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domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XII.


CAPÍTULO XII.

De la venida de Publio Scipion y presa de Cartagena, y de lo que pasó con las hijas de Indíbil y la mujer de Mandonio, grandes señores de los pueblos Ilergetes.

Tito Fonteyo y Lucio Marcio, capitanes romanos, que no serían menos animosos que los dos Scipiones, recogieron las reliquias del pueblo romano que habían escapado de las rotas pasadas. Estos pensaban que Asdrúbal los querría echar de España, y por lo que podía acaecer, juntaron toda la gente que pudieron, animándoles todo lo posible, y se pusieron a punto de guerra. Acercóseles Asdrúbal con toda su gente, aunque no leemos que Indíbil fuese con ellos; trabóse la batalla, y trocadas las suertes, la victoria quedó por los romanos, y los cartagineses, por su descuido y demasiada confianza, en dos encuentros que tuvieron quedaron vencidos, y dicen que murieron treinta y siete mil de ellos, y tomaron cautivos mil ochocientos treinta, con mucho bagaje; y de esta manera quedaron por entonces vengadas las muertes de los Scipiones, y ellos con mucha reputación. Luego que en Roma tuvieron nueva de todo esto, enviaron por capitán a Claudio Nero con algún socorro. Este capitán tuvo ocasión de acabar del todo el bando cartaginés, y en cierta ocasión que tuvo muy apretado a Asdrúbal, escuchó tratos de paz que no debiera, y en el entretanto se le escapó; y apesarado de esto, o llamado del senado, se volvió a Italia, sin haber hecho en España cosa de consideración.
Tratábase en el senado de Roma, de enviar persona de valor y partes necesarias para el gobierno de España; pero las muertes de los dos Scipiones habían de suerte amedrentado los ánimos de los senadores, que nadie osaba encargarse de tal empresa. Estaban en esta suspensión y esperando quienes se declararían por pretensores del cargo de procónsul de España, que otro tiempo había sido codiciado de muchos; pero nadie se mostraba deseoso de una provincia, donde en menos de treinta días habían muerto a dos capitanes tan valerosos, como eran Neyo Scipion y Publio, su hermano. Entonces se renovó de veras el dolor del daño que en España habían recibido, y hablaban entre si con mucho despecho de ver que hubiese venido Roma a tanta desventura y abatimiento, que nadie quisiese tomar cargo que tan codiciado solía ser. Era esta suspensión y maravilla muy común, y la gente vulgar se indignaba contra los senadores, por estar el valor y ánimo tan caído entre ellos.
Estando la ciudad de Roma junta en comisión en el campo Marcio, con la angustia y aflicción que queda dicho, súbitamente se levantó Publio Scipion, hijo de Publio Scipion el había muerto en España, mancebo de solos veinte y cuatro años, y en voz alta y muy autorizada, que muchos pudieron oír, dijo que él pedía este cargo, y luego se subió en lugar más alto, donde pudiese ser visto de todos; y maravillados de su grande ánimo, comenzaron a darle el parabién del cargo, promietiéndose que había de ser muy venturoso, para gloria y acrecentamiento del pueblo romano. Tomáronse por mandado de los cónsules los votos, y ninguno le faltó a Scipion; y por no tener edad, le dieron, no título de procónsul o de pretor, sino de capitán general. Apenas fue hecha esta nominación que, como los romanos de si eran tan supersticiosos en mirar agüeros y sujetarse a ellos, temblaban en pensar en el linaje y nombre de Scipion, por haber sido tan desventurado en España, y que el hijo y sobrino de ellos se partiese para hacer guerra en España entre las sepulturas de ellos, con representación de muerte y de dolor.
Scipion, que supo esta mudanza y que la alegría de antes se era vuelta en congoja y dolor, con un largo y bien ordenado razonamiento, les habló de su edad y del cargo que le habían dado y del orden particular que pensaba tener en tratar la guerra, ofreciendo que si otro quería tomar aquel cargo, él lo dejaría de buena gana; y con esto quedaron todos muy contentos, y con esperanzas de que había de ser el gobierno de aquel mancebo próspero, fausto, feliz, dichoso y fortunado. Dióle el senado algunos legados y compañeros que le acompañasen, y diez mil soldados de a pie y mil de a caballo, y con ellos vino a España: desembarcó en Empurias, y pasó por tierra a Tarragona; y aquí se juntaron con él los que habían escapado de las rotas pasadas, que estaban con Tito Fonteyo y Lucio Marcio, y de todos se formó un poderoso ejército. Era este mancebo persona de grandes partes y de apacibilísima condición, y, cono dice Livio, jamás de su boca salió palabra que diese olor de fiereza o bravosidad: era modesto, prudente, y adornado de las virtudes que eran menester para hacer y formar un virtuoso y perfecto varón, con que atraía a si los corazones de todos, y nadie había que, tratándole, no le quedase aficionadísimo; y más fue lo que alcanzó con su apacible condición y mansedumbre, que con las armas, poder y ejército que llevaba. Esparcióse la fama de su venida por España y más la de su buen natural; y todos los pueblos que habían sido amigos de los romanos se declararon por él y lo mismo hicieron muchos que lo habían sido del bando cartaginés.
Aunque nuestros caballeros ilergetes Mandonio e Indíbil se mostraban amigos del bando cartaginés, era solo por acomodarse al tiempo; porque siendo ellos señores de aquella región, y gente noble y bien nacida y de linaje de reyes, sentían a par de muerte que tantos, extranjeros, ya cartagineses, ya fenicios, ya romanos y otros que hemos visto, se quisiesen hacer dueños de lo que ni era suyo, ni les tocaba. Al principio no pensaban que la estada de estas gentes hubiese de ser por largo tiempo, y menos la de los romanos; pero después que experimentaron, muy a su pesar, lo contrario, y queriéndoles echar de España, no se vieron poderosos, quedaron obligados a declararse por un bando o por el otro, por no ser enemigos de todos. Los cartagineses bien conocían que el trato de los romanos, su policía (política) y su disciplina militar eran más apacibles a los españoles que el suyo, porque aquellos se preciaban mucho de guardar la palabra y fé, lo que no hacían los cartagineses, a quienes Valerio Máximo llama fuentes de perfidia; y hablando de su gran caudillo y capitán, Aníbal, dice: Adversus ipsa fidem acrius gessit, mendaciis et fallacia, quasi percallidus, *gaudens (no se lee); y por eso entre los latinos corría el adagio punica fides, (fidelidad púnica) que decían de la palabra que uno daba y no cumplía. Por eso fue muy aborrecida esta nación; y Tito Livio, después de haber alabado algunas virtudes que no podía negar en Aníbal, dice: Has tantas viri virtutes ingentia vitia aequabant, inhumana crudelitas, perfidia plusquam punica, nil veri, nil sancti, nullius dei metus, nullum jusjurandum, nulla religio: y Plauto, por decir que uno no cumplía lo que prometía, dice: Et is omnes linguas scit, sed dissimulat, sciens se scire; poenus planè est, quid verbis opus! Pero en los romanos era al revés; porque por acreditarse y ser estimados de todos, hacían profesión y se preciaban de cumplir su palabra, aunque fuese en disminución del estado y honor de aquella república, sin faltar un punto a lo que habían prometido: amaban justicia, y eran en las cosas de la religión muy observantes, y celosos del culto de sus dioses, y deseaban más ser amados que temidos. Esto no era en los cartagineses, y por esto y por asegurarse de los españoles, tomaban de ellos rehenes, y tenían en su poder casi todos los hijos e hijas, y aun las mujeres de los mejores caballeros de España. Handonio e Indíbil no fueron, aunque amigos de ellos, exentos de esto; pues dieron, Indíbil a sus hijos, y Mandonio a su mujer: y todos estos rehenes estaban en la ciudad de Cartagena (Cartago Nova), que era el pueblo mejor y más fuerte que ellos tenían en España. Claro es que estarían aquellos rehenes allá de muy mala gana, y no pensarían en otra cosa sino en volver las mujeres con sus maridos, los hijos con los padres, y todos a su patria.
De esta violencia cartaginesa tuvo noticia Scipion; y juzgó por gran conveniencia suya conquistar primero esta ciudad, con pensamientos, si la ganaba, de atemorizar a sus enemigos los cartagineses y dar libertad a los rehenes, y ganar la amistad y benevolencia de todos los españoles; porque sabía que si eran amigos de ellos, era por estar en su poder las prendas más queridas y preciadas de ellos. Con este pensamiento mandó aprestar la armada del modo que refiere largamente Ambrosio de Morales, y dejando en Tarragona la guarda necesaria, se partió para Cartagena, sin dar parte a nadie del pensamiento e intención que llevaba. Con veintiocho mil infantes y dos mil y quinientos caballos, caminó Scipion por tierra; y Lucio Lelio Marcio, a quien había dado razón de su pensamiento, y no a otro alguno, iba con la armada; y habían concertado que fuese en un punto el llegar la armada y ponerse el ejército de Scipion a la vista de la ciudad, do llegó siete días después de partido de Tarragona; y fue tomada Cartagena por industria y traza de unos marineros de Tarragona, y degollados muchos de los que la defendían, sin dañar a mujer alguna ni niño.

La presa fue tan grande, como era la grandeza y magnificencia de aquella ciudad, en que estaba guardada toda la riqueza de los cartagineses. Livio, Polibio y Eliano refieren que se tomaron cautivos diez mil hombres, sin las mujeres y niños, y a todos los naturales de la ciudad se dio libertad y que gozasen de sus casas y haciendas, así como antes. Tomáronse dos mil oficiales de armas, y navíos: tomáronse también todos los rehenes que habían dado los españoles a los cartagineses, y esto estimó en mucho Scipion, prefiriéndolo a toda la demás presa; pues era bastante precio para comprar la amistad de toda España, y hacer todos los naturales de ella benévolos a la ciudad y pueblo romano: y así mandó tratarles, y respetarles; y cuidar de ellos como si fuesen hijos de amigos y confederados suyos. Hallaron también dentro de la ciudad ciento y veinte trabucos grandes que llamaban catapultas, y doscientos ochenta de menores, y muchos géneros de máquinas de batir: de saetas y lanzas hubo una gran multitud: ganáronse setenta y cuatro banderas, y el oro y plata que ganaron no tenía cuento. En el puerto tomaron sesenta y tres naves de carga, llenas de mantenimientos y de todo aparejo para una
armada; y en fin fue tanta la riqueza que se tomó, que comparada con ella, la menor parte de la presa fue la ciudad de Cartagena. Dio Scipion premios a cada uno, según sus merecimientos, dejándoles a todos contentos de tener tal capitán y caudillo. (Y no usaron los trabucos – catapultas, saetas, etc, los de dentro contra los de fuera?)

Otro día después de tomada la ciudad, mandó llamar a todos los rehenes, que eran más de trescientas personas, les hizo un amoroso razonamiento, dándoles a entender que la costumbre del senado y pueblo romano era obligar a las gentes con beneficios y no espantarles con terrores; y luego se leyó una nómina, (lista de nombres) tanto de los rehenes, como de los cautivos que habían hallado en Cartagena, señalando de qué ciudad o pueblo era cada uno de ellos, y mandó luego avisarles, para que enviase cada pueblo personas a quienes entregar sus naturales: y a los embajadores de algunos pueblos, que estaban allá presentes les hizo entregar los suyos, y conforme a la edad y merecimientos de cada uno, les dio muchos dones, así de lo que él tenía, como de lo que habían preso en el despojo. a los mancebos dio espadas y otras armas, y a los niños bronchas de oro y otros atavíos. Entre otros rehenes que estaban allá fueron la mujer de Mandonio y dos hijas de lndíbil, que, según dice Livio, florecían en edad y hermosura, y acataban a su tía como madre, y también la mujer de otro caballero español llamado Edesco. a estas cuatro personas mandó Scipion a Flaminio, su cuestor, que las guardase y tratase honradamente en todo, porque con ellas pensaba ganar los corazones de sus padre y maridos, que andaban siempre en los ejércitos de los cartagineses. Estando Scipion en esto, dicen Livio y Polibio, que una matrona de mucha edad, muy autorizada y venerable en el semblante, que era mujer de Mandonio, se salió de entre los rehenes y con algunas doncellas de poca edad y mucha hermosura que la seguían, y con rostro lloroso y honesto denuedo, que acrecentaba mucho su gravedad, se echó a los pies de Scipion, y le comenzó a suplicar y pedirle con gran ahínco, que encomendase mucho a los que daba aquel cargo, mirasen con gran cuidado por las mujeres que allí se hallaban. Scipion entendió que le pedía el buen tratamiento en la comida y en lo demás semejante a esto, y levantándola con mucha mesura, le dijo, que tuviese por cierto que no le faltaría nada de lo necesario. Mandó luego, como el mismo autor prosigue, llamar a los que habían tenido cargo hasta entonces por su mandado de los rehenes, reprendiéndoles el poco cuidado que habían tenido de proveerlos, el cual se parecía bien en la justa queja de aquella señora. Ella entonces, entendiendo ya el error de Scipion, le volvió a decir: «No es eso, Scipion, lo que te pido, ni me fatiga nada de eso que me certificas no nos ha de faltar, porque no basta para el estado miserable en que nos hallamos: otro miedo mayor me congoja, mirando la edad y hermosura de estas doncellas, que a mí ya mi vejez me ha sacado del peligro mayor que las mujeres pueden tener en su honra: » y diciendo esto, señalaba las dos hijas de Indíbil, sobrinas de su marido, y otras doncellas nobles que estaban con ella y la acataban todas como a madre. Entonces Scipion, entendida ya bien la congoja, se enterneció tanto, que refiere Polibio se le saltaron las lágrimas con lástima de ver así afligida tanta virtud en personas tan principales; y luego les respondió de esta manera: « Por solo lo que debo a mismo en toda honestidad y comedimiento, y al buen gobierno que el pueblo romano quiere que haya en todo, hiciera, señora, lo que me pides, para que de ninguna manera fuésedes ofendidas; mas agora ya no tomaré este cuidado más entero por solos estos respetos, sino por lo mucho que me obliga vuestra virtud excelente, que puestas en tanta desventura de vuestro cautiverio, aún no os habéis olvidado de la principal parte de la honra que una mujer debe celar.» Luego las encomendó más particularmente a un caballero anciano y de gran virtud, encargándole con mucho cuidado las tratase en todo con tanto acatamiento y reverencia, como si fueran mujeres e hijas de gente principal, amiga y confederada con el pueblo romano.
Encarecen mucho aquí todos los autores y no acaban de alabar la benignidad y nobleza de Scipion, por los favores y cortesías que usó con estas mujeres, habiendo sido el padre y marido de ellas enemigos grandes de sus padre y tío, y ellos y sus Ilergetes muy gran parte en la muerte de ambos, así en pracurarla (procurarla), como en hallarse en ella y ejecutarla.
Pero, aunque sea algo fuera de la historia que tratamos, no dejaré de contar otro acto heroico y virtuoso de Scipion, que pasó con una doncella romana; porque no es bien que los hechos buenos y ejemplares se disimulen, sino que se publiquen para imitarlos. Cautivaron los soldados una doncella de extremada y singular belleza, cuya hermosura era tanta, que por do quiera que pasaba, dicen Plinio y Tito Livio y otros, que todos estaban atónitos mirándola, y todos los del ejército concurrían a verla con espanto y maravilla: esta, pues, llevaron a Scipion sus soldados, porque le conocían aficionado a mujeres, y les pareció que aquel presente le sería muy aceptable; pero él les dijo: « Si yo no fuera más que Publio Scipion, este vuestro don me fuera muy agradable; mas siendo capitán del pueblo romano, no puedo recibillo. » Informóse Scipion de la doncella, de sus padres y patria, y sabido que estaba desposada con un caballero español celtíbero, llamado Alucio, envió por él y por sus padres, y después de haberles hecho un muy apacible y grave razonamiento, que trae Livio, se la dio, dándoles muy bien a entender la virtud y continencia que moraba en su pecho nunca bien alabado. Agradecidos los padres de lo que Scipion había hecho, le rogaban que tomase el oro que por rescate de la hija habían llevado, pero él lo rehusó: fue tanta la importunación, que le obligaron a que lo tomase, y él lo hizo por darles gusto, y luego lo dio a Alucio por aumento del dote que había recibido de su esposa. Este y otros hechos tales de Scipion acrecentaron de suerte su fama, que conquistó más con ellos que con todas las armas y huestes que llevaba consigo: y Alucio, vuelto a su tierra con su esposa, decía a voces, había venido de Roma a España un hombre semejante a los dioses, con poderío y deseo de hacer beneficios y aprovechar, y que todo lo vencía con el valor de las armas, con liberalidad y grandeza de su cortesía y de sus mercedes; y luego, agradecido de lo que había hecho Scipion, juntó
de su tierra mil cuatrocientos caballos, y con ellos y su persona le sirvió en todas las guerras. Este hecho cuenta de diversa numera Valerio Máximo, muy diferente de todos, porque dice que esta doncella era esposa de Indíbil; pero esto no lleva camino alguno, porque todos los autores dicen lo contrario. Polibio no dice que estuviese desposada, sino que Scipion, dándola al padre, le pidió la casase luego; Lucio Floro dice que Scipion no la quiso ver, por asegurar mejor a su esposo y certificarle del cuidado que había tenido de guardarla: Ne in conspectum quidem suum passus adduci, ne quid de virginitatis integritate delibasse, saltem oculis, videretur (1: Floro, lib. II, núm. 6.); y Plinio dice lo nismo, y es cuestión harto disputada si la vio otro; pero lo cierto que la vio y se admiró de su belleza; pero pesóle de haberla visto, por quitar la ocasión de sospecha; y tan lejos estaba de ofenderla, que aun mirarla bien, que la viese, no quiso; y así dijo muy bien Lipsio en sus avisos y ejemplos políticos: Sed ille oculis abnuit: y aunque Valerio Máximo diga haber sucedido con la mujer de Indíbil, se ve haberse equivocado; porque todos los demás que cuentan este caso lo dicen al revés de Valerio, y lo que más es de considerar, es lo que dice Polibio, el cual fue maestro de Scipion Africano, el menor, nieto por adopción de este de quien hablamos; y así por vivir en aquel tiempo que sucedió este caso, y siendo tan allegado a la casa de los Scipiones, es cierto lo sabría mejor que Valerio Máximo ni otro alguno.

lunes, 13 de julio de 2020

CAPÍTULO XL.


CAPÍTULO XL.

De los últimos reyes godos, y de la pérdida de España.

Los dos hermanos Acosta y Rodrigo (que) reinaron después de Vitiza, no se sabe si juntos o uno después de otro, lo cierto es que Costa murió luego en el primer año, y Rodrigo, que era el menor, se quedó con el reino. Era Rodrigo hombre sabio y valiente, pero en los vicios y costumbres muy semejante a su antecesor Vitiza. Fue cruel, injusto y deshonesto, y con sus depravadas costumbres acabó de corromper y estragar todo lo que había quedado sano, solicitando con toda prisa el castigo de las culpas de los míseros españoles y el azote de Dios. Acontecieron prodigios que anunciaron la pérdida de España que tan cerca estaba, y los mayores eran los pecados públicos y poco cuidado del remedio de ellos. La torre encantada de Toledo fue vaticinio cierto de estos males, pues dio las efigies de los ejecutores de la ira de Dios: es muy sabido esto, y como cosa apartada de los pueblos ilergetes, la dejo.
San Isidoro, obispo de Sevilla, en sus Varones ilustres, el venerable Beda y san Metodio, de quien hace memoria san Gerónimo, lo habían muchos años antes profetizado, y Merlín, mágico inglés, también lo dijo. El demonio, ufano de estas desdichas, se publicó autor de ellas, y por boca de una endemoniada, en el mes de octubre de 713, que fue pocos días después de perdida la primera batalla, respondiendo al exorcista que la conjuraba, dijo que acababa de llegar de España, donde había causado grandes muertes y derramamiento de sangre.
No creía el rey don Rodrigo que estas profecías tuvieran cumplimiento en sus días, ni gustaba que los súbditos lo creyesen, para continuar con más libertad el pecado; antes en vez de aplacar la ira de Dios con ruegos, penitencia y enmienda de costumbres, añadía cada día males a males, amontonando ofensas a Dios, y lo mismo hacían los hijos imitando a su rey. No había mujer segura a sus deseos, ni reparaba en el estado o calidad de la que le caía al ojo; enamoróse de la Cava, hija del conde don Julián, caballero español descendiente o hijo de romanos; Criábase esta señora en el palacio real con la reina, porque era costumbre de los godos criar las hijas de los grandes en el palacio real con la reina. Con halagos no acabó nada el rey con ella: usó de la fuerza, que fue despeñarse a si y a sus reinos. Estaba el conde ausente y supo el estupro de la hija; la venganza que propuso en su corazón le sirvió de alivio y consolación en la afrenta: volvió a España, y con buena maña dio traza que el rey desmantelara los pueblos y las armas se convirtieran en instrumentos rústicos, acomodados al labor de las tierras; porque, en tanta paz, decía que mejor era gozar de los frutos de la tierra, que usar de las armas que podrían volverse contra el rey y quitarle el reino; que por haber sido poco prevenidos en esto los reyes pasados, las armas se eran vueltas contra ellos mismos, porque faltaban enemigos con quien pelear, como antiguamente. Estas y otras aparentes razones parecían al rey consejos buenos, que, como el pecado le tenía ciego ya no conocía lo bueno ni lo malo. Creyó al conde don Julián, y ejecutando lo que él le decía, preparó al enemigo la entrada. Trató Julián sus venganzas con Opas, intruso arzobispo de Toledo, y otros tales, y en sus ánimos halló el aparejo para lo que él maquinaba, porque todos aborrecían al rey y no eran poderosos para derribarle del trono real, y por eso se valieron de la gente de África: fingió que allá tenía enferma la mujer, y para consolación de la madre, pidió al rey la hija, que no se la negó, porque había ya el rey cogido lo mejor de ella, y todos se pasaron a África. Gobernaba aquella provincia Muza, como teniente del Miramamolin Ulit, (Olite?) señor de ella. Era Muza hombre feroz, prudente y de gran ejecución; con este trató Julián el agravio recibido del rey, la disposición del reino imposibilitado a toda resistencia y defensa, y dióle noticia de los amigos que le quedaban que, para rebelarse contra el rey, solo aguardaban que él entrara en España. Estas cosas, y más
los pecados de todos, llamaron los moros: pasaron acá en diversas veces gran número de ellos, alojáronse en la Andalucía, y no hallaron resistencia; apoderáronse de todo; hizo el desdichado Rodrigo lo que pudo para resistirles, pero no lo alcanzó, porque el ocio e impericia de las armas hacía inútiles a los españoles, que habían perdido aquel antiguo valor con que triunfaron de los romanos. Quiso el rey salir en campaña; salieron con él cien mil combatientes, topó con el enemigo, pelearon ocho días sin conocerse la victoria más por los unos que por los otros, hasta que el postrer de ellos, que fue a 11 de noviembre de este año 713, se puso el último esfuerzo en la pelea, y estando los moros para huir, que estaban de vencida, el traidor Opas, (Oppas) capitán del ejército del rey, que hasta este punto le había traído engañado, como traidor, se pasó a los moros, según entre ellos estaba concertado, y todos juntos dieron sobre el ejército que había quedado al rey, y de vencedor quedó vencido, y de señor esclavo, y al último se salió de la batalla, y hasta hoy no se sabe de cierto qué fue de él, porque ni vivo ni muerto jamás pareció. 

Fue este el más triste y lamentable suceso que España haya tenido jamás y la pérdida mayor que en el mundo se haya visto, que aunque es verdad haberse perdido otros reinos y provincias, ha sido con largas angustias y guerras, acometimientos, prevenciones y avisos, así que de lejos se echaba de ver su declinación y fin; pero en España, en un punto, sin poderse prevenir ni aún pensar, cuando más descuidada estaba y olvidada, le vino su ruina y calamidad. Pereció aquel día el nombre ínclito de los godos, el esfuerzo militar de España, la fama gloriosa del tiempo pasado; y el imperio y monarquía que duró cerca de trescientos años con guerras y valor, se vio en un solo día perdido y acabado. El caballo del rey don Rodrigo, corona, sobrevesta y calzado fueron hallados a la orilla del río Guadalete, y muchos años después, en Viseo, (Viseu) ciudad de Portugal, su sepulcro. Los soldados españoles que se hallaron vivos huyeron sin hallar quién los acaudillase, y cada uno se salvó donde mejor pudo.





domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XIX.


CAPÍTULO XIX.

De la venida de los Cimbrios a España, y del uso de las cimeras que de ellos ha quedado.

Dejaré los sucesos de España y cosas de ella, acontecidas después de la presa de Arbeca, que aunque fueron muchos, pero como no tocan a cosas de los pueblos ilergetes, Livio, y Ambrosio de Morales y el padre Juan de Mariana, de la Compañía de Jesús, los cuentan largamente; y diré la venida de los cimbrios a España, que fue el año 103 antes del nacimiento del Señor. Eran estas gentes de lo postrero y más alto de Alemania; y Sedeño, en la vida de Mario, dice que eran de Zelanda. Solían aquellas gentes septentrionales muy a menudo salir de su tierra juntos en grandes ejércitos, para ganar por fuerza de armas lugares donde parasen. En esta ocasión salieron por fuerza, porque el mar saliendo de madre, les cubrió sus campos, y se los anegó todos, como acontece muchas veces en algunas partes de Flandes, (Niederlanden, Holanda, tierras bajas) y lo hiciera mucho más, si con aquellos reparos que ellos llaman diques no lo previnieran y estorbaran; y en tiempo de nuestros abuelos, se extendió el mar por los campos de Holanda y Zelanda, y dejó anegado gran término de tierra, y en él muchos lugares y villas, y tres grandes ciudades, que hoy están debajo de aquellas aguas. Así les aconteció a estos cimbrios: discurrieron hasta Italia y Francia, de donde les echaron Cayo Mario, que fue el que les persiguió más que ninguno, y Quinto Luctacio Catulo, que eran cónsules de Roma, y mataron más de ciento y veinte mil de ellos, y cautivaron más de sesenta mil; porque era tan grande el número de esta gente, que dice Plutarco ser treinta miriadas de hombres que llevaban armas, que contados diez mil hombres por cada miriada, serían trescientos mil hombres, sin las mujeres y niños: eran gente feroz, bárbara y muy arriscada, y dieron tanto que pensar a los romanos, que temieron que no acabasen aquella su república y nombre; y dice Plutarco, que las otras veces que los romanos pelearon con otros bárbaros, fue para gozar de la gloria y honra del triunfo, pero con estos solo pelearon para echarlos de si, librarse de tal gente y conservar a Italia. Tenían lenguaje particular, cuyo idioma duró en España hasta el año de Cristo Señor nuestro 514: así lo dice Flavio Dextro, hijo de San Paciano, obispo de Barcelona: praeter linguas latinam, cymbricam, goticam in Hispania erat lingua cantabrica, et politior latina, hispana, quae copia verborum, elegantia et tumore, à cantabrica differebat. De esta gente quedó el uso de los timbres, que por otro nombre llamamos cimeras, vocablo derivativo de ellos, como de sus inventores. Usábanlas, como dice Plutarco, para mostrar ferocidad y braveza, con gran estatura de cuerpo, trayendo sobre sus celadas diversas figuras y formas de animales fieros, en aquella figura que podían mostrar mayor ferocidad; y esta invención ha sido tan acepta, que se ha conservado hasta nuestros días, que apenas hay caballero que sobre sus armas no traiga su timbre o cimera; aunque en esto hay hoy tantas usanzas, que apenas se guardan las reglas de armería, porque cada uno lo hace como mejor le parece. Pero pues ha venido esta materia en este lugar, diré lo que en orden a esto hay, y es que por cimera se debe poner el animal, ave, pez u otra cosa viviente, que trajere el caballero dentro de su escudo, en la forma más fiera y principal que, conforme a su naturaleza, pudiera estar, y del mismo color que estuviere dentro del escudo; y si no hay animal, ave o pez, puede servir de cimera el cuerpo más principal de él, como un castillo, una torre, etc. Bien es verdad que hay algunos caballeros que no observan esto, como los Girones, que tienen por cimera un caballo, sin traerlo en el escudo, y el escudo de las armas de Cataluña, que lleva por timbre un murciélago, (lo rat penat del rey de Aragó) sin haberlo en el escudo. Pero no es lícito hacer todos lo que hacen, los Girones e hicieron los dueños del escudo de las armas de Cataluña, salvo si fuesen los tales iguales a ellos. Hoy usan poco los soldados de estas cimeras encima de las celadas, como antiguamente, porque son cosa pesada y dan embarazo al soldado, y en lugar de ellas traen plumas, que á mas de ser muy vistosas, no son tan pesadas como eran estas cimeras, que solo sirven de adornar los escudos y armas y los reposteros de los señores, y las plumas las cabezas o celadas que ellos traen. Cuando estas cimeras se ponen en los escudos, han de salir de ellas los follajes que caen por el lado del escudo y entorno, y llegan abajo de él, y han de ser del mismo color que las armas; y dice Don Antonio Agustín, arzobispo de Tarragona, en unos diálogos manuscritos que tratan de esta materia, que estos follajes eran hojas de la yerba acanto, que son muy grandes y nacen en los pantanos y suelen también servir de adorno en los capiteles de las columnas corintias, y en latín a estos follajes llamamos stemmata y blasones en romance, de donde quedó que de uno que se alaba y jacta mucho de sus pasados y de los hechos de él, le decimos que blasona mucho.
Bien es verdad que hay algunos que quieren que cimera sea derivativo de chymera o quimera, y también puede ser; pero lo más cierto es que se tomó de los cimbrios, que no de la chymera, animal inventado de los poetas, que puesto sobre las celadas, podía también servir de cimera, por ser de feroz y extraña invención, y tener cabeza y pecho de león, vientre de cabra y cola de dragón.
Estos cimbrios no solo infestaron la Italia y Francia, mas también llegaron a nuestra España, que parece que siempre fue el fin y paradero de las peregrinaciones de los bárbaros, que no cabiendo o siendo echados de sus tierras, han buscado mansion y morada en ella. De esta vez entraron por la parte de Francia y Alvernia (dialecto occitano Auvernhat), y de aquí vinieron a España, cubriendo gran parte del reino de Aragón (que no existía aún, como otros nombres que usa el autor en este libro) y toda la región de los ilergetes; y el poder de estas tierras no era tal que pudiese resistir a tanta gente, y para valerse contra ellos, llamaron en su favor a los celtíberos, y unidas las fuerzas de los unos y de los otros, resistieron tan valerosamente, que los desbarataron, vencieron y pusieron en huida, y libraron a España de esta plaga y calamidad, y ellos se volvieron otra vez a Italia, donde les aconteció lo que cuenta Plutarco; y después del año 102 o cerca, antes de la venida del Hijo de Dios al mundo, después de haber infestado a Francia e Italia, volvieron también otra vez a España y quisieron entrar por los pueblos ilergetes, y fueron resistidos de los mismos ilergetes y celtíberos, y otras gentes que se habían juntado contra ellos. Y creo que Tito Livio debía contar muchas cosas de estas gentes según se echa de ver del epítome de Lucio Floro; pero como faltan estas décadas, Plutarco suple por ellas en muchas cosas.

CAPÍTULO XVII.


CAPÍTULO XVII.

Del estado de las cosas de España después de muertos Mandonio e Indíbil; y de Belistágenes, príncipe de los ilergetes.

La muerte de Mandonio e Indíbil y el castigo de sus ilergetes sosegaron de tal manera a España, que pasaron más de cuatro años después que no hubo en ella ningún movimiento; y así no queda que escribir de estos tiempos. Solo diré, según se infiere de los autores, que era ya diferente el gobierno romano de esos tiempos, de lo que en tiempo de los Scipiones: ya aquella mansedumbre de ellos se era trocada en rigor, y la liberalidad en codicia, y todo su pensamiento juntar oro y plata para llevarlo a Roma y meterlo en el erario público, y enriquecerse los capitanes y soldados que acá residían: y según se saca de Tito Livio y otros autores, es increible la cantidad de marcos de plata y oro que pasaron a Roma; y refiere Polibio, de quien lo tomó fray Juan de Lapuente, que solas las minas de Cartagena daban a los romanos cosa de tres mil escudos cada día; y toda aquella abundancia de oro y plata que había en ellas, de que hablamos al principio, no era bastante a saciar los ánimos de los romanos, cuyas Indias era España. Por esta codicia y otros muchos agravios que cada día recibían los naturales, no pudo perseverar muchos años el sosiego en que quedó después de muertos Mandonio e Indíbil. Levantábase ya una parte de España, ya otra, así que siempre habían de estar los romanos con las armas en las manos; y hubo muchas batallas campales, en que murieron muchos millares de los unos y de los otros. Pareció al senado romano, que esta provincia de la España Citerior, que comprendía Cataluña y Aragón, Valencia y mucha parte de Castilla, que había sido hasta ahora pretoria, por haberse gobernado por pretores, fuese consular y se gobernase por cónsules, cuya autoridad y poder eran mayores. Enviaron a ella con poderosa armada a Marco Porcio Caton, a quien después llamaron el Censorino, por haber sido censor en Roma que era cargo de grande importancia y preeminencia, y haberle gobernado con grande integridad, así como los demás oficios que tuvo de aquella república. Llegado en los mares de Cataluña, dio sobre el castillo y villa de Rosas, donde se habían fortificado unos catalanes (se les conocía por la barretina y el espetec en la boca), y no se le querían rendir y habían tomado las armas; y después de haberles dado combate, se rindieron, y quedó aquella plaza por el senado romano, y Caton (a partir de ahora pondré Catón) puso en ella guarnición de soldados romanos (que ya hablaban catalán, por supuesto, era imprescindible para opositar a la plaza).
De aquí pasó con todo su ejército a la ciudad de Empurias, que estaba dividida en dos cuarteles o partes: la que miraba a la mar, habitaban griegos y marselleses que habían quedado de aquellos pobladores que vinieron a España; la otra parte habitaban españoles, y había un fuerte muro que dividía los unos de los otros, y solo había una puerta de la una parte de la ciudad a la otra. Los griegos eran gente que vivían de la mercancía y eran amigos de todos; y luego que llegó Marco Porcio Catón, le abrieron las puertas y se declararon amigos del pueblo romano: pero los españoles, que estaban a la otra parte de la ciudad, le cerraron las puertas y se hicieron fuertes en su ciudad, declarándose enemigos del pueblo romano. Corrió la gente de Catón el campo, talando y quemando todo cuanto halló, y asurado de los vecinos y desviado el socorro que les podía venir, puso con su gente cerco a la ciudad.
Cuando pasaba esto, aunque todas aquellas comarcas vecinas de Empurias estaban quietas y no había nadie que se osase mover, por temor del ejército vecino; dentro de Cataluña (ya tenían estelada entonces) y a las partes de los pueblos ilergetes estaban más alborotados (abalotats) que cuando vivían Mandonio e Indíbil, y todas aquellas gentes querían que alguno de los más principales de aquellas regiones se levantara, y todos juntos hicieran guerra a los romanos y los echaran de la tierra. Era príncipe o rey de los ilergetes un caballero a quien Livio llama Belistágenes (bellum, bélico : guerrero, guerra, etc.), y a lo que conjeturo, había heredado los estados de Mandonio e Indíbil, o estaría casado con alguna de las hijas de éste. Este caballero, escarmentado de las desdichas que habían acontecido años atrás a los señores ilergetes, y que por una victoria que ellos tuvieran, los romanos las tuvieron sin número, y era escupir al cielo, pues, a la postre, todo redundaba en daño y destrucción de los mismos españoles; aunque sus vecinos se habían declarado ya contra Roma, él estaba a la mira de todo. Enojáronse los vecinos y le amenazaron que, si no seguía su opinión, volverían la guerra contra él y su tierra y la talarían, pues más estimaba ser amigo de los romanos, que valer a sus paisanos. Estas amenazas le turbaron algún tanto, y más viéndose sin fuerzas para poder resistirles, si era que volviesen la guerra contra él. Para remediar estos peligros, envió a un hijo suyo con otros dos embajadores a Catón, lamentándose que por no haber ellos querido seguir en el levantamiento contra los romanos a los otros sus vecinos, ahora ellos les destruían su tierra y les combatían las fortalezas donde se habían recogido, y que ninguna esperanza tenían de poder resistirles y escapar de este peligro, si no les enviaba el cónsul socorro; y que les bastaban cinco mil soldados, pues con estos solos que allá fuesen al socorro, los enemigos sin duda no osarían esperarlos. Respondióles Marco Catón, que verdaderamente le lastimaba verlos puestos en tal peligro, y con tanta congoja y miedo de su perdición; mas que teniendo tan cerca los enemigos con grandes ejércitos, y siéndole forzado pelear en campo abierto muy presto con ellos, él no tenía tanta gente, que osase ni pudiese seguramente partir sus fuerzas y su poder, con darles alguna parte de sus soldados. Oída e triste respuesta, dice Livio, flentes ad genua consulis provolvuntur, que llorando y con la mayor amargura se echaron a los pies de Catón, suplicándole con lágrimas, que no les desamparase en una miseria tan cruel, que ¿dónde habían de ir, si los romanos no les favorecían, que ya no tenían amistad de nadie ni les quedaba otra esperanza? « Muy bien pudiéramos, decían ellos, hallarnos fuera de este peligro y angustia, si quisiéramos ser desleales a los romanos y conjurar con los otros españoles, mas ni las crueldades con que nos amenazaban, ni los peligros que nos representaban tan ciertos como ahora los vemos, no nos pudieron mover de la fé que una vez os dimos, con la esperanza que teníamos de nuestra seguridad en solo vuestro socorro, y si es que lo neguéis, hacemos testigos a los dioses y a los hombres que forzados, por no sufrir lo que los de Sagunto, faltaremos a la fé y amistad, y moriremos antes con los otros españoles, que solos. »
Con todo esto no les dio Catón aquel día respuesta, y la noche la pasó muy congojado y pensativo: no quería faltar a los amigos en tiempo de tan estrecha necesidad; y por otra parte no quería quitar nada de su ejército, porque haciendo esto, o le era forzado dilatar la batalla que deseaba dar luego, o si pelease era cierto su peligro, por la falta de la gente. Resolvióse en fin en no dar nada de su ejército, y a los embajadores gran esperanza y muestra de socorro. Saepè enim, dice Livio, vana pro veris, maximè in bello, valuisse; et credentem se aliquid auxilii habere, perindè atque haberet ipsa fiducia, et sperando atque audendo, servatum. Porque, dice Livio, en la guerra muchas veces lo fingido vale por verdadero, y los que creen que tienen algún socorro, así como si lo tuviesen, con la esperanza, osando y esperando se defienden. Con esta resolución el día siguiente llamó a los embajadores y les dijo que quería tener más respeto al peligro de los amigos, que no al suyo en que había de quedar socorriéndoles. Mandó luego que la tercera parte de su ejército aparejase lo necesario y cociese pan para embarcarse al tercer día, y mandó volver a Belistágenes sus dos embajadores, para que le diesen aviso de aquello; y para estar más seguro de él y de sus ilergetes, se detuvo a su hijo, haciéndole fiestas y mercedes. Pero los embajadores no se partieron de allí hasta ver la gente embarcada, y después publicando el socorro por cosa cierta, no solo lo hicieron saber a los suyos hinchéndoles de buena esperanza; mas también la fama de él llegó a los enemigos y los acobardó de manera, que dejaron de dañar a Belistágenes y a los ilergetes: y Catón, contento de haber librado con aquel ardid a sus amigos, mandó desembarcar la gente, porque el ejército de los españoles llegaba ya a la vista de la ciudad de Empurias, y Catón pensaba darles la batalla lo más presto que fuese posible: y las cosas y tratos que pasaron, y sucesos que tuvieron, cuentan Livio y todos los autores, y por ser hechos que no pertenecen a los pueblos ilergetes, los dejo.

domingo, 28 de abril de 2019

LA DEFENSA CRISTIANA DE BORJA


7. LA DEFENSA CRISTIANA DE BORJA (SIGLO VIII. BORJA)

Los ejércitos musulmanes, tras atravesar el estrecho de Gibraltar para apoyar a una facción de los gobernantes visigodos, con una rapidez insospechada para los medios de la época, conquistaron prácticamente toda la Península Ibérica en no más de tres o cuatro años. El valle del Ebro, sobre todo su parte más llana y accesible, no fue una excepción.
Es sabido cómo la mayor parte de las poblaciones hispanas capitularon y entregaron sus llaves a los nuevos políticos y administradores, si bien se dieron ejemplos heroicos de resistencia, aunque ésta sirviera de poco. El de Borja es uno de esos ejemplos. En efecto, llegado el momento, el soberbio castillo roquero de Borja, defendido por los cristianos que pudieron ampararse dentro de sus muros de piedra, fue un obstáculo relativamente molesto para el avance impetuoso de las tropas moras, aunque la población que se asentaba a sus pies hubiera caído ya en sus manos.
Los musulmanes sitiaron la fortaleza y, sin presentar batalla, se limitaron a mantener bien cerrado el cerco en espera de que se acabasen los alimentos de sus defensores, lo que, sin duda alguna, les llevaría a rendirse. Pero los cristianos no se dieron por vencidos y, aunque apenas les quedaban casi víveres con los que mantenerse vivos, idearon una estratagema que inmediatamente pusieron en práctica y que surtió su efecto aunque fuera efímero.

Tomaron la última vaca que quedaba con vida en el fortín y le dieron de comer todo cuanto tuvieron a su alcance, incluida la comida destinada a los propios defensores. Una vez que estuvo bien cebada y, por lo tanto, lustrosa y rebosante, la sacaron del castillo con ánimo de que llegara al campo enemigo. Los musulmanes, ante aquella realidad que no esperaban, creyeron que todavía les quedaban víveres para muchos meses, decidiendo aflojar el cerco y dedicar sus esfuerzos en la conquista de poblaciones aledañas.
Es cierto que la fortaleza acabó cayendo en manos moras, pero la estratagema permitió huir a muchos soldados cristianos, bastantes de los cuales fueron a engrosar la resistencia que, poco a poco, fue fraguándose en las montañas pirenaicas.

[Datos proporcionados por Enrique Lacleta, Javier Sánchez y Daniel Sancho. Instituto de Bachillerato de Borja.]



LA DEFENSA CRISTIANA DE BORJA

Enlaces WIKI:

  1.  Consejo General de Procuradores de España
  2.  Gobierno de Aragón. «Zonas altimétricas por rangos en Aragón y España, y altitud de los municipios de Aragón.»Datos geográficos. Archivado desde el original el 4 de diciembre de 2011. Consultado el 15 de agosto de 2012.
  3.  http://dare.ht.lu.se/places/18323.html
  4.  Al menos 93 militares han muerto en accidentes aéreos en España desde 1980
  5.  Diario El País 1/3/1984
  6.  (en catalán) Joan Iborra: Joan Baptista Roig i l’Origen ilustre de los Borjas. Actes, Núm. 4 (2012-2013), Revista Borja, Simposi Francesc de Borja home del Renaixement sant del Barroc (2010)
  7.  Gracia Rivas, M. y, Pasamar Lázaro, José Enrique - Gracia Rivas, Manuel (2002, págs. 49-70). Los Borja y Borja - El influjo de Juan Vicente de Albis en la formación de un mito (En torno a un documento inédito de la Real Academia de la Historia). Cuaderno de Estudios Borjanos, Nº 45. Borja (Zaragoza). ISSN 0210-8224.
  8.  Gracia Rivas, M. y, López Abasolo, M. (1994). En torno a las armas de la Ciudad de Borja. Cuaderno de Estudios Borjanos XXXI-XXXII. Borja (Zaragoza). ISSN 0210-8224.
  9.  Aguilera Hernández, Alberto: Borja y los Borja: la forja de un mito para enaltecer una ciudad. Revista Borja. Revista de L’iieb, 5: Actes del Congrés Els Borja en L’art. España, 20 p.
  10.  Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas (Gobierno de España). «Treinta aniversario de las primeras elecciones municipales de la democracia». Archivado desde el original el 6 de marzo de 2014. Consultado el 6 de marzo de 2014.
  11.  Alcaldes de Aragón de las elecciones de 2011
  12.  «Alcaldes de todos los municipios de la provincia de Zaragoza»Heraldo.es. 14 de junio de 2015.
  13.  La Vanguardia, Cultura, 24 de agosto de 2012.
  14.  La Vanguardia, Cultura, 23 de agosto de 2012.
  15.  El Mundo, Cultura, 25 de agosto de 2012.
  16.  Un hecho incalificable. Centro de Estudios Borjanos. Martes, 7 de agosto de 2012.

domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XVIII.


CAPÍTULO XVIII.

Estado de las cosas de España, y de los gobernadores que vinieron a ella; presa de Corbins y Arbeca, pueblos ilergetes.

La pérdida de las décadas de Tito Livio ha oscurecido casi lo mejor de los hechos de nuestros ilergetes y de los demás españoles, y puesto en olvido lo que aconteció por estos reinos; de donde viene que todos los que escriben de estos tiempos, pasan tan de corrida, como cosa de que no tienen nada que decir ni afirmar con certeza. No dudo yo que después de haber pasado todo lo que queda dicho, quedarían herederos y descendencia de Belistágenes o de su hijo, príncipes de los ilergetes, que poseerían en devoción del pueblo romano aquellos pueblos; pero tengo también por cierto, que esta devoción no sería de mucha durada, porque estaban los romanos tan deseosos de tener guerra con Ios españoles, y por ocasión de ella merecer triunfos, ovaciones, coronas, adquiriendo riqueza y reputación, que ellos mismos aborrecían la paz y sosiego; y eran tantas las sobras y tiranías que usaban con los españoles, que ellos mismos eran causa y ocasión que cada día hubiese levantamientos y tomasen las armas contra ellos, para librarse del yugo tan pesado en que estaban metidos; pero el fruto y provecho de estos levantamientos y empresas no era para ellos, sino para los romanos, que, con título de rebeldes al senado y pueblo romano, de fementidos y perjuros, les quitaban la hacienda, tomaban los pueblos, y a veces los vendían por esclavos, y ellos quedaban ricos, atrayendo a si todo el oro y plata que podían, para meterlo en Roma en sus triunfos y ovaciones, ganando reputación entre los suyos y buen nombre en aquella ciudad; y lo que más era de lamentar fue, que jamás tuvieron los romanos guerra en ninguna provincia de España, que, para sojuzgarla, no se valiesen de la gente de otra provincia de España; y era tal la desdicha de los nuestros, que jamás se supieron unir y juntar todos, y hacer un cuerpo para echar a los romanos, porque si así lo hicieran, es cierto que quedaran libres de enemigos tan continuos, codiciosos y pesados; pero la poca confederación y discordias de los nuestros, admitió los extranjeros, y aún los engrandeció: y esta ha sido siempre la felicidad de las naciones bárbaras que han llegado a España, de cartagineses, romanos, godos, moros y otros, que nunca les ha faltado el favor y socorro de los naturales, que son los que después lo han llorado, cuando la experiencia les ha enseñado ser imposible el remedio.
Sucedió a Marco Catón en el gobierno de Cataluña, que era provincia de la España Citerior, Sexto Degio y de la Ulterior Publio Scipion Nasica, que era hijo de Cayo Neyo Scipion, aquel de quien queda dicho que murió a manos de Mandonio e Indíbil y sus ilergetes. Sexto Degio tuvo algunos encuentros con los vecinos del Ebro que, cansados de los inmoderados y excesivos tributos que les pedía, tomaron las armas diversas veces con gran daño de sus romanos; y si no le valiera Scipion, que estaba en Portugal, quedara del todo perdido y acabado. a estos sucedieron, Cayo Flaminio en la Citerior, y Marco Fulvio Flavio Nobilior en la Ulterior; y respetando Flaminio el valor de los españoles, porque no tenía el ejército ni el poder que los otros procónsules habían tenido, no solo conservó la paz con ellos, sin hacerles sobras ni agravios, pero a sus armas más presto volvió las espaldas que la cara. Después de estos vino Lucio Emilio Paulo y el mismo Marco Fulvio fue confirmado otra vez, y gobernaron los años 189 y 188 antes de Jesucristo señor nuestro. Al año siguiente tuvimos a Publio Junio y Plaucio Hipseo: a estos fueron sucesores Lucio Manlio Acidino y Cayo Atinio, que gobernaron los años 186, 185; y los años siguientes de 184 y 183 fueron nombrados en Roma Lucio Quincio Crispino para la Ulterior, y Cayo Calpurnio Pisón para la Citerior; y en el entretanto hubo algunas revoluciones en Portugal, do murió Cayo Atinio que gobernaba aquella provincia (Lusitania), y Acidino tuvo guerra con los celtíberos, junto a Calahorra; y si no
llegara un poderoso ejército de tres mil soldados de a pie y doscientos de a caballo, todos romanos, y veinte mil infantes y trescientos caballos latinos, lo pasaran mal.
En el año siguiente fueron nombrados Aulo Terencio Varron para la Citerior, y P. Sempronio Longo para la Ulterior: a estos dio el senado cuatro mil soldados de a pie y cuatrocientos de a caballo, todos romanos, y cinco mil infantes y quinientos caballos latinos, para que con esta gente y caballos reformasen los ejércitos de España, y enviasen los soldados viejos a descansar, según era estilo de aquella república, que nunca olvidaba el premio ni descanso de los que bien habían servido. En tiempo de este Varron, los vecinos de Corbins, pueblo de los ilergetes, que está en un alto donde se juntan Segre y Noguera Ribagorzana, cansados de los romanos y de su insaciable codicia, tomaron las armas para librarse de ellos, y lo mismo hicieron otros pueblos vecinos, aunque lo calla Livio, y solo dice de Corbins. Sus palabras son estas (1: Liv., lib. 39, c. 42. ): Aulus Terentius in Suessetanis oppidum Corbionem vineis et operibus expugnavit, captivos vendidit; quieta deinde hiberna et citerior provincia habuit. Dice que Aulo Terencio, por fuerza de armas, con torres y cavas que hizo alrededor de ellas, tomó la villa de Corbion y vendió por esclavos todos los que tomó vivos. Por haber hecho mención en este lugar de la palabra vineis, explica lo que es este instrumento y dice fray Gerónimo Román en su República, que hoy llaman gato y los latinos vinee o vineas,
y era hecho de esta manera: tomaban madera lijera y delgada y tablas, y armaban una como tumba ancha, de ocho pies de altura, y de largo diez y siete; estaba muy llena de aldabas y asas; cercábanla y guarnecíanla por los lados de mimbres, porque aunque tirasen muchas pedradas y golpes, no se rompiese. Iba guarnecida y cubierta de pieles de animales recién muertos, y estos muy doblados, porque si acaso viniese fuego, no lo pasase fácilmente; y puestos dentro muchos hombres, iban con sus artificios muy apriesa, y llegando a los muros, los minaban y daban con ellos en tierra. Hacen mención de esta máquina Propercio, Vegecio, Lipsio y otros. Asímismo dice Livio, que vendió por esclavos a todos aquellos que cogió vivos en aquella ciudad. El modo como se hacían estas ventas era, que sacaban en lugar público a los que habían de ser vendidos, y les ponían guirnaldas en las cabezas, y con esta señal daban a entender que eran cosa de la república, para que los comprasen de mejor gana, por la seguridad grande que había en la venta; y esto era lo que dice Livio en otro lugar sub corona vendere. Asímismo a estos esclavos, para que fuesen más vistosos, les ponían en pie sobre una piedra algo levantada, y a los que eran vendidos así, decían que erant de lapide empti, esclavos comprados de encima la piedra; y si los tales eran ultramarinos, les pintaban los pies de una pintura o engrudo blanco, para que el que compraba supiese lo que compraba; y asímismo, cuando vendían otras cosas, hincaban una lanza en el lugar donde se hacía una almoneda, y a este tal modo de vender las cosas llamaban subhastare (sub+hasta o asta), que es lo mismo que ponellas debajo de la lanza o vendellas debajo la lanza o debajo la guirnalda. Con esta presa de Corbins quedó muy sosegada esta parte de Cataluña, y en todos los pueblos ilergetes nadie le osaba mover, escarmentados todos con el castigo que había hecho Terencio con los de aquella villa, el cual se quedó en Cataluña, donde invernó (se dice que dijo: recullòns, quína rasca fot), aunque después no le faltaron encuentros con los celtíberos, junto a Ebro, donde les tomó algunos pueblos.
Lo que aquí se puede dudar es, si este pueblo Corbion es Corbins; porque de las palabras de Livio se echa de ver claro que era en los suesetanos, región diferente, aunque muy cercana de los ilergetes, y Corbins, como hoy se ve, está entre Lérida y Balaguer, a la orilla de los ríos Segre y Noguera Ribagorzana, que es en medio de los pueblos ilergetes. Seguiré en esto la opinión de Gerónimo Pujades (1: Lib. 3, cap. 52. ), que siente ser Corbins, y siguiendo a Florián de Ocampo, halla que los ilergetes y suesetanos eran muy vecinos y rayaban en la vuelta del septentrion con los vascones, en cuya región moraban las suesetanos, que tomaron el nombre del pueblo de Sangüesa, que antes se llamaba Suesa, según parece en cartas públicas y privilegios que dice haber visto aquel autor, concedidos por el rey de Aragón y Navarra, donde está aquel pueblo; y así fue muy posible por razón de la vecindad, como vimos a Indíbil valerse de los suesetanos, como de vecinos que le eran, siempre que quisiese; y fue fácil cosa a Livio meter a Corbins en los suesetanos, extendiendo los límites de ellos hasta Segre, entendiendo que Corbion estaba en su distrito; y hácese más creíble esto, porque, entre los pueblos del reino de Navarra y merindades de ella no hallo ninguno que se llame Corbion, ni aun le sea semejante en el nombre, y es muy fácil a los autores forasteros, como era Tito Livio, alargar o estrechar los términos de las provincias, escusados de no haber estado en ellas.
Esta presa de Corbins fue año de 181, y el año después entró Varron triunfando en Roma, y llevó en el triunfo gran tesoro. Terentius, qui ex Hispania decesserat, ovans urbem iniit. Translatum, argenti pondo IX millia CCCXX; auri LXXX pondo, et duae coronae aureae pondo LXVII, que, según el traductor de Livio, eran mil trescientas libras (pondo, pound) de plata, ochenta y dos de oro, y sesenta y siete que pesaban las coronas del mismo metal; y Ambrosio de Morales, que lo reduce a la moneda de ahora, dice que las dos coronas de oro pesaban valor de setecientos ducados, y lo demás subía a valer poco menos de cien mil ducados; do se echa de ver la riqueza que había en España, pues no habiendo hecho otras conquistas, ni tenido otras victorias, sino esta de Corbins y otras de los celtíberos, llevó tanto tesoro a Roma.
En este mismo año fueron pretores en la España Citerior Quinto Fulvio Flaco, y en la Ulterior Publio Manlio. La primer cosa que hallamos haber hecho Fulvio Flaco, fue poner cerco en un lugar fuerte en los pueblos ilergetes llamado Urbicua, que hoy llamamos Arbeca, a fines del llano de Urgel (lo pla de Urgell), no lejos de los montes de Segarra, muy señalado por el insigne alcázar (alcássar, al-qasr árabe, que vinieron después) que tenían en él los duques de la casa de Cardona, señores que fueron de aquel pueblo y baronía. Los de este pueblo debían haber hecho algún gran movimiento, pues obligó a Flaco que luego diera sobre él: túvolo cercado muchos días, y le dio muy recios combates, y en ellos perecieron muchos romanos, y vinieron para socorrerle muchos celtíberos; pero no fueron poderosos para hacer alzar el cerco, aunque hubo muchas peleas y escaramuzas, porque siempre hallaron brava resistencia, y perecieron muchos romanos y otros quedaron heridos; y los celtíberos de cansados se volvieron, porque no se sentían con fuerzas para valer a los cercados, aunque hicieron todo lo que les fue posible, y así la ciudad fue tomada, saqueada y del todo destruida, y los despojos de ella dio el pretor a los soldados. Así lo cuentan todos, sacándolo de Tito Livio (1: Liv., lib. 40, c. 16. ), cuyas palabras son estas:
Fulcium Flaccum, oppidum hispanum, Urbicuam nomine, oppugnantem, Celtiberi adorti sunt: dura ibi proelia aliquot facta; multi romani milites et vulnerati, et interfecti sunt. Victi perseverantia Fulvii, qui nulla vi abstrahi ob obsidione potuit, Celtiberi, fessi proeliis variis, abcesserunt. Urbs, amoto auxilio eorum, intra paucos dies capta et direpta est; praedam militibus praetor concessit. Ha parecido traer estas palabras, para deshacer la opinión de algunos, que han afirmado que Arbeca era en la Celtiberia, lo que no dice Livio, sino que los celtíberos la socorrieron, aunque Pujades no quiere que Urbicua sea Arbeca, sino un pueblo llamado Ciutat, que está más abajo de la Seo de Urgel, en la ribera del Segre, en un alto, o Ciutadilla, que está (a) dos leguas de Arbeca, no muy lejos del monasterio de Poblet (1).
Alcanzada esta victoria, prosiguió este pretor su gobierno, que para la España tarraconense fue harto peor que una peste; pues en algunas batallas que tuvo con los españoles, afirma Paulo Orosio (2), natural de Tarragona, autor muy antiguo y grave, que en la España tarraconense mató veinte y tres mil hombres y cautivó cuatro mil; y Ambrosio de Morales, que lo saca de Tito Livio, dice haber muerto treinta y dos mil celtíberos, presos diez mil y novecientos caballos y ciento sesenta y dos banderas, lo que no hubiera sido, si no le hubieran favorecido otros españoles amigos suyos, que esta fue, como dije, la desdicha de estos reinos, que siempre tuvieron los romanos de su parte españoles por amigos, con cuyas fuerzas vencieron y destruyeron a los otros que estaban en desgracia de los romanos, y siempre salió de nosotros mismos el astil con que fuimos cortados.

(1) Pujad., lib 3, c. 53.
(2) Oros., lib. a, c. 20, in fine.

domingo, 12 de julio de 2020

CAPÍTULO XXXVI.

CAPÍTULO XXXVI.

De los obispos que ha habido en Lérida y Huesca, ciudades principales de los pueblos ilergetes.

(1) Deben leerse con desconfianza todos estos episcopologios: quien desee más amplias y más seguras noticias, consulte el Viage literario de Villanueva, la España sagrada, y otras obras que tratan ex profeso de la materia, que nuestro autor hubo de tocar tan sólo incidentemente, y aun, como hemos dicho, sin tiempo para corregir lo escrito.

Tratando en esta historia de las cosas más excelentes y más notables que hallo en los pueblos ilergetes, quedo obligado, como a parte principal, tratar de los obispos que ha habido en tres ciudades de ellos: estas son Urgel, Lérida y Huesca. De los de Urgel pienso tratar en sus propios lugares, por estar muy mezclados los hechos de los obispos y de los condes. De los de Lérida y Huesca pienso hacer aquí dos catálogos; el de Lérida más largo y más cumplido que el de Huesca, porque de los primeros no hallo más memoria de la que anda en un sínodo que juntó en dicha ciudad su obispo don Francisco Virgilio, y aún faltan algunos que han llegado a mi noticia, a más de los que están en aquel catálogo. De los de Huesca solo los nombraré, y si importa hacer de alguno de ellos, para mejor inteligencia de esta obra, mención, lo haré; porque de lo demás que pudiera decir, hallará cumplida narración el lector en la historia de Huesca, que con mucha erudición y aplauso de todos ha sacado a luz Francisco Diego de Aynsa e Iriarte hijo de ella. Es tanta la honra y lustre que recibe una ciudad por el obispo, que no puede un pueblo llamarse propiamente ciudad, no habiendo en ella obispo (o McDonald´s hoy en día); cuya dignidad la ennoblece del modo que se puede llamar imperial, por gozar de privilegios imperiales, como lo dice el jurisconsulto Alejandro; y por ser de la primera y de las mejores de la Iglesia, que tuvo principio de los santos apóstoles, fray Gerónimo Román, en su República Cristiana, dice que es orden, y fúndalo en que la Iglesia romana, en la primera colecta que canta el viernes santo, que es por el papa dice: «Roguemos por nuestro beatísimo papa N., para que Dios, que lo puso en el orden de los obispos, etc. »; que ser patriarca, primado y arzobispo, no es sino oficio y cargo, aunque al fin todos son obispos, y tanto quiere decir obispo como vigilante u hombre que mira sobre la grey: y este nombre obispo era muy usado entre los romanos, y era magistrado en la república, y su cargo era cuenta de la provisión común de la ciudad, así de pan como de otras cosas; y parece en el Digesto en el título De muneribus et honoribus, ley últ., § 7; y Cicerón, en la epístola XI del libro séptimo Ad Atticum, hace memoria de este magistrado con nombre de obispo; y después los cristianos lo tomaron para los prelados que rigen las Iglesias, y a ellos pertenece la jurisdicción de todos los clérigos de su diócesis, y aun antiguamente los monjes les estaban sujetos; pero después se eximieron: y comunmente son más los obispos que los patriarcas, primados y arzobispos; porque en cada ciudad ha de haber un obispo, según se saca de muchos concilios y decretos, y no se permite que en lugares y villas ruines haya obispos, porque no sea estimada en poco la dignidad. En Italia hay muchos, porque hay muchas ciudades; y en España no hay tantos de gran parte, porque no hay tantas ciudades; y comunmente estos son más ricos que aquellos, porque tienen más súbditos, y aun obispos hay que tienen dos ciudades, como en Cataluña el de Urgel, que tiene la ciudad de Urgel que se llama Seo de Urgel, y la ciudad de Balaguer; y el de Vique, que tiene las ciudades de Vique y de Manresa; y esto porque sea mayor la renta de la mensa episcopal, y se puedan tratar con el fausto y ostentación decente a tan alto oficio, y dar largas limosnas a los pobres, y sean más estimados de los seglares y respetados de sus súbditos; y por esto nuestros pasados dieron a las Iglesias y prelados muchas jurisdicciones, rentas y vasallos de que en el día de hoy gozan, ilustrando con ellos su persona y oficio; y así podemos afirmar que de las ciudades más principales de España son Lérida y Huesca y la Seo de Urgel, pues muy pocas tuvieron obispos antes que ellas.
De la de Urgel es muy posible san Tesifonte nombrase su primer obispo: de las otras dos tengo por cierto que los tuvieron al principio que España recibió la fé católica con la predicación del apóstol Santiago, aunque no tenemos de Lérida noticia hasta el año 268 de Cristo señor nuestro, de san Licerio; y de los de Huesca no tuvimos noticia hasta Vincencio, que lo fue el año 553; pero es cierto que antes de estos hubo otros de que no nos queda noticia, como acontece a las Iglesias de Toledo, Zaragoza y otras, que ignoran muchos de sus antiguos y primeros prelados y pastores; y san Ildefonso en sus Claros Varones se queja del descuido de los antiguos en escribir los nombres de los obispos; y así no será culpa mía en estos episcopologios de estas tres Iglesias, pasar largos años, y aun centenares de ellos, sin nombrar los obispos que fueron en estos tiempos; porque es sabida la falta que tuvimos de escritores de aquellos tiempos y poca curiosidad que había en ejercicios de letras, porque sabían más valerse de las lanzas para sacar de España los enemigos, que de plumas para dejar memorias de sus hechos; y así, tomándolo de los episcopologios de Lérida y Huesca, y de lo que dejaron escrito Padilla y se halla en los concilios y en otros libros, diré lo que he visto, con deseo que el curioso y deligente que hallare otras noticias las ponga en su lugar, supliendo y enmendando aquello en que aquí hubiere falta o yerro.

Catálogo de los obispos de la ciudad de Lérida.

El primer obispo que hallo de esta ciudad fue el glorioso san Licerio, del cual, aunque en el episcopologio que sacó a luz, en un sínodo que anda impreso el año 1618, el obispo don Francisco Virgilio, sucesor de este santo, no haga memoria, ni menos en la tabla de los días feriados de la corte de aquel obispado, ni fray Vicente Domenech hable de él en su Flos Sanctorum de santos de Cataluña; con todo, no ha querido Dios se perdiese del todo la noticia de él, porque Dextro la da en el año 268, y dice: Init sedem *ilerdensem S. Licerius, vir sanctisimus, ad quem missit litteras Paulatus, episcopus Toletanus. Que san Licerio, varón santísimo, fue el primer obispo de Lérida, y que Paulato, obispo de Toledo, le envió cartas: y después, en el año 311, dice el mismo autor: Concilium Toleti contrahitur, in defensione illiberitani: Sanctus Licerius, episcopus carensis vel carinensis, (suena como Cariñena) in Hispania, Ilerdae, (hoy en día se pronuncia con esta ae : e final: Lleidae : Lleide, por los autóctonos, como Tortosae, y en la provincia de Zaragoza: Favara : Favarae, Maella : Maellae) celebratur, quò translatus fuisse dicitur cum sede: y el Martirologio romano, a 27 de agosto, dice: Ilerdae, in Hispania Tarraconensi, Sancti Licerii, episcopi: y Marieta en sus Santos de España, dice: «Reza la Iglesia de Lérida de este santo obispo Licerio y confesor, a los 27 del mes de agosto;» y Alfonso de Villegas dice: “De san Licerio, obispo y confesor, reza la Iglesia de Lérida a 27 de agosto.” Fue este santo obispo Carense o Carinense, y de aquí pasó a Lérida con su Iglesia, de suerte que el obispado Carinense o Carense fue transferido a Lérida, y san Licerio, que era obispo de este obispado, lo fue de Lérida, y de aquella hora adelante Lérida fue hecha silla episcopal como hoy lo es, y no sabemos que en la que dejó san Licerio fuese puesto otro obispo, ni aun podemos atinar dónde era.
El emperador Antonino en su Itinerario, hace mención de Care y le pone inter Siminium et Cesaraugustam; y Plinio, lib. 3. cap. 3., dice: Carenses populos, in Hispania, complutensibus proximos esse. Y así estaban estos pueblos muy lejos de la ciudad de Lérida, y por otro nombre los llamaban en latín Caracitani; y hace de ellos memoria Plutarco en la vida de Sertorio, y el autor del Diccionario histórico y poético dice llamarse así, de Caraca, pueblo de la España Tarraconense, entre los carpetanos, que son los que hoy decimos del reino de Toledo; si ya no dijésemos que Cara fuese Guadalajara, a quien Antonio de Nebrija llama Caracia o Caraca, de donde derivan Caracitani y Caracenses, que son los de Guadalajara. Sea uno o sea otro, lo cierto es que este pueblo estaba más arriba de Zaragoza, y pareció conveniente en aquella ocasión que la silla episcopal fuese transferida a Lérida, que por ser muy poblada necesitaría de pastor y prelado; y por eso el padre Bivar dice, que las cartas que Paulato, arzobispo de Toledo, escribió a san Licerio fueron sobre la translación de una Iglesia a la otra, por ser primado y pertenecerle el mirar las causas y conveniencias de esta translación, que debió ser por andar en aquellas partes muy cruel la persecución, o por necesitar la ciudad de Lérida de pastor; más que la ciudad o pueblo que dejaba san Licerio, cuya vida fue santísima y el gobierno muy prudente, y por eso obligó a Dextro, en el año 311, que el santo sería muerto, a volver a hacer memoria de él.
Prudencio es el segundo obispo que hallo de Lérida: este floreció el año 400; y dice Dextro que él y Heros, obispo de Tortosa, y Lázaro, obispo de Vique, enviaron a Paulo Orioso con cartas y con los cánones que se habían hecho en el concilio de Zaragoza, el que se había congregado el año 380, a los obispos de África que estaban celebrando un concilio general. Lo que contenían estos cánones y porqué fueron enviados a estos obispos, y de la herejía de Prisciliano, contra quien se juntó aquel concilio, hablan largamente Carrillo, en la vida de san Valero; Padilla en su historia eclesiástica, y Bivar en los comentarios de la historia de Lucio Dextro.
Andrés fue el tercer obispo, el cual en el año 540 asistió al primer concilio de Barcelona; y García de Loaysa, en las adiciones al concilio Ilerdense, dice que este fue antecesor de Februario.
Februario, cuarto obispo, asistió al concilio Ilerdense, del cual queda hecha memoria arriba, congregado por Sergio, arzobispo de Tarragona, el año 546; y Graciano, en su Decreto, en muchas partes se vale de los cánones de este concilio. Murió el mismo año de 546.
Ampelio sucedió a Februario, y luego, el mismo año, asistió al concilio que se congregó en Valencia, de siete obispos.
Polibio asistió y firmó en el concilio Toledano tercero congregado en tiempo del rey Recaredo, a 8 de los idus de mayo, año de Cristo 589, en el cual se hallaron sesenta y dos obispos, y condenaron la herejía de Arrio. (Arrianismo).
Amelio asistió y firmó en onceno lugar el concilio Barcinonense segundo, celebrado el año 14 del rey Recaredo, y en el año de Cristo 599.
Suesario asistió al concilio Egarense, que se juntó en Egara, en el principado de Cataluña, cerca de la villa de Terrasa, y no en Ejea de los Caballeros, como han afirmado algunos, el año de 614.
Fructuoso asistió al cuarto concilio Toledano, no menos grave y principal que el tercero, en el cual se hallaron también sesenta y dos obispos y siete procuradores de obispos ausentes, que también se firmaron en él. Celebróse en tiempo del rey Sisenando, año 634, y firmábanse los obispos por la antigüedad de la consagración, y a este cupo el cuadragésimo segundo lugar. Asistió asímismo al sexto concilio Toletano, celebrado a 9 de febrero del año 638, en el segundo año del rey Chintila, al que asistieron cuarenta y siete obispos de España y Francia, y cinco procuradores de obispos ausentes.
Gauduleno o Gaudiolano. En su tiempo se celebró octavo concilio Toledano, a 17 de las calendas de enero del año de Cristo 653, con asistencia de cincuenta y dos obispos: entre ellos no se halló Gauduleno, sino que envió a *Suterico, diácono, que asistió y firmó por él.
Eusendo asistió y firmó en dos concilios Toledanos: estos son, el décimotercero, que se celebró en tiempo del rey Ervigio, y se hallaron en él cuarenta y ocho obispos, ocho abades, veinte y siete procuradores o vicarios de obispos, y veinte y un condes y varones ilustres; el otro fue el decimoquinto, donde asistieron y firmaron sesenta y dos obispos, once abades y otras dignidades, cinco vicarios de obispos ausentes, y diez y siete condes. Celebróse este concilio a los 15 de mayo de 688.
*Auredo (no se lee bien) fue puesto en silla episcopal después de Eusendo. Este asistió y firmó el concilio Toledano décimosexto que se congregó a 2 de mayo del 693, y hubo cincuenta y ocho abades, tres vicarios de obispos ausentes, y quince condes o varones ilustres. Era rey de España Egica, y era el año sexto de su reinado y también del pontificado de Sergio; y este es el último de los obispos de Lérida que fueron antes de la pérdida de España, permitida de Dios por los pecados del pueblo y de los que le regían, como apuntamos en su lugar.