Mostrando las entradas para la consulta pareciendo ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta pareciendo ordenadas por relevancia. Ordenar por fecha Mostrar todas las entradas

jueves, 14 de marzo de 2019

Libro cuarto

LIBRO
CUARTO DE LA HISTORIA DEL REY DON IAYME DE ARAGÓN, PRIMERO DE ESTE
NOMBRE, LLAMADO EL CONQUISTADOR.

Capítulo primero. Como el
Rey fue declarado sucesor en las tierras de Ahones, y que don
Fernando se alzó con Bolea, y de las ciudades que le siguieron.


Con la desastrada muerte de don Pedro Ahones quedó casi
postrada del todo la desvergonzada liga y engañosa machina que fue
contra el Rey por sus más propincuos deudos y allegados fabricada.
La cual puesto que el Conde don Sancho la puso primero en campo: y
después la encaró Ahones para que fuese certera, don Fernando fue
el atrevido que osó dispararla (
desparalla).
Mas aunque fue mayor la estampida que el golpe, y más presto tentada
la paciencia Real que vencido su valor, y magnanimidad, no por eso
dejó de haber para los tres, por el atrevimiento, su merecido
castigo y debida pena. Pues ni el Conde don Sancho osó más parecer
ante el Rey en Corte: ni Ahones se escapó de venir a morir en las
manos del Rey: ni en fin don Fernando (que sin duda fuera más
castigado que todos, si el parentesco Real no le librara) pudo pasar
más de la vida quieta, sino con sobresalto y mengua. Pues ni se le
permitió jamás dejar el hábito, ni la dignidad que tenía para
pasar a otra mayor, ni por sus pretensiones del Rey no haber ninguna
otra recompensa. Puesto que por la benignidad del Rey, ni fue echado
de su consejo real, ni jamás privado de su conversación y secretos:
prefiriendo siempre la persona y autoridad de él a la de todos: no
embargante, que por lo que agora y a delante veremos, siempre le fue
don Fernando por su innata inquietud e insolencia, una perpetua
ocasión y ejercicio de magnanimidad y paciencia. Muerto pues Ahones,
y llevado por el mismo Rey a sepultar a Daroca, como no quedase
legítimo heredero de él, declaró el consejo real que en todos sus
señoríos y tierras sucedía el Rey, y que a esta causa fuese luego
a tomar posesión de Bolea villa principal y vecina a Huesca, la
cual por ella sucesión ab intestato le pervenía, y que se hiciese
luego prestar los homenajes, antes que la mujer de Ahones, o el
Obispo de Zaragoza don Sancho hermano del muerto, se alzasen con ella
y le pusiesen gente de guarnición para defenderla: y que podía ser
lo mismo de los dos Reynos de Sobrarbe y Ribagorza: por haberlos
tenido Ahones mucho tiempo en rehenes, por una gran suma de dinero,
que había prestado al Rey don Pedro para la jornada de Vbeda: y
también por el derecho de ciertas caballerías de honor, que por
servicio se le debían. Conformaron todos en que luego fuese el Rey a
tomar posesión de ellos. Al cual pareció lo mesmo, y que sería muy
gran descuido suyo, perder estos reynos, haciendo merced a otri
dellos, antes de tener los demás estados suyos pacíficos:
mayormente por encerrarse en ellos muchas villas y lugares con cuya
confianza Ahones había tomado alas y orgullo para
rebelársele.
Por esto determinó de no más enajenarlos por empeños, ni otras
necesidades sino que volviesen a
encorporarse
en el patrimonio Real para siempre. Señaladamente, por haber visto
en las cortes que tuvo poco antes en estos Reynos, la mucha calidad e
importancia de ellos. Con este fin junto alguna gente de a caballo de
poco número: porque a la verdad pensaba que Bolea se le entregaría,
sin resistencia alguna. Y así fue para ella, enviando delante
algunos caballeros para que tentasen los ánimos de los de Bolea, y
se asegurasen de la entrada. Pero le sucedió (sucediole) muy al
contrario de lo que pensaba. Porque don Fernando que nunca reposaba,
sabida la muerte de Ahones, luego sospechó lo que el Rey haría, y
con gran número de gente y copia de vituallas, se metió en la
villa, confiado de que apoderado de esta, y no hallándose otro
legítimo heredero de Ahones, no solo se haría señor de todas sus
villas y lugares con los dos Reynos arriba dichos, pero aun los haría
rebelar contra el Rey, y esto con el favor del mismo Obispo de
Zaragoza, que podía mucho, y deseaba en gran manera vengar la muerte
de Ahones su hermano. También por lo mucho que confiaba en el poder
de los Moncadas, y de otros señores y barones de Aragón y Cataluña
a quien el Rey había ofendido, y él con muchas dádivas y otros
medios obligado a que le siguiesen. Pudo tanto con esto, que no solo
a los de Bolea, pero aun a la gente de los dos reynos pervirtió de
manera, que se ofrecieron a servirle y seguirle contra cualquiera.
Como el Rey llegase a Bolea, y la hallase muy puesta en defensa, y a
la devoción de don Fernando que estaba dentro, determinó pasar
adelante, y apoderarse de los principales lugares y fuerzas de los
dos reynos, con fin de romperla contra don Fernando. Sabido esto por
don Fernando, de muy amargo y sentido por la muerte de Ahones, y
mucho más por temerse, de que siendo él igual y mayor en la culpa,
no fuese lo mismo de él: propuso de hacer rostro al Rey con abierta
guerra: tanto que osó decir en público, no pararía un punto hasta
que lo hubiese echado del Reyno. Lo cual pensaba él acabar
fácilmente, por tener en poco al Rey así por su poca edad y
experiencia, como por los muchos y muy principales amigos, que en la
gobernación pasada él había granjeado, y sabía que no le habían
de faltar. Por donde le fue muy fácil traer apliego la común
rebelión de los de Zaragoza, con los demás pueblos grandes del
reyno, excepto Calatayud (como dice la historia del Rey) y otros
también escriben de Albarracín y Teruel que fueron fieles. mas no
se contentó con lo de Aragón don Fernando, que tambien escribió al
Vizconde don Guillé de Moncada en Cataluña, que de la guerra pasada
quedaba muy escocido contra el Rey: para que con la más gente que
pudiese viniese luego, y no perdiese tan buena ocasión para vengarse
de lo pasado. De suerte que el Vizconde solicitado del intrínseco
odio y temor que al Rey tenía, no dejó de intentar cuanto contra su
real persona se le ofrecía, en que podelle ofender.




Capítulo II. De la
venida del Vizconde de Cardona en favor del Rey, y de los extremos
que hacía el Obispo de Zaragoza por vengar la muerte de Ahones, y de
la matanza que don Blasco hizo en los zaragozanos.

Sabido por
el Rey lo que pasaba, y que don Fernando se ponía muy de veras
contra él en esta guerra, dejó la del monte, y descendió con su
ejercito que ya iba creciendo a lo llano a la villa de Almudévar, de
donde pasó a Pertusa en el territorio de Huesca. En esta sazón el
Vizconde don
Ramón Folch de Cardona sabida la necesidad y
trabajo en que el Rey estaba, y la junta de gente que el Vizconde de
Bearne con los suyos hacían, para ir a favorecer a don Fernando
contra el Rey, junto con don Guillen Ramón de Cardona su hermano,
una muy escogida banda de hasta 60 hombres de armas. Y partido para
Aragón llegó primero que todos los demás socorros que vinieron, a
los contornos de Zaragoza, donde halló al Rey, al cual se ofreció
con todo su poder y gente para servirle hasta morir en su defensa.
Esta venida del Vizconde con tan principal socorro fue tenida en
mucho por el Rey, así por ser tan a tiempo, como porque con su
autoridad y ejemplo el Vizconde movió a muchos en Cataluña para
seguir y favorecer la parcialidad Real: lo mandó (mandolo) alojar
con toda su gente muy principalmente: y pues se halló con tan buen
cuerpo de guarda, mandó a don Blasco de Alagón, y a don Artal de
Luna fuesen con una compañía de infantería, y una banda de
caballos a hacer guarda en la villa de Alagón contra los
Zaragozanos, que por no haberlos seguido juraron de saquearla:
quedándose con el Rey don Atho de Foces, don Rodrigo Lizana, don
Ladrón, y el Vizconde con su gente. A vueltas de todo esto, el
Obispo de Zaragoza había juntado gran número de soldados de los que
habían quedado de Ahones su hermano, y estaba tan puesto en la
venganza de su muerte, que sin acordarse de su dignidad Pontifical,
ni del respeto que a su Rey debía, demás del escándalo y mal
ejemplo que de si daba, salió a puesta de Sol de Zaragoza
con su
ejército, y marchando toda la noche llegó a la villa de Alcubierre,
la cual por no haber querido poco antes, siendo requerida, juntarse
con los de Zaragoza contra el Rey, la dio a saco: y por ser en tiempo
santo de la cuaresma, para quitar de escrúpulo a sus soldados, decía
voz en grito y con furiosa ira, que era tan santa y justa la
guerra que contra el Rey hacía como contra Turcos, y por tanto
absolvía, armado como estaba, a todos de la culpa y escrúpulo, que
por el saco hecho tenían, y por mucho más que hiciesen. Demás que
no solo afirmaba con pertinacia, que gente que se empleaba contra el
tirano por la salud y libertad de la Repub. podía sin escrúpulo
comer carne en los días prohibidos, pero aun prometía la celestial
gloria a cuantos en esta guerra le seguían. También por otra parte
los Zaragozanos por dar alguna muestra y señal de su mala liga y
rebelión contra el Rey salieron segunda vez para el Castellar, que
está cerca de Alagón, río en medio; el cual pasaron en barcos, y
puestos en celada, enviaron alguna gente delante, porque fuesen
vistos de los de Alagón, a efecto de que, saliendo sobre ellos, se
retirarían con buen orden, hasta traerlos a dar en la celada. Como
don Blasco y don Artal los vieron, sospechando lo que podía ser, se
detuvieron aquella tarde, y los Zaragozanos viendo que no salían a
ellos, se retiraron a la otra parte del río, por estar más
seguros. Dejando pues don Blasco alguna gente de guarda en la villa
salió a media noche con toda la caballería, y pasaron a Ebro con
poco estruendo en los mismos barcos, y al romper del alba, dieron
sobre los Zaragozanos, que los hallaron durmiendo, sin centinelas, y
bien descuidados: y de tal manera los persiguieron que entre muertos
y presos fueron trescientos, huyendo los demás. Esta victoria fue
para el Rey y los de su parcialidad muy alegre, porque se creyó que
todas las aldeas como miembros, entendiendo que la cabeza era
vencida, perderían el orgullo, y se rendirían más presto. Luego
vino el Rey a verse con los vencedores, para hacerles por ello las
gracias, y tratar sobre lo que harían.





Capítulo
III. De los aparatos de guerra que el Rey hacía, para el saco de
Ponciano, y cerco que puso sobre la villa de las Cellas, y como
fue presa.

En este medio que el Rey se detuvo en Pertusa,
distrito de Huesca, mandó armar diversos trabucos e instrumentos de
guerra, y asentarlos sobre los carros para llevarlos de una parte a
otra (aunque con grande dificultad, por ser la tierra fragosa) por lo
mucho que se había de valer de ellos en tan larga y porfiada guerra,
como se le aparejaba. A la cual se preparaba con tanto ánimo, que
como a uso de Vizcaínos, a más tormenta más vela, así cuanto más
crecían los enemigos y rebeldes, tanto más ensanchaba su pecho, y
se disponía a resistirles. Volviendo pues de Alagón para Pertusa, y
llevando consigo al Vizconde con los suyos y la demás gente de
guarda, de paso dieron asalto a la villa de Ponciano, que estaba por
don Fernando: la cual fue luego entrada y saqueada. De allí pasó a
la villa de las Cellas junto a Pertusa, y puso cerco sobre ella, y
aunque estaban la villa y fortaleza muy bastecidas de gente y
municiones, al tercero día que plantaron las máquinas y trabucos
hacia las partes más flacas del muro, y comenzaron a batirlas, el
Alcayde de la fortaleza vino a concierto con el Rey, que si dentro de
ocho días no le venía socorro, le entregaría la fortaleza con la
villa. Aceptó el rey el concierto, y un día antes que se cumpliese
el plazo, dejando allí su ejército, pasó con poca gente a Pertusa,
para dar prisa a juntar los Pertusanos con la Infantería de
Barbastro, y Beruegal que había mandado venir, para que el siguiente
día se hallasen todos en la presa de las Cellas.
En este mismo
punto que el Rey estaba rezando en la iglesia de Pertusa, vieron de
lejos venir hacia la villa al galope dos caballeros armados en blanco
por el camino de Zaragoza, y eran Peregrin
Atrogillo,
y su hermano don Gil. Llegados al Rey le avisaron como don Fernando y
don Pedro Cornel, con ejército formado de la gente de que Zaragoza y
Huesca, venía a más andar en ayuda de las Cellas, y no quedaban
lejos. Como esto entendió el Rey, luego se puso en orden, y se
partió con solos cuatro de a caballo para las Cellas. Mandando a los
Pertusanos con los de Barbastro y Beruegal le siguiesen. Llegado a
los alojamientos do habían quedado el Vizconde y don Guillen su
hermano, con don Rodrigo Lizana, que con todo el ejército no pasaban
de ochocientos hombres de armas, y mil y seiscientos Infantes,
determinó esperar con estos a don Fernando: ni temió los grandes
escuadrones de las ciudades, con ser cuatro tantos más que los
suyos, por más
empauesados
que viniesen, como se decía. Había entonces en el Consejo del Rey
un don Pedro Pomar, hombre anciano, y muy experimentado en cosas de
paz y guerra, el cual considerando el mucho poder del ejército de
don Fernando, que en número y bien armado excedía de mucho al del
Rey, según los caballeros que
truxeron
la nueua
lo
afirmaban
, y que la persona Real
estaba en muy grande y manifiesto peligro, le pareció (pareciole)
exhortar al Rey, mas le rogó que con gran presteza se subiese en un
monte alto, que estaba junto a la villa, adonde con la aspereza del
lugar defendiese su persona, hasta que llegase el socorro de los
pueblos que aguardaba. Al cual respondió el Rey animosa y
varonilmente, diciendo. Sabed don Pedro que yo soy el verdadero y
legítimo Rey de Aragón, y que tengo muy justo y legítimo Señorío
y mando sobre aquellos, que siendo mis verdaderos súbditos y
vasallos toman injustamente las armas contra mí, como esclavos que
se amotinan contra su señor. Por tanto confiando en la suprema
justicia de Dios, y que tengo ante su divina Majestad más
justificada mi causa que ellos, no dudo que con su divino favor podré
con los pocos que tengo, resistir y vencer el grande ejército de los
rebeldes y fementidos que viene contra mí, y así mi determinación
es hoy en este día, o tomar por fuerza de armas la villa, o morir
ante los muros de ella. Por eso vuestro consejo de fiel y prudente
amigo guardadlo (
guardaldo)
para otro tiempo, que aprovechará con más honra que agora. Como
acabó de decir esto, comenzó más animoso que nunca a instruir y
poner en orden los escuadrones, con tanta diligencia y valor, como si
ya estuvieran presentes, y le presentaran la batalla los enemigos:
los cuales, como ni pareciesen, ni llegasen, y el plazo fuese
cumplido, la villa con sus fortaleza se le entregó libremente, y fue
librada de saco.





Capítulo IIII
(IV). Como vino el Arzobispo de Tarragona a concertar al Rey con don
Fernando, y no pudo: y como los de Huesca con astucia hicieron venir
al Rey, y del gran trabajo en que se vio con ellos.

Tomada la
villa de las Cellas, y bien fortificada su fortaleza de gente y
municiones, el Rey se volvió a Pertusa, adonde poco antes era
llegado don Aspargo Arzobispo de Tarragona, hombre muy pío y sabio,
y (como dijimos) pariente del Rey muy cercano: el cual entendidas las
diferencias del Rey y don Fernando, de las cuales cada día se
seguían tan grandes novedades, daños, y divisiones de pueblos en
los dos Reynos: tanto, que ya en Cataluña se iba perdiendo autoridad
y obediencia del Rey, y cada uno vivía como quería, puso todas sus
fuerzas en apaciguar, y concordar tío con sobrino, por divertirlos
de tan escandalosa guerra como se hacían el uno al otro. Mas como el
odio estuviese en ellos tan encarnizado, por estar don Fernando tan
persuadido que había de reynar, cuanto el Rey determinado de no
perder un punto de su derecho, y posesión del Reyno, dexolos: y sin
acabar cosa alguna se volvió a Tarragona, a encomendarlo todo a
nuestro señor, y rogarle por
el estado de la paz. En este medio
los de Huesca que vieron perdidas las Cellas, comenzaron a apartarse
del bando de don Fernando, y a descubrirse entre ellos la parcialidad
del Rey, aunque más flaca que la de don Fernando: pero muchos
deseaban pasarse a ella, sino que con mañas prevalecía siempre la
contraria, porque don Fernando, en aquel poco tiempo que estuvo
recogido en el monasterio, o Abadía de Montaragon, junto a Huesca,
teniendo ojo a lo por venir, tenía corrompidos y atraídos a si los
de la ciudad con presentes, dádivas, y muy largas promesas. De
manera que en los ayuntamientos venciendo la parte mayor (como suele
ser) a la mejor, la de don Fernando prevalecía, y no se hacía más
de lo que él quería, por donde los desta parcialidad en nombre de
toda la ciudad, comenzaron con grande astucia a inventar contra el
Rey cosas nuevas. Porque entrando en consejo trataron engañosamente
con Martín Perexolo juez de la ciudad por el Rey puesto, y con los
de la parcialidad Real, que hiciesen saber al Rey como los de Huesca
le eran muy verdaderos súbditos y fieles vasallos, y deseaban mucho
viniese a verlos y tratarlos, que lo recibirían con grandísima
honra y aplauso del pueblo, y sin réplica harían por él cuanto
les mandase. Como el Rey entendió esto de los de Huesca, y tuviese
el ánimo fácil y sencillo para echar siempre las cosas a la mejor
parte, sin tener ninguna sospecha dellos, dejó el ejército
encomendado al Vizconde y acompañado de muy pocos, por no dar que
temer al pueblo, se partió para Huesca. Llegado a vista de ella le
salieron a recibir veynte ciudadanos de los más principales a la
ermita de las Salas: y como le recibieron con mucha honra y fiesta:
así también el Rey recogió a todos ellos con grande benignidad y
alegre rostro, y porque conociesen por cuan fieles súbditos los
tenía y los amaba, les habló con palabras muy amigables, y de tanta
llaneza como si fuera compañero entre ellos, y trayendo cabe si a
don Rodrigo Lizana, don Blasco Maza, Assalid Gudal, y Pelegrin Bolas,
principales caballeros de su consejo, entró en la ciudad. Por aquel
día el pueblo le recibió con tantos juegos y regocijo, que pareció
dar de si muy grandes indicios de fidelidad: pero en anochecer
tocaron al arma, y se vinieron a poner a las puertas de palacio, cien
hombres armados como en centinela, guardando y rondando por de fuera
el palacio toda la noche. Entendió el Rey lo que pasaba, y
considerando el grande peligro en que estaba, en siendo de día
disimuladamente, y con gran serenidad de rostro envió a llamar los
más principales de la ciudad, y mandó convocasen todo el consejo
allí en palacio, adonde dentro del patio, que era grande, concurrió
toda la ciudad y pueblo, y el Rey puesto a caballo, señalando
silencio, les habló desta manera.





Capítulo V.
Del razonamiento que el Rey hizo a los de Huesca, y como acometieron
de prendelle.

Hombres buenos de Huesca, no creo que ninguno de
vosotros ignora ser yo vuestro verdadero y legítimo Rey, y que poseo
y soy señor vuestro, y de vuestras haciendas por derecho de sucesión
y herencia. Porque xiiij. generaciones han pasado hasta hoy, que yo y
nuestros antepasados por recta linea poseemos el Reyno de Aragón.
Por lo cual, con la continuación de tan larga prescripción, se ha
seguido tan estrecha hermandad de nuestro señorío con vuestra fiel
obediencia y servicio, que ya como natural, y que tiene su asiento y
rayz en los ánimos, ha de ser preferida a cualquier obligación de
parentesco y sangre: porque esta se puede deshacer con el tiempo; y
la otra es tan indisoluble, que antes suele con el mismo tiempo
acrecentarse más. Por esta causa he siempre deseado, que de la
afición y amor que os tengo, naciese la pacificación vuestra, para
mayor honra y utilidad del pueblo, y para mejor ampliaros los fueros
que nuestros antepasados os concedieron: si con la inviolable fé, y
obediencia que siempre habéis tenido con ellos, correspondiese ahora
conmigo vuestra fidelidad y servicio. Por donde ya que con tantos
y tan manifiestos indicios y señales de alegría y contentamiento
habéis solemnizado (solenizado) y festejado la entrada de vuestro
Rey, no debíais (deuiades) agora de nuevo deslustrarla con tanto
estruendo de armas, y aparatos de guerra: porque no
diérades
ocasión alguna para desconfiar de vuestra fidelidad. Mayormente que
yo no he venido sin ser llamado, antes he sido para ello muy rogado
de vosotros, y que de muy confiado de vuestra debida fé y prometida
obediencia, he dejado el ejército, y entrado en esta ciudad, no
cierto para destruirla, sino para más ennoblecerla, y magnificarla.
Como llegó el Rey a este punto, levantose tal murmuración del
pueblo contra los que regían, que no pudo pasar más adelante su
plática. Sino que haciendo señal de silencio, se adelantó uno de
los principales del regimiento antes que los del consejo
respondiesen, y dijo, que los de Huesca siempre habían tenido y
tenían por muy cierto, que su real ánimo era propicio y favorable
para ellos, y que de allí adelante lo ternia mucho más: pues para
más manifestar la buena voluntad que les tenía, les había hablado
con palabras de mucho amor, y con tanta mansedumbre: y así por esto
el pueblo tendría (ternia) su consejo, y harían en todo lo que el
mandaba. Con esto se recogieron los principales del, quedándose el
Rey a caballo en el patio, y se encerraron en las casas del Abad de
Montearagón, adonde sin tener más respeto a la persona del Rey,
tuvieron entre si diversas y largas pláticas con la contradicción
de algunos que defendían la parte del Rey, interviniendo
(entreuiniendo) en ellas muchas voces y porfías: aunque siempre
prevalecía como está dicho, la parcialidad de don Fernando, demás
que por alterar al pueblo, no faltaron algunos malsines, que
sembraron rumores, afirmando muy de veras que el Vizconde de Cardona,
después de haber bien reforzado el ejército Real, venía so color
de librar al Rey a saquear a Huesca. Por donde comenzándose a
alborotar la gente popular, los congregados se salieron a fuera para
tocar al arma. Pero el Rey les aseguró, y mandó se estuviesen
quedos, y volviesen a su consejo, porque estando él presente no se
desmandaría el ejército.
Quietáronse
algo, aunque siempre quedaron los ánimos alterados, y muy puestos en
poner las manos en el Rey, de muy accionados a don Fernando, y
sobornados por él: pero cuanto más miraban su Real persona tanto
más les faltaba el ánimo y fuerzas para hacerlo, y con ello
dilataron el consejo para otro día, diciendo, que por entonces no
había lugar para responder al Rey, y así se despidieron todos,
quedando encargados cada uno, de lo que había de hacer.





Capítulo VI.
Del astucia
que usó el Rey para burlar a los de Huesca, y como se salió libre
con toda su gente de ella.

Sabiendo el Rey por algunos de su
parcialidad lo que había pasado en consejo, y del secreto orden que
cada uno traía de lo que había de hacer, todo por orden de don
Fernando, que siempre llevaba sus malas intenciones adelante,
apeose del caballo, y subiose a su aposento con la gente de guarda,
que ya le había acudido alguna: repartiéndola, parte por las
puertas grandes, parte por la sala y antecámara. Estaban con el Rey
los mismos don Rodrigo de Lizana, Gudal, y Rabaça, hombre de gran
juicio, y (como dice la historia) muy entendido en negocios. Llegaron
en aquella sazón don Bernardo Guillen tío del Rey, y don Ramó de
Mópeller pariente del mismo, y Lope Ximenez de Luesia. Los
cuales poco a poco con razonable copia de gente de a caballo bien
armados se habían entrado en la ciudad, sin que nadie se los
estorbase. Sobresto nació nueva revolución en el pueblo, y se
sintió gran estruendo de armas, ya con manifiesta determinación de
prender al Rey. Porque a la hora atravesaron muchas cadenas por las
calles y pusieron de ciertos a ciertos lugares cuerpo de guarda,
porque no pudiese escapar hombre de a caballo, cerrando con mucha
presteza las puertas de la ciudad. Como entendió esto el Rey usó
con ellos de astucia y ardid admirable. Mandó luego aparejar un
convite opulentísimo, y a gran prisa buscar todo género de
servicios por la ciudad, enviando algunos de ella por las aldeas a
traer terneras y volatería, y convidar los principales del pueblo,
para que se descuidasen y perdiesen la sospecha que tenían de su
ida: lo que el pueblo aceptó de muy buena gana. En este medio echose
el Rey encima una cota de malla, y subiendo en su caballo, y con él
don Rodrigo y don Blasco y tres otros, se salieron por la puerta
falsa de Palacio, y por ciertas calles secretas descendieron a la
puerta Isuela por donde van a Bolea. Mas hallándola cerrada, y sin
gente de guarda, forzaron a los que tenían las llaves a que la
abriesen. La cual abierta, parose el Rey en medio de ella hasta que
llegase toda su gente de a caballo que ya venía con diligencia y
salidos a fuera al punto de medio día, con el fervor del Sol, y a
vista de todo el pueblo, hicieron su camino. hasta que encontraron
con el Vizconde que ya venía con el resto del ejército, y
juntos como paseando se fueron a Pertusa.





Capítulo
VII. Del sentimiento que el Rey hizo por la muerte del Papa Honorio,
y como concertó las diferencias de don Fernando con don Nuño
Sánchez, y del Vizconde de Cardona con el de Bearne.


Estando
el Rey en Pertusa le llegó nueva de Roma de la muerte del sumo
Pontífice Honorio iij. la cual sintió el Rey en extremo. Porque
este Pontífice tuvo siempre por muy proprias sus cosas cuando niño,
y las de la Reyna María su madre, como en el libro 2 se ha dicho. Y
si no fuera por la ocupación y embarazos de la guerra, y falta de
aparatos, le hubiera hecho las obsequias con aquella suntuosidad y
pompa que se debía. Escribió luego al sucesor que fue Gregorio ix.
dándole el para bien del Pontificado. Encomendándole a si y a sus
cosas, y prometiendo en su nombre y de sus Reynos toda obediencia y
servicio a su santidad, y a la santa sede Apostólica. Allí también

supo el Rey de algunos que acudieron de Huesca, la secreta
conjuración que había en ella para prender su persona, por
inducción (inductió) de don Fernando, el cual si acudiera luego, o
hiciera alguna muestra dello, sin duda que se desacataran, y pusieran
en ejecución lo que pensaban. Por donde no acudiendo, quedó su
parcialidad tan afrentada y corrida, que si el Rey entonces quisiera
perseguir a don Fernando todos le siguieran, pero
túvole
el Rey siempre tanto respeto que jamás pudo acabar consigo de
hacerle guerra de propósito, esperando su conversión y
reconocimiento, y que se apartaría del mal uso que tenía de darle
tantas veces con la mocedad en rostro. Puesto que así las malas
palabras, como las peores obras de don Fernando, el buen Rey las
disimulaba, y como hemos dicho, las tomaba como por ejercicio de su
paciencia y magnanimidad: y pudo tanto con estas dos virtudes, que
con ellas no solo confundía a sus enemigos y malévolos, pero
asimismo domaba, templando el ardor de su mocedad, y dando siempre
lugar a que la razón se enseñorease en él, y fuese suave su
reynar. Porque aunque toda la vida se le pasó en guerra, su fin fue
siempre la paz y concordia, y no había cosa en que de mejor gana se
emplease, que en averiguar diferencias, y atajar distensiones entre
los suyos: pues sin quererse acordar de las ofensas de don Fernando,
ofreciéndose ciertas diferencias bien reñidas entre él y don Nuño,
que era persona tal, que si el Rey le hiciera espaldas, sacara a don
Fernando del mundo, no solo no lo hizo, pero mostró querer hacer la
parte de don Fernando, procurando de atraer a don Nuño a la
concordia con un tan formado enemigo de los dos. También tomó a su
cargo de concertar otras semejantes y mayores diferencias y bandos
antiguos entre los Vizcondes de Cardona y el de Bearne. Las cuales
eran de tanto peso, que habían puesto a toda Cataluña en dos
parcialidades, con grande quiebra de la autoridad y jurisdicción
Real. Mas por mandato del Rey, así el de Bearne, como don Guillen
Ramón su hermano, y todos los de su bando, con haber recibido
grandes daños y menoscabos de hacienda en estas distensiones
(dissensiones) fueron contentos de hacer por manos del Rey treguas
por diez años con el Vizconde de Cardona, para que con tan larga
quietud la paz se confirmase entre ellos. Con tal que el de Cardona
diese cinco castillos, con otros tantos hijos de principales en
rehenes, con condición que dentro de cinco años no rompiendo la
paz, pudiese librar cada año un castillo, con uno de los rehenes,
pero si durante aquel tiempo rompía la tregua, o se cometiese algo
de parte del Vizconde contra el de Bearne, los castillos del de
Cardona con las rehenes fuesen perdidos. Y que de los daños por
ambas partes recibidos no se hablase, porque eran iguales, con otras
muchas condiciones que seria superfluo aquí ponerlas. Sino que en
conclusión, anularon, y tuvieron por revocados cualesquier derechos,
pactos, condiciones y promesas, que con cualesquier personas para
esta guerra se hubiesen firmado. Exceptuando solamente los derechos
Reales: y que de nuevo por ambas partes se diese la obediencia y
prestase homenaje al Rey.




Capítulo VIII. De
la unión y conciertos que entre si firmaron las ciudades de Jaca,
Huesca y Zaragoza.

Apaciguadas las arriba dichas diferencias
entre los Vizcondes y los demás, en los dos reynos, de las cuales
pudo mucho valerse don Fernando para perturbar el gobierno del reyno:
mas como ya
le faltasen las amistades, comenzó de allí adelante
a venir muy albaxo su parcialidad, y prevalecer la real. En tanto que
convencido él mismo, no menos de la paciencia del Rey, que de su
propria conciencia, vino a decir que quería públicamente dar la
obediencia al Rey para ejemplo de todos. Puesto que en este mismo
tiempo los de Zaragoza con los de Jaca y Huesca, que seguían la
parcialidad de don Fernando, por sus procuradores y largos poderes,
se juntaron en Iaca, que es una ciudad fuerte de las más
cercanas y fronteras a la Guiayna, en medio de los montes Pyrineos,
aunque en lugar llano fundada: donde hicieron una confederación y
alianza entre si, dándose la fé unos a otros: y entre otras cosas
prometieron, que en ningún tiempo se faltarían los unos a los
otros, y que por el común y particular bien de cada una, se valdrían
contra cualesquier personas de cualquier estado, orden y condición
que fuesen, que por cualquier vía tentasen de perturbar sus repub.
Desta conjuración, o unión se halla que fue la cabeza, e inventora
Zaragoza. Las causas que para hacerla tuvieron, se decía era
primeramente por la división de los Reynos, y el estar puestos
tanto tiempo había en parcialidades: y por atajar los atrevidos
acometimientos de la una parcialidad contra la otra, perturbando el
orden y mando de la justicia, y abusando de la honestidad y religión.
El Rey que oyó se hacían estos ayuntamientos sin su autoridad y
licencia en tiempos tan turbados, túvolos por sospechosos: creyendo
que se hacían, no tanto por algún buen fin, y beneficio público de
las ciudades, cuanto por alguna secreta ponzoña que de nuevo habría
sembrado don Fernando y los suyos. Y que ni fue por defenderse de los
daños que las parcialidades se hacían unas a otras, sino para que
con este color estuviesen siempre en armas para ofender más presto
que para defenderse de otros.





Capítulo IX. Como
don Fernando y el Vizconde de Bearne determinaron entregarse a la
voluntad del Rey, y le enviaron sus embajadores sobre ello.

Cuanto
más iba don Fernando pensando en su comenzado propósito y ánimo de
quererse reconciliar con el Rey, tanto más hallaba le convenía
ponerlo luego en efecto, antes que acabase de incurrir en mayor
ira y desgracia suya. Puesto que las ciudades no dejaban secretamente
de solicitarle, por haberse puesto por él tan adelante en su
empresa, que casi le forzaban a proseguirla. Pero a la postre como se
viese ya cargar de años, y se hallase muy cansado de haber andado
tanto tiempo por el camino de la ambición y nunca llegar al fin
pretendido: considerando entre si, que habiéndole Dios hecho tan
aventajado en calidad, saber, y amigos, la fortuna siempre le
deshacía sus cosas: y por el contrario las del Rey contra toda
fortuna ser tan favorecidas: conoció que obraba Dios en estas, y que
por no incurrir en la ira de Dios era menester renunciar a las suyas
proprias y mal intencionadas obras, y entregarse del todo a la
obediencia y voluntad del Rey. Y así determinó de comunicar esto
con sus amigos, señaladamente con el Vizconde de Bearne, don
Guillén de Moncada, y don Pedro Cornel los principales de su
parcialidad y bando, que también estaban muy en desgracia del Rey
(no hallándose allí don Guillen Ramón hermano del Vizconde que
por cierta ocasión era vuelto a Cataluña) a los cuales de muy
quebrantados de tantos y tan continuos trabajos de la guerra, sin
hacer ningún efecto bueno en ella, fácilmente persuadió lo mucho
que convenía tratar de esta común reconciliación de todos. Y así
para mejor determinarse sobre ello, se fueron juntos a Huesca.
Adonde concluido su propósito, envió don Fernando sus
embajadores al Rey que estaba en Pertusa, haciéndole saber como él
y el Vizconde con todos los principales de su parcialidad se habían
juntado en Huesca, y por gracia de nuestro señor habían determinado
de ponerse muy de veras en sus reales manos, a toda su voluntad y
albedrío, con verdadero arrepentimiento de las ofensas y desacatos
que le habían hecho, para pedirle humildemente perdón de todo. Y
así suplicaban les diese licencia para ir a verse con él fuera de
Pertusa, que la tenían por sospechosa, y la junta fuese con muy
pocos de a caballo que llevarían consigo, con que no fuesen más los
que su real persona trajese, y que habida licencia partirían
luego. Propuesta y oída por el Rey la embajada, luego los del
consejo y principales caballeros que con él estaban, se levantaron
todos mostrando muy grande alegria, y dando voces de placer por
tan felice nueva: entendiendo que de la reconciliación de don
Fernando con el Rey se seguía toda la pacificación y quietud
deseada para los reynos, y se acabada la guerra con el mayor
honor y triunfo del Rey que desear se podía. Habido pues consejo
sobre la embajada, se dio por respuesta a los embaxadores, que se les
permitía a don Fernando, y al Vizconde y los demás, venir a esta
junta a verse con el Rey en el monte de Alcalatén junto a Pertusa,
con solos siete de a caballo, y que los aseguraba, debajo su Real fé
y palabra, que no saldría con más de otros tantos dentro de tercero
día.





Capítulo X.
Como don Fernando y el de Bearne, y otros se entregaron al Rey y les
perdonó, y se siguió de esto la general paz para todos los Reynos.


Expedidos los embajadores y vueltos a don Fernando, como
entendió de ellos la benignidad con que el Rey los
haura
recebido, y oydo su embajada, de más del regocijo y alegría que
toda la Corte sentía, en tratarse de concordia, sintiola don
Fernando mucho mayor, y el Vizconde con él, y luego se pusieron en
camino. Mas no tardó el Rey de acudir al puesto, acompañado del
Vizconde Folch de Cardona y su hermano don Guillé, don Atho de
Foces, don Rodrigo Lizana, don Ladrón, de quien afirma el Rey ser de
muy buen linaje, Assalid Gudal y Pelegrin Bolas, con otro que no se
nombra. Vinieron con don Fernando y el Vizconde don Guillé de
Moncada, don Pedro Cornel, Fernán Pérez de Pina, y otros en ygual
número con los que el Rey traía. Y llegados al monte que tenía en
lo alto su llanura, don Fernando con muy grande acatamiento y
humildad, los ojos en tierra, juntamente con los demás se postró
ante el Rey, el cual los recibió humanísimamente, abrazando a cada
uno, y no sin lágrimas de todos. Y porque tomasen ánimo y
hablasen libremente, les puso en pláticas de placer y regocijo, y
respondieron con las mismas. Puesto que don Fernando, como a quien
más tocaba hablar por todos, endreçaua toda la conversación a que
su Real benignidad tuviese por bien de perdonar a él, y a sus
compañeros, los atrevimientos y desacatos pasados cometidos contra
su Real persona, y admitirles en todo su amor y gracia, como antes.

Pues se le debía como a tío, y deudo tan conjunto como a
Eclesiástico, y que estaba con toda humildad rendido a sus pies,
para que hiciese de él lo que fuese servido. Lo mismo rogó por el
Vizconde que estaba en la misma forma humillados, pidiéndole perdón
y la mano como vasallo suyo, de quien con todo su poder y estado se
podía valer y servir como de un esclavo. A esto añadió el
Vizconde, usando de la misma sumisión y acatamiento, como no
ignoraba su Alteza cuan estrecho deudo tenían los suyos con los
Condes de Barcelona que fueron los fundadores de aquel Principado. Y
que por esto se le debían a él mayores mercedes, y había de ser
restituido en mayor amor y gracia para con su real benignidad. Porque
siendo su estado aventajado a todos los demás,
por el Vizcondado
de Bearne, que era el más principal de toda la Gascuña, podía
mejor y con mayor poder que todos servirle. Demás que cuanto había
hecho antes, no había sido con ánimo de ofender, sino solo por
defenderse de su real ira con que tanto le había perseguido: pero
que si sus cosas se habían echado a mala parte, y a otro fin de lo
que se hicieron, de nuevo pedía (pidia) perdón para si, y a los
suyos: prometiendo que en ningún tiempo, por más ocasiones que se
le diesen, movería guerra contra la corona real, antes se preciaría
tanto de servirle, que merecería muy de veras su perpetua gracia
y alabanza. Como pidiesen y protestasen lo mismo los demás con
palabras humildes haciendo muestras de quererse postrar y besar los
pies al Rey, él los levantó y se enterneció con ellos, y dijo que
habido consejo respondería. Luego de común parecer los del Rey, se
dio por respuesta tres cosas. La primera, que don Fernando, y el
Vizconde de Bearne, con todos los de su parcialidad fuesen admitidos
a perdón, y restituidos en la gracia del Rey.
La segunda, que
las diferencias y pretensiones de ambas partes, por ser negocios
gravísimos, y que consistían en materia de justicia, se remitiesen
a la determinación de los jueces que se nombrarían para ello. La
postrera, cerca de las novedades de las ciudades por haberse de nuevo
conjurado, y hecho unión por si, quedase a solo arbitrio del Rey
declarar sobre ellas. Determinados estos capítulos y notificados a
las partes, y por todos aceptados, don Fernando y el Vizconde con los
demás de su parte besaron con grande afición y humildad al Rey las
manos, el cual con mucho regocijo, de uno en uno los abrazó a todos,
y se entraron en Pertusa, donde el Rey los mandó
aposentar y
regalar esplendidísimamente, con ygual contentamiento y placer de
ambas partes. Pues como luego se divulgase por todo el Reyno la
alegre y tan deseada nueva de esta concordia, los Prelados mandaron
hacer por todas las yglesias de sus distritos grandes procesiones de
gracias, con muchos sacrificios a nuestro señor, por tan felice
pacificación y concordia: los pueblos las celebraron con muchas
fiestas, danzas, y regocijos en señal de universal contentamiento de
todos. Porque aunque las diferencias que de la guerra quedaban
por averiguar entre los pueblos, eran grandes, y los daños de ambas
partes infinitos, y muy difícil la recompensa dellos, el deseo de la
paz, y vivir con tranquilidad cada uno en su casa era tanto, que vino
a ser fácil y suave, lo que antes parecía muy áspero, e imposible.





Capítulo XI.
De las capitulaciones que se hicieron para asentar las demandas que
por ambas partes había, para reparo de los daños por la guerra
causados.

Para que la deseada paz y concordia viniese a
debido efecto, fue necesario capitular primero sobre el asiento que
se había de dar en el reparo de tantos daños, y pérdidas que por
las guerras se habían padecido. Para esto se nombraron jueces
supremos el Arzobispo de Tarragona, el Obispo de Lerida, y el
comendador Monpensier vicario del Maestre del Temple en los reynos de
España. A estos se remitió el examen y declaración de todas sus
diferencias y pretensiones. Y prestado el juramento por ambas partes,
prometieron de estar al parecer y determinación dellos.
Lo más
principal y más difícil de todo era la enmienda y recompensa de los
daños que el Rey había recibido de la primera conjuración de don
Fernando y del Obispo hermano de Ahones, y hecha en su nombre de
Sancha Pérez viuda, y también de don Pedro Cornel, Pedro Iordan, y
G. Atorella. Los cuales daños demandaba el Fisco Real, y se habían
de rehacer: también la
fe
promesas y pactos de los de la parcialidad de don Fernando, que a fin
de llevar adelante la conjuración se firmaron con juramento, se
habían de anular, y deshacer del todo. A lo cual oponía el Obispo,
aunque absente, debían primero restituirle las villas y castillos
que el Rey, muerto Ahones, le había tomado por fuerza de armas, con
una gran suma de dinero prestado, por el cual le habían dado en
rehenes ciertas villas y castillos, sin los que tenía en los reynos
de Sobrarbe y Ribagorza. Finalmente oídas de parte del Obispo, y del
Fisco real sus demandas, Los jueces juzgaron, cuanto a lo primero,
Que don Fernando y los demás de su bando entregasen al Rey todos los
instrumentos de la conjuración, así de los caballeros, como de las
ciudades, como de otras cualesquier personas, en cualquier tiempo
hechos. Que don Fernando y los demás conjurados de nuevo diesen la
fé y obediencia al Rey. Que el Rey no teniendo otro más conjunto
pariente que a don Fernando, le diese para su ayuda de costa en honor
xxx. caballerías, o la renta de ellas, en cada un año, durante su
vida. Que assi mesmo le perdonase muy de corazón, y le absolviese de
cualquier crimen lese magestatis, y de toda otra culpa en que por la
conjuración hubiese incurrido, y le diese su fé y palabra que para
en lo
por venir
podía seguramente, sin ningún recelo entregarse a su mero imperio y
voluntad. Lo mismo se hizo con don Sancho el Obispo, aunque absente,
que había de ser restituido en la gracia del Rey: y también por
haber hecho todo lo que hizo: por el gran dolor que de la muerte de
su hermano tuvo, fuese libre y absuelto de toda culpa, teniendo de
allí a delante al Obispo, y a la sancta cathedral yglesia de
Zaragoza por muy encomendados. Que los castillos y lugares que Ahones
viviendo poseía por mano del Rey, fuesen restituidos al patrimonio
real: mas los que poseía por derecho de sucesión y herencia,
viniesen al Obispo su hermano, a quien también se pagase cualquier
suma de dinero que a Ahones el Rey debiese. De la misma gracia y
clemencia usó el Rey con Cornel, Atorella y Iordán, y con los demás
que siguieron la parcialidad de don Fernando. Demás desto fueron
libres de cárceles y cadenas todos cuantos presos hubo (vuo) por
ambas partes, y también los castillos y villas que se hallaron
usurpadas, se restituyeron a sus propios señores: excepto el
castillo y villa de las Cellas, que por haberlos tomado el Rey por
guerra, quedaban incorporadas en la corona real. Finalmente
declararon que se habían de conceder treguas y salvo conduto por
tiempo de onze años a todos los que serían acusados de comuneros,
para que dentro de aquel término pudiesen alcanzar perdón del Rey.
El cual no dejó entre estas cosas de acordarse de algunos
principales que en el más trabajoso y peligroso tiempo de su vida,
fidelísimamente le siguieron, y en sus tan grandes necesidades le
valieron con sus personas, vidas y haciendas, hallándose siempre a
su lado. Porque a cada uno de estos hizo mercedes, y dio más
caballerías de honor. Señaladamente a don Artal de Luna, a quien
dio perpetua la gobernación de la ciudad de Borja: y a don Garces
Aguilar comendador de la orden de Calatrava en Aragón, la encomienda
mayor de la villa de Alcañiz, y a don Pérez Aguilar la señoría de
la villa de Rhoda ribera de Xalon. A los cuales no solo estas
mercedes, pero muchas caballerías que tenían dudosas se las
confirmó, y dio de nuevo. Es bien de creer que a todos los demás
que le siguieron y sirvieron, aunque no están en su historia
nombrados, hizo el Rey grandes mercedes.








Capítulo
XII. Como sabiendo las tres ciudades que el Rey se había reservado
el concierto con ellas, le enviaron embajadas para entregársele, y
de las condiciones con que fueron perdonados.

Como
los ciudadanos de Zaragoza, Huesca y Iaca, que poco antes como
dijimos, con falso nombre de defensa, tácitamente se eximían, y
alzaban con la jurisdicción Real, entendieron que habiendo el
Rey concertado y restituido en su gracia a don Fernando, y perdonado
a todos los de su parcialidad, y a las demás villas y lugares que le
siguieron, y que a solas ellas excluía del perdón general, y se
quedaban afuera: hicieron otra junta en Iaca: y luego determinaron
hacer embajada al Rey, por certificarse de su deliberación y ánimo
para con ellas. Para esto Zaragoza envió sus cinco jurados, o
regidores, Huesca y Iaca los principales de cada pueblo, con
bastantísimos poderes para tratar de cualesquier partidos y
conciertos, a fin de alcanzar universal perdón para todos. Llegados
pues los embajadores a Pertusa, y entendido que el ánimo del Rey
estaba muy
desabridos
contra las ciudades: que lo colligieron, viendo la poca cuenta y
fiesta que la villa hizo en su entrada, y porque los de palacio, a
cuyo favor y medio venían remetidos, les dijeron que el Rey no les
oiría de buena gana, se fueron para los Prelados Iuezes, a los
cuales mostraron los poderes que traían, que no contenían otro en
suma, que pedir paz y perdón, y que solo fuesen restituidos en la
gracia y merced del Rey, se obligarían a cumplir en su nombre y
de las ciudades, todos y cualesquier decretos y mandamientos, que por
ellos fuesen determinados. Hecha relación de todo esto, y satisfecho
el Rey mandó sentenciar a los jueces. Lo primero que ante todas
cosas las ciudades anulasen y deshiciesen todos y cualesquier pactos,
condiciones, promesas y juramentos de conjuración, por cualesquier
personas y ciudadanos hechos contra la autoridad, jurisdicción, y
persona Real, tácita, o expresamente. Lo segundo que por cada
una de ellas se diese al Rey de nuevo la pública fé y obediencia
con pleito y homenaje. Lo tercero, que todas las injurias,
menoscabos, y daños que hubiesen padecido y recibido del ejército
del Rey, fuesen absolutamente remetidos y olvidados. Lo último
que todos los que fueron presos por haber seguido la parcialidad del
Rey y sus bienes robados, fuesen libres de ellas y que del común, y
propios de sus ciudades les fuesen restituidas todas sus haciendas.
Oídos por los embajadores los decretos publicados por los jueces, y
hallándose con suficientes poderes para venir bien en ellos: demás
de lo que de palabra habían entendido de las ciudades, que solo
alcanzasen perdón del Rey, los condenasen en cuanto quisiesen, los
aceptaron y ratificaron sin excepción alguna. Con esto mandó el Rey
se librasen de las cárceles todos los presos de las ciudades, y se
entregasen a los embajadores. Los cuales con mucha alegría y
hazimiento de gracias besaron las manos al Rey, y fueron admitidos
con sus principales al general perdón, y se volvieron muy contentos
y pagados de la magnanimidad y benignidad del Rey. De lo cual, las
ciudades quedaron muy satisfechas, y fuera de todo recelo, y de allí
adelante le sirvieron y guardaron toda fidelidad.





Capítulo
XIII. Como Avrembiax hija del Conde de Urgel pidió al Rey le mandase
restituir el condado, y de las condiciones con que el Rey se ofreció
de conquistarlo.

Acabados de firmar por el Rey los capítulos
de la paz y perdón general, y de nuevo confirmados todos los fueros,
privilegios y libertades por los Reyes sus antecesores a las villas y
ciudades del reyno concedidas, pacificada la tierra, se partió para
Lerida. Con fin de dar una vista por Cataluña, y con su presencia
reducir los ánimos de algunos señores, y Barones, y aun de los
pueblos que por ocasión de la guerra y parcialidad del Vizconde de
Bearne, estaban muy estragados y enajenados de su amor y respeto. A
donde (para que el fin de una guerra y trabajos fuese principio de
otra) había
llegado Aurembiax hija de Armengol vltimo Conde de
Urgel, a la cual, como dijimos en el libro precedente, el Rey había
mandado reservar su derecho para pedir el condado a don Guerao
Vizconde de Cabrera, que se lo había tomado por fuerza de armas:
pues con esta condición había el Rey permitido al Vizconde poco
antes que retuviese el Condado. Esta petición como fuese justa, y
tocase a la persona Real hacerla buena y cumplirla, por haberlo así
prometido, respondió a Aurembiax que tomaría la empresa por
propria, y con las condiciones que fue entre ellos concertado antes,
la llevaría a debido efecto: si primero ella como a legítima
heredera que era del condado,
renunciase todo el derecho y acción
que contra la ciudad de Lérida podía pretender, por cualquier
derecho y acción que a ella tuviese por los Condes sus antepasados.
Lo segundo que después de hecho el concierto reconociese haber
recebido el condado de mano del Rey por derecho de feudo. Lo tercero
que ella y sus sucesores en el condado, en tiempo de paz, y guerra,
fuesen obligados de recoger al Rey, y a sus sucesores, en las nueve
villas y fortalezas que son Agramonte, Linerola, Menargues, Balaguer,
Albesa, Pons, Vliana, Calasanz y Monmagastre. Obligándose también
el Rey de hacer restituir a la Condesa las villas y castillos que le
había usurpado Pontio Cabrera, hijo de don Guerao. Finalmente
concedió todo lo sobredicho la Condesa, y dio de nuevo por especial
promesa al Rey, que no se casaría sino con quien él le mandase.
Concluidos estos conciertos, el Rey
pmetio
y juró sobre su corona real en presencia de los suyos, y de los que
acompañaban a la Condesa, que no dejaría de emplear todo su poder y
fuerzas hasta poner a la Condesa en pacífica posesión de todo el
Condado.





Capítulo XIV. Como
fue mandado citar el Conde Guerao, y no compareciendo personalmente,
el Rey conquistó muchos pueblos del Condado.


Hecho y
jurado el concierto con la Condesa, mandó el Rey juntar los dos
consejos de paz y de guerra en los cuales se halló presidente don
Berenguer Eril Obispo de Lérida, y se determinó por ellos que don
Guerao Cabrera fuese llamado a juicio, y que dentro cierto término
pareciese ante el
Rey, para que oída la petición de la condesa
respondiese a ella. Pero ni don Guerao, ni Pontio su hijo, aunque
fueron dos veces citados, comparecieron: solo don Guillen hermano del
Vizconde de Cardona se presentó ante el Rey en nombre de don Guerao,
diciendo, que el Vizconde de Cabrera y Conde de Urgel, por ningún
derecho era obligado a comparecer en juicio, porque con justo título

por tiempo de xx. años y más, poseía pacíficamente aquel
estado. Como se opusiese contra esto Guillén Zasala el más famoso
letrado de su tiempo, alegando leyes en favor de los derechos de la
condesa, y propusiese que el Rey forzase a don Guerao restituyese
todas las villas y lugares que le había usurpado, dicen que don
Guillén no respondió otra cosa, sino que el Conde de Cabrera no
había de perder punto de su justicia por la infinidad de leyes
alegadas por Zasala, señalando que
este pleyto no se había de
averiguar ante juez letrado, sino armado: porque era de aquellos que
consisten en la punta de la lanza. Y así con esto se despidió don
Guillen. Cuyas palabras entendió el Rey muy bien, y vista la dureza
y obstinación de don Guerao, y que no con palabras sino con armas se
había de ablandar, escribió a los de Tamarit de Litera villa
principal, que otros dicen de Santisteuá, y es de gente belicosa,
cercana a Lerida, mandado a los oficiales Reales, que con la más

gente que pudiesen, viniesen, trayéndose provisión para tres
días, a la villa de Albesa del Condado de Urgel. También escribió
a don Guillen de Moncada hermano del Vizconde de Bearne, y a don

Guillen Ceruera barones principales de Cataluña, rogándoles que
con toda la gente que pudiesen, suya y de sus amigos, acudiesen a
favorecerle en esta guerra: la cual había determinado hacer en
persona, confiado de su socorro. Partió luego de Lérida con tan
pocos para comenzarla, que trayendo consigo a don Pedro Cornel, que
llevaba la auanguardia, apenas le siguieron xiij. de a caballo. Llegó
a Albesa, a donde aunque no asomaba la gente de Tamarit, hallando
allí a Beltrá Calasans con lxx. soldados bien armados determinó
cerrar con los de Albesa, y espantarlos con su presencia, la cual no
era menos horrible para muchos, que amable para todos. Comenzando
pues a batir la tierra, que era medianamente grande y cercada, los
del pueblo, puesto que pudieran
defenderse de harto mayor
ejército, vista la persona del Rey, se atajaron de arte que el día
siguiente, apenas descubrieron la gente de Tamarit, cuando entregaron
la villa con el Castillo al Rey: confiando de su palabra que serían
libres del saco. De allí pasó el campo a Menargues pueblo
poco
menor que Albesa, el cual luego voluntariamente se le entregó. Allí
llegaron las compañías que se mandaron hacer en Aragón y Cataluña
de ccc. caballos, y mil infantes. Con estos, pareciendo ser bastante
ejército, determinó el Rey conquistar lo que quedaba del condado. Y
así pasó a Linerola, la cual el Conde Guerao había fortalecido, y
estaba harto en defensa. Pero como el Rey sobreviniese de improviso,
y no quisiese ella darse a ningún partido, fue animosamente
combatida por el ejército, y tomada por fuerza: juntamente con los
principales del pueblo, que se habían retirado a una torre muy alta,
y por eso fueron tomados a partido, pero la villa no pudo escapar de
ser saqueada. Adonde se detuvo el Rey tres días para hacer muestra
de la gente que tenía, y dar el orden que se había de tener para
pasar adelante.







Capítulo XV.
Como el Rey fue a poner cerco sobre la ciudad de Balaguer, cuyo
asiento se describe, y de lo que pasó en su combate.

Tomada
Linerola pasó el Rey con su ejército a delante a poner cerco sobre
la ciudad de Balaguer, por donde pasa el río Segre, y es la segunda
cabeza del Condado. En la cual hacía cuenta don Guerao esperar todo
el peso de la guerra: para esto la había mucho fortificado y
abastecido de munición y gente de guerra. Llegado el Rey a vista de
la ciudad, pasado el río, asentó su real sobre un montecillo que
llaman Almatan, que está cauallero a la ciudad, y se descubría de
él la mayor parte de ella con las casas y edificios de manera que no
era posible defenderse de las máquinas y trabucos que en el campo se
armarían. Al mismo tiempo llegaron las compañías de a pie y de a
caballo que el Vizconde de Bearne y don Guillen Cervera habían hecho
por mandato del Rey, y venía por Coronel de ellas don Ramó de
Moncada hermano del Vizconde. Con estos creció el ejército hasta en
número de cccc. cauallos y dos mil infantes, y porque la ciudad
estaba muy fortificada, y no se le podía dar el asalto sin abrir
primero el camino con las máquinas y trabucos, pareció al Rey
plantar dos de ellos en la parte del monte, donde mejor pudiesen
encararlos a las casas, pues se tiraban con ellos noche y día tantas
y tan gruesas piedras, que no escapaba casa, ni
edificio que no
fuese quebrantado dellas, y la gente muy atemorizada. Diose la guarda
de los trabucos y máquinas a don Ramón con tres otros caballeros
principales con poca gente, por no estar muy apartadas del cuerpo del
Real. Como supo esto don Guillen de Cardona que favorecía a
don
Guerao, y como dijimos, compareció por él ante el Rey, y era
gobernador de la ciudad, salió de ella por una puerta pequeña del
muro, al amanecer, con xxv de acaballo, y cc. infantes. Los de
a
caballo que iban con las lanzas enristradas dieron en las guardas y
mataron y atropellaron la mayor parte de ellos: los de a pie fueron
con
achas
encendidas para las máquinas. Pues como el capitán Pomar uno de los
principales de la guarda descubriese esta gente, y viese que de los
de
a pie unos iban hacia las máquinas, otros a las tiendas del
campo a poner fuego en ambas partes, dejó a don Ramón muy en orden
junto a las máquinas, y saltó de presto a despertar al Rey. Mas don
Guillen enderezando su caballería contra don Ramón le acometió con
tanta ferocidad, que pensando ya llevarlo de vencida, le dijo que se
rindiese: pero don Ramón se defendió, y le entretuvo hasta que
llegó el Rey con la caballería. El cual dejando parte de ella en
ayuda de don Ramón, se fue con los demás para las máquinas, que le
daban más cuidado, pues para las tiendas quedaba el cuerpo del
ejército que las defendería. Adonde trabada la escaramuza con los
de a pie los venció: de manera que las tiendas y máquinas en un
punto fueron libres del incendio, y a don Guillen le fue forzado
con
harta pérdida de su gente retirarse a la ciudad.





Capítulo XVI. Como
los de Balaguer visto el gran daño y tala que mandó el Rey hacer en
sus huertas y arrabales se dieron a partido, y se libraron del
saco.

Aguardó el Rey dos días sin batir de nuevo, por ver lo
que la ciudad haría. Y como no daban ningún sentimiento de si,
viendo su pertinacia, y lo poco que les movía el grandísimo daño
que las máquinas y trabucos hacían en las casas noche y día:
asimismo, la pérdida que su gobernador
don Guillen había
hecho: demás del poco, o ningún socorro que esperaban de otra
parte, determinó de arruinarles sus lindas y bien entretejidas
huertas, con los arrabales,y talar todos sus campos a vista de ellos.
Esto sintieron tanto los ciudadanos, que luego se indignaron
gravísimamente contra el Conde Guerao, y de allí comenzaron a
tratar entre si, que sería bueno entregarle a la Condesa Aurembiax,
su natural y verdadera señora, la cual en aquella sazón había
llegado al campo del Rey. Con este acuerdo, secretamente le enviaron
sus embajadores para tratar de darse a partido. En este medio como
alguno ciudadanos de los que estaban repartidos por la muralla
hablasen con alguna gente del Rey que andaba alrededor, descubiertos
por los soldados del Conde Guerao que guardaban el alcázar y
fortaleza, les tiraron muchas saetas, e hirieron a los del muro,
porque hablaban con los enemigos. Con esta segunda ocasión se
conmovieron tanto los de la ciudad, que ya no secretamente sino al
descubierto se rebelaron contra el Conde, y con nueva embajada
ofrecieron al Rey y a la Condesa darles la ciudad con la fortaleza.
Entendido esto por el Conde, escribió al Rey estaba
muy pronto
para entregarle la fortaleza, con condición que se encomendase por
los dos a
Ramón Berenguer Ager, para que la tuviese guardada
hasta tanto que se averiguase a quien tocaba el derecho del condado.
A esto dijo el Rey que le placía lo que pedía el Conde, y como en
el entretanto los de la ciudad le solicitasen, se entregase de ella
dijo a los del Conde que ternia su consejo sobre su demanda, y con
esto, iba dilatando la respuesta. Mas el Conde, o que disimuladamente
hiciese estos tiros, como que no sabía nada de lo que los ciudadanos

trataban con el Rey y Condesa: o como si hubiera aceptado lo que
el Rey mandaba, se salió
secretamente solo de la ciudad, llevando
un gavilán en la mano, y envió un criado llamado Berenguer
Finestrat a buscar a Ramón Ager, para que fuese a guardar la
fortaleza por el concierto hecho. Pero mientras le buscaban, sin
hallarle, los ciudadanos alzaron el estandarte del Rey en la
fortaleza a vista de todos, echando con todo rigor la gente de guarda
que el Conde había puesto en ella. Como vio esto Finestrat, y
entendió lo que había pasado entre el Conde y el Rey para mejor

burlar al Conde, apartose de allí confuso y burlado: y lo mismo
aconsejó a Ramón Berenguer Ager, que ignorando lo que pasaba, venía
ya para entrar en la fortaleza.






Capítulo XVII. Como don Guerao fue echado de
todo el condado de Urgel, y Aurembiax puesta en posesión del, y como
casó con don Pedro de Portugal primo del Rey.


Tomada la
ciudad de Balaguer, don Guerao y su gente se pasaron a Monmagastre, y
a la hora la Condesa por mano del Rey fue puesta en posesión, y
jurada por señora en Balaguer, mudando los oficiales, y dando nuevo
regimiento a la tierra. De allí se fue el Rey con el ejército, y
también la Condesa a Agramunt villa principal del condado, a donde
don Guillen de Cardona había puesto para defenderla. Asentose el
ejército en la subida de un monte llamado Almenara, a vista del
pueblo, lugar más alto y bien acomodado para combatir la villa.
Visto esto por don Guillen la noche antes que diesen el asalto, se
salió con los suyos secretamente del pueblo, el cual luego
essotrodia se dio con la fortaleza a la Condesa. Lo mismo
determinaron hacer los de la villa de Pons, porque llegó de secreto
un embajador al ejército diciendo que luego en viniendo el Rey se le
darían. Pero él no quiso venir a esto, por haber entendido que la
villa estaba por el Vizconde Folch de Cardona, al cual no había
según costumbre, desafiado antes que comenzase contra él guerra.
Por donde quedándose en Agramunt, envió allá a la Condesa y a don
Ramón de Moncada, con todo el resto del ejército, quedándose con
solos xv. caballeros. Como el ejército se allegó a Pons, sin que el
Rey pareciese en él, indignados de esto los del pueblo, por el
menosprecio que en esto mostraba hacer de ellos, salieron de
improviso a dar sobre el ejército: pero fueron del también
recibidos, que trabando la escaramuza quedaron del todo vencidos,y
puestos en huida hacia la villa, se recogieron en ella con muy grande
pérdida suya. Como la Condesa les enviase a decir que aun eran a
tiempo de darse muy a su salvo, que les haría toda merced,
respondieron con la misma obstinación, que a ninguno sino a la misma
persona del Rey se rendirían. Sabido esto por el Rey, luego partió
para ellos, y en llegando le entregaron la villa con la fortaleza, la
cual el Vizconde de Cardona había dejado bien proveída de gente y
munición. Acceptola el Rey salvando al Vizconde sus derechos, si
algunos tenía a la villa. Para esto de parte del Rey y de la Condesa
se dio toda seguridad, y al pueblo se le tuvo tal respeto, que no
dejaron entrar en él al ejército, ni se le hizo ningún ultraje.
Tomado Pons,
Vilana
con las demás villas y lugares de la montaña de Segre arriba,
libremente y sin condición alguna se entregaron al Rey y a la
Condesa. De manera que con el favor y amparo del Rey, la condesa
cobró todo el condado de Urgel y fue puesta en pacífica posesión
de él. Hecho esto casó el Rey a la condesa con don Pedro de
Portugal su primo hermano, hijo del Rey de Portugal, que por aquellos
días era venido desterrado del Reyno a pasar su destierro en la
Corte del Rey, y se hicieron las bodas con muy grandes fiestas y
regocijos. Finalmente don Guerao viéndose echado a punta de lanza de
todo el Condado, hallándose cargado de años y cansado de tantos
reveses de fortuna, entró en la orden de los caballeros Templarios,
dejando a su hijo Poncio el Vizcondado de Cabrera. El cual después
de muerta la Condesa Aurembiax sin hijos, renovando la antigua
pretensión de su padre, tentó de volver a entrar en el condado.
Pero no le sucedió bien la empresa, como adelante diremos. Acabada
esta guerra, y apaciguados todos los alborotos, y distensiones de los
dos Reynos, deshecho el ejército, el Rey se fue para Tarragona, a
donde por orden del cielo, se le abrió una grande puerta para salir
fuera de sus reynos, y entrar a hacer muy señaladas empresas en
tierras de infieles.

Fin del libro quarto.





Libro XVIII

Libro XVIII.





Capítulo primero. Del
asiento y poderío de la ciudad de Barcelona.






Mostró bien
el Rey (por lo que en el precedente libro concluimos) tener su
espíritu del todo puesto en Dios, y en acabar la empresa de la
tierra santa: pues no fueron parte carne y sangre de tantos hijos y
nietos para divertir su santo fin y propósito de proseguirla. Y así
despedido de ellos, no paró en Zaragoza: ni en otra parte del camino
hasta llegar a Barcelona, para poner en orden la armada, y juntar el
ejército: dejando las cosas del gobierno de los Reynos bien
concertadas antes de su partida. Fue pues muy grande el concurso de
gente de todas partes, además del ejército, que vinieron a esta
ciudad, no solo de procuradores y síndicos de las ciudades y villas
Reales de los tres Reynos para ayudar con su extraordinario servicio
a los gastos de esta empresa: pero de muchos otros, que por solo ver
al Rey, y el aparato del armada, y municiones de guerra, se
congregaron de toda España: mas ni fue de menor maravilla ver la
mucha hartura de vituallas y el cumplimiento de alojamientos que para
todos hubo en la misma ciudad de Barcelona. Por lo cual, y ser esta
una de las más insignes ciudades de España, será bien que digamos
algo de su asiento y origen, de su maravillosa traza y bien labrados
edificios, junto con su gran poder, y valor de ciudadanos, y mucho
más de la ejemplar concordia de ellos para lo que toca al beneficio
y conservación de su Repub. La cual fue antiguamente llamada
Fauencia (Colonia Iulia Augusta Faventia Paterna Barcino) pero venida a poder de los Cartagineses la llamaron
Barcino: por los del bando y parcialidad Barcina que vinieron de
Carthago a regirla. Pero destruidos los Carthagineses y su ciudad
asolada, los Romanos la redujeron (
reduzieron)
en colonia con el mismo nombre, y con esto va fuera todo lo que de su
nombre después se ha comentado y fingido por algunos, pues se llama
hoy día Barcelona. Y es de las bien trazadas, y mejor edificadas
ciudades que haya otra. Porque está hecha como media luna, atajada
por el mar al oriente, extendida sobre una espaciosa llanura a las
raíces de un monte alto que da en la mar, y sirve de atalaya, para
descubrir de bien lejos las naves y bajeles que a ella vienen, al
cual llaman Monjuhi, que significa monte de Ioue, o Iupiter: o porque
en él solían antiguamente los gentiles sacrificar a Iupiter dios de
las riquezas, que las estiman tanto y guardan mejor en esta ciudad
que en otras: o porque la gente de ella es muy Iovial en sus
regocijos, y de más suave trato que la mediterránea de Cataluña,
que de si es saturnina y triste, y que el vengar las injurias es su
alegría. De este monte se puede bien decir que vale de padre y madre
a la ciudad: pues no solo con su oposición al mediodía la defiende
del excesivo calor que padecería, y que con el atalayar le avisa del
bien o mal que por la mar le viene: pero también la ha como parido
de sus entrañas: pues nació toda de la pedrera del monte, sin
disminución de él, en tanta copia, que amontonada ella, sin duda
que haría otro mayor monte por si sola. Y así por ser edificada de
tan excelente piedra que se endurece en el edificio, son las casas,
templos, palacios y edificios públicos, con su muy torreada muralla,
de lo más bien labrado, y fuerte que pueda ser otro. Con esto y
estar de todas armas y artillería gruesa muy abastecida, es hoy
sobre cuantas ciudades hay en España más puesta en defensa. También
es muy alegre su campaña y harto fructífera: aunque su mayor
abundancia de mercaderías le entra por el mar que bate su muralla:
y
así por las continuas entradas y salidas de bajeles con nuevas
gentes que vienen de cada día, y por lo que la vista y contemplación
del mar a todos mucho alegra, su mayor regalo y recreo es la marina.
Puesto que no hay puerto seguro sino playa abierta por toda ella:
pero se halla tan honda que se quiso antiguamente formar muelle allí,
y en fin se pueden los bajeles asegurar mejor que en cualquier otra
playa. De aquí le vino ser su trato de mar muy poderoso y extendido:
señaladamente después que cesó el de Tarragona, por las guerras y
destrucción de los Moros que pasaron por ella (según que en el
precedente libro quinto se ha largamente referido) que por esto se
trasladó toda la negociación de mar a Barcelona. De suerte que así
por los grandes aparejos de ataraçanales, como de maderamiento, y
los demás pertrechos que produce de si la tierra, los ciudadanos por
mandato de sus Reyes, se dieron tanto a hacer todo género de navíos,
y más de galeras, hasta ponerlas a punto de navegar y pelear con
ellas, que como colonias las han siempre enviado por el mediterráneo
adelante, para representar su renombre y fuerzas en diversas partes.
Lo que se puede muy bien apropiar a esta ciudad, y decir de cuantas
armadas ha echado en mar y proueydo así de armas y soldados, como de
remeros y xarzias, que otras tantas ciudades ha edificado: porque las
armadas gruesas por mar, son otro que unas muy fuertes y bien regidas
ciudades, o verdadero retrato de muy concertadas Repub. y no solo
esperan a los enemigos, pero también los van a buscar y sacar de sus
casas, como se prueba por los grandes efectos que con ellas los
mismos ciudadanos y gente Catalana han hecho por mar en servicio de
sus Reyes. Por ser gente de si muy belicosa y hecha de tal compás
que cuanto más rehúsa de ser pechera en la hacienda: tanto más a
las necesidades y hechos de armas de sus Reyes suelen prontamente
acudir con sus personas y vidas. De manera que por estas, y otras
muchas comodidades y cumplimientos de valor y poder que esta ciudad
siempre tuvo, meritoriamente llegó a exceder a muchas otras en el
pacífico y seguro estado de gobierno que de si tiene: no tanto por
su buen asiento y fortificado muro, cuanto por su mucha religión y
buen gobierno, que de la sobriedad y gran concordia de los ciudadanos
nace en ella. Pues dado que ellos con ellos entre si sean gente
desapegada: pero en lo que toca a fidelidad con sus Reyes, y común
defensa de la patria (como gente de pocas palabras) no hay
Lacedemonios que más liberal y determinadamente empleen sus vidas,
por la conservación de ella. Pues como llegase el Rey y fuese muy
bien recibido de la ciudad y ejército, quiso luego reconocer la
armada que poco antes mandó poner en orden, y como la halló tan
bien provista así de vituallas, como de remeros y todo género de
armas: no solo alabó mucho la diligencia y solicitud del proveedor:
pero se maravilló extrañamente de la sobrada riqueza y poder de la
ciudad, así para hacer y poner en el agua la armada, como para
proveerla con tanta prontitud de cuanto menester era.















Capítulo II. Como el Rey pasó a Mallorca, y cogido el servicio de
ella, con el magnífico presente que Menorca le hizo, se volvió a
Barcelona.






Estando ya
aprestada el armada, mandó el Rey llamar algunos Prelados y señores
del Reyno para dejar las cosas del bien asentadas, por haber de ser
la jornada larga y la vuelta dudosa. Lo cual concertado y proueydo
como convenía, entretanto que acababan de llegar algunas compañías
de infantería de Aragón, y de lo mediterráneo de Cataluña, se
metió en una galera muy bien armada, y con otro bergantín para ir
descubriendo en delantera, pasó con muy buen tiempo a remo y a vela
en treinta horas a Mallorca, por visitar la Isla y proveerse de
algunas cosas necesarias para la armada. Como llegase al puerto de la
ciudad y saltase en tierra impensadamente, entrando en ella se holgó
muy mucho de verla tan ampliada, y como de nuevo edificada:
señaladamente con las obras del gran Templo, de la fortaleza, y
fortificación del puerto, que se levantaban muy magníficos, y
estaban ya bien adelante. Tuvo también a muy grande maravilla, y
como de la mano de Dios, que ni el Rey de Túnez ni los demás de la
África con tan continuos viajes y empresas de guerra que hacían
contra España por la Andalucía, nunca hubiesen intentado la
conquista de la Isla, ni aun de las otras vecinas: para que de aquí
se entienda, cuanta fue la opinión y estima que hubo de este sabio y
valeroso Rey, y cuanto el respeto y temor que los Moros de África le
habían concebido, pues no con armas, sino con sola la fama de
diligente y belicoso, pudo defender sus Reynos Isleños, y que los
viesen de paso, mas no llegasen a ellos sus enemigos. De manera que
reconocida la ciudad con alguna parte de la Isla y pedido servicio
para la jornada de Jerusalén, le sirvieron con cincuenta mil sueldos
de plata, y por ellos les hizo el Rey iguales gracias como si fueran
de oro. Y alabó no solo el amor y fidelidad que a su persona tenían,
pero mucho más la buena diligencia y solicitud que en la guarda y
conservación de la ciudad e Isla mostraban. Estando en esto llegó
el gobernador y oficiales Reales de Menorca con un riquísimo y
magnífico presente de mil vacas que le hacía la Isla. El cual
dieron los moros de ella en señal de su fidelidad y servicio muy de
buena gana. Estimó esto el Rey en tanto para la provisión de la
armada, que mandó al gobernador tratase muy bien a los Moros de la
Isla, y de su parte les agradeciese mucho el buen servicio que le
habían hecho. Puestas mil vacas en tres naves y cuatro
taridas
se volvió con todo ello a Barcelona.











Capítulo III. Como vuelto el Rey a Barcelona hizo reseña de la
gente y se embarcó, y de la gran tormenta que se levantó en
comenzando a navegar.






Aprestada ya
la flota de treinta naves gruesas y XII galeras, con otros muchos
bergantines y fragatas, y llegada toda la infantería, se embarcaron
ochocientos hombres de armas con tres caballos para cada uno, con los
Almugauares de a caballo, y la demás gente de a pie, que fue fama
llegaban a veinte mil infantes, y que con don Fernán Sánchez su
hijo, y los señores de título, y barones que le seguían y otros
caballeros, sería toda la gente de a caballo hasta mil y
dociétos.
Acabados de ajuntar todos, el Rey con los prelados y señores del
Reyno tuvo consejo, en el cual se nombraron los que quedaban para
gobierno del Reyno, y pues el Rey tenía ya hecho su testamento y la
repartición de sus Reynos y señoríos en sus dos hijos don Pedro y
don Iayme ya príncipes jurados, y que los dejaba con ellos por lo
que del podía suceder yendo en una jornada tan peligrosa y dudosa,
les rogaba tuviesen toda buena alianza con ellos: pues así volviendo
sano y salvo de esta jornada, como perdiendo en ella la vida para
ganar la del cielo, allá y acá tendría siempre cuenta con ellos.
Venido el día de la embarcación, luego por la mañana oída misa,
el Rey con algunos principales del Reyno como era costumbre
recibieron el santísimo sacramento, y lo mismo haciendo cada uno de
los soldados se embarcaron. Entró con ellos el Obispo de Barcelona,
y el Sacristán de Leryda que después fue Obispo de Huesca, con
muchos sacerdotes para ministrar los sacramentos a los del ejército.
Y como fuese entrada del Otoño, cuando ya cesan las calmas y los
vientos son más reforzados, mandó el Rey que luego por la mañana
se hiciesen todos a la vela: puesto que el tiempo no era del todo
hecho. Mas no hubieron navegado cuarenta millas costeando hasta
llegar en alta mar, cuando al anochecer, por correr levante, y no
haber podido salir todas las naves juntas, determinó por consejo de
Ramón Matquet principal piloto, volver a Barcelona, para recoger
toda la armada, y llevarla delante si: la cual con el viento
contrario que se levantó de medio día abajo, había dado en la
playa de Ciges cerca de Barcelona hacia el mediodía. Y con una sola
galera que halló delante la ciudad, de paso recogió las naves, y
hecha reseña de nuevo, dio a Fernán Sánchez el cargo de general
del armada. El siguiente día no con muy buen tiempo partieron de
Ciges, y llegaron a vista de Menorca: a donde pensando poder tomar
puerto, súbitamente se levantó tan grande tempestad y contrariedad
de vientos entre levante y tramontana que los echó a la mar y trajo
a riesgo de perderse por querer resistir al tiempo con el recelo que
tenían de dar en Berbería (
Berueria).
Además que se reforzaron los vientos de tal manera que causaron
grande tempestad y borrasca con tanta oscuridad, que pasaron largos
cuatro días con sus noches que ni se vio sol, ni luna, ni estrellas
en el cielo. Y así perdido el tino con la oscuridad y con los recios
encuentros de las olas, no pudiendo ya regir los gobernalles de las
naves, se alejaron las unas de las otras por no venir a encontrarse y
perderse del todo: de las cuales parte tuvieron firme, y por no
perder al Rey se sujetaron a muy grande peligro, parte fueron del
todo forzadas hacerse a lo largo y seguir la capitana de Fernán
Sánchez que siguió su camino para Jerusalén como adelante diremos.
Mas el Rey, que en comenzando la tormenta se pasó a la nave de Ramón
Marquet, comenzó a ser muy importunado por los de la misma nave, y
también por los Pilotos de las otras con los capitanes y soldados,
que a voces nombraban al Rey, y se le allegaban suplicando con
lágrimas se apiadase de ellos, y que volviesen atrás: pues cesando
la tramontana, se había opuesto el lebeche tan reforzado que doblaba
la tormenta y los ponía en mayor peligro. Lo mismo encarecía
Marquet con sus marineros, porque veían crecer la tempestad de punto
en punto y era tan espantosa su furia, que no parecía tormenta de
vientos sino furor del cielo airado contra los navegantes. Allende
que ya las demás naves o habían perdido el timón, o rompido el
mástil, y las velas, además de hacer agua todas, y los caballos del
Reyq iban en aquella nave ya echados a la mar, y se podía creer ser
lo mismo de los que iban en las otras.










Capítulo IV. Como porfiando el Rey de pasar adelante contra la
opinión de los Pilotos, el Obispo de Barcelona le persuadió diese
lugar al tiempo, y tomase puerto.







Como todavía Marquet con
todos los marineros representasen al Rey el grandísimo peligro en
que estaba puesta la armada, por lo que está dicho, y de cansados ya
casi ninguno hiciese su oficio, antes bien todos desamparasen la
nave, con todo eso confiando el Rey que amainaría la tempestad,
procuraba animarlos, diciendo que Dios en cuyo servicio iban, y los
ángeles sus ministros eran con ellos, que implorasen su auxilio
porque aunque fluctuasen no perecerían. Pero como la tempestad
creciese, recurrieron al Obispo de Barcelona todos los marineros de
la nave Real con el piloto para que persuadiese al Rey diese lugar se
tomase puerto donde pudiesen: porque la nave había hecho mucha agua,
y realmente se iban a fondo, y que le significase era la
determinación de todos ellos que por la salvación de su Real
persona, le perderían el respeto, y tomarían la primera tierra que
pudiesen. Oído esto el Obispo con el Sacristán y Teólogos que
venían en la misma nave se juntaron, y fueron a encerrarse con el
Rey en la cámara de popa, y el Obispo le habló de esta manera.
Ciertamente (Rey y señor nuestro) que ni es de cristiana virtud, ni
de constancia heroica, mas antes sabe a crueldad inhumana, que
viéndonos en tan manifiesto peligro queráis ser tan pertinaz en el
navegar, que ni de toda la armada, ni de nosotros, ni de vos mismo
tengáis compasión ni piedad alguna. Sino que queréis vos solo
contra la opinión de los que lo entienden usurparos el gobierno de
la mar, sin considerar cuan otro es al de la tierra, y el uso del
pelear cuan diferente uno de otro: pues no salen contra nosotros
escuadrones de gente armada, no hombres contra hombres, sino vientos,
lluvias, y truenos, relámpagos, rayos, torbellinos, y todas las
tempestades juntas son las que hechas un cuerpo caen y dan sobre
nosotros: a las cuales, no con fuerza de armas, sino con solo volver
las espaldas, y huir de ellas es lícito resistir, y sin perder
honra, hurtarles el cuerpo: pues no hay cosa de mayor arte en el
navegar, no pudiendo tomar puerto, que seguir la tempestad: ni de
mayor sabiduría y discreción, que a los vientos, a quien no podemos
mandar, si son del todo contrarios, obedecer, y si nos echan a
tierra, mayormente a la propia (como ahora vemos) correr con ellos a
rienda suelta. Que ni hay porqué estar solícito, ni con el ánimo
suspenso, por lo que dirán, dejando la empresa: porque esta más es
de Dios que vuestra: ni por vos señor ha sido, sino solo por el
nombre de Cristo, y para ensalzamiento de su santa religión y fé
católica comenzada. Pero como veamos que esta se nos estorba con tan
horrible y espantosa tormenta, y tempestades de mar y cielo: las
cuales ni se levantan, ni mueven sin la voluntad divina: por ventura,
o no es grata, ni accepta a Dios nuestro Señor esta empresa, o para
en otro tiempo, con más comodidad se os reserva el acabarla. Por
tanto no tengáis señor cuenta con lo que será, sino con la
necesidad presente y urgente: y para que no llevéis vos solo la
culpa de tan miserable pérdida y muertes de tantos y tan
esclarecidos capitanes y soldados, sino que más presto a vos, a
nosotros, y a todos salvéis la vida, mandad a los pilotos tomen el
primer puerto que la misericordia divina nos deparare: para que en la
tierra, y no en la mar podáis con más libertad y tranquilidad de
ánimo determinaros en lo que más conviene.













Capítulo V. Que convencido el Rey por las razones del Obispo mandó
a los pilotos tomasen puerto, y como apartados, de súbito cesó la
tormenta, y de las causas porque no volvió a navegar.






Como el Obispo
acabó su razonamiento, luego fueron con el Rey el Sacristán con los
Teólogos y religiosos, y con lágrimas le encargaron la conciencia y
suplicaron lo mismo. Fue cosa milagrosa, que en el punto que comenzó
el Rey a ablandar su pecho y pertinacia, comenzó también a amainar
la tempestad y tormenta. Y al tiempo de medio día, deshechas las
espesísimas tinieblas que lo cubrían todo, se descubrió el sol, y
repentinamente parece que se abrió el cielo, y descubrieron tierra:
y la nave del Rey y otras con el favor divino aportaron a la
provincia de Narbona al puerto de Aguasmuertas: pero se levantó un
viento de tierra que les impidió la entrada, y las echó en el
puerto de Adde más cerca de Narbona. A donde el siguiente día
desembarcó el Rey, y en poniendo el pie en tierra, se fue para la
iglesia de nuestra señora de Valverde, donde hizo infinitas gracias
a nuestro señor y a su bendita madre, por haber librado a él y a
los suyos de tan terrible tempestad, y restituido los a tierra firme.
Después volviendo los ojos a la mar viéndola tan reposada y mansa,
pensó de volver a ella: pero como entendió que de toda la flota que
de Barcelona saliera, apenas había con él aportado la mitad, y
aquella quedase tan quebrantada y rota de la tempestad pasada, que
por maravilla había naves ni galeras, que fueron las más mal
libradas, que no se hallasen, o con las velas rotas, o con el mástil
(
mastel)
y antenas quebradas, o caído el timón y que por aliviarlas no
hubiesen echado a la mar los caballos, y máquinas, con los demás
instrumentos de guerra. Allende desto, que ni de la otra mitad de la
flota sospechase otro que el mismo trance y fortuna de la suya:
determinose en dar lugar al tiempo y por entonces no volver a
navegar, sino diferirlo para otro más oportuno, cuando reparada la
armada sería más fácil la empresa. Luego llegó a él, el Obispo
de Magalona en cuyo distrito estaban, y el hijo de Ramó Gaucelin
principal barón de aquella tierra, los cuales proveyeron al Rey y a
los suyos de vituallas y lo demás necesario para rehacerse del
trabajo pasado, con mucha abundancia. Lo cual el Rey les agradeció
mucho, y se partió para Mompeller que estaba muy propinquo de allí,
a donde se detuvo algunos días para que tomasen huelgo los suyos, y
se reparase la flota.















Capítulo VI. Del discurso que hizo la otra mitad del armada que
llevaba don Fernán Sánchez, como llegó a Jerusalén, y volviendo
por Sicilia fue armado caballero por el Rey Carlos.






Llegada la
mitad de la flota con la persona del Rey al puerto de Adde (como está
dicho) la otra mitad que pudo resistir a la tempestad, siguiendo la
nave de don Fernán Sánchez, con la de Ximen de Urrea, pasaron
adelante, porque se alargaron con la tormenta hacia la costa de
Berbería y navegaron entre ella y Cerdeña, y Sicilia y por la costa
de
Cádia
y Chipre hasta que llegaron a Acre villa y puerto de la Palestina no
lejos de Jerusalén: donde fueron con grande alegría recibidos del
gran Maestre de Rodas que allí estaba, y de otros Cristianos que
como tuvieron nueva de su llegada, vinieron de Jerusalén a verlos,
con estar muy maltratados de todo auxilio. Mas como la villa
estuviese desguarnecida y sin defensa, propinca a otra que poco antes
habían combatido los Turcos y tomado por fuerza de armas, pareció
que no era seguro esperarlos allí, ni emprender de pelear con ellos
siendo tan pocos los del armada y estar tan fatigados de las
tormentas pasadas. Y porque se iban ya allegando los Turcos al puerto
para hacer presa en ellos determinaron de volverse a las naves, y
buscar al Rey por el mismo viaje que trajeron. De manera que
partiendo el trigo y vituallas que traían con el gran Maestre y
Cristianos, y animándolos mucho para que confiasen en la venida del
Rey que sería allí presto con toda la armada a librarlos, salieron
del puerto y se volvieron sin descubrir en ninguna parte gente ni
socorro de los Tártaros, ni del Emperador Paleologo, y sin esperar
más pasaron a vista de Chipre y Rhodas tocando en la Asia menor. De
ahí (
ay)
a vista de Candia, tomando la
derota
por junto al Zante llegaron a Sicilia y costeando y doblando los
cabos de la Isla aportaron en Palermo ciudad principal y la mayor y
más fortificada de la Isla, a donde solía ser la residencia de los
Reyes. Como se hallase a la sazón allí el Rey Carlos de Angeu que
venció poco antes, y mató al Rey Manfredo (como arriba contamos) y
entendiese que un hijo del Rey de Aragón era allí aportado, salió
al puerto a recibirle y le hospedó con grande honra y aparato, y le
entretuvo algunos días tratándole muy espléndidamente como quien
era. De donde se le aficionó tanto Fernán
Sachez
que le pidió por merced le armase caballero, porque se honraría
mucho en recibir este favor de su mano. Lo hizo Carlos de muy buena
gana, y celebró en ese día aquel oficio con extraña suntuosidad y
pompa. Puesto que todas estas prendas de amor y amistad tan de presto
dadas y tomadas entre los dos fueron ocasión de mayor odio y
discordia entre Fernán Sánchez y el Príncipe don Pedro su hermano
que como sucesor de Manfredo su suegro le hizo después cruel guerra
y le ganó a Sicilia y aun en Fernán Sánchez puso las manos como
adelante se dirá.















Capítulo VII. De las fiestas y suntuosísimos regocijos que el Rey
de Castilla hizo en Burgos a las bodas del Príncipe su hijo y de los
muchos Príncipes que se hallaron en ellas con el Rey don Iayme.


Partió el Rey de
Mompeller para Cataluña y de allí sin detenerse pasó a Zaragoza a
donde halló un embajador del Rey de Castilla su yerno que le dijo,
como el Rey su señor había sabido de su gran tormenta de mar y
tempestad pasada y también de su vuelta a salvamento, de lo cual él
y la Reyna se habían infinitamente alegrado, y hecho gracias a
nuestro señor por ello, y porque tanto más deseaban gozar de su
vista, le suplicaban que para solazarse y aliviarse del trabajo
pasado, tuviese por bien de venir a Burgos a dar su bendición al
Príncipe don Fernando su nieto, y hallarse en las bodas que había
de celebrar con doña Blanca hija del Rey Luys de Francia. Donde se
habían de hallar juntos el Príncipe su hermano que la traía,
acompañado de muchos Prelados y grandes de Francia. Y don Eduardo
Príncipe de Inglaterra casado con doña Leonor hermana del de
Francia, y con ellos el Marqués de Monferrat de Italia, con los
embajadores de los electores del Imperio de Alemaña, que a la sazón
eran llegados con la nueva de su elección en Rey de Romanos. Lo cual
oído por el Rey se alegró extrañamente, y se puso luego en camino
para hallarse en la fiesta, llevando consigo algunos principales
señores del Reyno puestos muy en orden para salir a las justas y
torneos y las demás fiestas de la boda. Pasó por Tarazona, y de
allí a Ágreda, donde fueron sus primeros desposorios con doña
Leonor, y a donde le esperaba el Rey don Alonso, y continuando su
camino llegaron juntos a Burgos, a donde habían llegado ya todos los
nombrados, ni faltó don Alonso señor de Mesa y Molina tío del Rey
don Alonso, juntamente con los hermanos don Fadrique, don Manuel, y
don Felipe el que casó con doña Cristina hija del Rey de Noruega:
los cuales para estas bodas disimularon sus rencores e hicieron como
treguas en la guerra de pasiones que con don Alonso tenían.
Postreramente llegó el Príncipe don Pedro el cual igualando con el
Rey su padre en grandeza y majestad de personas excedían a todos los
demás Príncipes y representaban bien lo que eran. Luego tras él
llegaron los demás hermanos don Iayme Príncipe de Mallorca y don
Fernando señor de Ixar, y don Fernán Sánchez que llegaba de
Jerusalén. Asimismo acudieron a la fiesta don Iayme y don Pedro
hijos de doña Teresa, porque muerta doña Violante no era tan viva
la pasión del Rey y don Pedro contra ellos, mas ya se veían y
trataban. También se halló presente don Sancho el Arzobispo de
Toledo que les dijo la misa, con todos los demás Prelados y grandes
de Castilla. Los cuales fueron todos con sus criados, gente y
caballos espléndidamente aposentados y proueydos de toda cosa con
abundancia, que fueron las mayores cortes y junta de Príncipes que
Burgos jamás en si tuvo. Se celebraron las bodas solemnísimamente
con la mayor alegría y magnificencia que jamás se vieron otras, a
causa del grande concurso. Acaeció que celebrada la misa Eduardo
Príncipe de Inglaterra quiso ser armado caballero por mano del Rey
don Alonso, juntamente con don Fernando su hijo el novio de las
bodas. También recibieron de mano de Eduardo la misma dignidad los
hermanos de don Fernando con don Lope Díaz de Haro señor de
Vizcaya. Estas bodas después de oída la misa y tomada la bendición
del Rey aguelo, y padre don Alonso, se entretuvieron y solemnizaron
con fiestas de justas, torneos, cañas, juegos, espectáculos, toros
y otros muchos regocijos, por espacio de medio año, desde la
primavera al otoño. Porque siendo (como dicen) Burgos de verano
fría, no hubo ningún exceso de calor para impedir el continuo y
encendido ejercicio de tantas justas y torneos con los demás juegos
que en todo aquel tiempo hubo. Y lo que más fue de maravillar es que
en todo este tiempo a ninguno de los convidados se le ofreció
necesidad, ni ocasión para haber de dejar la fiesta por volver a sus
casas. Mostrose don Alonso en esta jornada con los extranjeros y
suyos más largo y magnífico que cuantos Príncipes hubo en la
Europa. Y acabada la fiesta se despidieron unos de otros con mucho
gusto y contentamiento de todo haciendo muchas gracias al Rey de
Castilla porque los enviaba tan obligados a celebrar la perpetua
memoria de su tan extraño poder y magnificencia.













Capítulo VIII. De las quejas que los grandes de Castilla dieron al
Rey don Iayme de don Alonso su yerno por su maltrato, y como se
muestra no ser aptos para gobierno los hombres muy especulativos.






Mas porque lo
digamos todo, señala el Rey en su historia como algunos de los
grandes de Castilla mientras duró la boda y fiestas, le hablaron muy
en secreto y dieron grandes quejas del Rey don Alonso, porque se
trataba con todos inicua y soberbiamente, sin ningún respeto ni
deferencia de personas en el gobierno del reyno, como si fuera de
Moros, y que se había tan desmesuradamente con algunos, que no solo
los tenía muy enajenados de su devoción y servicio, pero muy
movidos a juntarse todos y echarle del Reyno: tantas eran las
ocasiones que de cada día les daba, para llegar a esto, y aun de
pasar más adelante. Y cerca desto le descubrieron algunas
particularidades de agravios y desafueros tales, que al Rey le
parecieron bien dignos no solo de fraterna, pero de muy pronta
enmienda, so pena que se había de perder don Alonso por querer mucho
saber, y falta de no conocerse. Porque fue este Rey entre todos
cuantos hubo en Castilla antes y después doctísimo en diversidad de
ciencias, señaladamente en Astrología, pues como antes dijimos,
compuso en esta ciencia altísimamente las tablas que llaman
Alfonsinas, para gran uso y compendio de la misma ciencia. Pero
cuanto más él se dio a la especulación de los cursos del Sol y de
la Luna con los planetas, y en poner los ojos en el movimiento e
influencia de los cielos, tanto más vino a perder la consideración
y cuidado de las cosas terrestres, y como a perder las riendas del
regimiento y gobierno de sus Reynos y de la Repub. Porque siempre
estuvo con el ánimo
agenado
de ella, y así del mucho tratar con la velocidad y mutación de los
cielos y discursos de planetas, vino a salir el más inconstante,
vario, difícil e impaciente hombre del mundo, a imitación de los
Alquimistas, que de tratar tanto con el azogue que es inconstante,
voluble y que nunca está quedo, quedan con los ojos y cabeza
temblando como azogados, que dicen. De donde los tales puestos en el
regimiento de las cosas humanas y terrestres, que son tardas y
pesadas, es necesario que las tengan en poco, y como por afrenta el
aplicarse a ellas: y así es imposible darse a los negocios sino con
mucha dificultad y extrañeza, porque son como huéspedes y
peregrinos en ellos. De manera que ni conocen con quien tratan, ni
tienen el respeto que a cada uno en el tratar deben: sino que
aborreciendo todo negocio como enemigo formado de su tan amado ocio y
contemplación, de tal suerte aborrecen a los negociantes, que dan
toda ocasión para ser aborrecidos de ellos. Oyendo pues el Rey las
justas causas de los grandes, por tener muy bien experimentada la
inconstancia de don Alonso creyó muy de veras lo que se refería del
y de sus cosas, pero con todo eso les respondió, guardasen toda
fidelidad y obediencia a su Rey, porque confiaba habría mejoría y
enmienda en sus cosas. Y despidiéndose con mucha gracia de todos, y
de la Reyna su hija y nietos, se partió de Burgos acompañado del
mismo don Alonso hasta Tarazona.















Capítulo IX. De la fraterna con tres buenos consejos que dio el Rey
a don Alonso para bien gobernar, y estar siempre en gracia y amor de
sus vasallos.






Partido el Rey
de Burgos, habiendo ya salido antes de él don Pedro con los demás
hermanos cada uno para donde el Rey les había ordenado, quedando con
solo don Alonso que quiso acompañarle hasta Tarazona, pareciole con
la ocasión del camino, por lo que le amaba, siendo tan conjunto suyo
y padre de sus nietos, darle algunos buenos documentos, como avisos
necesarios para su buen regimiento y del Reyno. Y así le advirtió
prudentísimamente y con buen modo, de cuatro principales vicios en
que pecaba don Alonso con que perturbaba todo su gobierno, añadiendo
a cada uno su virtud contraria, para que como buen médico, según la
enfermedad así se le representase el remedio. Lo primero que no
tuviese odio ni
rancor
contra sus vasallos porque esta era cosa propia de tiranos, si no
quería ser más aborrecido que temido, y nunca llegar a ser amado de
ellos. Porque este rencor y odio callado, no viene sino de haber
tentado algunas cosas malas en el pueblo, y por no ir acompañadas de
honestidad y continencia, no haber salido con ellas. Y como no hay
cosa que más refrene a los pueblos que ver a los Reyes refrenarse a
si mismos: así para la propia seguridad y descanso cumple no
aborrecerlos ni con inicuas obras exasperarlos. Lo segundo que de los
tres estados de que está compuesta la Repub. Ecclesiásticos
señores, y pueblo, ya no pudiese con todos (aunque esto sería lo
mejor) al menos estuviese bien con los Prelados, Sacerdotes y estado
Ecclesiástico. Porque en tener a estos de su parte, y aconsejarse
con ellos, autorizaría mucho sus cosas, y por su medio atraería más
a si los populares, y refrenaría la fantasía y altivez de los
grandes. Lo Tercero que los grandes nobles y caballeros es justo si
son insolentes y desacatados, sean reprendidos y castigados, pero no
ultrajados y afrentados: porque son los que mantienen el honor de la
República, son los brazos de la guerra, y fundamentos de la paz: por
los cuales siempre fueron los Reyes temidos de sus enemigos. Lo
postrero que no condenase a ninguno sin oírle primero, y guardarle
su justicia. Porque esto no solo arguye al Príncipe que tal hace de
tirano y atrevido, pero quita muy
inicamente
su crédito y autoridad, así a las leyes que son magistrados
muertos, como a los mismos magistrados que son leyes vivas.
Finalmente que se acordase que los Reyes nacieron para beneficio y
amparo de los pueblos, y que reconociese a nuestro Señor la soberana
merced que le había hecho en que siendo hombre no fuese súbdito
sino señor de innumerables hombres.









Capítulo X. Como por no
seguir don Alonso los consejos que el Rey le dio, se vio en grandes
trabajos y desamparo de todos los suyos.






Quedó
extrañamente admirado don Alonso de oír los prudentes y tan bien
deducidos avisos y consejos que el Rey (a quien hasta allí tuvo por
imperito)
le dio, y claramente conoció que ninguna de las otras ciencias, sino
de la grande experiencia que el Rey tenía de las cosas podían salir
documentos tan vivos y convenientes para el buen regimiento de sus
Reynos. Y aunque prometió de seguirlos, y observarlos pero por su
mal hábito de posponerlo todo a su ocio literario tan ajeno del
gobierno Real, aprovechó todo poco: a semejanza de las píldoras que
con la esperanza de la salud, aunque amargas se toman de buena gana,
pero el estómago, por hallarse de malos humores estragado, no puede
retenerlas y las vomita luego. Así don Alonso con su sutil y
delicado ingenio fácilmente conoció y tuvo por buenos los sanos
consejos que el Rey le dio, y como tales propuso de seguirlos: pero
en volver el Rey las espaldas, no solo los olvidó y echó de si:
sino que volviendo a su antigua costumbre y perversa condición,
cometió tales cosas de nuevo, que fue causa para que todos sus
hermanos junto con los grandes del Reyno que todos hacían un cuerpo
casi se le rebelasen, y así don Felipe su hermano, viendo el mal
trato del Rey juntamente con don Nuño Gonzalo de Lara hijo de aquel
gran don Nuño, de quien arriba hablamos, con otros muchos señores
de Castilla, y algunos síndicos de villas y ciudades reales, que se
cartearon secretamente los unos con los otros, se ajuntaron en la
villa de Lerma, y puestas las causas que para ello tuvieron de común
consentimiento de todos, juraron de rebelarse contra don Alonso, si
no desistía, y se apartaba de poner en ejecución ciertas nuevas
leyes y edictos que poco antes había hecho y mandado publicar, que
ni para su honra, ni para la utilidad de los pueblos convenía,
porque del todo se encaraban para total ruina y destrucción
(
distruycion)
de los grandes y barones del Reyno, sin perdonar a sus propios
hermanos. Por lo cual don Felipe no quiso valerse del favor del Rey
de Granada, con quien tenía estrecha amistad para recogerse a él,
sino que sabiendo las enemistades que con el Rey de Navarra tenía
don Alonso, por consejo de los grandes que se ofrecieron a nunca
faltarle, se fue para él, por hacer mayor tiro, y despecho a don
Alonso.









Capítulo XI. De la
infinidad de moros que pasaron de África en la Andalucía, y como
vino don Alonso con la Reyna su mujer a Valencia a pedir al Rey
socorro.







Por este tiempo que ya el
Rey era llegado a Valencia, se entendió como infinito número de
Moros Africanos del Reyno de Marruecos habían pasado a la Andalucía,
y que aportados en Algezira, se habían apoderado de ella y de la
villa de Bejer con hallarla muy proueyda y guarnecida de gente y
armas: también que hallándose el Rey don Alonso muy confuso con tal
nueva, viendo por una parte los de África con innumerable ejército
entrarle por sus tierras, por otra a don Felipe su hermano con los
grandes del Reyno apartados de si, y puestos en rebelársele, puso
todo su remedio y confianza en el Rey su suegro: y para tomar su
consejo, y valerse de su favor, en una tan súbita y urgente
necesidad, determinó de venir juntamente con la Reyna su mujer a
Valencia, donde el Rey estaba detenido de pasar a Cataluña por
entender en averiguar ciertas diferencias (como su historia dice) que
se habían movido entre don Guillé Escriua contador mayor del Reyno,
que llaman maestro Racional, y el Bayle general receptor de las
rentas Reales, dos de los más preminentes oficios Reales del Reyno.
Era la diferencia sobre las preeminencias y antelaciones de los dos
oficios, o dignidades que tenían, la cual diferencia compuso y
asentó el Rey publicando sentencia en favor de don Guillen. Pues
como entendió que ya don Alonso y la Reyna estaban de camino,
salioles a recibir a Buñol, una pequeña jornada de Valencia, y
haciendo allí noche todos, a causa del buen alojamiento del castillo
y pueblo, que ahora posee la ilustre familia de los Mercaderes, se
vinieron el día siguiente a Valencia, a donde fueron del Senado y
pueblo, señaladamente de toda la nobleza y caballería
suntuosísimamente recibidos: y dada vuelta por la ciudad que estaba
riquísimamente entoldada y abiertas sus ricas tiendas, fueron
aposentados en el antiguo palacio del Rey fuera de la ciudad tan
abastado de aposentos que pudo quedar allí el Rey para más
consolarse con la continua presencia de la Reyna su hija, que fue la
más amada de todas. A la cual por hacer más fiestas todos los días
que se detuvieron se pasaron en justas y torneos con otros muchos
regocijos, de que gozó mucho don Alonso, por estar hecho a pocos
cuidados. Pero como le viniesen correos de cada día con avisos de
las grandes correrías y daños que los Moros hacían por toda la
Andalucía, y el peligro en que estaban las villas y ciudades de
ella, después de haberles destruido los Moros y talado los campos,
fue necesario dejarse de fiestas y volverse con gran presteza a
Castilla, y llevarse la Reyna por ser mujer de gobierno y para mucho.
A los cuales acompañó el Rey hasta Villena, y respondiendo a la
demanda de don Alonso (que todavía tenía algo de impertinente) y
fue pedirle consejo, si movería guerra al Rey de Granada como a
receptor de los Moros de allende, le respondió, que entendiese en lo
más necesario y urgente como era echar a los enemigos, que después
sería a tiempo de vengarse de los de Granada. Con todo eso ofreció
el Rey de enviarle socorro contra los Moros, aunque don Alonso se
olvidó de pedirlo.








Capítulo XII. De los dos pueblos que el Rey fundó en el Reyno de
Valencia, de la revuelta de don Artal de Luna con los de Zuera, y
como se vio otra vez en Alicante con don Alonso, y lo que pasó con
él.






Quedó el Rey
muy descontento de los despropósitos, y poco gobierno de don Alonso
porque mostraba estar fuera del caso, y lo poco que se había
aprovechado de sus consejos. Pues al tiempo que la infinidad de
enemigos se le entraba por sus tierras se vino con la Reyna muy
despacio para Valencia como para bodas, so color de pedirle consejo
de lo que haría en tan urgente necesidad. Y a la postre le pidió
uno por otro, y se olvidó de pedir lo importante: y así conociendo
su condición, y lo poco que había de aprovechar cosa que le dijese,
se despidió de él y de la Reyna, y se volvió a Xatiua. Yendo pues
de camino pareció al Rey mandar fundar dos pueblos en dos sitios muy
cómodos: el uno en la valle de Albayda encima de Xatiua hacia el
medio día llamado Montaberner, y el otro dicho Orimbloy junto a
Denia y les dio sus términos y territorios. En este tiempo que de
vuelta de Villena el Rey se entretenía en Ontinyente que es una de
las poderosas y principales villas de las montañas del Reyno junto a
Biar, tuvo nueva de Zaragoza como don Artal de Luna, por ciertas
diferencias que tenía con los de la villa de Zuera en el término de
Zaragoza se puso con su gente en celada aguardando a los de Zuera que
salían mano armada para ir a dar sobre un pueblo de don Artal, el
cual se adelantó y dio sobre ellos, y desbaratándolos mató XXVII.
Por esto determinó luego partirse para Aragón, y llegando a
Torrellas que ahora llaman Torrijos junto a Camarena aldea de Teruel,
salió el Infante don Iayme al encuentro al Rey su padre, a pedirle
licencia para ir a Francia a concluir un matrimonio que se trataba
entre él y la Condesa de Niuers. De este don Iayme dudan algunos si
fue el legítimo hijo de doña Violante. Porque como se cuenta en el
precedente libro, poco antes se había casado con Esclaramunda hija
del Conde de Foix en la Guiayna: por donde o era ya muerta
Esclaramunda (de lo que no habla ninguna historia) o si era viva, no
podía ser este don Iayme otro que el hijo de doña Teresa, el cual
como estuviese en la tenencia de Xerica que no está lejos de
Torrijos salió al camino al Rey y le pidió favor y fuerzas para
efectuar este casamiento. Y el Rey se contentó de ello y le mandó
proveer de dinero y gente que le acompañase y honrase en esta
jornada. Llegó pues el Rey a Zaragoza, y luego mandó citar a don
Artal para ante su presencia. En este medio recibió cartas de don
Alonso de Castilla, diciendo deseaba mucho verse con él para
comunicarle ciertos negocios a los dos muy importantes, y tales que
no se podían encomendar a la pluma, que le suplicaba se viesen en
Alicante. El Rey quiso contentarle, aunque siempre pensó sería
algún movimiento de planeta y de sus acostumbradas invenciones, por
divagar, y no hacer nada de lo que bien le estuviese: y así partió
para Alicante a donde halló ya a don Alonso que le aguardaba. El
cual encerrándose con el Rey le dijo en gran secreto y en suma que
ciertos principales ricos hombres de Aragón juntados con los que en
Castilla se le habían rebelado y pasado a otros Reynos se habían
concertado con los Moros de allende y con los de Granada, para mover
guerra contra los dos, que por tanto viese lo que en tan nuevo caso
debían hacer. Mas le pidió si le parecía bien mover guerra contra
los gobernadores de las dos ciudades Málaga y Guadix: porque estos
eran los mayores
receptadores
de los moros de África, o si sería mejor fingir amistad con ellos,
y hacer guerra al Rey de Granada, como principal autor de tantos
males. No dejó el Rey de conocer la inquietud e inconstancia de
ingenio de don Alonso, y lo poco que calaba los negocios del gobierno
y de guerra: pues de no tomarlos con el valor y ánimo que se
requiere, no los acababa, y de aquí daba en otro inconveniente mayor
que tenía a todos por sospechosos. Con todo eso le aconsejó que en
ninguna manera quebrantase las treguas que había hecho con el Rey de
Granada: y a lo de la conjuración de los grandes de Aragón y de
Castilla, que quitase las ocasiones para rebelársele a sus ricos
hombres, que lo mismo haría él a los suyos, porque este era el
mejor remedio y medicina para este mal. Y para esto se acordase de
los consejos que le dio volviendo de Burgos para Aragón por el
camino, desengañándole que en su propia mano estaba el fuego y el
cuchillo, pero entretanto cada uno mirase por si: y en caso de
necesidad, que no se faltase el uno al otro.




De donde se colige que el
Rey o por el dicho de don Alonso, o por algunos indicios que para
ello tuvo, no dejó de dar algún crédito a lo que don Alonso le
dijo, por lo que después se siguió.







Capítulo XIII. Que
condenando el Rey a don Artal de Luna, se descubrieron algunas malas
voluntades contra el Príncipe don Pedro cuyos criados tentaron de
matar a don Sancho su hermano.







Vueltos los Reyes cada uno
para su casa, maravillose mucho el Rey de su yerno don Alonso, con
ser tan letrado en varias ciencias, tener tanta falta de consejo, y
venir a ser tan sospechoso, y medroso, que no solo a los suyos, pero
aun a los extraños pusiese en sospecha de rebeldes y así comenzó a
pronosticarle todo mal successo en sus cosas. Se vino para Huesca, a
donde convocó cortes, para que por las causas allí referidas contra
don Artal así por lo hecho contra los de Zuera, como porque siendo
citado no había comparecido, se procediese contra él, y se le
hiciese cruel guerra en todas sus villas y lugares. Y para esto
acudiesen todos los que por aquella tierra recibían gajes del Rey.
Publicada esta guerra hubo tal sentimiento de ella en Aragón y
Cataluña, que comenzaron a moverse diferencias y levantarse
alborotos grandes entre los señores y barones, no tanto por don
Artal cuanto por el odio y rencor que todos tenían al Príncipe don
Pedro. Mayormente en Aragón, porque ya no de secreto, ni
disimuladamente, sino muy a la descubierta perseguía a don Fernán
Sánchez su hermano, después que volvió de Jerusalén y Sicilia: a
causa de la amistad grande que había tomado con el Rey Carlos
formado enemigo de don Pedro (como está dicho). Llegó tan adelante
este negocio que tentó diversas veces don Pedro de matar a don
Sancho: señaladamente poco antes cuando los dos se hallaron en
Burriana, a donde los criados de don Pedro, al punto de mediodía con
las espadas en las manos comenzaron a discurrir por todo el palacio,
y osaron señalar que buscaban a don Fernán Sánchez para de hecho
matarle, como sin duda lo pusieran por obra, si él no se saliera del
palacio con su mujer a más que de paso, y se pusiera en salvo. Esto
lo confirma Asclot diciendo, que el odio de don Pedro, no era tanto
por la amistad que don Fernán Sánchez había tomado con el Rey
Carlos, cuanto por haberse persuadido que don Fernán Sánchez
asegurándose con el favor y ayuda de Carlos, había prometido de
matar a don Pedro, para que más libremente y sin cuidado gozase el
Carlos de Sicilia.







Capítulo XIV. De los
muchos que favorecían a don Fernán Sánchez contra don Pedro, y del
razonamiento que contra él hizo don Fernán Sánchez ante el Rey.






Conoció
claramente don Fernán Sánchez hasta donde llegaba el odio e ira
grande que don Pedro le tenía, y que según era altivo y
determinado, no reposaría jamás hasta que le hubiese sacado del
mundo. Por eso determinó valerse del favor y ayuda de ciertos
barones de Cataluña, los cuales al tiempo que la gobernaba don
Pedro, fueron de él muy mal tratados, señaladamente por lo que
había hecho contra un caballero muy noble llamado don Guillé de
Odena al cual condenó a echarlo vivo dentro de un saco en el río, y
que muriese ahogado, que fue mayor pena de la que por ley se debía.
Con estos, y con el favor de don Ximen de Vrrea su suegro, y también
de otros a quien en días pasados, había quitado el Rey sus campos y
posesiones por haber seguido la parcialidad contraria de don Pedro,
alcanzó don Fernán Sánchez ser muy favorecido de ellos, y para eso
se conjuraron todos, y le ofrecieron de seguirle con la vida y
hacienda en esta demanda. No contento con esto don Fernán Sánchez
antes que esta conjuración se publicase, se fue para el Rey, al cual
informó de todo lo que don Pedro y sus criados habían intentado
contra él en Burriana, suplicándole como a señor y padre le
librase de las manos de quien tan a la clara le quería matar, y
mandase castigar a los traidores que ya lo querían poner por obra.
Añadiendo a lo dicho, que si siendo él señor y común padre de los
dos vivo, el hermano se atrevía a matar al hermano, qué haría
después de él muerto, y qué maquinaría contra los dos, después
de haber echado a él del Reyno, lo que por ventura maquinaba, que se
acordase de la obligación que tenía siendo común padre, de
reprimir la desenfrenada ira del un hijo contra el otro, si no quería
en un mismo día verse privado de los dos. Pues tanto y más es de
temer el hombre loco y desesperado, que el valiente y cuerdo, que
supiese que daría
cient
vidas por quitarla al que se la quería quitar. Y así le rogaba muy
humildemente por la clemencia que como a padre le obligaba: y por la
justicia que como Rey podía y debía, quitase de entre ellos tan
crueles distensiones con tan grandes daños y calamidades como de
aquí nacerían para sus propios hijos, y para todos sus Reynos, si
con tiempo, no acudía con el remedio.









Capítulo XV. De lo mucho
que el Rey sintió la discordia de sus hijos, y de las cortes de
Exea, y edictos que allí se publicaron, y sentencia contra don
Artal.







Entendido por el Rey todo
este hecho de sus hijos, quedó muy lastimado, por ver tan grandes
revueltas y discordias sembradas entre ellos, de las cuales
claramente entendió que habían de nacer abrojos de distensiones y
parcialidades entre sus vasallos y Reynos: por eso se dio toda la
prisa que pudo por apagar este fuego antes que más se encendiese. Se
partió a la hora de Murviedro para Aragón y mandó convocar cortes
en Ejea de los Caballeros, y que el Príncipe don Pedro con todos los
señores y barones del Reyno se hallasen en ellas: a donde entre
otros edictos, mandó al Conde de Pallas, y a todos los demás
señores y barones de Cataluña, que ninguno favoreciese al Conde de
Foix que tenía guerra con el Rey de Francia, con gente, ni armas, ni
hacienda. Esto lo mandó el Rey, no tanto por querer mal al Conde por
tener guerra contra su yerno el de Francia, cuanto por quitar el
estruendo y movimiento de las armas de toda Cataluña, que con
achaque de favorecer al Conde, se levantaban en la tierra. Sin esto
mandó al Príncipe don Pedro que renunciase la general gobernación
de los dos Reynos, que le había encomendado cuando se embarcó para
la tierra santa, por consejo de algunos buenos que deseaban la
tranquilidad del Reyno, junto con la seguridad de la persona de don
Pedro. Otro si mandó se publicase allí la sentencia del Iusticia de
Aragón dada en la causa de don Artal y los de Zuera: la cual fue que
en recompensa de los daños que don Artal les hizo, fuese privado de
toda su hacienda y bienes, y la posesión de ellos, por derecho de
señorío se diese a los de Zuera. Pero entendida por don Artal la
sentencia, antes que las cortes se concluyesen, con el favor e
intercesión de don Pedro Cornel hubo salvo conducto y vino a Ejea, y
se echó a los pies del Rey: suplicándole fuese perdonado de su
delito o al menos que por su benignidad Real se moderase la severidad
y rigor de la sentencia. Movido el Rey por las buenas palabras y
humildad de don Artal, y ser muy valeroso caballero por su persona, a
consejo de los señores y barones de los dos Reynos, y a juicio y
parecer de letrados, conmutó la sentencia, condenando a don Artal en
que pagase veinte mil sueldos jaqueses por los gastos, a los de
Zuera, y que por cinco años precisos fuese desterrado de todos los
Reynos y señoríos del Rey. Y a los participantes en el delito, que
fueron Lope Díaz Sentia, Ximeno Alauon, Diego Gurrea, y Pedro Ortiz,
en diez años de semejante destierro.













Capítulo XVI. De la exhortación que el Rey hizo a don Pedro por que
se confederase con don Fernán Sánchez, y de las acusaciones que
contra él puso don Pedro, y como se excusaron los grandes del Reyno
de responder a ellas.






Concluidas las
cortes de Ejea, el Rey se volvió a Valencia y pasando por Teruel,
fue por los ciudadanos principalmente hospedado: a donde teniendo en
memoria aquel magnífico presente que le hicieron para la guerra de
Murcia, como está dicho, mostró la mucha satisfacción y
contentamiento que de sus servicios, y fidelidad tenía, para
beneficarlos
en cuantas ocasiones se ofreciesen. Llegado a Valencia, mandó
convocar cortes, para los de solo el Reyno en Alzira: andando siempre
el Príncipe don Pedro desabrido contra su hermano, sin querer
obedecer al Rey por mucho que le exhortaba y rogaba se reconciliase
con él. Por lo cual el Rey en presencia del Obispo de Valencia, y de
Iayme Sarroca Sacristán de Lérida, y fray Pedro de Granada
religioso Dominicano, y de Thomas
Iumquera
(
original modificado)
principal letrado en derechos, amonestó de nuevo a don Pedro dejase
las enemistades y malevolencia que tenía con su hermano, si no
quería incurrir en la indignación de su padre, señalando a si
mismo. Mas don Pedro no por eso dejó de perseverar en su porfiada
ira, y sin responder palabra, se salió del ayuntamiento, y aquella
misma noche secretamente se fue a Alzira con solos tres caballeros
siempre con intención y ánimo de vengarse de su hermano. Entonces
determinó el Rey por todas vías de librar a don Fernán Sánchez, y
castigar a don Pedro, contra el cual, al parecer, mostraba estar muy
indignado por este caso. Sabido esto por don Fernán Sánchez no
quiso perder tan buena ocasión para más congraciarse con el Rey, y
así vino luego a Valencia, acompañado de don Ximen de Urrea su
suegro. Y llegado besó las manos al Rey haciéndole muchas gracias
por haberse querido enterar de la verdad de lo que entre él y don
Pedro pasaba, y tomar su defensión a cargo. Con todo esto le
aconsejó el Rey que mirase por si, y se volviese a Zaragoza, porque
no le tenía por seguro en Valencia. Mas luego que don Pedro supo el
sentimiento que el Rey había hecho por no haber obedecido a lo que
en presencia de tantos le amonestara porque se reconciliase con don
Fernán Sánchez, y como que prometiera con ira que le había de
castigar por su poca obediencia: y sin eso la gran audiencia que a
don Sancho había dado: determinó moderar su
desmasiado
orgullo e ira, temiendo no le sucediese al revés de lo que pensaba,
el abusar tanto del regalo y benevolencia del Rey. Y así por hacer
buena su causa delante de él y los demás de su consejo, rogó a
Ruyz Ximeno de Luna, y a Thomas
Iunqueras
sus muy íntimos amigos, a quien instruyó muy a su propósito, y dio
sus poderes para comparecer ante el Rey de su parte. Los cuales
llegados ante su Real presencia, y de don Bernad Guillen Dentensa,
don Ferriz de Liçana, que ya era vuelto en su gracia, y Pedro Martín
de Luna, propuso Thomas su embajada según estaba instruido. Diciendo
como nunca había querido el Príncipe don Pedro descubrir al Rey las
cosas tan torpes y
nefandas
que de don Fernán Sánchez sabía, antes las había tenido mucho
tiempo calladas, por ser tales, que sin grande ignominia y afrenta de
sus hermanos no podían, ni debían quedar sin castigo. Pero pues tan
de veras le apretaba tratándole de inobediente, por su descargo le
notificaba, que a don Fernán Sánchez le habían salido tales
palabras de la boca: es a saber. Que el Rey era indigno del Reyno, y
era muy pesado en su reynar. Que él mismo había intentado de matar
a don Pedro con yerbas, por si por la vía que él pretendía pudiese
suceder en el Reyno. Que había muchos principales del Reyno
cómplices y sabedores de esta traición, y que probaría todo esto
ser mucha verdad. Oídas por el Rey todas estas gravísimas
objeciones, no dejó de dar algún crédito a ellas, porque parecían
frisar, con lo que poco antes le había señalado don Alonso de
Castilla. Por donde poco se alteró de ello, ora fuese falso, o
verdadero lo que se oponía, no dejaba de infamar a los suyos.
Llamados sobre esto los señores y barones que seguían la Corte, se
apartó con ellos a un lado de la quadra: a los cuales después de
referidas las oposiciones hechas por parte de don Pedro les dijo, que
no tocaba a él, sino a ellos satisfacer y responder a ellas: pues
por lo que señalaban, no dejaban ellos de incurrir en alguna mácula
de infidelidad. A lo cual respondió don Ximen de Urrea, que no había
razón para que responder a ellas, por ser el que las decía un
ínfimo Clérigo que se las inventaba. Y si era verdad las decía,
por mandamiento de don Pedro, tanto menos eran obligados a hacerle
desdecir, por ser Príncipe jurado y sucesor en el Reyno, a quien
habían dado pleito y homenaje como vasallos. Entonces respondió el
Rey a los embajadores, daría orden como don Fernán Sánchez
satisficiese a las acusaciones opuestas, y se defendiese de ellas,
donde no, le castigaría.









Capítulo XVII. Como el
Rey fue a tener cortes a Alzira, y estando don Pedro para ir con
gente contra don Fernán Sánchez, los prelados le persuadieron a que
hiciese la voluntad del Rey.






En este medio
don Pedro se entró en Alzira siempre fabricando en su ánimo cómo
auria
a don Sancho para vengarse de él, para lo cual secretamente recogía
gente para irle a buscar, que pensaba cogerle antes que se volviese a
Aragón. Sabiendo esto el Rey determinó de ir a Alzira a tener las
cortes, y por divertir a don Pedro de tan malos pensamientos, dándole
una buena mano en presencia de los prelados y grandes que consigo
llevaba a las cortes. Pues como estuviese ya cerca de la villa, y
fuese cazando por la ribera de Xucar, descubrió a don Pedro que
acababa de pasarle en barcos con algunos de a caballo, con los cuales
se entró en la villa de Corbera. Comenzadas las cortes, a las cuales
también vino don Iayme hijo de doña Teresa, Bernardo Olivella
Arzobispo de Tarragona, y los Obispos de Valencia y Lérida, con
algunos ricos hombres de los otros Reynos, y los Síndicos de las
ciudades Zaragoza, Teruel, Calatayud y Leryda, propuso el Rey ante
todos la porfiada pertinacia de don Pedro, y su mal ánimo para con
su hermano que tan puesto estaba en hacerle guerra mortal, y como a
su despecho hacía secretamente gente contra él, y fortificaba las
villas y lugares que le iba quitando. Además de esto, que ni quería
se tratasen por vía de compromiso las diferencias que entre los dos
había, y ni de justicia, ni de amigable composición siendo
hermanos, sino que se averiguase por armas: que les notificaba todo
esto, para que le aconsejasen lo que para remedio de tan extraño
caso debía hacer, porque su ánimo era proceder con todo rigor
contra don Pedro como contra el más rebelde y escandaloso hombre del
mundo. Como oyeron esto los Prelados, y vieron al Rey tan puesto en
ejecutar su proposición, procuraron con buenas palabras aplacarle,
prometiendo toda enmienda y obediencia por parte de don Pedro, y
juntándose con ellos algunos señores de Aragón y Cataluña se
fueron a Corbera, a representar a don Pedro los daños que contra si
mismo se causaba, y lo mucho que enojaba al Rey y escandalizaba a
todos los de las cortes en mover guerra contra su propio hermano, que
más era contra su común padre que tan de veras tomaba este negocio
contra él y todo el mundo se lo alababa: que se guardase de incurrir
en la ira y maldición de su padre, porque tras ella le vendría la
del cielo. Aprovechó poco toda esta diligencia de los prelados con
don Pedro porque ni quiso creer lo que le dijeron, ni dejar de pasar
su propósito adelante, tan arraigada estaba en él la malicia contra
don Fernán Sánchez. Sabiendo esto el Rey lo sintió notablemente, y
luego salió de Alzira y se fue para Xatiua, con fin y determinación
de perseguir y proceder con todo rigor contra don Pedro y así mandó
apercibir una compañía de gente de a caballo para ir a prender a
don Pedro con fin de castigarle severamente. Sintiendo esto Andrés
de Albalate, Obispo de Valencia y viendo que con la ira del Rey se le
doblarían los enemigos a don Pedro y perdería los amigos, para que
todas sus cosas parasen en mal, si no volvía en si, y se reconocía,
volvió a verse con él a solas, hablándole ya no con blandura, sino
muy duramente, increpando gravemente su pertinacia. Mostrando como ni
era de verdadero hijo, ni de caballero, ni de Cristiano lo que hacía
en contravenir y no obedecer los mandamientos del Rey su padre, que
siempre le había sido tan propicio y favorable, que a todos los
demás hijos, por solo él había aborrecido, y que le era un
ingrato, que mirase no incurriese en mayor ira del celestial padre
que suele castigar muy rigurosamente a los hijos que
aca
baxo

son desobedientes a sus padres. Por lo cual le suplicaba y amonestaba
muy de veras se entregase en manos del Rey, y se sometiese a su
voluntad sin ningún otro concierto ni condición que le prometía de
esta manera hallaría en él muy amoroso recibimiento, y alcanzaría
del todo su perdón y gracia.
Movido don Pedro con las
amonestaciones y eficaces razones del Obispo, determinó rendirse muy
de corazón a su padre, como a la verdad ya antes había pensado de
hacerlo y con esto se fue con el Obispo para Xatiua llevando consigo
al Vicario del gran Maestre del Hospital, a quien por justa causa
(aunque no la especifica la historia) había tenido preso, sabiendo
que holgaría el Rey de verle libre. Entrando pues don Pedro con el
Obispo a su lado por palacio le siguieron todos con muy grande
alegría por ver el recibimiento que el Rey le haría, hasta que
llegó a la cámara del Rey, y en verle se le echó con grande
humildad a los pies, y le besó el derecho, y le habló con palabras
muy humildes mezcladas con lágrimas y pidiéndole perdón. El Rey le
recibió benignamente, porque era tanto el amor que le tenía, que no
bastó, ni fue parte la contumacia pasada para menoscabarlo, antes
(como adelante veremos) lo dobló conforme a lo que afirma el Cómico
que las iras entre los enamorados son causa de mayor amor.









Capítulo XVIII. De como
reconciliado don Pedro con el Rey, los dos se concordaron en
perseguir a don Fernán Sánchez, y de la muerte del Rey de Navarra,
y de doña Berenguera.







Esta súbita
reconciliación de don Pedro con el Rey no fue menos sospechosa a
todos, que totalmente daño para don Fernán Sánchez porque de aquel
mismo punto que el Rey vio a don Pedro, como atosigado de su veneno,
convirtió toda su ira y saña contra don Fernán Sánchez, creyendo
ser verdad todo lo que le dijo don Pedro, que a la hora se le
representaron, y vinieron a la memoria las cosas que don Fernán
Sánchez en los años pasados había intentado y maquinado contra su
Real persona en Zaragoza, cuando pidió el bouage a los Aragoneses
para la guerra de Murcia, juntándose con los señores barones y
ricos hombres del Reyno a contradecirle, haciéndose caudillo de
ellos, y formado enemigo suyo, allende de las burlas y palabras
injuriosas que contra él profirió y que no solo procuró con los
barones Aragoneses, pero aun escribió y convocó a los Catalanes
para que hiciesen formada rebelión, y pusiesen en todo riesgo su
vida y honra, que en fin no tuvo en él por entonces hijo sino cruel
enemigo. Ni tuvo por menos justificada la ira de don Pedro contra él
pues sabiendo la justa causa que don Pedro tenía para estar mal con
el Rey Carlos de Sicilia por la muerte de Manfredo su suegro, ni
había de aportar en ninguna parte de Sicilia cuando volvió del
mismo Rey, y mucho menos el armarse caballero de su mano, como está
dicho. De manera que por tantas y tan justas causas le parecía al
Rey no se serviría Dios quedasen estos delitos sin punición y
castigo, y así ni dejó de procurarlo, ni le pesó después de
hecho, como adelante mostraremos. Por este tiempo murió Theobaldo
Rey de Navarra sin dejar hijos, y le sucedió su hermano Enrrico en
el Reyno. El cual no quiso pasar por los conciertos y pactos hechos
entre Theobaldo y la Reyna doña Margarita su madre con el Rey. Cuyo
derecho no por eso dejó de ser muy firme para con el Reyno: puesto
que por entonces no determinó pedirlo por vía de armas, por tenerle
tan distraído las divisiones de sus hijos. También murió por este
tiempo en Narbona y fue allí mismo sepultada, doña Berenguera hija
de don Alonso señor de Molina, con la cual tuvo el Rey siendo viudo
conversación carnal por algunos años, tan libre, que muchas veces
(según él dice en su historia) de ningún pecado tenía porqué
hacerse conciencia sino del de doña Berenguera. Y cuando se
confesaba para entrar en batalla, otro que este no le ocurría.
Puesto que con la esperanza y palabra que había dado de casarse con
ella, no le condenaban (condennauan) del todo. Pero muerta ella como
el Rey entraba en años, no se lee haber más usado de semejante
soltura. Es cierto que no tuvo ningunos hijos de ella, por que hizo
al Rey su heredero de dos villas llamadas Felgos, y Caldela que en el
Reyno de Galicia poseía.













Capítulo XIX. Como el Rey de castilla temiendo la venida de los
moros de África pidió socorro al Rey, el cual se vio con él, y se
lo prometió y de lo que el Rey hizo en Mompeller.







En el mismo tiempo y año,
como algunos señores y grandes de Castilla movidos por las razones y
sobras que don Alonso les hacía se pasasen al Rey de Granada, y
otros al de Navarra, y también se dijese y tuviese por muy cierto
que Abienjuceff Rey de Marruecos había de pasar muy presto con
innumerable ejército a la Andalucía, escribió don Alonso al Rey
dándole aviso de todas sus calamidades así de la ida de sus
vasallos a otros Reyes, como de la venida de los Moros a sus Reynos,
y que le suplicaba para tratar el remedio de esto se viesen juntos
que acudiría luego a donde mandase. Le pesó al Rey muy
entrañablemente de ver y oír las miserias de don Alonso, y más por
ser él mismo la causa de su perdición pues con el mal tratamiento y
división que tenía con los señores, y ver que se apartaban de él
tomaban ánimo los Moros de África para pasar en la Andalucía, y a
río revuelto ponerle en los trabajos y miserias que padecía. Porque
es cierto que en ningún otro tiempo se atrevieron a pasar los Moros
de África en España tan a menudo como en este del Rey don Alonso.
Por donde respondiendo el Rey que acudiría, se vieron en la villa de
Requena en los confines del Reyno de Valencia a donde después de
pasadas muchas buenas razones entre ellos en conclusión prometió el
uno al otro que no se faltarían en tal necesidad, y que se ayudarían
con todo su poder, señaladamente contra los Moros de África
prometiendo al Rey de ir en persona en esta guerra, y con esto
después de avisarle y amonestarle sobre lo que decía hacer con los
grandes para reducirlos a su devoción, y también sobre el ejército
que debía preparar para resistir a los Moros por la Andalucía, pues
él entraría por la parte de Murcia para entretener a los de Granada
no favoreciesen a los otros, se despidieron y cada uno se volvió a
entender en lo que se había encargado para esta guerra. De manera
que vuelto el Rey a Valencia, comenzó a enviar gente de guarnición
a los confines del Reyno hacia la parte de Murcia, y él se partió
por negocios importantes para Barcelona, acompañado de algunos
señores y barones de los dos Reynos, a donde concluidos algunos,
pasó a Mompeller, y como supo las distensiones y diferencias que
había entre Philipo Rey de Francia su yerno y el Conde de Foix, y
que por ellas tenía el Rey preso al Conde, entendió en concordarlos
y librar de la prisión al Conde. Aunque para concluir esta
reconciliación, hubo de dar el Rey a Philipo ciertas villas que
junto al estado de Mompeller poseía. También hizo pregonar guerra
por toda la Guiayna contra el Rey de Granada, y contra Abenjuceff Rey
de Marruecos, y lo mismo por Aragón y Cataluña en defensión de
Castilla y del Andalucía. Mandando a todos los señores y barones
que tenían tierras y posesiones tomadas en feudo de los Reyes sus
antepasados con obligación de que en tiempo de guerra personalmente
siguiesen al Rey y a su costa le sirviesen en ella, acudiesen a
servirle en esta jornada, haciéndoles saber como él mismo en
persona se había de hallar en ella, porque ninguno excusase la
venida. Con esto mandó a Vgon de Sentapau justicia ordinario de la
ciudad de Girona principal ciudadano y de antiguo linaje en ella, que
la gente que tuviese hecha para esta jornada la enviase a Valencia.













Capítulo XX. De lo que el Rey pasó con el Vizconde de Cardona, y
como juntó su ejército y fue la vuelta de Murcia, y no pareciendo
los Moros, dejando allí buena guarnición de gente se volvió a
Valencia.







Hecho lo que dicho
habemos, se partió el Rey de Mompeller, y vino a Lérida, donde
halló al Vizconde de Cardona, al cual como le viese desocupado y
pacífico con sus vasallos, rogó mucho le siguiese en esta guerra
contra Moros, con su persona y la más gente que pudiese que le
obligaría en ello mucho. Como el Vizconde se excusase, y no con sus
trabajos pasados con sus vasallos, sino por pensar que no tenía
obligación precisa para seguir al Rey, y que estaba en su libertad
el quedarse le mostró el Rey lo contrario, y como por derecho y
obligación de feudo era tenido a seguirle. Pero con todo eso,
volviendo el Vizconde a excusarse con otros seis barones de Cataluña
que estaban allí presentes y tenían feudos Reales, determinó por
entonces disimular con ellos, por no detenerse, ni dejar de acudir
luego con el socorro al Rey de Castilla por haber entendido que el
Rey de Granada de muy confiado en el ejército que esperaba de África
con Abenjuceff había adelantado a mover guerra a don Alonso, y le
apretaba por la parte de Murcia. Por eso enderezó el Rey su ejército
hacia ella: dejando encomendado todo el gobierno de los Reynos de
Aragón y Cataluña a don Bernardo Oliuella Arzobispo de Tarragona
como a persona de grande valor y confianza para el cargo, puesto que
reservó el conocimiento de las apelaciones al consejo Real que
quedaba en Lérida. Hecho esto se fue a Valencia, y allí hizo cuerpo
y junta de toda la gente que tenía hecha en el Reyno, con la demás
que era llegada de los otros Reynos y de la Guiayna, y pasó con todo
el ejército a Xatiua, a donde acudieron todos los señores y barones
de Aragón que tenían feudos reales, con sus personas y gente, y los
que no vinieron en persona enviaron gente muy puesta en orden.
Pasando de Xatiua a Biar halló que ya eran llegados allí don Iayme
y don Pedro hijos de doña Teresa, con los otros sus hermanos,
excepto don Fernán Sánchez por no asegurarse mucho de las mañas de
don Pedro, ni de la voluntad del Rey, que sabía la había ya
trocado, y que favorecía a don Pedro. Pasó de allí a la ciudad de
Murcia con todo el ejército, a donde por los Cristianos y Moros se
le hizo solemnísimo recibimiento, y como a verdadero conquistador
del Reyno, y conservador de la patria, le hicieron la misma honra y
salva que a su propio Rey hicieran. Mas como ni los de Granada, ni
los de África, que aun no eran llegados sino pocos, moviesen guerra
contra Murcia, se detuvo allí el Rey no más de XIV días, los
cuales pasó todos en reconocer la fortaleza, y reparar los lugares
flacos de ella, parte en cazar y gozar de tan hermosa campaña. Valió
todo esto para espantar al Rey de Granada, pues en saber estaba tan
vecino el de Aragón luego despidió su ejército, y lo distribuyó
en guarniciones por toda la frontera de Murcia. Sabido esto por el
Rey, se despidió de los de Murcia, dejándolos muy animados para la
defensa de ella, asegurándoles que siempre que menester fuese sería
con ellos. Finalmente renovando las guarniciones de gente por las
fronteras se volvió a Valencia, dejando allí formado ejército por
algún tiempo hasta ver lo que harían los de Granada.













Capítulo XXI. Como estando el Rey en Alzira, llegó un embajador del
Papa para rogarle fuese al Concilio de Lyon (Leon), al cual prometió
de ir, y de lo que pasó con los Barones de Cataluña.







Como el Rey volviendo de
Murcia parase en Alzira para reconocer la villa con su fortaleza,
llegó allí fray Pedro Alcalanam de la orden de los Dominicos, de
nación Italiano, persona de grandes letras y santidad de vida, a
quien enviaba el Papa Gregorio X al Rey con embajada, diciendo en
suma, como había congregado Concilio general en la ciudad de Leon en
Francia, para tratar y determinar los tres mayores negocios que nunca
fueron en ampliación de la religión y Repub. christiana. El uno por
hacer liga de todos los Reyes y Príncipes cristianos para cobrar la
tierra santa de los infieles Turcos. El otro para reducir la iglesia
Griega con su Emperador Paleologo al gremio y consenso de la Romana,
lo tercero para admitir a la fé católica al gran Cham Emperador de
los Tártaros, con todas las tierras de su imperio, por haber sido
muchas las embajadas y ruegos que los dos Emperadores habían hecho
sobre ello a los Pontífices sus predecesores, y que de nuevo le
solicitaban por ello: prometiendo los dos que darían todo favor y
ayuda para la conquista de la tierra santa, siempre que los Príncipes
de la iglesia Latina comenzasen por si la empresa. Por lo cual le
rogaba mucho que por el servicio de Dios, y por el manifiesto
ensalzamiento de la santa fé católica que de esto se esperaba,
tuviese por bien de venir a verse con él en el Concilio para decir
su parecer y voto en tan importantes negocios, y en breve tratar
sobre lo que tocaba al negocio de la conquista. Oído esto por el
Rey, respondió que su devoción era tanta para con la santa sede
Apostólica y sus sagrados Pontífices, mayormente ofreciéndose tan
graves y tan importantes negocios al servicio de Dios y beneficio
común de toda la Cristiandad: que de muy buena gana se dispondría a
dejar todo negocio por hallarse en el sacro Concilio, y como
verdadero hijo de obediencia de la sede Apostólica hacer cuanto en
él le fuese mandado. El legado que oyó tan buena resolución y
respuesta del Rey se volvió luego muy alegre al Papa, y el Rey se
entró en Valencia: donde averiguados algunos negocios sobre el
gobierno de ella: confirmó en el oficio al gobernador que por
entonces presidía, con los demás oficiales reales en sus cargos: y
tomó de su tesoro el dinero necesario para este viaje tan principal.
Llegado a Tarragona, mandó que compareciesen ante él, el Vizconde
de Cardona, de quien se habló antes, don Pedro Verga, don Galcerán Pinos, don Guillé, y Mauleó Catalaunin, Berenguer Cardona, y
Guillen Rajadel, Barones principales de Cataluña. Los cuales poco
antes se habían excusado de seguir al Rey en la guerra de Murcia, a
efecto de castigar su contumacia y soberbia. Y así les quitó las
caballerías de honor, y privó de oficios y cargos reales.
Finalmente les hizo restituir las fortalezas y castillos, que por él
y sus Reyes predecesores les fueron encomendados: para que con esta
condición y ley, a uso y costumbre de Aragón, se encomendaban las
fortalezas, con que se restituyesen a los Reyes, si quiera las
pidiesen a buenas, o enojados, o de cualquier otra suerte. Como el
Vizconde restituyese algunas, y otras se detuviese, y los otros
Barones hiciesen los mismo, y de esto no se contentase el Rey: hubo
parecer de algunos del consejo Real esto se averiguase por fuerza de
armas: aunque por entonces pareció al Rey era mejor, disimular con
ellos, y no comenzar la guerra, por no estorbar su viaje que tenía
prometido al sumo Pontífice para el Concilio.







Fin del libro XVIII.