
Además de esto, convenía mandar poner en orden la armada por mar,
así para impedir el paso a los de África que cada día llovían
sobre el Andalucía: como para desanimar a los que habían pasado, y
para les tomar el paso a la vuelta, que sería asegurar esto la
victoria contra todos ellos. Diole también una carta de la Reyna su
hija, en que le rogaba lo mismo, porque la memoria de los disgustos
que su marido había dado siempre al Rey, no le causasen alguna
tibieza en el socorrerles. A todo respondió el Rey pareciéndole
bien lo que el maestre en lo del socorro había apuntado: Que en
ningún tiempo faltaría a los suyos, y mucho menos en ocasión de
tanta necesidad y trabajo: que juntaría mayor ejército que nunca
por mar y por tierra, y que por mejor socorrerles ofrecía de ir en
persona en esta jornada, que hiciesen lo que a ellos tocaba, que él
por su parte no faltaría a lo que debía.











Capítulo VIII. De qué manera entró el Rey de Castilla a señorear
el Reyno de Murcia y por qué causas se le rebeló.






Dice
la historia general de Castilla que cuando don Hernando el III Rey de
Castilla y León hubo ganado de los moros la ciudad de Córdoba, y
las villas del obispado de Iaen, después de la muerte de Abenjuceff
Rey de Granada, fue alzado por Rey en Arjona un Moro llamado Mahomet
Aben Alamir, al cual el Rey don Hernando ayudó a ganar el Reyno de
Granada y la ciudad de Almería. Entonces según la misma historia
afirma, no queriendo los Moros del Reyno de Murcia reconocer por Rey
a Mahomet, eligieron por señor de aquel Reyno a Boatriz. Pero
después, conociendo que no serían poderosos para defenderse del Rey
de Granada estando sujeto al Rey de Castilla, y favoreciéndole,
deliberaron de enviar sus embajadores al Infante don Alonso,
ofreciendo que le darían la ciudad de Murcia, y le entregarían
todos los castillos que hay en aquel Reyno desde Alicante hasta Lorca
y Chinchilla. Con esta ocasión el Infante don Alonso por mandato del
Rey su padre fue para el Reyno de Murcia, y le entregaron la ciudad,
y fueron puestas todas las fortalezas en poder de los Cristinanos, no
embargante que Murcia y todas las villas y lugares quedaron pobladas
de los Moros. Fue con tal pacto y condición, que el Rey de Castilla
y el Infante su hijo hubiesen (
vuiesen)
la mitad de las rentas, y la otra mitad Abé Alborque, que en aquella
sazón era Rey de Murcia, y que fuese su vasallo de don Alonso.
Sucedió que ya muerto el Rey don Hernando, estando el Rey don Alonso
en Castilla muy alejado de aquella frontera, los Moros del Reyno de
Murcia tuvieron trato con el Rey de Granada, que en un día se
alzarían todos contra el Rey don Alonso, porque el Rey de Granada
con todo su poder le hiciese la más cruel guerra que pudiese. Sabido
esto por el Rey de Granada, y que tenía ya de su parte al Reyno de
Murcia, como poco antes desaviniéndose con el Rey de Castilla,
tuviese hecho concierto con los moros de África, acabó con ellos
que pasasen gran número de gente a España, con esperanza que
tornarían a cobrar no solamente lo que habían perdido en la
Andalucía, pero el Reyno de Valencia. Y así para este efecto
pasaban cada día escondidamente gentes de Abeuça Rey de Marruecos.
También los Moros que estaban en Sevilla (dice la misma historia) y
en otras villas y lugares del Andalucía debajo del vasallaje del Rey
de Castilla, gente siempre infiel, y entonces sin miedo, por el
socorro de los de África, trataron para cierto día rebelarse todos,
y matar los Cristianos, y apoderarse de los lugares y castillos
fuertes que pudiesen, y aun tentaron de prender al Rey y a la Reyna
que entonces estaban en Sevilla. Pero aunque no les sucedió el
trato, no por eso dejaron los Moros del Reyno de Murcia de declarar
su rebelión, y cobraron la ciudad, y los más castillos que estaban
por el Rey de Castilla. Y el Rey de Granada con este suceso comenzó
la guerra contra el Rey de Castilla, por lugares de la Andalucía, y
estuvo en punto de perderse en breves días todo lo que el Rey don
Hernando en mucho tiempo había conquistado.











Capítulo IX. Como mandó el Rey convocar cortes en Barcelona para
que le ayudasen a la guerra contra los Moros de África y del
Andalucía.






Partido
el maestre de Calatrava con tan buen despacho, mandó luego el Rey
convocar cortes para Barcelona, y entretanto aprestar el armada por
mar, y hacer gente por tierra proveyéndose de todas partes de
vituallas y dinero para tan importante jornada. Llegados ya todos los
convocados del Reyno, y comenzadas las cortes, dioles el Rey muy
cumplida razón de las nuevas que tenía de Castilla, y de la extrema
necesidad en que estaba toda el Andalucía por la infinidad de Moros
de a caballo, y de a pie que por llamamiento del Rey de Granada
habían pasado a ella, porque juntados con los de Murcia y Granada
bastaban para emprender de nuevo toda España. Y que si no les salían
al encuentro por tierra, y también por mar les atajaban el paso, se
meterían tan adentro por toda ella, que llegarían a tomarlos dentro
de sus casas allí donde estaban. Que para prevenir tantos males
rogaba a todos le favoreciesen en esta empresa que tomaba sobre sus
hombros, por la general defensa de ellos y de toda España:
mayormente por atravesarse el peligro de la Reyna de Castilla doña
Violante su hija y de sus nietos, a los cuales no podía faltar hasta
emplear su propia vida por redimirla de todos ellos, pues ya el Rey
don Alonso de Castilla había comenzado la guerra contra el Rey de
Granada, por quien los Moros de África pasaban al Andalucía, y que
pues él daría sobre los de Murcia, tenía, con el favor de nuestro
señor, por acabada la empresa. Que pues los gastos para un a tan
importante guerra como esta habían de ser excesivos, y tan bien
empleados, le sirviesen con el Bouage: el cual para tan terribles e
inopinadas necesidades hasta aquí nunca se lo habían negado:
mayormente que determinaba él mismo en persona hallarse en esta
guerra, por el beneficio común y defensión de la religión
Cristiana, hasta morir por ella.






Capítulo
IX.
Que después de haber los Catalanes concedido el Bouage, disentió a
ello el Vizconde de Cardona, y de lo mucho que el Rey lo sintió, y
al fin consintió el Vizconde.






Acabado
por el Rey su razonamiento, como los de las cortes entendieron lo que
pasaba de la venida de los Moros, y le evidente necesidad y trabajo
en que estaba puesta toda España: y más que siendo tantos los
enemigos, venidos de allende, y juntados con los de Granada se
extenderían por todas partes, y que no perdonarían a Valencia ni a
Cataluña: considerando todo esto, y también que sería mucho mejor
hacer guerra a los enemigos de lejos, que no esperar a echarlos de
casa, condescendieron todos con el Rey en su justa demanda. Y no solo
le concedieron el Bouage: pero aun prometieron de ponerle la armada
en orden y de proveérsela de todo lo necesario: ofreciéndole sin
esto de valerle en esto y en todo lo demás que conviniese a su
servicio. Estando el Rey muy contento y satisfecho de la liberalidad
con que se le ofrecían a valerle en esta empresa, queriendo hacerles
gracias por todo, y cerrar el acto de la promesa para concluir las
cortes: don Ramon Folch Vizconde de Cardona que asistía en ellas se
opuso, diciendo que disentía en todo lo concedido al Rey, si primero
no desagraviaba a ciertos pueblos, mandando recompensarles los daños
y menoscabos así causados por él, como de vasallos contra vasallos,
que a la sazón se hallaban por rehacer. Y que hasta ser esto hecho y
cumplido no consentía en lo decretado por las cortes. El Rey que oyó
esto, viendo que en el tiempo que más trabajados y perdidos andaban
los Reynos, se anteponían los daños particulares al universal
provecho de todos, se sintió tanto de ello, que como de cosa muy
desmesurada y contra toda razón, perdió la paciencia: y sin más
aguardar la ceremonia acostumbrada, se levantó del solio Real,
determinado de despedir del todo las cortes, e irse de la ciudad
dejándolo todo confuso: y que cada uno se defendiese como pudiese.
Mas como todos conociesen la misma razón que el Rey, se le echaron a
pies suplicándole se detuviese, que se remediaría todo,y vueltos al
Vizconde acabaron con él que desistiese de su oposición y
dessentimiento.
Por donde el Rey se aquietó, y la concesión del tributo se ratificó
de nuevo por el Vizconde con los demás votos de los estamentos y
brazos del Reyno: y se concluyeron las cortes con mucho
contentamiento y satisfacción del Rey y de todos, y les hizo muchas
gracias por ello.


Capítulo
X. Como el Rey nombró por general del armada a su hijo don Pedro
Fernández, y que Laudano judío anticipó todo el tributo del
Bouage, y de las cortes que se convocaron en Zaragoza.






Concedido
el Bouage al Rey, y puesta la armada en orden, nombró por general de
ella a don Pedro Fernández su hijo, mozo gallardo y belicoso que lo
hubo en una dueña llamada doña Berenguera hija de don Alonso señor
de Molina, de la cual se hablará en el libro siguiente. Fue este don
Pedro a quien el Rey dio la villa y señoría de Híjar (Yxar) en
Aragón, de la cual tomaron apellido él y sus sucesores hasta en
nuestros tiempos, como adelante diremos. Pues como la venida de los
Moros fuese cierta, y que repartidos por los Reynos de Granada y
Murcia, se aparejaban para mover cruel guerra contra Cristianos,
comenzando ya a tomar algunas villas y castillos en el Reyno de
Córdoba: se halló el Rey algo atajado por no haber aun cobrado, ni
era posible, el servicio del Bouage, sobrando la necesidad de poner
en orden la armada con los demás aparatos de guerra. Para lo cual se
ofreció pronto pagador, y que anticiparía todo el Bouage, un judío
llamado Laudano de los más ricos de España, que entonces era
Thesorero del Rey, y ofreció de prestarle todo el dinero que
necesario fuese, así para sacar la armada con las municiones y
bastimentos necesarios, como para pagar el ejército, y poner de
presto la guarnición de gente en los lugares fuertes del Reyno de
Valencia fronteros a al de Murcia, y que se contentó con sola la
consignación que el Rey le hizo del bouage, con las demás rentas
Reales de Cataluña de aquel año para pagarse de lo anticipado.
Hecho esto el Rey se vino para Zaragoza, donde mandó hacer gente con
diligencia para esta guerra, y nombró algunos principales Aragoneses
por capitanes, a fin que acudiesen luego con la gente hecha a
juntarse con la de Cataluña en Valencia: todo para favorecer al Rey
de Castilla su yerno. Pues como para los mismos gastos hubiese de
imponerse tallon a los Aragoneses, llegado a Zaragoza mandó convocar
cortes generales para todo el Reyno en ella. A donde se juntaron
todos los señores de título, y Barones del Reyno, con los síndicos
de las ciudades y villas Reales, juntamente con los magistrados y
oficiales Reales de la misma ciudad. Se congregaron en el monasterio
y casa insigne de frailes Dominicos. Allí pues sentado el Rey en
lugar alto y patente para todos les declaró su propósito con las
palabras siguientes.






Capítulo
XI. Del largo razonamiento que el Rey hizo a los Aragoneses pidiendo
le favoreciesen para los gastos de la guerra, como lo habían hecho
los Catalanes.






Yo
creo, que no ignoráis todos cuantos aquí os halláis congregados,
como desde mi tierna edad he empleado toda la vida en perpetua guerra
con las armas en las manos, y que me ha cabido en suerte que ningún
tiempo se me haya pasado en ocio, ni regalo: sino que por el bien
común, y la salud y ampliación de mis reynos, he puesto siempre mi
persona a todo riesgo y peligro. Pues como sabéis los primeros y
postreros años de mi mocedad no solo los empleé en defenderme de
las persecuciones de los míos, y en apaciguar y quitar todas las
distensiones de mis Reynos: pero también ocupé la edad siguiente en
las conquistas de Mallorca y Valencia. Y que así en esto, como en
las cosas del gobierno, ni en paz ni en guerra, he faltado jamás a
lo que debo a la Real y debida virtud de mis antepasados: antes creo
haber no poco acrecentado el nombre y estado de ellos. Pues a los dos
Reynos que en muchos siglos ganaron y me dejaron por herencia, yo he
añadido otros dos, Mallorca y Valencia, que por mi mano y las
vuestras he conquistado. De manera que para la conservación y
fortificación de ellos, no queda sino juntar el tercero que es el de
Murcia. Porque sin este, ni el de Valencia se puede bien defender, ni
sin los dos mantener el de Mallorca. El cual perdido, no solo
Cataluña perdería el Imperio y poder absoluto que tiene sobre la
mar para toda comodidad de su navegación y mercadurías: pero
también Aragón volvería a estar sujeto a las correrías y
cabalgadas que sobre si tenía antes de los Moros de Valencia. Lo
cual bien considerado por los Catalanes vuestros hermanos y
compañeros en las conquistas, como hombres de buen discurso y
prudentes, se han mucho acomodado, y preciado en favorecer nuestra
empresa: teniendo respeto a que de tan continuo uso de pasar los
Moros de África en el Andalucía, y juntarse con los de Granada y
Murcia, se puede recrecer, así para los Reynos comarcanos de
Valencia y Aragón, como para toda España, una común y general
destrucción como la antigua pasada. Y así pareciéndoles que les
está mejor la guerra de lejos que esperarla en sus casas, no solo se
han ofrecido a servirnos con sus personas y vidas en esta jornada:
pero como sabéis nos han concedido con mucha liberalidad el servicio
del Bouage. Y cierto que no hallamos por qué este Reyno, que no
menos está sujeto a los trabajos de esta guerra contra Moros que
Cataluña, no nos deba ayudar con semejante servicio para esta
empresa: pues no se ha de emplear en otros usos que contra Moros, y
en librar a mi hija y nietos de tan manifiesto peligro y destrucción
(destruycion) de sus Reynos, como se les apareja. Y es justo, que
pues se trata de guerra y armas que han de valer para la común
defensa de todos, que donde se alargan tanto en valernos los
Catalanes con el servicio ya dicho, que los Aragoneses, debajo cuyo
nombre y apellido se han conquistado estos Reynos, y sois siempre los
protectores de ellos, os alarguéis y mucho más en favorecernos.






Capítulo
XII. De lo que un fraile dijo en acabando el Rey su plática, y como
los ricos hombres sintieron mal de la demanda, y se apartaron del Rey
pidiéndole cierta recompensa de daños.






En
acabando de hablar el Rey, súbitamente apareció enfrente de él en
otro púlpito, un religioso de la orden de los Menores, el cual
movido de si mismo sin haber dado parte a nadie de su propósito,
comenzó a exhortar con grande fervor a todos para seguir con sus
personas y haciendas al Rey en esta guerra. Y después con muchas
razones y ejemplos abonó la demanda del Rey: añadió que un
religioso de su orden había tenido revelación del cielo, y que un
Ángel le había dicho, que el Rey de Aragón había de restaurar a
toda España, y librarla de la persecución y peligro en que los
infieles la habían puesto. Como esto oyeron los ricos hombres se
maravillaron mucho de esta novedad del fraile, y como de fingido
sueño burlaron de ella, y tanto más se endurecieron cerca la
demanda del Rey, abominando el nombre de Bouage, lo que nunca en
Aragón se había nombrado, y por eso estaban muy sentidos todos los
de las cortes, quisiese introducir nuevas maneras de vejar al pueblo,
y desaforar los ricos hombres y caballeros, con alegar lo que le era
concedido en Cataluña, que era tres doblada tierra, y que todo
cargaría sobre el pueblo. Sabiendo el Rey esto, mandó llamar ocho
más principales de ellos, los que mostraban estar más sentidos y
escandalizados de la demanda: siendo el caudillo, y el que más se
señalaba entre todos, su propio hijo Fernán Sánchez, que
extrañamente se preciaba de contradecirle. Fue este el que ya antes
en vida de don Alonso su hermano, se había mostrado por él muy
parcial contra el Rey su padre: y así abrazó esta nueva ocasión
para hacer lo mismo, con apellido que defendía y peleaba por la
libertad de su patria, y con esto desenfrenadamente se desbocaba
contra el Rey. De manera que para impedir el Bouage, con el cual
(como él decía) su padre quería de los Aragoneses hacer bueyes
para mejor cargarlos, se hizo caudillo del contrabando del Rey:
juntándose con él don Ximen de Vrrea, y don Bernaldo Guillen
Dentensa con los otros llamados. Los cuales fueron ante el Rey, y le
oyeron, pero nunca pudieron ser convencidos de él, por muchas y muy
santas razones que les propuso. Pues ni por la necesidad urgente de
la guerra, ni por el ejemplo de los Catalanes, ni por la fé y
palabra que les daba sobre su corona Real que restituiría en todo y
por todo la rata parte en que los ricos hombres y barones
contribuirían en el servicio: y más, que haría fuero y ley
expresa, que en ningún tiempo pudiese ser demandado, ni impuesto
semejante tributo en Aragón: todo esto no bastó para atraerles a la
voluntad del Rey: antes se endurecieron de manera que tomaron esto
por ocasión para hacer nuevas demandas y formar quejas contra él.
Por donde no solo le negaron lo que pedía: pero aun algunas cosas
que el Rey debajo de buen gobierno había mandado hacer en beneficio
del Reyno, querían que las revocase, diciendo que habían resultado
en daño y perjuicio de los ricos hombres, y sobre ello pusieron sus
demandas. Para esto enviaron a Calatayud, donde el Rey se había
pasado de Zaragoza, a don Bernaldo Guillé Dentensa y a don Artal de
Luna, y a don Ferriz de Liçana, (los tres más familiares y privados
que el Rey solía tener) los cuales con seguro que les fue dado, en
presencia de todo el pueblo dieron por escrito los agravios que
pretendían haber recibido y recibían de cada día de su Alteza.
Estos fueron muchos, y los principales tocaban en general a la
libertad del Reyno, y en particular a los intereses y provecho de los
ricos hombres y caballeros. Y porque a lo general y particular de sus
demandas dio el Rey su respuesta y descargo: allanándose en algunos
cabos, y en otros cargándoles a ellos mucho la mano, y que ni por
eso hubo en ellos enmienda, quedándose las cosas como antes (según
Surita en sus Annales copiosamente lo refiere) no
haura
por qué detenernos aquí, ni hacer mención en particular de todo
esto. Mas de que siendo los que se tenían por muy agraviados, con
los arriba nombrados, don Guillen de Pueyo nieto del que murió en el
cerco de Albarracín en servicio del Rey, y don Atho de Foces hijo de
don Ximeno, y don Blasco de Alagón nieto de don Blasco el de
Morella, ninguno pretendía más serlo, ni quien más ásperamente se
querellase del Rey, que don Fernán Sánchez su hijo: haciéndose
(como dicho habemos) caudillo de los querellantes. Esto le llegó al
Rey tanto al alma, y formó en si tan cruel odio contra Fernán
Sánchez, cuanto después se vio por la ejecución del. Pues como por
mucho que el Rey mostrase voluntad de querer a buenas y con quietud
satisfacer a todas estas demandas, era tanta la turbación y cólera
con que trataban estos negocios los querellantes, pretendiendo salir
con todo, sin querer escuchar los medios que el Rey daba para llegar
a concierto, que no se pudo tomar resolución alguna con ellos por
entonces.






Capítulo
XIII. Que los Barones y ricos hombres hicieron liga entre si, y se
apartaron del Rey, el cual fue con gente sobre las tierras de ellos,
y como comprometieron sus diferencias en los Obispos.





Pues como los
señores y Barones perseverasen en su pertinacia y reyerta de no
querer escuchar las demandas del Rey sin que primero satisficiese a
las de ellos, y de ver esta distensión entre las cabezas anduviese
varia y libre la gente popular para seguir a quien quisiese, llegaron
las cosas del Reyno a tanta turbación, que luego se descubrieron
muchos que tomaron por propia la querella y tesón de los señores y
Barones contra el Rey, y muchos por lo contrario la del Rey contra
los Barones. Puesto que por el apellido de libertad prevalecía esta
parte contra la Real, y esta sola voz de libertad se sentía en boca
del pueblo. Con esto se animaron tanto los señores a defender (como
ellos decían) los fueros y libertades del Reyno, siendo siempre el
principal de ellos Ferrán Sánchez, que sin más aguardar ni
escuchar los nuevos partidos que el Rey les movía, comenzó él con
su suegro Urrea, y los demás del bando a salirse de Zaragoza para
juntarse en Alagón: donde se confederaron e hicieron liga entre si.
Y así acabaron de turbarse las cosas del todo. Con esto se
concluyeron las cortes muy fuera del orden acostumbrado, y como los
Barones y pueblo se pusieron en armas, también el Rey se salió de
Calatayud y partió para Barbastro con sus criados y gente de
guardia, y algunos de a caballo que salieron tras él, y otros que
por el camino se le iban allegando. Como llegase a Barbastro, luego
con seguro, fueron ante él los mismos, temiéndose de lo que después
avino, pero no se concluyó con su venida ningún asiento, y quedaron
las cosas en mayor rompimiento. De allí pasó el Rey a Monzón,
donde formó de presto un buen escuadrón de gente de a caballo con
los de la tierra y otra gente de a pie que le acudieron de Cataluña.
Porque no faltaron algunos señores y barones de Aragón que le
siguieron, con los concejos de Tamarit y Almenara. De suerte que
salió con toda esta gente en campaña, y dio sobre algunas villas y
castillos de los ricos hombres que se le rebelaron: entre otras tomó
las tierras de don Pero Maça, y de don Fernán Sánchez su hijo,
publicando guerra a fuego y a sangre contra todas las tierras de
rebeldes. Como oyeron esto los señores y barones, dejaron las armas
y enviaron nueva embajada al Rey, suplicándole fuese servido que
estas diferencias no se llevasen por fuerza de armas, sino que se
averiguasen por vía de justicia: que pondrían aquel hecho en juicio
de prelados (
perlados).
Esto hicieron porque conocían la condición del Rey a quien ninguna
cosa era tanta parte para hacer dejar las armas de las manos como el
requirirle lo remitiese todo a justicia. Y así se comprometió por
ambas partes en poder y juicio de los Obispos de Zaragoza y Huesca, y
se obligaron de estar a lo que se determinase por ellos, así en lo
de las diferencias ya dichas, como sobre la pena en que habían
incurrido por haberse unido y tratado contra la autoridad del Rey: y
que también juzgasen si se les habían de restituir los lugares que
tenían en honor. A todo esto vino el Rey bien y se obligó de estar
a la determinación de los mismos jueces. Y con esto de parte de los
ricos hombres se dio tregua al Rey hasta que volviese de la guerra de
los Moros del Reyno de Murcia y quince días más, y se ofrecieron a
servirle en ella.








Capítulo XIV. De las
cortes que el Rey tuvo en Exea de los caballeros y de los estatutos
que mandó publicar en ellas, y como se pregonó la guerra contra
Murcia, y la gente que llevó de Zaragoza.






Teniendo el Rey nuevas
cada día de los capitanes que estaban en guarnición en la frontera
del Reyno de Murcia, como la guerra de los Moros que pasaron de
África iba lenta, sin pasar hacia lo de Murcia, a causa de no haber
entre ellos caudillo, ni general de la guerra: y también por no
haber sido bien recibidos del Rey de Granada, por ser gente inútil y
canalla y que solo se entretenían, sin señalar jornada alguna:
determinó entre tanto asentar la concordia tratada de palabra con
los nobles y ricos hombres: y para que constase por acto público,
mandó convocar a cortes para Ejea de los Caballeros, dicha así, por
los muchos caballeros que en tiempos pasados cansados de llevar las
armas a cuestas, y de seguir la guerra, se habían retirado a vivir
allí, por ver aquella villa, por su comodidad y fertilidad de campo,
de las principales del Reyno. A donde ajuntados los convocados, mandó
el Rey escribir y sacar en limpio las leyes y fueros que en las
precedentes cortes se habían establecido, y quiso que se publicasen
y firmasen de nuevo. Las cuales en suma fueron, que ni el Rey, ni sus
sucesores diesen caballerías de honor, ni oficios de la guerra sino
a parientes de los ricos hombres, naturales del Reyno, y en ninguna
manera a extranjeros. Que ningún señor Barón, ni noble pagase
bouage, que en Aragón corresponde a herbaje. Que las diferencias que
se ofreciesen entre el Rey y los nobles, se juzgasen y averiguasen
por el justicia de Aragón, aconsejándose con los señores y nobles
que no fuesen interesados en las tales diferencias, y que también
juzgase sobre las que se le ofreciesen entre los mismos señores y
nobles. Que el Rey no diese oficios de honores, ni de la guerra a sus
hijos de legítimo matrimonio procreados, si no fuese de generales o
supremos capitanes del ejército. Estos son los fueros y capítulos
que se publicaron en estas cortes. Lo cual hecho, recibió el Rey en
aquel mismo punto cartas del Rey de Castilla su yerno, en que le
decía cómo había movido guerra de nuevo contra el Rey de Granada
por haber dado favor y ayuda a los de Murcia, para que se le
rebelasen, y echasen a sus gobernadores de ella. Por eso le suplicaba
se diese toda la prisa posible en venir a tiempo para dar contra
ellos y para recuperarle aquel Reyno, el cual solía antes (como
dicho habemos) por no sujetarse a la señoría y mando del Rey de
Granada, estar debajo el amparo de los Reyes de Castilla: y pagarles
su tributo y parias, y poner los gobernadores para el regimiento de
la tierra. Entendido esto por el Rey, concluyó las cortes, y a la
hora mandó publicar la guerra de propósito contra el Reyno de
Murcia: pues para ella le había concedido ya el sumo Pontífice
Clemente IV la bula de la santa Cruzada con muchas indulgencias para
los que siguiesen esta guerra contra Moros. Y así fue grande el
concurso de soldados que de toda España acudieron a ella. Fueron los
predicadores de esta indulgencia apostólica el Arzobispo de
Tarragona, y el Obispo de Valencia, que como espirituales caudillos
de esta guerra contra infieles se hallaron en ella. De manera que
vuelto el Rey a Zaragoza, mandó hacer hasta dos mil caballos, y
fueron los principales capitanes nombrados para esta guerra sus dos
hijos, el Príncipe don Pedro, y el Infante don Iayme, el Vizconde de
Cardona, y don Ramón de Moncada. Los demás señores de Aragón de
encolerizados contra el Rey por lo pasado, y por el estrago hecho en
sus tierras, se fueron a ellas y no siguieron la persona del Rey por
entonces, sino don Blasco de Alagón que nunca le faltó, como el
mismo Rey lo escribe. Puesto que fueron después poco a poco en su
seguimiento casi todos teniendo por muy afrentoso faltar a su Rey en
tal jornada.













Capítulo XV.
Como pasando (
passando)
el Rey por Teruel pidió a la ciudad le ayudase con algunas vituallas
para esta guerra, y del grande y suntuoso presente que le dieron
puesto en Valencia.







Partiendo el
Rey de Zaragoza para Valencia con la gente de a caballo hecha, y la
que iba haciendo de camino: llegó a vista de Teruel, y como
creciendo cada día de gente, le faltasen las vituallas entró en la
ciudad, donde fue suntuosamente recibido, y luego mandó convocar los
principales de ella. A los cuales manifestó la causa de su venida, y
empresa, y como había sido forzado de emprender esta guerra contra
los Moros de Murcia, no solo por cobrar aquel Reyno para don Alonso
su yerno al cual se había rebelado: pero también por impedir que
los de Granada con cuyo favor y ayuda se habían rebelado los de
Murcia, no se juntasen con ellos, y diesen sobre el Reyno de
Valencia: y de ahí pasasen a Aragón y Cataluña sus vecinos. Y como
por esto le apretase el tiempo, y más el cuidado de sustentar el
ejército, les rogaba mucho le acudiesen con lo que se hallasen a
mano para
occurrir
a tanta necesidad: que se les recompensaría luego con las rentas
reales que para ello les consignaría. Oída la demanda por los del
regimiento, hecho su acatamiento, se retiraron a una parte de la
sala, y consultando con los principales hidalgos de la tierra, fue
resuelto entre ellos, que al Rey se le hiciese tan grande servicio
como la ciudad y comunidad pudiesen, y mayor que a ningún otro de
sus antepasados jamás se hubiese hecho por ella: determinados en
esto, uno de los más principales hidalgos de la ciudad llamado (como
dice la historia Real) Gil Sánchez Muñoz hijo de aquel Pasqual, de
quien se habló arriba en el libro tercero, respondió por todos.
Serenísimo Rey y señor nuestro, como la obligación que al servicio
de vuestra Alteza tenemos, sea mayor que a ningún otro de sus Reyes
antepasados (antipassados), por los muchos favores y mercedes que a
los de esta ciudad y comunidad ha siempre hecho en servirse y valerse
de nuestras personas y armas en cuantas jornadas y empresas de guerra
hasta aquí se han ofrecido contra moros: y que de hoy más las
esperamos mayores, para lo demás que se ofreciere: somos contentos
de emplear también agora nuestras haciendas en su Real servicio, y
ayudar a vuestra Alteza en proveer su ejército para esta empresa de
Murcia, con lo siguiente. Que daremos luego de presente puesto en
Valencia con nuestras recuas y a costa nuestra. Cuatro mil cahíces
de pan: los tres mil en harina, y los mil en grano: con otros dos mil
cahíces de cebada. Más veinte mil carneros, y dos mil vacas: y si
menester fuere serviremos con más. También por agora albergaremos a
vuestra Alteza y a todo su ejército lo mejor que podremos.
Maravillado el Rey de tan magnífico y rico presente con tanta
liberalidad ofrecido por los de Teruel: acordándose de la recién
injuria y cortedad de los de Zaragoza, volviose a los suyos y
sonriendo les dijo:
Por ventura diera más Zaragoza por fuerza,
que Teruel ha dado de grado?
Haciendo pues el Rey muchas gracias
a la ciudad, y estimando su servicio y socorro tan principal, en
tiempo de tanta necesidad, en lo que era razón, ofreció de hacerles
por ello muy larga recompensa: y a petición de ellos les dejó dos
alguaciles (
alguaziles)
para que en nombre suyo fuesen por las aldeas, y lugares de la
comunidad a recoger el presente. Dicen algunos escritores (aunque la
historia del Rey lo calla) que mandó el Rey consignarles la
recompensa sobre las rentas Reales de la ciudad. Pues como partido el
Rey de allí llegase a Valencia, y luego acudiesen los de Teruel con
su presente, recibiolos con grande contentamiento: quedando toda la
Corte, y más los Síndicos de las ciudades y villas Reales de los
tres Reynos que la seguían muy maravillados de ver tan magnífico
presente. Mandó pues el Rey (como algunos dicen) proveer de mucho
arroz, azúcar, y pasas (
passas),
a los de Teruel, porque no se volviesen con las manos vacías.








Fin del libro décimo
sexto.


















martes, 26 de octubre de 2021

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.

XI.

EL CARBONERO DE LA ERMITA. 

XI. EL CARBONERO DE LA ERMITA.


I. 

Andadas unas tres leguas hacia poniente, como si se fuera a buscar no el manantial sino el principio del guijeño cauce por donde, turbias o cristalinas, se deslizan las aguas que poco antes de confundirse en las salobres de nuestra bahía saludan humildes los muros de la capital de las Baleares, encuéntrase un ameno sitio que bien puede competir con los más deliciosos y pintorescos de la isla. Pródiga estuvo con él la naturaleza, y el arte no le desdeñó sus auxilios para que en cierto modo la mano del hombre completase la obra del Creador. Es una estrecha cañada que forman contrapuestas dos ásperas laderas de una montaña, la cual doblándose a manera de brazo recogido flanquea el lecho de un arroyo, que nacido en la cumbre, desde sus primeros y mal seguros pasos tropieza con un formidable precipicio. No ya barranco, no tajada peña, desde cuyas grietas cuelgan festones de yedra y lentisco, es el ángulo que reúne las dos vertientes, cubiertas de robusta vegetación para disimular y aun embellecer su natural fragosidad y aspereza. Magnífico tiene que ser después de improviso turbión aquel salto de agua, con cuyos rumores diríase que se arrulla el tierno riachuelo al tenderse, como un niño, en su cuna bordada de arrayanes y de frondosos álamos cobijada. Pero a pesar de lo grato que es allí el inesperado contraste de la pompa salvaje de la naturaleza con las verdes galas del cultivo, a caprichos de la fortuna más bien que a falta de merecimiento, debe atribuirse el que este sitio no disfrute de mayor reputación y nombradía. El álbum de los artistas no ha copiado sus variadas perspectivas: la lira de los poetas no ha cantado sus halagüeñas emociones. Pocos son los viajeros que vayan a reposar bajo el fresco emparrado de un antiguo cenador, a la sombra de aquellos erguidos peñascos en que el agua ha labrado vistosos doseletes, en que la yedra se encarama cubriéndolos de anchos tapices. Lamentable en cierto modo es la soledad de aquella soledad, porque el himno perpetuo de la naturaleza es como una armonía incompleta sin el concurso de la voz humana. Llévanse las brisas el aroma de la selva, piérdese en el espacio el concento de las avecillas, ostentan la vano sus diversos matices las flores, y falta allí el hombre para recoger estas delicias que tan dulcemente conmueven su corazón o despliegan las alas de su fantasía. Y esto que ninguno ha salido sin darse el parabién de su sorpresa, o sin haber experimentado un nuevo deleite en la repetición de sus pasadas impresiones. Así pudiera decirse que este sitio, semejante a una doncella no perseguida de curiosas miradas, conserva a la vez intactas su hermosura y su recato. 

El camino que conduce a tan delicioso paraje truécase en enriscado vericueto, que retorciéndose por una de las vertientes, se eleva hasta una especie de rellano de suelo desigual y a trechos cultivable, donde por cima de las cenicientas copas de los olivos jaspeadas con el lustroso verde de los algarrobos asoman las paredes de una pequeña ermita situada a la vera de un bosque, que encaramándose todavía más, corona de seculares encinas la cresta de aquella montaña. Como una idea relegada al olvido en un rincón de la memoria, estas paredes abandonadas en medio del desierto recuerdan apenas los no lejanos días en que unos pocos moradores las habitaban, viviendo del pan de la limosna, y repartiendo sus horas entre el rezo y el trabajo de sus manos. Gente rústica y sencilla que no conocía más necesidades de la vida que la de asegurar una dichosa muerte, que se anidaba en las alturas de la tierra porque sus únicas aspiraciones se dirigían al cielo, que desprendida del mundo no conservaba más lazo que el de la caridad para rogar por la salvación de sus hermanos, y agradecerles como pobre el socorro que de otros pobres recibía. 

Hoy sólo interrumpen allí el canto de las aves los monótonos y acompasados golpes de la segur que monda el sombrío encinar, manejada por vigorosos carboneros que tan solitarios como los antiguos ermitaños ganan su frugal subsistencia a costa de tan ímproba tarea. Penosa y ruda profesión que quizás por despecho o quizás por una especie de ascetismo, había escogido no hace muchos años un joven campesino, quien sin llegar a ser un carácter excepcional o un tipo de varonil hermosura merecía con todo llamar la atención de los observadores. Faltábanle algunos para rayar en los treinta, y si en su talle y fisonomía conservaba fresca las seducciones de la juventud, por la gravedad de sus costumbres podía sentarse entre los que le duplicaban los años. Ninguna hija de labrador hubiera pospuesto sus obsequios a los de otro galán: ninguna hubiera desdeñado la mirada de sus negros ojos por miedo a la negrura de sus encallecidas manos. Pero su pecho libre ya de ilusiones juveniles asemejábase por lo frío al suelo circular de antigua carbonera donde asoma la yerba por entre los residuos de menudo cisco. Nunca se le veía en corrillos de amigos, ni en bailes de boda, ni siquiera en las corridas de hombres y de caballos, diversión tan popular en aquellos contornos, y donde hubiera sido formidable rival de los más ligeros corredores. Si bajaba a la población era únicamente para asistir a la iglesia, para prestar gratuito auxilio a quien de él necesitase, o para atender a las ocurrencias de su oficio. Su distracción cotidiana, si distracción puede llamarse, reducíase a promediar el trabajo y el descanso con la lectura de un libro piadoso que de puro repetida llegaba a saberlo de memoria. Sentado a la puerta de su choza de ramas, y fumando su pipa leía a ratos, y a ratos cruzábase de brazos y doblando la cabeza entregábase tal vez a tristes recuerdos de lo pasado. Ah! pocos eran los que sabían cuán deliciosa imagen evocaba en aquella especie de artificial ensueño! 

Quien sin datos anteriores se empeñase en adivinar su historia tomaríale más bien por un lego exclaustrado que por un licenciado del ejército como realmente lo era. La sinceridad y firmeza de sus sentimientos religiosos daba margen a tales conjeturas; mas no se crea por esto que el ceño arrugara su frente, que fuese adusto en sus modales, ni que afectara un lenguaje místico o desabrido. Su conversación vulgar y sencilla adaptábase al tono de ligeras bromas, y sabía plácidamente sonreírse alguna vez que se le decía: 

- Arnaldo, cuándo te casas? Conozco más de dos chicas que están impacientes por bailar en tus bodas; pero me temo que se han de llevar chasco, porque eres más esquivo que un hurón ya que no seas tan tímido como un conejo

- Con el tiempo maduran las brevas, que no es a mí a quien toca elegir el día.

- Con que ya tienes novia? Y qué tal es ella? 

- A decir verdad no le sobran carnes. Está más seca que la hojarasca de una encina cortada hace diez años. 

- Así te será más fácil mantenerla. 

- Si no fuese tan tragona! Es capaz de engullirse en tres días un regimiento entero. 

- De buena hermosura te has prendado.

- Hermosura? a todo el mundo le parece fea. 

- Entonces debe de ser rica. 

- No trae anillos ni cadena de oro; pero tiene reloj. 

- Tanto le interesa saber la hora? 

- En este punto engaña a todos, y nadie le engaña a ella. 

- Qué cosas tienes, Arnaldo! lástima que no hayas sabido escoger con más acierto. 

Cerraba entonces el carbonero sus labios; pero un grito de dolor desgarraba sordamente su pecho: Ah! sí, se decía. Si hubiera sabido escoger no tendría ahora el corazón tan negro como las manos. 

Nacido en la pequeña aldea, que al traspasar el frondoso bosque donde ejercía su oficio, aparece como sumida en el fondo de un abismo, no había cumplido aún los veinte años cuando ya se le tenía por uno de los jornaleros más forzudos e inteligentes en cualquiera de las faenas del campo. Así dirigía una yunta de mulas como hacía dar vueltas a la rosca y levantaba solo la enorme piedra de una almazara: así entendía de podar una vid o desmochar un olivo como de redondear la copa de un pino o enjertar (injertar) un algarrobo: así manejaba la hoz para abatir el trigo como la pala para aventarlo en las eras. Con algunos rudimentos de instrucción primaria tenía además la gracia de puntear un guitarrillo y cautivar a los oyentes con las festivas coplas que él mismo improvisaba. Querido de los ancianos por su amor al trabajo, de los compañeros por su buen humor, qué mucho que lo fuese todavía más de las muchachas casaderas, que le arrojaban a hurtadillas codiciosas miradas y escuchaban con íntima complacencia sus triviales galanterías! De este modo teniendo por único patrimonio su salud y sus brazos, entregábase a las esperanzas de un porvenir halagüeño sin que le arredrasen los imprescindibles sinsabores de una soportable pobreza. Pero un día cayó la primera lágrima de sus ojos: aquella mañana había puesto la mano en la urna del sorteo, y un número fatal trastornaba de repente sus proyectos, destruía su dicha o cuando menos le señalaba un plazo sobrado largo a sus deseos. 

Porque Arnaldo estaba ciegamente enamorado. Muchas saetas despuntadas le habían rozado el corazón; pero otra más aguda había sido bastante dichosa para clavarse en su centro. Paulita, aunque no pasaba de ser una hermosura vulgar, era la más garbosa, la más peripuesta, la más ladina de aquella pobre aldegüela. Siguiendo añejas supersticiones decíase que en virtud de su nombre y de haber nacido el día de la conversión de San Pablo, estaba dotada de un poder misterioso contra los animales dañinos; pero es lo cierto que cualidades más sensibles la hacían bastante hechicera para cautivar a seres racionales. Sus negros y chispeantes ojos, su poblada cabellera, su aterciopelada mejilla eran suficientes para encender el capricho de un ciudadano, su vivacidad y gracejo para traer embelesado a un campesino. Las impresiones de los sentidos no habían permitido al amartelado joven sondear el corazón de la que tantas veces le había jurado ser suya, bien que tales juramentos sólo podían pasar por solemnes en la liturgia de los enamorados. 

Pobres ambos no había para qué cansarse en discurrir medios de conjurar su adverso destino. Las cavilaciones de Arnaldo hubieran sido tan infructuosas como el llanto de Paula, y supuesto que no le era posible obtener quien le reemplazara en el servicio de las armas, el joven hizo de la necesidad virtud, acostumbróse a la resignación, y empezó a familiarizarse con la idea de su futuro género de vida, aprovechando interinamente los restos de su libertad para menudear visitas al objeto de sus amores. 

Rato hacía que el sol sepultara su disco en las ondas que baten las peñascosas orillas de aquel pueblo: una hermosísima luna, que brillaba con toda la magnificencia de su plenitud, cernía sus argentinos rayos por entre las inquietas hojas de unos álamos, cuyo blando susurro acompañaba el rumor de un manso torrente que sus pies lamía. En él derramaba sus aguas sobrantes el pilón de una fuente, junto a la cual se hallaba sentada, con un enorme cántaro al lado, una bonita muchacha que pudiera compararse a otra Rebeca aguardando a un nuevo Eliezer. Y este era el mismo Arnaldo que punteando su guitarrillo, y como si no acertara a templarlo, enderezaba sus pasos a una de las enriscadas casuchas que forman la población, amontonadas sin orden ni concierto alrededor de un vetusto oratorio, pegado a una más antigua torre que en otros tiempos sirvió de guarida y refugio al vecindario sorprendido por alguna pirática invasión de sarracenos.

- Vaya, Irene, que no es mala cantarilla esa. Apostaría a que llena pesa más que tú. Ya que mi buena estrella me ha traído tan a tiempo quiero llevártela y acompañarte a tu casa.

- Vas a otro punto Arnaldo, y admitir tu favor sería hacerte perder camino. 

- Y esto qué importa? Debo acostumbrarme a marchas largas, y de seguro no tan agradables como la que disfrutaré a tu lado.

Y llenando el cántaro y cargándoselo en el hombro, echó a andar en dirección a una casita aislada en las afueras del pueblo. Seguíale Irene, pero con tal pausa y lentitud que bastaba ser suspicaces sin llegar a maliciosos para adivinar su deseo de prolongar la duración de aquella marcha. 

- Al paso que vamos, dijo Arnaldo, pudiéramos guiar una comitiva de tortugas y caracoles. Si hubiésemos de ir hasta el santuario de Lluch no llegábamos en quince días. 

- A pie descalzo iría yo si...

- Qué?

- Si la Virgen... pero, sabes que eres muy curioso, Arnaldo? Y no prometieras ir allá si Dios te hiciese la gracia de librarte del servicio?

- Hija, nadie se escapa del influjo de su planeta. Este ha sido el mío, y no hay sino encogerse de hombros, agarrar un fusil y ver a qué sabe el pan de munición. 

- Y no te gustaría más el de tu casa?

- Por negro y duro que fuese.

- Pues... en este mundo todo tiene remedio fuera de la muerte, y... si quisieras... tal vez... poniendo un sustituto... 

- Un sustituto? Sabes lo que dices, Irene? De dónde quieres que saque el dinero, a no ser que conozcas el sitio de algún tesoro encantado? Dímelo, y te aseguro que primero se cansarán los azadones de romper piedras que yo de cavar las entrañas de la tierra. Si fuese verdad lo de aquella mujer a quien apareció una serpiente, gruesa como este cántaro, y le prometió hacerla rica si le traía una rebanada de pan bendito, si fuese verdad y ahora me apareciese a mí no temas que me volviese atrás aunque echase llamas por los ojos y me enseñase tres hileras de dientes. Pero estos son cuentos de viejas, buenos solamente para referidos al amor de la lumbre en noches de truenos y centellas. 

- Y si hubiese alguno que te lo prestara? 

- No creas que haya santo en el cielo que obre este género de milagros. 

- Y si fuese una persona que yo conozco... una mujer de este pueblo? 

- Diría que es una santa en la tierra, me arrodillaría a sus plantas, le besaría los pies, le estaría agradecido toda mi vida, sería suyo en cuerpo y alma. 

- Oh! no digas una santa, no... pero, Arnaldo, Arnaldo, escúchame. 

La emoción que experimentaba la interesante joven obligóla a sentarse en una piedra de un bancal desmoronado, mientras su compañero dejando el cántaro en el suelo permanecía de pie escuchándola con tanta avidez como sorpresa. 

- Si me prometieras ser callado, continuó aquella, tan callado como el sacerdote que nos oye en confesión, te comunicaría un secreto que ni aun a mi madre lo he revelado. 

Este nombre daba a su nodriza, que en efecto la quería tan entrañablemente como si lo fuera. 

- Haz cuenta que me he vuelto mudo, o que arrojas una piedra en la más profunda sima de esta comarca. 

- Ya sabes que soy una pobre huérfana... menos aún que huérfana y pobre. 

No conozco a mis padres, ni tengo esperanzas de conocerlos, y si algunas conservaba del todo se han desvanecido. No hace dos meses que me encontré al Sr. Vicario que había salido a dar un paseo, y cuando fui a besarle la mano me insinuó que tenía que hablar a solas conmigo. No sé qué vuelco me dio el corazón. Aquella noche la pasé forjándome toda clase de quimeras y desvaríos. La tarde siguiente mi madre se fue al monte a bajar un haz de leña, y vino el Vicario a casa y me entregó un cucurucho de papel que contenía doce onzas de oro y algunos escuditos. Doce onzas, Arnaldo! Esto, me dijo, es tuyo, exclusivamente tuyo, y no hay necesidad de que nadie sepa que tienes este dinero: te lo envía tu padre para que te sirva de dote y labres con él la fortuna de tu marido. Guárdalo por ahora que es tu única herencia. - Y mi padre, dónde está? Quién es mi padre? exclamé en seguida. Mis lágrimas eran tan gruesas como las cuentas de mi rosario. - Hija mía, me contestó el Vicario, tú debes rezar con más devoción que los demás cuando dices: Padre nuestro que estás en los cielos. Tu padre en la tierra tengo para mí que ha muerto, y creo imposible de averiguar quién haya sido, según se explican en una carta que recibí del continente sin firma ni lugar de la fecha. Ponte bajo el amparo de la Virgen del Carmen cuyo escapulario llevas, y puesto que no la has conocido en la tierra piensa que tienes una madre en el cielo que es la más tierna y amorosa de todas las madres. 

- Pobre Irene! Y cómo llegó esta cantidad a manos del señor Vicario? 

- En un billete de banco incluso en la carta, y él mismo fue a la ciudad adrede para cambiarlo. Ya lo ves. Ahora pudiera decir que soy rica si no fuese cosa tan triste el poseer esta riqueza; pero, qué he de hacer yo de tanto dinero? De qué me sirve tenerlo guardado? Si es mío, exclusivamente mío, nadie tiene derecho a pedirme cuentas y puedo disponer de él como se me antoje. Yo quiero prestártelo sin interés alguno para que redimas tu suerte. No quiero más réditos que tu felicidad... y tu silencio.  

- De todas maneras sería preciso devolvértelo, y ¿dónde encontraré recursos para hacerlo? 

- Me lo devolverás cuando puedas, y... del modo que puedas. 

- Y si nunca puedo?  

- Nunca, Arnaldo? dijo la joven dando una extraña inflexión a su pregunta.  

- Nunca podré allegar una cantidad tan crecida. 

- Pues... entonces... tal día hará un año. Pobre he vivido, pobre viviré, que por cierto mi mayor pesadumbre no ha sido la pobreza. Aceptas? 

Moralmente deslumbrado por la brillantez de aquel súbito ofrecimiento, de cuya sinceridad no le cabía duda, y de cuyo móvil no abrigaba la menor sospecha, Arnaldo sentía una especie de vértigo, y luchando consigo mismo no se atrevía a tomar una resolución definitiva. No era tanta su delicadeza que bastase para renunciar desde el primer momento a las ventajas de aquel noble sacrificio; mas tampoco era tal su egoísmo que no retrocediera ante la casi seguridad de despojar a la desinteresada joven de su imprevista fortuna. Pidió por lo mismo tiempo para reflexionar y prometió que el domingo inmediato le volvería la respuesta al salir de misa, dado que se decidiera por admitir tan generosa oferta.

Contenta la joven como si sus palabras hubieran producido el deseado efecto, cogió el enorme cántaro, se lo puso derecho sobre su cabeza, y graciosa como una canéfora ateniense, bien que algo parecida a la lechera de la fábula, echó a andar con tanta ligereza que parecía querer rescatar el tiempo en su largo coloquio empleado. 

Y quién era esta jovencita de nombre tan extraño que no hubiera encontrado tocaya ni en la suya ni en ninguna población de las circunvecinas? Quién era esta joven comparable al lirio nacido en las selvas si Paulita al amaranto crecido en los huertos, que se distinguía por la finura de su tez como aquella por el brillo de sus ojos, que robaba, por decirlo así, a la albahaca la modestia de sus florecillas y la suavidad de sus perfumes si Paula al mirabel su arrogancia, frescura y gallardía?

En la casita ya mencionada vivía un matrimonio joven, cuyas dichas aguó la muerte del único y reciente fruto de sus amores. Tanto para consuelo de su pena como para alivio de su pobreza, partióse la madre a la ciudad en busca de una criatura que recibiendo de ella el sustento le ayudase a ganar el suyo. Llegó la noche sin haber logrado su objeto, y cuando ya temía ver fallidas sus esperanzas, en el mesón donde posaba se le presentó un caballero que no hablaba el dialecto del país, que le hizo unas pocas preguntas y ajustó con ella el estipendio que prometió remitirle cada tres meses. Partióse el caballero sin decir siquiera su nombre ni dar seña alguna de su habitación, y a breve rato la pobre campesina recibió de manos de una vieja de repugnante catadura una linda niña que apenas contaría un par de semanas, un pequeño hatillo, una fé de bautismo y algunas monedas de oro. La vieja fue tan poco explícita como el personaje misterioso; pero a la legua trascendía el olor de criminales amores. Seis, y ocho, y más meses pasaron sin que la nodriza recibiera la menor noticia del que sospechaba padre de la criatura a quien amaba ya como si hubiese nacido de sus entrañas, y este amor creció aún estimulado por el dolor de un terrible infortunio. La muerte le arrebató a su marido, que se cayó de un alto olivo que desmochaba, y el sentimiento de esta desgracia agotó el manantial de vida para la criatura. Entonces la buena mujer llevada de un heroico impulso de cariño resolvió que otra acabase de amamantarla a su costa, y para conseguirlo no hubo trabajo, no hubo privación que no se impusiera. Caros compró los derechos de madre que nadie vino a disputarle, y así la pequeña Irene criada en el campo y empleada en sus labores fue de todos considerada como hija de su nodriza.

Al lado de su querida Paula se había sentado Arnaldo, pero de sus labios no brotaba un raudal de lisonjeras expresiones ni sus ojos acudían a suplir la escasez de sus palabras. Hallábase como distraído y como si su pensamiento vagara fuera de aquel recinto, cosa que por primera vez acontecía. 

- Qué mala yerba has pisado esta noche, que te vienes tan mustio como estará ahora el clavel que quité de mi sombrero de palma para que lo llevases en el tuyo? 

- Ay Paula! cuando pienso que muy pronto habré de pasarlas en el cuartel! 

- Razón más para aprovechar las que nos quedan. 

- Son pocas. Y podrían ser todas! 

- Ya lo creo. Tanto daño le vendría a la Reina de tener un soldado menos como a la selva si le arrancasen un pino. 

- Ni aun esto. Si otro se pusiera en mi lugar... 

- Tan buenos amigos tienes? 

- Comprando un sustituto... 

- Como quien compra un borrego para el banquete de bodas. Y el dinero, de dónde lo sacas? 

- De dónde..? No puede haber quien me lo preste? 

- Por tu buena cara, no es verdad? Vaya una finca! Para mí vale mucho; más para otros... No ves que se necesita un dineral, y que en toda la vida ganaríamos para devolverlo? Bah! no sueñes con imposibles. 

- No tan imposible como te parece. Sin pedirlo yo me lo han ofrecido, y sin interés alguno. 

- Y quién es este modelo de usureros? Si supiese trabajar cordones de seda haría unos para su bolsillo, que de seguro no debe de tenerlos. Quién es? 

- No puedo decirlo. 

- Y cómo lo sabré si me lo callas? 

- No puedes saberlo. 

- No puedo saberlo? Yo? Arnaldo! yo? Con qué tienes secretos para mí? 

- He prometido el silencio. 

- Y a mí qué es lo que me has prometido tantas veces? Dudas de mi lealtad o de mi cariño? Lo que ocultas en tu pecho no puede encerrarse también en el mío? O quieres tú la llave de mi corazón sin que yo posea la del tuyo? 

- Si me jurases... 

- Esta precaución es un agravio que me infieres. 

- No, no puedo decirlo. Sería una debilidad mía faltar a mi palabra. 

- Es una falta de amor no tener confianza en mí. 

- Mira, Paulita, no lo digas a nadie. Anoche me encontré a Irene junto a la fuente... 

- Por eso anoche no te vimos por acá; por eso has eludido la respuesta cuando te he preguntado por qué ayer no viniste. En conversación con otras muchachas, qué te importaba que yo me pudriese aquí las entrañas mirando la puerta y contando los minutos de tu tardanza? 

- Celos ahora? 

- Si supieras lo que escuecen! Tonta de mí que no he querido dártelos nunca. 

Y qué te dijo Irene? 

- Según parece ha recibido de una mano desconocida una cantidad suficiente para librarme del servicio. 

- Y ella te la ha ofrecido? 

- Ella misma. 

- Y tú has aceptado? 

- Todavía no. 

- Puedes aceptar y casarte con ella. 

- Casarme con ella? 

- Pues qué, no es una fortuna encontrar una muchacha sin padre ni madre, ni perro que le ladre? Así no tendrás suegros que te incomoden, ni siquiera habrás de besarles la mano al salir de la iglesia el día de tu casamiento. Oh! ella no te tiene tanto amor como yo, pero tiene más oro. 

- Pero qué tiene que ver una cosa con otra? 

- Tan torpe eres que no comprendes sus intenciones? No conoces que esta chica, desesperada porque no hay quien la pretenda, trata de comprarte como se compra una mula en las ferias de Sineu? Ah! yo no te hubiera vendido por todo el oro del mundo.

- Y yo no quiero mi libertad sino para ser tu esclavo. Estoy decidido. Plegue a Dios que no me arrepienta nunca de mi determinación.

Más fácil es de conservar un secreto entero que descantillado. Empezar una confidencia viene a ser lo mismo que empezar a rodar por un declive, y la curiosidad empuja hasta que se llega al fondo. Arnaldo refirió todos los pormenores de su conversación, los celos de Paula hicieron saltar lágrimas de sus ojos, el llanto enardeció la pasión de Arnaldo, y esta como helado cierzo despojó de sus nacientes florecillas el corazón de la desgraciada Irene.

Acercábase el día señalado a los quintos para ingresar muy de mañana en las filas del ejército. La víspera de este día, después de haberse despedido de sus amigos y de su amada, triste y solo subía Arnaldo la empinada cuesta que conduce a la ciudad, cuando en una revuelta del camino encontró a Irene sentada sobre un haz de leña que había recogido en aquella espesura. La pobre joven se enjugaba los ojos con la punta de su delantal; pero sus lágrimas rebeldes se obstinaban en romper el débil freno que su voluntad trataba de imponerles.

- Irene! Tú por aquí a estas horas?

- He venido a decirte adiós, ya que no he merecido que vinieses a casa para despedirte.

- Tienes razón. Soy un desagradecido. Después de tus generosos ofrecimientos...

- Pudiste no admitirlos; pero no debías desconocer que mis palabras partían de un buen corazón.

- Y tan bueno como es el tuyo! Quién hubiera hecho conmigo lo que tú hiciste?

- Creía que te disgustaba la vida de soldado, que deseabas ser libre. Hubiera estado tan contenta de contribuir a la satisfacción de tus deseos!

- Había yo de aceptar un beneficio cuando estaba seguro de no poder recompensarlo?

- No podías recompensarlo? Tan poca confianza tienes en Dios, en la fuerza de tus brazos, y... y en la virtud de tu agradecimiento? Oh! no hablemos de esto.

- Pero, tú lloras.

- Pues qué, no son tristes todas las despedidas? No te vas por un plazo bastante largo? Y cuando vuelvas, quién sabe si descansaré ya en la huesa, y allí sola... sola y abandonada, porque, quitando a mi nodriza, a nadie tengo en

el mundo que me llore, nadie que rece un padre nuestro por mi alma.

- Aparta de ti semejantes ideas. De qué sirven tan funestos pensamientos? 

Sé yo por ventura si una bala me registrará las entrañas, o si un sable enemigo me abrirá la cabeza como una granada madura.

- No, la Virgen del Carmen te preservará de ese peligro.

Se lo rogaré con tanta devoción que estoy cierta de que ha de escucharme. Además...

- Qué?

- Te traigo un escapulario. No por recuerdo mío sino para defensa tuya has de llevarlo. No oíste al cuaresmero la noche que nos refirió el ejemplo de aquel caballero que viéndose acometido en un bosque invocó a la Virgen del

Carmen, y las balas de sus enemigos se aplastaron en el escapulario que llevaba como si hubiesen tropezado en una roca?

- Esta dádiva tuya sí que la admito con mucho gusto. Y mientras Arnaldo besaba y se ponía el escapulario bendito continuaba Irene.

- Si supieras cuánto lo aprecio! Tenía intención de que me enterrasen con él; mas ahora prefiero que lo lleves para que la Virgen te proteja. No te acuerdas de aquel día que bajabas del monte y me diste un ramito de brezo florido?

- No.

- Tampoco te acuerdas! Pues yo lo tengo presente como si fuese ayer. Era un domingo. Aquel día estaba tan alegre! Qué sé yo por qué estaba tan contenta? Me acuerdo que fui a la iglesia y tomé ese escapulario y lo guardé junto con el ramito de brezo... Pero es tarde. Adiós. Adiós. 

- Y te vas sin dejarme que te estreche la mano? 

- Mi mano... no la doy en los campos, si he de darla ha de ser en la Iglesia. 

Una fugaz sonrisa brilló en sus labios, y cargándose el haz de leña empezó a descender apresurada. Apresuradas también descendían por sus pálidas mejillas lágrimas copiosas. 

Arnaldo se quedó parado como si no supiera lo que le pasaba. Por un momento aquella soledad le pareció horrorosa, y sin embargo sentóse, y puesta la cabeza entre las manos empezó a decirse: Esta Irene! Por qué no he conocido hasta ahora el excelente corazón de esta muchacha? No es tan hermosa; mas si tuviese ahora que escoger... Una imagen demasiado clavada en su fantasía para que dejara de aparecerle en tal coyuntura vino a interrumpir el curso de sus meditaciones. Parecióle ver a Paulita que le arrojaba una mirada de fuego, y puesto otra vez de pie volvió a trepar la montana, entonando una cancioncilla para darse resignación y fortaleza.


II.

Seis años transcurrieron, y por el vericueto de la misma montaña descendía Arnaldo una tarde, que era cabalmente la del día en que con actos religiosos y tradicionales regocijos celebra aquel pueblecillo la festividad de su santo patrono. Esta circunstancia iba a dar mayor solemnidad a la sorpresa que en su mente acariciaba. Los resabios de la vida militar añadían algo a su nativa apostura: marchaba erguido y so largo paso devoraba el camino. Vestía no el traje antiguo de los payeses mallorquines, sino el adoptado por la juventud que va relegando al olvido las calzas huecas y la majestuosa cabellera. Iba de calzón corto, zapato de becerro blanco, chalequito de percal, y el cuello de su listada camisa doblado sobre un pañuelo de color sujeto con una sortija de plata. Colgada de un listón de seda traía en un cañuto su hoja de servicios con excelentes notas, colgado de un bastón atravesado en el hombro su modesto equipaje, y metido en un pañuelo atado a la cintura el fruto de sus ahorros. Corta era esta cantidad, pero suficiente para comprar lo más preciso de un rústico menaje, y cubrir los gastos indispensables de su casamiento con Paulita. Porque la imagen de esta linda joven conservábase en su memoria tan fresca y lozana como en el día de su partida. Nada habían podido contra ella ni los riesgos ni las distracciones de la milicia. Había visto muchas caras nuevas; pero ninguna a su juicio más atractiva y hechicera. Sus fugitivas impresiones asemejábanse a las huellas levemente diseñadas en la arena, al paso que la dejada en su corazón por el rostro de Paulita se parecía a la huella que grabase en una roca el cincel de un marmolista. Al principio había contado los años y los meses, después semana por semana y día por día los que le faltaban para llegar al dichoso término de sus esperanzas, y entretanto, como para mitigar los rigores de la ausencia, cruzábanse cartas llenas de extravagantes hipérboles y de manoseados conceptos, que alimentaban su pasión con el aire de lisonjeras ilusiones. 

Magnífico espectáculo tenía a la vista. Descollaba a su izquierda la peñascosa cima del monte de Galatzó, como una gigantesca pirámide construida por una horda de salvajes, y plantada sobre un inmenso pedestal cubierto de encinas y pinares. Extendíase la sierra por ambas partes, como dos alas que mojasen sus puntas en el mar, apartando sus convexas pendientes matizadas de verdura. Veíase a lo lejos el pueblo, como un montoncillo de piedras que asoman por entre el verdor de la maleza, y más lejos aún el mar, el mar que aquella mañana misma surcaba Arnaldo para desembarcar en el puerto de Palma. Las cerúleas olas convertidas en blanquizca superficie besaban ya el limbo inferior del astro-rey, que parecía haberse despojado de sus rayos deslumbradores y envuelto en un sudario de tul encarnado. La vista podía clavarse en él tan fácilmente como en el disco de la luna, y su luz no teñía ya ni siquiera las últimas crestas de los montes fronterizos. Terminaba su carrera como un rey a quien antes de espirar le arrebatan la corona. Poco a poco, y cual si quisiera retardar el momento de echar su postrer mirada a la tierra, sumergíase entre dos ralas nubecillas que aparecían como nevadas montañas de una isla remota. Ni luminosas ráfagas, ni purpúreos celajes brotaron de su última huella. Pero Arnaldo no era bastante aficionado a poéticas contemplaciones para que este nuevo espectáculo disminuyera la rapidez de su marcha. Aquella tenue claridad que se recogía en el confín del horizonte, aquel reposo de la atmósfera, aquel silencio de las aves, aquellas moles sombrías que se levantaban tan imponentes y ceñudas, aquella calma que se asemejaba al estupor de la naturaleza nada dijeron a su corazón, en que hervía la esperanza de ajustar muy pronto sus latidos al compás de los que daría el corazón de Paulita. 

En clara y estrellada noche de verano experiméntase una sensación muy agradable al oír de lejos la gaita mallorquina, que despierta los ecos de silencioso valle, acompañada ya de los ladridos del mastín, ya de las esquilas y balidos de numeroso rebaño. Deliciosa es aquella voz de la soledad a pesar de lo trivial y rústico de sus melodías, y no lo es menos para las jóvenes campesinas a quienes trae alborozadas el deseo de lucir sus gracias, cuando resuena en la estrecha plaza de la aldea, y las convida a tomar parte en los festejos del día consagrado a la memoria de su tutelar y patrono. 

Día privilegiado en que al aire libre se entregan al placer de modesta danza, y se sienten halagadas con el público obsequio de los mozos que las galantean. 

De pronto llegaron a los oídos de Arnaldo los rumores del campestre regocijo, poco tardó en descubrir los muros de la vieja torre dorados con los oscilantes reflejos del tedero que iluminaba la plazuela, y menos aún en hallarse en medio del apiñado concurso estrechando la mano de sus deudos y conocidos. Menudeaban preguntas y respuestas, y cien veces en tres minutos estuvo a pique de caer de sus labios el nombre de Paula, cuando la vio venir precedida de la gaita y del tamboril, acompañada de los obreros o mayordomos de la fiesta con sendas cañas verdes en la mano, y a su lado un hombre que frisaba ya en la edad madura. Sus faldas de muselina en que los más opuestos colores trazaban caprichosos dibujos, su corpiño de seda, su rebociño de encaje, su cadena y botonadura de oro dieron algo que pensar al joven licenciado que no podía atinar de dónde provenía ese lujo. Eran tan pobres ambos cuando él se marchó al ejército! A esta novedad se le añadía la extrañeza de que Paula, después de la danza cedida a la autoridad local, fuese la primera en ocupar la plaza inaugurando, por decirlo así, la fiesta, honor que no obtienen las jóvenes por sus méritos y hermosura sino por la generosidad de los que intentan obsequiarlas. Por otra parte estaba en la persuasión de que su acompañante era casado y no tenía antecedente alguno para sospechar una perfidia. 

Punzábale el pecho la impaciencia de aclarar este enigma; pero teníanle como embelesado los graciosos movimientos de su querida prenda, que continuaba ejerciendo su fascinadora influencia aun después de haber despertado la mala víbora de los celos. Gozaba y padecía al mismo tiempo, mas luego que la vio recoger su abanico y sentarse en uno de los bancos, que cerraban el pequeño espacio destinado al baile, se abrió paso a viva fuerza, se plantó a sus espaldas y a media voz le dijo: 

- Paulita! 

- Jesús mío! Tú por aquí? 

- Como que te haya asustado mi presencia. Pues qué, no me esperabas? 

- No tan pronto. 

- Ni anhelabas mi venida? 

- Si he de decir la pura verdad... pero, a qué vienen esas preguntas? Estás bueno? 

- Lo sé yo si estoy bueno? Si un médico observase ahora los golpes que me da el corazón quizás tampoco podría decírtelo. Pero, qué es esto? Tan poca alegría te causa el verme? 

- Sí, me alegro de que no te haya sucedido desgracia alguna, de que te halles sano y salvo de todo peligro. 

- Lo dices con una frialdad que hiela mis entrañas. Si has de darme un vaso de veneno haz que lo beba de una vez. 

- Pues, Arnaldo, hablando en plata, a quien se muda Dios le ayuda. 

- Paula! 

- No me rompas la cabeza con quejas y lamentos. Busca tu conveniencia que yo tengo ya la mía. 

- Y tus juramentos? 

- De agua pasada no muele molino. Era muy niña entonces, y no me acuerdo ya de lo que te haya jurado. 

- Oh infamia! Y no te avergüenzas de ti misma? Y tienes aliento para... 

- No armes un escándalo, y ten la bondad de separarte un poco de aquí. 

- Con que, por unos cuantos años de ausencia... con que tienes otro galán? 

- Que dentro de dos semanas será mi marido. 

- Antes le haré mil pedazos. 

- Esto será si él te da permiso, que no lo creo. 

- Y quién es este ladrón de mi felicidad, que me la ha robado con tal descaro y cobardía? 

- Hele allí. 

- Un casado? 

- Un viudo. 

- Y por un viudo me abandonas? 

- Tiene para mantenerme a mí, y a nuestros hijos si Dios me los concede. 

- Y no tenía yo mis brazos? 

- Y él tiene sus brazos y sus tierras. 

- Y decías que no me hubieras vendido por todo el oro del mundo! 

Dándose con los puños en la cabeza salió Arnaldo del corro para desahogar a solas su oprimido corazón. La rabia que hervía en su pecho se reflejaba en su encendido rostro, y una especie de momentáneo frenesí perturbaba las condiciones regulares de su carácter y de su inteligencia. Tocaba con sus manos la realidad y le parecía estar luchando con una horrible pesadilla. Destrozaba su pañuelo con los dientes y estaban a punto de saltar lágrimas de sus ojos:  "Qué es lo que está sucediendo? se decía. Es esta la agradable sorpresa que hace pocos momentos me figuraba? Me parecía hallarme a las puertas del cielo, y me veo caído en el infierno. Yo? yo tan alevosamente vendido? Después de la de Judas no se ha visto traición más espantosa. 

Oh! quién había de decírmelo que yo pararía en un presidio? Sí, arrastraré toda la vida una cadena, porque yo he de vengarme atrozmente. Antes viuda que casada, y entonces... entonces le escupiré en la cara. Ya valía más que me hubiese atravesado el corazón una bala enemiga. Tantos cariños, tantos halagos, tantos juramentos, y ahora tanto olvido...!" 

En esto resonaron de improviso unas campanadas que sorprendiendo a casi todos los moradores de aquel pueblecillo, aglomerados entonces en el estrecho recinto de la plaza, trocaron su festivo júbilo en un sentimiento de compasión y de tristeza. De todos los labios salía una misma pregunta, y en breve se supo la respuesta. Se iba a llevar el santo Viático a la pobre Irene que se hallaba moribunda. 

Esta inesperada noticia torció el rumbo a las ideas de Arnaldo. “Olvido! continuó diciéndose. Qué injustos somos! Acriminamos en los demás las mismas faltas de que somos reos. Yo también la había olvidado. Ingrato, mil veces ingrato! Bien merezco el castigo que ha caído sobre mi cabeza. Soy un hombre sin corazón y sin entrañas. Tanto amor para aquella mala hembra, y tanto desdén para esa pobre criatura! Yo quisiera arrancarme el corazón con los dientes. 

Yo quisiera... Y ahora enferma de peligro..! No, no ha de morir. Triunfa aquella malvada, y esta infeliz... Salvadla, Dios mío, salvadla. Virgen santísima del Carmen, obrad un milagro. Llevaos mi vida en cambio de la suya. Ah! si vive... 

si vive seré dichoso. Olvido por olvido, amor por amor." 

Oyóse un golpe de campanilla y el más profundo silencio sustituyó luego a la animación y al bullicio: arrodilláronse algunos en la plaza misma, y los más penetraron en el pequeño templo, donde el Vicario, con roquete y pluvial de muy cortas dimensiones, encerraba la hostia consagrada en una bolsa de terciopelo. Arnaldo llegándose de pronto al sacristán y poniéndole algunas monedas de plata en la mano, le dijo que repartiese cuanta cera había en la iglesia, y cumplido su deseo salió el Santísimo, a quien servía de palio el humilde sombrero de teja, precedido de los hombres y seguido de las mujeres con velas en la mano. Nunca en igual caso se había visto allí una procesión más lucida. Marchaban todos rezando en voz baja, y las joyas y chillones atavíos de las doncellas daban cierto aire de extrañeza a su seriedad y recogimiento. Paula formaba también parte de la numerosa comitiva, y al saber que de Arnaldo procedía aquel singular obsequio sintió en su pecho... Mas, qué le interesan ya  al lector los sentimientos de una joven, que si tanto se aventajaba a la pobre enferma en donaire y gentileza, tanto le vencía esta en bondad y ternura? 

Dolorosamente afectado el recién venido del ejército presenció la augusta ceremonia, y la grave impresión que en su pecho producía impuso como una especie de treguas a la violenta lucha de sus pasiones. La muerte y la eternidad se le presentaban con su terrible grandeza a los ojos del pensamiento. Pero por casualidad enderezó los del cuerpo a la cabecera de la cama, y en una pilita de loza, al pie de una tosca estampa de la Virgen, divisó un ramito de brezo enteramente desecado. Sin duda era el mismo que más de seis años antes había cogido en la selva y ofrecido a la desdeñada Irene. Qué revelación más inesperada! Qué censor más elocuente de su conducta! Aquel mudo testimonio de un tierno, silencioso y constante afecto le echaba en cara la sequedad de corazón con que a tanta fé había correspondido. Lágrimas tan copiosas brotaron de sus ojos que quien no le conociese le hubiera tomado por hermano o esposo de la que recibía el óleo santo. 

Rezadas las últimas preces la mayor parte de los asistentes se volvió al interrumpido baile, y Arnaldo salió también a tomar informes, que no pudo lograr tan completos y minuciosos como los que presentan los hechos consignados en el siguiente relato. 

Dado su tierno y quizás postrer adiós al gallardo mancebo que sin saberlo había cautivado su corazón, la desconsolada Irene se dirigió a su casita con el firme propósito de enterrar su pasión en el sepulcro mismo de su pecho. Esperaba alcanzar del tiempo que le traería el bálsamo que cura semejantes heridas: esperaba que poco a poco se irían desgastando los lineamientos de la imagen hondamente grabada en su memoria. De una parte el desdén y la ausencia, de otra el rubor y el silencio, ¿cómo desconfiar de volver a la tranquilidad de su infancia en brazos del olvido? Mas, ni su voluntad decidida, ni su actividad en las faenas del campo, ni sus ocultas lágrimas, única voz de sus íntimos afectos, fueron bastante poderosas para desvanecer las quiméricas ilusiones de que se veía de continuo asediada. Agitábase la pobre víctima como pajarillo que tropieza en la extendida red cuando iba a buscar su descanso en la espesura del bosque. A veces gemía al pie de los altares y exhalaba su dolor en fervientes oraciones; mas luego acudía a su imaginación la idea de la felicidad que hubiera alcanzado si en aquel templo mismo se hubiese bendecido su perpetua unión con Arnaldo. Este nombre, que jamás pronunciaban sus labios, resonaba en sus oídos como una suave melodía las pocas veces que le acontecía oírlo salir de los ajenos. Apoderóse de su pecho una tenaz melancolía, de la cual se resintió en breve su organismo, y fuese para excitar su vanidad adormecida, o fuese para ver si lograba atraerse las miradas de algún otro joven, y combatir su arraigada pasión con otra pasión naciente, resolvió presentarse en la próxima fiesta del Tutelar del pueblo algo más ataviada de lo que solía. Al efecto, acudiendo a su caudalejo y engañando a su nodriza, se dirigieron ambas a la ciudad donde compraron un traje vistoso y algunas alhajuelas de oro, que tal vez fueron parte a labrar su ruina. 

Poco más de un año hacía que Arnaldo estaba de guarnición en el continente, y Paula, todavía fiel, estrenó en la misma fiesta una cruz de filigrana y botonadura de oro, no de tanto precio ni de tanto gusto como la de Irene. La diferencia no era gran cosa que digamos; pero abultada tal vez sin malicia vino a ser como la manzana de la discordia. En aquel reducido pueblo, cercado por una formidable valla de quebrados montes, aislado por decirlo así en un rincón de nuestra isla, semejantes novedades no podían menos de ser tema favorito de conversación entre las comadres y jóvenes casaderas. Hasta las amigas de Paula, por sobra de candidez o de franqueza, no le supieron alabar sus nuevas joyas sin entrar en un examen comparativo, trayendo a colación y poniendo a las nubes las alhajuelas de su antagonista. Estos juicios de Páris despertaron el resentimiento de la Juno lugareña. Punzada ya una vez por el aguijón de los celos no miraba con buenos ojos a la que por un momento le había infundido crueles zozobras, y ajada su vanidad mujeril se le enconó la herida hasta el punto de soltar picantes alusiones a la ilegitimidad de su nacimiento. Este infortunio, que parecía olvidado o cuando menos completamente desatendido, se hizo entonces, merced a los amaños de la envidia, objeto de hablillas y motivo injusto de pequeños desaires: cosa por cierto no muy conducente a levantar el espíritu abatido, ni a restablecer la quebrantada salud de la pobre Irene. Y no se detuvo aquí la comezón de humillarla. Para explicar el origen de aquel gasto misterioso, y al juicio de todas sus amigas incomprensible, Paula empezó con reticencias y expresiones embozadas concluyendo por decir lo que ella sola sabía. No era una tacha el ser rica; pero la procedencia del pequeño capital atestiguaba la de Irene, arrebataba a su nodriza el título de madre, y lo que había de ser futuro remedio de su pobreza se convertía en pregonero de su orfandad y desdicha. 

Y no hay que decir si al circular de boca en boca aquella noticia se mezclarían a sus comentarios fábulas y exageraciones. 

Lo que en confianza se había dicho llegó a ser con el tiempo uno de aquellos secretos que conoce todo el mundo menos aquel a quien importa que no sea conocido. Irene a lo que se creía guardaba un tesoro oculto, tesoro verdaderamente encantado, puesto que en nadie excitaba la codicia de compartir su posesión aspirando a la mano de su dueño. Este desvío no dejaba de entristecerla un poco, bien que por otra parte se complacía en que nada le impidiera entregarse a sus quiméricas ilusiones, y en que la figura de Arnaldo libremente campeara en la soledad de su pensamiento. Su pasión, contenida al principio en los límites de la honestidad y del decoro, al verse desnuda de toda esperanza se transformó en una especie de sentimiento ideal que la sobrepujaba en intensidad y pureza. Así pasaron algunos años, sin recibir más consolaciones que el cariño de su nodriza y las afectuosas palabras del anciano sacerdote que la guiaba por la senda de la piedad cristiana y de la resignación a la voluntad divina. 

Una tarde en que el sol había ya desaparecido hallábase fuera la nodriza, y la pobre huérfana, sola en su aislada casita y algún tanto indispuesta, se vio de repente acometida por un hombre embozado hasta las cejas en un grueso capote y cubierta la parte inferior del rostro con un pañuelo oscuro. Entrar, cerrar la puerta, atrancarla y coger a la joven de un brazo había sido obra de un momento. Sobrecogida de terror quiso arrojar un grito y le faltaron las fuerzas. 

- Cuidado con lo que haces, le dijo el embozado llevándose un dedo a la boca, que si oigo el menor chillido no sé si podrás contarlo. No soy ladrón ni asesino; pero lo seré si me obligas a serlo. Necesito dinero, y de grado o por fuerza tienes que prestármelo. 

Irene más muerta que viva no podía responder sino con lágrimas y sollozos. 

- Déjate de aspavientos, continuaba aquel, no quiero más que diez onzas. Si las cosas me salen bien te las devolveré con buenos intereses, si no mayores caudales se han perdido. 

- Pero..! exclamó la joven sin saber como continuar la frase. 

- No hay peros que valgan. Date prisa, replicaba el bárbaro agresor sacudiéndole el brazo que apretaba con sus callosos dedos como si fuera con unas tenazas de herrero. 

- Y cómo queréis que tengan dinero dos pobres jornaleras como nosotras? 

- Tienes el que te envió tu padre. Todo el pueblo lo sabe. 

- ¡Arnaldo! ¡Arnaldo! exclamó la joven, para quien fue un dardo agudo el ver que Arnaldo había faltado a su promesa. 

- No tienes que implorar socorro de nadie, porque mis puños... Dónde guardas ese dinero? 

- No quiero decirlo, no quiero darlo. 

- Dónde está ese dinero? 

- Virgen santísima del Carmen! 

- Sabes, niña, dijo el otro cambiando de tono y ensalzando la inflexión de su acento, sabes que con esas lágrimas y todo eres bastante hermosa, y que es lástima... 

- Ah! gritó la joven al ver los ojos del embozado que ardían como dos ascuas de fuego. Y comprendiendo rápidamente que todavía pudiera sobrevenirle mayor infortunio se apresuró a decir: abrid ese arcón y envuelto en un trapo hallaréis el dinero, tomadlo, y partid. 

El malvado no se lo hizo decir dos veces. 

A su vuelta la nodriza encontró a su querida Irene tumbada sobre el humilde jergón, arrasados sus ojos de lágrimas, acometida de recia calentura y a ratos de convulsivo estremecimiento. El susto no había sido para menos. Su natural consecuencia fue una larga enfermedad que puso a la joven en grave riesgo y de la cual puede decirse que no llegó a quedar completamente restablecida. 

La que la había alimentado con su leche hizo por ella cuanto hiciera si la 

hubiese llevado en sus entrañas, y el anciano Vicario visitándola diariamente la trató como a la más querida ovejuela de la pequeña grey que le estaba encomendada.

Irene se había prometido a sí misma no soltar palabra acerca de su funesta aventura; pero al cabo la refirió a la nodriza, y esta no cerró con llave la dolorosa noticia que se le comunicaba. Pronto llegó a ser tan pública como si aquel pueblo estuviese familiarizado con los periódicos, y en uno de ellos se hubiese puesto por gacetilla. La autoridad local quiso tomar cartas en el asunto, pero después de tantos meses era muy difícil sacar nada en limpio. Sin embargo las presunciones recayeron sobre un mozallon (mozarrón) alto, fornido, holgazán y pendenciero que en aquella época había desaparecido. Susurrábase que se había embarcado con dirección a Gibraltar en un buque contrabandista, y no se tenía por inverosímil que hubiese echado mano de tan violento recurso para hacerse con una pacotilla de telas y géneros de ilícito comercio. Quizás estaba en su ánimo subsanar el hurto; pero añadíase que el buque había corrido una gran tormenta y naufragado en las costas de Berbería

Sobrados motivos tenía Irene para desterrar de su pensamiento al que tan dura recompensa había proporcionado a su cariño. Por la indiscreción de Arnaldo se había visto a las puertas de la muerte: por su ligero proceder había pasado por unos momentos más angustiosos que la muerte misma. Y qué era ya la ingratitud con que había desdeñado sus ofrecimientos al lado de la infidelidad con que había quebrantado su promesa? Y con todo la causa de Arnaldo se discutía ante un tribunal predispuesto y decidido a conceder la absolución más amplia y generosa. Los hechos le acusaban, la abnegación le defendía, y el corazón de Irene si no sabía como disculpar perdonaba noblemente la culpa. 

Quizás no fue tan fácil en perdonar a Paula cuando supo que escuchando la voz del interés preparaba días de amargura al que tan ciegamente la idolatraba, y empezó a compartir los pesares de su querido ausente mucho antes que él pudiera sentirlos. Cada lágrima que este llorase había de ser para ella doble tormento. Encendía su indignación la vergonzosa inconstancia de la que le había arrebatado gozo y dicha subyugando el corazón de Arnaldo; pero al través de las pardas nubes que cubrían su porvenir creyó divisar unos pequeños resplandores, y se figuró que aún podía brillar en el cielo la estrella de su esperanza. 

Meteoro que no estrella fue aquel resplandor engañoso. El mismo día que el licenciado del ejército desembarcaba en el muelle de Palma, Irene asistía a la misa mayor, y después fue como todo el pueblo a presenciar las corridas. Sentada en el suelo al pie de un olivo tomaba parte en esta popular diversión, y como la que estaba a su lado aplaudiese la agilidad del corredor que había obtenido el premio, díjole Irene: 

- Por cierto que este no comería del gallo si hubiese tenido que habérselas con Arnaldo. 

- Mucho corría, contestó aquella, pero Paula corre más que él, puesto que no ha podido alcanzarla. Cuando vuelva, si es que vuelve, ya podrá correr dentro de un saco así como se estilaba en otro tiempo. 

- Pero si está para concluir el servicio. 

- Para empezarlo de nuevo. 

- Qué me dices? 

- Tan atrasada estás de noticias? No sabes que se ha vendido por sustituto al recibir la nueva de que Paula trataba de casarse con otro?

- Y no me engañas? Y esto es seguro? 

- Pues qué tiene de extraño? Querías que se colgase de un árbol? 

La sacudida moral que experimentó la pobre Irene fue un golpe tan terrible que poco tuvo que hacer el funesto accidente que le dio aquella misma tarde. 

Y de dónde había sacado tal noticia aquella mujer? De un hecho muy natural y sencillo. Una amiga había dicho a Paula: Y qué hará Arnaldo cuando sepa tu resolución de casarte con el viudo? Se venderá por sustituto, contestó la interpelada con sobra de frescura, y la suposición gratuita se había ido transformando en aseveración inconcusa. 

De todos estos pormenores mal pudo enterarse en aquellos momentos el recién venido, pero algo se le dijo del susto que había recibido Irene, del robo de su caudalejo, y de la grave enfermedad que aquel trastorno le había producido. 

Grande fue la ira que concibió Arnaldo contra la que había divulgado el secreto; pero mayor su remordimiento al ver que él había sido el primero en revelarlo. 

Él era quien había hecho traición a la más cariñosa confianza. Hasta él se remontaba el origen del daño. Él era el que por medios tan indirectos causaba la muerte de la que tan religiosamente conservaba su ramito de brezo. 

Penetrado del dolor más agudo que imaginarse pueda, corrió a la casita de la enferma, se abalanzó al lecho y exclamó: Irene! Al oír aquella voz tan querida la enferma hizo un esfuerzo supremo, levantó la mitad del cuerpo, extendió los brazos, abrió sus ojos; pero luego, reconociendo sin duda que en aquella hora no debía perturbarla ningún pensamiento de este mundo, los cerró de nuevo, se dejó caer sobre la cama, se volvió del lado de la pared, y permaneciendo en esa postura al cabo de una media hora exhaló su último aliento. 

Arnaldo quedó petrificado: ni fuerzas tenía para llorar: aquellos dos golpes tan duros, tan imprevistos, tan simultáneos le habían quebrantado el corazón. 

Se quitó el escapulario de la Virgen del Carmen lo puso al cadáver, y recogió el ramito de brezo. Parte de sus ahorros de soldado la invirtió en sufragios y parte hizo tomar por fuerza a la nodriza. Dejó el pueblo nativo, se retiró a la montaña y emprendió el oficio de carbonero.