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martes, 26 de octubre de 2021

XIV. MORIR SONRIENDO.

XIV. 

MORIR SONRIENDO. 

I. 

Cuidado que es mucha serenidad y sangre fría!

- Hombres de ese temple se echan al suelo bajo una lluvia de balas, y se duermen como si se acostaran en un lecho de flores. 

- He visto batirse y me he batido también. Trances ocurren en la guerra que hacen erizar los cabellos de espanto, y es menester presenciarlos para comprender bien toda la energía de que es susceptible el corazón humano. De camaradas, y aun de enemigos, pudiera referir no pocos de estos lances; pero, francamente, el de hoy es cosa que me deja aturdido.

- Y cree V. que nosotros los marinos, añadió un tercero, en punto a valor tenemos que ceder la palma a los militares? En esas luchas a brazo partido con los elementos desencadenados las situaciones críticas no son menos frecuentes ni menos espantosas. 

- Sin embargo, replicó el primero, una cosa es hallarse de improviso cara a cara con el espectro de la muerte, otra evocarlo tranquilamente, como hacían con los diablos los nigrománticos de la edad media. 

- Resignarse a morir dentro de pocos momentos es lo que repugna, contestó el marino; pero hecho este supremo esfuerzo que la muerte sobrevenga o no, eso no quita. 

- Sí quita. Por grande que sea la inminencia del peligro siempre queda un resquicio a la esperanza, y no es lo mismo pugnar en valde para abrir una puerta que cerrarla con mano firme a todas las eventualidades de salvación. 

- Tener aliento para comer y beber, dijo el militar, viendo sobre su cabeza la espada de Damocles pendiente de un hilo, prueba es de gran corazón; pero irse a sentar a la mesa sabiendo de fijo que el hilo ha de romperse...? 

En esta conversación que tenían de sobremesa unos cuantos amigos; ¿cuál era el asunto de que se trataba? Quién el héroe sobre cuyas últimas proezas recaía su conversación? Triste es confesarlo, un suicida. 

La capa del mundo es aun más holgada que el manto de la caridad, pues basta aquella para abrigar al pecado si este solamente al pecador. El mundo, que ha canonizado ciertos errores y flaquezas, no puede ser sobrado rigorista con las demás, y no es extraño que encuentre sofísticas escusas para ciertos crímenes el que otros crímenes abiertamente patrocina. En el código de su moral faltan no pocos artículos, y esta omisión no se limita a culpas leves, a debilidades de menor cuantía. Juez ridículamente severo contra faltas que no llegan a veniales, debía mostrar la antítesis de su carácter absolviendo monstruosas aberraciones, que cuando no las absuelve las disculpa, y cuando a disculparlas del todo no se atreve, busca en sus condiciones y circunstancias algo que ceñir de una aureola resplandeciente. 

El suicidio de los dementes no es el que inspira a los dramaturgos, ni el que ofrece trágicas situaciones a los novelistas. Ante ese deplorable resultado de una enfermedad cerebral el mundo pasa de largo con ojos más o menos enjutos, apartándolos de un espectáculo que le repugna sin interesarle. Pero así como los frenéticos más furiosos en sus lúcidos intervalos usan el lenguaje y las acciones de los cuerdos, sin que por esto merezcan llamarse tales, así tampoco se puede recurrir siempre a la demencia para atenuar el horror de un acto, que debiera ser propio y exclusivo de la enajenación mental llevada a su último extremo. La filosofía pagana y la moderna paganizada han hecho la apología del suicidio premeditado, y los que a tales conclusiones no llegan se contentan admirando la serenidad en los preliminares, la fuerza de voluntad con que se prosigue, la sangre fría con que se consuma a veces tan horrible atentado. 

Esta fatal admiración, que ocupa el lugar debido al público anatema, es una especie de perdón que se arroja allí donde tal vez no cabe el de un Dios infinitamente misericordioso. 

Por otra parte el periodismo se empeña en servir de lazarillo a los delegados del Gobierno para formar la estadística criminal de las naciones. Ninguno de estos dolorosos acaecimientos se escapa a su olfato de sabueso, ninguno se substrae a la publicidad de su registro, y sólo Dios puede conocer el grado de complicidad del periodismo en esta serie de catástrofes, borrón asqueroso de la civilización moderna. La ciencia no ha desdeñado este problema; pero a pesar de las observaciones de la ciencia y de la historia, se continúa tomando nota de los suicidios que ocurren, refiriéndolos con sus pelos y señales, divulgándolos a son de trompeta, y acostumbrando los ánimos a tan mal género de impresiones. Así tal vez se ven secundadas las criminales aspiraciones de esos nuevos Eróstratos, cansados de luchar con sus indomables pasiones o con su adversa fortuna. Resueltos a poner término a sus días de una manera violenta, saborean de antemano el efecto que ha de producir su horrible atentado, meditan el plan como si tuvieran que componer un drama, lo rodean de circunstancias teatrales, escriben su última carta, nuevo linaje de manifiestos, y saben que a la mañana siguiente su nombre andará en lenguas, su valor será reputado a toda prueba, su desesperación les conquistará la fama de un día. Fama de un día, sí; ¿pero acaso es mucho más duradera la que obtienen hechos de suyo plausibles y gloriosos? 

Y esto era cabalmente lo que había sucedido. 

Asombro de unos, escándalo de otros, y sorpresa para todos fue aquella mañana la noticia de haberse suicidado uno de los jóvenes más elegantes y bienquistos de la sociedad barcelonesa. Pasaba apenas de los treinta años, y por cierto que a los ojos del mundo no podía contarse en el número de sus desheredados. Aquellos para quienes vivir es sinónimo de gozar, bien persuadidos estaban de que le había tocado uno de los mejores asientos en el banquete de la vida. Escasas ocupaciones interrumpían su cadena de placeres; su jovialidad y su facundia le distinguían en las reuniones de amigos, y en las que intervenía el otro sexo llevábase no solamente los ojos de jovencillas inexpertas, sino que se fijaban en él con peligrosa complacencia los de aquellas mujeres, que creyéndose fuertes y jactándose de virtuosas, gustan sin embargo de acercarse al borde y echar una furtiva mirada a los abismos del vicio. Quién se hubiera atrevido a decir que tal vez merecería de lástima lo que se le tenía de envidia? 

La víspera se le había visto en el café charlar y bromear con los concurrentes, después aplaudir en el teatro a una bailarina, más tarde obsequiar indistintamente a varias señoritas en un sarao, y concluido este, con su mismo traje de baile, sin que le temblara el pulso, sin una ligera incorrección, sin una falta de ortografía escribió su postrimera carta dirigida a un amigo. 

De esta carta, a cuya tinta, fresca aún, se mezcló la sangre de su autor, circulaban copias que se robaban de las manos, se leían con avidez y se comentaban de mil maneras; pero ni el más paciente descifrador de jeroglíficos, ni el más hábil intérprete de textos oscuros hubieran podido sacar en limpio la causa ocasional de tan horrible suceso. Todas sus conjeturas tendrían de aventurado todo lo que tuvieran de ingenioso. El desgraciado joven se había reservado la originalidad de no hacer al público partícipe de sus secretos. Pudiera decirse que le embromaba desde la huesa. Su carta, especie de capitulo humorístico de unas memorias de ultratumba, picaba la curiosidad y al mismo tiempo la desorientaba; allí un pensamiento delicado se codeaba con un feroz sarcasmo, una frase sentimental se entrelazaba al chiste más imprevisto, y todo con tanta naturalidad, con tal carencia de afectación que por ninguna parte podía rastrearse la huella de un espíritu preocupado y sombrío. Decía en un paréntesis: “son las tres y catorce minutos: principio un rico habano, espoleta de nueva invención, puesto que al concluirse estallará mi cabeza como una bomba." Y en efecto, cuando al ruido del tiro acudieron los vecinos y le encontraron cadáver con el cráneo destrozado, su reloj de oro no señalaba todavía las cuatro, y la punta de su cigarro ardía en el suelo. 

Proseguía la conversación de sobremesa cuando un joven abogado de Gerona que había guardado silencio, dijo: esto es morir con la sonrisa en los labios, dicen ustedes, no me opongo. Yo no trataré de investigar si este fenómeno moral proviene de una excitación nerviosa, ni si es afectada o sardónica la tal sonrisa. 

- De todos modos es prueba de una carencia absoluta de miedo a la muerte. 

- Pero no prueba que esta falta de miedo a la muerte no sea por sobra de miedo a otra cosa peor. 

- Peor? 

- Sí; la grandeza de los males de la tierra depende mucho de la imaginación. Esta, que no la razón, es quien suele medirlos. Sócrates forzado a beber la cicuta manifestó que no temía a la muerte; pero al dársela Catón, ¿quién asegura que no fuese por un miedo cerval a la humillación de su derrota, a la pérdida de su prestigio, al sonrojo de ver triunfantes a sus enemigos? 

Quién asegura que no le amilanase, más que la guadaña de la muerte, la mirada de César? 

- No, su amor a la patria, su apasionamiento a las formas republicanas... 

- Pamplinas! Qué ganaban la patria ni la república perdiendo una espada que en casos dados pudiera aun servir para defenderlas? 

- Pero, le parece a V. que un cobarde tendría ánimo para hincarse un puñal en el pecho? 

- Y les parece a ustedes que es para cacareado el valor de arrostrar la muerte cuando no se tiene el de arrostrar el sufrimiento? Ustedes hablan del desprendimiento de la vida como de un heroico despilfarro; pero convendría saber qué concepto han formado de su propia vida los que atentan contra ella, cómo la definen? cómo la juzgan? cuáles son sus verdaderas apreciaciones? 

Si tantos poetas no mintiesen nada tuviera de extraño que se suicidaran. Algún filósofo, o mejor sofista, se ha valido de una comparación que no sé si es muy propia: quitarse la vida es desnudarse de un vestido: pues díganme ustedes, ¿tendrían por muy generoso a un caballero que diese a un pobre su gabán estrecho, raído, incómodo, de un color y de un corte que ya no fuesen de moda? No se maravillarían ustedes con más razón de una señorita que vestida ya de baile obedeciera sonriendo a su madre al decirle esta: Mira, niña, la vecinita de enfrente no tiene traje para presentarse en el baile, dale el tuyo, y quédate en casa? 

- No hay señorita alguna capaz de tanta resignación y desprendimiento.

- No? pues escuchen ustedes una sencilla historia en que por desgracia o por fortuna he tenido alguna parte. 

- Cuente, cuente V. don Narciso. 

- La contaré, pero a mi manera, dejándome llevar de mis inspiraciones, y dándole un colorido en armonía con mis ideas y sentimientos. 

- Es muy justo. Escuchamos con religiosa atención. 

- Mil gracias. 

Bebióse D. Narciso un vaso de agua, pasóse el pañuelo por los ojos como si tratase de enjugar una lágrima oculta, y continuó poco más o menos en los términos siguientes. 


II. 


Que una pequeña circunstancia influya mucho en los destinos y vida de las naciones, punto es en que no conviene la filosofía moderna. Haciéndolo depender todo de un conjunto de graves causas existentes en épocas determinadas, ninguna fuerza da a tal o cual menudo hecho que pudiera haber servido de obstáculo a su desarrollo. Como si el quitar o añadir una incógnita de valor insignificante no trastornase enteramente el más complicado problema! Sea empero de esto lo que fuere, ello es que en cuanto al destino de los individuos tenemos sobra de ejemplos para desconocer que la Providencia se vale de los más vulgares incidentes para llevar a cabo sus designios. Paréceme a mí que ni tendría ahora la mujer que tengo, ni tampoco llevaría la vida que llevo si por una pamplina, que ya no recuerdo, no me hubiese disgustado con mi patrona cuando estudiaba leyes en esta Universidad. Si no me hubiese puesto la ensalada cruda, o mullido poco la cama o dejado sin agua la jofaina quizás me hubiera entregado a la política, y quizás a estas horas sería un potentado... o un perdido. Pero me incomodé por alguna fruslería de estas, y después de cinco años cambié de habitación, tomándola en una calle de las menos concurridas. 

Desde el balcón de mi tercer piso descubrí el fronterizo de unos entresuelos, y al través de sus cortinillas de muselina una cabeza de mujer tan perfectamente modelada que empecé a desperdiciar horas y más horas en contemplarla. Centinela perdurable, tan sólo para lograr un momento en que pudiera ver su rostro a todo mi sabor, qué de planes de conquista, qué de ensayos pantomímicos, qué de combinaciones telegráficas hilvanó mi imaginación! Tiempo perdido. Aquella joven (porque ya suponen ustedes que una mujer tan constantemente espiada era joven y sumamente hermosa) no levantaba la cabeza de su labor, ni se asomaba al balcón, ni salía de su casa más que para la iglesia. Y aun así solía acompañarla la esposa de su hermano que, aunque joven y bonita, equivalía para mí a una escolta de Dragones

Cambié de rumbo sin perder de vista mi objeto, y los vientos me fueron más favorables. Bajo del balconcillo había una tienda ocupada por su hermano que trabajaba de tallista; este era el reducto avanzado que me importaba tomar antes de dirigir mis fuegos a la ciudadela. Con pretexto de unos adornos empecé a menudear visitas al taller, a prolongarlas, a granjearme la confianza de aquel feliz matrimonio, y concluí por penetrar en el deseado cuartito de arriba. Aquello era el santuario de un ángel: la atmósfera que allí se respiraba era la de un templo. La lindeza de aquella joven, sus agraciados contornos, su pudoroso continente, su modesto aliño, y sobre todo la dulzura, el encanto inexplicable de su voz me dejaron como aturdido, como alelado. Qué pronto sus palabras fueron bastante poderosas para modificar, para cambiar radicalmente mis ideas! Señores, ustedes se burlarán de mí si les digo una cosa; mas no me importa. El resultado de algunos meses de conversación, de honesta familiaridad, de tierna correspondencia con aquella joven fue por mi parte una confesión general. Ah! si ustedes hubiesen conocido a mi adorada Rosalía! 

Si ustedes supieran lo que es amar y ser amado de una de estas jóvenes que con toda propiedad son llamadas ángeles en la tierra, no tanto por la gentileza de sus formas como por la pureza exquisita de sus almas! Si ustedes vieran qué dulcemente brilla el amor al abrigo de un recato virginal y de una inocencia inmaculada! Si experimentaran ustedes lo que es una pasión que se eleva cuanto se espiritualiza, que se embellece cuanto se santifica! Si comprendieran hasta dónde llega el ideal humano cuando ciñe una aureola de resplandor divino, de seguro que entonces no se burlarían ustedes de mí. 

Durante más de un año hubiera impugnado con toda la seguridad de la propia experiencia aquella antigua máxima de que nadie está contento con su suerte; pero después conocí la verdad que encierra aquella otra de que nadie es dichoso hasta el fin. Rosalía, en cuyas mejillas no brillaba el carmín encendido de los claveles sino la trasparente blancura de las azucenas, blancura que parecía ser un símbolo visible del candor de su alma, empezó a sentirse indispuesta con alguna frecuencia. Unos días más oprimida, otros más aliviada; pero siempre sufrida; siempre resignada, siempre risueña, trataba de ocultar sus padecimientos, diciéndome que debía abrazar aquella ligera cruz porque el cielo no le había enviado otra, y era demasiada la felicidad de que mi amor la inundaba. Al fin tuvo que ceder a los consejos del facultativo que le aseguraba el recobro de su salud con el aire vivificante de la campiña. 

Con su cuñada y su prima Clotilde, la amiga de su infancia, la que compartía conmigo los tesoros de aquel corazón tan rico de ternura; fuese a vivir en un pueblecillo distante legua y media de Barcelona. Los estudios me retenían aquí, porque un amor tan santo como el mío respeta todos los deberes, pero no pasaba semana sin que yo montase a caballo y fuese dos y tres veces a verla. 

Y en efecto pronto la hallé notablemente mejorada. La frescura de su tez impugnaba y confundía todas las cavilaciones de un carácter aprensivo. La aurora de la esperanza renacía con toda la esplendidez de sus albores. Oh! qué hermosos días aquellos! Qué largas y deliciosas excursiones al través de los campos respirando su perfumada brisa, contemplando los abrillantados matices, los fugitivos cambiantes con que el sol se despide de la tierra! Qué tiernas y sabrosas pláticas! Qué amores aquellos, rosas sin espinas, exentos de quisquillosos celos, de exigencias caprichosas, de recíprocas desconfianzas, 

de vagas reminiscencias de otros amores! Lo que es vivir dos almas estrechamente unidas, solitarias en la tierra, al abrigo del cielo, olvidadas del mundo, y reconociéndose siempre a los ojos de Dios! Ah señores! disimúlenme ustedes que ceda, quizás indiscretamente, a la sobre excitación de estos inefables recuerdos. 

Una tarde, la conservo tan fielmente grabada en la memoria! después de un largo paseo por los alrededores del pueblo, entramos como de costumbre en su solitaria iglesia al toque de Ave Marías, y mientras las rezábamos cogí un dedo a Rosalía y metí en él una sortijita de oro que yo llevaba. Concluido el rezo no me dijo más que estas palabras: O tuya o de Dios, y se fue a poner de rodillas y proseguir sus devociones con singular fervor y recogimiento. Yo me quedé sentado en un banco, los brazos cruzados y sintiendo caer sobre mi corazón como unas gotas de celeste rocío. Me atrevería a proponer como un problema curioso el de si es una felicidad o un infortunio haber probado momentos de dulcedumbre tan exquisita. 

Restablecida al parecer completamente volvió a la ciudad, y su regreso fue para mí el comienzo de una nueva era de tranquilos y dichosos días; pero concluyeron mis estudios, tomé la licenciatura, y me fue preciso pasar a mi casa a fin de preparar el camino y llevar a venturoso término mis designios. Deseaban mis padres para mí un casamiento más ventajoso a los ojos del mundo que el de una hermana de un oscuro tallista; pero a la pintura que les hice del carácter, y aun de la figura de Rosalía, se dieron por más que satisfechos de que les entrase un ángel en la familia. Sé que no cedieron solamente a palabras que podían nacer de una imaginación exaltada. Tres meses duró mi ausencia sin que me fuese dado interrumpirla con una sola visita a Rosalía, y de sus cartas no se desprendía la menor expresión que diese margen a funestos recelos. 

Lleno de júbilo y en alas de la más deliciosa esperanza volví a Barcelona, y al poner el pie en el umbral del tallista me dio el corazón un vuelco espantoso. Tal fue la acogida que me hizo el laborioso joven que la tomara por glacial y despreciativa si no le viera tan profundamente afligido. Me precipité a la escalerilla del entresuelo, y el grito de Rosalía al verme, su movimiento instintivo para levantarse del sillón que ocupaba, el súbito encendimiento de sus mejillas, el ímpetu con que se abrieron sus brazos, como si cedieran a la fuerza de un resorte, me certificaron el inmenso amor que me tenía. La gracia de sus contornos estaba ligeramente alterada, pero ni su hermosura, ni su sonrisa parecían haber disminuido. Sentéme a su lado, hablamos largamente, y el encanto de su conversación apenas me dejaba notar los ingeniosos efugios con que eludía mis preguntas concernientes a su salud. Así me tuvo por largo rato mitad inquieto, mitad embelesado, cuando con un tono en que la emoción interior no desvirtuaba la firmeza de su acento me dijo: 

- Te devuelvo la sortija.

- Cómo! exclamé tan sorprendido como si me fuera imposible adivinar el funesto origen de aquella resolución. 

- Está escrito que no he de ser tuya sino de Dios. 

- Dónde? repliqué tontamente. 

- En el libro rubricado por la mano del Eterno. 

- Rosalía! por todo lo que hay de más sagrado en el cielo te conjuro que no te entregues a tales imaginaciones. 

- Ten calma y escucha, respondióme dibujándose una tierna sonrisa en sus labios. Hoy cierro las puertas a mi pasado, del cual por cierto no tengo motivos de estar quejosa. Te doy mil gracias, querido Narciso, por el gozo interior, por las dulcísimas emociones que a tu lado han embellecido mi existencia. He sido feliz... y lo soy todavía. Vuelves a poseer tu libertad quizás a precio de lisonjeras esperanzas; pero si algo pueden contigo mis deseos te suplico que vengas todas las tardes. Hablaremos como amigos que se ven en la tierra, como amigos que esperan verse en el cielo; pero media horita solamente. Ni un minuto más: y en estos coloquios, no residuos amargos sino postreras gotas de la miel que ha llenado mi cáliz, te prohíbo absolutamente cualquiera alusión, cualquiera referencia al estado de mi salud y a los recuerdos de tu amor. Por hoy hemos concluido. 

Y levantándose, con suficiente ligereza todavía, se retiró a su alcoba. 

Quedeme cual si me hubieran dado con un mazo en la cabeza, pero me repuse luego y volé a casa del facultativo. 

- Sus días están contados, me dijo, y la sentencia es inapelable. Padece una de esas afecciones del corazón que se burlan de los desvelos del hombre y del poder de la ciencia. Ni yo, ni mis compañeros tenemos el don de hacer milagros, 

y para decir lo que a V. he dicho no se necesita el don de profecía. No hay más que hacer sino dejarla en reposo, cuidarla con esmero, no contrariarla... 

- Y conoce ella que no tiene remedio? pregunté con una ansiedad espantosa. 

- Eso no. Le hemos dicho que su dolencia no presenta ningún síntoma peligroso, que está reducida a unos accesos nerviosos que cederán a la eficacia de las pócimas que le receto, y al venir la primavera le hemos asegurado que se hallaría completamente restablecida. 

- Y opina V. que ella lo cree? 

 - Pues no ha de creerlo? La llevamos engañada. 

- Vosotros sois los engañados, dije para mis adentros. 

Renuncio a trazar el bosquejo de mis padecimientos morales, porque ni este cuadro psicológico, ni la descripción de la enfermedad de Rosalía importan mucho para poner de relieve el contraste de la historia divulgada hoy por toda Barcelona con esta que pasó desconocida entre las cuatro paredes de un humilde entresuelo. Para esta no tuvo el mundo admiración ni aplausos; pero hay hechos tan sublimes aunque obscuros que bien pueden competir con las exhibiciones del más ruidoso heroísmo.

Ya comprenderán ustedes que yo no debía oponerme a la voluntad de la pobre enferma, tan claramente expresada, pero pude mitigar el rigor de aquella consigna aparentando cumplirla con la ciega obediencia de un recluta. Gracias al ardid que me sugirió la esposa del tallista, al salir del cuartito, tomaba un pasadizo y dando la vuelta entraba en un gabinete que tenía otra puerta en el aposento de Rosalía. Allí pegado el rostro al ojo de la llave pasaba las horas en contemplarla, en ahogar mis sollozos, en pedir a Dios que cambiase nuestros destinos. 

Háblase mucho de la debilidad del otro sexo, y es algo extraño a primera vista que al bosquejar el retrato ideal de la mujer perfecta las divinas letras se sirvan cabalmente del epíteto fuerte como del rasgo que con más propiedad la caracteriza. Pues la fortaleza de Rosalía es precisamente lo que ocupa mi imaginación. 

Ella misma trabajaba las primorosas flores que debían adornar su cabeza helada por el soplo de la muerte, y las trabajaba sin afectación alguna, sin muestras de jactancia como sin visos de flaqueza. De seguro que ni más ni menos hubiera hecho para tejer su virginal corona a tener vocación de encerrarse en un monasterio. Pudiera decirse que para ella las puertas del sepulcro no eran más sombrías que las del claustro, pues se la veía despedirse del mundo con tanta tranquilidad de espíritu como si únicamente se despidiera del siglo. 

Sentada en el sillón y leyendo un librito que cerró al verme, y puso luego al otro lado como si quisiera ocultarlo a mis ojos, la encontré en una de mis últimas visitas. Qué especie de libro será ese? dije para mí. Descuido con cuidado busqué ocasión de cogerlo, y... señores! se me horripilaron las carnes, me temblaban las manos, se congeló mi sangre sólo de leer su título en el dorso. Era un libro ascético titulado: Preparación a la muerte. Que ella lo leyese cuando se veía joven y llena de vida, no es extraño; pero sabiendo como sabía que no le faltaba una semana para hallarse en la tumba! No me vengan a ponderar el valor del libertino hastiado de placeres si contempla fríamente las pistolas con que ha proyectado destrozarse el cráneo. Algo mayor fortaleza de alma arguye esa tranquila meditación de una joven de veinte abriles, que ofrece a Dios el sacrificio de sus doradas ilusiones, y puestos como quien dice ambos pies en el sepulcro se entretiene en registrar con ojo sereno sus misteriosas profundidades. 

Otra tarde estaban ella y Clotilde cosiendo unas telas blancas que adornaban con lazos y cintas azules. - Y eso? pregunté maquinalmente. - Es mi vestido de boda, contestó Rosalía. Clotilde inclinó la cabeza sin duda para ocultar sus 

lágrimas. Me quedé tan mudo como si por un extraño accidente hubiese perdido la facultad de hablar. Aquella vez mi visita no duró la media hora, porque me era imposible resistir al triste espectáculo que me desgarraba las entrañas. 

No pueden ustedes figurarse la minuciosidad, el esmero con que la pobre enferma atendía a la perfección de su último trabajo. Parecía una coqueta que espera dar golpe en un baile, que fía al estreno de un traje su triunfo más apetecido. Corrí a mi escondrijo... y allí puesta la cabeza entre las manos estuve largo rato llorando como un niño. Después me acerqué al ojo de la llave y vi a Rosalía de pie delante de un espejo, con el traje puesto, destrenzada su hermosa cabellera, ceñida la corona de flores artificiales, entrelazados los dedos de ambas manos y sosteniendo con ellos un ramillete de filigrana. Clotilde a sus pies y siguiendo sus avisos arreglaba con prolijo esmero los pliegues de la nevada túnica y de un manto azul celeste. Así se estuvo Rosalía un buen rato contemplándose tiesa, inmóvil, como si se hallara ya tendida en el féretro. Había para volverme loco. Llamaré mujeril capricho a lo que revelaba tan varonil energía? 

- Te gusto así? preguntó a Clotilde. Esta no contestó. Vamos, añadió aquella, no seas niña. Por qué lloras? Llorarías si un príncipe de remotos países me pidiera por esposa y me llevara a sus tierras? Es menos dichosa mi suerte? Quieres que me vaya del todo contenta? Dime, qué tal te parece Narciso? 

- No, prima, no. Nunca he puesto en él los ojos con segunda intención, contestó Clotilde mezclando de lágrimas sus palabras. Le he mirado siempre como cosa tuya. Si has tenido celos de mí, te aseguro... 

- Celos? No sabes que esta es una de aquellas pasiones que el cielo no bendice? Estas víboras nunca han picado mi corazón. 

- No se alimentan de sangre tan pura. 

- Sólo Dios sabe cuál corazón es puro y cuál mancillado. Respetemos sus inescrutables juicios. Pero dime, si Narciso pidiera tu mano... 

- No la pedirá, no lo temas. 

- Y si te la pidiese no se la dieras... por amor mío? 

- Por amor tuyo no hay sacrificio que yo no aceptase. 

- Y sería grande el que te pido? 

- Rosalía! gritó la pobre Clotilde, Rosalía! por qué te complaces en desgarrar tu corazón? 

- Al contrario. Tus palabras pueden henchirlo de un bálsamo delicioso. Quisiera morir en la persuasión de que los dos, los dos que más amo en este mundo, viviréis unidos y felices. Quisiera dejarte mi amor como una rica herencia. 

- Soy tan pobre de méritos como de fortuna. 

- Narciso es generoso; no le arredró mi pobreza, tampoco le arredrará la tuya. 

Qué precioso, qué gratísimo elogio para mí, pronunciado en circunstancias menos aflictivas! 

El día siguiente me dijo: Esta noche voy a recibir el santo Viático; después de la visita de mi Dios no admito sino las de sus ministros. Adiós hasta el cielo. 

- Te seguiré. 

- Te quedarás en la tierra. 

- Oh! no. Tú no conoces la intensidad de mi afecto. Basta para consumirme, para devorar mi existencia. 

- Llegará, pero más tarde, el tiempo de reunimos. 

- Y qué he de hacer a solas en este mundo? 

- Mostrar tu sumisión a la voluntad divina. Yo no tengo riquezas de qué hacer testamento; pero si mi última voluntad mereciera ser atendida... una cosa quisiera... una sola cosa. 

- Puedo negarme a nada que tú desees? 

- Y lo deseo con toda el alma. Mi prima... la pobre Clotilde... no es verdad que es hermosa? Mira, Narciso, moriría tan satisfecha si me prometieras... 

- Rosalía! Rosalía, única mujer a quien puedo amar en este mundo. 

- La amaras también... es digna de tu amor. Prométeme que en todo un año no mirarás a mujer alguna... es el único luto que has de llevar por mí. Después, el día de mi aniversario, si ambos no me habéis olvidado, entrégale a Clotilde la sortija que me diste.:. Bendígala el sacerdote al celebrar vuestro casamiento, y... venid los dos a orar cabe la tumba de vuestra Rosalía. 

Ya no se me permitió entrar más en el cuartito; pero al tercer día en que estaba ya oleada oí que el sacerdote esforzaba la voz, y me precipité como un desesperado, y me arrodillé a los pies de la enferma. La opresión de su pecho 

la ahogaba, había perdido el uso de la palabra; pero se abrieron sus ojos, y clavó en mí una penetrante mirada, que interpreté como signo de agradecimiento. Sus manos dejaron caer en las mías una pequeña medalla de la Virgen, como prenda inolvidable de su afecto, y sus labios se sonrieron como si saborease el último goce de la tierra, como si principiase a disfrutar las dulzuras del cielo. A los pocos momentos espiró: digo mal, se durmió en el ósculo del Señor. 

Esto, señores, esto sí que es morir con la sonrisa en los labios y la esperanza en el corazón. 

A los quince meses me casé con Clotilde, digna amiga de la sin par Rosalía. 

VIII. LA CRUZ DEL OLIVO.

VIII.

LA CRUZ DEL OLIVO.

Era ya demasiado tarde para no llegar a deshora. Faltábanme por andar cerca de dos leguas y el sol había traspuesto ya la cima de las montañas y llevado tras sí las caprichosas ráfagas de oro y púrpura, que así cautivan la fantasía por la brillantez de su colorido como por la inestabilidad de su hermosura. Del lado de oriente la celeste bóveda iba tomando un color plomizo que por momentos se volvía más subido y avanzaba hacia el ocaso como la sorda corriente de un río. La noche amenazaba ser tempestuosa sobre completamente obscura. Las nubes que vagaban esparcidas juntábanse en una, como piezas soldadas por la mano de un artífice invisible. Silbaba el viento a mis espaldas, y su lejano silbido parecía salir de la garganta de una áspera sierra, crecía acercándose, y pronto los árboles bajo cuyas copas había pasado y luego los que me rodeaban y luego los que delante de mí tenía, aumentaban el fragor horrísono con sus crujidos y doblaban sucesivamente sus cabezas, cual turba de esclavos por entre quienes pasa corriendo la carroza de su despótico amo. Poco de risueño y agradable ofrecía la perspectiva de mi nocturna y solitaria jornada. Iba además montado en una mula que más que de andadora tenía de asustadiza, y a trechos se plantaba como un poste, sin darse por entendida a las insinuaciones de una vara de acebuche. Llevaba yo algo tirantes sus riendas; pero del todo flojas las de mi imaginación. No sé qué miedo pueril, qué terror vago me había sobrecogido, y yo mismo le daba pábulo con mis disparatadas creaciones. Como el Menedemo de Terencio atormentábame a mí mismo aunque por diferente estilo. Convertía en gigantescas apariciones las nubes de vagos e irregulares contornos, en vampiros y espectros el negro follaje de los arbustos y matorrales, en silbos de serpientes y bramidos de fieras el intermitente rumor de los vientos. Poblaba aquellos pacíficos valles de monstruosas alimañas, extravagantes como en los libros de caballerías, simbólicas como en las visiones de los profetas, y al sentir que mis cabellos se erizaban, que un sudor frío bajaba por mis espaldas y que un rápido estremecimiento recorría todo mi cuerpo, experimentaba una extraña complacencia, percibía un sabor agridulce en este género de sensaciones.

En un espeso olivar, y junto al sendero por donde yo pasar debía, hay un viejo olivo en cuyo tronco se ve clavada una cruz de madera. Qué triste historia me recordaba esta cruz semejante a la de una tumba en el desierto! 

Apoyándose en un grosero bastón y llevando colgada del brazo una esportilla de palma, una noche de las más crudas del invierno, dirigíase a su rústico albergue un anciano, agobiado bajo la triple carga de los años, de las enfermedades y de la indigencia. Inútil ya para las pesadas labores del campo imploraba la caridad de los arrendadores que en ellas le habían ocupado, y vivía del pan de la limosna recogiéndolo fatigosamente de alquería en alquería. 

Cuán blando y sabroso se le volvía este pan al remojarlo en agua y compartirlo con sus nietecitos, al calor de las encendidas ramas que ellos recogían también como de limosna en los bosques y olivares convecinos! Falto de aliento, molestado por el hambre, transido de frío acercábase al término de su lenta excursión, esperando con afán la única hora de su consolación harto mezquina, cuando un ataque epiléptico le hizo caer sin sentido. Aquella noche las estrellas brillaron con toda la magnificencia de sus trémulos resplandores, y al volver la luz del día el agua, de los charcos se presentó convertida en cristalinos témpanos, y al pie del funesto olivo se encontró un cadáver congelado como el agua de los charcos. El pobre mendigo había muerto de frío. 

No es verdad que este es un género de muerte sobremanera horrible? Morir así, morir como un pájaro a quien sobrecoge una nevada! Mas, ¿cuánto tiempo resiste una avecilla, y cuántas horas pudo prolongarse la agonía de aquel desdichado? Cuántos esfuerzos haría para levantarse, para acurrucarse siquiera? 

Deliciosamente trascurren las horas de una velada de invierno en esos elegantes salones donde la profusión de la riqueza, los progresos de la industria y el refinamiento de las artes acumulan todas las comodidades que puede apetecer el más sensual epicureísmo. Cubiertos los muros de hermosos tapices, el suelo de mullidas alfombras, el techo de preciadas pinturas, desde la marmórea chimenea se extiende el blando calor de las resinosas astillas, y globos de labrado cristal suavizan la claridad de multiplicadas bujías. Alternan las guirnaldas de flores con las diademas de perlas, y chispean con variados reflejos la porcelana, el oro y los diamantes. Recostados lánguidamente en acolchados sillones saboreamos los placeres de la conversación, las ilusiones del amor, los encantos de la sociabilidad humana en medio de una atmósfera impregnada de luz, de aromas y de plácidas armonías. Qué sucediera entonces si, mientras nos hallamos en el pleno goce de la vida, a manera de la mano que apareció en el festín de Baltasar, una voz sobrenatural exclamase: Ahora, en este mismo instante, en medio de un lóbrego desierto, solo y desamparado, un hermano vuestro se está muriendo de frío!

Quién hubiera vaticinado semejante muerte al mendigo cuando era recién nacido? Y hay quien haya podido decir: Bienaventurados los que tienen hambre y sed, los que derraman lágrimas y padecen frío? Si quien lo dijo no era más que un mero filósofo en verdad que es extraña y absurda su filosofía. Diógenes a lo menos quería calentarse con los benéficos rayos del sol. Si no era más que un hombre el que proclamaba un sistema tan contrario a los instintos de la naturaleza, razón tuvo Herodes para tratarle de mentecato. Él aspiraría sin duda a la gloria de la originalidad predicando doctrinas no importadas del Oriente, ni discutidas en el Pórtico o en la Academia; pero, y sus discípulos? Locos! que arrostraron los suplicios y la muerte por el extravagante gusto de sufrir hambre y sed, verter lágrimas y tiritar de frío. Qué valor tiene la palabra de un mero hombre para santificar los padecimientos y hacer aceptable lo que a todos los hombres repugna?

Vocingleros de la igualdad, cuando habréis dado a cada individuo un salón confortable en que pueda aspirar de una vez todas las seducciones de los sentidos, ¿cómo impediréis que un viajero sea acometido de un ataque epiléptico y perezca de frío abandonado en medio de un camino? Sin duda la igualdad que preconizaba aquel a quien llamáis el primer socialista, es una cosa más elevada y sublime que vuestras ideas. Qué tienen que ver las ideas que se realizan en el cielo con las que se concretan a la tierra? Qué tiene que ver el vuelo del águila con las rastreras huellas de los reptiles?

Si no hay otro mundo más que este en que vivimos no se venga el doctor Pangloss a decirnos que es el mejor de los mundos posibles aquel en que uno puede morirse de frío. Alfonso el Sabio dijo que él hubiera arreglado mejor el sistema solar y planetario. Cuando los reformadores del género humano habrán desterrado de todo el orbe el hambre y la sed, la desnudez y el frío, también lo habrán arreglado mejor que Dios. Pobre Creador que no previó que el hombre debia corregirle la plana y enmendar así su obra!

Nada más humillante para la soberbia humana que la vanidad de sus decantados triunfos, y el continuo sonrojo que debieran acarrearle sus insensatas aspiraciones. Remóntase el espíritu a regiones ideales, y toma por su mayor habilidad la de cernerse en el vacío. Qué aparato de ciencia, qué trabajos de investigación, qué tesoros de poesía no ha malgastado para elaborar sistemas que tienen tanto de falaces como de ingeniosos? Existen en la actualidad, como existían en otros tiempos, alquimistas que buscan la piedra filosofal, sólo que ahora han cambiado de nombre y de procedimiento. Y no está todo el daño en la manía de buscarla, lo peor es el empeño de persuadirse y persuadir a los demás que la han encontrado. Qué de esfuerzos para trasformar en jardín de delicias lo que nuestros padres llamaban valle de lágrimas!

Qué de razonamientos y seducciones para hacernos creer que es una deleitosa morada lo que decían aquellos que era un escabroso camino! 

Más de tres mil años ha que se oyera un grito de dolor capaz de conmover las entrañas más empedernidas: El hombre nacido de mujer, viviendo breve tiempo está relleno de muchas miserias. Representaba a la humanidad el que echado en un estercolero tan hondamente gemía. Ahora el muladar desapareciera de la escena; pero de blando y perfumado lecho, cubierto de holandas y damascos, saldría un quejido de igual intensidad y amargura.

Oh cruz consoladora para los que creen que en tus brazos espiró el  Hombre-Dios! qué bien que estás en el sitio donde cayó el infeliz mendigo, recordando las miserias de la vida y las esperanzas de la inmortalidad!

Sumergido en estas reflexiones caminaba en medio de una obscuridad completa, confiado en el instinto de mi cabalgadura: esta se paró de improviso y no hubo medio de hacerla pasar adelante. Me vi obligado a apearme, detúveme un rato, y sin duda me senté en una piedra. Yo no estoy seguro de haberme sentado, pero es lo más probable que así lo haría. Entonces vi a mi lado un cadáver y conocí que era el infeliz mendigo; a pesar de no haberle visto en mi vida, y de que hacía más de treinta años que había muerto. Conocíle entonces como si la víspera hubiésemos conversado familiarmente. Contemplaba yo su rostro pálido y demacrado, sus ojos horriblemente abiertos, sus labios que me decían palabras que yo no entendía, su vestido hecho jirones, sus miembros tiesos y envarados. A su lado se veía la esportilla de palma, y un frío espantoso coagulaba la médula de mis huesos. De repente se acercaron cuatro hombres de gigantesca estatura, descalzos y vestidos a manera de disciplinantes con sus negras túnicas ceñidas de un cordón y sus larguísimas caperuzas, cogieron al difunto, lo pusieron tendido en una camilla, y colocándola sobre sus hombros empezaron a andar: y yo les seguía, y seguíales también una turba de mujeres y niños que lloraban en silencio y se mesaban sus desgreñadas cabelleras. Bañaba el espacio una claridad enfermiza, y en lo alto del cielo se veía la luna, grande como una era, pero sin brillo alguno como si fuese de cristal esmerilado. Caminábamos por una vasta llanura sin árboles ni plantas, y toda cubierta de una capa de nieve. Entonces vi que nos precedían dos largas hileras como de capuchinos con los brazos cruzados y las capuchas caladas, murmurando un canto lúgubre y monótono, canto que nunca había oído, que hacía erizar mis cabellos y cuyas palabras no podía comprender. Al canto de los frailes se mezclaban los ecos de trompetas y clarines, y yo percibía claras y distintas las pisadas y relinchos de los caballos; pero por ningún lado podía descubrir los escuadrones de Caballería. Subimos una colina, en su cumbre había tres pinos secos y en ellos tres hombres ahorcados, y mientras yo pasaba al uno se le cayeron los pies, al otro los brazos y al tercero la cabeza quedando su cuerpo pendiente de la cuerda, y las mujeres y los niños lanzaron un gemido espantoso. Entonces obscureció, y vi que cada fraile llevaba una vela de resplandor pálido y mortecino, apareciendo como dos hileras de luciérnagas, y entramos en una calle de cipreses, y luego por la boca de una larga, estrecha y tortuosa caverna. Apretábame la turba y sentí que me pisaban, pero eran pies descarnados y solamente de hueso: La caverna se transformó de repente en un patio inmenso, alumbrado por una lámpara sola y rodeado de nichos sepulcrales, y los que llevaban al difunto lo depositaron al pie de un crucifijo de estatura natural que en medio había. Y todos los capuchinos se agruparon y se hincaron de rodillas, bajáronse las capuchas y en vez de cabezas descubrieron cráneos pelados y desnudos, que me miraban con sus cuencas vacías como asombrados de ver entre ellos un viviente. Entonces del costado del crucifijo brotó un chorro de sangre y todos los cráneos quedaron salpicados, y luego los frailes y el difunto y las mujeres y los niños se empequeñecieron, se empequeñecieron hasta desaparecer del todo. Los nichos que estaban abiertos se vieron de repente cerrados con sus lápidas funerarias, y yo quedé solo al pie del crucifijo. Aterrado por aquella escena arranqué un grito de lo más profundo del corazón exclamando: Misericordia Señor

Entonces advertí que estaba sentado en una piedra, y al reflejo de algunas estrellas que habían aparecido, distinguí la cruz clavada en el olivo, y la mula, que se había asustado de un viejo serón echado en medio del camino, pacía tranquilamente la yerba de sus alrededores.

lunes, 18 de octubre de 2021

EL MAL APÓSTOL Y EL BUEN LADRÓN, DRAMA DE D. JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.

EL
MAL APÓSTOL


Y
EL BUEN LADRÓN,


DRAMA
DE


D.
JUAN EUGENIO HARTZENBUSCH.


Cuando
el espíritu del hombre deja de ser humilde girasol de la luz
increada, cuando apartados los ojos del cielo se enamora de sí
mismo; su frágil y prestada soberanía le ensoberbece, forma
estrecha alianza con mal nacidas pasiones que despóticamente lo
tiranizan so color de rendirle vasallaje, y poco a poco nace en el
corazón del hombre la rebeldía, y en su entendimiento crece y se
entroniza la duda. Entonces, cual un ebrio a caballo, tan pronto cae
de un lado como de otro, y rodeado de profundas tinieblas, lucha y
forcejea para abrirse paso a la luz; pero una mano fatal le empuja de
abismo en abismo, hasta que se hunde en el lodazal de su miseria,
alumbrado en su congojosa agonía por los vacilantes resplandores de
la razón, a la manera del que se ahogase con una lámpara colgada
del cuello. El Sr. Hartzenbusch ha personificado en su drama
simbólico esa enfermedad de almas soberbias, con aterradora verdad y
maestría incomparable. Como Paulo en El Condenado por desconfiado,
que se atribuye a Tirso de Molina, el escéptico de Hartzenbusch es
un varón singularmente colmado por el Señor de beneficios inmensos;
a su paso brotan y florecen los portentos de la gracia: es un
apóstol, es Judas. Pero su aviesa condición y ruines
pensamientos inutilizan todos los tesoros espirituales que Dios ha
puesto a su alcance, y una pasión vil, la más infame de todas, le
acaba de despeñar al abismo de su perdición. ¡Insensato!


Se
empeña en acrisolar con su razón envilecida los actos de su Divino
Maestro.
Le ve resucitar muertos, y duda; le ve acoger con
inefable mansedumbre su inaudita traición y duda; le ve morir, las
peñas se rompen de dolor, y su corazón no se quebranta, y duda
todavía cuando el orbe todo estalla a los pies de su Señor, muerto
en la cruz. En cambio, Dimas, bandolero como el Enrico de Fr.
Gabriel Téllez, deja obrar la gracia sin entorpecer su acción
inefable con los sofismas y cavilaciones del orgullo, y la secunda
con los deseos ardorosos de regenerar su naturaleza degradada.
(En
el Vita Christi, el niño Dimas, hijo de bandoleros del desierto,
ladrones y asesinos, es curado por Jesús y María en su viaje a
Egipto.
Será después el “ladrón bueno” "buen ladrón" que morirá
crucificado junto a Jesús. )


El
Sr. Hartzenbusch, con el tacto que le distingue, ha puesto en el
corazón de Judas el apego
inmoderado a los bienes terrenales, como cómplice poderoso de su
sempiterno escepticismo. Así, no sólo ha respetado la tradición
bíblica de todos los tiempos respecto a la pasión que
avasallaba al traidor de los traidores, sino que ha alejado
toda idea de predestinación, principio teológico que nuestra
irreverente sociedad no se mostraría tal vez dispuesta a recibir con
sumiso acatamiento.
A esta doble ventaja que lleva al Paulo
del padre Téllez (Gabriel Téllez es Tirso de Molina) la creación del esclarecido dramático moderno,
debe agregarse que las manifestaciones naturales de una pasión
práctica se ajustan más de lleno a las condiciones del drama actual
que las consecuencias de un principio más o menos abstracto. Con
igual destreza el Sr. Hartzenbusch se ha abstenido de aglomerar sobre
la conciencia de Dimas las ignominias y abominaciones con que ha
cargado la de Enrico el padre Téllez, pues si bien este lujo de
crímenes podría parecer conducente para patentizar con toda
evidencia el poder eficacísimo de la gracia; mirándolo bajo el
aspecto de la utilidad puramente dramática del personaje, es lo
cierto que tanta maldad le enajenaría la estimación del público,
causando su milagrosa conversión más sorpresa que tierna y dulce
alegría. Aún más: si el portento de divina misericordia que salva
al buen ladrón recayese en un malhechor tan fríamente criminal como
el Enrico del
P. Tellez, no hubiera dejado de parecer
sobrado voluntarioso y gratuito a un siglo tan habituado a deslindar
los derechos de todos como el nuestro, y tan poco amigo de bajar la
indomable cerviz ante los inescrutables designios de la Providencia.

El Sr. Hartzenbusch, con su instinto dramático, ha hecho que los
crímenes de Dimas arrancasen de la venganza tomada por un acto
bárbaramente injusto; y la venganza, cuando es la reparación de una
injusticia atroz, suele encontrar cierta secreta excusa entre los
hombres, ya que no ante Dios. Damos nuestro humilde parabién al
autor de tantas obras maestras, por la conciencia con que ha trazado
las dos figuras principales del drama sacro que nos ocupa, que son, a
no dudarlo, dos creaciones inmortales por la profunda verdad que las
enaltece.


Los
demás caracteres están briosa y magistralmente trazados. El de
Procla es un modelo acabado. Su dignidad es una preclara mezcla de la
entereza esforzada, común en las matronas de la Roma gentil, y del
vivo sentimiento de noble decoro que constituye la más preciada
corona de las mujeres cristianas. Esta dignidad castiza y de buena
ley, que siempre dimana de sentimientos hidalgos y levantados,
contrasta con los arranques de cesárea vanidad con que su marido
Poncio Pilatos quiere cubrir la ruin bajeza de sus
pensamientos y la torpeza de sus liviandades. Betsabé es una
figura radiante de pureza ideal y de adorable candor. Los rayos de
celeste luz que parten de la doctrina del Crucificado, no necesitan
derretir en el bello corazón de María ningún afecto
bastardo, ninguna pasión vergonzosa. No hacen más que añadir un
cambiante de divina luz a aquel prisma de puros resplandores. El de
Sara es de suma belleza. Sumisa, buena, apacible, es toda
abnegación y bondad. El cuadro de sus ambiciones, y la historia de
su corazón, están entrañados en esta deliciosa octava:


SARA.
Tu amor es mi único anhelo:


Dar
el calzado a tu planta,


Collares
a tu garganta,


Lazos
y lustre a tu pelo.


No
quiero cosa ninguna


De
cuanto aquí se atesora;


Quiero
a mi joven señora


Porque
he mecido su cuna.


Nacor,
aunque apenas asoma en la escena, aparece bosquejado de perfil con
palpitante energía. Son admirables las estrofas en que pinta su
pasión favorita, roca que el aliento de Cristo ha convertido en
manantial de aguas cristalinas, de amor al prójimo y entrañable
caridad. Dice así:


NAC.
¿Prestarme crédito


Dificultáis?
¡Ya! ¡Tenía


Yo
tanto amor al dinero! -


Perdí esposa, hijos perdí;


Pero
salvé un cofre lleno


De
oro. Lloraba a mis hijos,


Pero
encontraba consuelo


Abriendo
el cofre. Pasaban


Los
años, iba en aumento


Mi
caudal; otro era el cofre,


No
pudiera ya moverlo


Ni
Sansón: el arca grande


Volvió
mi dolor pequeño.


Miraba
yo el oro, y él


Mirábame
sonriendo;


Tocábale
yo, y hablaba;


Quedito,
eso sí, muy quedo.


«No
hay mal que no cure yo,»


Decía,
sonando a cielo:


Ya
suena a cántaro frágil


Que
tiran roto al estiércol. -


¡Esposa
mía! ¡Hijos míos!


Pronto
necesito veros!


¡Avaro
fui, ya soy hombre!


Si
tuviésemos que trasladar todas las tiradas de bellísimos versos que
esmaltan y enriquecen el drama del Sr. Hartzenbusch, no acabaríamos
nunca esta informe y desaliñada revista. No podemos, sin embargo,
resistir al deseo de citar las sublimes estrofas en que Procla
describe al asombrado Poncio el sueño con que Dios le ha manifestado
el futuro y glorioso triunfo de la cruz y los ya célebres versos con
que Dimas relata el acto más meritorio de su vida:


SUEÑO
DE PROCLA. (Prócula)


PROC.
Escucha. Tarde me dormí, con pena


La
prisión del Ungido recordando.


Por
él temía, y a la par temblaba


Por
ti, sin acertar a separaros.


Audaz
mi pensamiento el velo rompe


De
los siglos futuros y lejanos,


Y
miro alzar y derruir ciudades,


Y
virgen tierra de la mar brotando.


Sobre
varas de cónsules partidas


Y
púrpura imperial rota en harapos,


Hundiendo
en lodo sanguinosas aras


Y
efigies de metales y de mármol;


Despedazadas
Juno y Citerea,


Sin
bidente Pluton
, Júpiter manco;


Rico
de oro y marfil, con lenta marcha,


Entre
pompa triunfal rodaba un carro.


De
pie matrona de sin par belleza


Descollaba
en el plinto levantado,


Y
en vez de águila de oro vencedora,


(¿Quién
pudiera jamás imaginarlo?)


¡Tremolaba
una cruz!
PIL. ¡Una cruz! ¡Ese


Instrumento
cruel, patibulario,


Lecho
de muerte para el crimen, sólo


De
verdugos y víctimas tocado!


PROC.
Ese adoraban, la rodilla en suelo,


Generaciones
por venir, de rasgos


Que
Roma nunca vio: cruz en su trage,


La
cruz de sus pendones era ornato;


Puesta
la vi sobre real corona,


Y
henchir las plazas y poblar los campos,


Y
en altísimas torres empinada,


La
región de los vientos dominando.


Y
en recia voz unísono decía


De
tantas gentes el concurso vario:


«Creo
en un solo Ser Omnipotente,


Dios
Padre que crió cuanto hay criado;


Y
en Jesús, unigénito del Padre,


Dios
que hombre fue para su gloria darnos;


Que
padeció bajo el poder de Poncio...»


¿Qué
Poncio es ese? pregunté. - «Pilatos,»


Pontífices
y reyes me dijeron,


Mercader
y pastor, niño y anciano.


PIL.
¡Poncio Pilatos! ¡Yo!


PROC.
Tú, esposo mío.


Válete
del anuncio: yo he soñado


Para
que tú no yerres: mira, Poncio,


Que
añadieron después los que me hablaron:


«Borrará
el tiempo la memoria y nombre


De
Codro y Belo, César y Alejandro;


La
del cobarde juez del Nazareno


Durará
lo que el sol en el espacio.»
El trozo en que Dimas cuenta a
Betsabé la manera como salvó al niño Jesús, que el público acoge
siempre con tempestades de frenéticos aplausos, es sin duda uno de
los mejores que han salido nunca de la musa castellana. Es como
sigue:
DIM. La historia de niño halaga:


Oye
una infantil historia.


Diez
años contaba yo,


Y
mi padre mercader


Un
viaje tuvo que hacer,


Saliendo
de Jericó.


Marchar a Egipto debió:


Y
yo, que en pueril estilo


Manifestaba
intranquilo


De
errante vida el antojo,


Ver
quise el piélago Rojo,


Las
pirámides y el Nilo.


Caminamos
por jarales


Y
hondonadas y laderas;


Bramidos oí de fieras,


Bramidos
de vendavales.


Movedizos arenales
Embazaron al camello.
Ya de vuelta su resuello

Noche barruntó lluviosa:
Negra vino y espantosa
Que en
pie nos puso el cabello.
De una peña cobijados,
En mantas
nos envolvimos,
Cuando pisadas oímos
Y voces de hombres
armados.
«Cruzarán los tres cuitados
(Habló una voz) por
acá;
El rey niño morirá.
- Matar al niño es tu encargo

(Dijo otro); no descuidarse,
Que pudieran escaparse
Por
el torrente a lo largo.»
Yo temblaba; sin embargo,
Ya ideaba
algo atrevido.
Cesó de pasos el ruido...
«Padre (dije) ya
no llueve:
Cenemos. ¡Al vino! ¡Bebe!»
Bebió; se quedó
dormido.
Mi padre, al amanecer,
Aún reposaba; ¡yo en vela!

Corro como una gacela,
Y en alto me pongo a ver.
«¡Tres!
¡Ellos! ¡Él! Ha de ser
Disfraz su modesto aliño.»
Canto,
me miran, les guiño,
Y grito en llegando en frente:
«¡Señora,
por el torrente;
Que si no, matan al niño!»


Esto
sí que es manejar primorosamente esa lengua pura como el oro, sonora como la plata, flexible como el acero, que Carlos I consideraba hecha
para hablar con Dios.


El
mal apóstol y el buen ladrón
es una obra trascendental y profunda
en su intención simbólica, admirable por la verdad magistral con
que sus caracteres se hallan trazados, por la variedad de las
situaciones que el variado juego de los mismos produce, por la
grandiosidad de sus proporciones, y por la incomparable riqueza de su
versificación. Uno de los méritos que más la avaloran es que la
sagrada figura de Cristo no aparece nunca en escena, y que el público
sabe la historia de su pasión y muerte por boca de los demás
personajes, causando un terror sublime y un interés extraordinario,
sin exponer los misterios de la agonía de un Dios a los ojos
profanos de una sociedad que nunca podría poner sus corazones,
profanados por tanta multitud de mezquinos sentimientos, al diapasón
del dolor más profundo e insondable y del más alto misterio que han
asombrado a los cielos y a la tierra.


El
Sr. Hartzenbusch, insigne autor de dramas inestimables, ha añadido
una joya más de gran valor a su diadema de gloria. Cíñala con
legítimo orgullo, pues la posteridad la colocará también,
enriquecida sin duda por otras preseas de no menos estimación,
encima de su nombre glorioso, que es ya una estrella fija en el
brillante cielo de nuestras glorias nacionales!
____

domingo, 17 de octubre de 2021

FERNÁN CABALLERO.

FERNÁN
CABALLERO.

Fernán Caballero, Cecilia Böhl de Faber



Formular
un juicio acabado de Fernán Caballero, y aquilatar definitivamente
sus altas dotes literarias, no es cosa de fácil logro para quien,
como nosotros, sólo puede contar con un criterio inseguro.
Venturosamente, escritores nacionales de incontestable respetabilidad
y bien asentada nombradía, unas veces con los encarecimientos del
entusiasmo, otras con el sesudo lenguaje de una crítica razonada,
han venido a confirmar la estimación y aplauso que el público ha
dispensado siempre a las producciones del esclarecido novelista. Y,
para que la celebridad de nuestro Fernán (Fernan en el original)
reuniese todas las condiciones de legitimidad apetecibles, ese nombre
modestamente sencillo, por un privilegio otorgado a muy pocas
lumbreras de la literatura española contemporánea, ha traspuesto la
valla de los Pirineos, y la Europa inteligente le rinde ya el
homenaje de su admiración y simpatía. Las obras de Fernán se
hallan traducidas en francés, en alemán y en bohemio, y
periódicos extranjeros tan importantes como el diario inglés
Chamber‘s llenan sus columnas con lisonjeras apreciaciones del
hechicero narrador. El tan elegante como profundo Carlos de Mazade, a
quien las letras patrias del siglo presente son deudoras de
investigaciones llenas de atinada sagacidad; Antonio de Latour,
erudito apasionado e incansable, literato ameno y variado como un
artista, minucioso y paciente como un anticuario; y, por fin, el
barón Fernando Wolf, sabio portentoso y benemérito patriarca de la
crítica europea; jueces de tan notoria competencia, en fin, han
hecho al autor de La Gaviota toda la justicia que debía esperarse de
la alteza de su criterio y de la sinceridad de sus intenciones. (Ver la chaika de Chéjov)


No
se ocultará, pues, al buen juicio del Sr. D. Luis María Samper que,
para justipreciar el complicado mérito de un escritor que, como

Fernán Caballero, ha recibido la doble sanción del encomio popular
y de la autoridad científica más encumbrada, no conviene proceder
de ligero ni cavalièrement, como dicen nuestros vecinos de
allende. En nuestro humilde sentir, de este defecto adolecen los
párrafos críticos que ha dedicado el Sr. Samper al más eminente
novelador de España. De otro modo, ¿cómo se concibe que una
persona dotada del recto sentido literario que suponemos a dicho
señor, haya calificado a Fernán Caballero de romancista mediocre,
arrancándole la palma gloriosa de la novela nacional contemporánea
de costumbres que propios y extraños le conceden?


Son
tan vagas las razones en que funda el Sr. Samper su peregrina
aserción, que no es socorrida tarea el refutarlas de una manera
cabal y satisfactoria. Lo más natural, pues, en este caso es indicar
las dotes de novelista superior que reúne Fernán Caballero.


Una
de las cualidades que más resplandecen en sus novelas, es sin duda
aquella condición esencialísima de toda producción del arte, y
especialmente del género escogido por Fernán para dar a luz los
tesoros de su alma, a saber: verdad.
En tanto la tienen los
caracteres que ha pintado, en cuanto son, casi todos, retratos de
personajes reales y verdaderos, embellecidos con aquella aureola
ideal, animados por aquel soplo creador, que es uno de los atributos
más indelebles del genio. Fernán, lo mismo que Cervantes,
Goldsmith, Dickens, y Balzac cuando no metafisiquea, no ha necesitado
para dar vida inmortal a los caracteres que ha delineado tan
primorosamente, hacer esfuerzos colosales de imaginación ni
extraordinarios tours de force; con aquel tacto exquisito que escoge
los tipos sociales que merecen los honores del pincel, ha condensado
y puesto de relieve los rasgos de las fisonomías morales que
intentaba reproducir, con sobriedad de colorido, con fuerza, con
briosa y gráfica energía. Y ¿qué diremos de la verdad maravillosa
que brilla en las situaciones, ya sublimes, ya tiernas, ora
sencillas, ora complicadas, y siempre lógicas y naturales, a que da
lugar el juego variado de los caracteres pintados por Fernán?


Fácil
y grato nos sería aglomerar ejemplos que patentizasen hasta qué
punto posee el autor de La Gaviota y de Clemencia tan preciosas
cualidades; pero nos lo impiden los angostos límites que hemos
fijado a esta rectificación. Por otra parte, ya que el Sr. Samper el
único ejemplo que ha citado en apoyo de su intento, ha sido La
Gaviota, cuyo desenlace tacha de completamente ilógico, nos
ceñiremos a esta originalísima novela, como prueba relevante de la
verdad y lógica con que sabe trazar sus caracteres nuestro gran
pintor de costumbres.


Marisalada
es una organización eminentemente vulgar; dando a la palabra
vulgaridad la acepción que le dan las naturalezas exquisitas y
delicadas, esto es, una ruindad en el pensar y sentir, espontánea,
vigorosa, incurable. Esencialmente refractaria a todo lo noble,
poético y elevado, lejos de adquirir con sus hábitos de vida
agreste y montaraz un sello de salvaje grandeza, lo único que
adquiere es un carácter duro, voluntarioso y díscolo. Ama su casa
como el pájaro su nido, porque le sirve de albergue, no por ser la
morada de su padre, que la adora. Cuando el buen Stein, corazón de
oro de ley, alma tierna, melancólica y suave como una melodía de
Schubert, tomando la vulgaridad crónica de Marisalada por ingenua
sencillez, se esfuerza en pintarle las puras fruiciones de un amor
poéticamente honrado, las bruscas contestaciones de ella hacen el
efecto de una salida de tono, de una rechinante inarmonía. Los
dulces sonidos de la flauta con que Stein entretiene sus ocios, nunca
hacen venir lágrimas a los ojos de La Gaviota, ni llenan su alma de
sublime tristeza; tan sólo la sorprenden y hechizan, como a las
serpientes de la Luisiana, causándole un placer confuso y maquinal.
Luego que su portentosa voz y su gran talento musical llegan a
trasformarla en una prima donna, los aplausos frenéticos del público
entusiasmado y el fetichismo de sus adoradores no alcanzan a darle
orgullo artístico; únicamente le dan un poco de plebeya vanidad.
Tan indiferente al amor de cabeza del duque como al amor de corazón
del desventurado Stein, sólo puede ser sensible al amor material de
un torero. Como todas las mujeres de su estofa, ninguna belleza moral
hace mella en el grosero corazón de Marisalada, que no sabe rendirse
sin degradarse. Necesita una voluntad de bronce que la tiranice
brutalmente, y una hermosura corpórea en todo el lujo de su
vitalidad y energía. Estas circunstancias concurren en Pepe Vera.

Es lo que se llama en España un real mozo: robusto, bien plantado, hermoso y valiente, trata a sus queridas con el cariño,
tan parecido al desprecio, de un sultán de calañés. He aquí el
bello ideal de Marisalada. Por un castigo eminentemente justo, pues
sigue de cerca a su alevosía conyugal, La Gaviota pierde el órgano maravilloso de su voz, y el enjambre de sus cortesanos y admiradores
la abandona, como huyen los pájaros del árbol seco y caído. ¿Qué
debiera haber hecho entonces la hija de Santaló en la opinión del
Sr. Samper? ¿Clavarse un puñal en el pecho como una mujer
apasionada, ella que tiene impresiones y no sentimientos?
Prescindiendo de lo inmoral y manoseado de semejante recurso, el
suicidio poquísimas veces da la explicación lógica de un carácter;
no desata el nudo, lo rompe. ¿Debía entrar en una casa de
corrección como una Dama de las Camelias sin camelias, que, cansada
de dar la carne al diablo, da los huesos a Dios? Pero Marisalada,
aunque pecadora, estaba muy lejos de merecer un encierro que sólo
conviene a las mujeres de mundo arrepentidas. ¿Debía buscar la paz
de su corazón en las dulzuras del misticismo y en las prácticas de
una devoción triste pero consoladora, como la pobre Dolores?
Considérese cuán antinatural hubiera sido que una alma hosca y
fiera, que un corazón frío y seco, hubieran entrado suavemente en
una vía de penitencia, de lágrimas, de oración, de espiritualismo.
Marisalada podía como todo el mundo llegar a ser una buena
cristiana, pero una devota, simpática y dulce, no grosera, no
supersticiosa, nunca podía serlo sin echar a perder completamente
todas las condiciones de su carácter especial. Pero Fernán
Caballero con ese instinto admirable que le caracteriza, ha casado a
su heroína con el barbero de Villamar, Ramón Pérez. De esta manera
la hija de Santaló consigue lo único en que piensa una mujer de su
calaña, cuando se halla en su caso: buscar quien la mantenga; pero
al propio tiempo tiene a su lado un castigo sempiterno y providencial
en Ramón Pérez, que la hiere sin cesar en sus recuerdos de lujo, en
su vanidad, en su hermosura marchita y hasta en la susceptibilidad de
sus instintos musicales, que han sobrevivido, como un sarcasmo, a la
pérdida irreparable de su voz prodigiosa.


No
nos detendremos en reseñar menudamente las demás dotes de novelista
superior que concurren en Fernán Caballero.


Recuerde
el Sr. Samper aquellas descripciones inimitables en las cuales la
naturaleza habla y siente; aquellos diálogos ya profundos, ya
airosos, llenos de chispa, de vivacidad de colorido; aquel estilo
siempre original, siempre ingenioso; llano sin prosaísmo, elevado y
elocuente sin pompa hueca, sin declamatoria exageración. Si tal vez
la escasez de intriga ha hecho al Sr. Samper negar el mérito
sobresaliente de Fernán como novelista, este crítico sabe mejor que
nosotros que El Quijote, no pocas novelas de Fielding y Richardson,
muchas de Walter Scott, I Promesi Sposi de Manzoni, casi todas
las de Bulwer, Dickens y Jules Sandeau, y por lo general todas las
que son estudios fisiológicos o históricos, carecen de acción, o,
si la tienen, es sencilla, tenue, casi nula; y nadie niega a estos
ilustres escritores el primer lugar en el género novelesco.


En
cuanto a la intención general de las obras de Fernán Caballero,
está muy lejos de ser hija de ningún espíritu de secta
político-literaria como asegura el señor
D. Luis María. La
intención bien clara de estas inmarcesibles producciones ha sido el
reproducir exactamente y con escrupulosa fidelidad la verdadera
fisonomía del pueblo español, antes de que el prurito nivelador del
siglo la haga desaparecer por completo; así como un retratista se
apresura a trasladar al lienzo las queridas facciones de un amigo,
antes que la muerte las borre para siempre.


Creeríamos
lastimar la dignidad de Fernán Caballero vindicándole de la manía neo-católica que le echa en cara el señor Samper. El
catolicismo de Fernán, como inspirado directamente por el Evangelio
y la Iglesia, no es nuevo (neo) ni viejo; es eterno, como hijo de
aquél que dijo: Ego sum veritas. (yo soy la verdad)


Concluiremos
refutando dos aserciones del Sr. Samper, igualmente injustas, aunque
de menos importancia.
Las digresiones doctrinales de Fernán
Caballero en sus novelas no pueden tildarse justamente de sermones,
como se le antoja decirlo al Sr. Samper. Esta palabra aplicada en
sentido indirecto, como lo hace dicho señor, no puede indicar más
que inoportunidad o pesadez. Las digresiones doctrinales de nuestro
autor no son inoportunas, porque unas veces sirven de clave para
explicar ciertos caracteres, como en los preciosísimos consejos que
da el Abad a Clemencia (en la novela de este nombre), granos de
divina semilla que, fructificando en el corazón de esta joven
encantadora, llegan a hacerla un modelo acabado de alta discreción,
poética sabiduría y nunca desmentida delicadeza de sentimientos;
otras son desahogos naturalísimos y lógicos del autor, autorizados
por todos los novelistas conocidos, y especialmente por el gran padre
de la novela moderna, Cervantes.
No son pesados, ni por su
extensión, pues casi todos son excesivamente cortos, ni por su
vulgaridad, puesto que son de una originalidad marcadísima, y en
ellos habla más un sentimiento ilustrado y puro que una fría, tiesa
y encopetada razón.


Respecto
al exagerado antiextranjerismo de que el Sr. Samper acusa de paso a
Fernán Caballero, a propósito de La Gaviota (en donde precisamente
el autor personifica, ridiculizándolo, el españolismo exagerado en
el general Santa María), sólo advertiremos a dicho señor una cosa
muy sencilla, pero concluyente. Fernán Caballero, según tenemos
entendido, ha tenido ocasión de tratar a muchos extranjeros, y ha
viajado lo bastante para conocer las extravagancias y preocupaciones
de las demás naciones y sus buenas dotes. He aquí por qué en sus
novelas ha puesto en ridículo aquellas, respetando siempre estas
(*).
Además, si alguna vez hubiese hecho un poco fuertes las
tintas de sus figuras cómicas del extranjero, muy natural es
perdonarlo en la pluma más, verdaderamente española de la
literatura nacional.


(*)
Un crítico extranjero, más justo que el señor Samper, el
concienzudo Latour, dice, a propósito de esto: «Fernán Caballero
quiere apasionadamente a España, y la prefiere a todos los países
del mundo; pero la pinta bastante bella, para no tener necesidad de
realzarla calumniando a los demás; y, si en sus obras introduce
franceses o ingleses, sus retratos, alguna vez poco favorecidos, muy
raras veces son caricaturas.- N. del A.