domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XII.


CAPÍTULO XII.

De la venida de Publio Scipion y presa de Cartagena, y de lo que pasó con las hijas de Indíbil y la mujer de Mandonio, grandes señores de los pueblos Ilergetes.

Tito Fonteyo y Lucio Marcio, capitanes romanos, que no serían menos animosos que los dos Scipiones, recogieron las reliquias del pueblo romano que habían escapado de las rotas pasadas. Estos pensaban que Asdrúbal los querría echar de España, y por lo que podía acaecer, juntaron toda la gente que pudieron, animándoles todo lo posible, y se pusieron a punto de guerra. Acercóseles Asdrúbal con toda su gente, aunque no leemos que Indíbil fuese con ellos; trabóse la batalla, y trocadas las suertes, la victoria quedó por los romanos, y los cartagineses, por su descuido y demasiada confianza, en dos encuentros que tuvieron quedaron vencidos, y dicen que murieron treinta y siete mil de ellos, y tomaron cautivos mil ochocientos treinta, con mucho bagaje; y de esta manera quedaron por entonces vengadas las muertes de los Scipiones, y ellos con mucha reputación. Luego que en Roma tuvieron nueva de todo esto, enviaron por capitán a Claudio Nero con algún socorro. Este capitán tuvo ocasión de acabar del todo el bando cartaginés, y en cierta ocasión que tuvo muy apretado a Asdrúbal, escuchó tratos de paz que no debiera, y en el entretanto se le escapó; y apesarado de esto, o llamado del senado, se volvió a Italia, sin haber hecho en España cosa de consideración.
Tratábase en el senado de Roma, de enviar persona de valor y partes necesarias para el gobierno de España; pero las muertes de los dos Scipiones habían de suerte amedrentado los ánimos de los senadores, que nadie osaba encargarse de tal empresa. Estaban en esta suspensión y esperando quienes se declararían por pretensores del cargo de procónsul de España, que otro tiempo había sido codiciado de muchos; pero nadie se mostraba deseoso de una provincia, donde en menos de treinta días habían muerto a dos capitanes tan valerosos, como eran Neyo Scipion y Publio, su hermano. Entonces se renovó de veras el dolor del daño que en España habían recibido, y hablaban entre si con mucho despecho de ver que hubiese venido Roma a tanta desventura y abatimiento, que nadie quisiese tomar cargo que tan codiciado solía ser. Era esta suspensión y maravilla muy común, y la gente vulgar se indignaba contra los senadores, por estar el valor y ánimo tan caído entre ellos.
Estando la ciudad de Roma junta en comisión en el campo Marcio, con la angustia y aflicción que queda dicho, súbitamente se levantó Publio Scipion, hijo de Publio Scipion el había muerto en España, mancebo de solos veinte y cuatro años, y en voz alta y muy autorizada, que muchos pudieron oír, dijo que él pedía este cargo, y luego se subió en lugar más alto, donde pudiese ser visto de todos; y maravillados de su grande ánimo, comenzaron a darle el parabién del cargo, promietiéndose que había de ser muy venturoso, para gloria y acrecentamiento del pueblo romano. Tomáronse por mandado de los cónsules los votos, y ninguno le faltó a Scipion; y por no tener edad, le dieron, no título de procónsul o de pretor, sino de capitán general. Apenas fue hecha esta nominación que, como los romanos de si eran tan supersticiosos en mirar agüeros y sujetarse a ellos, temblaban en pensar en el linaje y nombre de Scipion, por haber sido tan desventurado en España, y que el hijo y sobrino de ellos se partiese para hacer guerra en España entre las sepulturas de ellos, con representación de muerte y de dolor.
Scipion, que supo esta mudanza y que la alegría de antes se era vuelta en congoja y dolor, con un largo y bien ordenado razonamiento, les habló de su edad y del cargo que le habían dado y del orden particular que pensaba tener en tratar la guerra, ofreciendo que si otro quería tomar aquel cargo, él lo dejaría de buena gana; y con esto quedaron todos muy contentos, y con esperanzas de que había de ser el gobierno de aquel mancebo próspero, fausto, feliz, dichoso y fortunado. Dióle el senado algunos legados y compañeros que le acompañasen, y diez mil soldados de a pie y mil de a caballo, y con ellos vino a España: desembarcó en Empurias, y pasó por tierra a Tarragona; y aquí se juntaron con él los que habían escapado de las rotas pasadas, que estaban con Tito Fonteyo y Lucio Marcio, y de todos se formó un poderoso ejército. Era este mancebo persona de grandes partes y de apacibilísima condición, y, cono dice Livio, jamás de su boca salió palabra que diese olor de fiereza o bravosidad: era modesto, prudente, y adornado de las virtudes que eran menester para hacer y formar un virtuoso y perfecto varón, con que atraía a si los corazones de todos, y nadie había que, tratándole, no le quedase aficionadísimo; y más fue lo que alcanzó con su apacible condición y mansedumbre, que con las armas, poder y ejército que llevaba. Esparcióse la fama de su venida por España y más la de su buen natural; y todos los pueblos que habían sido amigos de los romanos se declararon por él y lo mismo hicieron muchos que lo habían sido del bando cartaginés.
Aunque nuestros caballeros ilergetes Mandonio e Indíbil se mostraban amigos del bando cartaginés, era solo por acomodarse al tiempo; porque siendo ellos señores de aquella región, y gente noble y bien nacida y de linaje de reyes, sentían a par de muerte que tantos, extranjeros, ya cartagineses, ya fenicios, ya romanos y otros que hemos visto, se quisiesen hacer dueños de lo que ni era suyo, ni les tocaba. Al principio no pensaban que la estada de estas gentes hubiese de ser por largo tiempo, y menos la de los romanos; pero después que experimentaron, muy a su pesar, lo contrario, y queriéndoles echar de España, no se vieron poderosos, quedaron obligados a declararse por un bando o por el otro, por no ser enemigos de todos. Los cartagineses bien conocían que el trato de los romanos, su policía (política) y su disciplina militar eran más apacibles a los españoles que el suyo, porque aquellos se preciaban mucho de guardar la palabra y fé, lo que no hacían los cartagineses, a quienes Valerio Máximo llama fuentes de perfidia; y hablando de su gran caudillo y capitán, Aníbal, dice: Adversus ipsa fidem acrius gessit, mendaciis et fallacia, quasi percallidus, *gaudens (no se lee); y por eso entre los latinos corría el adagio punica fides, (fidelidad púnica) que decían de la palabra que uno daba y no cumplía. Por eso fue muy aborrecida esta nación; y Tito Livio, después de haber alabado algunas virtudes que no podía negar en Aníbal, dice: Has tantas viri virtutes ingentia vitia aequabant, inhumana crudelitas, perfidia plusquam punica, nil veri, nil sancti, nullius dei metus, nullum jusjurandum, nulla religio: y Plauto, por decir que uno no cumplía lo que prometía, dice: Et is omnes linguas scit, sed dissimulat, sciens se scire; poenus planè est, quid verbis opus! Pero en los romanos era al revés; porque por acreditarse y ser estimados de todos, hacían profesión y se preciaban de cumplir su palabra, aunque fuese en disminución del estado y honor de aquella república, sin faltar un punto a lo que habían prometido: amaban justicia, y eran en las cosas de la religión muy observantes, y celosos del culto de sus dioses, y deseaban más ser amados que temidos. Esto no era en los cartagineses, y por esto y por asegurarse de los españoles, tomaban de ellos rehenes, y tenían en su poder casi todos los hijos e hijas, y aun las mujeres de los mejores caballeros de España. Handonio e Indíbil no fueron, aunque amigos de ellos, exentos de esto; pues dieron, Indíbil a sus hijos, y Mandonio a su mujer: y todos estos rehenes estaban en la ciudad de Cartagena (Cartago Nova), que era el pueblo mejor y más fuerte que ellos tenían en España. Claro es que estarían aquellos rehenes allá de muy mala gana, y no pensarían en otra cosa sino en volver las mujeres con sus maridos, los hijos con los padres, y todos a su patria.
De esta violencia cartaginesa tuvo noticia Scipion; y juzgó por gran conveniencia suya conquistar primero esta ciudad, con pensamientos, si la ganaba, de atemorizar a sus enemigos los cartagineses y dar libertad a los rehenes, y ganar la amistad y benevolencia de todos los españoles; porque sabía que si eran amigos de ellos, era por estar en su poder las prendas más queridas y preciadas de ellos. Con este pensamiento mandó aprestar la armada del modo que refiere largamente Ambrosio de Morales, y dejando en Tarragona la guarda necesaria, se partió para Cartagena, sin dar parte a nadie del pensamiento e intención que llevaba. Con veintiocho mil infantes y dos mil y quinientos caballos, caminó Scipion por tierra; y Lucio Lelio Marcio, a quien había dado razón de su pensamiento, y no a otro alguno, iba con la armada; y habían concertado que fuese en un punto el llegar la armada y ponerse el ejército de Scipion a la vista de la ciudad, do llegó siete días después de partido de Tarragona; y fue tomada Cartagena por industria y traza de unos marineros de Tarragona, y degollados muchos de los que la defendían, sin dañar a mujer alguna ni niño.

La presa fue tan grande, como era la grandeza y magnificencia de aquella ciudad, en que estaba guardada toda la riqueza de los cartagineses. Livio, Polibio y Eliano refieren que se tomaron cautivos diez mil hombres, sin las mujeres y niños, y a todos los naturales de la ciudad se dio libertad y que gozasen de sus casas y haciendas, así como antes. Tomáronse dos mil oficiales de armas, y navíos: tomáronse también todos los rehenes que habían dado los españoles a los cartagineses, y esto estimó en mucho Scipion, prefiriéndolo a toda la demás presa; pues era bastante precio para comprar la amistad de toda España, y hacer todos los naturales de ella benévolos a la ciudad y pueblo romano: y así mandó tratarles, y respetarles; y cuidar de ellos como si fuesen hijos de amigos y confederados suyos. Hallaron también dentro de la ciudad ciento y veinte trabucos grandes que llamaban catapultas, y doscientos ochenta de menores, y muchos géneros de máquinas de batir: de saetas y lanzas hubo una gran multitud: ganáronse setenta y cuatro banderas, y el oro y plata que ganaron no tenía cuento. En el puerto tomaron sesenta y tres naves de carga, llenas de mantenimientos y de todo aparejo para una
armada; y en fin fue tanta la riqueza que se tomó, que comparada con ella, la menor parte de la presa fue la ciudad de Cartagena. Dio Scipion premios a cada uno, según sus merecimientos, dejándoles a todos contentos de tener tal capitán y caudillo. (Y no usaron los trabucos – catapultas, saetas, etc, los de dentro contra los de fuera?)

Otro día después de tomada la ciudad, mandó llamar a todos los rehenes, que eran más de trescientas personas, les hizo un amoroso razonamiento, dándoles a entender que la costumbre del senado y pueblo romano era obligar a las gentes con beneficios y no espantarles con terrores; y luego se leyó una nómina, (lista de nombres) tanto de los rehenes, como de los cautivos que habían hallado en Cartagena, señalando de qué ciudad o pueblo era cada uno de ellos, y mandó luego avisarles, para que enviase cada pueblo personas a quienes entregar sus naturales: y a los embajadores de algunos pueblos, que estaban allá presentes les hizo entregar los suyos, y conforme a la edad y merecimientos de cada uno, les dio muchos dones, así de lo que él tenía, como de lo que habían preso en el despojo. a los mancebos dio espadas y otras armas, y a los niños bronchas de oro y otros atavíos. Entre otros rehenes que estaban allá fueron la mujer de Mandonio y dos hijas de lndíbil, que, según dice Livio, florecían en edad y hermosura, y acataban a su tía como madre, y también la mujer de otro caballero español llamado Edesco. a estas cuatro personas mandó Scipion a Flaminio, su cuestor, que las guardase y tratase honradamente en todo, porque con ellas pensaba ganar los corazones de sus padre y maridos, que andaban siempre en los ejércitos de los cartagineses. Estando Scipion en esto, dicen Livio y Polibio, que una matrona de mucha edad, muy autorizada y venerable en el semblante, que era mujer de Mandonio, se salió de entre los rehenes y con algunas doncellas de poca edad y mucha hermosura que la seguían, y con rostro lloroso y honesto denuedo, que acrecentaba mucho su gravedad, se echó a los pies de Scipion, y le comenzó a suplicar y pedirle con gran ahínco, que encomendase mucho a los que daba aquel cargo, mirasen con gran cuidado por las mujeres que allí se hallaban. Scipion entendió que le pedía el buen tratamiento en la comida y en lo demás semejante a esto, y levantándola con mucha mesura, le dijo, que tuviese por cierto que no le faltaría nada de lo necesario. Mandó luego, como el mismo autor prosigue, llamar a los que habían tenido cargo hasta entonces por su mandado de los rehenes, reprendiéndoles el poco cuidado que habían tenido de proveerlos, el cual se parecía bien en la justa queja de aquella señora. Ella entonces, entendiendo ya el error de Scipion, le volvió a decir: «No es eso, Scipion, lo que te pido, ni me fatiga nada de eso que me certificas no nos ha de faltar, porque no basta para el estado miserable en que nos hallamos: otro miedo mayor me congoja, mirando la edad y hermosura de estas doncellas, que a mí ya mi vejez me ha sacado del peligro mayor que las mujeres pueden tener en su honra: » y diciendo esto, señalaba las dos hijas de Indíbil, sobrinas de su marido, y otras doncellas nobles que estaban con ella y la acataban todas como a madre. Entonces Scipion, entendida ya bien la congoja, se enterneció tanto, que refiere Polibio se le saltaron las lágrimas con lástima de ver así afligida tanta virtud en personas tan principales; y luego les respondió de esta manera: « Por solo lo que debo a mismo en toda honestidad y comedimiento, y al buen gobierno que el pueblo romano quiere que haya en todo, hiciera, señora, lo que me pides, para que de ninguna manera fuésedes ofendidas; mas agora ya no tomaré este cuidado más entero por solos estos respetos, sino por lo mucho que me obliga vuestra virtud excelente, que puestas en tanta desventura de vuestro cautiverio, aún no os habéis olvidado de la principal parte de la honra que una mujer debe celar.» Luego las encomendó más particularmente a un caballero anciano y de gran virtud, encargándole con mucho cuidado las tratase en todo con tanto acatamiento y reverencia, como si fueran mujeres e hijas de gente principal, amiga y confederada con el pueblo romano.
Encarecen mucho aquí todos los autores y no acaban de alabar la benignidad y nobleza de Scipion, por los favores y cortesías que usó con estas mujeres, habiendo sido el padre y marido de ellas enemigos grandes de sus padre y tío, y ellos y sus Ilergetes muy gran parte en la muerte de ambos, así en pracurarla (procurarla), como en hallarse en ella y ejecutarla.
Pero, aunque sea algo fuera de la historia que tratamos, no dejaré de contar otro acto heroico y virtuoso de Scipion, que pasó con una doncella romana; porque no es bien que los hechos buenos y ejemplares se disimulen, sino que se publiquen para imitarlos. Cautivaron los soldados una doncella de extremada y singular belleza, cuya hermosura era tanta, que por do quiera que pasaba, dicen Plinio y Tito Livio y otros, que todos estaban atónitos mirándola, y todos los del ejército concurrían a verla con espanto y maravilla: esta, pues, llevaron a Scipion sus soldados, porque le conocían aficionado a mujeres, y les pareció que aquel presente le sería muy aceptable; pero él les dijo: « Si yo no fuera más que Publio Scipion, este vuestro don me fuera muy agradable; mas siendo capitán del pueblo romano, no puedo recibillo. » Informóse Scipion de la doncella, de sus padres y patria, y sabido que estaba desposada con un caballero español celtíbero, llamado Alucio, envió por él y por sus padres, y después de haberles hecho un muy apacible y grave razonamiento, que trae Livio, se la dio, dándoles muy bien a entender la virtud y continencia que moraba en su pecho nunca bien alabado. Agradecidos los padres de lo que Scipion había hecho, le rogaban que tomase el oro que por rescate de la hija habían llevado, pero él lo rehusó: fue tanta la importunación, que le obligaron a que lo tomase, y él lo hizo por darles gusto, y luego lo dio a Alucio por aumento del dote que había recibido de su esposa. Este y otros hechos tales de Scipion acrecentaron de suerte su fama, que conquistó más con ellos que con todas las armas y huestes que llevaba consigo: y Alucio, vuelto a su tierra con su esposa, decía a voces, había venido de Roma a España un hombre semejante a los dioses, con poderío y deseo de hacer beneficios y aprovechar, y que todo lo vencía con el valor de las armas, con liberalidad y grandeza de su cortesía y de sus mercedes; y luego, agradecido de lo que había hecho Scipion, juntó
de su tierra mil cuatrocientos caballos, y con ellos y su persona le sirvió en todas las guerras. Este hecho cuenta de diversa numera Valerio Máximo, muy diferente de todos, porque dice que esta doncella era esposa de Indíbil; pero esto no lleva camino alguno, porque todos los autores dicen lo contrario. Polibio no dice que estuviese desposada, sino que Scipion, dándola al padre, le pidió la casase luego; Lucio Floro dice que Scipion no la quiso ver, por asegurar mejor a su esposo y certificarle del cuidado que había tenido de guardarla: Ne in conspectum quidem suum passus adduci, ne quid de virginitatis integritate delibasse, saltem oculis, videretur (1: Floro, lib. II, núm. 6.); y Plinio dice lo nismo, y es cuestión harto disputada si la vio otro; pero lo cierto que la vio y se admiró de su belleza; pero pesóle de haberla visto, por quitar la ocasión de sospecha; y tan lejos estaba de ofenderla, que aun mirarla bien, que la viese, no quiso; y así dijo muy bien Lipsio en sus avisos y ejemplos políticos: Sed ille oculis abnuit: y aunque Valerio Máximo diga haber sucedido con la mujer de Indíbil, se ve haberse equivocado; porque todos los demás que cuentan este caso lo dicen al revés de Valerio, y lo que más es de considerar, es lo que dice Polibio, el cual fue maestro de Scipion Africano, el menor, nieto por adopción de este de quien hablamos; y así por vivir en aquel tiempo que sucedió este caso, y siendo tan allegado a la casa de los Scipiones, es cierto lo sabría mejor que Valerio Máximo ni otro alguno.

CAPÍTULO XI.


CAPÍTULO XI.

Varios sucesos de los Romanos y Cartagineses en España: cóbranse los rehenes que estaban en poder de Cartagineses, y otras cosas notables que acontecieron en ella, y muerte de los Scipiones.

No por haber tenido los cartagineses la rota y pérdida que referimos, perdieron el ánimo ni los pueblos amigos y confederados suyos les osaron dejar y pasarse a los romanos; porque los cartagineses, como hombres astutos y sagaces y que fiaban poco del amor de los españoles, les habían tomado rehenes y llevado a Cartagena, donde les tenían en muy buena custodia, y entre otras personas de cuenta que tenían, eran la mujer de Mandonio y dos hijas de Indíbil, mozas y muy hermosas; y con tales prendas estaban muy más seguros de los pueblos y ciudades confederadas, que si les echaran a cada una mil presidios.
Después de la retirada de Mandonio, tuvieron los romanos varios sucesos en España, que cuentan Livio, Florián de Ocampo, Medino, Pujades, Mariana y otros muchos autores. Fue entonces la venida desde Roma de Publio Cornelio Scipion por capitán en España, hermano de Neyo Scipion Calvo, con treinta naves y en ellas mil ochocientos soldados romanos, con muchos bastimentos y vestidos para los soldados que estaban en España, que necesitaban de ellos. Fue asímismo la venida de Hanon, capitán cartaginés, con cuatro mil infantes y quinientos caballos para engrosar el ejército de Asdrúbal. Destruyóse del todo la población o ciudad que llamaban Cartago vieja, que es donde hoy está Villafranca del Panadés, pueblo harto conocido en Cataluña, edificado por los dos hermanos Scipionés de las ruinas de la antigua Cartago, y quitándole este nombre en odio y por borrar y perder la memoria de los cartagineses, le dieron el de Villafranca, por los muchos privilegios e inmunidades y exenciones con que la adornaron; pero no bastó esto, porque la industria humana no basta a borrar memorias viejas, si el tiempo no ayuda a tales diligencias, antes cuanto más se quiere poner olvido, más se despierta la memoria de la cosa aborrecida. ¿Quién más aborrecido entre los gentiles, que aquel Erostrato que quemó el famoso templo de Diana de Efeso, y puesto en el potro, dijo haber hecho tal incendio por perpetuar su nombre y fama? y aunque so graves penas pusieron silencio a todos, mandando que no se le nombrase, no hay hoy persona de mediocres letras que lo ignore. Barcelona, ciudad principal de España, tomó el nombre de los Barcinos, linaje cartaginés, y así era nombrada (Barcino : Barchinona : Barcinona : Barçilona, Barcelona, etc.): no quisieron los Scipiones que nombre para ellos tan aborrecido como era el de los Barcinos, se perpetuara en ciudad tan insigne; metieron en ella nuevos pobladores de Italia, llamados Faventinos, y la nombraron Favencia, y así la nombra Plinio y otros, pero no pudo durar tal nombre, antes quedó olvidado, y la ciudad se quedó con el que le dieron los cartagineses, y el poder de los romanos, que sojuzgó el mundo y dejó memoria de su valor, no fue poderoso para hacer olvidar el nombre de un pueblo, antes bien a pesar de ellos persevera el nombre y memoria del linaje y familia de su fundador. Aconteció también en estos mismos tiempos la ruina y destrucción de otra ciudad llamada Rubricada, que era del bando cartaginés, y estaba al poniente del río Llobregat (Lubricati), ora sea a la orilla del mar, ora en el lugar de Rubí, junto al monasterio de San Cugat del Vallés, del orden de San Benito. (San Cucufato o Cucufate : Sant Cugat).
Puso cerco a la ciudad de Sagunto que tan valerosamente se había defendido del poder cartaginés, y por no ser socorrida, se perdió: ésta estaba muy fortificada, y en ella había mucha riqueza, y la mayor de todas era las arras o rehenes que tenían en ella guardadas los cartagineses de los españoles sus amigos y confederados, y esta era la mejor fuerza con que tenían sujetos los más pueblos de España. La traza que tuvieron los Scipiones para tomarla fue esta: había un caballero español llamado Acedux, a quien habían encomendado la guarda de aquella ciudad, y había * aquel punto seguido el bando cartaginés, y cansado de sufrir sus violencias, quería pasarse al romano y dar libertad
a todas las personas que estaban por rehenes en aquella ciudad; porque airados los cartagineses de su mudanza, descargasen su ira sobre aquellos inocentes que estaban en su poder. Por esto se salió de la ciudad, y fue a hablar a Bostar, capitán cartaginés, que con poderoso ejército estaba en la campaña para impedir que los Scipiones no se llegaran a ella, y le dijo que convenía mucho dar libertad a los españoles, porque con aquella hidalguía obligarían a los pueblos a quedar firmes en su devoción, y les valieran en aquella ocasión que necesitaban de amparo y socorro, porque el bando cartaginés estaba algo menguado. Pareció esto bien a Bostar, y asignaron hora para salir de la ciudad, y lugar donde había de llevar los rehenes. Hecho esto, luego Acedux fue a decirlo a los Scipiones, y concertó con ellos que a la noche siguiente pusiesen guardas en el camino, y que él pasaría con rehenes, y tomarlashian, y con ellas ganarían la voluntad de toda España, restituyéndolas a sus pueblos. Con este concierto se efectuó todo puntualmente, y las rehenes fueron tomadas, y las enviaron a sus tierras, y fue muy grande la alegría de toda España, y mayor el amor que todos a los Scipiones concibieron; y era cierto que si los romanos quedaran allí donde estaban, todas las ciudades que habían cobrado sus rehenes se alzaran y tomaran las armas en su favor; mas como el invierno era cercano, contentos con lo hecho, se volvieron a Tarragona, y allá ennoblecieron aquella ciudad reedificándola con gran cuidado, y circuyéndola de fuertes murallas y torres, levantando grandes edificios y acueductos y solemnes templos que aún parecen y queda rastro de ellos, que designan que tal era aquella ciudad, cuando salió de las manos de los Scipiones.
Llegó por estos tiempos orden a Asdrúbal que, dejadas las cosas de España a Amilco, capitán cartaginés que había venido de Cartago, se pasase a Italia, porque juntado con Aníbal, los dos destruyesen la ciudad de Roma; pero a lo que Asdrúbal se partía de España, fue impedido de los Scipiones, que no muy lejos del río Ebro le salieron al encuentro y dieron batalla, cuya victoria quedó por los romanos. Esta rota fue presto remediada, porque llegó poco después de ella Magon Barcino con veinte y dos mil hombres de a pie, mil quinientos caballos, once elefantes y muy gran cantidad de plata para hacer soldados, con que quedara del todo olvidada la pérdida pasada, si no los lastimara una muy cruel peste que vino a España y mató gran número de personas, y entre ellas Hamilce, mujer del gran Aníbal, y Haspar, su hijo; y estas muertes causaron que muchos pueblos que estaban por los cartagineses, se pasaron al bando romano. En estos tiempos fue ennoblecida la ciudad de Barcelona con fuentes, cloacas y otros edificios que hicieron en ella los Scipiones, cuyos rastros aún duran. Con estas prosperidades y buena fortuna, que siempre fue compañera de estos dos hermanos, y valiéndose de los soldados y amigos que tenían en España, quisieron echar de ella a los cartagineses; pero no salió como quisieron y pensaban, porque a la postre les vino a costar a los dos la muerte.
Había entonces en España tres valerosos capitanes cartagineses: estos eran Asdrúbal Barcino, Asdrúbal Gison y Magon. Estos supieron los pensamientos de los Scipiones; y para mejor resistirles, se fortificaron todo lo posible, llamaron en su ayuda a Indíbil, su amigo, y aunque hasta ahora había estado a la mira de todo sin meterse en las guerras pasadas, no pudo en esta ocasión tan apretada negar a los cartagineses lo que le pedían, porque, según se infiere de Tito Livio y veremos en su lugar, sus hijos y su cuñada, mujer de su hermano Mandonio, estaban detenidas en Cartagena en rehenes. Deseaba Indíbil echar los romanos de España, y hacer después lo mismo de los cartagineses, a quienes en esta ocasión prometió todo su favor y poder, que era mucho (por no poder hacer otra cosa); y acudió con muchos ilergetes y cinco mil suesetanos, que eran de una región de Aragón muy cercana a los pueblos ilergetes; y porque viniesen de mejor gana, les pagó de antemano.
En África buscaban los cartagineses sus favores. Reinaba un rey llamado Gala en una parte de ella, que era la más vecina a Cartago de la parte de poniente: era este rey muy amigo de los cartagineses, y la amistad estaba atada con vínculos de parentesco, porque Masinisa, hijo suyo, había casado con Sofonisba, hija de Asdrúbal Gison. Este, para valer a su suegro, pasó a España con siete mil infantes y quinientos jinetes, y desembarcó en Cartagena, 209 años antes de la venida de nuestro Señor al mundo. Fueron grandes estos socorros, y la parte cartaginesa sobrepujó a la romana: los vecinos del Ebro, que eran los celtíberos, estaban divididos, los unos por Roma, los otros por Cartago; y estos acordaron de no moverse, mientras los que estaban por Roma estuviesen quietos y sosegados. Serían estos pueblos de la Celtiberia muy poblados, porque eran más de treinta mil hombres los que se declararon por los romanos.
Deseaban mucho los cartagineses ocasión de topar con los romanos, porque confiaban de su poder y de los celtíberos, sus amigos: los romanos no menos confiaban de su buena fortuna y poder, andando los unos en busca de los otros; y por mejor comodidad, dividieron sus ejércitos de manera, que Asdrúbal Gison, Masinisa y Magon tomaron parte del ejército cartaginés, y Asdrúbal Barcino la otra. Los Scipiones hicieron lo mismo: Publio Cornelio tomó las dos partes, y Neyo Scipion, su hermano, la otra; y con los treinta mil celtíberos, que era lo mejor que llevaba, se fue en busca de Asdrúbal Barcino. No pasó mucho tiempo que el uno estuvo en vista del otro, y solo había entre los dos un pequeño río que les dividía. Asdrúbal mandó que los celtíberos que llevaba embistieran a los de los romanos, y por otra parte envió algunos de los celtíberos de su ejército a los que estaban con Scipion, para persuadirles que dejasen la amistad romana, y ya que no quisiesen valer a los africanos, a lo menos no les dañasen, pues Asdrúbal y sus hermanos eran hijos de española, y casados con españolas. Esto lo supieron negociar con tal arte que luego aquellos treinta mil celtíberos dejaron a Scipion y se volvieron a defender y cuidar de sus casas y haciendas; y por más que Neyo Scipion se lo rogó que no se movieran, fue su trabajo vano, porque decían que no querían pelear contra sus naturales y parientes, ni dejar perder sus casas y haciendas. Quedó Neyo Scipion muy sentido de esto, y muy flaco su ejército; y con la poca gente que le había quedado, se retiró, con intención de juntarse con su hermano. Asdrúbal Barcino ya había pasado el río, y con toda diligencia iba tras de Scipion, deseoso de pelear con él.
Mientras pasaba lo que queda dicho, Publio Cornelio Scipion caminaba con su ejército contra Asdrúbal Gison y Magon, sin saber que Masinisa estuviese con ellos, antes, bien cuando lo entendió, quisiera no haber tomado tal empresa, y tuvo gran alteración, y esta se le aumentó, cuando vio que no rehusaban la batalla. Llevaba Masinisa unos soldados tan diestros, que apenas salía alguno del real de Scipion para leña, o forraje o por otros menesteres, que luego estos soldados no le matasen o cautivasen. a lo que estaba con estos trabajos Publio Cornelio Scipion, llegó Indíbil con siete mil quinientos hombres, que, como dice Livio los cinco mil eran suesetanos y que eran del reino de Navarra, y los demás eran ilergetes. Publio Cornelio Scipion quiso estorbarles que se juntasen con los demás, confiando que él era bastante para vencer a Indíbil y sus ilergetes y suesetanos, y dejando encomendado el real, con alguna guarnición, a Tito Fonteyo, capitán romano, salió a media noche a combatir con Indíbil. La caballería africana que corría el campo tuvo noticia de esto, y luego dieron aviso al ejército cartaginés, y acudió con tal presteza y diligencia, que llegaron a la que querían pelear Publio Cornelio Scipion e Indíbil. Fue grande la matanza que hicieron en los romanos: Scipion, que les iba animando y exhortando que muriesen como buenos soldados, fue herido con una lanza en el costado derecho, que le salió al izquierdo, con que cayó del caballo, y luego le dieron muchas y muy grandes heridas, con que dio fin a sus días; y los cartagineses que estaban junto a él, viéndole caer del caballo, mostraron sobradas alegrías, y publicaban a grandes voces su fallecimiento por toda la batalla, con la cual nueva no faltó cosa para quedar absolutos vencedores; y los romanos, abiertamente vencidos, comenzaron a huir, como mejor pudieron, y parte de ellos acudió al real de Tito Fonteyo, y muchos a una ciudad llamada Iliturge (I mayúscula, ele), y otros hasta Tarragona, y fue doblado más número los muertos en el alcance, que cuantos faltaron en la pelea. Los españoles suesetanos y su capitán Indíbil y sus ilergetes fueron tenidos en gran estima, por haber esperado con tan poca gente a tantos romanos contrarios, no queriendo retirarse ni desviar la batalla, puesto que lo pudieran muy bien hacer sin perder algún punto de su buena reputación. Después de esto y haber refrescado la gente de Indíbil, se juntaron con Asdrúbal Barcino, que estaba en un lugar que Livio llama Astorgin (1: Anitorgis, Alcañiz, según Cortés), donde fueron recibidos con el contento que tan buenos sucesos como habían tenido podían causar. (Según el libro del padre Nicolás Sancho: En ella probamos con gran copia de datos y argumentos el sitio preciso de aquella Ciudad, y la mucha probabilidad que tiene la opinión de que la antigua Anitorgis de la Edetania corresponde a Alcañiz. Con cuyo motivo damos en el quinto Apéndice de la Sección segunda, muchas y curiosas noticias de las Ciudades, límites y circunscripciones de la Celtiberia y de la Edetania, según las respetables autoridades de Plinio, Estrabon, Ptolomeo, Tito Livio, y otros geógrafos e historiadores de conocida fama y reputación.)
La nueva de tan gran pérdida no había aún llegado a noticia de los otros romanos, aunque, según dice Tito Livio, había entre ellos un triste silencio y una secreta divinacion, (adivinación, presentimiento) cual suele ser en los ánimos que adivinan el mal que les está aparejado; y los sobresaltos que daba el corazón de Scipion, y sustos que tenía, eran indicios ciertos, no solo de lo que pasaba, mas aún de las desdichas e infortunios que le estaban aparejados, y presto le habían de venir. Íbase retirando con su ejército, caminando siempre de noche, hacia el río Ebro, donde hoy es Zaragoza (Caesaraugusta, Sarakusta); pero apenas fue partido, cuando tuvo sobre si los caballos númidas, que ya por los lados, ya por las espaldas, le iban picando. Entonces Scipion, que ya tenía sobre si todo el poder de los cartagineses y númidas, que con Masinisa e Indíbil le apretaban, se alojó con toda su gente en un montecillo no muy bien seguro; pero de los que había alrededor este era el más alto. Subidos aquí, tomaron en medio cuantos impedimentos y fardaje traían y juntamente los caballos, y puestos a pie todos sus dueños mezclados con el peonaje, rechazaban con poca dificultad, y sin tener otro reparo por los rededores, el ímpetu de los caballos berberiscos y jinetes númidas que siempre les daban rebato; mas como después llegaron los capitanes cartagineses con Masinisa e Indíbil, conoció Scipion cuán vano era trabajar en retener aquella cumbre o montecillo, no poniendo baluartes al rededor o fosas o vallados, e imaginaba con gran vehemencia, qué modo tendría para hacer alguna defensa. La cuesta, de su propiedad era rasa, de suelo pelado, tan duro y tan desolado, que ni criaba leña ni rama donde pudieran cortar maderos para los palenques, ni tenía céspedes o tierra de que hacer paredones ni reparos, ni mostraba disposición a las cavas o trincheras, y finalmente no hallaron aparejo de poder obrar algo con que se remediasen. Menos había malezas o pasos o riscos dificultosos de ganar, de subida trabajosa, cuando los enemigos llegasen; porque todo aquel montecillo precedía (o procedía, no se lee bien) llano, sin casi lo sentir, hasta dar en la cumbre. Queriendo suplir este defecto, comenzó Neyo Scipion a formar una semejanza de reparo por el circuito, con albardas y líos de los mulos que traían el fardaje, sobreponiéndolas muy bien atadas unas con otras, conformes al tamaño que solían tener en sus baluartes acostumbrados y verdaderos; y donde faltaban albardas y líos, metían ropas o cualesquier impedimentos que hiciesen bulto, por no parecer que de ningún cabo les menguaba. Lo tres capitanes cartagineses, al tiempo que llegaron, guiaban sus escuadrones contra lo fuerte de la cuesta, muy determinados a lo combatir, y la gente del ejército respondía con buena voluntad a su determinación, sino que la nueva manera del reparo, cuando lo vieron desde lejos, les hizo dudar algún tanto, creyendo ser defensa más brava. Sus principales y caudillos, viéndoles así parados, discurrían por las batallas enojados de su detenimiento; preguntábanles a voces: en qué se paraban; cómo no deshacían con los pies aquel espantajo romano; pues a mujeres o muchachos no se podía defender, cuanto más a tan denodados varones cuanto venían allí; que si bien mirasen los enemigos, que vencidos eran; escondidos que estaban tras de aquellas albardas pajizas, en llegando se darían a prisión o serían degollados a mano y sin pelea; que pasasen adelante, y no se detuviesen ni mostrasen pavor de tanta vanidad. Estas reprehensiones voceaban los capitanes africanos en menosprecio del reparo romano; pero verdaderamente venidos al toque, más difícil hallaron el saltar las albardas y líos, de lo que publicaban al principio, por estar entre si bien atadas y túpidas en harto buena alzada, y tras ellas haber hombres valientes y guerreros que todavía tenían ventaja centra quien llegase por defuera, como pareció casi luego que fueron acometidos, que solamente para romper líos y hacer entradas hubo menester grandes acometimientos, y se tardaron largas horas: mas al cabo, derrocados los reparos en muchas partes y metida la furia cartaginesa por ellos, ganaron el real de todo punto, sin poderlo valer Neyo Scipion. Allí sus romanos, hallándose pocos, atemorizados y confusos, morían despedazados por diversos lugares a mano de los cartagineses y de los españoles confederados, que venían muchos en cuantidad, ufanos y victoriosos con el buen despacho de la batalla pasada. Pudieron huir algunos romanos en los montes y sitios fragosos que no caían lejos, y por algunas partes acudían pocos a pocos, fatigados y heridos, al otro real, que fue de Cornelio Scipion, donde Tito Fonteyo, su lugarteniente, les amparó con la diligencia que bastaba su posibilidad, mas no para que dejasen de morir en todos estos caminos muchos buenos romanos y diestros. Con ellos pereció también su capitán mayor Neyo Scipion, dado que la manera de su muerte traten discrepantemente Livio y nuestros cronistas: unos certifican ser hecho pedazos entre los primeros; allá dentro del reparo, cuando se rompieron las entradas por los líos y defensas ya declaradas; dicen otros haberse retraído con unos pocos en una torre desierta cerca del real, y que los cartagineses al principio, no pudiendo quebrar las puertas al desquiciarlas a fuerza, las pusieron fuego por el rededor, y quemándolas, mataron dentro cuantos en ella quedaban, y también al capitán general. Como quiera que sea, murió de esta vez Neyo Scipion, según debía morir un caballero muy excelente, siendo pasados veinte y siete días después de la muerte de su hermano, y siete años cumplidos y pocos mes adelante, después de su venida a España. De esta manera tuvieron fin los dos hermanos Neyo Scipion y Publio Cornelio Scipion, sin valerles su saber y disciplina militar y la buena y próspera fortuna que siempre les fue compañera, aunque en la mayor necesidad se les volvió adversa. Esparciéronse los pocos romanos que de aquellos encuentros escaparon por España, sin hallar lugar cierto y seguro donde recogerse, porque como eran tan aborrecidos de los naturales, y los amigos de ellos se eran vueltos al bando cartaginés, era peor el tratamiento que se les hacía de lo que habían padecido en las batallas pasadas, y tantos más murieron en esta huida que en aquellas. El mejor acogimiento que hallaron fue en Tarragona y su comarca, donde quedaba Tito Fonteyo con algunos soldados romanos, el cual, y otro caballero llamado Lucio Marcio los recogieron, conservando las reliquias del pueblo romano esparcido por España, que atónito de lo que había sucedido, no sabía qué consejo tomar: y aquí acaba la historia del diligente historiador y erudítisimo varón Florián de Ocampo, el cual en cinco libros, por orden del emperador Carlos V, de buena memoria, recopila la historia de España, desde el principio del mundo hasta estos tiempos, que ha sido tan acepta y de tanta autoridad, que casi todos los que la han escrito después de él le han seguido, por haber este autor tenido por blanco la verdad; y es tan estimada de todos los varones doctos y sabios, que no sé cuál ha de ser mayor, el sentimiento de que no haya proseguido aquella, o el gusto y contento que tenemos de que el maestro Ambrosio de Morales la haya continuado, pues lo que el primero dejó imperfecto lo hallamos tan cumplido en este segundo autor, que parece que en lo que él ha dicho y hecho, ni poderse más añadir, ni aún los maliciosos que corregir; y así, tomando este autor por guía, y de los otros lo que fuere a nuestro propósito, continuaremos lo que se siguió después de la muerte de los Scipiones, hasta el fin de la obra, según será menester.