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martes, 26 de octubre de 2021

VII. LA TRAPA DE ANDRAITX.

VII.

LA TRAPA DE ANDRAITX. (Andratx)

I.

Al sumergirse en las aguas del Mediterráneo baña el sol con sus moribundos resplandores las miserables ruinas de este pequeño cenobio, donde en tiempos no muy remotos se ocultaban a las miradas del mundo actos heroicos de virtud 

entre las prácticas austeras del más rígido ascetismo. Situado al abrigo de una elevada sierra en la costa occidental de nuestra isla, permanecía envuelto en la sombra durante los primeros albores de la mañana, por lo que pudiera decirse que cotidianamente asistía a la muerte y nunca al nacimiento del día. Y es que para familiarizarse con las ideas del trance postrero buscaban allí un asilo hombres de fé ardiente y de corazón sencillo, ora fuese para resguardar su inocencia, ora fuese para acreditar su arrepentimiento. Peregrinos que ni un momento olvidaban el término de su viaje no temían escoger el más escabroso con tal que fuese el más seguro camino. 

Los que hayan visitado esa Tebaida en miniatura no habrán olvidado fácilmente la impresión que debió de causarles la soledad y aspereza de un desierto que tanta armonía guarda con la soledad y aspereza de la vida que llevaban sus silenciosos moradores. Bástales que trace el lápiz de un artista algunos rasgos en el álbum de un curioso viajero, o que indique la pluma los principales lineamientos de tan grandiosa imagen, para que se reproduzca en su memoria, como en un espejo, el aspecto imponente de aquella ruda naturaleza, y se renueven las gratas emociones que sintieron al contemplarla. Para los demás mejor que una descripción minuciosa sería invitarles a pasar algunas horas en aquel sitio donde sorprende lo salvaje, anonada lo grandioso y deleita lo pintoresco. Mejor que admirar ese cuadro sería considerarse, frutando en él, siquiera por breves momentos. Frialdad de corazón y aridez de fantasía se necesitan para permanecer insensible, tendiendo los ojos desde la cumbre de la empinada sierra sobre la inmensa alfombra que tejen las copas de millares y millares de pinos que cuentan su vida por siglos, vagando por entre los espesos matorrales de sus escarpadas vertientes, o contemplando desde el formidable peñasco, que sirve de pedestal al derruido edificio, las olas que a sus pies se estrellan con acompasado y monótono rugido. Y ¿cómo no sentir una viva impresión al ver los restos de aquel huertecillo incrustado en una vasta red de  breñales y espinos, testimonio sobreviviente de la frugalidad más extremada, de la abstinencia más rigurosa? ¿Cómo aspirar la fragancia de sus plantas silvestres sin percibir como un rastro del suave olor que exhalaban las virtudes que allí florecieron? Ocúltanse en la maleza las flores que allí brotan y mueren sin ser vistas más que del supremo Criador, asemejándose a las santas emociones de la vida contemplativa: clávanse los ojos en el mar, desierto que confina con otro desierto, como seguía allí la soledad del sepulcro a la soledad de la existencia: en el cielo, término de las esperanzas del hombre: en el polvo y las ruinas, imagen de la muerte que tan presente se hallaba a todas horas en la imaginación de aquellos piadosos anacoretas. Removiendo estas ideas no sería empresa por demás dificultosa hacer interesante el bosquejo de aquel sitio, ya que no despertase el deseo de visitarlo, como lo hicieron algunos jóvenes del continente. 

Hace ya algunos años que hallándome en Barcelona, entré en una tienda de sederías, cuyo dueño era para mí, si algo menos que amigo, algo más que mero conocido. Aunque hombre de negocios tenía cierta afición a la literatura, y me demostraba un cariño digno cuando menos de mi agradecimiento. De cosas indiferentes estábamos hablando cuando apareció en el umbral de la tienda un grupo compuesto de una señorita, hermosa como un ángel, dos o tres niñas que el aire de familia acreditaba de hermanas suyas, y una señora a quien llevaba del brazo un joven a todas luces acreedor al título de bello y arrogante mozo. No puede decirse que esta pareja presentase a los ojos un contraste repugnante, pero se experimentaba al verla una sensación parecida al efecto de una disonancia mal colocada. Estaba tan lejos ella de la Venus de Médicis como cerca el otro del Apolo de Belvedere. Saludóle el tendero con el nombre de Federico, a lo que este contestó: Venimos aquí para hacer algunas compras. Quiero que estas niñas honren la memoria de su pobre papá celebrando el día de su santo, y ya sabe V. amigo mío, que las mujeres para la celebración de una fiesta nada ven mejor que el estreno de un vestido. Este es el bello ideal del sexo femenino. - Pues yo tendré en servirlas muchísimo gusto, y confío en mi buena estrella que he de adivinar el suyo, replicó el otro, y volviéndose a mí añadió: V. dispense que por esta vez he de usurpar el oficio a mis mancebos. 

- Es verdad que ningún motivo tenía para quedarme; pero no sé qué vaga curiosidad me retuvo hasta que, después de revolver una multitud de géneros, dar y pedir recíprocamente pareceres, sostener e impugnar calificaciones, escocieron los compradores unos cuantos artículos y se retiraron dejando sobre el mostrador mayor número de onzas: El júbilo de aquellas chicas resplandecía en su rostro; pero no era menos visible la satisfacción interior del joven que parecía haberlo ocasionado. Era un cuadro de felicidad doméstica que a ningún pintor se le hubiera ocurrido.

- Amigo mío, dije al tendero, hoy no podrá exclamar V. como Tito diem pérdidi. Con galanes de esa estofa no suelen hacerse malos negocios. Si todo el mundo fuese tan liberal como este caballero la fortuna de V. sería eminentemente progresista. 

- Me basta moderada como mis ideas políticas.

- Pues se me figura que no todos los moderados han de ser de la opinión de V. Pero volviendo a mi asunto, no ha dejado de chocarme un poco que la cualidad de futuro autorice a llevar de presente el bolsillo.

- Futuro, de qué?

- Ese D. Federico, que si se llamara Alfonso pudiéramos apellidarle el de la mano horadada, no es el novio de la jovencita? 

- Novio de su hijastra!  

- Cómo! aquella respetable matrona es su mujer? A mí se me figuraba que era la suegra in pectore. 

- Su mujer en haz y en paz de la santa madre Iglesia. 

- Y hace mucho tiempo?  

- Cosa de dos años.

- Diablo de hombre, tenía los ojos en el colodrillo? Yo no diré que la tal señora sea una harpía: para rostro de suegra el suyo es pasadero; mas en la época que V. dice la niña debía de ser ya bastante espigadita; y me parece cosa harto dura apechugar con la madre saltándole a los ojos el palmito de la hija. 

- No cabe duda; pero hay hechos que parecen fenómenos inexplicables y sin embargo tienen su razón de ser en alguna de las combinaciones que ofrecen la variedad de los acontecimientos y la multiplicidad de los resortes del corazón humano.

No se eche V. a volar por esas nubes. Con toda esa filosofía trascendental qué es lo que V. quiere decirme? ¿Que estaba perdidamente enamorado? 

- Quizás no tanto como ahora. 

- Pues, señora esfinge, si se empeña V. en que he de ser yo su Edipo, medrados estamos. Acláreme V. el enigma. 

- Es muy sencillo. Federico era un joven atolondrado con sus puntas de libertino, pero no un mal corazón. Por fortuna le cogió un buen cuarto de hora, y reconociendo sobre su conciencia una sarta no maleja de acciones nada canonizables quiso poner término a sus mocedades con una buena acción.

- Con que es una buena acción casarse con una señora de cierta edad, y de hermosura no muy cierta? 

- Según y conforme...

- Ah! ya comprendo. 

- No, no comprende V. No forme V. juicios temerarios. 

- Pues si no es esto será que ella tendría un buen patrimonio, y en este caso la moral de aquella acción pertenecería a la escuela utilitaria. 

- Rica ella? se equivoca V. Lo fue durante su primer matrimonio; pero cuando se vio solicitada para contraer el segundo sus riquezas se habían ya desecho como la sal en el agua. De infortunio en infortunio se había visto obligada a bajar escalones desde una regular opulencia hasta los confines de la miseria. Si no moraba en el seno de esta, bien se podía decir que vivía en sus alrededores. Ella es de la montaña, como lo era también su primer marido, un tal D. Lorenzo Capdevila, a quien no cuadraba mal este apellido por ser la persona principal, la más acaudalada e influyente de su pueblo. Poseía bienes territoriales de alguna consideración, y se decía que no lo eran menos las cantidades en metálico que apilaba en sus gavetas. Hombre de costumbres pacíficas y de recia complexión vivía contento con su mujer y sus niñas, su escopeta y sus perros, sus trojes y sus mozos de labranza. El encarnizamiento de la guerra civil vino a dar al traste con esa tranquilidad, que pudiera dar pie a un idilio de la vida campestre. Empezó a susurrarse que las onzas de oro, que se suponían dormidas en las gavetas como gusanos de seda en los capullos, despertaban para tomar el aire y pasaban a manos del Pretendiente. Calumnia o no, las notorias simpatías de D. Lorenzo a la causa carlista eran un mal medio para desvanecer esta especie que hizo de sus adversarios políticos enemigos enconados. De nada le valió el haber obedecido hasta entonces de bueno o mal grado, las órdenes del gobierno existente, ni el haberse abstenido de apoyar sus opiniones con hechos ostensibles. Quizás no había pecado más que de palabra; pero teníase ya a la mano el pretexto, y las más ruines pasiones se desbordaron con toda la violencia que engendran los odios de partido. Se le tuvo preso, se le formó causa, y aunque no resultaron probados los actos de rebeldía que se le imputaban, ni la opinión pública cesó de acusarle, ni él de dar pie y fundamento a sus malévolos rumores. Así las cosas, cuando más ufano estaba con las esperanzas de una recolección abundante, amaneció un día en que le noticiaron que tropas de la Reina habían incendiado sus mieses y talado sus olivares. La destrucción era completa, y aparecía con bastantes visos de agresión directa y premeditada. D. Lorenzo perdió entonces los estribos, y antes de que las tropas fuesen a pernoctar en su pueblo se escapó abandonando a su mujer y a sus niñas. No pasaron dos semanas y ya le teníamos dominando las gargantas y vericuetos de la montaña al frente de una partida carlista levantada a sus expensas. Batíase como un desesperado, porque hacía la guerra por venganza, y el instinto de la pasión suplía su falla de conocimientos militares. La atrocidad y la valentía se confundían en sus hazañas, hasta que saliendo herido de una refriega murió miserablemente despeñado. Por un rasgo peculiar de su carácter sacaba de su propio bolsillo las pagas de sus soldados, y remitía escrupulosamente al cuartel general todo el fruto de su pillaje. Así no es de admirar que en poco menos de un año consumiese todos sus caudales y el producto de varias fincas, mal vendidas unas y empeñadas otras para sostener su vengativa empresa. Confiscadas las demás sirvieron para indemnización de los perjuicios ocasionados, de modo que terminada la guerra civil, la viuda Capdevila y sus niñas, sin hacienda y sin hogar, eran objeto de compasión para los mismos pobres que poco antes las habían mirado con ojos de envidia.

- Y ese D. Federico habrá sido también algún cabecilla que por simpatía a la causa carlista...

- Hombre, no diga Vd. disparates. Este es Federico Miravalls. No ha leído V. nunca este nombre en los periódicos? 

- Me parece que sí, y como que tenga una idea de que ha sido siempre liberal y de los calientes. 

- Caliente, no diré que continúe siéndolo; pero sí súbdito leal y decidido partidario de Isabel II. 

- Pues señor, conciérteme V. esas medidas. Él isabelino, y ella que no podrá menos de tener sus ribetes de carlista...

- No busque Vd. opiniones políticas en mujeres consagradas exclusivamente a la felicidad de su marido y a la educación de sus hijos. Para ellas las paredes de su casa son los términos de su jurisdicción, las fronteras de un mundo desconocido. 

- Pero, vamos al grano y dejémonos de acertijos. Cuál fue el origen, la causa eficiente, la razón misteriosa de tan singular y extraño matrimonio? 

- Un viaje de recreo que Federico hizo a Mallorca con su amigo Romualdo Belsolell. ¿No conocía V. a Romualdito? 

- El poeta dramático? De vista no, pero he leído su único drama que levantó tal tempestad de aplausos en el coliseo y otra no menos deshecha de truenos y relámpagos en la prensa periodística. La crítica pudiera haber sido más 

indulgente, y los aplausos debían ser más justificados. 

- Y qué le parece a V. de su talento? 

- Para mí tiene más imaginación que discernimiento. Carece de sólidos estudios como la mayor parte de los que borrajean estrofas y más estrofas. Su musa le sopla a ráfagas como el viento. Es desigual con frecuencia, incorrecto siempre, estrambótico a veces; pero se conoce a la legua que participa de un temperamento vivamente impresionable, y de un corazón susceptible de grande entusiasmo.

- Y V. no sabe en qué ha parado este joven? 

- Nada sé.

- Pues en este caso es preciso que todo se lo cuente a V. por menudo.


II.

Con los datos y precedentes que me suministro mi larga conversación con el tendero puedo ofrecer a mis lectores, no las dramáticas peripecias de una complicada historia, sino las inesperadas consecuencias de un hecho extravagante, que parecía limitado a la efímera condición de broma carnavalesca. Mi historia apenas tiene nudo, todo consiste en su desenlace, que de seguro se tachara de imposible si de antemano se hubiese imaginado. 

Los que recuerden el famoso Nec Deus intersit alegarán tal vez que infrinjo las prescripciones literarias; pero ni es tan absoluto el axioma del sabio preceptista que él mismo no autorice ciertas excepciones, ni la poética cristiana debe atenerse en todo y por todo a la poética de los gentiles. Existe una lógica superior a la lógica puramente humana, que ni deja de tener algunos comprobantes en la experiencia, ni puede ser atacada sin temeridad por la vana filosofía. 

Federico Miravalls poseía una fortuna considerable. Tendría a duras penas unos veinte años cuando nuestras discordias intestinas le dieron lugar a distinguirse por su valor y por su entusiasmo. Alistado en la milicia nacional sus compañeros le contaron desde luego entre sus más bravos oficiales. Sabía enardecerlos con la palabra y más aún con el ejemplo. Movilizado se aficionó a las bruscas sensaciones de una villa llena de peligros, y como su ambición le aguijoneaba y sus ardientes opiniones le favorecían, no paró hasta verse jefe de una columna volante que era el terror de las bandas carlistas. En una de sus correrías por las montañas de Cataluña, hizo noche en una alquería, cuyo dueño, le dijeron, pasaba fuertes sumas de dinero a D. Carlos: la cena había sido opípara, los vinos generosos y abundantes, las lenguas carecían de frenillo, y excitado por sus camaradas y subalternos, en un rapto de ferocidad que él achacaba tal vez a patriotismo, dio orden que se pegase fuego a las mieses y se cortase una infinidad de pies de olivo que cubrían aquella vasta llanura. Remedo lastimoso fue del supuesto banquete de Alejandro en Persépolis, y por ventura no faltaba quien representase el papel de la impúdica Tais; pero Federico acostumbrado a escenas de desolación y de sangre apenas hizo alto en aquel suceso. Considerábalo cuando más como una de las  necesidades de la guerra, y ni siquiera se propuso inquirir el nombre del propietario a quien con tanta ligereza había arruinado. Hacía la guerra en amateur y se comprende que no fuese de las más benignas. Hecha la paz se encontró como un pez fuera del agua, y disgustado del servicio militar trató de distraerse con otro género de campañas. La elegancia de sus modales, la bizarría de su porte, el gracejo de su conversación, y sobre todo la varonil belleza de su figura le proporcionaban bastante número de victorias. 

Compañero suyo de aventuras y orgías era el poeta Belsolell, cursante de medicina, cuya aversión a los estudios serios defraudaba las esperanzas que hicieran concebir sus más que medianos talentos, y sin embargo no carecía de noble ambición, ni miraba con horror cierta clase de libros. Yacían los de texto arrinconados en su gabinete de estudio y llorando su soledad, como extranjeros en aquella Babilonia de versos, dramas y novelas: porque la poesía era el tema favorito de Romualdo, que devoraba con afán calenturiento, fuesen sublimes o detestables, cuantas producciones de la escuela romántica venían a caer en sus manos. Hombrear con sus autores era su bello ideal, y estaba tan seguro de alcanzarlo como si fuera este el horóscopo de su nacimiento. Llevado de su natural propensión escribió un drama que fue muy bien representado y estrepitosamente aplaudido: pero, sea el público un juez tan respetable como se quiera, su infalibilidad es muy problemática, y los fallos de la prensa vinieron a turbar las glorias de Romualdo, y a derramar zumo de ajenjos en su copa de ambrosía. No se desanimó por esto ni cejó de su propósito: siguió publicando versos en los periódicos, hasta que su crecido número, y los rasgos que brillaban por acá y acullá esparcidos, le conquistaron el renombre de poeta. 

Y en efecto, a vueltas de sus excentricidades y chocarrerías, daba a conocer que era hombre de originalidad en sus concepciones, y de grande fuerza y energía en sus sentimientos. Pertenecía por supuesto a la escuela byroniana; pero, imitador en esto, no sólo tomaba a lord Byron por modelo en el arte sino también en las costumbres. Creía o aparentaba creer que el sello del genio se revelaba con el insaciable anhelo de placeres y galanteos, el escepticismo de la creencia, el cinismo del lenguaje, y en las vehementes emociones de una conducta desarreglada. Tomado se le hubiera por un volteriano completo, si de vez en cuando no se descolgara con algunas elegías de un sabor místico tan pronunciado que podían equivocarse con las fervientes jaculatorias de un pecador arrepentido. Y en esto había más candidez que hipocresía. Aparte de su carácter versátil y de su manía imitativa, la viveza de su imaginación no le permitía andar, le obligaba a correr siempre, fuese cualquiera que fuese el camino de antemano escogido.

Con estos dos solía juntarse un caballero valenciano que en el primer año de matrimonio abandonó a su esposa por seguir a una actriz contratada en el teatro de Barcelona. Su loca pasión le tenía completamente ciego, y ni la publicidad del escándalo, ni la triste situación de la pobre señora, relegada a la casa paterna, bastaron a romper los lazos que le tenían miserablemente cautivo. Las lágrimas que debían ablandar sus entrañas sirvieron sólo para más endurecerlas. Separarse un momento de su ídolo era para él un sacrificio harto penoso, y sólo a fuerza de vivas instancias y de importunos ruegos pudieron comprometerle sus dos amigos a que les acompañase por quince días en un viaje que tenían proyectado a la isla de Mallorca.

Ejecutáronlo efectivamente, y después de haber invertido algunos días en la capital, trataron de recorrer los principales pueblos de la isla. Por demás estaría el señalar aquí su itinerario: basta decir que Andraitx fue el último punto de sus placenteras excursiones. Durmieron en la población, y la mañana siguiente se propusieron visitar las ruinas de la Trapa. Con una acémila cargada de abundantes y exquisitas provisiones se dirigieron allá riendo y bromeando como colegiales en día de asueto. Eran jóvenes dispuestos para cualquier travesura de muchachos. Llegaron, almorzaron, treparon por aquellos andurriales, hasta que cansados descendieron y fueron a guarecerse de los rayos del sol a la sombra de los pinos. Enfrente de ellos se veían las ruinas del eremítico edificio: Federico estaba sentado en una roca, el valenciano tendido en el césped, y Romualdo de pie, con una voz que remedaba la de un sochantre, empezó a declamar exageradamente: 

Oh montes de Nitria y Egipto poblados 

De santos varones al mundo ya muertos, 

Do estando los cuerpos caídos y yertos 

Los ánimos arden... 

- Oye tú, sol hermoso, le interrumpió el valenciano, no te nos vengas con esos plagios que son harto conocidos. Si no tienes ocurrencias más originales, bien puedes romper tu lira y hacer escabeche de tus laureles. 

- Sí que las tengo, saltó inmediatamente el poeta. 

- Véamoslas, respondió el otro. 

- Pues, dum Romae fueris romano vivito more. 

- Otra te pego. Eso es más antiguo que un par de huevos estrellados. Lo original sería ponernos a buscar la glándula pineal del que inventó ese refrancito. 

- No está el busilis en el refrán, sino en la nueva aplicación que se me ha ocurrido. Estamos en la Trapa, vivamos a lo trapense. 

- Me gusta la idea. Buscaremos algunas yerbezuelas a falta de legumbres para que no anden del todo los cuerpos caídos y yertos. Pero, y nuestras provisiones quién se las come?

- Y nuestros vinos quién se los bebe? añadió Federico. 

Oh corvas almas! Oh facinerosos, 

Que no veis más allá de las narices! 

Coman yerba las cabras y los osos, 

Coma el hombre faisanes y perdices. 

Continuó Romualdo con su entonación teatral y grotesca. No hemos de ser trapenses a lo Rancé, sino trapenses Heliogabálicos y Luculianos. Voy a hacerme el fundador de ese instituto. 

En seguida con una prontitud que ponía de manifiesto la travesura de su imaginación, empezó a dictar las reglas que debían observarse durante las tres o cuatro horas que pensaban permanecer en aquel sitio. No hay para qué advertir que en ellas se daban la mano lo pueril y lo truhanesco. Era una cosa más disparatada que las décimas que estuvieron en boga a fines del siglo pasado: una bufonada de mal género; pero tan estrambótica que sus oyentes se desternillaban de risa.

Romualdo concluyó diciendo: Artículo último. Durante el intervalo consabido se permite a los hermanos desde las semínimas de la sonrisa hasta la carcajada máxima y superlativa. Se podrán hacer gestos y visajes, muecas, mohines et alia fúrfuris ejusdem; pero se les queda secuestrado el uso de la palabra, no podrán servirse de la humana locuela en ninguno de los idiomas conocidos y por conocer, so pena de ser declarados reos de leso trapismo, habladores incorregibles, buenos únicamente para aprendices de peluquero o secretarios de la academia barcelonesa. 

Reíanse los otros a más no poder, y levantándose con una seriedad altamente cómica, cruzaron las manos y doblaron todo el cuerpo bajando la cabeza, en señal de que adoptaban la idea y empezaba la broma. 

Esta farsa que tuviera mucho de sacrílega si no tuviese tanto de ridícula, a los quince minutos había ya perdido todo el encanto de su novedad. La risa iba degenerando en tedio cuando se levantó el valenciano, y después de algunas zalemas se fue al edificio y volvió cargado de una botella y tres copas. Derramó en ellas un precioso marrasquino, y ofreciéndolas a sus compañeros con voz nasal y gangosa exclamó: Hermanos, morir tenemos. 

La ocurrencia pareció chistosa. Era aquello un apéndice al consabido programa, una especie de posdata que suplía el descuido, y caricaturaba al mismo tiempo la aterradora fórmula que tan poco parecía prestarse a las exigencias de una parodia. Romualdo acogió ese nuevo rasgo de truhanería con el entusiasmo del poeta satírico a quien se le sugiere un consonante difícil que realza la agudeza de su concepto, y levantando su copa con grotesca majestad y prosopopeya exclamó también: Comedamus et bibamus cras enim moriemur. 

Pero, qué es lo que sucedió en el pequeñísimo intervalo de pasar aquel licor desde la copa a los labios? Qué pensamientos cruzaron por la mente, qué emociones perturbaron el sosiego del corazón de Romualdo? Vio dibujarse en su viva imaginación el espectro de la muerte con su horrible catadura? Comprendió súbitamente que en la frase aquella se encerraba, si no la probabilidad, la posibilidad de una profecía? Le apareció con toda su tétrica grandeza una pavorosa imagen de lo que existe más allá del sepulcro? Sólo Dios lo sabe. Lo cierto es que el licor se le quedó como atragantado, y que arrojó al suelo más de la mitad de la copa como si hubiera sospechado que estuviese envenenado. 

Muchas veces ha sucedido, aun a los más diestros, juguetear con un acero y sin pensarlo darse una profunda herida. Romualdo estaba taciturno y pensativo, quizás por motivos más graves que por la burlesca ley del silencio que se había impuesto. Observábanla los otros a regañadientes, porque la broma se iba haciendo pesada a sus mismos autores, y sin embargo como puntillo de honra nadie quería ser el primero en faltar a lo convenido. Así mal que bien llevaron adelante su juego de niños hasta la hora de la comida, que anticiparon un buen rato de común acuerdo; pero en ese intermedio, ¿cuántos pensamientos no debieron de inspirarles su forzado recogimiento, la soledad y los recuerdos de aquel sitio?

Ocasiones hay en que el hombre se halla al parecer sumergido en una ociosidad completa, y entonces cabalmente es cuando emplea su natural actividad de la manera más digna y provechosa. Se le ve mano sobre mano, con la cabeza algo inclinada, los ojos medio cerrados, los labios entreabiertos, ora inmóvil a semejanza de un tullido, ora andando maquinalmente a guisa de un autómata, y bajo de esa aparente inercia no se distingue la acción incesante del ser inmaterial que en él predomina. Los sentidos externos reposan, las facultades interiores trabajan. Así bajo la áspera corteza del tronco va circulando la savia que reviste de tiernas hojas las desnudas ramas, y produce con el tiempo el sazonado fruto. Merced quizás a la quietud del cuerpo el espíritu sale de la suya, se agita, se rebulle, sacude sus alas y despliega escondido su vital energía. De este movimiento brota una luz que da calor al corazón y enrarece cuando menos las nieblas de la inteligencia. Entonces es cuando el poeta se enseñorea de un mundo imaginario y descubre en él los seres típicos que ofrece después al mundo real para poner de bulto la intensidad o el acrisolamiento de los afectos humanos: entonces es cuando el artista remontándose a regiones ideales concibe la belleza en abstracto para reproducirla concreta con el esmero de la forma: cuando el sabio busca afanoso y tropieza con la solución de los arduos problemas que ensanchan de cada día el vasto círculo de la ciencia: cuando el estadista examina con el microscopio de la prudencia, y pesa en las balanzas de la justicia los medios que conducen a la cultura y engrandecimiento de los pueblos. Y es por ventura escasa la suma de bienes que reporta a la sociedad ese trabajo invisible? 

Pero, ha nacido el hombre únicamente para procurarse toda suerte de goces materiales haciendo servir a este objeto sus adelantos en las artes y en las ciencias? Es su más noble privilegio el de ser sabio, poeta o legislador? No ha venido al mundo con una misión más importante, más personal y privativa? 

No se le ha señalado un blanco más alto adonde tener puestas de continuo sus miras? Trate enhorabuena de sondear los arcanos de la naturaleza; sea empero después de sondeados los de su corazón y de su destino. Cuando la pupila de sus ojos, si se nos permite esta expresión, se vuelve hacia adentro, y al destello de una luz superior registra las profundidades del pecho: cuando se aplica el oído a los latidos del corazón y en el silencio de las pasiones se percibe no ya el grito sino el más leve murmullo de la conciencia: cuando el alma fabrica, por decirlo así, un espejo inmaterial en que se está contemplando detenidamente; entonces es cuando el hombre se entrega a la más seria, más útil y más trascendental de sus ocupaciones. Liviano pasatiempo son los otros al lado de ese indispensable ejercicio: frívolos o perniciosos los estudios que de este no van precedidos Y será que de ellos la sociedad no reporte beneficio alguno? Será que nada tenga de contagioso el vicio, nada de edificante la virtud? 

Será que sin el perfeccionamiento individual se espera llegar el perfeccionamiento, colectivo? Los que tan mal avenidos se hallan con la vida contemplativa es porque miran con igual desdén la enseñanza que de ella procede, y sus declamaciones económicas no son más que un disfraz especioso para encubrir la deformidad de su vergonzante materialismo.

La comida fue poco alegre y menos su regreso al pueblo de Andraitx. En el camino promovió Romualdo una discusión religiosa: sus compañeros la rehuían, pero él volvía a la carga con obstinado empeño. Yo quiero conceder, decía, que el catolicismo tenga puntos vulnerables; pero dónde está el sistema que no los tenga? Él dice: yo soy la verdad, y no le creemos: pero, quién es el otro que posea tantos derechos para decirlo? Será mi razón que está en desacuerdo 

con la vuestra, o la vuestra que contradice a la mía? Será mi razón de la mañana que dice sí, o mi razón de la tarde que dice no? La filosofía contestáis? La discordia de los relojes de Iriarte? Yo quiero la meridiana. Dadme, dadme repetía con febril insistencia, la verdad pura, completa, incontrastable. Dadme una base sólida en que pueda reposar mi cabeza. Dudar? dudar? Se puede seguir viviendo y dudando? 

La mañana siguiente regresaron a la capital, y Romualdo anduvo casi todo el día separado de sus compañeros. Al anochecer los encontró en la fonda que se disponían para ir al teatro: 

- Amigos míos, les dijo, esta noche me embarco. 

- Para dónde? preguntó Federico. 

- Para la Argelia. 

- Y eso? 

- Voy a pedir el hábito de trapense

- Vaya una broma! 

- Hablo con toda formalidad. 

- Estás loco? 

- Al contrario, hoy empieza mi cordura. Hermanos! hermanos míos, morir tenemos. Ayer lo decíamos de burlas, hoy os lo digo de veras. 

Y dándoles un apretón de manos se entró en su cuartito para arreglar el equipaje. 

- Ayer trápala, hoy la trapa! exclamó Federico con el ademán de quien se ríe por fuerza. El valenciano seguía callando, y de su silencio no podía deducirse si aprobaba la resolución del uno o el retruécano del otro. 

Si Federico se quedó estupefacto no hay para qué decirlo. Su sorpresa fue grande; pero si cabe mayor todavía cuando la noche siguiente le dijo su compañero: 

- Querido, yo también me embarco. 

- Para la Argelia?

- Para Valencia.

- Y a qué? 

- A reunirme con mi mujer, a consolar sus lágrimas, a pedirle perdón de mis extravíos. 

- Y Conchita?

- Enemigo! y en tan crítico momento osas pronunciar este nombre? No conoces que está continuamente resonando en mis oídos, y que cada vez me abre una herida más profunda en el corazón! Me ves en una pendiente resbaladiza, y en vez de darme la mano para que suba, me das un empellón para que ruede al precipicio? Federico! Federico! Dios me perdone y Dios la perdone. 

Y saco un pañuelo para enjugar el raudal de lágrimas que de sus ojos salía. 


III. 


Llegó Federico a Barcelona solo y tan profundamente afectado que sus mayores amigos se devanaban los sesos en valde no pudiendo atinar la causa de su mudanza de costumbres. Quien le suponía enfermo, quien ciegamente enamorado: unos achacaban su retraimiento del gran mundo a pérdidas en el juego, otros a quiebras en sus intereses, y para algunos no podía salir de esos dos extremos, o víctima de amorosos desengaños o víctima de políticas decepciones. Pero él encerraba en su corazón el verdadero motivo, que no era tanto el vivo recuerdo de las escenas grotescas como su resultado inmediato, cual lo manifestaba la súbita resolución de sus dos compañeros. No tenía que cumplir un deber tan imperioso como el uno, no se le exigía un sacrificio tan duro como el que se había impuesto el otro; pero el gusano roedor había despertado de su largo sueño, y su conciencia no dejaba de hablarle con la voz del remordimiento.

En ese estado, algo parecido al que describe san Agustín en sus Confesiones, varios negocios reclamaron su presencia en el antiguo teatro de sus hazañas militares. Cuántos recuerdos se agolparon en su memoria! Paseábase cabalmente por la plaza de uno de aquellos pueblos cuando vio a la viuda Capdevila, y a su hija mayor que salían de la iglesia. La notable hermosura de aquella niña, bien que pobremente vestida, no pudo menos de causarle una impresión halagüeña. Su mirada la siguió por unos momentos como arrastrada por una fuerza superior, y su imaginación empezó a dar cabida a una serie de ideas más propias de la poesía que de la vida real y positiva. ¿Qué le impedía el crearse en aquellas montañas una nueva Arcadia, y saborear tranquilos goces al lado de su bellísima pastora? No era dueño de sí mismo? No se sentía fatigado ya del bullicio? No experimentaba en su pecho el vacío?... Bah! se dijo, una pasión más! Mi corazón ha pasado por las vicisitudes de tantas! Tengo tan conocido el valor de estos rostros angelicales! He sido tantas veces su víctima... y su verdugo! 

Pero a pesar de esto no se abstuvo de preguntar quiénes eran aquellas mujeres, y como al contestarle le contestasen largamente vino a deducir, y hasta a tener completa certidumbre de haber sido la causa próxima de su pobreza, el agente fatal de su ruina. 

Arrepentirse! mas, de qué aprovechaba a esas pobres mujeres su arrepentimiento? Resarcir los daños! Pero, tocábale a él responder de los estragos de la guerra? Desentenderse de ello! Y no fue una orden suya cruel y arbitraria la causadora de tantos desastres? Por otra parte: indemnizar a los Capdevila, no sería acercarse él mismo a su propia ruina? No sería lastimar su propia honra, confesándose en público reo de atrocidades y bárbaros incendios? En tan críticos momentos su corazón le ofrecía la transacción más lisonjera. Casarse con la niña. La sugestión era vehemente, y bajo cierto aspecto razonable. Mas, era tan joven ella! Y luego, no habían sido sus hermanas igualmente perjudicadas? No había perdido la madre a su esposo? Si había nivelado a todas la desgracia, para qué establecer privilegios en la fortuna? Y además, ¿era cosa digna aspirar a una corona de rosas cuando se reconocía merecerla de espinas? Dónde estaría el sacrificio? Oh, qué hermosa, qué hermosa estaba entonces aquella jovencita en su exaltada fantasía! El ángel se sobreponía a la mujer: su belleza no era ya puramente humana, tenía algo del casto brillo que reviste a los moradores del paraíso. Y no sería profanarla en ciento modo el hacerla objeto de las últimas emociones de un corazón gastado? Podía conciliarse la idea de la expiación con la de hacerse dueño de tan seductores atractivos?

Revolviendo estas ideas se fue a su posada y no pegó los párpados en toda la noche. Por la mañana se avistó con el cura párroco, y encerrados en su gabinete hablaron largamente, si bien Federico guardó silencio sobre una multitud de puntos relacionados con el objeto de aquella conversación. Las últimas palabras del buen sacerdote fueron estas: No puedo aprobar ligeramente los designios de V., pero tanto ha insistido que me atrevo a decirle: Váyase V. a Barcelona, y si pasados tres meses vuelve V. aquí con las mismas intenciones, me hallará dispuesto a prestarle mis servicios. 

Muy distante se hallaba el cura de pensar en la vuelta de Federico cuando el día mismo de espirar el plazo se le apareció este y le dijo: 

- Vengo resuelto a no admitir más dilaciones. 

- Pero, por Dios y por la Virgen, considere V... 

- Está todo considerado. 

- Esta señora tiene treinta y cinco años. 

- Y yo perdiera la partida si jugase a la treinta y una. 

- Además, sus cualidades...  

- Morales?

- Oh, no: las morales son excelentes.

- Pues me basta.

- Pero, y las físicas?

- No me importan.

- Ella no consentirá.

- Y me apadrinará uniendo sus ruegos a los míos.

- Y sus hijas?

- Serán mis hijas, y bajo este supuesto espero que en llegando su edad no ha de faltarles un partido ventajoso.

- Pero ya ve V. que la mayor, vamos es tan guapa...y verla siempre... Por qué no se casa V. con ella?

- Casarme con esa linda criatura! Y V. me lo aconseja? Sabe V. que, pero no... no es posible. Es demasiado niña.

- Sin embargo, otras más jóvenes...

- Le digo a V. que es imposible. Lo ha resuelto mi corazón y es como si estuviese empeñada mi palabra. Su porvenir corre por mi cuenta, y será más bello que si participara del mío. La tengo destinada al hijo de un amigo, gran propietario de estas cercanías, que concluidos sus estudios la llevará a su pueblo donde vivirá rica, amada y tranquila.

- V. lo tiene todo previsto, hágase pues su voluntad.

- El corazón me dice que es también la de Dios, que me ha traído aquí para labrar la dicha de toda esta familia.

- Y V. sacrifica la suya?

- No le ha sucedido a V., algunas veces tener que velar a un enfermo hasta muy entrada la noche, y volverse a la rectoría , precedido de un mozo con un hachón o linterna encendida?

- Bastantes.

- Pues, el que le alumbraba a V. no se alumbraba también a sí mismo? Cree V. que se puede ser infeliz haciendo felices a nuestros hermanos? Temerlo no sería desconfiar de la Providencia divina?

- V. me pasma al mismo tiempo que me edifica. Estoy a sus órdenes, sea que V. obre así por sentimientos humanos o por inspiración del cielo.

Y cogiendo el bastón y el sombrero se fueron ambos a la pobre casa de la viuda Capdevila, que sorprendida de la visita lo quedó cien veces más de su objeto. No era de esperar que en medio de su asombro se le escapasen palabras de consentimiento a tan imprevista demanda; pero la resistencia no podía ser ni empeñada, ni duradera, cuando el interés mismo de las hijas obligaba a la madre a no rehusar aquel bien que se le entraba por sus puertas. Federico guardó perfectamente el secreto que podía considerarse móvil de su conducta, y luchó varonilmente con los estremecimientos de su corazón, sin que nunca ni la más ligera frase, ni la más furtiva mirada hiciesen traición a sus generosas resoluciones. Estaba decidido a vencerse a sí mismo y la victoria no podía menos de coronar sus esfuerzos. 

Superfluo es continuar. A los pocos meses se efectuó aquel extraño matrimonio con la bendición del digno cura que había intervenido en los preliminares. Obligáronle los desposados a participar de un opíparo almuerzo, y concluido este marchó toda la familia a vivir en Barcelona, donde Federico no tuvo ocasión ni motivo de arrepentirse de su noble corazonada. Teníase por más que medianamente dichoso, y de vez en cuando exclamaba a sus solas. Pobre Romualdo mío a tus locuras y a tu ejemplo debo el seguir por el camino de la virtud rodeado de tranquilos afectos y de legítimas complacencias. 

martes, 21 de septiembre de 2021

RAIMUNDO LULIO, II.

II.

Expuestos
y bosquejados en resumen los hechos principales de la vida de
Raimundo Lulio, séanos lícito, antes de entrar en el examen de sus
obras poéticas, pagar el tributo de admiración que es debido a sus
virtudes, y que se merece la utilidad que el mundo ha reportado de su
celo, de su laboriosidad у de su ciencia: tributo que es de tanta
más justicia, cuanto ha sido tenaz la insistencia con que se atacara
su doctrina por sistemáticos y violentos adversarios, y con que se
ha herido su grande reputación por enconados detractores. Así como
la fama de sus virtudes vuela más alta que el espíritu depresor de
irascibles enemigos; las saludables máximas, los elevados preceptos
de la moral más pura, y el sentimiento evangélico más acendrado
que a raudales brotan de sus numerosas obras, le ponen a cubierto de
los tiros que la maledicencia y la pasión de escuela, bañados no
pocas veces en el veneno de la calumnia, han querido dirigirle.
No
acudiremos para vindicar a Lulio de las diatribas de sus
perseguidores a los elocuentes testimonios de sus coetáneos, a la
deferencia con que le trataron no pocos príncipes, al respecto
que infundió a los sabios, y a la veneración que inspiró a los
pueblos, sino al trasunto de su corazón que donde quiera encontramos
en las páginas de sus inmortales libros, al reflejo de aquella alma
grande que llevaba por compañeras a la fé para creer en sus
artículos y vencer a las tentaciones y a la ignorancia; a la
esperanza para confiar en la fuerza y ayuda del Omnipotente; a la
caridad para poderlo todo y todo vencerlo; a la justicia para verse
obligado a dirigirse siempre a Dios; a la prudencia para conocer y
menospreciar al mundo caduco y engañoso y anhelar la bienaventuranza
eterna; a la fortaleza para dar aliento al corazón en sus
penalidades y trabajos, y a la templanza para hacerla señora de su
apetito (1). (1) Blanquerna, libro 1.° capítulo 8.



En
efecto, la fé resplandeció viva e incontrastable en el espíritu de
Raimundo; ella estuvo a prueba no sólo de las riquezas, de los
honores y de todas las seducciones del mundo que en más de una
ocasión le ofrecieron por precio vil de su apostasía, sino de los
más crudos tormentos y afrentas con que fue perseguida su invencible
firmeza. A la exaltación de la fé católica hizo el sacrificio de
su vida entera; por ella abandonó los bienes de la fortuna que le
era próspera, hizo las peregrinaciones más dilatadas y penosas,
pasó largas horas en profunda meditación, hizo correr su pluma con
una actividad inaudita y se expuso a toda clase de derisiones y
desengaños; por ella combatió sin descanso el cisma, las herejías,
y todas las sectas enemigas del nombre cristiano, ya con la
elocuencia de sus palabras, ya con la magia de su pluma, ofreciendo
siempre el más palpitante ejemplo de abnegación y heroísmo; por
ella en fin derramó su sangre y padeció martirio. Y ciertamente que
abrasado en la fé había de estar quien la consideraba como
principio de la sabiduría y como escala por donde sube el
entendimiento a penetrar los secretos de Dios (1 : Libro del amigo y
del amado, vers. 297.); quien con tanta elevación la comprendiera en
los místicos vuelos de su alma al, exclamar: - "Entró el amigo
en un prado ameno en donde una multitud de donceles hollando las
flores del suelo, corrían en pos de un enjambre de mariposas; y
observó que cuanta era su porfía en cogerlas a tanta mayor altura
volaban. Esto hizo pensar al amigo que así les acontece a los
atrevidos que con sutilezas creen haber comprendido a su amado, sin
ver que este abre las puertas a los sencillos de corazón y las
cierra a los presumptuosos, y que la fé es quien le hace visible en
sus secretos por la ventana del amor (2 : Idem, vers. 70.).”



La
esperanza de Raimundo no tenía límites, ni bastaron para agostarla
todos los contratiempos que en varias ocasiones se conjuraron contra
sus heroicos intentos. Las persecuciones bárbaras de los infieles,
los desprecios y las burlas de los cortesanos, los peligros y las
enfermedades que experimentó en sus viajes, en vez de infundirle
pavura y desaliento, no hacían más que fortalecer su corazón, y
aumentar los tesoros de su confianza en el poder supremo. Así no nos
maravilla oírle exclamar, que en Dios había misericordia y
justicia, y que por esto quiso hospedarse entre el temor y la
esperanza, porque la misericordia le obligaba a esperar y la justicia
a temer; que la misericordia y la esperanza multiplicaban el perdón
en la voluntad de Dios; que el amor le enseñaba a tener paciencia y
que la sencillez de corazón es la que encomienda confiadamente a
Dios todos los hechos. (3). (3) Idem. Vers. 98, 205, 335.
Y en
otro, lugar al preguntarse: - "Dime, hombre perdido por amor,
¿Tienes dinero? ¿Tienes villas, castillos, ciudades, reinos,
honores y dignidades?" su esperanza le hacía responder: -
“Tengo a mi amado; tengo en él mi amor, mis pensamientos y mis
deseos, por él lloro, sufro y padezco, y todo esto vale más que
poseer reinos e imperios (1)."
(1) Libro del amigo y del
amado, vers. 178.



La
caridad, esa virtud sublime exclusivamente hija del cristianismo,
resplandeció en grado heroico en el alma de Raimundo, y fue el móvil
principal de todos sus actos y sus pensamientos. Ella le hacía
llorar amargamente la muerte de los que mueren en el error, en la
ignorancia y en la culpa, y le daba aquella invencible y enérgica
resolución que arrostraba todos los peligros y triunfaba de todos
los obstáculos. Abrasado en su llama repartía su fortuna entre los
pobres, esquivaba en sus peregrinaciones la morada de los poderosos
para tomar asiento entre la indigencia y en los hospitales, y
consagraba su existencia a los más asiduos trabajos para enderezar
los pasos de los extraviados, guiar a los ignorantes, abrir los ojos
del alma a los que vivían ciegos a la luz de la verdad, o pedir el
perdón de Dios para los obstinados en sus errores. Su vida no fue
más que un continuo suspiro por el amor de los hombres, así como
sus libros son en el fondo un ferviente tributo pagado a la más
eminente de las virtudes cristianas.
El amor divino encendió su
corazón en santa llama elevando su espíritu a la mansión serena de
los más dulces transportes. Desde la altura en que su alma se cernía,
contemplaba el mundo, y veía en él un espejo en donde se reflejan
la majestad y la grandeza de Dios, ante cuyos resplandores, dice,
aparecen manchas en el sol (2).
(2) Idem, vers. 307 y 273.
En
la profundidad de los mares veía la del amor del amado; en la
blancura de los lirios su pureza, y en el mayor encanto de las rosas
entre las demás flores su hermosura sobre todo lo que existe; en las
virtudes de las criaturas los más altos misterios de su divinidad y
las perfecciones de su ser; y en el canto armonioso de las aves el
dulcísimo idioma de su amor (1). En la soledad hallaba la compañía
de Dios, y en el bullicio del mundo la soledad; y poseído de místico
ardor parecíanle lecho de rosas las espinas en que caía por las
sendas que andaba pensando en su amado (2). Con señas de temor,
pensamientos, lágrimas y llanto correspondía al amor de su amado y
le refería las angustias de su corazón; y al preguntarle qué haría
sin su amor, contestaba que le amaría para no morir puesto que el
desamor es muerte y el amor es vida (3).
Decía que la
bienaventuranza era una tribulación padecida por amor; que los
suspiros y las lágrimas son mensajeros entre el amigo y el amado,
para que en los dos haya consuelo y compañía, amistad y
benevolencia; que el amor ilumina el nublado interpuesto entre ambos
y hace al amigo resplandeciente como la luna en la noche, como la
estrella en la alborada, como el sol en el día, como el
entendimiento en la voluntad (4).
Tenía por las tinieblas
mayores la ausencia de su amado; manifestaba que como no podía
ignorarle no le era posible tenerle en olvido; que acordándose de él
olvidaba todas las cosas; que crió Dios la noche para que en sus
noblezas se pensara; y que si vestía tosco sayal, su alma iba
adornada de agradables pensamientos (5). Si queréis fuego, añadía
con dulzura, venid a mi corazón y encended en él vuestras lámparas;
si queréis agua venid a las fuentes de mis ojos, que en lágrimas se
deshacen; si queréis pensamientos de amor venid a tomarlos de mis
recuerdos (6).




(1)
Libro del amigo y del amado, vers. 311, 266, 315 y 26.
(2) Idem,
vers. 55 y 33.
(3) Idem, vers. 47 y 62.
(4) idem, vers. 65,
105 y 123.
(5) Idem, vers. 134, 131, 137, 149 y 151.
(6)
Idem, vers. 174.



Regaba
el huerto del amor con cinco ríos y con ello le hacía fertilísimo,
y plantaba en él un árbol cuyo fruto sanaba todas las enfermedades;
morir quería para los deleites de este mundo y los pensamientos de
los malditos que ultrajan a Dios, de cuyos pensamientos nada quería
puesto que no estaba en ellos el amado; aprendía del amor a tener
paciencia, de la misericordia a esperar, de la justicia a temer, y a
creer de la fé y todas estas virtudes le enseñaban a amar; tenía
vendido su deseo a su amado por una moneda cuyo valor bastara para
comprar el mundo entero; bebía amor en la fuente de su amado у
embriagaba de amor y lavábase en ella las manchas de la culpa;
llamaba a Dios luz irradiante en todas las cosas, como el sol en todo
el mundo, que retirando su resplandor lo deja todo en las tinieblas;
y explicaba el amor diciendo que es muerte de quien vive y vida de
quien muere, alegría en la vida y en la muerte tristura, deleite y
consuelo en la patria y melancolía en la peregrinación, ausencia
suspirada y presencia alegre y sin fin, dulzura amarga y amargura
dulce; y que sus lágrimas eran testimonio de que aún para él no
había amanecido el día, sino que guiado por el amor caminaba hacia
su celeste patria en donde no puede haber noche (1). Respondiendo al
llamamiento de Dios, dice con toda la efusión de su ternura - "¿Qué
es lo que te place, amado mío, ojo de mis ojos, pensamiento de mis
pensamientos, cumplimiento de mis perfecciones, amor de mis amores, y
más aún principio de mis principios? Por tu virtud soy, y por tu
virtud vengo a tu virtud de donde tomo la virtud (2)."
(1)
Libro del amigo y del amado, vers 239, 259, 285, 287, 291, 313, 380 y
331.
(2) Idem, vers, 304 y 305
Agotando por último las
palabras para expresar el amoroso incendio que devoraba su corazón,
decía:- "Mi amante me ha robado la voluntad; yo le he dado mi
entendimiento y sólo me queda la memoria para acordarme de él"
y contestándose a las preguntas que



a
sí mismo se dirigía, exclamaba:- "¿De quién eres? Del amor.
¿Quién te ha engendrado? El amor. ¿Dónde naciste? En el país de
amor. ¿Quién te crió? El amor. ¿De qué vives? De amor. ¿Cómo
te llamas? Amor. ¿De dónde vienes? De amor.
¿A dónde vas?
Hacia el amor. ¿En dónde habitas? Donde está el amor, y todas mis
riquezas las poseo en el amor (1)."



Ofreció
también al mundo nuestro heroico mártir el más sublime ejemplo de
humildad; y de ella son otros tantos testimonios su poesía titulada
Canto de Raimundo, el poema el Desconsuelo, muchos pasajes de los
diálogos del Amigo y del Amado, el libro Phantasticus que ya en otro
lugar llevamos citado, el de Contemplación que es también el de sus
confesiones y otros muchos. No reparando en hacer públicos sus
juveniles desvíos dice haber merecido por ellos la ira de Dios (2);
confiesa la vanidad que en otro tiempo le ensoberbeciera, el mal que
hizo, las culpas que cometió (3) y los desprecios con que sus
proyectos más tarde se recibieron (4). Recordando con dolor los años
en que había llevado una vida disipada y licenciosa, no reparaba en
llamarse hombre mundano, y amigo de la liviandad (5); en considerar
el poco fruto que había alcanzado de sus penosos trabajos, como
castigo de las ofensas que en la disipación había hecho a Dios (6),
ni en exclamar que no había hombre en quien cupiese mayor falsedad y
vileza; que se admiraba de que en tan reducido cuerpo se encerrase
tanto mal (7); que eran sin número las horas en que se rebelara
contra Dios y se alejara de su servicio (8), e infinitas las injurias
hechas a sus amigos (9); aseguraba que había sido el más grande
pecador de su pueblo (10),



(1)
Libro del amigo y del amado, vers 54, 98 y 202. (2) Canto de
Raimundo, estrofa 1.a
(3) Desconsuelo, estrofa 2.a (4) Idem,
estrofa 16. (5) Phantasticus, prólogo. (6) Idem.
(7) Libro de
Contemplación cap. 5. (8) Idem cap. 22. (9) Idem, cap. 23. (¡O)
Idem, cap. 17.




nadando
en el mar de la falsedad y la culpa como la rana en el agua (1); que
su cuerpo, infecto por la inmundicia de las malas acciones (2), había
encerrado un alma enferma y llena de pecados (3); que fue tan grande
la maldad en que la soberbia le tenía postrado, como lo era el
tesoro de la humildad y misericordia de Dios; que a tanto exceso
había llegado su desvío que aun las cosas más imposibles las
acometiera y las tenía por fáciles (4); y dirigiéndose a Dios
exclama: - "Grande esperanza pueden tener los humildes que



sienten
en sí el fuego de la caridad y de la justicia, porque si hasta a mí
descendiste humildemente, Señor, que soy el más pecador y miserable
de los mortales, otorgándome las gracias que te pedí ¿quién ha de
desconfiar de tu misericordia? (5)."

Persuadido de sus
flaquezas, decía que le era imposible vencer en la lucha que por
honra de Dios emprendiera, a no ayudarle el amado y a no haberle
enseñado sus noblezas y significado su voluntad (6); y por último
añadía:- "Si ves a un amante cubierto de galas, honrado por
vanidad y obeso por comer, beber у dormir, no encontrarás en él
sino la condenación y los tormentos (7)."



Tanto
como habían sido deplorables los mundanales extravíos a que entregó
Raimundo los más bellos días de su juventud, fueron ásperas las
penitencias y las mortificaciones que después se impuso y amargas
las lágrimas de arrepentimiento que lloraron sus ojos. Gimiendo
pedía a Dios sin consuelo que le diese fuerzas para sostener en el
mundo una penitencia que fuese proporcionada a sus grandes agravios,
que de tantos modos debía hacerla cuantos fueron los en que había
delinquido (8).



(1)
Libro de Contemplación, cap. 68. - (2) Idem, cap. 126. - (3) Idem,
cap. 132. -
(4) Idem, cap. 142. - (5) Idem, cap. 92. - (6)
Libro del amigo y del amado, vers. 140.
- (7) Idem, vers. 145. -
(8) Libro de Contemplación, cap. 86.



Rogábale
que ya que por sus culpas había convertido en criatura despreciable
su humana naturaleza, le redujese a tal estado que por las obras
pudiese alcanzar otra vez a ser tan noble como lo había sido por la
creación (1): porque sin su auxilio y sin su amor temía perecer en
el mar de sus culpas, como la nave combatida por la fuerza de las
olas y la tempestad (2); con lágrimas en sus ojos le adoraba, le
alababa y le bendecía, confiando en el auxilio con que conforta a
los pecadores al emprender el camino de la penitencia (3); y pedíale
que, así como armaba con la espada el brazo del caballero para
defenderse de los enemigos, diera virtud y fuerza a su alma para
defenderse de los suyos que sin cesar pugnaban para que le fuese
infiel y desobediente (4). Decía que las sendas por donde se quiere
encontrar a Dios son largas y peligrosas, llenas de consideraciones,
lágrimas y suspiros: que para honrarle es necesario menospreciar el
cuerpo y las riquezas, dejar las delicias del mundo y arrostrar la
derision de las gentes: que le tenía sin consuelo la pérdida
del tiempo pasado, porque era irreparable: que las vestiduras de su
cuerpo eran de llanto y penalidades: que se entregaba a la soledad y
agolpábanse pensamientos en su imaginación, lágrimas en sus ojos,
y en su cuerpo aflicciones y ayunos: que volviendo a la compañía de
las gentes, desamparábanle pensamientos, lloros y penas, quedando
solo entre la muchedumbre: y que en el amante con pobres vestidos,
desdeñado de los demás, pálido y macilento por los ayunos y
vigilias, se ve la bendición y la bienaventuranza eterna (5). Tanto
le consolaba la mortificación que llamábala fragancia de flores
suaves; a lo cual añadía, que en los trabajos se encuentra la vida,
la muerte en los placeres y en el martirio la gloria; y ensalzando
los frutos de la mortificación, exclama: - Sembraba el amado en el
corazón del amigo deseos, suspiros, virtudes y amores, y regábalos
este con lágrimas: sembraba el amado en el cuerpo del amigo
trabajos, tribulaciones y enfermedades, y el amigo sanaba con
esperanza, devoción, paciencia y consuelo" (6).



(1)
Libro de Contemplación, cap. 30. - (2) Idem, cap. 35. - (3) Idem,
cap. 86. - (4) Idem, cap. 112. - (5) Libro del amigo y del amado,
vers. 2, 11, 148, 151, 235, y 145. -
(6) Idem, vers. 58,
197, 4 y 96.



Raimundo
vivió también completamente desprendido de lo terreno. Sin más
norte que la voluntad divina, se mostraba indiferente a los caprichos
de la suerte. Considerándose como peregrino en el mundo, no se dolía
de los males que la adversidad hacinaba sobre su cabeza; no le tentó
nunca la ambición de las humanas riquezas, ni suspiró jamás para
que le fuese próspera la fortuna: antes al contrario, renunciando al
bienestar y al sosiego que se le ofrecían, quiso ser necesitado y
pobre, y consintió en pasar por todas las penurias de la indigencia,
ya mendigando hospitalidad en sus largas peregrinaciones, ya
arrostrando todas las privaciones y peligros imaginables. Así es que
adquirió aquella resignación perseverante que le hacía exclamar,
que entre los trabajos y los placeres que Dios le daba no conocía
diferencia; que las penas y los goces se unían en él para ser una
cosa misma en su voluntad; que no tenía otro albedrío que el de
obedecer a su Criador, y que no teniendo poder en su voluntad no
podía ser impaciente (1). A esto añadía que de la paciencia nace
la paz, que no tenía por pobre, sino aquel que lo era de virtudes; y
que las riquezas no consistían sino en las buenas costumbres y en la
caridad (2).
Y considerándose rico en la posesión del afecto de
Dios, decía que no anhelaba otra fortuna que los trabajos que por su
amado padeciera, ni otro descanso que el desfallecimiento que su amor
le ocasionaba; que su médico era la confianza que en Dios tenía
puesta, y su maestro las significaciones que las criaturas le daban
de su amado: y por último, exclamaba: - "Vestido estoy de vil
sayal; mas el amor viste mi corazón de plácidos pensamientos (3)."



(1)
Libro del amigo y del amado, vers. 7, 197, 221 y 222. - (2) Libro de
los mil proverbios (provorbios), cap. 31, 50, 49 y 18. - (3)
Libro del amigo y del amado, versículos 57 y 151.



De
la oración a que por tan largas horas Raimundo se entregaba, decía
que era nuncio veloz, diligente, sabio y fuerte entre Dios y el
hombre; que quien ora está con Dios y Dios con él; que es la senda
perdurable de la beatitud; que ella da al hombre sabiduría y
fortaleza, amor y alegría, consuelo y resignación, diligencia y
sobriedad, devoción y riqueza, contrición y castidad y todas las
virtudes juntas, al paso que aleja del alma todos los vicios (1). La
consideraba como el puerto de la salud y como la alegría de los
tristes, añadiendo que ella es quien ahuyenta la muerte, inspira
amor a los que amar no saben, lava y purifica las manchas del pecado
y hace al hombre desprendido, elocuente, audaz y fuerte contra sus
mortales enemigos; exalta la memoria, el entendimiento y la voluntad;
impulsa al agradecimiento y a honrar y bendecir a Dios, amarle y
servirle; proporciona la paz y la quietud, y da ánimo para emprender
el bien y diligencia para evitar el mal; despierta el amor hacia los
pobres, y es en fin la raíz, origen y ocasión de todos los bienes y
perfecciones (2). Asegura que la oración tiene más poder que el
infierno junto; que vale más que todos los bienes y las riquezas del
orbe; y que es el consuelo más dulce del pecador (3). Y por último,
dando a comprender hasta donde se elevaba su espíritu en la
contemplación, exclama: - "La luz del aposento del amado vino a
iluminar la estancia del amigo, alejando de ella las tinieblas y
llenándola de placeres, deliquios y pensamientos de amor: y el amigo
echó fuera de la estancia todas las cosas para que en ella
descansase su amado (4)".
(1) Libro de Contemplación, cap.
360. - (2) Idem, idem. - (3) Libro de los mil proverbios, cap. 30. -
(4) Libro del amigo y del amado. vers. 101.



En
los escarnios y vilipendios de que su celo infatigable le hacía
blanco, y en las bárbaras persecuciones de que muchas veces era
víctima, daba muestras de la más bondadosa y pacífica tolerancia,
hasta el punto de cantar con suavísimo plectro en medio de sus
penalidades y trabajos: - "Los poderosos, los medianos y los
pequeños se complacen en escarnecerme, y el amor, las lágrimas y
los suspiros hacen languidecer mi corazón; mas al recordar el alma
mía sus firmes propósitos, siente gozosa acrecer en sí su celo, su
inteligencia y su voluntad, lo cual le hace siempre gozar en el santo
servicio de Dios (1)." ¿Y cómo no había de estar adornado de
esta tolerante suavidad quien amaba a su enemigo por la sola
circunstancia de ser hechura del Todo-poderoso (2)?



La
verdad fue siempre la estrella que le guió en sus hechos, y para que
ella se propagara por todos los ámbitos del mundo, hizo el
sacrificio de su bienestar y de su vida. Profesándole un culto
constante, decía que ella no muere nunca; que quien la vende, vende
a Dios; que constituye el mayor y más precioso tesoro; y que el
Eterno ayuda a quien la defiende (3). De la conciencia, decía que
punza el alma como la espina en el pie: de la devoción, que da
llanto a los ojos y alegría al corazón; que si debilita el cuerpo,
robustece el alma, que es la mayor enemiga de la culpa y el mejor
amigo que es dable encontrar (4); y de la piedad que eleva en sí
misma el amor y convierte el llanto en un raudal de dulzura (5).
Decía que el consuelo no es nunca pobre, que no sabe amar quien no
se consuela, y que no hay para que estar inconsolable como no sea por
la pérdida de Dios (6). De la obediencia aseguraba que es compradora
de voluntad: de la perseverancia que es camino que conduce a lo que
se desea; y de la cortesía que os signo de amables pensamientos (7).



(1)
Véase la oda inserta en el capítulo último del libro Blanquerna. -
(2) Libro de los mil proverbios, cap. 12. - (3) Idem, cap. 19. -
(4) Idem, cap. 29. - (5) Doctrina pueril, cap. 36. - (6) Idem, cap.
32. - (7) Idem, cap. 33, 36 y 37.



Inducía
a su hijo con su elocuente ejemplo y su persuasiva palabra a ser
limosnero para que se acostumbrase a esperar en Dios, a ser laborioso
para alcanzar el bien inestimable de la salud, a ser obediente para
no ser orgulloso, y a que hablase y tratase siempre con los ánimos
nobles para adquirir audacia de noble corazón: y con toda la ternura
de un padre añadía: - “Ten firmeza de ánimo, hijo mío, para
que no hayas de arrepentirte; ten mesura en tus manos para que no
seas pobre; escucha para oír, pregunta para saber, da para que
después encuentres, cumple tus promesas para ser leal, mortifica tu
voluntad para que no llegues a ser sospechoso, acuérdate de la
muerte para que no te entregues a la codicia, ten siempre la verdad
en tus labios para que no seas impúdico, ama la castidad para que tu
alma sea cándida, sé temeroso para no perder la paz, y ten
ardimiento para que no te prendan (1)."



Tanto
como eran hermosos y vivos los colores con que Raimundo sabía pintar
las virtudes y hacer agradables los sentimientos elevados y piadosos,
eran terribles los rasgos con que anatematizaba los vicios y
delineaba el abismo de la culpa y el mar revuelto de los desvíos
humanos. Atacando la vida de los sentidos, exclamaba: - "Aspiró
el amigo las flores y se acordó del hedor del rico avariento, del
viejo concupiscente y del soberbio desagradecido: probó manjares
dulces y encontró en ellos la amargura de los bienes temporales y la
de la entrada y salida de este mundo: se entregó a los goces
terrenos y apercibióse de lo fugaz de la existencia y del breve
tránsito de la criatura sobre la tierra, y vino a su pensamiento el
castigo eterno que ocasionan los materiales deleites; y de aquí el
desprecio con que el amigo miraba todo goce sensual y mundano (2). Y
mirando por último las cosas terrenas como medios, no de dar
satisfacción y placer a sus sentidos, sino de elevar más su
pensamiento hacia el Dios que las criara, cantaba en otro pasaje:
-
“Preguntaron al amigo: ¿qué es el mundo? y respondía: Es un gran
libro para los que en él saben leer. Preguntáronle si en él se
encontraba al amado, y dijo que de igual manera que se encuentra el
escritor en el libro. Y añadieron. ¿En quién está el libro? En el
amado, respondió el amigo, porque en él se contienen todas las
cosas, y así es que el mundo está en el amado y no el amado en el
mundo (3)".
(1) Doctrina pueril, cap. 93. - (2) Libro del
amigo y del amado, vers. 328. - (3) Idem, vers. 307.



Hubiéramos
de ser más difusos de lo que conviene a nuestro propósito, si
cuando los actos mismos de la agitada al par que laboriosa vida de
Raimundo no nos demostrasen el sublime temple de aquella alma
verdaderamente extraordinaria, nos hubiésemos de detener en
delinearla al trasluz con los rasgos mismos que dejó esparcidos en
tantos y tan variados volúmenes. Arraigada profundamente en el
iluminado doctor la verdad santa del dogma cristiano, y teniendo
siempre a Dios por centro de todas sus aspiraciones, a la honra y
servicio de este y a la mayor exaltación de aquella consagraba sus
facultades todas, conquistando por una parte con el poderío de su
inteligencia los corazones a quienes no bastaba el heroico ejemplo
que sus hechos ofrecían, y dando por otra a su siglo el doble
espectáculo de la más alta y sublimada virtud y de la más
inconmensurable sabiduría. Así, cuando consideramos en Raimundo
Lulio al hombre y al sabio, no sabemos si debe sorprendernos más el
conjunto de los hechos de su vida heroica y de continuada abnegación
y sacrificio, o el parto prodigioso de su vastísima inteligencia.



Si
correspondiesen nuestras fuerzas al entusiasmo y admiración que el
genio del gran Lulio nos produce, hubiéramos ensayado dar siquiera
una idea aunque breve de la ciencia de tan célebre como quizás mal
juzgado maestro; mas el círculo inmenso que abarcó su saber, y el
tacto, detenimiento y profundísima comprensión que para ello se
requiere, cuando no fuese el fin concreto y limitado que nos hemos
propuesto, nos harían desistir de semejante empresa; si bien
juzgamos harto necesaria ya una razonada y digna vindicación de los
inmerecidos ataques de que ha sido objeto la doctrina del insigne
mártir, unida a una sencilla y fundada exposición de lo que acaso
tenga de apasionado y fanático el encomio que sus apologistas han
hecho hasta de los defectos de que su sistema adolece. Quizás de un
concienzudo análisis de las extensas obras de Raimundo, vendríamos
a deducir que ni uno ni otro bando ha juzgado sin pasión, y que si
por una parte llegara el encono hasta el extremo de suponer a Lulio
autor de proposiciones heréticas y absurdas, y de permitirse
adulterar y tergiversar los originales textos que se buscaban como
comprobantes de sus asertos, se ha pecado por la otra por el lado
opuesto de considerarle como infalible en sus opiniones. Pero en
honor de la verdad sea dicho, en los encomiadores y apologistas de
Lulio generalmente hemos observado un indisputable conocimiento del
sistema sobre que discuten, al paso que no pocas veces en las
diatribas de sus adversarios, vemos inexactitudes e inconsecuencias
de tanto bulto, que más presuponen el espíritu de secta o de
escuela, que un estudio profundo de los escritos del maestro cuyo
mérito tratan de anular.



Pocos
autores ha habido quizás en el mundo con más ligereza y
encarnizamiento censurados. A veces la lectura de uno solo de los
compendios del esclarecido doctor, ha sido suficiente para que
críticos, que en otras ocasiones dieran pruebas de sensatez y
excelente juicio, se hayan creído autorizados para fulminar el
anatema sobre la generalidad del arte de Raimundo; cuando los varones
más doctos en la ciencia luliana aseguran y con mucha razón, que no
es posible formarse una idea exacta y cabal de semejante sistema, sin
el estudio detenido de las extensas obras de su autor que vienen a
formar como su gran comentario; y menos todavía sin un conocimiento
perfecto del particular lenguaje que creó y adoptó para
desenvolverle. Así pues, muy frecuentemente, en los pasajes de
difícil comprensión o de harta sutileza, han preferido sus
adversarios ver más bien embrollados dislates que entretenerse en
desentrañar o sondear el hondo pensamiento del filósofo, al mismo
tiempo que sus admiradores se han valido de su misma oscuridad para
dar a sus ideas más visos de profunda. De todos modos, ni los
primeros habían de haber olvidado en sus apreciaciones, que nunca el
hombre, por muy elevado que sea su entendimiento, deja de pagar un
tributo al carácter, circunstancias y preocupaciones de su siglo, ni
los segundos de que no hay sistema humano que no esté sujeto a
errores crasos que una generación más adelantada llegue después a
conocer y señalar.



Lulio
apareció en el mundo literario en la época de los mayores delirios
de la escolástica; época en que la argumentación dialéctica y las
aristotélicas sutilezas estaban entronizadas en todas las clases, y
en que triunfaban hasta de la misma verdad la sofistería lógica y
las cabilaciones de la metafísica; época en fin en que,
según expresión de Condillac, las escuelas no eran sino torneos, en
los que la gloria estaba en el disputar y vencer a trueque de
ensalzar el error. En medio de esta baraúnda de la ciencia, y
satisfaciendo su ardiente sed de saber en el abundante manantial de
los autores arábigos que le apasionaron a sus misteriosas
combinaciones y a la cábala, amén de la astrología y de la
química, y que le condujeron también a toda la sutileza del
escolasticismo, nada tiene de extraño que su entendimiento, aunque
de suyo claro y penetrante, se inficionase con los defectos de su
época, y que en el afán de hacerse invencible en la argumentación
o en la polémica, su vigorosa y rica imaginación buscase y
concibiese aquel instrumento universal de la ciencia, que si no en
todos los casos podía dar satisfactoria solución a las cuestiones
que se propusiesen, coordinaba al menos, robustecía y facilitaba las
diferentes operaciones de la inteligencia, y subministraba palabras y
conceptos para discurrir sobre ellas sin salir del rigorismo de la
lógica que era a la sazón el arte supremo.



No
seremos nosotros empero quienes nos convirtamos en ciegos apologistas
del arte de Raimundo, ni en obcecados detractores de su admirable
disposición. Creemos un delirio reducir el entendimiento humano a
semejante mecanismo, pero no nos cabe duda de que, con ayuda de su
invención brotaron de la mente de Raimundo principios fecundos en
resultados, ideas grandes y luminosas, que si bien no han sido
estudiadas como merecen, no han podido menos de llamar la atención
de grandes pensadores (1): y vivimos en la persuasión de que si se
procediera al estudio analítico de los escritos del insigne mártir,
prescindiéndose de la forma y del espíritu escolástico que reina
en muchos de ellos, y dejándose a un lado los errores científicos y
las varias creencias y preocupaciones propias de la época, no se
vacilara en conceder a Raimundo Lulio uno de los primeros puestos
entre los hombres que más han influido en la marcha progresiva de la
humanidad.



(1)
Entre los filósofos y sabios modernos que han estudiado con
muchísimo aprecio y veneración varios tratados de Lulio, merecen
especial mención Leibnitz, Boherave, Hoffman y algunos otros.



Sin
embargo, no se negará que alzándose en atrevido vuelo a una altura
que nadie antes que él había osado trepar, fiado únicamente en sus
propias y gigantescas fuerzas, y abarcando la ciencia, no por partes,
sino formando un todo indivisible, puso, para admiración de los
siglos posteriores, los vastos cimientos de una enciclopedia; y que
cultivando a fondo todos los ramos de la inteligencia humana, dejó
consignados sobre cada uno de ellos descubrimientos importantísimos,
máximas imperecederas o ideas generales, cuyo sello de grandeza
envidiaran sin duda hasta los primeros sabios de nuestros tiempos.

La teología o sea la verdad absoluta, era la cima a que le
conducían de grada en grada, como al Dante, todas las demás
ciencias; y en tan inmenso campo admira verle recorrer con firme y
seguro paso y con su extraordinaria fuerza de pensamiento, los
incomprensibles misterios de nuestro dogma, hasta el de la Concepción
inmaculada de la Virgen María, cuya reciente declaración ha venido
a ser un triunfo póstumo para tan consumado teólogo. Y la copia de
luz con que discurre en largos tratados sobre los artículos de la fé
católica, y las célebres disputas con los averroístas, con los
judíos, con los sarracenos y con todos los cismáticos y herejes de
su tiempo, demuestran el caudal de ciencia teológica que atesoraba,
cuan a fondo comprendía su entendimiento el espíritu de cada secta
en particular, y cuan adiestrado había de estar en la polémica para
sacar incólume y triunfante el catolicismo de la contundente
argumentación de sus adversarios (1). (1) Es inmenso el número de
obras teológicas que nos ha dejado Lulio, pues además de las que
van enumeradas en la relación biográfica que hemos trazado, hay
muchísimas otras que, por no constarnos la época en que el autor
las escribió, no las comprendemos en la expresada relación. El
curioso que desee enterarse del largo catálogo que forman las obras
de Lulio, podra verlo en la Biblioteca antigua de D. Nicolás Antonio
y en la edición que de varios tratados de Raimundo, publicó en
Valencia en el año 1515 Alfonso de Proaza y dedicó al cardenal
Ximenez de Cisneros
.



Como
escritor místico se elevó Raimundo a una altura que pocos han
podido alcanzar. Dotado de un alma superlativamente contemplativa y
dada al ascetismo, no podía mirar y discurrir sobre el orden
majestuoso del universo o sobre las maravillas del mundo, sin
abismarse con íntimo y poético trasporte en la más profunda y
devota meditación: así es, que hasta en sus obras científicas no
pocas veces le vemos levantarse en alas de su inspiración sagrada a
las regiones más encumbradas del misticismo. El gran tratado de
Contemplación, el precioso opúsculo de Oraciones y contemplaciones,
el de Alabanzas a la Virgen María, el del Nacimiento del niño
Jesús, el devocionario que escribió para los reyes de Aragón,
algunas de sus poesías, y el nunca bastantemente celebrado cántico
del Amigo y del Amado, son otros tantos testimonios de la
superioridad de su talento en la literatura mística, que le colocan
en la esfera de San Juan de la Cruz, de Fr. Luis de León, y de Santa
Teresa.



Raimundo
Lulio brilla también con viva luz como maestro en la predicación.
Su Arte magna de predicar que contiene un número crecido de
sermones, es un excelente tratado, que si no se hace notar por su
elocuencia, es provechoso por el orden y buen método con que trata
de todas las materias predicables; a cuyo libro pueden añadirse los
Sermones sobre los diez preceptos, el tratado sobre el Padre nuestro,
el del Ave María y otros.

En
la jurisprudencia tuvo miras metódicas y elevadas que le ponen en un
lugar distinguido entre los juristas de su tiempo; y nos persuadimos
de que las obras que sobre la materia dejó escritas acrecentaran su
fama como maestro en la ciencia de la justicia, si fuesen aquellas
más leídas y analizadas; así como sus tratados sobre la medicina,
tanto en su parte especulativa como en sus operaciones prácticas, le
han valido altísimos elogios de eminentes profesores así antiguos
como modernos que en su estudio se han detenido, considerándole no
sólo como un consumado maestro en este ramo del saber humano, sino
como uno de los escritores a quienes la ciencia debe importantes
descubrimientos y señalados servicios. Sus Principios sobre el
derecho, su Ars juris, su Derecho natural, su Arte de aplicar la
nueva lógica al derecho y a la medicina; y por otra parte los libros
titulados Principios de la medicina, de la Levedad y peso de los
elementos, de la Región de la salud y de las enfermedades, el
tratado sobre la Fiebre, el de la Medicina teórica y práctica, el
Arte curatoria y otros muchos, bastan para conocer lo que se
distinguió como jurisperito y como médico.



En
la filosofía fue incomparable, dejando en su dilatado campo rayos de
clarísima luz. En efecto, la lógica y la metafísica fueron
tratadas por su fecunda pluma bajo un sistema nuevo y exclusivamente
suyo. Sus libros de moral, entre los cuales van comprendidos el Félix
de las maravillas del mundo, el Arte de confesar, el del Régimen de
los príncipes, el del Orden de caballería, el otro del Orden
clerical, el de los Proverbios y el Blanquerna, le ponen al lado de
los primeros moralistas que haya tenido el mundo. Con respecto a la
física, mientras los escolásticos divagaban en cuestiones
embrolladas y estériles, es notabilísimo ver a Lulio establecer
sobre la observación y la experiencia el estudio de la naturaleza, y
entrar con toda la fuerza de su saber en las más profundas
investigaciones sobre las causas de los fenómenos naturales, y
extenderse en juiciosas observaciones sobre la electricidad y el
magnetismo; hablando ya en su libro de Contemplación, escrito más
de treinta años antes que Flavio Gioja perfeccionase la brújula con
la rosa náutica, y en otras muchas obras, de la dirección polar de
la aguja tacta á magnete; y tratando de este asunto, antes
que otro lo hiciese, de una manera verdaderamente científica
(1).
(1) Véanse sobre el particular las disertaciones sobre el
descubrimiento de la aguja náutica que publicó en Madrid en 1793 el
P. Antonio Raimundo Pascual, monje cisterciense. Como matemático y
astrónomo es sin disputa de los primeros de su tiempo, y son dignos
de ser estudiados sus especiales tratados sobre estas materias, entre
los que se notan la Geometría nueva, la Geometría magna, el Arte de
la aritmética, la Astronomía nueva, el libro sobre los Planetas y
otros muchos, sin contar lo que dejó esparcido con referencia a las
mismas, en las obras que se ocupan del Arte general. Y por último la
química es quizás el mejor título de la gloria y la inmortalidad
de Raimundo. Impulsado al estudio y a las operaciones de esta ciencia
por su contemporáneo Arnaldo de Vilanova, durante la permanencia de
ambos en Nápoles, hacia el año de 1293, y aficionado a la misma por
la lectura de Geber y otros alquimistas árabes, pudo colocarse en
mejor lugar tal vez que su propio maestro y que cuantos le habían
precedido. Bajo este punto de vista, que es indudablemente el en que
ha sido más y mejor estudiado por los extranjeros, Lulio aparece
como una gran figura, pues mucho es lo que la ciencia le debe en
sentir de todos. El descubrimiento del ácido nítrico, de cuyo
reactivo describe la preparación, las importantes observaciones
sobre el aguardiente, sobre las sales y sobre la calcinación y la
destilación, y los experimentos notables que dejó consignados en
sus escritos, son hechos que le acreditan como el primer químico de
su tiempo. El célebre Boherave le cita como uno de los que mejor han
explicado la índole de los cuerpos naturales; y para concluir
trascribiremos lo que estampa un autor francés al hacerse cargo de
los conocimientos de nuestro autor en el ramo que nos ocupa. -
"Citaré entre otras, dice, dos ideas generales que son
sorprendentes. La ciencia tendía en aquella época a buscar la
quinta esencia en todas las materias, que era una especie de
principio sutil, ajeno de toda mezcla, y arquitipo (arquetipo),
por decirlo así, del cuerpo que representa y del cual posee todas
las propiedades o las virtudes, según la expresión de aquel tiempo,
en una intensidad absoluta. Raimundo Lulio buscó esta quinta esencia
ontológica en todos los cuerpos, no sólo en los minerales, sino en
los vegetales y animales. Curioso es ver como la ciencia actual
aplica en pequeño, en sus terapéuticas aplicaciones de la química
vegetal-animal, la idea fecunda, aunque quimérica, que la ciencia
del siglo XIII, tan poética en su cuna, se creía en estado de
aplicar desde luego al conjunto de los fenómenos de la naturaleza.
Nada más parecido a la quinta esencia de Raimundo Lulio, que esas
modernas operaciones de la química farmacéutica, que anda buscando
la morfina en el opio, la quinina en la quina, el yodo en las plantas
marinas, etc., como arquetipos que encierran en muy pequeño volumen
las más visibles propiedades y las acciones más intensas." -
"Otra idea hay de Raimundo Lulio que no es menos notable. De
algunos pasajes, quizás algo difusos y algún tanto oscuros, se
puede inferir claramente que según él la forma es la cualidad más
esencial de la materia, y que ella influye mucho en la composición
química. La ciencia actual no está acorde con esto; mas de cada día
alcanza resultados que no dejan de tener alguna analogía con la
opinión de Lulio. Hace ya mucho tiempo que los fisiologistas han
notado, que en la organización el elemento de la forma tiene más
importancia que el de la composición, cosa que se comprende muy
fácilmente: basta en efecto considerar cuan poco varía en cada
especie la forma vegetal o animal, por muchas que sean las
modificaciones a que se ve sometido el ser organizado según el
clima, la estación, la alimentación, el aire y demás
circunstancias que influyen sobre la composición química. Un hecho
análogo se observa en la química mineral. Se sabe en efecto que el
cristal de una sal, por ejemplo, de forma determinada, persiste en
ella en muchos casos, aun cuando vaya mezclada con otras sustancias
análogas y aunque sean estas a veces en porción bastante
considerable. La nueva teoría de las sustituciones, introducida
recientemente en la química, da también este singular resultado: en
una composición de muchas sustancias puede un cuerpo en cierta
manera ser sustituido por su análogo, sin que las propiedades
físicas y químicas de la composición se alteren en lo más mínimo
(1)."
(1) Delecluze. Revue des deux mondes. Nov. De *1840.



Raimundo
Lulio ocupa también un puesto muy distinguido en la ciencia de la
estrategia (estratéjia) militar, y en la de la navegación.
Para convencerse de sus admirables disposiciones en la primera, no
hay sino leer su libro sobre la Conquista del Santo Sepulcro y otro
sobre el mismo objeto que intituló del Fin; y prueba son de sus
inmensos conocimientos en la segunda y de los sólidos principios en
que fundaba el estudio de la náutica, lo que dejó sentado en varias
de sus obras, y entre ellas en su Geometría y en su Arte general
última, ya que su precioso libro titulado Arte de navegar
desgraciadamente se ha perdido. El acierto con que discurre,
estudiando prácticamente sobre los terrenos, acerca del modo como
había de operar un ejército para apoderarse de la Siria, es digno
de los mejores y más experimentados capitanes; y en cuanto a los
conocimientos náuticos de Lulio, bastará que trascribamos lo que
manifiesta en una de sus excelentes memorias el concienzudo escritor
D. Martín Fernández de Navarrete.
- "Para evitar o minorar
en lo sucesivo tales acontecimientos, reduciendo a un sistema de
doctrina náutica las prácticas usadas y las observaciones hechas
por los marinos de levante y del océano, combinándolas con los
principios de las ciencias exactas, especialmente de la astronomía,
que tanto habían cultivado los árabes y rabinos españoles,
escribió el portentoso Raimundo Lulio varios tratados científicos,
y entre ellos un Arte de navegar, que citan D. Nicolás Antonio y
otros escritores. Si esta obra hubiese llegado a nuestros días,
pudiéramos examinar y conocer el método con que trató ciertos
puntos fundamentales de la navegación, o averiguar si acaso fue un
mero recopilador de lo que dejaron escrito los antiguos. Pero
juzgando por la doctrina que vertió en otras misceláneas y
matemáticas, no podemos dejar de admirar los sólidos principios en
que fundaba el estudio de la náutica. En una de ellas, publicada en
1286, trató de los vientos y de las causas que los producen: en otra
del año 1295, dio excelentes documentos sobre la necesidad que tenía
el marinero de considerar el tiempo para navegar, los puertos a donde
debía refugiarse, y sobre la estrella y el imán, los rumbos y
distancias que andaba, y finalmente sobre cuanto correspondía a su
profesión. Dijo en su Geometría, que de ella depende la náutica, y
entre sus figuras se nota un astrolabio para conocer las horas de la
noche, que dice es de mucha utilidad para los navegantes; y en su
Arte general última, no sólo puso un compendio de ciertas
instrucciones para que los marineros ejecutasen con arte lo que
obraban por pura rutina y experiencia, sino que trató expresamente
de la navegación (1), sentando que desciende y procede de la
geometría y aritmética; y en comprobación de ello traza una figura
dividida en cuatro triángulos y constituida en ángulos rectos,
agudos y obtusos a semejanza de los quartieres, que hoy sirven tanto
para la práctica de la navegación, declarando por medio de esta
invención, cuanto anda una nave según el viento que sopla y el
rumbo que sigue respecto a los cuatro puntos cardinales, de lo cual
deduce el lugar o paraje del mar en que se halla a una hora o momento
determinado; y trata además en aquella obra, de los vientos y de las
señales para pronosticar su dirección.



(1)
Ars generalis ultima, obra que empezó en 1305 y acabó en 1308,
part. X, cap. 14, art. 96 De navigatione.



Si
por esta muestra y otras semejantes que ofrecen los voluminosos
escritos de Lulio, hemos de juzgar del mérito de su tratado de
náutica y de sus conocimientos en esta materia con relación a su
siglo, no podremos menos de maravillarnos de su instrucción cuasi
universal, de su ingenio original y penetrante, y de su talento vasto
y combinador en descubrir las relaciones que tienen entre sí todas
las ciencias y aplicarlas recíproca y oportunamente para dar un
impulso favorable a sus adelantamientos y facilitar los métodos de
su enseñanza (1).
(1) Nicol. Ant. Bibl. vet., tom. II, pág. 122
y sig. - Pascual, Aguja náutica, pag. 5, SS. 1, 3 y 4. - Fr.
Bartolomé Fornés, Apolog. contra Feijóo, Dist. 3, c. 6.
De aquí
puede inferirse naturalmente que si el primer tratado de náutica en
la media edad se debe a un español, fue también consecuencia de lo
mucho que este peregrinó entre las naciones de Europa, Asia y
África, con motivo de promover las cruzadas; cuyas expediciones
anteriores, fomentando la navegación e ilustrando la geografía, al
paso que multiplicaron los intereses y las relaciones de los pueblos
entre sí, hicieron también recíprocos sus conocimientos,
principalmente los que se dirigían a facilitar más estas
comunicaciones por mar, disminuyendo los riesgos y peligros que la
ignorancia hacía tan comunes y repetidos."



Contra
los que cultivaban la astrología judiciaria y la nigromancia,
escribió Lulio también excelentes tratados, siendo de notar lo que
en el tantas veces citado cántico del Amigo y del amado expresa con
referencia al particular, para confusión de los que confundiendo al
filósofo con el impío escritor de su tiempo llamado Raimundo de
Tárraga, le han supuesto autor de las heréticas blasfemias
que este estampó en sus libros. - "Encontró el amigo, dice, a
un astrólogo adivino, y preguntóle qué cosa era su astrología; a
lo que contestó que era ciencia que enseñaba a leer el porvenir.
Errado vas, le replicó el amigo, que lo que tú dices no es sino
engaño, ciencia de fingidos, fatídicos y mentirosos profetas, que
infaman la obra del soberano maestro; ciencia reprobada por la
providencia de mi amado, que promete dar el bien y no el mal con que
aquella amenaza.” - “Con altas voces iba el amigo diciendo: ¡Oh
qué vanos son muchos hombres que se dejan dominar por la curiosidad
y la presunción! Por la curiosidad caen en la mayor de las
impiedades, abusando del nombre de Dios, invocando con encantos y
deprecaciones los espíritus malos, y profanando las cosas santas con
caracteres, figuras e imágenes: por la presunción se han esparcido
tantos errores como hay en el mundo. Con vivas lágrimas lloró el
amigo las muchas injurias que cometen los hombres contra su amado
(1)".
(1) Libro del Amigo y del amado, vers. 347 y 348.



En
las letras fue también Raimundo notabilísimo. Además de sus varias
obras sobre gramática que le acreditan de muy sabio en el arte, como
preceptor o humanista escribió un libro de Retórica, que ha sido
muy encomiado por los inteligentes; al paso que su estilo es puro, y
su dicción expresiva y elegante, quedando sin disputa el primer
hablista lemosín entre sus contemporáneos. La ignorancia de
muchos que sin antecedentes se han creído bastantemente autorizados
para tratar a su manera del gran maestro, ha tachado de bárbaro el
latín de sus obras; mas tales críticos debían haber tenido
presente que es muy dudoso que Lulio escribiese en latín ninguno de
sus libros, y que el defecto que le censuran no es suyo, sino de sus
traductores, que no daban en escribir muy correctamente el idioma de
Marco Tulio en la época de su mayor corrupción.



Por
último, hasta en la música fue Raimundo en extremo hábil y perito
tratando de ella con la ciencia y fijeza con que discurría siempre
sobre todos los ramos de la inteligencia. Varias son las obras en que
se ocupó, aunque no exclusivamente, de este arte delicioso, y mucho
nos engañamos si no es de su mano el excelente libro manuscrito
titulado Arte de cantar, que hemos tenido ocasión de ver, aunque no
le encontramos continuado en ninguno de los largos catálogos de las
obras de nuestro autor.



No
acabaríamos nunca si hubiésemos de hacer mención expresa de todo
lo que fue objeto de los profundos estudios o de las continuas
meditaciones de Raimundo. Ninguna ciencia humana de las que estaban
al alcance de su época, dejó de encontrar su lugar en el gran
círculo que abarcaba su genio; ningún fenómeno de los que se
presentaron a su siglo con el incentivo de la novedad, dejó de ser
objeto de las hondas investigaciones del 
gran
filósofo. Su talento eminentemente combinador y universal forma
época en la historia del progreso humano. La fecundidad de su pluma
asombra, como asombran los numerosos viajes que emprendió, las
multiplicadas aventuras que le acontecieron, las continuas
diligencias que hizo para la realización de sus santos proyectos, y
las predicaciones asiduas que llevaba a cabo para la conversión de
los infieles. Un hombre de grande ingenio con dos siglos de
existencia no hubiera podido hacer lo que Lulio en los cincuenta años
que mediaron desde su conversión hasta su glorioso martirio. Con la
relación sola de su vida podría haber llenado volúmenes enteros;
sus escritos forman
diez tomos de gran tamaño en la edición
moguntina
, ordenada desde 1721 hasta 1749 por su admirador el
esclarecido
Ibo Zalzinger, si bien ella no llega a comprender
la mitad de las obras de Raimundo. Muchos tratados permanecen todavía
inéditos, otros se han perdido por desgracia de la ciencia y de las
letras.



Además
de tanta inteligencia, tan vasto saber, y tantas virtudes juntas,
reunía Raimundo una fuerza de ánimo invencible que le hacía
arrostrar todas las dificultades para la divulgación y enseñanza de
su Arte que consideraba como destinado a entronizar la verdad en
todos los ámbitos del mundo, y triunfar de todos sus adversarios. Y
con esa firmeza, a la que se unía la novedad que su sistema ofrecía,
logró que el orbe todo se llenara al punto de su ciencia, de su
doctrina y de su nombre. Mas no se contentaba solamente con el fruto
que podía dar la propagación de su sistema en las escuelas, sino
que para estirpar los errores que se multiplicaban en el mundo en
medio del cual vivía, ofreció por una parte a la Santa Sede y al
colegio de cardenales su Arte general, y emprendió por otra largos
viajes para desempeñar el más penoso apostolado. En medio de estas
tareas no olvidaba el negocio de la conquista de los Santos Lugares,
que fue el pensamiento que a todas horas le dominaba, y para cuyo
objeto agotó todos los recursos de su pluma y todo el tesoro de su
infinita paciencia, ya trazando planes y proyectos para facilitar la
empresa, ya interesando en ella a los grandes poderes de la tierra; y
si unas veces logró el placer de ser escuchado y en parte secundado
en sus miras, otras tuvo que sufrir con toda la resignación de un
cristiano la mofa y el desprecio en recompensa de sus laudables
afanes. ¡Cuánto hubiera cambiado quizás la faz del mundo a haberse
llevado a feliz término los vastos proyectos del gran pensador de su
siglo! ¡Y cuántos beneficios no hubiera reportado con ello la causa
del catolicismo! Mas Raimundo halló tibios a sus contemporáneos, y
sus exhortaciones se estrellaron contra la irresistible fuerza de las
circunstancias que le fueron siempre adversas.



Aunque
fue mucho empero el celo y la firmeza con quo Lulio ponía en
ejecución sus ideas, duélenos tener que confesarlo, no anduvo
siempre acertado en los medios que escojitaba para llevarlas
adelante, ni eran siempre tan oportunas como convenía. Y no dejó de
contribuir ciertamente a esta falta de tacto con que en determinadas
ocasiones procediera, atención que prestaba por desgracia a los
acontecimientos políticos de su tiempo, en los cuales no se instruía
lo bastante, extraño como se mantuvo siempre a toda asociación
civil o religiosa, y ocupado como estaba tan asiduamente en sus
estudios y combinaciones científicas.



Mas
en vano se han levantado envidiosos contra la santidad y heroísmo de
la vida del eminente mártir, y contra la doctrina del célebre
filósofo. En vano el vehemente y bilioso inquisidor Nicolás de
Aymerich, que hubo de ser expulsado del reino de Aragón por
sus demasías, lanzó contra Lulio las diatribas más furibundas,
tildando de heréticas muchas de sus máximas que adulteraba a su
antojo, y suponiendo condenados sus libros por una bula pontificia
cuya autenticidad no pudo nunca justificar; la fama del mártir ha
quedado ilesa, y los merecidos elogios que de sus actos y de su
ciencia han hecho millares de sabios, son un elocuente, y magnífico
contrapeso a las decepciones que solo la ponzoña de las malas
pasiones ha podido dictar contra el más celoso de los apóstoles у
el más esclarecido de los sabios de la edad media, radiante sol en
la ciencia y espejo purísimo de todas las virtudes.