domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XIV.


CAPÍTULO XIV.

De la enfermedad de Scipion, y de cómo Mandonio e Indíbil quisieron echar
a los romanos de España.

Scipion, después de haber dado fin a otros hechos notables que cuentan los historiadores, y por no tocar a cosas de nuestros ilergetes dejo, se estaba en Cartagena, donde enfermó. Agravósele aquella dolencia, mas no tanto como la fama encarecía, por la costumbre natural que los hombres tienen de acrecentar más en las nuevas que oyen. Esto fue causa que toda España, y principalmente lo más lejos de Cartagena, se alborotase, y se pareciese bien cuán grande alteración y movimiento hiciera la verdadera muerte de Scipion, pues un vano temor de ella levantó tan grande alboroto de cosas nuevas: ni los aliados del pueblo romano perseveraron en su amistad, ni el ejército mantuvo la lealtad debida. Mandonio e Indíbil, que habían esperado que, echados los cartagineses de España, ellos quedarían por reyes y señores absolutos de ella, viéndose engañados en esta su esperanza, porque Scipion, como ganaba la tierra para el imperio romano, así proveía en su gobierno y conservación con tanto recaudo y providencia, que nadie pudiese tener tal confianza; venida esta ocasión de revolver y destruir todo este buen orden, levantando sus pueblos, que eran los ilergetes y jacetanos, vecinos de Lérida y Jaca, y juntando consigo buena ayuda de celtíberos, que eran los vecinos de aquende y allende el río Ebro, y de ausetanos, que eran los que están entre el campo de Tarragona y Urgel, comenzaron a destruir los campos de los sedetanos, que eran los vecinos de Tarragona hasta Ebro, y eran amigos y confederados del pueblo romano. a mas (además) de esto, los soldados romanos y otros que había dejado Scipion en las comarcas de Denia y Valencia, aposentados cabe el río Júcar, se amotinaron, y fue muy necesaria la prudencia de Scipion para remediallo. La queja principal que publicaban era que no se les pagaba el sueldo; pero lo más cierto era la ambición de dos soldados particulares, llamado el uno Cayo Albio Coleno y el otro Cayo Anio Umbro: y se echó de ver presto su ignorancia, porque luego, sin cordura, tomaron insignias de capitán general, llevando delante sus lictores con las segures y haces de varas (la fascis etrusca, feix, fascismo, y la inventada feixisme, feixista, feixistes), que presto sintieron sobre sus espaldas y cervices. Estos aguardaban cada día nuevas ciertas de la muerte de Scipion; pero cuanto más atendían en averiguallo, más ciertos estaban de su vida y salud; y por eso muchos de los soldados amotinados dejaron a Anio y Albio y se redujeron al servicio de Scipion, de quien esperaban alcanzar perdón de aquel yerro.
Mandonio e Indíbil quedaron corridos de que aquellas nuevas hubiesen salido falsas, y se volvieron a sus casas muy avergonzados, con intento de aguardar en ellas lo que haría Scipion, el qual antes de tomar venganza de ellos, dio orden en el motín de sus soldados; y dudaba si castigaría solo las cabezas de aquel motín o todo el ejército, que era de ocho mil hombres; pero como su natural era inclinado a benignidad, se contentó con solo el castigo de las cabezas, que eran treinta y cinco hombres, gente plebeya y de poca consideración, y ordenó a siete tribunos, que cada uno de llos se encargase de la prisión de cinco de estos soldados, y que fuese sin alboroto; y por hacerles descuidar y pensar que el castigo de ellos estaba olvidado, publicó la guerra que pensaba hacer contra Mandonio e Indíbil. Ordenado esto, pensaron los amotinados que ya Scipion estaba olvidado del hecho, y juntos fueron a Cartagena para pedir el sueldo; y llegados allá, supieron los siete tribunos mover tan bien las manos, que antes de la noche tuvieron presos y maniatados los treinta y cinco que habían de ser presos; y porque nadie saliese de la ciudad, mandó poner guardas a las puertas, y subido en su tribunal, hizo un razonamiento a los amotinados, en que reprendió terriblemente aquel levantamiento, y que siendo ellos romanos, hubiesen osado alborotarse como los ilergetes y jacetanos, aunque estos, les dijo, siguieron a Mandonio e Indíbil, sus capitanes, regiae nobilitatis viros, varones de nobleza real y sus señores; pero “vosotros seguísteis y os sujetásteis a dos hombres salidos del arado, y porque os faltó pocos días el sueldo, hicísteis lo que Mandonio e Indíbil y sus ilergetes, pensando ser poderosos para echar del todo (a) los romanos de España, que tan victoriosos y poderosos están; y aunque muriera yo, había otros capitanes romanos, que habían de sustentar el señorío y ejército del senado y pueblo romano, como no faltaron cuando murieron mis padre y tío.» Y concluyendo su razonamiento, que fue muy largo, les perdonó a todos, por conocer que las razones que les había propuesto les habían movido a pesar, y tenían empacho de lo hecho; y luego mandó sacar a Albio y Anio con los demás amotinados, y atados a sendos palos, los mandó fuertemente azotar, como era costumbre de los romanos azotar a todos los condenados a muerte, y después les mandó cortar las cabezas, cayendo sobre sus espaldas y cervices las haces y segures que mandaron a sus lictores que llevasen delante de ellos, en señal de majestad y grandeza: y después de hechos ciertos sacrificios para purgar el lugar y desenviolarlo, conforme lo que en su vana religión los gentiles usaban, y tomado de nuevo el juramento a todos los que habían sido culpados en aquel alboroto, mandó dar a cada uno de los soldados una paga, con que todo quedó sosegado y quieto, y con la sangre de los treinta y cinco quedó lavada la culpa y yerro de los demás.
Scipion, así que tuvo apaciguado el motín pasado, entendió en la guerra que había publicado contra Mandonio e Indíbil y sus pueblos, sentido de que hubiesen osado tomar armas contra el pueblo romano, de quien habían recibido el uno la libertad de su mujer, y el otro de sus hijas, con otros mil beneficios y buenas obras, y confesaban estarle muy obligados por ello. Estos dos hermanos, vueltos a sus casas, estuvieron suspensos esperando qué haría Scipion con los amotinados, creyendo que si el error de ellos era perdonado, lo sería el de ellos; mas después que supieron el castigo de los treinta y cinco, pensaron que su culpa sería igualada con la de ellos, y merecedora de igual pena: y porque a los que han comenzado a ofender no les parece nuevo error el perseverar, sino forma para escapar de no ser castigados; por esto, o para volver a mover la guerra o estar aparejados para resistirla, mandaron tomar las armas a sus vasallos, y juntando los socorros que antes habían tenido, hicieron un campo de veinte mil hombres de a pie, y dos mil y quinientos caballos, y con esto pasaron a los términos de los jacetanos.
Scipion, que tenía bien contentos y reducidos a su amor y obediencia los ánimos de todos los soldados, así en haberles perdonado y haberles pagado a todos, culpados y libres, su sueldo, como con tratar con ellos siempre con amor y blandura, todavía queriendo hacer jomada contra Indíbil y Mandonio, le pareció hablar con los suyos, antes que se partiese para ellos. La suma de lo que les dijo fue: que con diferente ánimo iba a castigar los ilergetes del que había tenido antes de dar la pena a los amotinados; que cuando castigaba aquellos pocos para sanar el mal de todos, como si cauterizaba sus mismas entrañas, así doliéndose y gimiendo, quemaba lo dañado, y con cortar las cabezas de treinta y cinco, había purgado el error o la culpa de ocho mil hombres; mas que agora iba a hacer la matanza de los ilergetes con gran ansia de verter su sangre y destruirles del todo, pues a enemigos tan porfiados solo el rigor les pedía poner remedio con el miedo. Con estas y otras buenas razones con que les acarició dulcemente, les aseguró más los ánimos, y se partió con ellos a pasar el río Ebro, y llegó a poner su real a vista de los enemigos. El lugar donde aconteció esta batalla fue un campo todo cercado de montes, donde mandó meter Scipion todos los ganados, así suyos, como los que había tomado de los enemigos, porque, con la codicia de hurtarlos, se metiesen allá dentro la gente de
Mandonio e Indíbil, y quedasen como encerrados; y Scipion con lo mejor de su ejército estaba escondido tras un monte, aguardando que entraran todos en aquel campo: todo sucedió así como él pensó y quería. Salió Scipion y embistió; trabóse la escaramuza luego, y fue muy reñida, mas los nuestros fueron con astucia cercados de los caballos romanos, y así pareció quedar por ellos la victoria: y aunque aquel día murieron muchos de los soldados ilergetes, no perdieron el ánimo, antes el día siguiente bien de mañana, por no mostrar punto de temor, se pusieron en el campo, ordenando sus escuadrones para pelear; y también les venció Scipion esta segunda vez, porque la angostura del lugar donde se peleaba le fue favorable, y también tuvo maña como los nuestros fuesen cerrados, sin que se pudiesen de ninguna forma aprovechar de su gente de a caballo, en que tenían su mayor confianza. Así fueron fácilmente desbaratados; y hubo otro daño también grande, que lo estrecho del lugar, y el hallarse los caballos romanos a las espaldas de los nuestros, no dio lugar a que nadie escapase, sino que fueron muertos casi todos, y solo se escapó una parte del ejército que, como mejor pudo, se había subido a la montaña; y estos viendo el peligro de los suyos, y el poco aparejo que el lugar les daba para ayudarles, en tiempo seguro comenzaron a retirarse, y con ellos Mandonio e Indíbil y algunos otros principales. Acabada la matanza, que fue grande y miserable, aquel mismo día fueron tomados los reales de los ilergetes, con pocos menos de tres mil hombres de guarda y servicio, y gran presa de todas maneras de riqueza. La victoria fue grande, mas no les costó a los romanos poca sangre, ni vendieron barato nuestros ilergetes sus vidas, que según Tito Livio, mil dos cientos, y según Apiano, mil quinientos mataron los enemigos, y quedaron más de trescientos heridos, que después la mitad de
ellos murieron de las heridas; y afirma Livio que no fuera la victoria tan sangrienta, si el combate hubiese sido en campo llano, y más apto para retirarse.

Capítulo XIII.


Capítulo XIII.

De cómo Scipion dio libertad a la mujer e hijas de Mandonio e Indíbil y de la oración que hizo Indíbil delante de Scipion.

a Indíbil, Mandonio y Edesco, nobles españoles, parecía que, restituyendo los rehenes a los demás, tardaba Scipion más de lo que debiera en volverles sus mujeres e hijas, y que debieran los cartagineses rescatarlas, ya que no habían sabido guardar la ciudad de Cartagena, donde las tenían guardadas. Sobre esto pasaron entre Asdrúbal y ellos algunas razones y pesadumbres, y el fin de ellas fue quedar desavenidos y muy disgustados de los cartagineses, que en ocasión que tanto necesitaban de sus amigos y estaban sin rehenes, dejasen de corresponder con sus amigos.
Estos disgustos engendraron en el pecho de los tres españoles pensamientos de dejar el bando cartaginés, de quien tan quejosos estaban, y volverse a los romanos, cuyo capitán, después de haberle muerto sus padres y tío, en vez de hacerles malas obras y tratar a sus mujeres e hijas como de enemigos, les hizo las honras y cortesías que hemos visto.
Estos pensamientos de estos caballeros españoles vinieron a deseos: solo detenía la ejecución el no hallar ocasión; pero un ánimo determinado presto la toma, y raras veces la deja pasar. Así lo hizo Edesco, que enfadado ya de tanta superchería como usaban con él los cartagineses, por cobrar su mujer e hijos, con muchos de sus parientes y amigos, se declaró amigo de Scipion, y se le vino a ofrecer por tal.
Mandonio e Indíbil deseaban hacer lo mismo; pero aguardaban ocasión en que no solo fuesen bien recibidos de Scipion, sino que el dejar a Asdrúbal fuese en ocasión que más necesitase de ellos, porque así más claramente conociese lo que perdía. Asdrúbal quería venir a batalla con Scipion y que esta fuese de poder a poder, antes que del todo le dejasen los suyos, que cada día se pasaban a Scipion, y los pueblos y amigos que había tenido, y de quien confiaba, todos le dejaban. Halláronse los ejércitos en la Andalucía, y el de Scipion llevaba muchas ventajas al de Asdrúbal. Un día, con buena disimulación, se apartaron Mandonio e Indíbil con sus gentes en unos collados altos, de donde, por ser las alturas de aquellas sierras continuadas con el puesto en que Scipion estaba, podían sin estorbo y verlo Asdrúbal pasar a él. Aquí se estuvieron algunos días, asentando su real por su parte con su gente, hasta que pudieron ya venir a verse con Scipion, en secreto, ellos con pocos de los suyos. Llegados ante él los dos hermanos, Indíbil habló por entrambos, y, según dice Tito Livio, aunque bárbaro, no imprudente, ni neciamente, ni con palabras mal ordenadas y sin concierto, como de un español
feroz se esperaba, antes con mesura y gravedad, y de mucho peso parecía en sus razones, que escusaba muy cuerdamente el pasarse a Scipion como cosa forzosa y necesaria, y no de ímpetu arrebatado y sin consideración; diciendo, que bien sabía él que el nombre de los que huían de una hueste a otra era abominable a los amigos que dejan y sospechoso a los que toman; que él no reprendía la costumbre de los hombres, si la causa y la verdad, y no el nombre solo, hacen el aborrecimiento tan dudoso; y que no culparían a nadie cuando se juzgase de ellos por esta común estimación, si no pareciesen muy justas las causas de su mudanza, para la justificación de ellos. Contó por orden Indíbil los muchos servicios que él y su hermano habían hecho a los cartagineses,
y la avaricia, soberbia y crueldad que siempre habían hallado en ellos. « En recompensa de esto, vistas, pues, las injurias, decía Indíbil, con que los cartagineses trataban a nuestros vasallos y a nosotros con ellos, con los cuerpos solos les seguíamos, que los corazones y voluntades acá andaban, Scipion, contigo en tus reales, donde entendíamos que era estimada y reverenciada la justicia y lealtad, y el respeto de toda virtud: esto venimos agora a buscar, acogiéndonos juntamente con humildad a los dioses, que nunca jamás consienten que las maldades públicas de los hombres queden sin castigo. Así, Scipion, solo te pedimos, que no atribuyas esta nuestra venida ni a honra, ni a vituperio, hasta que la experiencia de nuestras obras te muestre cómo debes juzgar de ellas.» Scipion les respondió muy humanamente, que así lo haría sin duda, y que no tenía por desleales a los que no tuvieron por firme la amistad de quien ningún acatamiento tenía ni a Dios ni a bondad. Mandó luego Scipion traerles sus mujeres e hijas, y dierónseles libremente, con un gozo de los unos y de los otros tan grande que no menos que con lágrimas lo manifestaban. Fueron aquel día huéspedes de Scipion todos, y el siguiente, asentada la amistad y hechas las alianzas, se volvieron a donde habían dejado su gente. Vueltos después con ella, Scipion les mandó aposentar dentro de su real, y llevándoles por guía, llegó cerca de la ciudad de Bétulo, que era en la Andalucía, cerca de donde están Úbeda y Baeza, aunque fray Juan de Pineda dice haber pasado esto en Cataluña, en el pueblo que hoy llamamos Badalona. Dióse la batalla, que cuenta muy largamente Ambrosio de Morales, y en ella Asdrúbal y los suyos quedaron destrozados, vencidos y del todo perdidos. En esta ocasión dice Polibio, que todos los que allá estaban y los cautivos en público le aclamaron rey, dándole de común consentimiento este título, así como se lo habían ya dado antes a Edesco, Mandonio e Indíbil; pero aunque él lo disimuló entonces por ser en secreto, esta vez les dijo que el nombre de capitán, que era el título que sus caballeros le daban, era muy grande para él, y que el nombre de rey era en otras partes grande, pero en Roma intolerable; y él tenía el ánimo real, y que si ellos tenían por gran cosa de él, que lo juzgasen con sus corazones, mas que no le hablasen con la boca; de lo que quedaron más admirados aquellos españoles, por parecerles grande su modestia, pues menospreciaba una honra y título tal, que con su grandeza suele espantar y poner atónitos a los hombres, y ya, como escribe Polibio, Edesco, Mandonio e Indíbil, cuando habían venido a darse a Scipion, le habían saludado llamándole rey; mas, como dije, no hizo por entonces caso de esto; agora sí, porque se comenzó a hacer en público y con consentimiento de todos.
Quedó muy agradecido Scipion de aquellos señores españoles y de todos los soldados, y dio a cada uno de ellos los premios según su valor y merecimiento, como lo tenía de costumbre; y a Indíbil, a quien reconoció aquella victoria y con nuevos beneficios quería obligar, le dio a escoger trescientos caballos de los que él quisiese, de los muchos que en el despojo se habían tomado. Debieron ser grandes los servicios de Indíbil, pues Livio señala el premio que Scipion le dio.
No dejaré de notar que el llamar Livio bárbaro a Indíbil, cuando cuenta el razonamiento que pasó con Scipion, fue porque los romanos a todas las naciones, excepto a los griegos, llamaban bárbaros, por parecerles el lenguaje de ellas áspero, duro, escabroso y poco pulido, preciándose ellos de lo contrarío. Esta palabra barbari, dice Estrabon que tuvo principio en Atenas, donde llegaban muchos extranjeros y querían hablar griego, y como no estaban acostumbrados a ello, a cada paso tropezaban, pronunciando esta voz: bar, bar de donde quedó el vocablo barbarus que a solo comprende a los que tenían ruin y escabroso lenguaje, pero cuando querían notar a un hombre de ignorante, vil, fiero, cruel y de malas costumbres, le llamaban bárbaro; y estaban los romanos tan contentos y pagados de su lengua y de su bello hablar, que les parecía que ningún extranjero podía llegar al uso de ella, y cuando un español o de otra nación hablaba latín bien y pulido, y hacía un razonamiento elegante y bien concertado, lo tenían por cosa nueva y extraordinaria; y por eso Livio, antes de describir el razonamiento de Indíbil, hace salva, por parecerle nuevo ser un español bien hablado: Indilibis et Mandonius, dice Livio, cum suis copiis occurrerunt: Indibilis pro utroque locutus, haudquaquam ut barbarus, stolidè *(no se lee bien) incautèque; sed potius cum verecunda gravitate: propiorque excusanti transitionem ut necessariam, etc.